El sueño /// Manuel Astur (2014)

Manuel Astur (Guillermo Gutiérrez)

Manuel Astur / ®Guillermo Gutiérrez

La gente de campo sabe muchas cosas. Se las enseñaron sus padres, quienes a su vez las aprendieron de los suyos, que también fueron aleccionados por sus progenitores, y así hasta perderse en las raíces del tiempo. No parecen grandes enseñanzas, no para el siglo XXI. Pero sí son necesarias, imprescindibles. Al menos en su mundo, que es, desde siempre, el de la humanidad.

Resulta muy sencillo deducir en qué estación estamos, casi todo el mundo puede hacerlo. Basta con fijarse, por ejemplo, en la frondosidad de las copas de los árboles, en el color de la hierba o si entre dicha hierba hay flores. Hasta un niño puede hacer una composición sobre ello y dar unos datos e indicaciones acertadas. Sin embargo, la cosa se complica a la hora de situar los puntos cardinales sin brújula o calcular la hora sin disponer de reloj. Hay que ser un poco más observador para descubrir que el sol avanza en el cielo de este a oeste —teniendo en cuenta que en verano e invierno se desplaza un poco hacia el norte y en primavera y otoño un poco hacia el sur— y utilizarlo como la manecilla de un gran reloj. Y si es de noche, saber que la Estrella Polar está al norte o que, cuando la luna tiene forma de C, sus puntas señalan hacia el este. Esto resulta, más o menos, fácil. Pero ¿qué pasa cuando está nublado y no podemos ver el sol, la luna o las estrellas? Hay que ser mucho más sensible y observador. Así, por ejemplo, la gente de campo sabe que la hierba se inclina, se acuesta, cuando está cercano el oscurecer y se levanta poco antes del amanecer. O que determinadas flores comienzan a abrirse por la mañana y se cierran cuando el día toca a su fin, mientras que otras hacen lo contrario y durante la madrugada es cuando derraman sus más delicadas fragancias. Así también con los pájaros —no ya el gallo, que, en contra de lo que se suele decir, es poco de fiar y no resulta extraño escucharlo cantar a horas absurdas—, cuya presencia y trino dependen de la estación y de la hora. Del mismo modo, un buen campesino tiene claros los puntos cardinales en todo momento sin mirar al cielo, con sólo fijarse en detalles como que el musgo, huyendo del sol, suele crecer en la cara norte de las piedras y troncos, el lado norte de las montañas es el más frío y húmedo, y donde más tiempo dura la nieve, o que los anillos de crecimiento de los troncos son ligeramente más estrechos por el lado que reciben menor cantidad de sol. Hay que saber leer el paisaje para leer el presente; saber estar en el mundo.

Del mismo modo, el cosmopolita —a estas alturas, me incluyo entre ellos—, que ha olvidado todo esto porque no lo necesita, se analiza a sí mismo día y noche para descubrir su lugar en la sociedad que es su mundo, porque él mismo y su disfraz son el reflejo del entorno. Así pues, observa y descubre otras cosas que al campesino poco interesan. Por ejemplo, reconoce su tristeza en que le cuesta levantarse más de lo normal para ir a trabajar, cualquier pequeña actividad le resulta ardua o no le apetece ver a ninguno de sus muchos amigos; deduce que está alegre porque tiene una gran vida social y ríe mucho y quiere y es querido por los demás; o concluye que algo va mal, ya que no asciende en el trabajo, su teléfono no suena o jamás le proponen planes. Esto es fácil, hasta un adolescente lo sabe. Pero ¿qué pasa cuando conoces tu sitio en la sociedad, cuando tu teléfono suena y te proponen planes y asciendes en tu trabajo y quieres y eres querido y ninguna actividad te resulta ardua, pero, aun así, sientes que está nublado, que hay algo que va mal dentro de ti y no puedes encontrar el norte? ¿Cuando tu brújula está estropeada y sólo apunta a tu triste ego? ¿Cómo orientarte en tales casos? ¿Cómo encontrar el camino? ¿Qué hacer cuando te sientes perdido sin tener razones para ello?

 

Manuel Astur, Quince días para acabar con el mundoBarcelona, Principal de los Libros, 2014, pp. 11-13.

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