Perder el juicio en la cuna de la civilización /// Mario Colleoni

Mientras las circunstancias nos vencen, el turismo nos vence y el odio nos vence, el racismo se propaga. Ellos están ganando y nosotros, perdiendo. Día tras día nos llegan noticias sensacionales de un mundo que parece hecho al revés. Las encajamos con una naturalidad pasmosa. Toleramos el escándalo de una forma tan cotidiana que lo blanqueamos con una templanza que asusta. Lo relativo a la política nos parece una trivialidad. Las malversaciones sociales, una costumbre. Los atropellos fiscales, algo diario. Y las injusticias, casi necesarias. Noticias sensacionales que parecen el opio del pueblo, el alimento de nuestras frustraciones. Noticias que creemos inofensivas y que, sin embargo, devoran nuestro tiempo, el que invertimos para informarnos, para saber cómo están las cosas fuera de nuestro estupendo ombligo ideológico, para conocer las inquietudes que hay en el mundo, de qué se habla y de qué no, para estar al corriente de las fechorías y los avances, de los hallazgos, de los inventos y de las revelaciones, y también, si hay suerte, para que algún buen titular nos alegre el día. Lo último que nos llega sobre la prohibición de sentarse en los monumentos de Roma es la gota que colma el vaso de la decencia humana.

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Es una lástima pensar en todos los escalones, escalinatas y escaleras de Roma. Las hay de acceso, de tránsito y de comunicación. Por ejemplo, la que va desde Via Cavour, atraviesa la Torre dei Margani (endémicamente conocida como Borgia) y llega hasta San Pietro in Vincoli, siempre fresca y oxigenada. La de Via Magnanapoli, repleta de vida, que comunica el Foro Trajano con una de las principales arterias de llegada a la ciudad. U otra antes de llegar a esa famosa columna, en el ramal izquierdo, casi encajonada, que sirve de entrada a la iglesia Santi Domenico e Sisto, dibujando una doble tenaza preciosa, teatral y escenográfica, puramente barroca. Está la que se sumerge en la tierra desde Via Nazionale y nos guía, como un obsequio, hasta la basílica de San Vitale. La que sube desde Via Piacenza y se abre en dos brazos hasta entrar en los jardines de Carlo Alberto. La escueta y confortable del Palazzo Cimarra, compuesta por apenas cuatro o cinco peldaños. La discreta y hermosa de Sant’Andrea al Quirinale, diseñada por Bernini como una galleta perfecta. Están las que hay en una esquina de Piazza Venezia, en un extremo de la avenida que conduce hasta el anfiteatro Flavio. O las infinitas del otro lado del Campidoglio, que nos suben hasta Santa Maria in Aracoeli, cuya leyenda dice que fue recorrida por la mismísima Santa Elena, madre de Constantino. Y también las del Gesù, la obra maestra de Giacomo della Porta, o las de San Marcello al Corso, refugio pacífico de mendigos, o las de la plaza de Santa Maria del Popolo, centro simbólico de tantas cosas. Escaleras las hay a cientos en Roma. Las hay grandes y minúsculas, majestuosas y discretas, penosas y memorables, pero todas son funcionales. ¿De verdad está prohibido sentarse hoy en todas estas y en las dos mil más que faltan por enumerar?

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Escalinata de Santa Maria in Aracoeli y rampa del Campidoglio

El ayuntamiento ha colocado a ocho agentes en la escalinata de Piazza di Spagna y los ha equipado con un silbato, signo inequívoco de que las maniobras más siniestras pueden ser ejecutadas con los gestos más ridículos. Con ese temible silbato el consistorio romano les ha sido asignado un cometido de crucial importancia: disuadir a todo el que tenga la ocurrencia de ver una escalera y sentarse en ella. Espero que nadie tenga la mala suerte de llegar a los pies de Santa Trinità dei Monti siendo presa de un brote de insuficiencia respiratoria, o de un infarto cardíaco, porque como de ello dependa su vida, yo iría persignándome para esperar la intercensión de San Francisco de Paula.

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Palazzo Senatorio, Roma / Miguel Ángel, 1540’s

Es inevitable hacerse preguntas. ¿Querían conservar su patrimonio y no han encontrado una mejor fórmula que vetar el disfrute humano del monumento? ¿Qué es de los justos, los limpios y los respetuosos, nadie va a darles vela en este entierro? ¿Por qué se vende la idea de que el turismo es el único causante de esta tropelía? ¿Acaso era más sencillo prohibir en vez de diseñar una batería de multas y sanciones (legislar, que para eso sirven los políticos) para todo aquel que se comporte incívicamente, turista o no?

Yo no me considero un turista y no fomento el turismo; soy escéptico si tengo que hablar de los beneficios que reporta esa actividad; pero si damos por supuesto que existe una voluntad real de que el mundo sea cada vez más habitable para un mayor número de personas, entonces tendremos que empezar por la verdad aunque la verdad no nos guste. El vandalismo, los destrozos, la suciedad y la tremenda porquería que ha tenido que soportar Piazza di Spagna a lo largo de los años debe ser incuantificable. Pero ¿somos tan ingenuos como para creer que los turistas son los únicos culpables? Escudándose en el parapeto argumental de que un extranjero es capaz de cualquier cosa, un romano puede hacer lo mismo que un turista, y me atrevería a decir que incluso con mayor libertad. Tal vez la equivalencia por cada romano sea de ciento cincuenta extranjeros, pero la carencia ética es idéntica en ambos casos. Por unos y por otros, todos somos hoy unos vándalos. Por ellos y por la horda de ciudadanos (aunque esto no sólo sucede en Roma o Italia, sino en todas las ciudades de la Europa meridional) que contribuyen con su silencio pasivo, con su actitud pasmosamente distante de permitir, tolerar y no avergonzar a nadie que comete un acto irrespetuoso en o sobre un monumento. Hablo de gente que se siente muy orgullosa de haber nacido en una ciudad multituristificada (como por ejemplo Roma, Madrid, Venecia, Sevilla, Florencia, Barcelona, Nápoles o Valencia) que generalmente no hace nada para combatir la falta de civismo. Hablo de un sentido de pertenencia que no se lleva en la sangre, ni en el lugar de nacimiento, ni en el DNI, sino en el cerebro, en el corazón, cultivado con ideas, principios y valores.

Como nadie frene esta oleada de sinrazón, primero serán las escaleras, después serán los poyetes, y la cosa terminará con una denuncia por que una persona le ha dado por apoyarse en una esquina de su casa. Me encantará ver cómo la civilización acaba con nosotros antes de que admitamos que esto se nos fue de las manos hace ya mucho tiempo.

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Gwyneth Paltrow y Matt Damon / El talento de Mr. Ripley (Anthony Minghella, 1999)

Luego hay toda una pléyade de marcianos, seres venidos de otros lugares, habitantes de otras dimensiones, que ven positivo e incluso beneficioso que nadie pueda sentarse en las escaleras de los monumentos. Son seres fuera del mundo. Como Gianni Battistoni, heredero de la sastrería Battistoni (famosa porque en El talento de Mr. Ripley Jude Law le decía a Matt Damon que cuando fueran a Roma le llevaría a una tienda fantástica para comprarle una chaqueta estupenda) y hoy presidente de la Associazione Via Condotti, una especie de organización sindical compuesta por todas las tiendas de lujo que hay en Via Condotti, que opina, al borde del frenopático, que la medida del ayuntamiento de Roma es «un pequeño rescate de la civilización», para terminar diciendo que «la escalinata ha sido devuelta a la ciudad». No sé qué noción de patrimonio cultural tendrá este señor, pero desde luego muy humano no debe ser para decir que «en unas escaleras uno no se sienta». Nadie le ha visto tampoco sacar butacas de su tienda para evitar el «vandalismo».

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Jude Law y Matt Damon en el Caffè Dinelli / El talento de Mr. Ripley (Anthony Minghella, 1999)

Que nos estamos volviendo locos es una realidad. ¿Para qué vamos a incentivar el buen comportamiento cuando podemos acabar de raíz con un problema negando todas sus posibilidades humanas? Nos están equiparando a los malos, incluso cuando hablan de comer y beber en las escaleras. Quieren convertir las ciudades en lugares asfixiantes donde uno, casi por definición, no pueda ser justo o respetuoso. Es injusto, tanto para un turista como para quien no lo es. Explíquenselo a un muchacho de ingresos discretos que, sin poder permitirse una comida como la que debe permitirse todos los días Gianni Battistoni, opta por prepararse un humilde sándwich para comer mientras visita la ciudad. ¿Ese muchacho no puede ser cívico, limpio y respetuoso? Según esta orden, no. Esta medida da a entender (que alguien me explique urgentemente si dice lo contrario) que todos somos sucios, irrepetuosos y vandálicos, que todos somos turistas. Ese muchacho no podría hacer algo tan humano como sentarse en unas escaleras, comerse su pobre sándwich, tirar los desperdicios en una papelera y proseguir su paseo. ¿Hasta dónde ha llegado nuestra locura para prohibir la naturaleza humana de lo urbano? Mientras, el odio prosigue su camino triunfal.

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Este sería el estado ideal de Piazza di Spagna para marcianos como Battistoni: VACÍA

Que le hubieran dicho a Miguel Ángel en la década de 1540, cuando diseñó la plaza, la rampa de acceso y la escalinata del Senatorio, que ningún funcionario del Ayuntamiento de Roma podría sentarse hoy en las escaleras del Campidoglio. Que se lo hubiera dicho en 1726 a Francesco De Sanctis, que dibujó ese doble rizo icónico de mármol a los pies del obelisco Salustiano, que ningún romano podría descansar en 2019 en su Piazza di Spagna. O, ya que hablamos de atrevimientos, que le hubieran dicho a los mismísimos Ictino y Calícrates que algo tan esencial como la escalinata de un templo, dos mil quinientos años después de construir el Partenón de Atenas, sería una prohibición para los ciudadanos que habitaran el mundo. Es de una demencia que clama al cielo. ¿Están contentos los ciudadanos romanos que pagan sus impuestos? Ellos son los que deben luchar para que esto no sea una realidad.

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Partenón / Atenas, siglo IV A.C.

A este paso, lo único que nos va a quedar de la Roma-Ciudad Eterna, va a ser la eterna estupidez a la que está rindiendo pleitesía una ciudad que se revela incapaz de heredar los más nobles principios universales que la vieron nacer. Triste espectáculo, y ridículo.

Palais de Justice /// José Ángel Valente

Filtración de lo gris en el gris. Estratos, cúmulos, estalactitas. Grandes capas de mierda sobre grandes capas de mierda, y así de generación en generación. París. Cuánto tiempo te hemos amado bajo los puentes donde ninguno habíamos estado. Cae la luz en el gris, variación de lo gris en el gris. París no ha existido probablemente nunca. En todo caso no existe en la actualidad. ¿Qué actualidad? Sería inútil precisarlo. Tampoco la actualidad es cosa que tenga natural existencia. Aquí no existe nada ni nadie más que el sumergido rumor de la mierda de los siglos surcada por ejércitos de ratas. Hay lugares donde la mierda se arremolina a poco de la caída de la tarde. St. Michel, Montparnasse. La Sena, conspicua madre, perpetua y transitoria, se lleva infatigablemente la ciudad a lomos y a nosotros con ella. ¿Qué extraño amor ha convocado aquí de antiguo a los mortales? Bajo los puentes nos hemos encontrado, nos hemos reconocido, hemos partido otra vez. No, no es éste el lugar. Fatiga. Ahora se siente la fatiga. He dormido cuarenta y ocho horas bajo la persistencia de la fiebre. Quizá desde la infancia no había vuelto a tener tanta fiebre ni tan hondo sopor. Volví a sentir el cuerpo como entonces, con una casi grata sensación de deslizamiento. Después ya iba, sin poder evitarlo, por las calles de una primavera hosca, fría, gris. Ningún encuentro era realmente posible ni necesario. Fatiga. Fatiga irremediable del otro. El otro aparece, desaparece, hace señales, vuelve a aparecer. El otro se disuelve a sí mismo en lo gris. Es una trampa. Reaparecerá, porque reaparece siempre, en el momento justo del homicidio. El otro siente en definitiva la angustia de su indeterminación. El asesinato sería, pues, un deber moral. Nous ne sommes pas si pleins de mal comme d’inanité. Fiebre. Deslizamiento sin fin al que ya no tiene acceso la voluntad. Podría arrastrarnos el río, la río, la Sena maternal, como arrastra a los ahogados del otoño sin que ya los alcancen las largas pértigas de los salvadores tardíos. Fiebre. Combates tú con sucesivas imágenes de ti mismo. Cada una de ellas desea en definitiva fijarte, hacerte decir: soy yo. Pero sólo podrías hacerlo por pura convención. La identidad no es más que una mera convención, el acto innecesario de decir en falso ante cualquiera de las imágenes de sí: soy yo. Una convención en la que creen encontrar existencia infinidad de seres que no son. Disolverse en la fiebre, en la no imagen, en el magma de imágenes que se devoran porque ninguna es. Torbellino de imágenes en perpetua cohabitación. La fiebre dejaba lacio el cuerpo como después de un prolongado orgasmo. Volver a la superficie: ¿para qué? Y, sin embargo, ahora caminabas por las calles de esta ciudad conspicua a la que en nada perteneces. Lugar de reiterada ausencia. Falta aflictivamente la luz, no hay luz. Esta ciudad es el recuerdo de cosas escritas que ya eran un recuerdo de otras cosas escritas cuando fueron escritas a su vez. Je fais ce que je peux, dijo el agonizante distinguido de la rue de Varenne, poco antes de expirar. Coronado de mierda. La mierda de la historia y de la muerte. La mierda subterránea de esta ciudad oscura y no existente. París, cuánto te hemos amado. Si de algún modo hubieras existido, habrías hecho menos posible nuestro amor. Ahora no dirás que no hemos acudido a la cita, que no hemos sido pasto de tu voracidad. Gare de Lyon, en el buffet antiguo. El cuadro de Billotte sobre la escalera que desciende a las vías representa el puente de Alejandro III y los Palacios de la Exposición de 1900 que recuerdan a San Marcos de Venecia. Déjame, pues, deshojar aquí una rosa de estaño para pagar el precio de la ausencia. No tengo don de lágrimas, pensé. El viajero vertió los posos del café en el platillo blanco. Los signos eran evidentes. No volvería a dar a los dioses, se dijo, una nueva oportunidad.

 

Cit. José Ángel Valente, Palais de Justice (prólogo de Andrés Sánchez Robayna), Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014, pp. 15-17.

Tzvetan Todorov, un humanista /// André Comte-Spontville (2018)

France - "Ce Soir ou Jamais" - TV Set

Tzvetan Todorov

¿Cómo hablar de un amigo tan cercano, al que tanto quería? Quizá contando, con la mayor objetividad posible, lo que percibí subjetivamente de él. Tzvetan no solo era el amigo más fascinante. Era —me di cuenta muy pronto— el hombre más maravilloso con el que me he relacionado nunca: el más culto (y no solo porque hablara cinco lenguas), el más sencillo, el más atento, el más dulce, el más encantador, el más cariñoso (especialmente con sus hijos) y también uno de los más inteligentes, de los más sinceros y de los más lúcidos. Así que sus cualidades eran muchas, y poco frecuentes en los círculos intelectuales. ¿Están también sus textos? A menudo sí, en concreto las más cerebrales. Pero no todas, o no siempre, o no tanto como nos gustaría, especialmente cuando se trata de las cualidades más íntimas o afectivas. ¿Cómo es posible? Un artista quizá lo habría logrado, pero Tzvetan nunca se consideró artista. Por lo demás, no escribía para que lo conocieran, ni para que lo quisieran. Era el menos narcisista de los escritores. Por mucho que admirara a Montaigne y a Rousseau, le habría resultado inconcebible «describirse», como el primero, o escribir sus Confesiones, como el segundo —en definitiva, convertirse en el objeto de sus libros—. Le interesaban demasiado los demás, o no se interesaba lo suficiente por sí mismo. Además aprendió el francés bastante tarde. Lo hablaba a la perfección (con un ligero acento, pero sin errores), aunque admitía que con su lengua de adopción no tenía la misma intimidad absoluta que con el búlgaro, su lengua materna, y sobre todo con el ruso, que aprendió muy pronto en la escuela y que seguiría siendo para él la lengua de la poesía, que tanto amaba. El francés es para él un instrumento que pone al servicio de su pensamiento; la claridad y la precisión le bastan. Sabe que, en la manera de escribir y de pensar, está más cerca de Raymond Aron (al que admira y que me descubrió) que de Camus (al que aprecia). Más inteligencia que emoción, más hechos que afectos, más conocimiento que arte. En definitiva, demasiada claridad, como estos dos autores, para que los pedantes acepten valorarlo en profundidad. Imposible que Todorov caiga en la trampa de tantos ensayistas franceses que quieren deslumbrar en lugar de iluminar, ser originales en lugar de decir la verdad y ser justos, y para conseguirlo multiplican las paradojas y los juegos de palabras, que explican, observaba sonriendo, que les cueste tanto superar la prueba de la traducción. Él, por el contrario, es uno de los autores en lengua francesa más traducidos en todo el mundo, y no por casualidad. Es uno de los más cultos (y en casi todas las ciencias humanas), uno de los más claros y uno de los más esclarecedores.

Comte Sponville

André Comte-Spontville

Resulta extraño, y se debe solo a su muerte, que yo prologue hoy a un autor tan reconocido y de bastante más edad que yo (trece años mayor). Lo contrario habría sido más normal. Cuando yo era estudiante, Todorov ya era famoso como teórico de la literatura, y estaba más de moda que ne la actualidad. Era un referente «tendencia», aunque entonces no lo llamábamos así, lo que quizá explica que en aquel momento no me apeteciera profundizar en él. No lo conocería hasta mucho después (en 1990, creo, porque preparábamos juntos un número de Lettre Internationale, que nos había encomendado su director, Antonin Liehm). Entretanto, los objetivos de investigación, incluso la metodología, del a veces llamado «Todorov II» se habían desplazado significativamente respecto del «Todorov I». Le interesan cada vez menos las estructuras y los signos, y cada vez más los individuos y el sentido. Se relaciona cada vez menos con los círculos vanguardistas (había estado muy cerca de Barthes, de Derrida, de, Tel Quel…), y recurre cada vez más a documentos de archivos y a los grandes autores del pasado. Pagó el precio mediático. Sus destacados trabajos como historiador de las ideas —y por lo tanto también como humanista más que como antropólogo, como moralista más que como semiólogo— le granjearon más éxito (más lectores en todo el mundo) y menos prestigio (en París y entre los esnobs) que dos décadas antes. Buena señal. Su juventud en Bulgaria, es decir, en un país totalitario, lo había vacunado contra la ideología, la mentira, las falsas apariencias, lo políticamente correcto (que pretende conjugar moral y política, como en los países totalitarios, pero esta vez bajo el dominio de la moral) y contra todo discurso alejado de la realidad o que mostrara, como escribía al principio de Nosotros y los otros, una «evidente disparidad» entre «el vivir y el decir», disparidad que había observado al otro lado del telón de acero y que le sorprendió volver a ver, aunque en otras formas, en tantos intelectuales parisinos de la década de 1960… Poca cosa para él. Era demasiado íntegro para aceptar este tipo de impostura, y demasiado culto para permitir que la moda o el éxito lo afectaran. Eligió a sus maestros: en un principio Bajtín y los formalistas rusos, Benveniste y Jakobson, después, y cada vez más, Montaigne y Rousseau, Montesquieu y Benjamin Constant, Paul Bénichou y Raymond Aron, Primo Levi y Vasili Grossman, Romain Gary y Germaine Tillion. Es decir, intelectuales básicamente liberales y algunos personajes discretos, amantes de la justicia y la misericordia.

También eligió claramente su bando: el de la democracia liberal y el humanismo universalista. Lo que no le impedía, como veremos en este libro, denunciar con dureza las nefastas consecuencias de la «ideología neoliberal», que quiere someterlo todo a la economía, ni lo llevaba a hacerse ilusiones sobre la humanidad. No se trata de «creer en el hombre», ni de «hacerle un panegírico». ¿Quién puede pasar por alto que somos capaces de lo peor? Pero en cualquier caso es una posibilidad entre otras, lo que confirma que podemos «actuar libremente, hacer también el bien». El humanismo de Todorov es «crítico» (en este sentido es como el equivalente en el ámbito ético del «racionalismo crítico» de Karl Popper en el ámbito del conocimiento) y a la vez «temperado». Es más una moral que una religión del hombre. Lo explica, por ejemplo, en Memoria del mal, tentación del bien. Señala que el humanismo crítico se distingue por dos características:

«La primera es el reconocimiento del horror del que son capaces los seres humanos. El humanismo, aquí, no consiste en absoluto en un culto al hombre, en general o en particular, en una fe en su noble naturaleza; no, el punto de partida son, aquí, los campos de Auschwitz y de Kolyma, la mayor prueba que se nos haya dado en este siglo del mal que el hombre puede hacer al hombre. La segunda característica es la afirmación de la posibilidad del bien. No del triunfo universal del bien, de la instauración del paraíso en la tierra, sino de un bien que lleva considerar que el hombre, en su identidad concreta e individual, es el fin último de su acción, a valorarlo y a quererlo».

Todorov2Esto nos lleva directamente a este volumen que me han pedido que prologue. Reúne «textos circunstanciales», por así decir, sobre temas muy distintos (escritores y artistas a los que Tzvetan admiraba, páginas de historia y de geopolítica, reflexiones sobre la moral o sobre ciencias humanas…) y abarca unos treinta años. Este libro es especialmente valioso porque muestra tanto la diversidad de intereses de su autor como el carácter unitario de su orientación. La profunda armonía resultante responde sin duda al pensamiento de Todorov, cuya coherencia constataremos, pero también los que para él son sus dos principales adversarios: el maniqueísmo, que quiere creer que todo el bien está en un bando y todo el mal en el otro, y el nihilismo o «relativismo radical», que pretende que no hay bien ni mal, que todo vale y todo es inútil. Lo que Tzvetan había vivido en Bulgaria en los primeros veinticuatro años de su vida le pareció cada vez más una refutación suficiente tanto del uno como del otro. Los nihilistas se equivocan, porque el mal existe, y el totalitarismo ofrece un ejemplo indiscutible (en Todorov hay una especie de moral negativa, un poco en el sentido en que hablamos de teología negativa: el bien siempre es incierto o discutible; el mal, no). Y los maniqueos también se equivocan, porque actúan como los ideólogos totalitarios: («Somos el Partido del Bien», «Quien no está con nosotros está contra nosotros», etc.) y se creen exentos de todo mal. Contra ello, nuestro humanista crítico, maestro del matiz, defiende la «moderación» de Montesquieu, la lucidez de Rousseau (de quien cita la Carta sobre la virtud: «El bien y el mal brotan de la misma fuente») y quizá sobre todo la indulgencia desilusionada —aunque no desalentada ni desalentadora— de Romain Gary. Por ejemplo, estas líneas de La Signature humaine:

«La bestia inmunda no está fuera de nosotros, en un lugar lejano, sino dentro de nosotros. Concluida la Segunda Guerra Mundial, Romain Gary, que había luchado contra Alemania como aviador, llegó a esta conclusión: «Lo que hay de criminal en el alemán es el hombre». Tiempo después añadía: «Se dice que lo que el nazismo tiene de horrible es su lado inhumano. Sí. Pero es preciso rendirse ante la evidencia de que ese lado inhumano forma parte del humano. Mientras no admitamos que la inhumanidad es algo humano, seguiremos en la mentira piadosa» […] Por eso nunca conseguiremos librar a los seres humanos del mal. Nuestra única esperanza no es erradicarlo definitivamente, sino intentar entenderlo, limitarlo y domesticarlo, admitiendo que también está presente en nosotros».

Romain Gary

Romain Gary

«Banalidad del mal», como decía Hannah Arendt; «fragilidad del bien», añade Todorov (es el título de un libro suyo dedicado a la «salvación de los judíos búlgaros»). Retoma el tema en varios artículos aquí reunidos. No hay ni monstruos ni superhombres. Solo hay seres humanos, todos imperfectos, todos falibles, pero no por ello iguales (son iguales «en derechos y dignidad», pero no en hechos y en valor). La experiencia de los campos de concentración lo confirma. La moral, lejos de desaparecer, como creyeron algunos, o mejor, aunque a veces desaparece, no se pone de manifiesto, pese a que subsiste o resiste, solo que de forma más espectacular, ya sea como «virtudes heroicas» (poder, valor, principios…), o con mayor frecuencia como virtudes cotidianas (dignidad, preocupación por los demás, compasión, bondad…). Hobbes se equivoca. No es cierto que el hombre sea un lobo para el hombre, o no es más que una posibilidad, en absoluto una necesidad. La «fragilidad del bien» no impide lo que Todorov llama su «banalidad». En el mundo hay «muchos más actos de bondad de los que admite la «moral tradicional», que ha tendido a valorar lo excepcional, cuando de lo que se trata es de nuestra vida cotidiana». Nueva impugnación del nihilismo, aunque esta vez positiva.

Hannah Arendt

Hannah Arendt

Según Todorov, estas virtudes cotidianas son más frecuentes en las mujeres que en los hombres, y estaban mucho más desarrolladas en Tzvetan que en la mayoría de sus homólogos masculinos. Digamos que supo desarrollar hasta un punto poco frecuente su parte femenina —sin ser en absoluto afeminado—, y esto explicaba en cierta medida su su sorprendente poder de seducción, que respondía a su delicadeza, su sutileza y su sensibilidad, a las que se añadía su no dejarse engañar por las ideas —que sin embargo conocía mejor que nadie— y preferir siempre a las personas singulares y concretas, frágiles y cambiantes. Podríamos resumir estas observaciones diciendo que Tzvetan era lo contrario de un gañán o un machista, es evidente, pero seguramente sería un error considerar que se trata solo de un rasgo de su carácter. Todorov, al que le gustaba tanto Romain Gary, por lo demás un hombre rodeado de mujeres y un luchador heroico, compartía con él lo que yo llamaría un feminismo normativo, es decir, no solo la exigencia de igualdad entre hombres y mujeres, que debería ser obvia, sino también la idea de que los valores son en cierto sentido «sexuados», como la humanidad, y que en esta bipolaridad la feminidad desempeña el papel más positivo. Lo leeréis en un artículo de este libro, pero no me resisto al placer de citar por extenso, para enlazar sus pensamientos, los comentarios que el ensayista hace del novelista:

«En la raíz de muchos males, Gary ve una masculinidad pervertida, lo que llamamos machismo, «las ganas de ir de duro, de auténtico, de tatuado». Lo ve en el comportamiento irascible de los conductores, en los elogios del heroísmo, en los conflictos entre jefes de Estado, en la mitología estadounidense del triunfador, del vencedor, creada por Jack London, Fitzgerald y Hemingway, en el culto al éxito, en la fascinación por el poder y en el elogio de Don Juan: «Cojones, sólo cojones». La reacción de Gary: «Me desentiendo cada vez más de todos los valores llamados masculinos». O en otro estilo: «La mierda en la que todos nadamos es una mierda masculina».

»Por eso no sorprende que el valor que reivindica sea la feminidad, en lo que tiene de vulnerable y al mismo tiempo de compasivo. Espera «desarrollar esa parte de feminidad que todo hombre posee, si es capaz de amar» y constata: «Lo primero que se nos pasa por la cabeza cuando hablamos de civilización es cierta dulzura, cierta ternura maternal». O también: «Todos los valores de la civilización son valores femeninos […] El hombre —es decir, la civilización— empieza en las relaciones del niño con su madre»».

Todorov1De ahí cierta proximidad de nuestros dos ateos o agnósticos con el espíritu de los Evangelios (Gary, citado por Todorov: «Por primera vez en la historia de Occidente, una luz de feminidad iluminaba el mundo»), y a veces una gran severidad con la mentalidad de su tiempo. A Tzvetan le horrorizaba la violencia, la vulgaridad y la agresividad. Se notaba tanto en su comportamiento cotidiano como en sus textos (no le interesaba la polémica), y tampoco era ajeno a sus posicionamientos políticos. Era todo lo contrario de un belicista y de un «neoconservador». Apasionado defensor de la democracia liberal y de los derechos humanos, era muy hostil a toda voluntad de exportarlos por la fuerza. No le gustan ni el presunto «derecho de injerencia» ni las guerras supuestamente «humanitarias». Lo explica también en varios artículos de este libro. Pero esto, que tiene que ver con la geopolítica, también forma parte de su concepción de la moral.

A nuestro humanista «desarraigado», como él decía, no le atraen nada el nacionalismo, la guerra, las cruzadas y la buena conciencia. Desconfía de los Estados, de las multitudes, de los grupos e incluso de las abstracciones. Explica que la moral, aunque de contenido universal, «solo puede vivirse en primera persona» (lo que la diferencia del moralismo), y solo en beneficio de individuos que también son singulares (lo que la diferencia de la ideología). «Estar dispuesto a pagar con tu vida para que venzan tus ideas no es en sí mismo una virtud moral». Muchos fanáticos son capaces de hacerlo, fanáticos que «asesinan para que no se asesine más». En el fondo, Todorov solo cree en los individuos, que solo existen en función de las relaciones que establecen entre ellos, sin las cuales no serían nada (toda subjetividad es intersubjetividad; el humanismo es un individualismo relacional, y por lo tanto lo contrario del solipsismo). Se toma la moral en serio, tanto «frente a lo extremo» como en las circunstancias más corrientes de la vida «personal y subjetiva», porque siempre consta de «dos elementos: yo, a quien pido, y otro, al que doy», por lo que «la forma más breve de enunciarla» sería: «Solo exigirse a uno mismo, y solo ofrecer a los demás». Esto no es razón para renunciar a la propia felicidad. Tzvetan, que nada tenía de asceta, cree más en los «placeres» de la bondad (cuyo mejor ejemplo era para él su madre) que en la austeridad del «deber» (oposición que toma prestada de Rousseau). Sencillamente, la felicidad no siempre es posible; la bondad o la compasión, sí. Nadie está obligado a ser un héroe, ni está autorizado a hacer lo peor, ni está eximido de hacer al menos un poco de bien cuando le es posible.

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Merece la pena mencionar los magníficos libros que Todorov dedicó a la pintura: Elogio del individuo (sobre pintura flamenca del Renacimiento), Elogio de lo cotidiano (sobre los pintores holandeses del siglo XVIII), La pintura de la Ilustración (sobre Watteau, Goya y otros pintores)… Estos tres títulos dicen algo esencial sobre el hombre que era, dotado para la vida y la amistad, y también sobre su pensamiento: primacía del individuo y de la vida cotidiana, pero abiertos —por autonomía de la razón— a lo universal. Encontraremos ecos de ello en algunas de las páginas siguientes, así como de su amor a la música y, por supuesto, a la literatura. Observaremos que los contemporáneos están muy presentes. Tzvetan, a menudo reticente frente a algunas aberraciones del arte llamado «contemporáneo» (en especial de las artes plásticas), no se encerraba en la nostalgia. Por el contrario, estaba muy abierto a los artistas de su tiempo (algunos de sus mejores amigos eran pintores o escultores) cuando encontraba en ellos cosas que admirar, sobre las que reflexionar («la pintura piensa», escribió) y con las que emocionarse. De ahí varios de los textos reunidos en este libro, ejercicios de admiración tan generosos como estimulantes. Todorov, lector incansable, experto melómano y apasionado de la pintura, desconfiaba tanto del arte presuntamente «vanguardista» («que da resueltamente la espalda a las tradiciones y quiere ir en paralelo con la revolución política») como del «presentismo», que olvida el pasado, y del «pasadismo», que sacrifica el presente y el futuro. Era su manera de ser moderno, y era la correcta.

Cub_Leer-y-vivir_rus_dilve«Discípulo de la Ilustración», como él mismo decía, pero consciente de sus sombras, y por lo tanto de sus límites y de sus posibles derivas, Todorov lanza sobre nuestra época, que nos ayuda a entender, una mirada penetrante y amplia, crítica y tonificante, informada y tranquila. Se muestra «responsable» en lugar de pacifista, y equilibrado en lugar de maniqueo. Al menos en estas cualidades sus libros se parecen a él, y encontraremos estas cualidades en el presente volumen. Tzvetan, a diferencia de muchos otros autores más famosos que él, no era ni un presuntuoso ni un charlatán. Era un suave intransigente, un intelectual lúcido (desgraciadamente, la expresión no es un pleonasmo), un erudito humilde, un investigador enciclopedista y pedagogo (un «contrabandista», decía él), un humanista sin ilusiones y un ciudadano del mundo, moderado y exigente. Por eso es tan importante leerlo: nos hace más inteligentes, más humildes y más críticos, más conscientes de la complejidad del mundo y de nuestra condición trágica.

Leerlo no consolará a los que lo quisieron de haberlo perdido, pero nos ayudará a todos a vivir un poco mejor, o un poco menos mal, y es todo lo que podemos pedirle a un libro.

 

Tzvetan Todorov, Leer y vivir, trad. Noemí Sobregués, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2018, pp. 13-21.

El genio, al mercado /// Giovanni Papini (1909)

Los curas no se hacen pagar los sacramentos, pero los poetas se hacen pagar las poesías y los filósofos los pensamientos. Y no se sonrojan, y no se esconden, y no se rebelan. Si chillan por algo, estos judas, chillan porque las monedas son pocas y tardan.

¿No son, acaso, las palabras del genio cosas divinas dadas por Dios, como el bautismo o la comunión? ¿No sois, vosotros que creáis —digo solamente vosotros y no los granujas que os imitan y os ofenden—, no sois vosotros, como los Apóstoles, vasos de elección, voces matutinas o crepusculares de lo eterno, y no baja sobre vuestras cabezas, no siempre indignas, la llama del Espíritu Santo, y no sopla, en algunas horas, sobre vuestra cara el aliento del espíritu humano? Si no sabéis ni tan sólo quiénes sois, ¿por qué habláis? Si no tenéis en el corazón la altiva soberbia de quien sabe que posee unos bienes que todo el oro del mundo no puede comprar, ¿por qué gemís sobre la miseria de los ingenios?

Tenéis siempre en la boca el espíritu. Espíritu, espíritu, espíritu… ¡Afortunada palabra! Hoy día, incluso los más exquisitos adoradores del fango, los más viles servidores de la tierra de las mil tetas, dicen o escriben esta bella palabra setenta y siete veces al día. Pero ¡qué espíritu! Las más de las veces hacéis espíritu, en otro sentido, en el sentido social y francés, sin advertir mientras tanto la torpe mudanza que se realiza en vosotros y en torno a vosotros. Lo que de mejor os dicta la divinidad, que habita de cuando en cuando en vuestra cabeza mortal, se convierte en vestidos, en cosas para comer, en botellas para beber; en una palabra, hacéis que el Espíritu vuelva a ser Materia, que el Alma se convierta en Cuerpo.

Tú, escritor, que sacas de ti mismo, como la araña, tu obra y que te pagan por ésta, tienes el valor de transformar el recuerdo de un amor dulce y lejano en un abrigo; la imagen de un mar tempestuoso, en un café con leche; la melancolía de un domingo de otoño, en una cena; la furia de una pasión, en un sombrero; la memoria de una aventura sangrienta o grotesca, en varios barriles de vino; la invención de un caso dramático, en una casa de campo; el motivo angustioso de un abandono, en un automóvil; el relámpago de una intuición, de una clara verdad, en una provisión de manteles y sábanas… Y basta, que mi estómago no lo tolera. ¿Quisierais negar que sois unos alquimistas al revés, que convierten en oro, no ya metales innobles, sino tesoros más preciados que el oro, los tesoros que brotan milagrosamente de lo más profundo del alma? Así es: también el genio se hace pagar y sus palabras se convierten en dinero, y el dinero, en cosas, y las cosas en satisfacción del cuerpo, y el Diablo ríe. Sí: se ríe del comercio y de los malos tratos del intercambio.

Ya sé, ya sé la excusa que tenéis en la punta de la lengua. Decís, apoyándoos en San Pablo, que el ministro debe vivir del altar. Pero si esto justifica a una casta poco fervorosa que desde hace muchos siglos ha hecho del apostolado una carrera, no basta para lavaros a vosotros, a quienes Dios inviste cada vez. Y sois sacerdotes del espíritu, no para recitar siempre las mismas palabras, sino para decir a cada nuevo día una palabra nueva, o volver a decir las antiguas palabras con nueva fuerza. No, no; esta excusa vale para vuestros imitadores, para los falsos genios, para los jibosos ingeniosos, para los revendedores al detalle de la genialidad artificial. Estos fabrican las imágenes como quien hace calceta y rellenan un libro como los salchicheros embuten las salchichas: se trata de hombres serviles y es justo que reciban el precio de su jornal de peón. Pero vosotros ¡no y no! Que tienda la mano el articulista, pero no el filósofo; que abra la bolsa el poetastro laureado por el público de mal gusto, pero no el poeta; que engorde su cartera el cocinero de alegres novelas o de ralas paradojas, pero no el creador de nuevos espíritus o de nuevas verdades. ¡Atrás, Satanás mercader, que quieres ganar el nueve por ciento sobre mis sueños y mis tristezas!

Otra excusa es ésta: que os pagan poco. Tanto peor. Ya que os hacéis los traidores y vendéis las cosas sagradas, ¡por lo menos no representéis el papel de vendedores inhábiles! Además, la parvedad del precio excusa todavía menos vuestra debilidad. No importa lo poco o lo mucho: basta el hecho de vender, ¡aunque sea por un céntimo!

La vida del hombre grande debe ser un martirio; es preciso pagar la grandeza interior y la gloria eterna con la miseria externa. Uno de los vuestros, Baudelaire, os dijo qué maldiciones se pronuncian cuando uno nace poeta. Tales maldiciones acompañan a la aparición de todo héroe. ¿Os parece mucho pagar la sublimidad de la creación y del descubrimiento con bastante menos condumio y algún que otro remiendo en los vestidos? Si queréis vivir y ser grandes, no vendáis vuestra grandeza; haced más bien de zapateros, haced más bien de colilleros. Entre la miseria y la traición, escoged, ¡escoged, si queréis, la embriaguez del hambre y de la soledad! Os hartáis de decir que vuestra venta no es una venta, porque os quedáis, como antes, dueños de vuestra obra. No es verdad, ¡en nombre de Dios que no es verdad! No sabéis cuántas veces vuestra imaginación se desvía y vuestro pensamiento se frena por la perspectiva confusa del público, del negociante, del dinero. Y si vendéis una obra que haya brotado enteramente del alma en movimiento, después, cuando la habéis contratado, impreso en varias ediciones, y la habéis enviado por el mundo para que la compren muchos,  ya no es vuestra, ya no es la misma. Contemplad un cuadro de tema sacro en el salón de un aficionado moderno. La Virgen ya no es la Virgen; es una buena campesina vestida de azul turquesa. Jesús ya no es Jesús; es un muchachote simpático que más tarde irá detrás de las ovejas. Sacadlo de la iglesia y lo sagrado desaparece. Así sucede con la obra grande. Ponedla en el escaparate, explotadla para pagar el alquiler y la cuenta del carnicero, y os daréis cuenta de que el bello espejo de vuestra primera alma queda manchado por algún feo reflejo. Se percibe el ruido del papel sellado, un vago olor de ternera guisada; los personajes queridos por vuestro corazón van adquiriendo, poco a poco, la librea de los esclavos, destinados a ganar vuestra manutención. Y la gente, al saber que vendéis esas bellezas a tanto la palabra, puede llegar a creer que esos pedazos de vuestra alma son otras tantas ficciones para poder vivir mejor.

«Dad gratuitamente lo que habéis recibido gratuitamente», decía Jesús a los Doce. ¿No habéis recibido, acaso, gratuitamente las buenas nuevas que anunciáis al mundo con vuestros poemas y vuestras filosofías? ¿Os imagináis que sois grandes porque habéis leído muchos libros y aprendido muchas palabras? Haced otro oficio y no ensuciéis los dones que habéis recibido del Dios desconocido. San Pablo vivía fabricando tela para tiendas; haceos vosotros fabricantes de látigos y dad con ellos en el morro de todos los mercaderes que embarazan con sus barracones de fruslerías el templo del Genio, de la Belleza y de la Verdad.

 

Giovanni Papini, Virilidad (1915), trad. José Miguel Velloso, en Obras, tomo III, Madrid, Aguilar, 1959, pp. 13-15.

El reverso de la moneda

Lo que ahora voy a contarles no versa, aunque lo parezca, sobre un problema alarmante que se sufre en el primer mundo, ni tan siquiera sobre las incomodidades que me ha reportado a mí personalmente; se trata más bien de una historia de seres humanos que se repite día tras día y que por lo general acaba sumiéndonos a todos en una profunda desconfianza hacia la burocracia actual. Procedo.

Martes. Suena el timbre de mi casa: «¡Cartero de Correos!». Quien tiene simpatía por los libros, o quien en parte se gana la vida con ellos (no de ellos), sabe que en esa exclamación se esconde la esperanza de un encuentro excitante. ¡Un libro! Como el cartero no me avisa, juego con la idea de que lo dejará asomando en el buzón. Por la tarde salgo a hacer unos recados y a la vuelta intercepto un sobre en el buzón. En efecto, contiene un libro, si es que uno puede llamar libro a un centenar de páginas retorcidas como una culebra a punto de morir. En cuanto al sobre en el que viene, toda descripción sería en vano. Automáticamente acudo a la oficina de Correos más cercana. Allí expongo el caso, entro decidido a firmar un armisticio y dejo clara mi intención de no querer castigar a nadie ni querer actuar con brazo ejecutor. La mujer que me atiende lo consulta, entra en las dependencias y sale disculpándose por la improcedencia de la entrega. A pesar y sin embargo: «Es mejor que vengas por la mañana, que es cuando están todos los repartidores y podrán decirte algo más. Ahora mismo no hay nadie que pueda ayudarte». Su buena educación no satisface mi reclamación (todavía sin hoja de reclamaciones); no obstante, me contengo y guardo la calma. Todo es cuestión de paciencia.

libros

Fuente: Curiosidatos

Hoy miércoles, a primera hora, he acudido de nuevo. No eran las ganas de venganza ni el remordimiento de la burla lo que me ha llevado hasta allí, sino la intención de hablar con alguien para exponer mi caso y rogarle que de ahora en adelante se abstuvieran de tomarse la justicia por su mano. Es de recibo que los profesionales de Correos tengan un mínimo de consideración al respecto. El reglamento dice que un repartidor no está obligado a subir paquetes a la puerta de un particular, como también que a falta de espacio en el buzón, aquel ha de dejar el aviso para que el paquete sea recogido en la oficina correspondiente.

Con las mismas me han abierto la puerta de personal. Jamás había estado en un lugar parecido. Una docena de trabajadores y trabajadoras poniendo a punto mil paquetes, cartas certificadas, pequeños electrodomésticos forrados en plástico de burbuja, nichos en los que no entraba ni un folio. Parecía que les faltaban manos. Un ritmo verdaderamente frenético para ser apenas las ocho de la mañana. Me reciben y expongo el caso con el paquete destruido en la mano. Trasladan el aviso a un superior y espero. A los pocos minutos sale una mujer, y desde la poca distancia que nos separa, noto en su rostro un gesto de consternación. Tácitamente expongo por tercera vez mi caso, libro en mano, es decir, culebra a punto de morir en mano. La mujer se excusa y se pierde entre el nido de repartidores. Al cabo de unos segundos vuelve a salir, viene con los labios apretados, un claro movimiento de impotencia. Me mira y se explica con voz temblorosa. «Lo siento mucho, esto es inadmisible, lo único que puedo decirte es que no se volverá a repetir. Tampoco está el coordinador de los repartidores de tu zona, así que no he podido hablarlo directamente. Te pido disculpas en su nombre». Mi decepción es manifiesta, pero doy las gracias y me marcho.

De camino a casa, con la culebra retorcida en la mano, pienso en los oscuros mecanismos sobre los que está asentado nuestro mundo. Sólo es un ejemplo, pero un ejemplo que a mí me sirve para escenificar cientos de situaciones en las que, antes o después, todos nos hemos visto envueltos. Tal vez una actitud naíf como la mía: pretender hablar con alguien para explicarle, de humano a humano, que la gente a veces tiene deslices en su trabajo y que no pasa nada, pero que uno no querría que se repitieran; tal vez esta actitud, digo, es algo ciertamente naíf. Así como tal vez la versión grosera, esto es, presentarse en Correos con la voz de Atila, encaramarse al mostrador con hambre de venganza, amenazar con rellenar una hoja de reclamaciones o intrigar para saber quién ha sido el causante de tal agravio y actuar en consecuencia, sea posiblemente la más efectiva.

Sin más rodeos. ¿En qué mundo vivimos que no podemos reclamar un trato justo a través de la palabra y sí con el castigo, la amenaza o el remordimiento? ¿Ese es el mundo en el que queremos vivir? Porque es el que hemos construido.

Guy de Maupassant /// La guerra

Guy de Maupassant fotografiado por Felix Nadar en 1888 /

Guy de Maupassant fotografiado por Félix Nadar (1888)

Se habla de una guerra contra China. ¿Por qué? No se sabe. En este momento, los ministros dudan, se preguntan si enviarán a matar gente. Matar gente les da igual, solo les preocupa el pretexto. China, nación oriental y razonable, intenta evitar esas matanzas matemáticas. Francia, nación occidental y bárbara, empuja a la guerra, la busca, la desea.

Cuando oigo pronunciar la palabra guerra, me entra un pavor como si me hablaran de brujería, de inquisición, de algo lejano, acabado, abominable, monstruoso, contra natura.

Cuando hablamos de antropófagos, nos sonreímos con orgullo y proclamamos nuestra superioridad sobre esos salvajes. ¿Quiénes son los salvajes, los verdaderos salvajes? ¿Los que luchan por comerse a los vencidos o los que luchan por matarse, sólo por matarse? Nos apetece una ciudad china. Hacia allí nos dirigimos, matamos a cincuenta mil chinos y conseguimos que degüellen a diez mil franceses. Esa ciudad no nos servirá de nada. Sólo es una cuestión de honor nacional. Por tanto, el honor nacional (¡singular honor!), que nos impulsa a apoderarnos de una ciudad que no nos pertenece, el honor nacional que se satisface con el robo de una ciudad, lo será más aún con la muerte de cincuenta mil chinos y diez mil franceses.

Los que van a morir allí son jóvenes que podrían trabajar, producir, ser útiles. Sus padres son viejos y pobres. Sus madres, que durante veinte años les han querido, adorado como adoran las madres, se enterarán, dentro de seis meses, que el hijo, el niño, el niño grande educado con tanto esfuerzo, dinero y amor, ha caído en un cañaveral con el pecho agujereado por las balas. ¿Por qué han matado a su muchacho, a su hermoso muchacho, su única esperanza, su orgullo y su vida? No lo sabe. Sí, ¿por qué? Porque en el fondo de Asia existe una ciudad que se llama Bac-Ninh [1] y porque un ministro, que no la conoce, se ha divertido robándosela a los chinos.

¡La guerra!… ¡Combatir!… ¡Matar!… ¡Destrozar hombres!… Hoy, en nuestra época y con nuestra civilización, con la extensión de la ciencia y el grado de filosofía al que ha llegado el genio humano, tenemos escuelas en las que enseñamos a matar, a matar desde muy lejos y, al mismo tiempo, con perfección y a mucha gente, a matar a unos pobres diablos inocentes, cargados de familia y sin antecedentes judiciales. Jules Grévy [2] perdona obstinadamente a los asesinos más abominables, a los decuartizadores de mujeres, a los parricidas, a los estranguladores de niños. Sin embargo, Jules Ferry, con ligereza y por un capricho diplomático que sorprende a la nación y a los diputados, condenará a muerte a algunos millares de valientes muchachos.

Lo más asombroso es que el pueblo entero no se alce contra los gobiernos. ¿Qué diferencia hay entre las monarquías y las repúblicas? Lo más asombroso es que toda la sociedad no se rebele al mencionar la palabra guerra.

Durante siglos, seguiremos viviendo, ¡ay!, bajo el peso de las viejas y odiosas costumbres, de los prejuicios criminales, de las ideas feroces de nuestros bárbaros antepasados.

Salvo que se llamara Victor Hugo, ¿no habrían deshonrado a quien hubiese lanzado ese gran rito de liberación y de verdad?

Hoy, la fuerza se llama violencia y empieza a ser juzgada. A la guerra se le ha incoado un proceso. A partir de la queja del género humano, la civilización instruye el proceso y levanta un acta criminal de los conquistadores y de los capitanes. Los pueblos empiezan a entender que acrecentar una fechoría no consigue disminuirla, que si matar es un crimen, matar mucho no puede ser una circunstancia atenuante, que si robar es una vergüenza, invadir no puede ser la gloria.

¡Proclamemos esas verdades absolutas, deshonremos la guerra!

 

* * *

 

Hace dos años, Moltke [3], un artista de esta especialidad, un genial asesino, respondió a los delegados pacifistas estas extrañas palabras: «La guerra es santa, una institución divina, una de las leyes sagradas del mundo. Alimenta en el hombre todos los grandes y nobles sentimientos: el honor, el altruismo, la virtud, el valor. En resumen, ¡les impide caer en el más horroroso materialismo!».

Es decir, juntarse en rebaños de cuatrocientos mil hombres, caminar día y noche sin descanso, no pensar en nada, no estudiar ni aprender ni leer nada, no serle útil a nadie, pudrirse de suciedad, acostarse en el fango, vivir como los animales en un continuo embrutecimiento, saquear las ciudades, quemar los pueblos, arruinar a la gente, tropezarse más tarde con otra aglomeración de carne humana, abalanzarse sobre ella, originar lagos de sangre, llanuras de carnaza molida mezclada con la tierra cenagosa y enrojecida, montones de cadáveres, brazos y piernas desmembrados, sesos aplastados sin provecho para nadie, sucumbir en medio de un campo mientras sus viejos padres, su mujer e hijos mueren de hambre, a todo eso le llaman ¡no caer en el más horroroso materialismo!

Los hombres de guerra son las plagas del mundo. Luchamos contra la naturaleza, contra la ignorancia y los obstáculos de toda clase para hacer menos miserable nuestra vida. Hombres, bienhechores y sabios consumen sus vidas trabajando, buscando lo que puede ayudar, socorrer y aliviar a sus hermanos. Entregados a duras tareas, multiplican sus descubrimientos, engrandecen el espíritu humano, ensanchan la ciencia y, a diario, otorgan a la inteligencia una suma de nuevos saberes y a su patria, bienestar, desahogo y fuerza.

Llega la guerra. En seis meses, los generales destruyen veinte años de esfuerzos, de paciencia, de trabajo y de genio.

A eso es a lo que se llama no caer en el más horroroso materialismo.

Hemos visto la guerra. Hemos visto cómo los hombres se volvían brutos, enloquecidos, cómo mataban por placer, por terror, por bravatas, por ostentación. Cuando ya no existe el derecho y la ley ha muerto, cuando desaparece toda noción de justicia, hemos visto fusilar a gente inocente en una carretera, sospechosos porque tenían miedo. Para probar los nuevos revólveres, hemos visto matar a perros encadenados ante la puerta de sus amos. Por puro placer, sin razón alguna, por disparar y reírse, hemos visto fusilar vacas echadas en el campo.

A eso le llaman no caer en el más horroroso materialismo.

Penetrar en un país, degollar al h0mbre que defiende su casa porque lleva un guardapolvo pero no un quepis en la cabeza, quemar los cuartos de gente miserable que no tiene pan, destrozar muebles, robarlos, beber el vino de las bodegas, violar a mujeres en las calles, quemar millones de francos en pólvora y dejar tras de sí la miseria y el cólera.

A eso es a lo que se llama no caer en el más horroroso materialismo.

¿Qué han hecho los hombres de guerra para demostrar siquiera un poco de inteligencia? Nada ¿Qué han inventado? Cañones y fusiles. Eso es todo.

¿Acaso Pascal, el inventor de la carretilla, no hizo más por el hombre con esa sencilla y práctica idea de ajustar una rueda a dos palos que Vauban, el inventor de las modernas fortificaciones?

¿Qué nos queda de Grecia? Libros, mármoles. ¿Es grande porque venció o porque produjo?

Acaso la invasión de los persas le impidió caer en el más horroroso materialismo.

¿Son las invasiones de los bárbaros las que salvaron a Roma y la regeneraron?

¿Napoléon I prosiguió el gran movimiento intelectual, iniciado a finales del siglo pasado por los filósofos revolucionarios?

 

* * *

 

Pues sí, puesto que los gobiernos se arrogan el derecho de muerte sobre los pueblos, no es nada sorprendente que, en ocasiones, los pueblos se arroguen el derecho de muerte sobre los gobiernos.

Se defienden. Tienen razón. Nada tiene el derecho absoluto de gobernar sobre los demás. Sólo se puede hacer por el bien de aquellos a quienes se dirige. Todo el que gobierne tiene el deber de evitar la guerra, de la misma manera que un capitán de navío el de evitar el naufragio.

Cuando un capitán pierde su buque, se le juzga y se le condena, si se le reconoce culpable de negligencia e incluso de incapacidad.

¿Por qué no juzgar a los gobernantes después de declarar la guerra? ¿Por qué no condenarles si son convictos de errores o insuficiencias?

Cuando los pueblos comprendan esto, cuando ellos mismos hagan justicia con los gobiernos asesinos, cuando se nieguen a dejarse matar sin razón, cuando utilicen, si es necesario, sus armas contra los que se las han proporcionado para hacer una carnicería, la guerra habría muerto. Y ese día llegará.

 

* * *

 

Leí Los osarios, un magnífico y terrible libro del escritor belga Camille Lemonnier. Al día siguiente de Sedán [4], el novelista, junto a un amigo, visitó esa patria de la matanza, la región de los últimos campos de batalla. Caminó por entre el fango humano, se resbaló sobre los sesos desparramados, vagabundeó durante días y leguas, en medio de podredumbres e infecciones. Recogió del barro y la sangre «cuadraditos de papel arrugados y sucios, cartas de amigos, cartas de madres, cartas de novias, cartas de abuelos».

Entre miles, esta fue una de las cosas que vio. Sólo puedo citar pequeños fragmentos de un trozo que me gustaría ofrecer en su totalidad:

«La iglesia de Givonne estaba llena de heridos. En el umbral y mezclado con el barro, la paja pisoteada formaba un montón que fermentaba.

»Cuando nos disponíamos a entrar, unos enfermeros con delantales grises, manchados de capas rojas, barrían en la entrada una especie de ciénaga fétida como la que chapotean los zuecos de los carniceros en los mataderos.

»…El hospital era un estertor… Los heridos estaban atados a sus jergones con cuerdas. Si se meneaban, unos hombres les agarraban por los hombros para impedirles que se movieran. A veces, una cabeza muy pálida se erguía a medias por encima de la paja y miraba con ojos de ajusticiado la operación del vecino.

»Se oían los gritos de los desgraciados que se retorcían cuando el cirujano se acercaba, mientras trataban de ponerse en pie y escapar.

»Bajo la sierra, seguían gritando con una voz sin nombre, hueca y ronca, como despellejados: «No, no quiero, déjenme…». Le tocó el turno a un zuavo al que le faltaban las dos piernas.

-Perdón, señores, dijo, pero me han quitado los pantalones.

»Había conservado la chaqueta y las piernas estaban fajadas con trapos empapados en sangre.

»El médico se ppuso a quitarle los jirones, pero estaban pegados unos con otros y el último se adhería a la carne viva. Echaron agua caliente sobre el grosero vendaje y, a medida que vertían agua, el cirujano despegaba los pingajos.

-¿Quién te almidonó de esta manera, muchacho? -preguntó el cirujano.

-El compañero Fifolet, mayor.

-Uf, es como si me arrancara los cabellos. A él le quitaron el… y a mí, las piernas. Le dije:

»La sierra, estrecha y larga, conservaba gotitas en cada uno de sus dientes.

»Se produjo un movimiento en el grupo. Pusieron un trozo en el suelo.

-Aguante un poco más, amigo, dijo el cirujano.

»Asomé la cabeza por entre los hombros y observé al zuavo.

-Dese prisa, mayor, decía, me parece que se me va la cabeza.

»Se mordía el mostacho, estaba blanco como un muerto y con los ojos fuera de sus órbitas. Él mismo se mantenía la pierna y con voz temblorosa aullaba un «¡ay!» que lograba que uno sintiera la sierra en su propia espalda.

-Se acabó, ¡perro viejo!, dijo el cirujano, mientras cortaba el segundo muñón.

-¡Buenas noches!, dijo el zuavo.

»Y se desvaneció».

 

* * *

 

Me recuerda el relato de la última campaña de China, narrado por un valiente grumete al que aún le causaba risa.

Me habló de prisioneros empalados a lo largo de los caminos para que se divirtieran los soldados; las muecas tan graciosas de los ajusticiados; las matanzas ordenadas por el mando para aterrorizar a la comarca, las violaciones en esas casas de Oriente, delante de niños enloquecidos, los saqueos con los pantalones anudados a los tobillos para llevarse los objetos, el pillaje regular que funcionaba como un servicio público y lo mismo devastaba las chozas de la gente normal que los suntuosos palacios de verano.

Si hacemos la guerra contra el Imperio del Medio, el precio de los viejos muebles de laca y de las ricas porcelanas va a bajar mucho, señores coleccionistas.

 

Guy de Maupassant

(Artículo publicado en Gil Blas, 11 de diciembre de 1883)

Cit. Guy de Maupassant: Sobre el derecho del escritor a canibalizar la vida de los demás, Córdoba, El Olivo Azul, 2010, pp. 139-146.

Notas:

[1] Episodio clave para la creación de la Indochina francesa. Entre septiembre de 1881 y junio de 1885, el Gobierno de la III República intentó controlar el río Rojo, que unía Hanoi con la provincia de Hunan.

[2] Presidente de la Cámara de Diputados (1876) y Presidente de la República (1879).

[3] Helmut Karl Bernhard, conde von Moltke (1800-1891), militar prusiano, General en Jefe durante la Guerra franco-prusiana en 1870.

[4] Se refiere a la decisiva victoria de Prusia contra los franceses en la batalla de Sedán, al norte de Francia (1 y 2 de septiembre de 1870).

 

Para leer más:

Relatos de Guy de Maupassant (on-line)

Aparición / Bola de sebo / Carta que se encontró a un ahogado /

El lobo / Junto a un muerto / La mano disecada /

Los sepulcrales / Magnetismo / Suicidas

Blog dedicado a la vida y obra de Guy de Maupassant (en español)

Portal web del I.E.S A Xunquiera I (Pontevedra) que contiene un nutrido conjunto de artículos, libros y documentos del autor

 

 

El hombre apolítico

La política. Qué cosa tan extraña. Seguro que si preguntáramos su etimología, sólo unos pocos entre unos muchos sabrían la respuesta. La política. Qué cosa tan oscura. La televisión, esa gran amiga suya, no deja de regalarnos sórdidas noticias de los señores que la detentan: éstos se hacen llamar «políticos». Creo que no he conocido en mi vida un juego tan inquietante ni tan arriesgado. La política. Así es.

Curiosamente hoy, paseando con un amigo, el tema ha salido espontáneamente y nos ha dado por discutir tan peliagudas cuestiones. Todo marchaba bien, él se explicaba, yo me explicaba…, hasta que ha aparecido una palabra disonante: «apolítico». Éste término ha provocado cierta conmoción en mi interlocutor y seguidamente un desasosiego desolador. «No puedes ser apolítico -me decía insistente- porque quieras o no la política forma parte de tu vida». Cautamente improvisé un silencio de redonda, de los de cuatro tiempos, de los grandes.

Cuando volví en mí, ya estaba entre la espada y la pared. Tuve que alzar mi voz de manera firme para explicarle en qué consistía tal disonancia. Ser apolítico -le decía serenamente- no consiste en el pasotismo político, ser apolítico constituye una importante red de valores que el hombre respetuoso guarda de la política misma: ser apolítico es ser algo que no quieres ser. Parece que mi amigo prestó atención a mis palabras, pero no mucha a juzgar por su prestancia en cambiar de conversación. ¿Dónde estábamos?

Paradójicamente hoy (realmente ayer) nos encontramos en «jornada de reflexión», una tipología diurna que rara vez existe y en extrañas ocasiones se materializa. Algo así como un santo día laico dedicado al pensamiento. ¿Hemos reparado en ésta última frase? Deberíamos leerla de nuevo y advertir desde nuestra carencia que formamos parte de una ficción de monstruosas proporciones. En primer lugar, no debería dejarnos indiferentes eso de santo día laico, pero tampoco el pensamiento. ¿Por qué y con qué motivo?, me interrogo en mi fuero interno. Francamente no sé responder con exactitud. Todo es muy extraño. La política. Ya saben. Sí, la política. Esa cosa tan extraña de la que hablaba al principio. ¿Reflexión? ¿Reflexionar sobre qué? ¿Sobre el bipartidismo que una vez más peleará por el bocado más grande, o mejor, por el cuchillo que corta la tarta? ¿Reflexionar sobre un concepto noble que ya no existe? ¿Deberemos hacer finalmente un ejercicio de fe para no creer en la corrupción de los partidos? ¿O tendremos que vendarnos los ojos para saber a quién votamos? Yo, como bien le dije a este amigo, no sé lo que quiero, sé lo que no quiero. Quizás yo tampoco conozco la etimología de palabras tan nobles. Quizás no quiero vestirme con trajes ajenos. Quizás, como Heráclito, creo en la sabiduría a través de los contrarios. Quizás no quiera ser «político», sino apolítico. Pero sólo, y como el filósofo efesio, quizás no sepa de lo que hablo.