Haberme abstraído del debate que se ha producido en El Estado Mental a raíz del artículo ‘Hijos‘ de Purificació Mascarell, o de las sucesivas réplicas de Barbara Celis, Sergio del Molino y Álvaro Llamas, hubiera sido un ejercicio de continencia que como simio, humano, hijo de Gomorra o futuro padre, todavía no me siento capaz de llevar a cabo. Esta impertinencia mía se debe a un defecto enfermizo con el que cargo desde hace años, pero que no es un crío que moquea, llora o me incordia; tampoco hace que me levante por la mañana ni alumbra mi existencia haciéndome consciente de mi mortalidad. El afán de ser honesto es mucho peor que cualquier mocoso porque, entre otras cosas, no puedo enseñarle nada, va por libre y además es anarcosindicalista. Imagínense. Por eso en primer lugar, desde esta pequeña tribuna, querría solicitar el tuteo y la indulgencia de los cuatro protagonistas. Los hijos, las madres, los padres y los homosexuales, que no son todos pero sí todos los que han concurrido a este debate.
Hubiera preferido no hacer semblanza de mi vida porque es irrelevante. Pero soy hijo, lo que en realidad no importa pues todos lo somos. He superado la barrera de los treinta años, que a decir verdad es un dato inocuo. Sin embargo mis expectativas de futuro se alojan únicamente en mi voluntad para poner en marcha proyectos que son, en el mejor de los casos, una locura. Esta contingencia lo cambia todo, me cambia a mí. Pues no sólo significa que la esperanza de incorporarme a un circuito laboral es poco más que una ilusión efímera, sino que el resto de ámbitos de lo que podríamos llamar una existencia plena —ser independiente y colmar expectativas que pasen por no joderle la vida a nadie podría ser una forma de vida perfectamente ecológica— se tornan inviables. Entre ellos, poder alquilar un piso, vivir en pareja o pensar en la descendencia. Me detendré en ésta última. ¿Por qué elegimos ser padres, madres o personas sin hijos? Con honestidad, ¿ustedes creen que todos tenemos capacidad de decisión? Yo digo que no. Porque a mí la realidad me viene impuesta desde unos parámetros (muy cercanos a los de Purificació) como a Barbara, a Sergio y a Álvaro les viene dada la suya desde otros perfectamente distintos. Mi afán de verdad empatiza con todos ellos, pues reconozco su razón de ser sin formar parte de sus circunstancias.
El texto de Purificació sintetiza la opinión de muchos jóvenes de nuestra generación. Su voz es fruto del desajuste político, de su posterior descontento social y de una nefasta realidad que, por encima de todo, nos impele a ser egoístas en una sociedad en la que ya no sabemos si viviremos tantos años como nos había prescrito. Barbara habla con la maternidad en la mano y se reserva el derecho de elección afirmando, con razón, que una mujer nunca se vuelve gilipollas al ser madre porque siempre tiene sus motivos. Sergio afirma que ante todo se siente padre y que esa dimensión ha calado hasta en el último poro de su cotidianidad, condicionando no solo su vida sino también su escritura. No me cuesta imaginar ninguna de las dos afirmaciones. El artículo de Álvaro, grosso modo, expresa el peso silenciado de lo que todavía, al menos en España, parece ser un férreo tabú social.
Como yo no he venido aquí a pontificar y tampoco es mi propósito hacer glosa de los vicios y las virtudes de los cuatro textos, nadie me ha preguntado (Yoda me libre), me tomaré la licencia de tirar los dados para lanzar varias hipótesis. Si yo dijese que Purificació tiene toda la razón y que su opinión es incontestable, además de mentir, estaría abriendo las puertas a todo aquel que quisiera fustigarme sin piedad. Si yo defendiera las palabras de Barbara a capa y espada y se me ocurriese decir a mano alzada que la maternidad es la mayor universidad de la vida, ya tendría a una legión de madres (posiblemente sin hijos) sobre el cogote reprobando mi osadía. Si llevara en volandas la opinión de Sergio y la hiciera mía, tendría a cientos de padres recriminando mi actitud. Si encumbrara la postura de Álvaro y dijese que la auténtica realidad es esa y no otra, me saldrían tantos opositores como hormigas hay en un hormiguero. Es cierto, ninguno lleva razón pero todos la tienen.
He visto y leído comentarios de todo tipo respecto al artículo de Purificació, en ocasiones guiados por una voluntad de escarnio desmesurada. Tampoco han faltado las loas y los vítores, mucho más tímidos. El problema es el siguiente. Los que han criticado su disertación se han olvidado de algo tan común como la generalidad. Y se han olvidado por la sencilla razón de que ellos no se sienten parte de ella. En este sentido, el artículo condenado de Purificació se me antoja el más ambicioso y arriesgado. No estoy diciendo con ello que defienda sus tesis al completo y deseche las réplicas, sino que el suyo forma parte de una generalidad más reconocible que las respuestas. De los comentaristas virtuales nos olvidamos, que de todo hay en la viña del Señor. Sin embargo detengámonos aquí por un momento. Barbara desarrolla un excursus con cuyas afirmaciones ciertas madres pueden sentirse identificadas; Sergio, anota y describe la experiencia de un padre para el cual la venida al mundo de una criatura no cercena en modo alguno la vida; y Álvaro, en el umbral bíblico del bien y del mal, reivindica pertinentemente su caso.
También estos tres últimos ejemplos (las réplicas) son perfectamente atendibles. Nos ofrecen claves personales que posiblemente de otra manera, aún conociéndolas, escaparían a nuestro entendimiento. Pero ninguno de ellos forma parte de la generalidad. Barbara, así como la madre de Purificació, no es una madre cualquiera. Sergio no es un padre cualquiera. Y Álvaro no es un marica sin hijo cualquiera. Son personas conscientes de que la vida no soporta cuadrículas y donde la belleza, el sacrificio, e incluso la creatividad, son posibles y hasta beneficiosos al mismo tiempo. No es que no sean generalidad; es que, en cierto modo, son ejemplares. Esto no lo dicen ellos, lo digo yo. Porque entonces por ejemplo, ¿cómo explicarme que Sergio sea capaz de escribir novelas, llevar un programa de radio, atender un blog y mantener una familia al mismo tiempo que para mí, sin hijos ni familia a cuestas, escribir artículos sea en ocasiones algo angustioso? ¿Cómo el hecho de que Barbara, madre, mujer y periodista, pueda continuar su trabajo como corresponsal resistiendo la hipertrofia del agotamiento físico que implica el cuidado un bebé? Lo normal hubiera sido que un padre no pudiera abarcar tantos cometidos y acabase desistiendo de muchos de ellos. Lo común es que una madre tuviese que dejar su trabajo ahogada por el estrés de semejante situación.
Es evidente que la vida es una prueba y nosotros elegimos cómo pasarla, pero a veces no tenemos el material adecuado, o estamos a expensas de un lápiz 2B con el que escribir más duro, o no contamos con los mejores profesores, quién sabe por qué unos sí y otros no. Tampoco hay necesidad de recurrir a la filosofía o la praxeología para saber que si algo define la generalidad es la falta de ejemplaridad. Con la primera levantamos industrias, creamos mercados y rodamos anuncios de publicidad. Con ellos hacemos que la gente consuma sin medida, se sienta satisfecha y, qué curioso, tenga expectativas. Al fin y al cabo sabemos que es falso, o no del todo verdadero, pues la ejemplaridad se encuentra agazapada aguardando el momento propicio para contraatacar. No es que mi caso forme parte de un bando y esté tirando piedrecitas sobre los demás, no es que esté aprovechándome de una situación determinada, es que es necesario saber que todos participamos de la razón en tiempos de desasosiego.
Desde siempre he tenido un sentido paternal muy fuerte, me conmueven los enanos y considero que educar a una criatura es, posiblemente, el reto más difícil y hermoso de todos los que nos tiene reservados la vida. Respondo con muecas a sus tontunas en el metro, intento hacerles reír y a veces me devuelven la sonrisa. Es lo único que puedo hacer, es lo único a lo que puedo aspirar. Adoro a un buen padre que sabe divertir a su diablillo y me maravillan las madres que con ternura apaciguan el desenfreno de sus cachorros. Pero hay otro problema. Mis padres, a mi edad, ya veían mis tres años corretear por el salón de casa. Yo, con la suya de entonces, no soy capaz de dibujar ni el tiempo que necesitaría para ello.
Yo no soy ejemplar, me considero parte del común de los mortales. Pero a estas alturas de mi película pensar en la responsabilidad de un crío es sencillamente un suicidio. Como yo, cientos de miles de jóvenes estarán obligados a ser egoístas, y no por elección ni voluntad, sino por supervivencia. Seguramente muchos se harán las mismas preguntas. ¿De dónde demonios sacaría yo tiempo para esos cuidados? ¿Cómo responder a la paternidad sin solvencia económica? O en mi caso, mucho más sencillo todavía, ¿quién leería todos esos libros que tengo allí, a lo lejos, en la estantería de la biblioteca? ¿Quién se ocuparía de esos proyectos con los que busco, además de mi satisfacción, las puertas de una estabilidad profesional? Platón decía que allí donde existe generación y corrupción no es posible la eternidad. El cabrón se equivocó, pero tan fuerte como sus espaldas. Porque el único consuelo que a mí me queda al no poder tener hijos (participando de ellos en usufructo, eso sí) es que todavía exista la ejemplaridad. Es decir, que aún haya casos particulares como los de Barbara, Sergio o Álvaro me dice (nos dice) que hay vida más allá de la cola del INEM. Lo cual no es malo, tan sólo es verdad.
El clásico conflicto a tres bandas: lo que socialmente debería de ser la vida, lo que individualmente creemos que debería ser, y lo que desde ambos puntos de vista, simplemente, es. Puede ser que hasta se me olvide alguna banda, pero yo por el momento me voy dando de hostias con estas tres. Como si jugara al pinball.
Gracias por la elocuencia. Un abrazo. 🙂
Gracias a ti, Estefanía. Un fuerte abrazo.
La diferencia entre lo deseable y lo posible ha sido siempre el lastre con el que estamos obligados a convivir y, sin embargo, como dice un conocido, podremos estar en derrota, pero nunca en doma. Desde esa perspectiva, la única con la que preservar un algo, si no de dignidad, siquiera de amor propio, cada cual a perseguir aquello que lo define frente a sí mismo. ¡Ánimo, Mario! Alguien que razona como tú, se necesita.
Un abrazo fuerte
Ambos estamos de acuerdo, Gustavo. Y gracias por el cumplido. Y por leerme.
¡Te doblo ese abrazo!