Los héroes /// Thomas Carlyle (1841)

Esta obra consagró la fama europea de Carlyle. Se trata de seis conferencias que abundan en puntos de vista originalísimos; unas veces asombran por un diseño vigoroso, otras con un cuadro completo, rico en contrastes de claroscuro, o bien con aquellas destemplanzas y ocurrencias suyas que confunden y marean. No hay cuestión que no aborde en este libro: la religión, la política, la literatura, palancas que mueven las grandes fuerzas sociales. El héroe legendario (Odín) es analizado por él con extraordinaria sagacidad, en lo que se real pudo tener a través de las nieblas de la tradición y de las brumas de Dinamarca; en el profeta (Mahoma), describe con intuición maravillosa la influencia ejercida por aquel hijo semibárbaro del desierto entre las tribus fanáticas y sensuales de Arabia; en el poeta (Dante y Shakespeare), estudia con profunda sensibilidad y raro acierto la personalidad del escritor florentino y, con cierta exageración nacionalista, la del inmortal dramaturgo inglés; en el sacerdote (Lutero y Knox), palpita el drama religioso de la Edad Media, en que Europa sacudió sus ligaduras mortales al grito del fraile alemán; en el escritor (Johnson, Rousseau, Burns), observa las tres personalidades distintas en que se encarna el héroe literario, la del mantenedor de lo caduco, el vidente del porvenir y el idealista; en el rey (Cromwell y Napoleón), se esfuerza en justificar la política solapada y la ambición tiránica del protector de Inglaterra, ambición y política que él considera desde un punto de vista especial, juzgándolas nobles manifestaciones de un espíritu a quien la Historia acusó de hipócrita, y en cambio critica con frases despectivas el desenfrenado apetito de gloria y el endiosamiento de un «pigmeo», Napoleón Bonaparte.

Foto: Robert Scott Tait, 1854

Dos grandes ideas resaltan, sin embargo, de este estudio: la sociedad está sujeta a eterna metamorfosis; los héroes son los agentes de esta transformación, cambio o transfiguración, que el ser social, cuerpo y alma, experimenta en el curso del tiempo. Carlyle define tres civilizaciones sucesivas e históricas, dejando aparte, en las profundidades de los siglos, la bruma de la prehistoria. Esas tres grandes civilizaciones de la Europa histórica las designa con los nombres de la Antigüedad y Paganismo, Cristianismo y Edad Media, y Tiempos Modernos, tres épocas que contienen dos transiciones; asistimos a la segunda, la cual forzosamente habrá de ser muy larga, teniendo en cuenta el millar de años que necesitó la disolución lenta del mundo pagano para dar paso a la elaboración, lenta también, del cristianismo. Es cierto que los grandes descubrimientos modernos nos comunican a los fenómenos sociales aceleraciones que desconoció la Antigüedad. Así, esos cambios perpetuos no los juzga Carlyle estériles metamorfosis, ni recesión ni decadencia, sino fases grandiosas de una ascensión que irresistiblemente prosigue a través de nuestros dolores y de nuestros placeres, de nuestras dudas y de nuestras esperanzas.

Retrato de Carlyle, por Sir John Everett Millais, 1877 — Londres, National Portrait Gallery

Con respecto al estilo de Carlyle, raramente se ha manifestado, como en este libro, la verdad que expresó Buffon: el estilo es el hombre mismo. El estilo de Carlyle es él; le retrata de pies a cabeza. Sus ideas, sus entusiasmos y paradojas no podían expresarse en otro estilo. No hay en él la menor contradicción entre fondo y forma, entre alma y expresión. Sus párrafos desiguales, entrecortados por paréntesis y digresiones, con sus ritmos entusiásticos, con sus frases amplias y agitadas, o rápidas y seguras; con el retorno, repetidísimo, de unas pocas ideas centrales, de unas mismas frases o palabras, refleja su carácter sombrío, atormentado, contradictorio y a menudo obsesivo. Sus juegos de puntuación, la abundancia de palabras que empiezan con mayúscula, sus frecuentes subrayados tienen por objeto llamar la atención sobre los temas principales hacia los cuales, como centro de atracción, todas las ideas, todas las frases y todas las palabras se polarizan. Esto ha sido interpretado como defectos, como su Carlyle no supiese escribir y pulir su estilo, o como si buscase la manera de sorprender y mixtificar a sus lectores. El pensamiento mismo de Carlyle es, desde luego, más musical que discursivo; siente, más que ve, fulguraciones de intuiciones grandiosas, inexpresables en palabras. Porque el significado corriente de las palabras no le basta; el hirviente sentido de lo que él quiere expresar no cabe en ellas; se desborda, se vierte en ellas como un metal deslumbrante, en ebullición, del cristal que lo contiene.

Cit., Thomas Carlyle, Los héroes, trad. Pedro Umbert, Madrid, Sarpe, 1985, pp. 7-9.

Tzvetan Todorov, un humanista /// André Comte-Spontville (2018)

France - "Ce Soir ou Jamais" - TV Set

Tzvetan Todorov

¿Cómo hablar de un amigo tan cercano, al que tanto quería? Quizá contando, con la mayor objetividad posible, lo que percibí subjetivamente de él. Tzvetan no solo era el amigo más fascinante. Era —me di cuenta muy pronto— el hombre más maravilloso con el que me he relacionado nunca: el más culto (y no solo porque hablara cinco lenguas), el más sencillo, el más atento, el más dulce, el más encantador, el más cariñoso (especialmente con sus hijos) y también uno de los más inteligentes, de los más sinceros y de los más lúcidos. Así que sus cualidades eran muchas, y poco frecuentes en los círculos intelectuales. ¿Están también sus textos? A menudo sí, en concreto las más cerebrales. Pero no todas, o no siempre, o no tanto como nos gustaría, especialmente cuando se trata de las cualidades más íntimas o afectivas. ¿Cómo es posible? Un artista quizá lo habría logrado, pero Tzvetan nunca se consideró artista. Por lo demás, no escribía para que lo conocieran, ni para que lo quisieran. Era el menos narcisista de los escritores. Por mucho que admirara a Montaigne y a Rousseau, le habría resultado inconcebible «describirse», como el primero, o escribir sus Confesiones, como el segundo —en definitiva, convertirse en el objeto de sus libros—. Le interesaban demasiado los demás, o no se interesaba lo suficiente por sí mismo. Además aprendió el francés bastante tarde. Lo hablaba a la perfección (con un ligero acento, pero sin errores), aunque admitía que con su lengua de adopción no tenía la misma intimidad absoluta que con el búlgaro, su lengua materna, y sobre todo con el ruso, que aprendió muy pronto en la escuela y que seguiría siendo para él la lengua de la poesía, que tanto amaba. El francés es para él un instrumento que pone al servicio de su pensamiento; la claridad y la precisión le bastan. Sabe que, en la manera de escribir y de pensar, está más cerca de Raymond Aron (al que admira y que me descubrió) que de Camus (al que aprecia). Más inteligencia que emoción, más hechos que afectos, más conocimiento que arte. En definitiva, demasiada claridad, como estos dos autores, para que los pedantes acepten valorarlo en profundidad. Imposible que Todorov caiga en la trampa de tantos ensayistas franceses que quieren deslumbrar en lugar de iluminar, ser originales en lugar de decir la verdad y ser justos, y para conseguirlo multiplican las paradojas y los juegos de palabras, que explican, observaba sonriendo, que les cueste tanto superar la prueba de la traducción. Él, por el contrario, es uno de los autores en lengua francesa más traducidos en todo el mundo, y no por casualidad. Es uno de los más cultos (y en casi todas las ciencias humanas), uno de los más claros y uno de los más esclarecedores.

Comte Sponville

André Comte-Spontville

Resulta extraño, y se debe solo a su muerte, que yo prologue hoy a un autor tan reconocido y de bastante más edad que yo (trece años mayor). Lo contrario habría sido más normal. Cuando yo era estudiante, Todorov ya era famoso como teórico de la literatura, y estaba más de moda que ne la actualidad. Era un referente «tendencia», aunque entonces no lo llamábamos así, lo que quizá explica que en aquel momento no me apeteciera profundizar en él. No lo conocería hasta mucho después (en 1990, creo, porque preparábamos juntos un número de Lettre Internationale, que nos había encomendado su director, Antonin Liehm). Entretanto, los objetivos de investigación, incluso la metodología, del a veces llamado «Todorov II» se habían desplazado significativamente respecto del «Todorov I». Le interesan cada vez menos las estructuras y los signos, y cada vez más los individuos y el sentido. Se relaciona cada vez menos con los círculos vanguardistas (había estado muy cerca de Barthes, de Derrida, de, Tel Quel…), y recurre cada vez más a documentos de archivos y a los grandes autores del pasado. Pagó el precio mediático. Sus destacados trabajos como historiador de las ideas —y por lo tanto también como humanista más que como antropólogo, como moralista más que como semiólogo— le granjearon más éxito (más lectores en todo el mundo) y menos prestigio (en París y entre los esnobs) que dos décadas antes. Buena señal. Su juventud en Bulgaria, es decir, en un país totalitario, lo había vacunado contra la ideología, la mentira, las falsas apariencias, lo políticamente correcto (que pretende conjugar moral y política, como en los países totalitarios, pero esta vez bajo el dominio de la moral) y contra todo discurso alejado de la realidad o que mostrara, como escribía al principio de Nosotros y los otros, una «evidente disparidad» entre «el vivir y el decir», disparidad que había observado al otro lado del telón de acero y que le sorprendió volver a ver, aunque en otras formas, en tantos intelectuales parisinos de la década de 1960… Poca cosa para él. Era demasiado íntegro para aceptar este tipo de impostura, y demasiado culto para permitir que la moda o el éxito lo afectaran. Eligió a sus maestros: en un principio Bajtín y los formalistas rusos, Benveniste y Jakobson, después, y cada vez más, Montaigne y Rousseau, Montesquieu y Benjamin Constant, Paul Bénichou y Raymond Aron, Primo Levi y Vasili Grossman, Romain Gary y Germaine Tillion. Es decir, intelectuales básicamente liberales y algunos personajes discretos, amantes de la justicia y la misericordia.

También eligió claramente su bando: el de la democracia liberal y el humanismo universalista. Lo que no le impedía, como veremos en este libro, denunciar con dureza las nefastas consecuencias de la «ideología neoliberal», que quiere someterlo todo a la economía, ni lo llevaba a hacerse ilusiones sobre la humanidad. No se trata de «creer en el hombre», ni de «hacerle un panegírico». ¿Quién puede pasar por alto que somos capaces de lo peor? Pero en cualquier caso es una posibilidad entre otras, lo que confirma que podemos «actuar libremente, hacer también el bien». El humanismo de Todorov es «crítico» (en este sentido es como el equivalente en el ámbito ético del «racionalismo crítico» de Karl Popper en el ámbito del conocimiento) y a la vez «temperado». Es más una moral que una religión del hombre. Lo explica, por ejemplo, en Memoria del mal, tentación del bien. Señala que el humanismo crítico se distingue por dos características:

«La primera es el reconocimiento del horror del que son capaces los seres humanos. El humanismo, aquí, no consiste en absoluto en un culto al hombre, en general o en particular, en una fe en su noble naturaleza; no, el punto de partida son, aquí, los campos de Auschwitz y de Kolyma, la mayor prueba que se nos haya dado en este siglo del mal que el hombre puede hacer al hombre. La segunda característica es la afirmación de la posibilidad del bien. No del triunfo universal del bien, de la instauración del paraíso en la tierra, sino de un bien que lleva considerar que el hombre, en su identidad concreta e individual, es el fin último de su acción, a valorarlo y a quererlo».

Todorov2Esto nos lleva directamente a este volumen que me han pedido que prologue. Reúne «textos circunstanciales», por así decir, sobre temas muy distintos (escritores y artistas a los que Tzvetan admiraba, páginas de historia y de geopolítica, reflexiones sobre la moral o sobre ciencias humanas…) y abarca unos treinta años. Este libro es especialmente valioso porque muestra tanto la diversidad de intereses de su autor como el carácter unitario de su orientación. La profunda armonía resultante responde sin duda al pensamiento de Todorov, cuya coherencia constataremos, pero también los que para él son sus dos principales adversarios: el maniqueísmo, que quiere creer que todo el bien está en un bando y todo el mal en el otro, y el nihilismo o «relativismo radical», que pretende que no hay bien ni mal, que todo vale y todo es inútil. Lo que Tzvetan había vivido en Bulgaria en los primeros veinticuatro años de su vida le pareció cada vez más una refutación suficiente tanto del uno como del otro. Los nihilistas se equivocan, porque el mal existe, y el totalitarismo ofrece un ejemplo indiscutible (en Todorov hay una especie de moral negativa, un poco en el sentido en que hablamos de teología negativa: el bien siempre es incierto o discutible; el mal, no). Y los maniqueos también se equivocan, porque actúan como los ideólogos totalitarios: («Somos el Partido del Bien», «Quien no está con nosotros está contra nosotros», etc.) y se creen exentos de todo mal. Contra ello, nuestro humanista crítico, maestro del matiz, defiende la «moderación» de Montesquieu, la lucidez de Rousseau (de quien cita la Carta sobre la virtud: «El bien y el mal brotan de la misma fuente») y quizá sobre todo la indulgencia desilusionada —aunque no desalentada ni desalentadora— de Romain Gary. Por ejemplo, estas líneas de La Signature humaine:

«La bestia inmunda no está fuera de nosotros, en un lugar lejano, sino dentro de nosotros. Concluida la Segunda Guerra Mundial, Romain Gary, que había luchado contra Alemania como aviador, llegó a esta conclusión: «Lo que hay de criminal en el alemán es el hombre». Tiempo después añadía: «Se dice que lo que el nazismo tiene de horrible es su lado inhumano. Sí. Pero es preciso rendirse ante la evidencia de que ese lado inhumano forma parte del humano. Mientras no admitamos que la inhumanidad es algo humano, seguiremos en la mentira piadosa» […] Por eso nunca conseguiremos librar a los seres humanos del mal. Nuestra única esperanza no es erradicarlo definitivamente, sino intentar entenderlo, limitarlo y domesticarlo, admitiendo que también está presente en nosotros».

Romain Gary

Romain Gary

«Banalidad del mal», como decía Hannah Arendt; «fragilidad del bien», añade Todorov (es el título de un libro suyo dedicado a la «salvación de los judíos búlgaros»). Retoma el tema en varios artículos aquí reunidos. No hay ni monstruos ni superhombres. Solo hay seres humanos, todos imperfectos, todos falibles, pero no por ello iguales (son iguales «en derechos y dignidad», pero no en hechos y en valor). La experiencia de los campos de concentración lo confirma. La moral, lejos de desaparecer, como creyeron algunos, o mejor, aunque a veces desaparece, no se pone de manifiesto, pese a que subsiste o resiste, solo que de forma más espectacular, ya sea como «virtudes heroicas» (poder, valor, principios…), o con mayor frecuencia como virtudes cotidianas (dignidad, preocupación por los demás, compasión, bondad…). Hobbes se equivoca. No es cierto que el hombre sea un lobo para el hombre, o no es más que una posibilidad, en absoluto una necesidad. La «fragilidad del bien» no impide lo que Todorov llama su «banalidad». En el mundo hay «muchos más actos de bondad de los que admite la «moral tradicional», que ha tendido a valorar lo excepcional, cuando de lo que se trata es de nuestra vida cotidiana». Nueva impugnación del nihilismo, aunque esta vez positiva.

Hannah Arendt

Hannah Arendt

Según Todorov, estas virtudes cotidianas son más frecuentes en las mujeres que en los hombres, y estaban mucho más desarrolladas en Tzvetan que en la mayoría de sus homólogos masculinos. Digamos que supo desarrollar hasta un punto poco frecuente su parte femenina —sin ser en absoluto afeminado—, y esto explicaba en cierta medida su su sorprendente poder de seducción, que respondía a su delicadeza, su sutileza y su sensibilidad, a las que se añadía su no dejarse engañar por las ideas —que sin embargo conocía mejor que nadie— y preferir siempre a las personas singulares y concretas, frágiles y cambiantes. Podríamos resumir estas observaciones diciendo que Tzvetan era lo contrario de un gañán o un machista, es evidente, pero seguramente sería un error considerar que se trata solo de un rasgo de su carácter. Todorov, al que le gustaba tanto Romain Gary, por lo demás un hombre rodeado de mujeres y un luchador heroico, compartía con él lo que yo llamaría un feminismo normativo, es decir, no solo la exigencia de igualdad entre hombres y mujeres, que debería ser obvia, sino también la idea de que los valores son en cierto sentido «sexuados», como la humanidad, y que en esta bipolaridad la feminidad desempeña el papel más positivo. Lo leeréis en un artículo de este libro, pero no me resisto al placer de citar por extenso, para enlazar sus pensamientos, los comentarios que el ensayista hace del novelista:

«En la raíz de muchos males, Gary ve una masculinidad pervertida, lo que llamamos machismo, «las ganas de ir de duro, de auténtico, de tatuado». Lo ve en el comportamiento irascible de los conductores, en los elogios del heroísmo, en los conflictos entre jefes de Estado, en la mitología estadounidense del triunfador, del vencedor, creada por Jack London, Fitzgerald y Hemingway, en el culto al éxito, en la fascinación por el poder y en el elogio de Don Juan: «Cojones, sólo cojones». La reacción de Gary: «Me desentiendo cada vez más de todos los valores llamados masculinos». O en otro estilo: «La mierda en la que todos nadamos es una mierda masculina».

»Por eso no sorprende que el valor que reivindica sea la feminidad, en lo que tiene de vulnerable y al mismo tiempo de compasivo. Espera «desarrollar esa parte de feminidad que todo hombre posee, si es capaz de amar» y constata: «Lo primero que se nos pasa por la cabeza cuando hablamos de civilización es cierta dulzura, cierta ternura maternal». O también: «Todos los valores de la civilización son valores femeninos […] El hombre —es decir, la civilización— empieza en las relaciones del niño con su madre»».

Todorov1De ahí cierta proximidad de nuestros dos ateos o agnósticos con el espíritu de los Evangelios (Gary, citado por Todorov: «Por primera vez en la historia de Occidente, una luz de feminidad iluminaba el mundo»), y a veces una gran severidad con la mentalidad de su tiempo. A Tzvetan le horrorizaba la violencia, la vulgaridad y la agresividad. Se notaba tanto en su comportamiento cotidiano como en sus textos (no le interesaba la polémica), y tampoco era ajeno a sus posicionamientos políticos. Era todo lo contrario de un belicista y de un «neoconservador». Apasionado defensor de la democracia liberal y de los derechos humanos, era muy hostil a toda voluntad de exportarlos por la fuerza. No le gustan ni el presunto «derecho de injerencia» ni las guerras supuestamente «humanitarias». Lo explica también en varios artículos de este libro. Pero esto, que tiene que ver con la geopolítica, también forma parte de su concepción de la moral.

A nuestro humanista «desarraigado», como él decía, no le atraen nada el nacionalismo, la guerra, las cruzadas y la buena conciencia. Desconfía de los Estados, de las multitudes, de los grupos e incluso de las abstracciones. Explica que la moral, aunque de contenido universal, «solo puede vivirse en primera persona» (lo que la diferencia del moralismo), y solo en beneficio de individuos que también son singulares (lo que la diferencia de la ideología). «Estar dispuesto a pagar con tu vida para que venzan tus ideas no es en sí mismo una virtud moral». Muchos fanáticos son capaces de hacerlo, fanáticos que «asesinan para que no se asesine más». En el fondo, Todorov solo cree en los individuos, que solo existen en función de las relaciones que establecen entre ellos, sin las cuales no serían nada (toda subjetividad es intersubjetividad; el humanismo es un individualismo relacional, y por lo tanto lo contrario del solipsismo). Se toma la moral en serio, tanto «frente a lo extremo» como en las circunstancias más corrientes de la vida «personal y subjetiva», porque siempre consta de «dos elementos: yo, a quien pido, y otro, al que doy», por lo que «la forma más breve de enunciarla» sería: «Solo exigirse a uno mismo, y solo ofrecer a los demás». Esto no es razón para renunciar a la propia felicidad. Tzvetan, que nada tenía de asceta, cree más en los «placeres» de la bondad (cuyo mejor ejemplo era para él su madre) que en la austeridad del «deber» (oposición que toma prestada de Rousseau). Sencillamente, la felicidad no siempre es posible; la bondad o la compasión, sí. Nadie está obligado a ser un héroe, ni está autorizado a hacer lo peor, ni está eximido de hacer al menos un poco de bien cuando le es posible.

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Merece la pena mencionar los magníficos libros que Todorov dedicó a la pintura: Elogio del individuo (sobre pintura flamenca del Renacimiento), Elogio de lo cotidiano (sobre los pintores holandeses del siglo XVIII), La pintura de la Ilustración (sobre Watteau, Goya y otros pintores)… Estos tres títulos dicen algo esencial sobre el hombre que era, dotado para la vida y la amistad, y también sobre su pensamiento: primacía del individuo y de la vida cotidiana, pero abiertos —por autonomía de la razón— a lo universal. Encontraremos ecos de ello en algunas de las páginas siguientes, así como de su amor a la música y, por supuesto, a la literatura. Observaremos que los contemporáneos están muy presentes. Tzvetan, a menudo reticente frente a algunas aberraciones del arte llamado «contemporáneo» (en especial de las artes plásticas), no se encerraba en la nostalgia. Por el contrario, estaba muy abierto a los artistas de su tiempo (algunos de sus mejores amigos eran pintores o escultores) cuando encontraba en ellos cosas que admirar, sobre las que reflexionar («la pintura piensa», escribió) y con las que emocionarse. De ahí varios de los textos reunidos en este libro, ejercicios de admiración tan generosos como estimulantes. Todorov, lector incansable, experto melómano y apasionado de la pintura, desconfiaba tanto del arte presuntamente «vanguardista» («que da resueltamente la espalda a las tradiciones y quiere ir en paralelo con la revolución política») como del «presentismo», que olvida el pasado, y del «pasadismo», que sacrifica el presente y el futuro. Era su manera de ser moderno, y era la correcta.

Cub_Leer-y-vivir_rus_dilve«Discípulo de la Ilustración», como él mismo decía, pero consciente de sus sombras, y por lo tanto de sus límites y de sus posibles derivas, Todorov lanza sobre nuestra época, que nos ayuda a entender, una mirada penetrante y amplia, crítica y tonificante, informada y tranquila. Se muestra «responsable» en lugar de pacifista, y equilibrado en lugar de maniqueo. Al menos en estas cualidades sus libros se parecen a él, y encontraremos estas cualidades en el presente volumen. Tzvetan, a diferencia de muchos otros autores más famosos que él, no era ni un presuntuoso ni un charlatán. Era un suave intransigente, un intelectual lúcido (desgraciadamente, la expresión no es un pleonasmo), un erudito humilde, un investigador enciclopedista y pedagogo (un «contrabandista», decía él), un humanista sin ilusiones y un ciudadano del mundo, moderado y exigente. Por eso es tan importante leerlo: nos hace más inteligentes, más humildes y más críticos, más conscientes de la complejidad del mundo y de nuestra condición trágica.

Leerlo no consolará a los que lo quisieron de haberlo perdido, pero nos ayudará a todos a vivir un poco mejor, o un poco menos mal, y es todo lo que podemos pedirle a un libro.

 

Tzvetan Todorov, Leer y vivir, trad. Noemí Sobregués, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2018, pp. 13-21.

Raoul Vaneigem /// Interpretación(es)

Raoul Vaneigem / ©Louis-Monier

Raoul Vaneigem / ©Louis-Monier

«La libre expresión de las ideas y de las opiniones ha estado hasta la fecha al servicio de las ideas dominantes y de una contestación que, puesto que combatía la opresión con las armas de la opresión, sólo abocaba a darle una forma nueva. Ya es hora de dejar atrás las libertades formales, de sustituir los árboles petrificados que conmemoran y ocultan el bosque vivo por nuevos brotes que reencuentren en el mantillo de la vida cotidiana la raíz que los vivifica.

»La política natalista que prescribe a los hombres crecer y multiplicarse como hacen los animales condena a la profusión de niños a la miseria, a la enfermedad, al desamparo y a la violencia, que los mata. Lo mismo sucede con la proliferación descontrolada de informaciones: a merced de la falta de discernimiento, todas vienen a ser lo mismo y no valen nada, dejan indiferente a fuerza de conmover, ocultan desvelando y, bajo el manto de lo virtual, sofocan lo concreto. Alimentan de este modo esa insensibilidad inherente al fetichismo del dinero y ese nihilismo propicio para los negocios donde todo está permitido siempre y cuando el lucro esté garantizado.

Guy Debord, Michele Bernstein y Asger Jorn en la Librería Arthème Fayard (París, 1961)

Guy Debord, Michele Bernstein y Asger Jorn en la Librería Arthème Fayard (París, 1961)

»[…] Lo que se conoce mejor se comprende mejor y se ama mejor. A poco que prefiera una onza de carne viva a una muerta, cualquier investigador dedicado al estudio de los lobos, las lechuzas, las hormigas, las ranas o los pulpos perderá las ganas de matarlos y por el contrario pondrá su empeño en protegerlos. EL proceder humano con la fauna y la flora, ¿perderá su pertinencia aplicado a los hombres desnaturalizados por una economía de la predación?

»Dondequiera que la sensibilidad a lo viviente prevalezca sobre el dominio económico, todas las burlas están permitidas, el insulto se vuelve afectuoso, hasta puede uno reírse del infortunio y agarrotar de este modo el engranaje de una maldición aceptada con demasiada complacencia.

De izquierda a derecha: J.V. Martin, Heimrad Prem, Ansgar Elde, Jacqueline de Jong, Guy Debord, Attilla Kotyani, Raoul Vaneigem, Jorgen Nash, Dieter Kunzelmann, y Gretel Stadler / Conferencia de la Internacional Situacionista (Goteborg, 1961)

De izquierda a derecha: J.V. Martin, Heimrad Prem, Ansgar Elde, Jacqueline de Jong, Guy Debord, Attilla Kotyani, Raoul Vaneigem, Jorgen Nash, Dieter Kunzelmann, y Gretel Stadler / Conferencia de la Internacional Situacionista (Göteborg, 1961)

»La broma anodina, ¿en qué momento empieza a derivar en racismo, sexismo o mercantilismo? ¿No habrá en nosotros mismos y en nuestras relaciones familiares, amistosas y sociales, fermentos de una violencia de la que nos pretendemos exentos más por conveniencia que por convicción? ¿Cómo romper la concatenación de desesperaciones suicidas, en vez de ocultarlas, de disfrazarlas, de estimularlas y de combatirlas con una desesperación mayor todavía? ¿Cómo vencer el nihilismo de moda cuando la lectura del mundo se suministra con la plantilla de desciframiento de la rentabilidad?

»Vigilar no significa desconfiar. En el caso que nos ocupa, lo que la libertad de expresión ha de suscitar no es la inquisición sino la conciencia de que hay en el amargo menosprecio hacia los demás un menosprecio hacia uno mismo que merecería mayor atención por parte de cada cual. La indignación es una forma honorífica de la abdicación.»

 

Raoul Vaneigem, Nada es sagrado, todo se puede decir, Madrid, Melusina, 2006 (2003), pp. 87-92.

Amor sacro y amor profano – Un día en el museo

Le Corbusier. Un atlas de paisajes modernos / CaixaForum Madrid

Le Corbusier. Un atlas de paisajes modernos / ©CaixaForum Madrid

La semana pasada fui a la rueda de prensa de la nueva exposición de CaixaForum Madrid, ya saben, una de esas exposiciones fantásticas de la que cuelgan carteles publicitarios por toda la ciudad y que todo el mundo, más tarde o más temprano, termina visitando, bien por un acto inducido a través de la publicidad, bien por el objeto de la exposición. En este caso era Le Corbusier. ¿Quién no ha oído hablar de la figura que cambió el concepto de arquitectura en el siglo XX? Ahora en serio, ¿quién no conoce, aun de pasada o de oídas, a Le Corbusier? Evidentemente, muy pocos.

Llegué un poco aturdido porque no encontraba mi sitio y el sol de la capital se mezclaba con el olor a hormigón armado de las obras del eje Prado-Recoletos (qué guasa, por cierto, tienen algunos consejeros cayendo la que está cayendo). Un desastre. Pero nada más entrar reconozco al gran Le Corbusier y todo parece dispuesto a comenzar. Como no hay dos sin tres, como bien reza el título de una reciente película protagonizada por tres mujeres y dos neuronas, el primer disgusto (y no es el primero en CaixaForum Madrid) viene desde el amor por los libros y la memoria: no hay catálogo. Me considero filántropo, lo reconozco desde ahora mismo, y admito que esta desmesura puede resultar inapropiada para algunas ocasiones. En este caso no es así, se trata de una muestra que partió del MoMA de Nueva York y ha recorrido la Gran Manzana con un éxito apabullante (¡400.000 visitantes en apenas tres meses, nos dice la nota de prensa! ¡Wow, me digo en yankee!), ha recalado primero en Barcelona y aterrizó finalmente en Madrid. Pues qué bien, vuelvo a decirme.

Le Corbusier, Maqueta del Palacio de los Soviets, Moscú (1931-1932) / MoMA

Le Corbusier, Palacio de los Soviets, Moscú (maqueta, 1931-1932) / ©MoMA

Lo primero que veo es un despliegue de medios como bien requiere la ocasión. A regañadientes saludo y despacho cual hombre de negocios a alguna cara conocida en la sala, al staff del CaixaForum con esa amabilidad constante de la que siempre estás obligado a sospechar y a algún asiduo a estas citas de museo. ¡Claro, el catálogo! Esa es la clave de bóveda de mi profundo malestar.

Aún así, me dispongo y predispongo a ver la muestra, las obras, las piezas, las recreaciones, las fotografías y todo el sinfín de objetos y la costosa parafernalia que ha debido suponer armar tamaña exposición. Espectacular. Es la bomba, de veras, las maquetas que han traído de la Fundación Le Corbusier de París son magníficas. Allí te quedas embobado viendo Ronchamp en madera, o los dibujos de Roma que Le Corbusier tomó basándose en el famoso grabado de Pirro Ligorio de 1561, o la maqueta de la llamada (excéntricamente, por supuesto) «ciudad jardín vertical» de Marsella de los años 40 (la conocida como l’unité d’habitation), o, o, o… Faltaba culminar algunos detalles técnicos como la sala didáctica dedicada a los más pequeños de la casa (creo que esta es la fórmula publicitaria correcta) y algunas proyecciones en monitores pero, así y todo, para ser sinceros -de esto se trata-, la puesta en escena resulta apabullante. Más tarde llegaron las autoridades y tomaron su asiento, hablaron y vendieron y justificaron el proyecto. Pero desde el punto de vista académico, la decepción fue supina. Con todas las variantes que se quieran, mucho larala y poco lerele, que se dice en castizo. En ese momento es cuando uno sabe que lo importado sigue vendiendo mucho más y que bastan dos nombres de ciudades y tres apellidos para encandilar a la ignorancia. Mal. Muy mal, señores. Como diría mi vecino del cuarto con todo su dudoso aspecto pero con algunos vigorosos valores que no dan ni media docena de carreras universitarias: «Las cosas, a la cara».

Le Corbusier, Capilla de Notre Dame du Haut, Ronchamp (1950-1955) / ©Fondation Le Corbusier 2014

Le Corbusier, Capilla de Notre Dame du Haut, Ronchamp (1950-1955) / ©Fondation Le Corbusier 2014

Para colmo, desde nuestra posición, se han lanzado varias preguntas que inciden en la faceta política de Le Corbusier. ¿Cuál es la herramienta arquitectónica que usó Le Corbusier, si es que la hubo, para poner patas arriba la política? ¿Saben cuál fue la respuesta? Yo tampoco, creo que todavía no la han contestado, pero ¿de verdad luchó políticamente contra las fuerzas establecidas? Ay, amigo mío, el cerviche se desmontó definitivamente. ¡Pero si Le Corbusier fue un arquitecto que satisfizo las demandas aristocráticas de la oligarquía de medio mundo! ¿Por qué demonios iba a morder la mano que le alimentaba? Claro, esto en los libros no se acentúa. ¿Para qué? Se subraya la innovación, la genialidad, la originalidad (toma mandanga) y la evolución de la arquitectura. Permítanme que lo diga a lo Cela: manda cojones. Acabáramos. ¡Es una exposición de estilo!

Pueden imaginarse cuál era mi talante después de que el entuerto se hubo desvestido por completo. Desgraciadamente el catálogo fue la justa premonición de la catástrofe, pero yo me preguntaba, de hecho me lo sigo preguntando: ¿necesitamos exposiciones tan tremendas cayendo la que está cayendo, con estos presupuestos grasientos y alevosos, para que luego no nos digan nada y salgamos de la sala admirando el estilo de Le Corbusier? ¿¡El estilo!? Si éticamente podemos tolerar algo así y callar, definitivamente nos hemos vuelto todos locos. Me niego a formar parte de esa caterva cultural, periodistas y reporteros incluídos, cuidado, porque el pastel rebosa merengue y aquí nadie quiere dejar escapar su bocado.

El caso es que, al fin y al cabo, salí trastocado de allí, como cojitranco en mi conciencia, sabiendo además que las cosas ya no son como antes, que ahora todo el público ha de pagar a menos que sea cliente de La Caixa y cosas por el estilo, que se ningunea la cultura y que aquí nadie dice nada. Todos contentos, eso sí, diciendo «qué bonito», «qué bonito», «qué bonito», hasta que -Dios no lo quiera- se convierta en el último hit de Manu Chao o Pau Donés. Qué bochorno.

Rogier van der Weyden, Descendimiento, ca. 1435 / ©Museo del Prado

Rogier van der Weyden, Descendimiento, ca. 1435 / ©Museo del Prado

No quería volver a mi casa con esa amarga sensación, en realidad no podía permitírmelo, así que crucé al otro lado del Paseo del Prado sorteando ese olor a hormigón seco, pestilente y repugnante que se te mete en las narices para recalar en el Museo del Prado. Antiguos y modernos, créanme, el Prado es el reducto de paz más escandaloso que he conocido en mi vida después del Bargello en Florencia. Consigue ahogar mis penas, me desentumezco de la realidad y, al contrario de lo que pueda parecer, no me evado, vuelvo al problema entendiendo el problema. ¿Que cuál es? Una alarmante dejadez cultural. Hace mucho tiempo que no percibo visitantes solitarios en las salas, visitantes de esos que no necesitan el pretexto ridículo y pertinente de acompañar a alguien para visitar un museo; sin embargo, sí proliferan los grupos de jubilados, chinos, camboyanos o japoneses que acuden en masa cámara en mano precedidos de una correspondiente banderita que hace las veces de cicerone. Ni mucho menos pretendo instrumentalizar, pero entiéndanme, veo más revolución en pinturas de Antonello, Van der Weyden, Tintoretto o Goya sin ser expuestas, que una exposición de Le Corbusier con más de un centenar de piezas llevadas en volandas.

Círculo de Pedro de Berruguete, Virgen con el Niño (posterior a 1483) / ©Museo del Prado

Círculo de Pedro de Berruguete, Virgen con el Niño (posterior a 1483) / ©Museo del Prado

Me admiro delante del Descendimiento como epítome de la pintura flamenca y me digo que qué bárbaro es ese tal Weyden, que vio algo que ningún otro vio y que luego todos imitaron. Me digo también que hay que tener valor, coraje y sabiduría para romper con la mirada impuesta desde arriba, que se necesitan arrestos de verdad para provocar un absoluto divorcio estético con la mirada. Luego voy hacia la conocida como Virgen de la Leche, cuya autoría sigue sin encontrar consenso pero en la que yo creo ver el aura del maestro, con ese recogimiento tan español y a la vez tan sutil, importado en parte de Flandes y en parte de Urbino, como si Flandes y Urbino pudieran resumir una gran parte de la pintura europea de vanguardia de finales del XV. Allí fue nuestro Berruguete, a Italia, posiblemente el más afortunado de todos los pintores palentinos de la Edad Moderna, a pintar y a codearse con la élite humanística más brillante que ha conocido la civilización occidental. Por ejemplo con el duque Federico, con su hijo Guidobaldo, con Piero, ¡Piero della Francesca!, con todos pudo conversar y de todos ellos se nutrió para importar a España algo que nadie hasta el momento se había atrevido a cristalizar con tanta hondura: convertir a la Virgen en mujer, a Dios en hombre y a los santos en héroes. Humanizar lo divino. Qué soberbia la de maese Pedro. Claro que nosotros no entendemos nada si no nos hablan de política; sin embargo, la política de entonces estaba supeditada al dominio de la Iglesia, por lo que nuestra perspectiva, al observar estas impurezas, debería ser otra muy distinta. Pero tampoco se queda atrás Goya, para muchos mucho más contemporáneo, cercano y palpitante, cuyo Perro es el símbolo demoledor de la devastación más absoluta, además de una declaración de intenciones pictóricas con pocos precedentes en la historia de la pintura. A Goya, así como a los maestros que he nombrado, no les hacen falta carteles publicitarios. Es irrelevante el número de personas que visiten sus salas. No importa. Ellos (artífices) y ellas (obras) seguirán leyendo en nuestro rostro el síntoma de una amarga pero consentida derrota.

El caso es que siempre salgo revitalizado de allí, pero también me preocupa el desafecto generado y generalizado más allá del dato anecdótico, me siento alarmado por nuestra progresiva incapacidad de mirar y, sobre todo, por esa agravante sensación de que algo se nos está escapando de las manos, de que algo allí, en los cuadros, sin mencionar las instituciones, está escrito y nosotros no llegamos a leer.

Francisco de Goya, Perro semihundido (1820-1823) / ©Museo del Prado

Francisco de Goya, Perro semihundido, det. (1820-1823) / ©Museo del Prado

Con todas las facilidades que se nos presentan, con toda la tecnología a nuestra disposición, con todos los medios de los que hoy podemos echar mano sin gastar un euro, tan sólo voluntad, la más cara de las atenciones humanas, no somos capaces de ver tres en un burro. Es curioso, por otra parte, comprobar e intuir que las cifras de los museos del mundo se engrosan a base de paquetes turísticos y no de una intención firme de conocimiento. Como humanista, filántropo y otras ridiculeces incapaces de guiarme hacia la puerta de salida de este abismo, declaro el estado de excepción de la cultura desarrollada, lo que en realidad son dos tipos de cultura enfrentadas. Adiós a la atenta mirada de la sabiduría, bienvenido el entretenimiento. Si una es el feo testimonio del desastre, la otra necesita maquillarse antes de salir al mercado. Ya lo he dicho antes. Amor sacro y amor profano.

Heinrich Wölfflin /// Interpretación(es)

«No es feliz la comparación que llama al arte espejo de la vida, y cualquier estudio que considere a la historia del arte como historia de la expresión corre el peligro de ser completa e irremediablemente universal. Se puede argüir a favor de lo sustantivo lo que se quiera, pero ha de tenerse en cuenta que el organismo de expresión no fue siempre el mismo. El arte, a través del tiempo, trae a representación, naturalmente, asuntos muy diversos; pero esto no es lo que determina el cambio de su apariencia: el lenguaje mismo varía en su gramática y sintaxis. No es sólo que se hable de distinta manera en distintos sitios -esto se concederá fácilmente-, sino que el habla tiene su evolución propia, y la facultad individual más poderosa no ha podido sacarle en una época determinada más que una determinada forma de expresión, y para eso no muy por encima de las posibilidades comunes. También podría contestarse a esto, sin duda alguna, que es natural y que los medios de expresión van obteniéndose paulatinamente. Bien; pero no es eso lo que nosotros queremos decir: contando con medios de expresión completamente desarrollados, cambia, sin embargo, el arte. Dicho de otro modo: el contenido, la sustancia del mundo, no cristaliza para la visión en una forma perennemente igual. O, para volver a la primera imagen: la visión no es precisamente un espejo, idéntico siempre, sino una forma vital de comprensión, que tiene su historia propia y ha pasado por muchos grados evolutivos.

Heinrich Wölfflin retratado por Marianne Breslauer en 1934

Heinrich Wölfflin retratado por Marianne Breslauer en 1934

»Este cambio de forma de la visión se ha descrito aquí mediante el contraste del tipo clásico y el tipo barroco. No pretendíamos analizar el arte de los siglos XV y XVII, éste es mucho más rico y exuberante, sino sólo el esquema, las posibilidades de ver y dar forma, dentro de las cuales se mantuvo y tuvo que mantenerse el arte acá y allá. Para dar ejemplos no tuvimos otro remedio, naturalmente, que ir sacando obras de arte sueltas; pero todo lo que se dijo de Rafael y Tiziano, como de Rembrandt y Velázquez, fue con el objeto exclusivo de iluminar la trayectoria general, en modo alguno para poner a luz el valor especial de los ejemplares elegidos. Para ello se hubiera necesitado decir más y más exactamente. Pero, por otra parte, es inevitable el referirse precisamente a lo más importante; la dirección, en resumen, ha de verse con más claridad que en otras en las obras culminantes, como verdaderos índices que son el camino.

»Otra cuestión es decidir hasta qué punto puede hablarse con razón, en general, de dos tipos distintos. Todo es evolución, y quien considere la Historia como tránsito infinito es difícil que los encuentre. Mas para nosotros es un mandamiento del instinto de conservación intelectual ordenar según un par de puntos o metas la infinidad del acaecer.

Heinrich Wölfflin en los años 20 / Rudolf Dührkoop

Heinrich Wölfflin en los años 20 / Rudolf Dührkoop

»Todo el proceso del cambio de representación ha sido sometido en su latitud a cinco dobles conceptos. Se los puede llamar categorías de la visión, sin riesgo de confundirlas con las categorías kantianas. Aunque tienen una tendencia manifiestamente igual, no son deducidas de un mismo principio. (Para un modo de pensar kantiano resultarían sencillamente apresuradas.) Es posible que pudiesen presentar otras categorías más -no se han puesto a mi alcance-, y las dadas aquí no están unidas de modo que sea imposible pensar parcialmente en otra combinación. Desde luego, se condicionan unas a otras hasta cierto punto, y, si no se toma al pie de la letra la expresión, se puede decir de ellas que son cinco distintas visiones de una misma cosa. Lo lineal plástico se relaciona con los estratos espaciales compactos del estilo plano, del mismo modo que lo tectónico-cerrado evidencia una afinidad natural con la autonomía de los elementos orgánicos y de la claridad absoluta. Por otra parte, la claridad formal incompleta y la impresión de unidad con elementos sueltos desvalorados se unirán de por sí con lo atectónico-fluyente, y cabrán, mejor que en parte alguna, dentro de una concepción pictórico-impresionista. Y si parece que el estilo de profundidad no se incluye necesariamente en la familia, se puede argüir en contra que sus tensiones de prespectiva están constituidas exclusivamente sobre efectos ópticos, que tienen significado para la vista, pero no para el sentido plástico.

»Se puede hacer la prueba: entre nuestras fehacientes repreducciones apenas habrá una que no se pueda utilizar como ejemplo también para cualquiera de los otros puntos de vista.»

 

Heinrich Wölfflin, Conceptos fundamentales de la Historia del Arte, Espasa, Madrid, 2009 (1915), pp. 417-419.

Gaston Bachelard /// Interpretación(es)

gastonbachelard-s-h1«Recibo siempre un pequeño choque, un pequeño dolor de lenguaje, cuando un gran escritor una palabra en sentido peyorativo. Primeramente las palabras, todas las palabras desempeñan honradamente se oficio en el lenguaje de la vida cotidiana. Después, las palabras más habituales, las palabras adheridas a las realidades más comunes no pierden por eso sus posibilidades poéticas. ¡Qué desdén cuando Bergson habla de los cajones! La palabra llega siempre como una metáfora polémica. Ordena y juzga, juzga siempre del mismo modo. Al filósofo no le gustan los argumentos de cajón.

»El ejemplo nos parece bueno para mostrarnos la diferencia radical entre la imagen y la metáfora. En Bergson, las metáforas son abundantes y en cambio las imágenes escasean. Parece que para él la imaginación fuera toda metafórica. La metáfora viene a dar un cuerpo concreto a una impresión difícil de expresar. La metáfora es relativa a un ser psíquico diferente de ella. La imagen, obra de la imaginación absoluta, recibe al contrario su ser de la imaginación. Exagerando luego nuestra comparación entre la metáfora y la imagen, comprenderemos que la metáfora no es susceptible de su estudio fenomenológico. No vale la pena. No tiene valor fenomenológico. Es todo lo más, una imagen fabricada, sin raíces profundas, verdaderas, reales. Es una expresión efímera, o que debería serlo, empleada una vez al pasar. Hay que tener cuidado de no pensarla con exceso. Hay que temer que los que la leen la piensen. ¡Qué gran éxito ha tenido entre los bergsonianos la metáfora del cajón!

»A la inversa de la metáfora, a una imagen le podemos entregar nuestro ser de lector; es donadora de ser. La imagen, obra pura de la imaginación absoluta, es un fenómeno de ser, uno de los fenómenos específicos del ser parlante.»

 

Gaston Bachelard, La poética del espacio, México, Fondo de Cultura, 2009 (1957), pp. 107-108.

David Foster Wallace – This is Water /// Discurso de la ceremonia de graduación del Kenyon College (2005) /// Textos

Mis saludos y felicitaciones a la generación 2005 del Kenyon College.

Érase una vez dos peces jóvenes que nadaban juntos cuando de repente se toparon con un pez viejo que les saludó y dijo: «Buenos días, muchachos. ¿Cómo está el agua?». Los dos peces jóvenes siguieron nadando un rato hasta que eventualmente uno de ellos miró al otro y le preguntó: «¿Qué demonios es el agua?».

David_Foster_Wallace

Esto es algo común al inicio de los discursos de graduación en Estados Unidos, el empleo de una pequeña parábola con un fin didáctico. Esta costumbre resulta ser una de las mejores convenciones del género y la menos mentirosa, pero si se han empezado a preocupar porque mi plan sea presentarme como el pez sabio y viejo que les explica a los peces jóvenes lo que es el agua, por favor no lo hagan. Yo no soy el pez sabio y viejo. El punto de la historia de los peces es, simplemente, que las realidades más importantes y obvias son a menudo las más difíciles de ver y explicar. Enunciado como una frase, por supuesto, suena a un lugar común banal, pero el hecho es que las banalidades en el ajetreo diario de la existencia adulta pueden tener una importancia de vida o muerte, o así es como me gustaría presentarlo en esta mañana despejada y encantadora.

Por supuesto que el principal requisito en un discurso como éste es que hable sobre el significado de la educación en Humanidades y que intente explicar por qué el título que están a punto de recibir posee un verdadero valor humano en vez de ser una mera llave para la simple remuneración material. Así que mencionaremos otro lugar común al inicio de los discursos: la educación en Humanidades no es tanto atiborrarte de conocimiento como «enseñarte a pensar». Si fueran como yo fui alguna vez de estudiante, nunca hubiesen querido escuchar esto, y se sentirán insultados cuando les digan que necesitaron de alguien que les enseñara a pensar. Porque dado que fueron admitidos en la universidad precisamente por esto, parece obvio que ya sabían cómo hacerlo. Pero voy a hacerme eco de ese lugar común que no considero insultante, porque lo que verdaderamente importa en la educación –la que se supone obtenemos en un lugar como éste– no vendría a ser aprender a pensar, sino a elegir cómo vamos a pensar. Si la completa libertad para elegir acerca de qué pensar les parece obvia y discutir acerca de ella una pérdida de tiempo, les pido que piensen acerca de la anécdota de los dos peces y el agua y que dejen entre paréntesis por unos segundos su escepticismo acerca del valor de lo que es obvio por completo.

dfwcLes voy a contar otra de estas historias didácticas. Había dos personas sentadas en la barra de un bar en la parte más remota de Alaska. Uno de ellos era religioso, el otro ateo. Ambos discutían acerca de la existencia o no de Dios con esa especial intensidad que se genera después de la cuarta cerveza. El ateo dijo: “Vamos a ver, no es que no tenga un motivo real para no creer. No es que nunca haya experimentado todo el asunto ese de Dios, rezarle y esas cosas. El mes pasado, sin ir más lejos, me sorprendió una tormenta terrible cuando aún me faltaba mucho camino para llegar al campamento. Me perdí por completo, no podía ver ni a dos metros, hacía 50 grados bajo cero y me derrumbé: caí de rodillas y recé ‘Dios mío, si en realidad existes, estoy perdido en una tormenta y moriré si no me ayudas, ¡por favor!’”. El creyente entonces le miró sorprendido: “Bueno, ¡eso quiere decir entonces que ahora crees! ¡De hecho estás aquí, vivo!”. El ateo hizo una mueca y dijo: “No, hermano, lo que pasó fue que de pronto aparecieron dos esquimales y me ayudaron a encontrar el camino al campamento…”

Es fácil hacer un análisis típico en las Humanidades: una misma experiencia puede significar cosas totalmente distintas para diferentes personas si tales personas tienen distintos marcos de referencia y diferentes modos de elaborar significados a partir de su experiencia. Puesto que apreciamos la tolerancia y la diversidad de creencias, en cualquiera de los análisis posibles jamás afirmaríamos que una de las interpretaciones es correcta y la otra falsa, lo que en sí está muy bien. Lástima que nunca nos extendemos más allá y no nos propongamos descubrir los fundamentos del pensamiento de cada uno de los interesados, y me refiero a de qué parte del interior de cada uno de ellos surgen sus ideas. Si su orientación básica en referencia al mundo y el significado de su experiencia vienen dados por su altura o la talla de calzado, o si en cambio es absorbida por la cultura, como su lenguaje. Es como si la construcción del sentido no fuera realmente una cuestión de elección intencional y personal. Y más aún, debemos incluir la cuestión de la arrogancia. El ateo de nuestra historia está totalmente convencido de que la aparición de esos dos esquimales nada tiene que ver con el haber rezado o pedido ayuda a Dios. Pero también debemos aceptar que la gente creyente pueda ser arrogante y fanática a su modo de ver las cosas. Puede que sean más desagradables que los ateos, al menos para la mayoría de nosotros. Pero el problema del dogmatismo del creyente es el mismo que el del ateo: certeza ciega, una cerrazón mental tan severa que aprisiona de un modo tal, que el prisionero ni se da cuenta de que está encerrado.

Aquí apunto lo que creo que realmente significa que me enseñen a pensar. Ser un poco menos arrogante. Tener un poco de conciencia de mí y mis certezas. Porque un gran porcentaje de las cuestiones sobre las que tiendo a pensar con certeza, resultan ser erróneas o ser meras ilusiones. Lo aprendí a base de golpes y les pronostico otro tanto a ustedes.
Les daré un ejemplo de algo totalmente erróneo pero que yo tiendo a dar por sentado: en mi experiencia inmediata todo apuntala mi profunda creencia de que yo soy el centro del universo, la más real, vívida e importante persona en la existencia. Raramente pensamos acerca de este modo natural de sentirse el centro de todo ya que esto está socialmente condenado. Pero es algo que nos sucede a todos. Es nuestro marco básico, el modo en el que estamos conectados de nacimiento. Piénsenlo: nada les ha sucedido, ninguna de sus experiencias han dejado de ser percibidas como si fueran el centro absoluto. El mundo que perciben lo perciben desde ustedes, está ahí delante, rodeándoles en su ordenador o en la TV. Los pensamientos y sentimientos de las otras personas nos tienen que ser comunicados de algún modo, pero los propios son inmediatos, urgentes y reales.

DFWY, por favor, no teman que no me dedique a predicar acerca de la compasión o cualquiera de las otras virtudes. Me refiero a algo que nada tiene que ver con la virtud. Es cuestión de mi posibilidad de encarar la tarea de, por decirlo de algún modo, verme libre de mi natural e inherente modo de operar, que está profunda y literalmente centrado, y que hace que lo vea todo a través de las lentes de mi mismidad. A la gente que logra algo de esto se la suele describir como «bien equilibradas» y me parece que no es un término aplicado casualmente.

Dado el entorno en el que ahora nos encontramos es adecuado preguntarnos cuánto de este reajuste de nuestro marco referencial natural implica a nuestro conocimiento o intelecto. Es una pregunta difícil. Probablemente lo más peligroso de mi educación académica –al menos en lo que a mí respecta– es que tiendo a la sobreintelectualización de las cosas, que me lleva a perderme en argumentos abstractos en mi cabeza en vez de, simplemente, prestar atención a lo que ocurre dentro y fuera de mí.

Estoy seguro de que ustedes ya se han dado cuenta de lo difícil que resulta estar alerta y atento en lugar de ir como hipnotizados siguiendo el monólogo interior (algo que puede estar sucediendo ahora mismo). Veinte años después de mi propia graduación llegué a comprender el típico cliché liberal acerca de las Humanidades y del enseñarnos a pensar: en realidad se refiere a algo más profundo, a una idea más seria: porque aprender a pensar quiere decir aprender a ejercitar un cierto control acerca de qué y cómo pensar. Implica ser consciente y estar atento de un modo tal que podamos elegir sobre qué poner en nuestra atención y revisar el modo en que llegamos a las conclusiones, al modo en que construimos un sentido en base a lo que percibimos. Y si no logramos esto en nuestra vida adulta, estaremos perdidos por completo. Me viene a la mente aquella frase que dice que la mente es un excelente sirviente pero un pésimo amo.

Como todos los clichés, superficialmente es soso y poco atractivo, pero en realidad expresa una verdad terrible. No es casual que los adultos que se suicidan con un arma de fuego lo hagan apuntando a su cabeza. Intentan liquidar al tirano. Y la verdad es que esos suicidas ya están muertos bastante antes de que aprieten el gatillo.

Este debe ser el resultado genuino de vuestra educación en Humanidades, sin mentiras ni bromas: como impedir que vuestra vida adulta se vuelva algo confortable, próspero, respetable pero muerto, inconsciente, esclavo de vuestro funcionar conectado inconsciente y solitario. Esto puede sonar a hipérbole o a sinsentido abstracto. Pero ya que estamos, pensemos más concretamente. El hecho real es que ustedes, recientemente graduados, no tienen la menor idea de lo que conlleva el día a día de un adulto. Resulta que en estos discursos de graduación nunca se hace referencia de cómo transcurre la mayor parte de la vida de un adulto norteamericano. Una gran porción esa vida implica aburrimiento, rutina y bastante frustración. Vuestros padres y parientes mayores que aquí les acompañan deben de saber bastante bien a qué me estoy refiriendo.

david-foster-wallacePongamos un ejemplo. Imaginemos la vida de un adulto típico. Se levanta temprano por la mañana para concurrir a un trabajo desafiante, un buen trabajo si quieren, el trabajo de un profesional que con entusiasmo trabaja ocho o diez horas y que al final del día lo deja bastante agotado con el único deseo de volver a casa y tener una buena y reparadora cena y quizá un recreo de una o dos horas antes de acostarse temprano porque, por supuesto, al otro día hay que levantarse temprano para volver al trabajo. Y ahí es cuando esta persona recuerda que no hay nada de comer en casa. No ha tenido tiempo de hacer la compra esta semana porque el trabajo se volvió muy arduo y ahora no hay más remedio que subirse al coche y, en vez de volver a casa, ir a un supermercado. Es la hora en que todo el mundo sale del trabajo y las calles están saturadas de automóviles con un tránsito enloquecedor. De modo que llegar al centro comercial le lleva más tiempo que el habitual y, cuando al fin llega, ve que el supermercado está atestado de gente que como él, luego de un día de trabajo agotador, trata de comprar las provisiones que no pudo comprar en otro momento. El lugar está lleno de gente y la música funcional y melosa hace que sea el último lugar de la tierra en el que se quiera estar, pero es imposible hacer las cosas rápido. Debe andar por esos pasillos atiborrados de gente, confusos a la hora de encontrar lo que uno busca y debe conducir con cuidado el carrito de la compra entre toda esa gente cansada y apurada (abreviemos que es demasiado penoso). Al fin, después de conseguir todo lo que necesitaba, se dirige a las cajas que por supuesto están casi todas cerradas a pesar de ser hora punta, y las que están funcionando lo hacen con unas demoras colosales, lo que es irritante, pero esta persona se esfuerza por dejar de sentir odio por la cajera que parece moverse en cámara lenta, quien está saturada de un trabajo que resulta tedioso, carente de sentido de un modo que sobrepasa la imaginación de cualquiera de los aquí presentes en nuestro prestigioso colegio.

Bueno, al fin esta persona consigue ser atendida, paga sus productos y escucha «que tenga un buen día» con una voz que es la de la muerte. Luego carga todas sus bolsas en el carrito que tiene una rueda estropeada e insiste en ir de costado y hace que el camino hasta el coche lo saque completamente de quicio; luego queda ponerlo todo en el maletero y salir del aparcamiento atestado de coches que circulan a dos por hora buscando un lugar libre. ¡Y todavía queda el camino a casa! Con un tránsito pesado, lento y plagado de enormes todoterrenos 4×4 que parecen ocupar toda la calle, etcétera, etcétera, etcétera.

dfw (1)Todos aquí han pasado por esto, claro. Sin embargo aún no es parte de su rutina de graduados, semana a semana, mes a mes, año a año. Pero lo será. Y otra cantidad de tareas fastidiosas y sin sentido aparente les esperan. Aunque no es este el punto al que me refiero. El caso es que estas tareas de mierda, insignificantes y frustrantes son las que permiten escoger qué y cómo pensar, ya que debido al tránsito congestionado o a los pasillos atiborrados de gente con carritos, o incluso a las larguísimas colas, tengo tiempo para pensar y si no tomo una decisión consciente acerca de cómo pensar, de a qué prestar atención, me sentiré frustrado y jodido cada vez que me vea en estas situaciones. Porque el ajuste natural me dice que estar situaciones me afectan a mí. A mi hambre, a mi fatiga, a mi deseo de estar en casa y esto me hace ver que toda esa gente se cruza en mi camino. Y ¿quiénes son, después de todo? Miren qué repulsivos son, qué caras de estúpido llevan, esas miradas de vaca, no parecen humanos, y qué soeces y groseros se muestran hablando en voz alta por sus teléfonos móviles todo el tiempo. Es absolutamente injusto e incordiante que me encuentre ahí, entre esa gente.

Y, claro, además, como pertenezco a una clase de gente socialmente más consciente, gente de Humanidades, me parece terrible quedar atrapado en el tránsito de la hora punta entre esos tremendos 4×4, esos cochazos de 12 cilindros que desperdician egoístamente sus tanques de 80 litros de un combustible cada vez más escaso, y puedo asegurar que las calcomanías con los eslóganes más religiosos y patrióticos están pegados en los cristales enormes, llamativos y egoístas de esos vehículos, conducidos por los más horrendos personajes [aplausos y respondiendo a esos aplausos] –¡este no es un ejemplo de cómo debemos pensar, ojo! –, conductores detestables, desconsiderados y agresivos. Y también puedo imaginar cómo nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos van a acordarse de nosotros por derrochar el combustible y probablemente joder el clima, y pensar en lo egoístas y estúpidos que fuimos por permitirlo y cómo nuestra sociedad consumista es detestable.

Ya habrán captado la idea.

DavidFosterWallace33Si yo escojo pensar así cuando me encuentro atrapado en mitad del tráfico o en los pasillos de un supermercado, bueno, a la mayoría nos pasa. Porque este modo de pensar es tan automático, tan natural y establecido que no implica ninguna elección. Es el modo automático en que percibo la parte aburrida y frustrante de la vida adulta, cuando inconscientemente me vuelvo autómata, cuando me creo el centro del mundo y mis necesidades y sentimientos inmediatos determinan las prioridades de todo el mundo, que creo gira a mi alrededor.

La cosa es que hay otras maneras de pensar, por entero distintas, acerca de estas situaciones. En esa caravana de coches entorpecida, con vehículos que dificultan mi avance, puede que en uno de esos horrorosos 4×4 haya un conductor que tras un horrible accidente se haya sentido tan acobardado que el único modo de volver a conducir sea sintiéndose protegido dentro de uno de esos tanques. O que aquella camioneta que corta mi paso imprudentemente esté conducida por un padre que lleva a su hijo enfermo o accidentado y se apura por llegar a una centro de salud, o que está en una situación más urgente y legítima que la que yo me encuentro, y que por tanto en realidad soy yo el que se mete en su camino.

Puedo elegir pensar y considerar que todos los que nos encontramos en esa larga cola del supermercado estamos tan aburridos y nos sentimos tan mal como me siento yo y que algunos de ellos probablemente tengan una vida más tediosa y dolorosa que la mía.

De nuevo, por favor, no crean que estoy dándoles consejos moralistas o que sugiero el modo en que tienen que pensar ustedes, o que estoy señalando remotamente cómo se espera que ustedes piensen. Porque esto que les describo es muy difícil. Requiere de mucha voluntad y esfuerzo y, si son como yo, algunos días no lo lograrán o simplemente se dejarán llevar por la comodidad y la falta de ganas.

Pero si están lo suficientemente atentos como para darse a ustedes mismos la opción, podrán escoger una manera distinta de percibir a esa gorda sobremaquillada, de ojos muertos, que no deja de gritar a su hijo en la fila. Quizá ella no es siempre así. Quizá lleva tres noches sin dormir sosteniendo la mano de su marido que sufre y está muriendo de cáncer en los huesos. O quizá esta señora es la misma que ayer ayudó a otra señora a resolver un horrendo trámite en el Registro mediante un simple acto de gentileza. Claro, sí, nada de esto es lo habitual, pero tampoco es imposible. Todo depende de lo que uno elija pensar. Si están seguros de saber exactamente cuál es la realidad y operan automáticamente como me suele suceder a mí, entonces no dejarán de pensar en posibilidades rabiosas y miserables. Pero si en realidad aprenden a prestar atención, se darán cuenta de que en realidad hay otras opciones. Van a poder percibir esa circunstancia y su lento infierno no sólo como significativo, sino como algo sagrado, consumido por las mismas llamas que las estrellas: amor, comunión, esa unidad mística que existe en la profundidad de las cosas.

No afirmo que esta mística sea necesariamente verdadera. Pero lo que sí lleva una uve mayúscula es la verdad que les permitirá decidir cómo se lo van a tomar.

Esto, yo les aseguro, es la libertad que otorga la educación real. Aprender a balancearse. Y decidir cada cual qué tiene y qué no tiene sentido. Decidir conscientemente qué es lo que vale la pena venerar.

Wallace600Y he aquí algo raro, pero es verdad: en las trincheras del día a día de la vida de un adulto, no existe el ateísmo. No hay tal cosa como la «no-veneración». Todo el mundo es creyente. Y quizá la única razón por la que debamos cuidarnos al elegir qué venerar, es que cualquier camino espiritual –llámese Cristo, Alá, Yaveh, la Pachamama, las Cuatro Nobles Verdades o cualquier set de principios éticos– sea lo que sea que elijan, les devorará en vida. Si eligen adorar el dinero y los bienes materiales, nunca tendrán suficiente. Si eligen su cuerpo, la belleza y ser atractivos, siempre se van a ver feos y cuando el tiempo y la edad se manifiesten, padecerán un millón de muertes antes de que al fin les entierren. En cierto modo, todos lo sabemos. Esto fue codificado en mitos, leyendas, cuentos, proverbios, epigramas, parábolas, en el esqueleto de toda gran historia. El verdadero logro es mantener esta verdad consciente en el día a día. Si eligen venerar el poder, terminarán volviéndose débiles y necesitarán cada día más poder para no creerse amenazados por los demás. Si eligen adorar su intelecto, ser reconocidos como inteligentes, terminarán sintiéndose estúpidos, un chasco, siempre al borde de ser descubiertos. Pero lo más terrible de estas formas de adoración no es que sean malas o pecaminosas, es que son inconscientes. Son el funcionamiento por defecto.

Día a día nos vamos sumergiendo en un modo cada vez más selectivo en el «a qué prestar atención», qué percibir como bueno y deseable, sin siquiera ser consientes de lo que estamos haciendo.

the_last_days_of_david_foster_wallaceY el mundo real no les va a desalentar en este modo de operar, porque el así llamado mundo real está esculpido del mismo modo, dinero y poder se regodean juntos en una piscina de miedo, odio, frustración, ambición y adoración al Yo. Las fuerzas de nuestra cultura dirigen estas fuerzas en pro de las riquezas, el confort y la libertad individual suficiente como para ser los señores de nuestro diminuto reino mental, solitarios en el centro de la creación. Este tipo de libertad es muy tentadora. Ahora bien, hay otros tipos de libertad. Sin embargo de estos tipos de libertad, que son los más valiosos, no van a escuchar mucho en este mundo que nos rodea, basado en el puro deseo y la posesión.

La libertad que verdaderamente importa implica atención, conciencia y disciplina, y estar realmente interesados en el bienestar de los demás y estar dispuestos a sacrificarnos por ellos una y otra vez en cuestiones insignificantes y desagradables todos los días.

Esa es la libertad real. Eso es ser educado y entender cómo pensar. La alternativa es lo inconsciente, lo automático, el funcionamiento por defecto, el constante sentimiento de haber tenido y perdido alguna cosa infinita.

Yo sé que esto que les digo puede sonar soso y aburrido y que roza lo grandilocuente y espiritual que se espera en un discurso de graduación. Lo que quiero que rescaten, del modo en que yo lo veo, es el tema de la uve mayúscula de Verdad, dejando fuera todos los ornamentos retóricos. Ustedes son libres de pensar como quieran. Pero por favor, no tomen este discurso como un sermón de esos con el dedito apuntando acusatoriamente. Nada de esto tiene que ver con moralidad, religión o dogma, tampoco con las grandes preguntas después de la muerte.

La uve mayúscula de Verdad se refiere a la vida antes de la muerte.

DFW1Es acerca de los valores que implican la educación real, que no tiene nada que ver con el acumular conocimiento y sí con la simple atención, atención a lo que es real y esencial, tan oculto en plena vista a nuestro alrededor todo el tiempo, que tenemos que estar constantemente recordándonos a nosotros mismos una y otra vez: Esto es agua. Esto es agua. Esto es agua.

Es inimaginablemente difícil llevar a cabo ser conscientes y sentirnos vivos en el mundo adulto, día a día. Lo que trae a colación otro gran cliché archiconocido: la educación es un trabajo para toda la vida. Y comienza ahora.

¡Les deseo que tengan más que suerte!

David Foster Wallace

(Ohio, 21 de mayo de 2005)

Michel de Montaigne /// Interpretación(es)

Retrato de Montaigne, por Daniel Dumonstier (Fuente: Wikipedia)

Retrato de Montaigne, por Daniel Dumonstier (Fuente: Wikipedia)

«Encuentro por experiencia que hay mucha distancia entre los impulsos y arrebatos del alma, y el hábito resuelto y constante; y observo que nada hay que podamos, hasta el extremo incluso de rebasar a la misma divinidad, dice alguno, porque volverse impasible por sí mismo supera a serlo por condición original, y hasta el el extremo de poder unir a la flaqueza humana una resolución y confianza propias de Dios. Pero es a intervalos. Y en las vidas de los héroes del pasado, hay a veces rasgos milagrosos y que parecen sobrepasar con mucho nuestras fuerzas naturales, pero son, en verdad, rasgos; y es difícil de creer que el alma pueda teñirse e impregnarse de estas condiciones tan elevadas, de suerte que se vuelvan habituales y como naturales para ella. Hasta a nosotros, meros abortones de hombres, nos ocurre que a veces elevamos el alma, incitada por los razonamientos o los ejemplos ajenos, mucho más allá de lo que le es común. Pero se trata de una especie de pasión, que la empuja y mueve, y que la arrebata en cierto modo fuera de sí. Porque, una vez rebasado el torbellino, vemos que, sin pensarlo, se distiende y relaja por sí misma, si no hasta el último grado, al menos hasta dejar de ser aquélla; de suerte que entonces, por cualquier motivo, por un pájaro perdido o un vaso roto, nos dejamos alterar poco más o menos como alguien del vulgo. Salvo el orden, la moderación y la constancia, considero que un hombre muy deficiente y débil en conjunto puede hacer cualquier cosa.»

 

Michel de Montaigne, Los ensayos, Acantilado, 2009, pp. 1057-1058.

Francisco Ayala /// Interpretación(es)

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Francisco Ayala (Fuente: eldiario.es)

«El estímulo y resorte último de la Libertad se encuentra en el fondo del alma humana: su implantación y su defensa en la sociedad es siempre la obra de una especie de heroísmo ético, y requiere una inagotable energía espiritual y una actitud de incesante y celosa vigilancia. Tan pronto como aquella disposición heroica se distiende, esa energía se disipa y esta vigilancia se relaja, la Libertad -arruinado su fundamento moral- desaparece del mundo para refugiarse en el alma de los mártires.
»Todos estamos obligados a esforzarnos por conseguir que en la sociedad presente no haya mártires, pues que no puede haberlos sin que existan al mismo tiempo sus verdugos.»

Francisco Ayala, Historia de la libertad, Madrid, Visor, 2007 (1943), pp. 123-124.

Arthur Koestler /// Interpretación(es)

Arthur Koestler, retratado por Ida Kar en 1959 (National Portrait Gallery, Londres)

Arthur Koestler, retratado en 1959 por Ida Kar / National Portrait Gallery (Londres)

«Los simios, sumamente civilizados, se balanceaban con elegancia entre las ramas; el neandertal era basto y estaba atado a la tierra. Los simios, satisfechos y juguetones, pasaban la vida sumidos en sofisticados entretenimientos o cazando pulgas con contemplación filosófica; el neandertal se movía oscuramente dando pisotadas por el mundo, repartiendo porrazos aquí y allá. Los simios lo miraban divertidos desde las copas de los árboles y le tiraban nueces. A veces el terror los sobrecogía: mientras que ellos comían frutas y plantas tiernas con delicado refinamiento, el neandertal devoraba carne cruda y mataba a otros animales y a sus semejantes. El neandertal cortaba árboles que siempre habían estado en pie, movía rocas de los lugares que el tiempo había consagrado para ellas y transgredía todas las leyes y tradiciones de la selva. Era basto y cruel, y no tenía dignidad animal: desde el punto de vista de los sumamente civilizados simios, no era más que un paso atrás en la historia.»

Arthur Koestler, Darkness at Noon, Londres, Vintage, 2005, pp. 183-184.

[trad. cast. El cero y el infinito, Barcelona, De Bolsillo, 2011].

Cit. John Gray, El silencio de los animales. Sobre el progreso y otros mitos modernos, Madrid, Sexto Piso, p. 11.