André Gide. El maestro que me enseñó a dudar /// Jean Daniel (2009)

«¡Familia, hogares herméticos, cómo os odio!»

«Es bueno seguir la pendiente con tal que sea cuesta arriba.»

«Cuando habla desde el corazón se diría que se ha tragado una escoba.»

«Jules Renan siempre da la nota justa, pero en pizzicato

«Cuanto menos inteligente es el blanco, más estúpido le parece el negro.»

«El arte nace de trabas y muere de libertad.»

«Con buenos sentimientos se hace mala literatura.»

«Llamo periodismo a todo lo que mañana valdrá menos que hoy.»

«He recibido a un curioso joven [Bernard Lazare] que creía que había algo por encima de la literatura.»

«No desees, Nathanael, buscar a Dios en ninguna parte más que en todas partes.»

«Y ahora tira mi libro. Haz de ti, paciente o impacientemente, el más irreemplazable de los seres.»

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Jean Daniel, por Daniel Rosell / El Español

Antes de cumplir cuarenta años, Gide es ese escritor de quien cualquier sociedad intelectual, no solo la parisina, cita frases como las anteriores que me han venido a la mente de corrido, sin pensar. He olvidado algunas, pero en un instante las recordaré. Ya en esa época, todo el mundo sabe que en París tenemos un Chesterton o un Oscar Wilde en el autor de Paludes y de Los sótanos del Vaticano. Su universo es la literatura y solo la literatura. No solo está impregnado de ella, sino que se siente capaz de juzgar que corre peligro y teme que la literatura —¡y sobre todo él mismo!— se asfixie. En su opinión, hay que abrir las ventanas de par en par y dejar entrar el viento marero.

Perdió a su padre, un profesor originario de las Cévennes, a los once años. Su madre, protestante de origen normando, solo le impuso que aprendiera piano, instrumento que tocará durante toda su vida. Es el heredero de una gran familia de provincias, hugonota, austera y puritana. Si su padre no hubiera muerto, si sus orígenes hubieran sido católicos, probablemente su trayectoria se hubiera parecido a la de François Mauriac en Burdeos. La familia, ese hogar hermético que él odia, la compone una gente a la que no ha tenido tiempo de soportar. Gente de una tradición implacable e interiorizada. Tanto, que tras la muerte de su madre en 1895, decide celebrar un «matrimonio blanco» con su prima Madeleine Rondeaux. Durante su viaje de novios por Italia y Suiza, por lugares como Sils-Maria, célebres gracias al autor de Zaratustra, descubre con entusiasmo que Nietzsche le incita a liberarse de todas las trabas. Se liberará de la última (la negación a asumir su homosexualidad) cuando decida realizar, sin Madeleine, su gran viaje iniciático al sur argelino. Un viaje que le hará escribir más tarde: «Mi juventud transcurrió cubierta de arrugas, de unas arrugas que mis padres labraron pacientemente, aunque intuyo que mi auténtica juventud va a comenzar en la aurora de mi vejez».

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W. B. Yeats, Marc Allégret y André Gide en 1920 / Lady Ottoline Morell

La libertad le embriaga, y el deseo. En realidad, el deseo del deseo: «Iba a buscar en el desierto mi sed», escribe en Los alimentos terrenales, publicado a cuenta del autor por Mercure de France. En 1902, descubre con El inmoralista una de las fuentes de esa exultante felicidad. Y no dejará de beber de ella. Más tarde, enfermo de tisis, conocerá la famosa felicidad de los convalecientes. Con frecuencia he descrito esa dicha al hablar de Camus y de mí mismo. Ese renacer entre dos enfermedades graves conduce a una forma superior de existencia, una especie de amistad o de intimidad con la vida. Antes del viaje de Gide a Argelia y su estancia en Biskra, su médico le aconseja: «En cuanto vea el más pequeño lago, charco de agua, no lo dude: ¡Tírese! ¡Sumérjase!». Abandonó París y Cuverville tras haber vendido su biblioteca y roto los tabúes.

No sabe bien con qué se va a encontrar pero está seguro de que será mejor que lo que deja atrás. Es un rasgo esencial de Gide. Irse, desprenderse, romper amarras, liberarse, no tanto por haber sido esclavo sino por esa curiosidad apasionada hacia todo aquello de lo que nos priva el inmovilismo, el conformismo y el respeto. En ese periodo, y a diferencia de Jean Grenier, un muro no es una superficie sino un obstáculo que hay que salvar. Lo que hay del otro lado es forzosamente mejor que lo que hay de éste, pues solo tiene cosas que ofrecer. En esa curiosidad, como en ese narcisismo que comparte con Montaigne, subyace una especie de generosidad ávida, de altruismo fascinado que le hace olvidarse de sí cuando, por ejemplo, cuestiona la justicia tras haber sido miembro de un jurado en 1912, o cuando denuncia el colonialismo francés del Chad en 1927. Ese Gide no es conocido. Al menos, no lo suficiente. Apenas recordamos que, partidario de Dreyfus, firma la petición a favor de Zola tras la publicación de su «Yo acuso». Nos olvidamos también de que al refutar Los desarraigados de Barrès, se convertirá en la primera persona que denuncia lo que hoy denominamos «identidades asesinas».

En primer lugar, señalemos que comprender a Gide es casi un desafío, pues le gusta borrar las pistas, ponerse diferentes máscaras. ¿Se trata de un arte del camuflaje? Démosle la palabra. En Los falsificadores de moneda, uno de sus protagonistas, Edouard, logra definirse, inspirándose en Dostoievski y en Proust, como un ser carente de coherencia: «No soy jamás lo que creo que soy, es algo que me ocurre continuamente, de modo que si yo no estuviera para unirlos, mi ser de la mañana no reconocería al de la noche. No hay nadie más diferente de mí que yo mismo. Únicamente en la soledad percibo a veces mi sustrato y logro una cierta continuidad primordial; pero entonces me parece que mi vida se aletarga, que se detiene y voy a dejar de ser. Mi corazón late por simpatía; solo vivo para los demás; por procuración, diría yo, por esponsales, y cuando vivo con más intensidad es cuando salgo de mí para convertirme en cualquier otra persona».

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André Gide frente al espejo / Calle del Orco

Todo el mundo se refiere a él como el autor de Paludes. Y gracias a esta novela se le perdonarán muchas cosas. Pero Simon Leys escribe sin inmutarse que es posible definir a Gide como «un pedófilo, un avaro y un antisemita». Añade que no es del todo falso, pero precisa que «una vez dicho esto, no se ha dicho nada». Y es totalmente cierto. Hay que revisar todo de nuevo, resituarlo, y como se dice hoy, «contextualizarlo».

Gide escribió, por supuesto, Corydon, que es ante todo una vigorosa y precoz defensa de la homosexualidad. Una defensa cuya originalidad no solo se debe a referencia a la civilización griega (lo que, por otra parte, ha sido rebatido), sino a una intuición inspirada por su familiaridad con las ciencias naturales. Son las sociedades las que, siguiendo el ejemplo de ciertas costumbres animales, habrían elaborado el esquema de un hombre naturalmente atraído por la mujer. Su razonamiento anticipa el de Simone de Beauvoir: la autora de El segundo sexo afirmará que no se nace mujer, se llega a serlo. Gide proclama que no se nace heterosexual, se llega a serlo. Lo que provocará escándalo no es tanto su elogio de la homosexualidad como su reputación de hacer el amor sólo con niños: condenado por los suyos por su pederastia, será puesto en la picota por los demás por su pedofilia. Gide no cambiará nunca sus costumbres, pero siempre le indignarán las reacciones que provoca su ensayo Corydon, seguramente la mejor de sus obras, como se atreve a afirmar Ramon Fernandez… digamos que la más revolucionaria.

Son conocidas las amargura y la desilusión que Gide sintió cuando Oscar Wilde terminó por renegar de su homosexualidad en la famosa prisión de Reading. Pero en realidad, Corydon, escritoa en 1911, no será publicado hasta 1924 y, según Ramon Fernandez, fue una réplica a Sodoma y Gomorra de Proust, publicado en 1922. Para Proust, el sufrimiento y la angustia son el precio que hay que pagar por la pederastia. Gide le responde con la felicidad y la plenitud de Corydon.

Tras la publicación del libro, todos sus amigos le dan la espalda. Sobre todo, André Breton y Roger Martin du Gard. Cocteau, Montherlant y Julien Green, también homosexuales, se callan. Era una época en que se consideraba una audacia decir que Verlaine, Rimbaud, Miguel Ángel o Leonardo da Vinci que «aunque homosexual, hizo una gran obra». Fernandez, citado por su hijo Dominique, responde, refiriéndose a Corydon: «Por ser homosexual es por lo que Gide hizo una gran obra». Tesis más frívola que audaz y que llevará a algunos a sostener, más tarde, que fue la homosexualidad la que determinó la solidaridad de François Mauriac con los vascos españoles víctimas de Franco, y con la Resistencia y el gaullismo. Como dirá Clavel, ya no basta con convencernos de que los homosexuales son normales. Tienen que ser superiores.

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La prensa internacional en el bar del Tunisia Palace (Túnez, 1960) / Studio Kahia

Lo importante en Corydon es la afirmación de que la pederastia no es en absoluto «antinatural», según la expresión de Chesterton. Y lo importante en Gide es la idea de la naturaleza. Es imposible que ésta haga del heterosexual un ser normal, y del homosexual un marginado, un enfermo, un demente o un «minusválido», según la expresión de Juan Pablo II.

Gide establece una distinción entre el pederasta y el invertido que hasta los gays de hoy rebaten. Para Gide, el pederasta es Corydon, todo dulzura y embeleso; el invertido es Monsieur de Charlus, todo amargura y sufrimiento. Esta distinción, que llega hasta negar un papel social o intelectual a la mujer, ignora, por su referencia a la Grecia clásica y al gineceo, cualquier evolución del feminismo y la feminidad. Hay un fallo en las tesis de Gide que, si no me equivoco, nadie ha denunciado y que subraya, sin pretenderlo, el término pedófilo, y es que jamás se habla de la autonomía de los jóvenes amantes, de sus reacciones y de su destino. ¿Los niños están tan embriagados como el lírico autor de los Alimentos? ¿Y qué fue de todos esos niños del amor griego cuando llegaron a la edad adulta?

En cuanto a la acusación de avaricia, es muy difícil de matizar. Gide era un gran burgués avaro. Poseía bienes, se preocupaba de su rentabilidad y de conservarlos, tenía mucho cuidado con los gastos, y el personal de su castillo de Cuverville se reducía al mínimo, pero era esencial que hubiera una gobernanta para cuidara de que nadie hiciera el menor ruido mientras dormía la siesta. Era un hombre de anécdotas. Un día, cuando va a tomar el tren con su amigo Roger Martin du Gard, probablemente para ir a Uzès, se alarma al no encontrar los dos billetes que el revisor le pide. Termina por encontrar uno y le dice a Roger Martin du Gard: «Querido amigo: es terrible, he perdido su billete». Se conocen más historias de ese tipo. Siempre son las mismas anécdotas, contadas con las mismas palabras. Catherine Gide, su hija, dice que jamás daba una propina, pero que a veces, y tras pensárselo, podía ser generoso con un amigo que se encontraba en dificultades. No era insensible al deber de caridad que impone el protestantismo, pero cuando llegaba a un lugar donde debía pasar unos días, se inquietaba y se preguntaba: «¿Está usted seguro de que aquí no hay mucha miseria?». Elogia la austeridad pero raramente la pobreza. Salvo cuando, durante su «conversión» al comunismo, descubre al «proletariado» y afirma estar dispuesto a cualquier sacrificio. Pero digamos que, si el Avaro de Molière es como lo interpreta Michel Bouquet, es decir, un personaje que solo está enamorado de sus bienes, Gide no es su arquetipo. No olvidemos que de El inmoralista se publicaron trescientos ejemplares y que él pagó la edición de Los almentos terrenales.

Jean Daniel Fidel Castro 21 nov 1963 MARC RIBOUD

Jean Daniel y Fidel Castro (La Habana, nov. 1963) / Marc Riboud

Pasemos ahora al antisemitismo. Al abordar esta cuestión es necesario recordar el contexto del momento. Como diría Bernanos, el nazismo aún no había deshonrado al antisemitismo. Todo antisemita tenía «amigos israelitas». En el seno de las élites, los grandes maestros, de Durkheim a Bergson, eran judíos. Gide, sin saberlo, era antisemita de un modo peligroso, porque consideraba como una especie de contaminación la aportación de los judíos más franceses al ámbito del genio y, sobre todo, de la lengua. Cuando habla de una obra de Porto-Riche o incluso de Henri Bernstein, Gide les reconoce virtudes, pero se pregunta por qué siente malestar, desazón, por qué le parece estar un tanto sucio, como impregnado por un insidioso veneno. Y afirma esforzarse en vano por encontrar algo de nobleza en esa literatura.

Gide habría ido aún más lejos si no hubiera sido enemigo de Barrès. Nos olvidamos del ascendente, el prestigio, la autoridad del autor de La colina inspirada. Duró mucho tiempo. Barrès tuvo herederos. Se ha dicho de Mauriac, de Montherlant, de Aragon, que fueron en mayor o menor medida hijos de Barrès. Pero no eran contemporáneos del padre. Cuando Gide lee los Cahiers de Barrès, exclama que esos famosos diarios representan todo lo que él detesta. Y, además, a diferencia de Barrès, Gide es partidario de Dreyfus y también amigo de León Blum. ¡Esa amistad! ¿Fue realmente compartida? Jamás lo sabremos. ¿Acaso no tuvo Blum, esa alma noble, el candor de ir a ver a Barrès esperando arrancarle su apoyo a Dreyfus? En cualquier caso, sentía admiración e incluso ternura hacia Gide. Tras la muerte de Blum, fue a visitar a su viuda, que le dijo esta frase desconcertante: «León decía que usted no solo era un amigo sino su único amigo». Gide no supo qué hacer con semejante confidencia…

¿Fue Gide antisemita? Sí, pero a la antigua. Es decir, cuando no se trataba de exterminio, de persecución, ni de la más mínima exclusión. Ese antisemitismo de mera aversión se expresará en casi toda la literatura. La reacción de Gide, tras la publicación de las primeras novelas de Céline, es muy edificante. Primero, como a todo el mundo, le maravilla Viaje al fin de la noche. Después, no siente sino admiración por la «excelente» Muerte a crédito. Cuando se publica el panfleto Bagatelles pour un massacre, se ve obligado a opinar que su autor es «decididamente genial», aunque solo fuera por el antisemitismo, pero al descubrir que Céline lo incluye a él, Gide, con Valéry y el resto de los escritores de la NRF en el mismo grupo que a los judíos, decide que Céline se burla del mundo, que se divierte en grado sumo y que solo da muestras de una habilidad exquisitamente pérfida a la hora de injuriar. Señalemos que el pasaje que elige de Bagatelles es quizá uno de los más inaceptables. Está claro que Gide siente un placer malsano y sospechoso a la hora de hablar de las truculencias sádicas que inspiran a Céline el odio hacia los judíos. Pero no se puede negar que sale airoso al afirmar que si Céline hubiera dicho en serio lo que vocifera, eructa y escupe, sería «indefinible». En el diario de Julien Green de junio de 1938 leemos: «Ayer por la mañana, en casa de Gide. Quería presentarme a un tal Cook, un profesor negro de la Universidad de Atlanta. Es un hombre de unos treinta años, de tez pálida, nariz corta y ganchuda; sus largos pies van calzados con zapatos blancos; las puntas están muy vueltas hacia afuera, como he comprobado en todos los judíos que he conocido. Y, en efecto, Cook tiene un cuarto de sangre judía; él mismo nos lo dijo. Habla admirablemente el francés, con una corrección y una viveza mucho más judía que negra. Nos ha causado a los dos una excelente impresión de buena voluntad e inteligencia». Así pues, un cuarto de sangre judía basta para determinar, a través de las generaciones, la postura de los pies. Julien Green no era en absoluto antisemita. Y tampoco creía en el racismo biológico. Era la época…

Jean Daniel Le Nouvel Observateur

Jean Daniel, Katia D. Kaupp, Michelle Bancilhon, Claude Perdriel, Michel Cournot y Serge Lafaurie poco después de fundar Le Nouvel Observateur (feb. 1965) / William Klein

¿Cómo proseguir? Volviendo atrás. A la sombra de su madre, cuya notable personalidad nos ha desvelado Jean Delay, el joven Gide cree en sí mismo con una desconcertante naturalidad. Sin embargo, da la impresión de dudar de muchas cosas salvo de la literatura y del lugar que él llegue a ocupar en ella. Está decidido a no escribir más que para los happy few. Puede incluso a llegar a pensar que el éxito rápido es sinónimo de mediocridad. Cuando comienza a ser criticado sin clemencia, responde: «Ganaré el juicio, pero en la apelación». Un escritor, Emmanuel Berl, se pregunta sobre lo que más le había llamado la atención en Gide y descubre que la espontaneidad con la que nunca había dudado de sí mismo. Berl cuenta que Gide se había establecido como «gran escritor» del mismo modo que otros se establecen poniendo el carte de «Pastelero» o «Mecánico».

En la adolescencia, ya ha devorado todos los libros y se vanagloria de haber hecho acopio de su mensaje. Tras el bachillerato, se niega a perder el tiempo en la universidad. ¡Perder el tiempo! Ese adolescente considera que sus profesores no pueden enseñarle nada, que es más capaz que ellos de sacar el jugo a los literatos y la miel a los filósofos. Ya se manifiesta en él el sentido del descubrimiento. Sin ninguna consideración por los que han dedicado su vida a estudiar a los autores que él se adjudica el poder de descifrar. Así, poco a poco, más adelante, tiene la sensación de ser el único en dar a conocer al auténtico Dostoievski, al gran y único Nietzsche, pasando por el indio Rabindranath Tagore y el egipcio Taha Hussein, y transitando por Simenon y James Hadley Chase; dispensando algunos homenajes, en primer lugar a Paul Valéry, su contemporáneo, a Roger Martin du Gard —que, sorprendentemente, fue premio Nobel antes que él—, a Montherlant, a Louis Guilloux; y dejando bien claro que los dos grandes escritores son, por desgracia, Céline y Proust. En las citas del principio, he olvidado mencionar su respuesta cuando le preguntaron: «Dante representa Italia, Cervantes a España, Goethe a Alemania, Shakespeare a Inglaterra ¿y a Francia?». «A Francia, por desgracia, Victor Hugo», dijo. En 1909 fundó con Jacques Copeau, Jean Schlumberger y André Ryuters la Nouvelle Revue Française

Conocí la obra de Gide en Argelia, en una azotea privada del sol por la maldita construcción de un muro. Mathilde, mi hermana mayor, había reunido en una caja las obras de Irène Némirovsky, Paul Bourget, Rachilde, Max du Veuzit, Charles Morgan y Rosamond Lehmenn, y había puesto aparte a Colette, Oscar Wilde y Gide. El azar me llevó a hojear las páginas del Diario en las que Gide declaraba su amor por la URSS y el comunismo. Mi mirada tropezó con esta frase: «Y si tuviera que dar mi vida para garantizar el éxito de esta prodigiosa aventura, la daría sin vacilar».

Jean Daniel 1961

Jean Daniel fue alcanzado por un avión francés en Bizerte (Túnez, 1961) / Jean Marquis

Por alguna razón que se me escapa esa declaración me impresionó mucho. Sin duda, los adolescentes del Frente Popular estaban apasionadamente politizados y predispuestos al compromiso. ¿Pero qué podía saber yo de Gide a los quince años? Tenía necesidad de creer. Me daba cuenta de mi sorprendente sensibilidad hacia la escritura. Me convertí, así, en militante, y no descubrí a Nathanaël hasta que Gide tuvo la lamentable idea de llamarlo «camarada» en Los nuevos alimentos terrenales. Añadamos que esos Alimentos me provocaron, mucho antes que Bodas, de Camus, una exaltación sensual y mística. Estaba tan hechizado que buscaba en los índices onomásticos de los libros el nombre de Gide, y si no estaba, renunciaba a leerlos. Recuerdo el artículo de un periódico que empezaba con esta frase: «Sin duda, la juventud tiene necesidad de heroísmo y Montherlant lo expresa con gran acierto, pero…»Inmediatamente me hice con La rosa de arena, Encore un instant de bonheur y, por supuesto, Les jeunes filles. Y podría decir, parafraseando al maestro: «Mi adolescencia transcurrió arropada por Gide».

Pero no había pasado un año cuando vi cómo mi Dios descendía del Olimpo. Denuncia a Stalin, que había sido su pródigo anfitrión, como un déspota que «avasalla», aterroriza y humilla a su pueblo. La acusación, publicada en el semanario Vendredi, constituye un auténtico golpe intelectual y afectivo, pues no se podía negar que el autor de los Alimentos había sido recibido en la Unión Soviética, según se decía, como «un jefe de Estado». Al no proceder de una víctima, su deserción era aún más eficaz y violenta. Quemar lo que se había adorado era de una osadía sin precedentes. De ese modo, al acabar con una religión, el gran burgués protestante consternó a toda una generación. Aquello era excesivo. Curiosamente, pues, seguí a Gide en dos impulsos heroicos: el de la fe y el de la iconoclasia. En otras palabras, Gide podía ser «pedófilo, avaro y antisemita», pero una vez dicho esto, no se había dicho nada si no se recordaba el papel desempeñado por un librito titulado Regreso de la URSS, publicado en 1936 y cuya repercusión intelectual e histórica fue considerable.

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André Gide

A partir de este momento, el lector de Gide debía intentar hallar su camino en lo que se convertía en un laberinto de contradicciones. En mi caso, era mucho más fácil encontrar ese camino porque yo lo había hecho mío y porque la verdad de Gide se hallaba precisamente en la contradicción. Recuperamos de repente a ese hombre franco, de apariencia un tanto asiática, de ojos achinados y mirada atenta, al que le gusta vestir una capa romántica incluso cuando está sentado al piano. Un hombre que, partiendo de la estética de la rebeldía hedonista, del individualismo pagano, enamorado de lo insólito, de los contrarios e incluso de lo contradictorio, encontrará su salvación en el autor de Zaratustra. En realidad, es de Gide de quien adquiriré para siempre el sentido y la necesidad de lo que hoy se llama complejidad. Una afirmación no es válida si no incluye su contrario: si no se revela compleja. Tengo la sensación, extraña o presuntuosa, de haber introducido ese concepto en mi oficio antes de que fuera teorizado en una obra de reconocida ambición científica [Edgar Morin]. Más tarde, descubrí con pesar que Gide no había leído al teólogo mallorquín Ramón Llull. En una de sus innumerables obras, El libro del gentil y los tres sabios, solo se encuentra a Dios tras un viaje a las diferencias y las contradicciones.

Volviendo a Nietzsche, ese liberador visionario que rompe con la angustia del pecado original para afirmar una libertad en marcha, Gide va de éxtasis en éxtasis cuando, en 1895, durante el viaje de novios con su mujer y prima Madeleine, sigue sus huellas. «Me parecía», dirá Gide, «que me iba quitando velos poco a poco o que entraba en mí paso a paso […] Siempre que vuelvo sobre Nietzsche, me doy cuenta de que no se puede decir nada más, y me desespera; por qué tuvo que existir; me hubiera gustado con locura ser él; descubro uno a uno todos mis pensamientos secretos».

Gide se preciará de ser el primero en dar a conocer o, al menos, el que mejor lo hace, la intensidad y el sentido de la revolución nietzscheana. El texto que escribe entonces es de una humildad casi mística. Sin duda alguna, Nietzsche lo había dicho todo, todo lo que el propio Gide habría querido decir, todo lo que a él le hubiera gustado ser el primero en decir. Hay grandes textos: los de Rousseau sobre Plutarco, el de Lévi-Strauss sobre Marcel Mauss tras haber leído su Ensayo sobre los dones, el homenaje de Paul Veyne a René Char o el de Virginia Woolf a Proust. Pero nada me conmovió más, en la época en que lo leí, que el texto de Gide sobre Nietzsche. Hasta el punto de que me preguntaba si no había que preferir Nietzsche a Gide.

Gide murió el 19 de febrero de 1951, en la rue Vaneau, I bis, tras escribir Así sea o la suerte está echada. Luego, un gideano de alta alcurnia, Roger Stéphane, escribirá Tout est bien. Ambos citan continuamente a Kirilov, el héroe de Dostoievski en Los poseídos.

Jean Daniel LA RAZÓN MÉXICO

Jean Daniel (Bilda, 21 julio 1920 – París, 19 febrero 2020) / La Razón de México

 

Cit. Jean Daniel, Los míos, trad. María Cordón Vergara y Malika Embarek López, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012, pp. 47-58.

Palais de Justice /// José Ángel Valente

Filtración de lo gris en el gris. Estratos, cúmulos, estalactitas. Grandes capas de mierda sobre grandes capas de mierda, y así de generación en generación. París. Cuánto tiempo te hemos amado bajo los puentes donde ninguno habíamos estado. Cae la luz en el gris, variación de lo gris en el gris. París no ha existido probablemente nunca. En todo caso no existe en la actualidad. ¿Qué actualidad? Sería inútil precisarlo. Tampoco la actualidad es cosa que tenga natural existencia. Aquí no existe nada ni nadie más que el sumergido rumor de la mierda de los siglos surcada por ejércitos de ratas. Hay lugares donde la mierda se arremolina a poco de la caída de la tarde. St. Michel, Montparnasse. La Sena, conspicua madre, perpetua y transitoria, se lleva infatigablemente la ciudad a lomos y a nosotros con ella. ¿Qué extraño amor ha convocado aquí de antiguo a los mortales? Bajo los puentes nos hemos encontrado, nos hemos reconocido, hemos partido otra vez. No, no es éste el lugar. Fatiga. Ahora se siente la fatiga. He dormido cuarenta y ocho horas bajo la persistencia de la fiebre. Quizá desde la infancia no había vuelto a tener tanta fiebre ni tan hondo sopor. Volví a sentir el cuerpo como entonces, con una casi grata sensación de deslizamiento. Después ya iba, sin poder evitarlo, por las calles de una primavera hosca, fría, gris. Ningún encuentro era realmente posible ni necesario. Fatiga. Fatiga irremediable del otro. El otro aparece, desaparece, hace señales, vuelve a aparecer. El otro se disuelve a sí mismo en lo gris. Es una trampa. Reaparecerá, porque reaparece siempre, en el momento justo del homicidio. El otro siente en definitiva la angustia de su indeterminación. El asesinato sería, pues, un deber moral. Nous ne sommes pas si pleins de mal comme d’inanité. Fiebre. Deslizamiento sin fin al que ya no tiene acceso la voluntad. Podría arrastrarnos el río, la río, la Sena maternal, como arrastra a los ahogados del otoño sin que ya los alcancen las largas pértigas de los salvadores tardíos. Fiebre. Combates tú con sucesivas imágenes de ti mismo. Cada una de ellas desea en definitiva fijarte, hacerte decir: soy yo. Pero sólo podrías hacerlo por pura convención. La identidad no es más que una mera convención, el acto innecesario de decir en falso ante cualquiera de las imágenes de sí: soy yo. Una convención en la que creen encontrar existencia infinidad de seres que no son. Disolverse en la fiebre, en la no imagen, en el magma de imágenes que se devoran porque ninguna es. Torbellino de imágenes en perpetua cohabitación. La fiebre dejaba lacio el cuerpo como después de un prolongado orgasmo. Volver a la superficie: ¿para qué? Y, sin embargo, ahora caminabas por las calles de esta ciudad conspicua a la que en nada perteneces. Lugar de reiterada ausencia. Falta aflictivamente la luz, no hay luz. Esta ciudad es el recuerdo de cosas escritas que ya eran un recuerdo de otras cosas escritas cuando fueron escritas a su vez. Je fais ce que je peux, dijo el agonizante distinguido de la rue de Varenne, poco antes de expirar. Coronado de mierda. La mierda de la historia y de la muerte. La mierda subterránea de esta ciudad oscura y no existente. París, cuánto te hemos amado. Si de algún modo hubieras existido, habrías hecho menos posible nuestro amor. Ahora no dirás que no hemos acudido a la cita, que no hemos sido pasto de tu voracidad. Gare de Lyon, en el buffet antiguo. El cuadro de Billotte sobre la escalera que desciende a las vías representa el puente de Alejandro III y los Palacios de la Exposición de 1900 que recuerdan a San Marcos de Venecia. Déjame, pues, deshojar aquí una rosa de estaño para pagar el precio de la ausencia. No tengo don de lágrimas, pensé. El viajero vertió los posos del café en el platillo blanco. Los signos eran evidentes. No volvería a dar a los dioses, se dijo, una nueva oportunidad.

 

Cit. José Ángel Valente, Palais de Justice (prólogo de Andrés Sánchez Robayna), Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014, pp. 15-17.

Tzvetan Todorov, un humanista /// André Comte-Spontville (2018)

France - "Ce Soir ou Jamais" - TV Set

Tzvetan Todorov

¿Cómo hablar de un amigo tan cercano, al que tanto quería? Quizá contando, con la mayor objetividad posible, lo que percibí subjetivamente de él. Tzvetan no solo era el amigo más fascinante. Era —me di cuenta muy pronto— el hombre más maravilloso con el que me he relacionado nunca: el más culto (y no solo porque hablara cinco lenguas), el más sencillo, el más atento, el más dulce, el más encantador, el más cariñoso (especialmente con sus hijos) y también uno de los más inteligentes, de los más sinceros y de los más lúcidos. Así que sus cualidades eran muchas, y poco frecuentes en los círculos intelectuales. ¿Están también sus textos? A menudo sí, en concreto las más cerebrales. Pero no todas, o no siempre, o no tanto como nos gustaría, especialmente cuando se trata de las cualidades más íntimas o afectivas. ¿Cómo es posible? Un artista quizá lo habría logrado, pero Tzvetan nunca se consideró artista. Por lo demás, no escribía para que lo conocieran, ni para que lo quisieran. Era el menos narcisista de los escritores. Por mucho que admirara a Montaigne y a Rousseau, le habría resultado inconcebible «describirse», como el primero, o escribir sus Confesiones, como el segundo —en definitiva, convertirse en el objeto de sus libros—. Le interesaban demasiado los demás, o no se interesaba lo suficiente por sí mismo. Además aprendió el francés bastante tarde. Lo hablaba a la perfección (con un ligero acento, pero sin errores), aunque admitía que con su lengua de adopción no tenía la misma intimidad absoluta que con el búlgaro, su lengua materna, y sobre todo con el ruso, que aprendió muy pronto en la escuela y que seguiría siendo para él la lengua de la poesía, que tanto amaba. El francés es para él un instrumento que pone al servicio de su pensamiento; la claridad y la precisión le bastan. Sabe que, en la manera de escribir y de pensar, está más cerca de Raymond Aron (al que admira y que me descubrió) que de Camus (al que aprecia). Más inteligencia que emoción, más hechos que afectos, más conocimiento que arte. En definitiva, demasiada claridad, como estos dos autores, para que los pedantes acepten valorarlo en profundidad. Imposible que Todorov caiga en la trampa de tantos ensayistas franceses que quieren deslumbrar en lugar de iluminar, ser originales en lugar de decir la verdad y ser justos, y para conseguirlo multiplican las paradojas y los juegos de palabras, que explican, observaba sonriendo, que les cueste tanto superar la prueba de la traducción. Él, por el contrario, es uno de los autores en lengua francesa más traducidos en todo el mundo, y no por casualidad. Es uno de los más cultos (y en casi todas las ciencias humanas), uno de los más claros y uno de los más esclarecedores.

Comte Sponville

André Comte-Spontville

Resulta extraño, y se debe solo a su muerte, que yo prologue hoy a un autor tan reconocido y de bastante más edad que yo (trece años mayor). Lo contrario habría sido más normal. Cuando yo era estudiante, Todorov ya era famoso como teórico de la literatura, y estaba más de moda que ne la actualidad. Era un referente «tendencia», aunque entonces no lo llamábamos así, lo que quizá explica que en aquel momento no me apeteciera profundizar en él. No lo conocería hasta mucho después (en 1990, creo, porque preparábamos juntos un número de Lettre Internationale, que nos había encomendado su director, Antonin Liehm). Entretanto, los objetivos de investigación, incluso la metodología, del a veces llamado «Todorov II» se habían desplazado significativamente respecto del «Todorov I». Le interesan cada vez menos las estructuras y los signos, y cada vez más los individuos y el sentido. Se relaciona cada vez menos con los círculos vanguardistas (había estado muy cerca de Barthes, de Derrida, de, Tel Quel…), y recurre cada vez más a documentos de archivos y a los grandes autores del pasado. Pagó el precio mediático. Sus destacados trabajos como historiador de las ideas —y por lo tanto también como humanista más que como antropólogo, como moralista más que como semiólogo— le granjearon más éxito (más lectores en todo el mundo) y menos prestigio (en París y entre los esnobs) que dos décadas antes. Buena señal. Su juventud en Bulgaria, es decir, en un país totalitario, lo había vacunado contra la ideología, la mentira, las falsas apariencias, lo políticamente correcto (que pretende conjugar moral y política, como en los países totalitarios, pero esta vez bajo el dominio de la moral) y contra todo discurso alejado de la realidad o que mostrara, como escribía al principio de Nosotros y los otros, una «evidente disparidad» entre «el vivir y el decir», disparidad que había observado al otro lado del telón de acero y que le sorprendió volver a ver, aunque en otras formas, en tantos intelectuales parisinos de la década de 1960… Poca cosa para él. Era demasiado íntegro para aceptar este tipo de impostura, y demasiado culto para permitir que la moda o el éxito lo afectaran. Eligió a sus maestros: en un principio Bajtín y los formalistas rusos, Benveniste y Jakobson, después, y cada vez más, Montaigne y Rousseau, Montesquieu y Benjamin Constant, Paul Bénichou y Raymond Aron, Primo Levi y Vasili Grossman, Romain Gary y Germaine Tillion. Es decir, intelectuales básicamente liberales y algunos personajes discretos, amantes de la justicia y la misericordia.

También eligió claramente su bando: el de la democracia liberal y el humanismo universalista. Lo que no le impedía, como veremos en este libro, denunciar con dureza las nefastas consecuencias de la «ideología neoliberal», que quiere someterlo todo a la economía, ni lo llevaba a hacerse ilusiones sobre la humanidad. No se trata de «creer en el hombre», ni de «hacerle un panegírico». ¿Quién puede pasar por alto que somos capaces de lo peor? Pero en cualquier caso es una posibilidad entre otras, lo que confirma que podemos «actuar libremente, hacer también el bien». El humanismo de Todorov es «crítico» (en este sentido es como el equivalente en el ámbito ético del «racionalismo crítico» de Karl Popper en el ámbito del conocimiento) y a la vez «temperado». Es más una moral que una religión del hombre. Lo explica, por ejemplo, en Memoria del mal, tentación del bien. Señala que el humanismo crítico se distingue por dos características:

«La primera es el reconocimiento del horror del que son capaces los seres humanos. El humanismo, aquí, no consiste en absoluto en un culto al hombre, en general o en particular, en una fe en su noble naturaleza; no, el punto de partida son, aquí, los campos de Auschwitz y de Kolyma, la mayor prueba que se nos haya dado en este siglo del mal que el hombre puede hacer al hombre. La segunda característica es la afirmación de la posibilidad del bien. No del triunfo universal del bien, de la instauración del paraíso en la tierra, sino de un bien que lleva considerar que el hombre, en su identidad concreta e individual, es el fin último de su acción, a valorarlo y a quererlo».

Todorov2Esto nos lleva directamente a este volumen que me han pedido que prologue. Reúne «textos circunstanciales», por así decir, sobre temas muy distintos (escritores y artistas a los que Tzvetan admiraba, páginas de historia y de geopolítica, reflexiones sobre la moral o sobre ciencias humanas…) y abarca unos treinta años. Este libro es especialmente valioso porque muestra tanto la diversidad de intereses de su autor como el carácter unitario de su orientación. La profunda armonía resultante responde sin duda al pensamiento de Todorov, cuya coherencia constataremos, pero también los que para él son sus dos principales adversarios: el maniqueísmo, que quiere creer que todo el bien está en un bando y todo el mal en el otro, y el nihilismo o «relativismo radical», que pretende que no hay bien ni mal, que todo vale y todo es inútil. Lo que Tzvetan había vivido en Bulgaria en los primeros veinticuatro años de su vida le pareció cada vez más una refutación suficiente tanto del uno como del otro. Los nihilistas se equivocan, porque el mal existe, y el totalitarismo ofrece un ejemplo indiscutible (en Todorov hay una especie de moral negativa, un poco en el sentido en que hablamos de teología negativa: el bien siempre es incierto o discutible; el mal, no). Y los maniqueos también se equivocan, porque actúan como los ideólogos totalitarios: («Somos el Partido del Bien», «Quien no está con nosotros está contra nosotros», etc.) y se creen exentos de todo mal. Contra ello, nuestro humanista crítico, maestro del matiz, defiende la «moderación» de Montesquieu, la lucidez de Rousseau (de quien cita la Carta sobre la virtud: «El bien y el mal brotan de la misma fuente») y quizá sobre todo la indulgencia desilusionada —aunque no desalentada ni desalentadora— de Romain Gary. Por ejemplo, estas líneas de La Signature humaine:

«La bestia inmunda no está fuera de nosotros, en un lugar lejano, sino dentro de nosotros. Concluida la Segunda Guerra Mundial, Romain Gary, que había luchado contra Alemania como aviador, llegó a esta conclusión: «Lo que hay de criminal en el alemán es el hombre». Tiempo después añadía: «Se dice que lo que el nazismo tiene de horrible es su lado inhumano. Sí. Pero es preciso rendirse ante la evidencia de que ese lado inhumano forma parte del humano. Mientras no admitamos que la inhumanidad es algo humano, seguiremos en la mentira piadosa» […] Por eso nunca conseguiremos librar a los seres humanos del mal. Nuestra única esperanza no es erradicarlo definitivamente, sino intentar entenderlo, limitarlo y domesticarlo, admitiendo que también está presente en nosotros».

Romain Gary

Romain Gary

«Banalidad del mal», como decía Hannah Arendt; «fragilidad del bien», añade Todorov (es el título de un libro suyo dedicado a la «salvación de los judíos búlgaros»). Retoma el tema en varios artículos aquí reunidos. No hay ni monstruos ni superhombres. Solo hay seres humanos, todos imperfectos, todos falibles, pero no por ello iguales (son iguales «en derechos y dignidad», pero no en hechos y en valor). La experiencia de los campos de concentración lo confirma. La moral, lejos de desaparecer, como creyeron algunos, o mejor, aunque a veces desaparece, no se pone de manifiesto, pese a que subsiste o resiste, solo que de forma más espectacular, ya sea como «virtudes heroicas» (poder, valor, principios…), o con mayor frecuencia como virtudes cotidianas (dignidad, preocupación por los demás, compasión, bondad…). Hobbes se equivoca. No es cierto que el hombre sea un lobo para el hombre, o no es más que una posibilidad, en absoluto una necesidad. La «fragilidad del bien» no impide lo que Todorov llama su «banalidad». En el mundo hay «muchos más actos de bondad de los que admite la «moral tradicional», que ha tendido a valorar lo excepcional, cuando de lo que se trata es de nuestra vida cotidiana». Nueva impugnación del nihilismo, aunque esta vez positiva.

Hannah Arendt

Hannah Arendt

Según Todorov, estas virtudes cotidianas son más frecuentes en las mujeres que en los hombres, y estaban mucho más desarrolladas en Tzvetan que en la mayoría de sus homólogos masculinos. Digamos que supo desarrollar hasta un punto poco frecuente su parte femenina —sin ser en absoluto afeminado—, y esto explicaba en cierta medida su su sorprendente poder de seducción, que respondía a su delicadeza, su sutileza y su sensibilidad, a las que se añadía su no dejarse engañar por las ideas —que sin embargo conocía mejor que nadie— y preferir siempre a las personas singulares y concretas, frágiles y cambiantes. Podríamos resumir estas observaciones diciendo que Tzvetan era lo contrario de un gañán o un machista, es evidente, pero seguramente sería un error considerar que se trata solo de un rasgo de su carácter. Todorov, al que le gustaba tanto Romain Gary, por lo demás un hombre rodeado de mujeres y un luchador heroico, compartía con él lo que yo llamaría un feminismo normativo, es decir, no solo la exigencia de igualdad entre hombres y mujeres, que debería ser obvia, sino también la idea de que los valores son en cierto sentido «sexuados», como la humanidad, y que en esta bipolaridad la feminidad desempeña el papel más positivo. Lo leeréis en un artículo de este libro, pero no me resisto al placer de citar por extenso, para enlazar sus pensamientos, los comentarios que el ensayista hace del novelista:

«En la raíz de muchos males, Gary ve una masculinidad pervertida, lo que llamamos machismo, «las ganas de ir de duro, de auténtico, de tatuado». Lo ve en el comportamiento irascible de los conductores, en los elogios del heroísmo, en los conflictos entre jefes de Estado, en la mitología estadounidense del triunfador, del vencedor, creada por Jack London, Fitzgerald y Hemingway, en el culto al éxito, en la fascinación por el poder y en el elogio de Don Juan: «Cojones, sólo cojones». La reacción de Gary: «Me desentiendo cada vez más de todos los valores llamados masculinos». O en otro estilo: «La mierda en la que todos nadamos es una mierda masculina».

»Por eso no sorprende que el valor que reivindica sea la feminidad, en lo que tiene de vulnerable y al mismo tiempo de compasivo. Espera «desarrollar esa parte de feminidad que todo hombre posee, si es capaz de amar» y constata: «Lo primero que se nos pasa por la cabeza cuando hablamos de civilización es cierta dulzura, cierta ternura maternal». O también: «Todos los valores de la civilización son valores femeninos […] El hombre —es decir, la civilización— empieza en las relaciones del niño con su madre»».

Todorov1De ahí cierta proximidad de nuestros dos ateos o agnósticos con el espíritu de los Evangelios (Gary, citado por Todorov: «Por primera vez en la historia de Occidente, una luz de feminidad iluminaba el mundo»), y a veces una gran severidad con la mentalidad de su tiempo. A Tzvetan le horrorizaba la violencia, la vulgaridad y la agresividad. Se notaba tanto en su comportamiento cotidiano como en sus textos (no le interesaba la polémica), y tampoco era ajeno a sus posicionamientos políticos. Era todo lo contrario de un belicista y de un «neoconservador». Apasionado defensor de la democracia liberal y de los derechos humanos, era muy hostil a toda voluntad de exportarlos por la fuerza. No le gustan ni el presunto «derecho de injerencia» ni las guerras supuestamente «humanitarias». Lo explica también en varios artículos de este libro. Pero esto, que tiene que ver con la geopolítica, también forma parte de su concepción de la moral.

A nuestro humanista «desarraigado», como él decía, no le atraen nada el nacionalismo, la guerra, las cruzadas y la buena conciencia. Desconfía de los Estados, de las multitudes, de los grupos e incluso de las abstracciones. Explica que la moral, aunque de contenido universal, «solo puede vivirse en primera persona» (lo que la diferencia del moralismo), y solo en beneficio de individuos que también son singulares (lo que la diferencia de la ideología). «Estar dispuesto a pagar con tu vida para que venzan tus ideas no es en sí mismo una virtud moral». Muchos fanáticos son capaces de hacerlo, fanáticos que «asesinan para que no se asesine más». En el fondo, Todorov solo cree en los individuos, que solo existen en función de las relaciones que establecen entre ellos, sin las cuales no serían nada (toda subjetividad es intersubjetividad; el humanismo es un individualismo relacional, y por lo tanto lo contrario del solipsismo). Se toma la moral en serio, tanto «frente a lo extremo» como en las circunstancias más corrientes de la vida «personal y subjetiva», porque siempre consta de «dos elementos: yo, a quien pido, y otro, al que doy», por lo que «la forma más breve de enunciarla» sería: «Solo exigirse a uno mismo, y solo ofrecer a los demás». Esto no es razón para renunciar a la propia felicidad. Tzvetan, que nada tenía de asceta, cree más en los «placeres» de la bondad (cuyo mejor ejemplo era para él su madre) que en la austeridad del «deber» (oposición que toma prestada de Rousseau). Sencillamente, la felicidad no siempre es posible; la bondad o la compasión, sí. Nadie está obligado a ser un héroe, ni está autorizado a hacer lo peor, ni está eximido de hacer al menos un poco de bien cuando le es posible.

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Merece la pena mencionar los magníficos libros que Todorov dedicó a la pintura: Elogio del individuo (sobre pintura flamenca del Renacimiento), Elogio de lo cotidiano (sobre los pintores holandeses del siglo XVIII), La pintura de la Ilustración (sobre Watteau, Goya y otros pintores)… Estos tres títulos dicen algo esencial sobre el hombre que era, dotado para la vida y la amistad, y también sobre su pensamiento: primacía del individuo y de la vida cotidiana, pero abiertos —por autonomía de la razón— a lo universal. Encontraremos ecos de ello en algunas de las páginas siguientes, así como de su amor a la música y, por supuesto, a la literatura. Observaremos que los contemporáneos están muy presentes. Tzvetan, a menudo reticente frente a algunas aberraciones del arte llamado «contemporáneo» (en especial de las artes plásticas), no se encerraba en la nostalgia. Por el contrario, estaba muy abierto a los artistas de su tiempo (algunos de sus mejores amigos eran pintores o escultores) cuando encontraba en ellos cosas que admirar, sobre las que reflexionar («la pintura piensa», escribió) y con las que emocionarse. De ahí varios de los textos reunidos en este libro, ejercicios de admiración tan generosos como estimulantes. Todorov, lector incansable, experto melómano y apasionado de la pintura, desconfiaba tanto del arte presuntamente «vanguardista» («que da resueltamente la espalda a las tradiciones y quiere ir en paralelo con la revolución política») como del «presentismo», que olvida el pasado, y del «pasadismo», que sacrifica el presente y el futuro. Era su manera de ser moderno, y era la correcta.

Cub_Leer-y-vivir_rus_dilve«Discípulo de la Ilustración», como él mismo decía, pero consciente de sus sombras, y por lo tanto de sus límites y de sus posibles derivas, Todorov lanza sobre nuestra época, que nos ayuda a entender, una mirada penetrante y amplia, crítica y tonificante, informada y tranquila. Se muestra «responsable» en lugar de pacifista, y equilibrado en lugar de maniqueo. Al menos en estas cualidades sus libros se parecen a él, y encontraremos estas cualidades en el presente volumen. Tzvetan, a diferencia de muchos otros autores más famosos que él, no era ni un presuntuoso ni un charlatán. Era un suave intransigente, un intelectual lúcido (desgraciadamente, la expresión no es un pleonasmo), un erudito humilde, un investigador enciclopedista y pedagogo (un «contrabandista», decía él), un humanista sin ilusiones y un ciudadano del mundo, moderado y exigente. Por eso es tan importante leerlo: nos hace más inteligentes, más humildes y más críticos, más conscientes de la complejidad del mundo y de nuestra condición trágica.

Leerlo no consolará a los que lo quisieron de haberlo perdido, pero nos ayudará a todos a vivir un poco mejor, o un poco menos mal, y es todo lo que podemos pedirle a un libro.

 

Tzvetan Todorov, Leer y vivir, trad. Noemí Sobregués, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2018, pp. 13-21.

El templo /// José Ángel Valente

El Cristo miró el templo

que como un diamante recogía

la dura luz de su mirada.

 

Vio el templo construido

para que todo lo escrito se cumpliese

y no para durar más que el sueño de un hombre.

 

Detrás del velo estaba el rostro

ya usado del Dios.

 

Y el Cristo calculó suavemente sus palabras sabiendo

que formarían parte de su condenación.

 

Yo puedo -dijo- destruir este templo

y en tres días alzarlo.

 

El templo se vación de pronto en su mirada,

bogó como una nave loca en el crepúsculo,

cayó de sí mismo a un tiempo

que los sacrificadores ignoraban

y el ritual no había

contado en sus inútiles compases.

Quebrantado gimió en sus óseos cimientos

y se llenó de rosas de papel marchito,

de arañados lagartos,

de vengativas sombras.

 

La blasfemia amarilla

recorrió los oídos de los sordos de piedra.

Y el Cristo, hijo del hombre,

el destructor de templos

(pues ya no quedaría piedra

sobre piedra y sólo el tiempo

de destruir engendra)

levantó su morada en la palabra

que no puede morir.

Fuente: Hoyesarte

 

José Ángel Valente, Poesía completa, Madrid, Galaxia Gutenberg, 2014, pp. 300-301.

Tzvetan Todorov /// Interpretación(es)

Tzvetan Todorov (Sofía, 1939) / Fuente: Hoyesarte.com

Tzvetan Todorov (Sofía, 1939) / Fuente: Hoyesarte.com

«La pintura holandesa de lo cotidiano, tal como la hemos entrevisto aquí, se inserta en un momento concreto de la historia, mediados del siglo XVII, entre Hals y Ochtervelt. Desde finales de siglo, el secreto que inspiraba tantos cuadros se perdió y los pintores se limitaron a transmitir una técnica y varios temas. No volvió a saltar la chispa. No cabe duda de que el arte realista continuó hasta el siglo XIX, incluso el XX, pero ya no encontramos ese amor al mundo, esa alegría de vivr y esa glorificación de lo real, características de los maestros anteriores. La pintura realista, como toda pintura figurativa, sigue afirmando la belleza de lo que muestra, pero a menudo se trata de una belleza del abatimiento, de la desesperación y de la angustia. Son flores del mal. Citando a Fromentin, ya no habrá «ternura por lo verdadero» ni «cordialidad por lo real».

»Después -siguiendo con nuestra visita al museo, pese al cansancio-, en la segunda mitad del siglo XIX, tiene lugar un acontecimiento que agudiza todavía más la ruptura entre los pintores coetáneos y los holandeses (aun cuando en aquella época se aprecie cada vez más a estos últimos). La nueva revolución ya no tiene que ver con el género, ni con el modo de interpretar, ni tampoco con el estilo, sino con el estatus de la imagen. En pocas palabras: aunque la pintura sigue siendo figurativa, deja de ser una representación y se convierte en una mera representación, una presencia. Manet y Degas, los impresionistas y los postimpresionistas siguen siendo figurativos, siguen pintando a personas, objetos y lugares. No se limitan a yuxtaponer colores y trazos, como harán después los pintores abstractos, pero rechazan el estatuto representativo de sus imágenes. El espectador ya no cae en la tentación de preguntarse por la psicología de los personajes, por sus actos pasados o futuros. Por más que Degas tome prestados elementos estilísticos deTer Borch, ninguna de sus bailarinas nos incita a imaginar su biografía. El mundo que la pintura representa ha perdido su valor. Todo lo que tiene ver con él se considera ahora anecdótico y se rechaza en nombre de la pureza del arte. La imagen no deja de ser una figura, pero se le ha amputado una dimensión, la que nos permitía instalarnos en el mundo representado. En lo sucesivo debe verse la imagen como tal, como pura presencia que no incita a avanzar hacia otro lugar.

»De repente todas las antiguas disparidades dejan de ser pertinentes. No sólo no importa saber si se trata de una pintura histórica o cotidiana (en definitiva, de interrogarse respecto del título del cuadro), sino que también desaparecen las diferencias entre paisaje, escena humana, naturaleza muerta y retrato. Ya sólo hay imágenes, cuadros y pintura. Entendemos ahora por qué nos dio la impresión de que Vermeer se salía un poco de su tiempo, y por qué también doscientos años después los artistas y los escritores vieron en él a uno de los suyos. Gracias a su genio personal llevó la pintura que había aprendido, la pintura de género, a tal grado de perfección que nos resulta imposible adentrarnos en el mundo representado, más allá de la imagen. Nos quedamos estupefactos ante la belleza de los tejidos, los muebles y los gestos. En Vermeer la representación queda neutralizada por la fuerza de la presentación, y eso es lo que lo convierte en «moderno».

»Esta duración limitada de la pintura holandesa de lo cotidiano, lejos de restarle valor, sugiere que algo excepcional sucedió en determinada época y que debemos intentar entenderlo. En la historia de la creación humana -arte, literatura o pensamiento- hay momentos afortunados en los que la humanidad se enriquece con una nueva visión de sí misma, y que, en consecuencia, constituyen su identidad. Este tipo de momentos se reconocen desde fuera porque en ellos hasta los pintores de mediano talento hacen obras maestras. El Renacimiento italiano y el impresionismo francés son dos ejemplos, y la pintura holandesa del siglo XVII es otro. En esta época tiene lugar una adecuación perfecta entre el contexto histórico-geográfico y lo que se realiza, entre significado y forma, y los pintores se benefician de ella sin saberlo (y perderán de manera igualmente misteriosa). No se trata de meras fórmulas técnicas, de recetas qeu bastaría con aprender. En esos momentos está en juego algo más esencial, que tiene que ver incluso con la interpretación del mundo y de la vida. Es una cuestión no de virtuosismo artístico, sino de sabiduría humana, aun cuando ésta sólo se exprese a través de las formas artísticas. Por ello no basta con admirar la belleza de los cuadros, sino que debemos intentar descifrar el mensaje que nos lanzan, o cuando menos rozar su secreto. Esos momentos afortunados son siempre importantes para la humanidad.

Tzvetan Todorov / Foto: Marti Fradera

Tzvetan Todorov en 2014 / Foto: Marti Fradera

»En la Estética de Hegel encontramos ese intento de descifrarlo. En esta obra cita la pintura holandesa como ejemplo de arte romántico, es decir, el de los tiempos modernos, tanto como las obras de Shakespeare. Hegel menciona a Van Ostade, Steen, Teniers y Ter Borch. La palabra clave es subjetividad: mientras que el arte clásico encontraba la belleza en los objetos, en el arte romántico es el artista el que decide qué será o no será bello. «La interioridad romántica puede manifestarse en todas las circunstancias posibles e imaginables, acomodarse a cualquier estado y situación […] ya que lo que busca no es un contenido objetivo y valioso en sí, sino su propio reflejo, sea cual sea el espejo que lo devuelve». En consecuencia, el pintor puede elevar al rango de belleza elementos que pertenecen a la vida cotidiana o a las más bajas esferas de la existencia. Es «la orientación querida y deliberada hacia lo accidental, hacia la existencia inmediata, prosaica y desprovista de belleza propia», «el ennoblecimiento de las cosas vulgares y bajas por medio del arte». El mérito de estos artistas consistiría precisamente en hacer bello lo que no lo es: «Es el triunfo del arte sobre la vertiente caduca y perecedera de la vida y de la naturaleza», y por lo tanto también el triunfo de la subjetividad del artista sobre la objetividad del mundo.

»Aprovechando la ventaja del asno vivo sobre el león muerto, es decir, de conocer el arte de los siglos XIX y XX, podemos quizá modificar la interpretación de Hegel. Desde el momento en que escribía, la subjetividad de los pintores en la elección de lo bello ha alcanzado tal nivel que nos resulta difícil no considerar sus palabras una generalización arbitraria, ya que la pintura de Steen y de Ter Borch nos parece un monumento a la objetividad. Para ser más exactos, Hegel tiene sin duda razón cuando afirma que escribir cartas o comer ostras no son actividades dignas y bellas en sí mismas, pero va demasiado lejos al añadir que su embellecimiento depende sólo del capricho subjetio del pintor. Entre la solidez objetiva y la arbitrariedad subjetiva hay un punto intermedio: el acuerdo intersubjetivo. No todo es bello en sí (realidad no equivale a perfección), pero tampoco todo depende de la libre elección del artista, que simplemente puede mostrarnos que la belleza reside en el gesto más humilde, y en algunos casos convencernos.

»Cuando Steen y Ter Borch, De Hooch y Vermeer, Rembrandt y Hals nos ayudan a descubrir la belleza de las cosas, en las cosas, no actúan como alquimistas que pueden convertir el barro en oro. Se han dado cuenta de que esa mujer que cruza un patio y esa madre que pela manzanas pueden ser tan bellas como las diosas del Olimpo, y nos invitan a que compartamos esa convicción. Nos enseñan a ver mejor el mundo, no a entusiasmarnos con dulces ilusiones. No inventan la belleza, sino que la descubren y nos permiten descubrirla también a nosotros. En la actualidad, amenazados como estamos por nuevas formas de degradación de la vida cotidiana, al contemplar esos cuadros estamos tentados de encontrar en ellos el sentido y la belleza de nuestros gestos más básicos.

»Nuestra tradición europea (y quizá no sólo ella) está profundamente marcada por una visión maniquea del mundo, que lo interpreta mediante una oposición radical en la que uno de los términos es glorificado y el otro denigrado: bien y mal, espíritu y carne, acciones elevadas o bajas. Incluso el cristianismo, que combatió esta herejía, se dejó contaminar por ella. La pintura holandesa muestra uno de los raros momentos de nuestra historia en los que la visión maniquea se resquebraja, no necesariamente en la conciencia de los individuos que pintaban los cuadros, sino en los cuadros en sí. La belleza no está más allá o por encima de las cosas vulgares, sino en su interior, y basta con observarlas para sacarla de ellas y mostrarla a todo el mundo. Durante un tiempo los pintores holandeses estuvieron tocados por una gracia -en ningún caso divina o mística- que les permitió superar la maldición que pesaba sobre la materia, alegrarse de la mera existencia de las cosas, hacer que lo ideal y lo real se reinterpretasen, y por lo tanto encontrar el sentido de la vida en la propia vida. No sustituyeron una parte de la existencia, tradicionalmente considerada bella, por otra que ocupara su lugar, sino que descubrieron que la belleza podía impregnar la totalidad de la existencia.

Tzvetan Todorov en 2011 / Foto: Amaya Aznar

Tzvetan Todorov en 2011 / Foto: Amaya Aznar

»La vida cotidiana, como todo el mundo sabe, no es necesariamente feliz. Incluso muy a menudo es agobiante: repetir gestos que se han convertido en mecánicos, hundirse en preocupaciones que se nos imponen sin posibilidad de levantar cabeza y agotar nuestras fuerzas con el simple objetivo de sobrevivir, tanto nosotros como nuestros seres queridos. Por este motivo nos tientan tan a menudo el sueño, la evasión y el éxtasis heroico o místico, soluciones que sin embargo resultan ser totalmente artificiales. Lo que habría que hacer no es abandonar la vida cotidiana (al desprecio, a los demás), sino transformarla desde dentro para que renaciera iluminada de sentido y belleza. Pero ¿cómo? Nuestra sociedad supo actuar contra una de las causas de la angustia que podemos experimentar en lo cotidiano, el cansancio físico, y sustituyó la fuerza humana por máquinas. El hombre agotado físicamente no está en condiciones de gozar de la calidad de cada instante. Pero no supo, o no quiso, modificar nuestro sistema de valores para que pudiéramos apreciar la belleza de todo gesto, ya fuera dirigido a los objetos o a las personas que nos rodean. Valoramos por encima de todo la eficacia, hasta el punto de que convertimos en medios, si no en instrumentos, tanto a los que nos rodean como a nosotros mismos. Parece como si nos apresuráramos a gestionar cuanto antes nuestros asuntos, y mientras tanto hubiéramos suspendido nuestra vida. Pero esa provisionalidad se alarga y acaba sustituyendo el objetivo, que siempre queda postergado. Quizá algún día aprendamos a ralentizar no nuestros gestos -en ese caso deberíamos renunciar a una parte demasiado importante de nosotros mismos-, sino la impresión que nos dejan en la conciencia, y así concedernos tiempo de vivirlos y saborearlos. De este modo la vida cotidiana dejaría de oponerse a las obras de arte, a las obras del espíritu, y pasaría a tener toda ella un sentido tan bello y rico como una obra.

»Podemos descubrir en un niño momentos de alegría qeu sin embargo no tienen motivo. Es la alegría en estado puro, la plenitud que se experimenta en una mirada, en un gesto anodino. El adulto no es capaz de vivirla, salvo en momentos excepcionales de los que durante mucho tiempo siente nostalgia: momentos afortunados, momentos de gracia en los que vivía del todo su propia presencia. Quizá por eso precisamente la pintura holandesa, que nada tiene de infantil ni de idílica, nos resulta valiosa: nos confirma que esos momentos existen y nos indica un camino que, aun habiendo dejado atrás el limbo de la infancia, podríamos seguir.»

 

«El significado de la pintura holandesa», capítulo extraído de Tzvetan Todorov, Elogio de lo cotidiano, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2013, pp. 96-102.

GANARSE LA VIDA EN LA CULTURA

Javier Gomá (dir.), Ganarse la vida en el arte, la literatura y la música.
Madrid, Galaxia Gutenberg, 2012, 253 pp., 20 €.
ISBN 9788481099621

Ganarse la vida en la cultura

Por Mario S. Arsenal

 
 
Muy apropiado resulta en estos tiempos detenerse a reflexionar sobre qué rudimentos son los necesarios para llegar a la realización profesional en este preciso instante convulso en el que todo parece tambalearse y requerir –paradoja absoluta en los sistemas democráticos imperantes– mayor enjundia, mayor especialización, donde todo parece indicar que sin excelencia no se conquista ninguna tierra del quehacer humano. Ganarse la vida en el arte, la literatura y la música (Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores) recoge una serie de conferencias pronunciadas durante el mes de marzo del pasado año en la Fundación Juan March de Madrid. Se trata de una reflexión diacrónica gratamente teñida de una sensibilidad histórica que nos permite valorar, contraponer y sopesar los eternos conflictos que siempre han existido a la hora de valorar económicamente la cultura, pues, como dijo en 1843 un miembro del tribunal durante un litigio entre el banquero José Safont y el compositor Ramón Carnicer, “no tienen tasa las obras del entendimiento”.
 
Así las cosas, es difícil concluir en determinadas posturas definitivas, pues, como todos sabemos, es cuestión peliaguda –lo ha sido siempre– determinar cuál es la línea que separa el fraude financiero y la sinceridad cultural como motivación humana altruista. Por ello, en esta breve compilación de ensayos se da lugar a esta problemática diatriba desde diferentes puntos de vista, partiendo de distintas disciplinas liberales. En el apartado del arte, Francisco Calvo Serraller desgrana magistralmente la locución “ganarse la vida” enfrentando la expresión verbal en sus variadas acepciones y cotejando los matices de significado que ella implica dependiendo de la preposición escogida para formularla. El significado varía según se utilizan determinadas partículas; no es lo mismo decir “ganarse la vida con” que “ganarse la vida en”, o incluso “ganarse la vida del”. Sugerentísimo artículo por el que desfilan Plinio el Viejo, Luciano de Samósata, Leon Battista Alberti, Alberto Durero, Miguel Ángel, Tiziano, Velázquez…, y una plétora de autores a través de los cuales se levanta un edificio, el del oficio de artista y sus rudimentos. Calvo Serraller cuestiona de esa manera la necesidad de un público constituido como tal para que la liberalidad de las artes sea plena en todos los sentidos. Por otra parte destaca el capítulo de José-Carlos Mainer dedicado a la literatura y en el que habla directamente del oficio de escritor y el mercado literario. Nos dice oracularmente el autor: “En el mundo del placer estético, la Modernidad ha entronizado la exaltación de la sorpresa, de la novedad, e incluso el placer masoquista de la provocación y de la desorientación; durante siglos, e incluso hoy, el placer estético ha estado mucho más ligado a la satisfacción de la expectativa previa, al reconocimiento emocional de lo que se sabe y sobre lo que se vuelve”. Mainer hace un sucinto y atractivo recorrido por diversos casos históricos de gran calado, que van desde la Edad Media hasta Gabriele D’Annunzio o Pío Baroja. Asimismo en el apartado musical sobresale el epígrafe firmado por Juan José Carreras, que, con el ejemplo de Beethoven como horizonte primero y último, titula muy provocadora y atinadamente Ganarse la vida “por no hacer nada”, tomando como punto de partida la correspondencia multidireccional del compositor de Bonn. Cada disciplina artística está integrada por dos ensayos, por lo que en el apartado de arte, literatura y música les siguen las aportaciones de Alejandro Vergara, Antonio Gallego y Joan Oleza, respectivamente. En todos ellos encontrarán luz y reflexión, causa inequívoca que hace replantearnos la actualidad misma.
El filósofo Javier Gomá, a la sazón director de la Fundación Juan March desde 2003, se encarga de organizar la sucesión de capítulos y nos prologa el volumen tejiendo un formidable argumento en clave antropológico-filosófica de la eterna cuestión de la emancipación y la educación de los seres humanos para su ulterior conversión en ciudadanos sensibilizados, civilizados y comprometidos con la cultura y todas sus manifestaciones. Un ejemplar altamente recomendable dada la circunstancia en la que nos encontramos, óbice manifiesto de la falta de capacidad de gestión que en el mundo de la cultura siempre ha gobernado con menor o mayor incertidumbre. No nos queda, por tanto, más remedio que seguir pensando y repensando sin pudor alguno cómo subsistiremos los hombres de cultura en este mundo hipermaterializado donde al parecer, y no sin perplejidad, cada vez hay menos lugar para abrazar los productos humanos porque el consumo lo ha devastado casi todo.
 
 

Artículo publicado en la revista Culturamas (07.VI.2012)