Los héroes /// Thomas Carlyle (1841)

Esta obra consagró la fama europea de Carlyle. Se trata de seis conferencias que abundan en puntos de vista originalísimos; unas veces asombran por un diseño vigoroso, otras con un cuadro completo, rico en contrastes de claroscuro, o bien con aquellas destemplanzas y ocurrencias suyas que confunden y marean. No hay cuestión que no aborde en este libro: la religión, la política, la literatura, palancas que mueven las grandes fuerzas sociales. El héroe legendario (Odín) es analizado por él con extraordinaria sagacidad, en lo que se real pudo tener a través de las nieblas de la tradición y de las brumas de Dinamarca; en el profeta (Mahoma), describe con intuición maravillosa la influencia ejercida por aquel hijo semibárbaro del desierto entre las tribus fanáticas y sensuales de Arabia; en el poeta (Dante y Shakespeare), estudia con profunda sensibilidad y raro acierto la personalidad del escritor florentino y, con cierta exageración nacionalista, la del inmortal dramaturgo inglés; en el sacerdote (Lutero y Knox), palpita el drama religioso de la Edad Media, en que Europa sacudió sus ligaduras mortales al grito del fraile alemán; en el escritor (Johnson, Rousseau, Burns), observa las tres personalidades distintas en que se encarna el héroe literario, la del mantenedor de lo caduco, el vidente del porvenir y el idealista; en el rey (Cromwell y Napoleón), se esfuerza en justificar la política solapada y la ambición tiránica del protector de Inglaterra, ambición y política que él considera desde un punto de vista especial, juzgándolas nobles manifestaciones de un espíritu a quien la Historia acusó de hipócrita, y en cambio critica con frases despectivas el desenfrenado apetito de gloria y el endiosamiento de un «pigmeo», Napoleón Bonaparte.

Foto: Robert Scott Tait, 1854

Dos grandes ideas resaltan, sin embargo, de este estudio: la sociedad está sujeta a eterna metamorfosis; los héroes son los agentes de esta transformación, cambio o transfiguración, que el ser social, cuerpo y alma, experimenta en el curso del tiempo. Carlyle define tres civilizaciones sucesivas e históricas, dejando aparte, en las profundidades de los siglos, la bruma de la prehistoria. Esas tres grandes civilizaciones de la Europa histórica las designa con los nombres de la Antigüedad y Paganismo, Cristianismo y Edad Media, y Tiempos Modernos, tres épocas que contienen dos transiciones; asistimos a la segunda, la cual forzosamente habrá de ser muy larga, teniendo en cuenta el millar de años que necesitó la disolución lenta del mundo pagano para dar paso a la elaboración, lenta también, del cristianismo. Es cierto que los grandes descubrimientos modernos nos comunican a los fenómenos sociales aceleraciones que desconoció la Antigüedad. Así, esos cambios perpetuos no los juzga Carlyle estériles metamorfosis, ni recesión ni decadencia, sino fases grandiosas de una ascensión que irresistiblemente prosigue a través de nuestros dolores y de nuestros placeres, de nuestras dudas y de nuestras esperanzas.

Retrato de Carlyle, por Sir John Everett Millais, 1877 — Londres, National Portrait Gallery

Con respecto al estilo de Carlyle, raramente se ha manifestado, como en este libro, la verdad que expresó Buffon: el estilo es el hombre mismo. El estilo de Carlyle es él; le retrata de pies a cabeza. Sus ideas, sus entusiasmos y paradojas no podían expresarse en otro estilo. No hay en él la menor contradicción entre fondo y forma, entre alma y expresión. Sus párrafos desiguales, entrecortados por paréntesis y digresiones, con sus ritmos entusiásticos, con sus frases amplias y agitadas, o rápidas y seguras; con el retorno, repetidísimo, de unas pocas ideas centrales, de unas mismas frases o palabras, refleja su carácter sombrío, atormentado, contradictorio y a menudo obsesivo. Sus juegos de puntuación, la abundancia de palabras que empiezan con mayúscula, sus frecuentes subrayados tienen por objeto llamar la atención sobre los temas principales hacia los cuales, como centro de atracción, todas las ideas, todas las frases y todas las palabras se polarizan. Esto ha sido interpretado como defectos, como su Carlyle no supiese escribir y pulir su estilo, o como si buscase la manera de sorprender y mixtificar a sus lectores. El pensamiento mismo de Carlyle es, desde luego, más musical que discursivo; siente, más que ve, fulguraciones de intuiciones grandiosas, inexpresables en palabras. Porque el significado corriente de las palabras no le basta; el hirviente sentido de lo que él quiere expresar no cabe en ellas; se desborda, se vierte en ellas como un metal deslumbrante, en ebullición, del cristal que lo contiene.

Cit., Thomas Carlyle, Los héroes, trad. Pedro Umbert, Madrid, Sarpe, 1985, pp. 7-9.

Las ninfeas* /// Gaston Bachelard

Bachelard1

Gaston Bachelard en su estudio / Fuente

No hay ni Pólipo ni Camaleón que pueda cambiar de color tan a menudo como el agua.

Jean-Albert Fabricius, Théologie de l’Eau, trad. 1741

 

I

LAS ninfeas son las flores del verano. Marcan al verano que nunca más engañará. Cuando la flor aparece en el estanque, los jardineros prudentes sacan los naranjos del invernadero. Y si el nenúfar se queda sin flor desde septiembre, es señal de un crudo y largo invierno. Hay que levantarse temprano y trabajar de prisa para hacer, como Claude Monet, buen acopio de belleza acuática, para contar la breve y ardiente historia de las flores fluviales.

He aquí pues a Claude en camino desde temprano. ¿Sueña al caminar hacia el rincón de las ninfeas que Mallarmé, el gran Stéphane, ha tomado al nenúfar blanco como símbolo de alguna Leda amorosamente perseguida? ¿Repite para sus adentros la página en que el poeta considera a la bella flor «como un noble huevo de cisne… que no se hincha de nada que no sea el vacío exquisito de sí»…? En efecto, entregado ya a la alegría de quien va a florear su lienzo, el pintor se pregunta, bromeando con «el modelo», en los campos como en su estudio:

Quel oeuf le nénuphar a-t-il pondu la nuit?

Por anticipado sonríe de la sorpresa que le espera. Aprieta el paso. Pero:

Déjè la blanche fleur est sur son coquetier.

Y todo el estanque huele a flor fresca, a flor joven, a flor rejuvenecida por la noche.

Cuando caen las sombras —Monet lo ha visto una y mil veces— la joven flor se va a pasar la noche bajo el agua. ¿Acaso no se cuenta que la atrae su pedúnculo, retrayéndose hasta el fondo tenebroso del limo? Así, cada aurora, tras el sueño reparador de una noche de verano, la flor de la ninfea, sensitiva inmensa de las aguas, renace con la luz, flor así siempre joven, hija inmaculada del agua y del sol.

Tanta juventud recobrada, una sumisión tan fiel al ritmo del día y la noche, una puntualidad tal para contar el instante de aurora es lo que hace de la ninfea la flor misma del impresionismo. La ninfea es un instante del mundo. Es una mañana de los ojos. Es la flor sorprendente de un amanecer de verano.

Sin duda llega el día en que la flor es demasiado fuerte, en que está demasiado abierta y demasiado consciente de su belleza para ir a ocultarse cuando cae la noche. Es bella como un seno. Su blancura ha tomado una brizna de rosa, un tono de rosa-tentación-ligero sin el cual el color blanco no podría tener conciencia de su blancura. ¿No llamaban antaño a esa flor «la rueca de Venus» (Clavus Veneris)? ¿No fue, en la vida mitológica que precede a la vida de todas las cosas, Heraclión, aquella robusta ninfa, muerta de celos por haber amado demasiado a Heracles?

Pero Claude Monet sonríe de esa flor de pronto permanente. Fue a ella misma a la que ayer el pincel del pintor le dio la eternidad. Monet puede así continuar la historia de la juventud del agua.

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Claude Monet, «Nenúfares» (Musée de l’Orangerie, París) / Fuente: El Hurgador

II

Sí, todo es nuevo en un agua matutina. ¡Qué vitalidad no tendrá ese río-camaleón para responder al punto al caleidoscopio de la luz joven! La sola vida del agua temblorosa renueva todas las flores. El más leve movimiento de un agua íntima es el principio de una belleza floral.

El agua que se mueve tiene en el agua latidos de flor, dice el poeta. Una flor de más complica a todo el río. Un junco más recto da ondas más hermosas. Y de ese joven iris de agua que traspasa el verde caos nenufaresco, debe el poeta contar al punto la victoria sorprendente. Helo aquí entonces, con todos los sables fuera, con todas las hojas afiladas, dejando pender desde muy alto, con ironía hiriente, su lengua sulfurosa por encima de las aguas.

Si se atreviera, algún filósofo que soñase ante un cuadro acuático de Monet desarrollaría dialécticas del iris y de la ninfea, la dialéctica de la hoja recta y de la hoja posada tranquila, mansa, pesadamente sobre el agua. ¿No es la dialéctica misma de la planta acuática? Una quiere surgir animada de quién sabe qué rebeldía contra el elemento natal, la otra es fiel a su elemento. La ninfea ha entendido la lección de calma que da el agua dormida. En su delicadeza extrema, con ese sueño dialéctico tal vez se sentiría la suave verticalidad que se manifiesta en la vida de las aguas dormidas.

Pero el pintor lo siente todo por instinto y sabe encontrar en los reflejos un privilegio seguro que compone en altura el tranquilo universo del agua.

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Claude Monet, «Nenúfares» (Musée de l’Orangerie, París) / Fuente: El Hurgador

III

Así es como los árboles de la ribera viven en dos dimensiones. La sombra de su tronco ahonda la profundidad del estanque. Cerca del agua no se sueña sin formular una dialéctica del reflejo y de la profundidad. Parecería que, desde el fondo de las aguas, quién sabe qué materia viniese a nutrir el reflejo. El limo es un alinde de espejo que trabaja. Une una tiniebla de materia a todas las sombras que se le ofrecen. Para el pintor, también el fondo del río guarda sorpresas sutiles.

A veces, desde el fondo del abismo sube una burbuja singular: en el silencio de la superficie la burbuja balbucea, suspira la planta, el estanque gime. Y el soñador que pinta se ve solicitado por una piedad ante el infortunio cósmico. ¿Yace algún mal profundo bajo ese Edén de flores? ¿Habremos de recordar, con Jules Laforgue, el mal de las Ofelias floridas?

Et des nymphéas blancs des lac où dort Gomorrhe.

Sí, el agua más sonriente, la más florida, en la mañana más clara, esconde una gravedad.

Pero dejemos pasar esa nube de filosofía. Volvamos, con nuestro pintor, a la dinámica de la belleza.

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Foto: Javier Fuentes / El Hurgador

IV

El mundo quiere ser visto: antes de que hubiera ojos para ver, el ojo del agua, el gran ojo de las aguas mansas miraba abrirse las flores. Y fue en ese reflejo —¡quién diría lo contrario!— donde el mundo cobró primero conciencia de su belleza. Así también, desde que Claude Monet miró las ninfeas, las nunfeas de Île-de-France son más hermosas y más grandes. Flotan en nuestros ríos con más hojas, más tranquilamente, dóciles como imágenes de Lotos-niños. No sé dónde leí que en los jardines de Oriente, para que las flores florecieran más aprisa, más equilibradamente y con una clara confianza en su belleza, se tenía el cuidado y el amor suficientes para poner ante un tallo vigoroso que llevara la promesa de una flor joven dos lámparas y un espejo. Entonces la flor puede mirarse de noche. Así tiene el placer sin fin de su esplendor.

Claude Monet habría comprendido esa inmensa caridad de lo bello, ese aliento dado por el hombre a todo lo que tiende a lo bello, él, que toda su vida supo aumentar la belleza de todo lo que caía ante sus ojos. Cuando fue rico —¡tan tardíamente!— tuvo en Giverny jardineros de agua para lavar de toda mácula las grandes hojas de los nenúfares en flor, para animar las corrientes precisas que estimulan las raíces, para doblar un poco más la rama del sauce llorón que perturba al viento el espejo del agua.

En pocas palabras, en todos los actos de su vida, en todos los esfuerzos de su arte, Claude Monet fue un servidor y un guía de las fuerzas de lo bello que mueven el mundo.

(*) El título completo del artículo es «Las ninfeas o las sorpresas de un amanecer de verano», cit. en Gaston Bachelard: El derecho de soñar, trad. Jorge Ferreiro Santana, México-Madrid, FCE, 1997 (1970), pp. 10-15.

Empédocles /// Friedrich Hölderlin

Buscas, buscas la vida, surge y reluce un fuego

desde honduras telúricas, hacia ti; y tú te arrojas,

con ansia estremecida,

allá abajo, a las llamas, en el Etna.

 

Así disolvió en vino sus perlas la orgullosa

reina, sin importarle; ¡ojalá nunca hubieras

ofrendado, oh poeta, tu riqueza

en el hirviente cáliz!

 

Pero eres para mí sagrado, cual la fuerza

de la Tierra absorbiéndote, ¡oh víctima atrevida!

Si no me retuviera el amor, seguiría

al héroe, hasta el abismo.

 

[Das Leben suchst du, suchst, und es quillt und glänzt/Ein göttlich Feuer tief aus der Erde dir,/Und du un schauderndem Verlangen/Wirfst dich hinab, in des Aetna Flammen./So schmelzt’ im Weine Perlen der Übermut/Der Königin; und mochte sie doch! hättst du/Nur deinen Reichtum nicht, o Dichter,/Hin in den gäreden Kelch geopfert!/Doch heilig bist du mir, wie der Erde Macht,/Die dich hinwegnahm, kühner Getöteter!/Und folgen möcht ich in die Tiefe,/Hielte die Liebe mich nicht, dem Helden.]

 

Cit. Friedrich Hölderlin, Antología poética (trad. Federico Bermúdez-Cañete), Madrid, Cátedra, 2006, p. 127.

Holderlin 1970

Sello con la efigie de Hölderlin (Alemania, ca.1970) / Fuente: Deposit Photos

Heinrich Wölfflin /// Interpretación(es)

«No es feliz la comparación que llama al arte espejo de la vida, y cualquier estudio que considere a la historia del arte como historia de la expresión corre el peligro de ser completa e irremediablemente universal. Se puede argüir a favor de lo sustantivo lo que se quiera, pero ha de tenerse en cuenta que el organismo de expresión no fue siempre el mismo. El arte, a través del tiempo, trae a representación, naturalmente, asuntos muy diversos; pero esto no es lo que determina el cambio de su apariencia: el lenguaje mismo varía en su gramática y sintaxis. No es sólo que se hable de distinta manera en distintos sitios -esto se concederá fácilmente-, sino que el habla tiene su evolución propia, y la facultad individual más poderosa no ha podido sacarle en una época determinada más que una determinada forma de expresión, y para eso no muy por encima de las posibilidades comunes. También podría contestarse a esto, sin duda alguna, que es natural y que los medios de expresión van obteniéndose paulatinamente. Bien; pero no es eso lo que nosotros queremos decir: contando con medios de expresión completamente desarrollados, cambia, sin embargo, el arte. Dicho de otro modo: el contenido, la sustancia del mundo, no cristaliza para la visión en una forma perennemente igual. O, para volver a la primera imagen: la visión no es precisamente un espejo, idéntico siempre, sino una forma vital de comprensión, que tiene su historia propia y ha pasado por muchos grados evolutivos.

Heinrich Wölfflin retratado por Marianne Breslauer en 1934

Heinrich Wölfflin retratado por Marianne Breslauer en 1934

»Este cambio de forma de la visión se ha descrito aquí mediante el contraste del tipo clásico y el tipo barroco. No pretendíamos analizar el arte de los siglos XV y XVII, éste es mucho más rico y exuberante, sino sólo el esquema, las posibilidades de ver y dar forma, dentro de las cuales se mantuvo y tuvo que mantenerse el arte acá y allá. Para dar ejemplos no tuvimos otro remedio, naturalmente, que ir sacando obras de arte sueltas; pero todo lo que se dijo de Rafael y Tiziano, como de Rembrandt y Velázquez, fue con el objeto exclusivo de iluminar la trayectoria general, en modo alguno para poner a luz el valor especial de los ejemplares elegidos. Para ello se hubiera necesitado decir más y más exactamente. Pero, por otra parte, es inevitable el referirse precisamente a lo más importante; la dirección, en resumen, ha de verse con más claridad que en otras en las obras culminantes, como verdaderos índices que son el camino.

»Otra cuestión es decidir hasta qué punto puede hablarse con razón, en general, de dos tipos distintos. Todo es evolución, y quien considere la Historia como tránsito infinito es difícil que los encuentre. Mas para nosotros es un mandamiento del instinto de conservación intelectual ordenar según un par de puntos o metas la infinidad del acaecer.

Heinrich Wölfflin en los años 20 / Rudolf Dührkoop

Heinrich Wölfflin en los años 20 / Rudolf Dührkoop

»Todo el proceso del cambio de representación ha sido sometido en su latitud a cinco dobles conceptos. Se los puede llamar categorías de la visión, sin riesgo de confundirlas con las categorías kantianas. Aunque tienen una tendencia manifiestamente igual, no son deducidas de un mismo principio. (Para un modo de pensar kantiano resultarían sencillamente apresuradas.) Es posible que pudiesen presentar otras categorías más -no se han puesto a mi alcance-, y las dadas aquí no están unidas de modo que sea imposible pensar parcialmente en otra combinación. Desde luego, se condicionan unas a otras hasta cierto punto, y, si no se toma al pie de la letra la expresión, se puede decir de ellas que son cinco distintas visiones de una misma cosa. Lo lineal plástico se relaciona con los estratos espaciales compactos del estilo plano, del mismo modo que lo tectónico-cerrado evidencia una afinidad natural con la autonomía de los elementos orgánicos y de la claridad absoluta. Por otra parte, la claridad formal incompleta y la impresión de unidad con elementos sueltos desvalorados se unirán de por sí con lo atectónico-fluyente, y cabrán, mejor que en parte alguna, dentro de una concepción pictórico-impresionista. Y si parece que el estilo de profundidad no se incluye necesariamente en la familia, se puede argüir en contra que sus tensiones de prespectiva están constituidas exclusivamente sobre efectos ópticos, que tienen significado para la vista, pero no para el sentido plástico.

»Se puede hacer la prueba: entre nuestras fehacientes repreducciones apenas habrá una que no se pueda utilizar como ejemplo también para cualquiera de los otros puntos de vista.»

 

Heinrich Wölfflin, Conceptos fundamentales de la Historia del Arte, Espasa, Madrid, 2009 (1915), pp. 417-419.

Georges Bataille /// Interpretación(es)

Georges Bataille (Foto: André Bonin © Gallimard)

Georges Bataille (Foto: André Bonin © Gallimard)

«Para llegar hasta el final del éxtasis donde nos perdemos en el goce, siempre debemos poner un límite inmediato: el horror. No sólo el dolor de los demás o el mío propio al acercarme al momento en que el horror se apoderará de mí puede hacerme alcanzar un estado gozoso rayano en el delirio, sino que no hay forma de repugnancia en la cual no pueda discernir afinidad con el deseo. No es que el horror se confunda alguna vez con la atracción, pero si no puede inhibirla o destruirla, el horror refuerza la atracción. El peligro paraliza, pero al ser menos fuerte puede excitar el deseo. Sólo alcanzamos el éxtasis en la perspectiva, aun lejana, de la muerte, de lo que nos destruye.

»El placer sería despreciable si no fuera esa aberrante superación, que no está reservada al éxtasis sexual y que los místicos de diferentes religiones, y en primer lugar los místicos cristianos, han conocido del mismo modo. El ser nos es dado en una superación intolerable del ser, no menos tolerable que la muerte. Y puesto que, en la muerte, al mismo tiempo que el ser nos es dado, nos es quitado, debemos buscarlo en el sentimiento de la muerte, en esos trances intolerables en los que nos parece que morimos, porque el ser ya no está en nosotros más que como exceso, cuando coinciden la plenitud del horror y la del gozo.»

G. Bataille, El erotismo, Barcelona, Tusquets, 2007 (1957), pp. 273-274.

Thomas Carlyle /// Interpretación(es)

Thomas Carlyle, Elliott & Fry (ca. 1860's)

Thomas Carlyle, Elliott & Fry (ca. 1860’s). Fuente imagen: Wikipedia

«Y ahora decimos: aunque se haya olvidado este divino misterio(*), el vate, profeta o poeta, penetró dentro de él; es un hombre enviado para dárnoslo a conocer con impresión más vigorosa. Ese es su mensaje; su deber consiste en revelarnos ese sagrado misterio, en presencia del cual, más que nadie, vive él continuamente. En tanto otros lo olvidan, él lo ve y lo conoce. Puede decirse que se le ha obligado a conocerlo, a vivir en él sin previo consentimiento, precisamente ligado a él.

»No hay en esto chisme ni conseja alguna, sino intuición y fe directas; ese hombre no podía menos; no era posible que dejase de ser sincero. Viva el que quiera en la apariencia de las cosas. Para ese hombre es una necesidad de su naturaleza vivir en la propia realidad de los hechos, en íntima y estrecha comunicación con el universo, aunque los demás hombres le consideren como una especie de juguete. Ante todo y en virtud de su sinceridad, es un vate. Así, el profeta y el poeta, copartícipes del secreto manifiesto, no son sino uno.»

Thomas Carlyle, Los héroes, Aguilar, Madrid, 1985 (1840), p. 105.

(*) El divino misterio al que se refiere Carlyle es la teoría del «secreto manifiesto» de Goethe por la cual su autor definía el instante en que un ser humano sufría la revelación del Universo.

Guy Debord /// Interpretación(es)

Guy Debord, La sociedad del espectáculo (edición inglesa)

Guy Debord, La sociedad del espectáculo (edición inglesa).

«La lucha entre tradición e innovación, que es el principio interno de desarrollo de la cultura en las sociedades históricas, sólo puede continuar merced a la permanente victoria de la innovación. Sin embargo, la innovación cultural depende únicamente del movimiento histórico total que, al cobrar conciencia de su totalidad, tiende a superar sus propios presupuestos culturales y se orienta hacia la supresión de toda superación.»

Guy Debord, La sociedad del espectáculo, Valencia, Pre-Textos, 2012 (1967), pp. 152.

Dante sí, pero no.

Siempre se requiere de un tacto especial cuando se habla de Dante Alighieri (1265-1321). La literatura ha derramado ríos de tinta sobre esta personalidad patrística de las letras universales, tanta que se necesitarían una docena de vidas para abordar toda la documentación que tenemos al respecto. El caso que nos ocupa hoy es harto singular dado que, sin ser exhaustiva ni pretenciosa, dato que revela la modestia del texto, se enfrenta a un tema como el de la simbología del microcosmos de Dante. Olvidémonos por un instante, eso sí, de las connotaciones que el adjetivo dantesco ha venido arrastrando a lo largo de la historia, bien por su mal uso, bien por su errónea significación. Los que amamos la figura del Sommo Poeta sabemos que las voces malintencionadas se encargaron de hacer de Dante un personaje siniestro al servicio de la escatología, pero no es así. O al menos no del todo. Pero volvamos a lo nuestro y dejemos que las campanas suenen.

El ya clásico ensayo de René Guénon sobre El esoterismo de Dante ve de nuevo la luz en la reimpresión con la que la que el Grupo Planeta (que no la editorial Paidós) nos obsequia en esta ocasión. A decir verdad, eso es lo que han pensado ellos. El ensayo, publicado original y póstumamente en 1957 por Gallimard y poco después traducido al italiano por Atanòr, encuentra su voz castellana bajo la traducción de Agustín López Tobajas y María Tabuyo. Hay que decir que la relevancia de este trabajo de investigación fue notoria en su tiempo. Allí donde sólo había oscuridad y tiniebla pietista, nos mostró una nueva lectura sobre distintos puntos de vista desconocidos en la obra de Dante y que hoy día están superados gracias a dicha labor. Pero es tanta la insistencia de los estudiosos en Dante y la pasión que su obra suscita desde tantas perspectivas que, sin temor a equivocarnos, podemos decir que ya se ha dicho todo de él y de su obra, y ahora verán por qué. Evidentemente los especialistas, tan puristas ellos, acogerán esta opinión como una superchería. Habrá quien salga disparado de su asiento cuando lea esta descortesía a la obra de Dante, pero tranquilos. No hay necesidad de escandalizarse. Ahora más que nunca, es hora de ser honestos. Alégrense de que esto también empiece en Dante. Me refiero a la honestidad.

Como decimos, el trabajo de Guénon fue algo así como revolucionario. Corrían los años cincuenta y en Europa no se respiraba más que totalitarismo y ese tufillo nacionalista que buscaba falso refugio en la espiritualidad de sus autores estrella. Dante no es que fuera clásico, más bien se convirtió en una bandera. Tal vez en Francia, eso sí, la intencionalidad al abordar la figura del poeta florentino tenía otro carácter, lo que podría justificar de algún modo su espontaneidad. Ahora bien, no podemos obviar la cantidad de maniobras culturales que las naciones han perpetrado en nombre (o a costa) de sus hijos predilectos. Se me ocurren casos como los de Cervantes en España, Shakespeare en Inglaterra, Montaigne en Francia, y cómo no, Dante en Italia. Todos ellos tuvieron la suerte y la desgracia de padecer eso que hemos dado en llamar entusiasmo. Y no es que el entusiasmo como motor de acción reportara resultados negativos, es que el patriotismo lo cubrió todo de chapuza y desmemoria. Asimismo todo ello promovió una serie de procesos de investigación realmente sugerentes, era la gran oportunidad, se experimentaba sobre un terreno desconocido pero nuestros pies acomodados no fueron capaces de reconocer el barro entre lo que parecía esponja. Por ende la cultura, llegados a este punto la más vulnerable en tiempos de emergencia (la actual es un calco), fue la primera en caer sumisa del servilismo político y, despojada para entonces del corazón de sus entrañas, terminó convirtiéndose en un pensamiento sin razón de ser.

El libro de Guénon en este sentido fue un prodigio, puesto que supo lidiar con el ostracismo climático de la cultura de su tiempo y, por otro lado también, porque tuvo el coraje y la valentía de hablar del lado conspirador y retorcido del Dante más hermético. Por ambas cosas merecería la pena releer este clásico de la dantología, revisar el capítulo de la numerología, las teorías másonicas en torno de Dante, la inclusión de las distintas tradiciones en la obra del Altissimo poeta, etcétera,… pero insistimos en el hecho de que hay que tener un tacto especial cuando tratamos con una figura de tamaña riqueza intelectual. No se puede permitir pasar por alto un estado de la cuestión en cualquier publicación de este tipo.

Dicho de otro modo: se echa en falta una reedición y no una reimpresión. Es como si nadie pudiese hablar de Dante en el siglo XXI o, lo que es peor, que nadie quisiera hacerlo. De acuerdo que Dante no sea el tipo de conversación que uno tiene cuando toma café por las mañanas, pero que no haya nadie dispuesto a abordarlo no me lo trago. ¿Entienden ahora lo que decía sobre lo ya dicho sobre él y su obra? Con esta publicación, no me entiendan mal, está muy bien, el texto es el que era hace cerca de sesenta años y se ha limado la tipografía. Gracias a ello el texto se ha hecho más legible, bien, pero Dante es Dante, no se han de escatimar las palabras. Se me antojan una docena de nombres, tantas como el número de vidas que antes mencionaba, que podrían decir algo sobre este texto clásico de la ensayística dantiana.

Que una editorial del peso y el talante de Paidós (y/o del Grupo Planeta), poseedora de un catálogo envidia de cualquier casa, sea capaz de tamaña insensibilidad, es algo que me golpea en lo más profundo de mi ser como amante de la cultura. Desgraciadamente no tengo muchos más argumentos favorables que el hecho de ver reproducido el fresco de Domenico di Michelino sobre la cubierta del libro. García Márquez fue quien dijo aquello de: “Cuando cumplí los cuarenta años, aprendí a decir no cuando es no”. En este sentido tengo que tomar prestadas las palabras de Gabo y ponerlas en práctica de manera prematura, porque si de verdad deseamos una sociedad coherente y respetuosa con esos valores comunitarios que tan de boca en boca circulan, si anhelamos un futuro digno para nuestros hijos donde crecer rodeados de una ciudadanía fundada en la verdad y la lucha contra la opresión y la pantomima, si soñamos con todas estas cosas hermosas, entonces tal vez deberíamos alegrarnos porque esto también empieza en Dante. Me refiero a la honradez intelectual.

 

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Publicado en la revista Culturamas (13 noviembre 2013). Puedes leerlo aquí.

El último Rafael /// Museo del Prado (2012)

A poco más de una semana de que se trasladara al Louvre, la exposición del Museo del Prado El último Rafael presenta la necesidad de una revisión. Este tiempo nos ha permitido valorar la muestra en toda su complejidad, uniendo las actividades paralelas y complementarias que se han organizado al hilo de la misma.

El primer punto a tener en cuenta es por tanto el título y el arco cronológico tratado. El último período del pintor se presenta así como una suerte de sucesión escalonada de su producción tardía con los añadidos de sus más nombrados discípulos, sobresaliendo como es lógico el rol del joven Giulio Romano dentro del obrador del maestro. A este efecto, quizás no se le ha dado el cauce más acertado a la exposición y es aquí donde manifiesta su primera carencia. Si no disponemos para esta etapa de obras firmadas y las conjeturas se suceden caprichosamente entre un anodino y habitual “y taller”, la cuestión deriva en que prácticamente toda la producción dudosa de Rafael (la no firmada o no contrastada documentalmente con contratos o testimonios directos-indirectos) puede unirse al elenco de obras de la exposición sin que ello presente problema alguno. Esto supone un error. Los comisarios, Paul Joannides y Tom Henry, nos advirtieron de este contratiempo, pero no nos parece suficiente.

 

Nos queda la sensación de que existen demasiadas suposiciones y pocas certezas. La distribución y organización del recorrido estaban bien planteadas, pero discutible, desde el formato grande al tamaño medio y saltando entre géneros para terminar con un espacio dedicado a Giulio Romano y la retratística. Sin embargo, seguía faltándonos algo más. Y es que la trayectoria grandilocuente de este ser único que fue Rafael, parangonable como ha querido la crítica especializada con Mozart por su precocidad y espíritu presto y siempre feliz, se ha visto imposible de tratar de manera monofocal. Dicho de otro modo, nos parece insuficiente abordar su trayectoria única y exclusivamente desde su perspectiva pictórica. Rafael gozó de la concesión de diversos cargos de máxima responsabilidad, entre ellos la decoración de las Estancias de Julio II, pero también se encargó de la fábrica de San Pedro, o como la condición de veedor de las ruinas romanas, cargos por otra parte muchísimo más ambiciosos e importantes. Es por ello que la muestra debía haber intentado dar una panorámica, si bien no a través de la obra expuesta (cosa obvia por otra parte), sí a través de un discurso en la publicación del catálogo para ofrecer al gran público una visión mucho más ilustrada de esta figura tan especial por tantos motivos dentro de la historia del arte occidental.

Asimismo, la exposición ha tenido un nivel de visitantes verdaderamente encomiable, pasando de los 250.000. Y, a pesar de esta incidencia, aparentemente contradictoria pero no tanto, había cuadros que paradójicamente nos resultaron sucios, como el poderoso San Miguel o la armónica Sagrada Familia de Francisco I. Durante unos meses el Prado se convirtió en reclamo directo de primera mano para cualquiera, empujando al visitante y al que no lo es a acercarse a contemplar esas obras tan maravillosas como paradigmáticas. No nos hartaríamos nunca de ver esa pintura de humo del Retrato de Baldassare Castiglione, cuya esencia ni el propio Rubens, en el primer tercio del XVII, supo captar; o el inefable y sensual Bindo Altoviti con su elocuencia y bello gesto. Ahora el Louvre acoge el próximo itinerario de obras y sus números, resulta probable, volverán a batir récords. Nuestra pinacoteca en cambio, panteón de los grandes maestros, se ha engalanado con sus mejores sedas para ofrecer un recorrido sesgado y atractivo, pero carente de la perspectiva debida. Sin embargo, tengámoslo en cuenta, a tenor de lo que hayamos dicho en esta ocasión: vertebrar una exposición de un personaje de tal envergadura siempre presupone la máxima dificultad. Esta vez nos ha quedado claro. Es casi imposible.

 

 

Artículo publicado en la revista Culturamas: «La atracción de Rafael» (02.X.2012)

El arte contemporáneo o la teatralidad de los usos lingüísticos

Con la irrupción periódica de las ferias de arte contemporáneo, pueden sacarse muchas cosas en claro, amén de lo que para algunos pueda ser un gozo estético de grandes cotas. El arte está más presente de lo que creímos. Prácticamente no existe referencia sociocultural que no se preste al detalle artístico o a la anécdota rebuscada, o incluso a la citación de turno descontextualizada y que marca la evidencia de nuestro egoísmo discursivo. Y cada vez más, nuestros usos y costumbres idiomáticos van derivando en una extraña y ecléctica mezcolanza de matices que se pierden en la bruma de lo incomprensible. No es la primera vez que se instrumentaliza el arte; para ser francos -la palabra más polémica que ha sonado esta vez en ARCO, por cierto-, el arte siempre ha operado como vehículo de propósitos de índole dispar.
Pero antes detengámonos en otras cuestiones para saber dónde dirigirnos. Desligándonos aparentemente del argumento figurativo del arte, el teatro refleja muy bien la analogía universal a la que toda la vida estuvo vinculado Charles Baudelaire, aquella con la que batalló incansable e impenitente, sobre la que levantó memoria eterna en sus escritos como ningún otro hombre de su tiempo. Pues bien, el teatro refleja la clara dicotomía de lo que desde sus orígenes y evolución supuso uno de los problemas más señalados: los personajes. Los personajes se desenvolvían en torno a dos grandes polos diferenciados. Por un lado estaban los llamados personajes individuo y por otro los personajes tipo. Irremediablemente están en esta órbita tanto la totalidad del teatro del Siglo de Oro como el de, especialmente, Carlo Goldoni. Sobre todo para éste último, tal distinción suponía una especie de traición, de desplante, de infidelidad e injusticia sobre los pobres personajes tipo. Y el caso es que gracias a este osado planteamiento, se abrió la puerta de la empatía hacia tipos que finalmente resultaron ser hasta elogiables. Virtuosos de la modestia, galanes de la probidad.
Existían múltiples variantes del «gracioso», un tipo tan liviano en apariencia que estuvo considerado como un simple peón de ajedrez; después fueron descubiertos los distintos movimientos que ese peón singularísimo podía emprender además de la línea recta, símbolo sin duda del buen pensar y el acatamiento de la moral impuesta. Al «gracioso» se le fue concediendo -a lo largo del tiempo- una mayor complejidad psicológica cediéndole parte de un terreno que tradicionalmente le estaba vedado. Sin embargo, luego estaban los otros, que eran los primeros, los individuo. Éstos son los de verdadero cariz heroico, los genuinos por antonomasia, los personajes que se recordarían por los siglos de los siglos, los que aguantarían el avate de los tiempos y soportarían la impiedad de la opinión pública, salvando incluso cualquier tipo de estigma político o social basándose en una justificación per se, universal, intemporal, absoluta. Allí estaba el valeroso caballero Don Quijote, el noble Othelo, el temperamental Hamlet, el osado Fausto, el trágico Werther…, hombres de renombre cantados por los versos más encomiables que la Humanidad vio nacer. Sólo podía haber un Moro, o un sólo Príncipe de Dinamarca, pero sí existían en contrapartida varios escuderos, varios Sancho Panza.
Volviendo al tema principal del que hablábamos, la analogía es clara y completa, rotunda. Basta pasearse por los artículos de arte especializados para comprobar cómo el uso lingüístico imperante es el de reducir en la multiplicidad -un gran oxímoron- al hombre de genio, a saber, la simplificación más radical de lo sublime. Parece como si ya no importara tanto lo que hace de Bacon un majestuoso Bacon -«¡Mira, un Bacon de quince millones de euros!», se escuchaba entre los asistentes a ARCO-, como si le arrebatáramos a la esencia su unidad y la comprimiésemos en pura cifra, valor numérico en función de su reproducción. Por el contrario, nos referimos a los Chema Madoz, a las Esther Ferrer, a los Daniel Canogar, a las Ana Mendieta y un largo etcétera. Han perdido su principio cualitativo en pro de su faceta cuantitativa, se han multiplicado de repente en una suerte de desiquilibrio acelerado que incorpora nuestros hábitos y costumbres en una rueda, no de la fortuna, sino del caos y la precipitación. Despojamos al universal de su garra para incorporar un número, quizás el mismo de la cartela de su precio venta público: PVP.