Pero ¿qué existía en realidad antes del Big Bang? /// Amos Oz (1996)

Mi padre escribía libros sesudos. Siempre me envidió la libertad que yo gozaba, como novelista, de escribir como quisiera, directamente de la cabeza a la página, sin las limitaciones de toda esa búsqueda e investigación preliminar, sin la carga de la obligación de conocer todos los datos existentes en la materia, sin el impedimento de cotejar fuentes, proporcionar pruebas, comprobar citas y poner notas a pie de página: libre como un pájaro. ¿Tiene uno ganas de escribir: «Shmuel ama a Tsila»? Pues adelante, a escribirlo. ¿Quiere escribir: «Pero Tsila ama a Gilbert»? Allá va. ¿Quiere añadir: «Sin embargo, Shmuel y Gilbert se aman»? ¿Quién puede rebatirle? ¿Quién puede venir a discutírselo con datos contrarios o con fuentes que a lo mejor ha pasado por alto?

Yo, por otra parte, tenía cierta envidia a mi padre. Cada vez que se ponía a trabajar en un artículo erudito, su mesa de trabajo se llenaba, de un extremo a otro, de libros abiertos, separatas, textos de consulta, diccionarios, un arsenal de artillería de apoyo. Él nunca tenía que estar, como yo, sentado contemplando una única y burlona hoja en blanco en medio de un escritorio desierto, como un cráter en la superficie de la luna. Sólo yo y el vacío y la desesperación. Ponte a sacar algo de la nada en absoluto. Por cierto, estoy hablando del mismo escritorio. Cuando mi padre murió, yo heredé su mesa, que durante años y años estuvo densamente poblada, como un suburbio de Calcuta, mientras que ahora está tan desierta como la pista de aterrizaje de Kosovo.

En realidad, ¿quién no ha tenido la horrible experiencia de estar sentado delante de una hoja en blanco que le sonríe a uno con su boca desdentada: «Adelante, vamos a ver si me pones la mano encima»?

Una página en blanco es en realidad una pared encalada sin ninguna puerta ni ventana. Empezar a contar una historia es como tontear con una persona totalmente desconocida en un restaurante. ¿Recuerdan al Gurov de Chéjov en La dama del perrito? Gurov hace al perrito un gesto monitorio con el dedo una y otra vez, hasta que la dama le dice, ruborizándose: «No muerde», y entonces Gurov le pide permiso para dar un hueso al can. Tanto a Gurov como a Chéjov se les ha dado así un hilo que seguir; empieza el coqueteo y el relato despega.

El comienzo de casi todos los relatos es realmente un hueso, algo con lo que cortejar al perrito, que puede acercarlo a uno a la dama.

The Guardian Tom Pilston 1989

Amos Oz (1989) / Tom Pilston

Imaginen que deciden escribir acerca de una muchacha de Nahariya —llamémosla Mathilda— la cual averigua que tiene una prima en Grecia a la que no conoce. Supongamos que la prima se llama también Mathilda. Imaginen que la Mathilda de Nahariya resuelve ir a Grecia en septiembre a conocer a su prima y tocaya. Muy bien, pero ¿qué debe ir primero? ¿Mathilda despertándose una soleada mañana? ¿Mathilda en la agencia de viajes? ¿Mathilda de niña, aquel memorable día en que se pilló los dedos en el ventilador? ¿O Mathilda en Tesalónica, tomando una habitación en un hotel lleno de granjeros, donde conoce a un tímido apicultor? ¿O debemos quizá empezar el relato con una descripción detallada de las espesas telarañas que hay en el trastero de debajo de la escalera? ¿Qué hay que contar en el primer capítulo? ¿Y en el primer párrafo? ¿Mathilda mirando los pendientes que pertenecieron a su abuela, que también se llamaba Mathilda? ¿Cuánto debe revelar la primera frase? ¿«En medio del camino de la vida / errante me encontré por selva oscura / en que la vía recta era perdida»? Tal vez la estrofa inicial de Dante para el Infierno podría servir como línea inicial para todos los relatos: «En medio del camino de la vida» es, más o menos, donde empiezan en realidad muchos relatos.

Así pues, uno se sienta y se pregunta qué debe ir primero y cómo llegar a ese comienzo en medio del camino. Sentándose. Garabateando en la hoja. Arrugándola. Tirándola. Garabateando en la siguiente: formas, flores, triángulos, rombos, una casa con una pequeña chimenea, un gato sin pelo. Arrugándola de nuevo. Tirándola. Para entonces, Mathilda empieza a desaparecer. Una da la vuelta a una nueva hoja. Ay, la nueva hoja no es más amable que la anterior. Así son las cosas: no hay perrito, no hay dama.

En realidad, esto sucede siempre, no solamente a los novelistas sino a cualquiera que se ponga a escribir cualquier cosa. A Tsila se le ha encomendado que entreviste a Gilbert, uno de los solicitantes del puesto de coordinador de personal en una fábrica. Tsila tiene que informar por escrito de sus impresiones. Escribe: «La entrevista tuvo lugar en el Café Bagdad a las seis de la tarde».

Lo tacha. Eso no es totalmente exacto, porque la entrevista empezó, efectivamente, a las seis, pero se desarrolló entre las seis y las siete menos cuarto. Además, ¿a quién le importa si eran las seis o las ocho, si se trataba de Bagdad o Alaska? Tacha de nuevo. Muerde el extremo del bolígrafo. Piensa. Luego escribe: «Al principio de la entrevista, Gilbert me entregó…». Vuelve a tachar; cambia «Gilbert me entregó» por «el solicitante me entregó un currículum vitae, que insistió en que leyera en el momento, antes de empezar nuestra conversación. Adjunto el currículum».

Lo tacha. ¿Qué importancia tiene eso? Además, «insistió» resulta demasiado fuerte aquí, pues Gilbert no fue tan categórico. ¿«Pidió»? Demasiado débil. En realidad, lo que hizo fue menos que insistir pero más que pedirme que leyera su currículum primero. ¿Hay una palabra intermedia entre «pedir» e «insistir»? ¿Tal vez «exigir»? No, no me lo exigió. Y no fue «categórico». En general, «categórico» es una palabra tonta. Sea como fuere, el currículum irá adjunto a mi informe, si es que consigo redactarlo, de modo que ¿a quién le importa si Gilbert insistió, persistió, pidió, rogó o me tentó? (¿Me tentó? ¿Gilbert? ¿Qué mosca te ha picado de repente, Tsila?). Bueno, quizá lo pueda poner así: «El solicitante me produjo la impresión de ser un hombre con una extraordinaria confianza en sí mismo, aun cuando tal vez se esforzó demasiado en tratar de producirme esa impresión». Estupendo, excepto que en realidad es un bodrio: me produjo la impresión de que se esforzaba demasiado en «tratar de producirme esa impresión». Un asco de lógica, y un asco de hebreo también. Además, «extraordinaria confianza en sí mismo»: ¿quién te crees que eres? ¿Un asesor titulado en confianza en uno mismo?

Tsila vuelve a empezar: «Gilbert Kadosh, veintinueve años, nacido en Gedera, Israel, divorciado, sirvió cinco años como inspector de policía…». No. Demonios, ¿es que no puedes poner las cosas como es debido? Sí que sirvió en la policía cinco años, pero fue inspector sólo el último año y medio.

Y ¿por qué no empezar buscándole la gracia? Pero ¿dónde está la gracia? Encima se está haciendo tarde. Y Tsila ha prometido llamar a Mathilda antes de que acabe su turno.

Un asco otra vez. No está claro si «su turno» se refiere al turno de Mathilda o al de Tsila.

Basta. Tsila no presentará su informe hoy. Mañana será otro día. No es el fin del mundo.

Nuevo tachón. «Mañana será otro día» está muy trillado. Por otra parte, ¿y qué? ¿Qué tiene de malo que esté trillado? ¿Por qué no? ¿Y no queda patoso acabar con tres preguntas sinónimas: «¿Y qué? ¿Qué tiene de malo? ¿Por qué no?»?

Tsila hace pedazos la hoja y llama a Mathilda (que se ha ido a Grecia a buscar a la otra Mathilda).

Claudio Álvarez 2004

Amos Oz en el Hotel Palace de Madrid (13 septiembre 2004) / Claudio Álvarez

Empezar es difícil.

Cierto es que hay diversas estrategias para abordar esta dificultad: hay escritores que nunca empiezan por el principio mismo, sino por un par de escenas fáciles de la parte central del relato, sólo para entrar en calor. (El problema es que hasta una escena fácil de la parte central del relato requiere una frase inicial). Unos, como el Grand de Camus en La peste, escriben y reescriben cien veces la primera frase de un libro y nunca pasan de ahí. Otros tiran la toalla —podemos imaginar— y, quizá desesperados o agotados, deciden empezar como se les ocurra, qué diablos importa, uno puede empezar por cualquier sitio, sin nada en absoluto, incluso con algo aburrido o un poco tonto. Ahí tenemos, por ejemplo, al gran Dostoievski y su flojo principio de un relato titulado Noches blancas: «Era una noche prodigiosa, una noche de esas que quiźa sólo vemos cuando somos jóvenes, lector querido. Hacía un cielo tan hondo y tan claro que, al mirarlo, no tenía uno más remedio que preguntarse si era verdad que debajo de un cielo semejante pudiesen vivir criaturas malas y tétricas».

Una pena, vamos. Ni siquiera la aduladora apelación al «lector querido» puede redimirlo de su banalidad sentimental. Y esto, al fin y al cabo, es nada menos que Dostoievski. Sabe Dios cuántos borradores y más borradores hizo, rehizo, destruyó, maldijo, garabateó, arrugó, arrojó a la chimenea, tiró al inodoro, antes de conformarse por fin con esta especie de «bueno, vale».

Ahora bien, puede que no sea así. Después de todo, Noches blancas es un relato escrito en primera persona desde el punto de vista de un personaje sentimental, y lleva el subtítulo Una historia de amor sentimental. (De las Memorias de un soñador). De modo que bien pudiera ser que la penosa frase de inicio sea deliberada y premeditadamente penosa.

De ser así, tenemos que replantear nuestra cuestión. ¿Cuántos borradores tuvo que escribir y reescribir Dostoievski para llegar finalmente a este raro espécimen de floja frase inicial? ¿Cuánto refinamiento y destilación tuvo que poner en ese cielo tachonado de estrellas, en ese «lector querido» y en ese cielo que «quizá sólo vemos cuando somos jóvenes»? Dicho de otro modo, el traje nuevo del emperador del cuento de Andersen ¿no era más que un simple engaño, destinado a poner de manifiesto la estupidez del emperador y del conformismo de la multitud? ¿O quizá el niño valiente que gritó «¡El emperador está desnudo!» era también un estúpido, aunque de otra categoría? ¿Es posible que el emperador desnudo en realidad no estuviera desnudo sino maravillosamente ataviado, y que el sastre deshonesto no fuera un farsante sino un asombroso maestro cuyo ingenio estuviera muy por encima de las posibilidades de la multitud, muy por encima de los alcances del niño? ¿No podría ser que sólo los espectadores más sutiles hubieran podido darse cuenta del esplendor del traje nuevo del emperador, cuya belleza escapaba al emperador, a la plebe e incluso al atrevido niño deconstructivista, quien debería haber investigado en los archivos antes de poner al descubierto la desnudez del emperador, no porque el emperador estuviera más desnudo que los demás emperadores —o que los demás seres humanos— sino precisamente porque los emperadores desnudos son hoy la oferta especial de la semana?

Podríamos formular la cuestión de la siguiente manera: ¿dónde está, si es que existe, la línea de separación entre presentar un personaje sentimental en primera persona y producir un texto sentimental? ¿O es que ya no hay textos buenos y malos, sino sólo textos legítimos bien acogidos y otros textos, no menos legítimos, que no hallan buena acogida?

Edward Kaprov 2015

Amos Oz en su casa de Tel Aviv (octubre 2015) / Edward Kaprov

Volvemos a nuestra cuestión. ¿Dónde empieza un relato como es debido? Todo principio de relato es siempre una especie de contrato entre escritor y lector. Hay, por supuesto, toda clase de contratos, incluyendo los que son insinceros. A veces, el párrafo o capítulo inicial actúa a la manera de un pacto secreto entre escritor y lector, a espaldas del protagonista. Es el caso del inicio del Quijote y de Ayer mismo, de Agnón. Hay contratos engañosos, en los cuales el autor parece revelar toda suerte de secretos, de modo que el desprevenido lector muerde el anzuelo, imaginando que en efecto se le invita a entrar en el cuarto oscuro y sin darse cuenta de que ese «entre bastidores» no es en realidad lo de detrás de las bambalinas sino solamente un nuevo decorado; mientras el lector se imagina que forma parte de una conspiración, en verdad no es más que la víctima de otra conspiración más sutil: el contrato visible no es más que un objeto de mentira, el sujeto de un contrato interno, más sutil, más taimado. Éste es, por ejemplo, el caso del inicio de Michael Kolhaas, de Kleist; de El proceso de Kafka y de El elegido de Thomas Mann. (El primer capítulo de El elegido se titula «¿Quién toca las campanas?», y se informa con toda seriedad al lector de que no es el campanero el que toca las campanas, sino «el espíritu del relato», sólo para encontrarse después con que este «espíritu del relato» no es ciertamente ningún espíritu sino un irlandés llamado Clemence).

Hay comienzos que funcionan como una trampa de miel: en un primer momento se nos seduce con un sabroso cotilleo, con una reveladora confesión o con una aventura espeluznante, pero al final averiguamos que lo que estamos atrapando no es un pez vivo, sino un pez disecado. En Moby Dick, por ejemplo, hay muchas aventuras, pero también muchas exquisiteces no mencionadas en el menú, ni siquiera en el contrato inicial («Llamadme Ishmael»), pero que se nos conceden como un plus especial, como si compráramos un helado y ganáramos un pasaje para dar la vuelta al mundo.

Hay contratos filosóficos, como la famosa frase inicial de Anna Karenina de Tolstói: «Todas las familias felices se parecen; cada familia infeliz lo es a su propia manera». En realidad, el propio Tolstói, en Anna Karenina y en otras obras, contradice esta dicotomía.

A veces se nos pone frente a un contrato con un principio áspero, casi intimidatorio, que advierte al lector desde el mismo comienzo: los pasajes son muy caros aquí. Si usted cree que no puede permitirse un cuantioso pago por adelantado, será mejor que ni siquiera intente entrar. No habrá concesiones ni descuentos. De este tipo es, por ejemplo, el principio de El ruido y la furia de Faulkner.

Pero ¿qué es, en última instancia, un comienzo? ¿Puede existir, en teoría, un comienzo adecuado para cualquier relato? ¿No hay siempre, sin excepción, un latente «comienzo antes del comienzo»? ¿Algo previo a la introducción, al prólogo? ¿Un acontecimiento anterior al Génesis? ¿Una razón que diera motivo al factor del cual se originó la causa primera? Edward A. Said distinguió entre «origen» (ente pasivo) y «comienzo» (que él considera un ente activo). Si, por ejemplo, queremos empezar un relato con la frase «Gilbert nació en Gedera el día siguiente a la tormenta que arrancó el cinamomo y destruyó la valla», a lo mejor tendríamos que hablar de la caída del cinamomo, tal vez incluso de las circunstancias en las que se plantó, o tendríamos que remontarnos a cuándo, de dónde y por qué vinieron los padres de Gilbert a establecerse precisamente en Gedera, y dónde estaba la valla destruida. Pues si Gilbert Kadosh nació, alguien tuvo que tomarse la molestia de engendrarlo; alguien tuvo que haber esperado algo, o temido, amado o no amado algo. Alguien pidió y se le concedió; alguien disfrutó, o sólo hizo como que disfrutaba. En suma, para que la narración esté a la altura de su obligación ideal, tiene que retroceder por lo menos hasta llegar al Big Bang, a ese orgasmo cósmico con el cual empezaron todos los bangs menores. Y, por cierto, ¿qué existía aquí en realidad justo antes del Big Bang? ¿Una encarnación anterior a Gedera?

2007 AFP

Amos Oz en Arad (26 febrero 2007) / AFP-Getty

En nuestro contrato inicial, el de la tormenta y el cinamomo, debiera existir, como un cromosoma, lo que un día hará que Gilbert Kadosh se case, luego se divorcie, ingrese en la policía, después se retire y solicite un nuevo empleo, que es lo que da lugar a que conozca a Tsila, ese día que pidió —insistió; no, ni pidió ni insistió, sino algo entre insistir y pedir—, y desde entonces Tsila se ha sentido fascinada por él, averiguando al final que Shmuel, que la ama, se está enamorando también de Gilbert.

¿O no deberíamos empezar por Gilbert ni por Tsila, sino por Shmuel? ¿O incluso por la tatarabuela de Shmuel, Mathilda, que era también tatarabuela de Mathilda, la amiga de Tsila, la que fue a Grecia a buscar a su desconocida prima y tocaya?

 

Cit. Amos Oz, La historia comienza, trad. María Condor, Madrid, Siruela, 2007, pp. 9-19.

El sueño /// Manuel Astur (2014)

Manuel Astur (Guillermo Gutiérrez)

Manuel Astur / ®Guillermo Gutiérrez

La gente de campo sabe muchas cosas. Se las enseñaron sus padres, quienes a su vez las aprendieron de los suyos, que también fueron aleccionados por sus progenitores, y así hasta perderse en las raíces del tiempo. No parecen grandes enseñanzas, no para el siglo XXI. Pero sí son necesarias, imprescindibles. Al menos en su mundo, que es, desde siempre, el de la humanidad.

Resulta muy sencillo deducir en qué estación estamos, casi todo el mundo puede hacerlo. Basta con fijarse, por ejemplo, en la frondosidad de las copas de los árboles, en el color de la hierba o si entre dicha hierba hay flores. Hasta un niño puede hacer una composición sobre ello y dar unos datos e indicaciones acertadas. Sin embargo, la cosa se complica a la hora de situar los puntos cardinales sin brújula o calcular la hora sin disponer de reloj. Hay que ser un poco más observador para descubrir que el sol avanza en el cielo de este a oeste —teniendo en cuenta que en verano e invierno se desplaza un poco hacia el norte y en primavera y otoño un poco hacia el sur— y utilizarlo como la manecilla de un gran reloj. Y si es de noche, saber que la Estrella Polar está al norte o que, cuando la luna tiene forma de C, sus puntas señalan hacia el este. Esto resulta, más o menos, fácil. Pero ¿qué pasa cuando está nublado y no podemos ver el sol, la luna o las estrellas? Hay que ser mucho más sensible y observador. Así, por ejemplo, la gente de campo sabe que la hierba se inclina, se acuesta, cuando está cercano el oscurecer y se levanta poco antes del amanecer. O que determinadas flores comienzan a abrirse por la mañana y se cierran cuando el día toca a su fin, mientras que otras hacen lo contrario y durante la madrugada es cuando derraman sus más delicadas fragancias. Así también con los pájaros —no ya el gallo, que, en contra de lo que se suele decir, es poco de fiar y no resulta extraño escucharlo cantar a horas absurdas—, cuya presencia y trino dependen de la estación y de la hora. Del mismo modo, un buen campesino tiene claros los puntos cardinales en todo momento sin mirar al cielo, con sólo fijarse en detalles como que el musgo, huyendo del sol, suele crecer en la cara norte de las piedras y troncos, el lado norte de las montañas es el más frío y húmedo, y donde más tiempo dura la nieve, o que los anillos de crecimiento de los troncos son ligeramente más estrechos por el lado que reciben menor cantidad de sol. Hay que saber leer el paisaje para leer el presente; saber estar en el mundo.

Del mismo modo, el cosmopolita —a estas alturas, me incluyo entre ellos—, que ha olvidado todo esto porque no lo necesita, se analiza a sí mismo día y noche para descubrir su lugar en la sociedad que es su mundo, porque él mismo y su disfraz son el reflejo del entorno. Así pues, observa y descubre otras cosas que al campesino poco interesan. Por ejemplo, reconoce su tristeza en que le cuesta levantarse más de lo normal para ir a trabajar, cualquier pequeña actividad le resulta ardua o no le apetece ver a ninguno de sus muchos amigos; deduce que está alegre porque tiene una gran vida social y ríe mucho y quiere y es querido por los demás; o concluye que algo va mal, ya que no asciende en el trabajo, su teléfono no suena o jamás le proponen planes. Esto es fácil, hasta un adolescente lo sabe. Pero ¿qué pasa cuando conoces tu sitio en la sociedad, cuando tu teléfono suena y te proponen planes y asciendes en tu trabajo y quieres y eres querido y ninguna actividad te resulta ardua, pero, aun así, sientes que está nublado, que hay algo que va mal dentro de ti y no puedes encontrar el norte? ¿Cuando tu brújula está estropeada y sólo apunta a tu triste ego? ¿Cómo orientarte en tales casos? ¿Cómo encontrar el camino? ¿Qué hacer cuando te sientes perdido sin tener razones para ello?

 

Manuel Astur, Quince días para acabar con el mundoBarcelona, Principal de los Libros, 2014, pp. 11-13.

La navidad puede cavar tu tumba

Todo el mundo sabe o lleva impreso en su memoria RAM que la Navidad es ese momento propicio en el que familia, amigos y allegados se arrejuntan en torno a una chimenea y comen y beben mientras cantan el Kumbayá. Es ese tiempo de alegría y tristeza sin límites. Es una oda a la desmesura humana. Es, por así decir, el lapso en el que todos cometemos los excesos más inconfesables. A unos les alienta el sentido familiar, otros repudian su hipocresía. Pero todos llevan razón. Todos dicen la verdad. Sin embargo mientras se descorcha una botella de cava en Madrid, una tragedia acontece en Nueva Delhi; simultáneamente a cuando alguien sonríe al recibir un obsequio inesperado, un atentado está llevándose la vida de algunos inocentes reunidos en un lugar equivocado. La Navidad es un perverso compendio de acciones humanas sin razón ni sentido que fomenta la fraternidad y al mismo tiempo alimenta su repulsa de la felicidad. Todos no podemos tener lo mismo. Todos no podemos disfrutar de presentes ni de esa ceremonia astringente que algunos tenemos por cena. Por eso algo me dice que deberíamos ser cautos y no maldecir el año que nos ha tocado vivir, no vaya a ser el Destino quien nos propine un sopapo desproporcionado y que lo que acabemos comiéndonos sean nuestras palabras.

El caso es que yo no venía a hablar de esto. La injusticia es un hecho y yo no tengo el poder de cambiarlo. Quería hablarles de lo sobrevaloradas que tenemos estas fechas por la cantidad de amigos que perdemos o con los que solemos enemistarnos. Sí, como lo oyes, estimado lector. Intentaré explicarme.

Clin, prsss, clin clin, blip, blup, prsss prsss…

Ya saltó la notificación. O debería decir las notificaciones. El teléfono no para desde hace días, pero especialmente hoy se convierte en algo pesadísimo. Es Nochebuena, víspera del día de San Nicolás que algunos se empeñan en convertir en un fenómeno importado llamándolo Santa Claus o cosas por el estilo, y las muestras de cariño afloran a medida que se destapa el champagne. Todo tipo de manifestaciones virtuales se llevan a cabo en estas fechas, todos lo sabéis, quién soy yo para descubrir nada, pero hay algo que pasa desapercibido. Por la mañana cuelgas una foto tradicional con la escena de una Natividad sacada de algún portal de internet, la subes a Facebook y ¡error! Olvidaste etiquetar a aquel amigo que te prestó su hombro para que lloraras desconsoladamente cuando cesó la relación con tu ex. Ahora es este amigo quien alimenta la rabia mientras tú sonríes bobamente frente al monitor. Un lapsus.

Clin, prsss, clin clin, blip, blup, prsss prsss…

«¡Muchas gracias! Que pases unas felices fiestas también. ¡Besos!». Ha contestado un contacto a una foto que has decidido subir a Instagram. Pero hay un problema. La aplicación soporta las menciones en número de 20, por lo que tuviste que confiar en tu memoria y echar mano del talento emocional. Evidentemente etiquestaste a tus mejores amigos, a aquellos que estuvieron contigo en los últimos meses, con los que hiciste gamberradas o pasaste frío esperando al primer autobús que te llevara a tu casa después de una agitada velada nocturna, con los que reíste hasta el delirio o te desahogaste hasta advertirte ridículo. Dada la ajenidad de algunas redes sociales, muchos de esos contactos ni siquiera los conoces y otros tantos los has olvidado. Todos no somos iguales, y a Dios gracias. Pero el olvido da pie a sugestiones de todo tipo. Sabemos, lo hemos vivido, que siempre existe ese perfil que revisa agazapado todas tus publicaciones, que te sigue con atención y no deja escapar una para tener al tanto tus contenidos. En ocasiones te ofrece guiños virtuales como la difusión de tus contenidos propios y hasta se lanza a contestarte en la última entrada de tu blog. Pero, de nuevo, ¡error! Esta vez ha sido la restricción tiránica de internet, pero caiste de nuevo en el olvido y ya no hay vuelta atrás. No vas a repetir la fotografía ni la felicitación, queda un poco raro, no te lo puedes permitir, tienes una reputación y eso no es así. Así lo piensas al menos durante 20 segundos. De la misma manera, ese usuario leal y fidedigno adopta una postura de cordialidad basada en el silencio, que es peor que aquel que manifiesta su enfado públicamente, ya que aquel recolecta remoridimientos y éste siembra carantoñas. El caso es que, a estas alturas, ya te has ganado el alejamiento parcial de un seguidor y, lo que es peor todavía, la falta de interés en lo que dices.

Clin, prsss, clin clin, blip, blup, prsss prsss…

Ahora es Twitter. Maldito teléfono que no para de sonar para notificarme quién ha marcado el favorito de un favorito. De verdad, uno llega a pensar que esta red se ha convertido por momentos en un ensayo frustrado de las teorías que Christopher Nolan no pudo poner en práctica en Inception. La constricción de un medio de comunicación como este reduce notablemente la riqueza de nuestra expresión, que se ve impelida a ser certera, justa y acotada, una ecuación alejada, se mire por donde se mire, del ideal comunicativo. No obstante, gusta, y mucho. Así que seguimos acatando la ley seca de los 140 caracteres sin rechistar. Es lo que hay, nos repetimos.

Clin, prsss, clin clin, blip, blup, prsss prsss…

Dicho esto, ya no me importa qué notificaciones estén apareciendo en mi teléfono, podría hacerse una composición sinfónica con la cantidad de tonos y avisos que tiene. Es extraordinario el abanico sonoro del que cualquiera puede gozar hoy día. Muchas veces me pregunto qué hubieran hecho Bach, Bethoveen, Mozart, Liszt, Schubert o Satie con esta tecnología. Y mientras me pregunto esta bobada sin respuesta sigo pensando, aunque no lo quiera, en esos amigos que he dejado por el camino, en los afectos olvidados, en el cariño no correspondido, en el desdén sin recatos o en la desfachatez de tal gesto. Eso pensarán los damnificados. Y de todo ello se extrae, querido lector, que la modernidad (facies virtualis) no es asunto baladí. El uso de dipositivos digitales y medios recreativos conlleva una responsabilidad no escrita de la que somos administradores. La mala administración de la información, así como de las acciones o emociones, implica un desequilibrio mudo que acrecienta una errónea sensación de maldad.

Clin, prsss, clin clin, blip, blup, prsss prsss…

Ahora bien, y hete aquí la pregunta del millón, al fin y al cabo era el motivo por el que decidí escribir este texto, ¿en qué grado las redes sociales y los mass media condicionan nuestra manera de interactuar? Todos sabemos que esta influencia es decisiva, pero la pregunta era retórica: ¿definen los usos nuestro comportamiento?, ¿son fidedignas las redes sociales para delimitar la personalidad?, ¿en qué medida un perfil, un usuario, una cuenta, una marca representa a un ser humano?, ¿puede soportar la virtualidad tanta carga de realidad?

Clin, prsss, clin clin, blip, blup, prsss prsss…

La mesa está servida.

Historia menor de Grecia /// Pedro Olalla (Acantilado)

El libro que tengo el placer de presentarles es una rara avis de la historiografía, un texto que parece compuesto con la honda espontaneidad de un niño leído, a vuelapluma, sin mucho ornamento pero con mucha profusión de detalles sencillos y profundos a la vez. Es algo así como un vademécum de la otra historia, esa historia que queda en anécdota y sin embargo nos habla de una cantidad ingente de cultura de la que no se da cuenta en los tradicionales centones historiográficos. Seduce, intriga, estimula, y por qué no decirlo, sabe a poco puesto que pensamos que toda historia debería incluir esa otra parte de verdad que la Humanidad y el Tiempo nos ha cubierto sutilmente.

Sorprende que no se trate de una historia más de las muchas que podemos encontrar en cualquier librería que se precie. Inevitable no pensar en aquella inmortal “Historia de los griegos” de Indro Montanelli como una suerte de punto de partida para llevar a cabo esta formidable empresa, con la peculiaridad de que Montanelli sólo cubrió la Edad Antigua y Pedro Olalla hace un recorrido a través de veintiocho siglos llegando a mediados del XX. En definitiva, ha compuesto para nosotros un libro que probablemente no se recomiende en los seminarios de filología clásica o historia antigua (debido a la precocidad de su aparición, claro está), pero que ya unos pocos guardaremos como imprescindible a la hora de olfatear la cultura helénica. Sorprende también, en este sentido, la seriedad con la que Olalla ha abordado la cuestión, ofreciéndonos en cada uno de los capítulos oportunas referencias bibliográficas, justas y precisas con las que poder profundizar y continuar indagando si la cuestión así nos lo exige.

Lo más jugoso de todo resulta ser el carácter marcadamente humanista que Pedro Olalla ha querido adoptar. Frente a las grandes narraciones excelsas, nos muestra esas coyunturas, circunstancias, sucesos secundarios, a veces incluso marginales, que nos regalan a la vista lo que a veces las imágenes no pueden: el comportamiento de la cultura.

Es este uno de esos experimentos humanos que quedarán para la posteridad de quienes aman la cultura mediterránea y se pregunten sobre ella. De dónde viene, dónde nació, cómo era y cómo eran, por qué esto y por qué lo otro… Una auténtica maravilla que no me canso de recomendarles si encuentran el momento propicio para escarbar en aquellos hombres que, hoy, nos sirven de faro y reflejo de nuestra propia existencia.

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Pedro Olalla, Historia menor de Grecia. Una mirada humanista sobre la agitada historia de los griegos.
Barcelona, Acantilado, 2012, 384 pp., 24 euros.
ISBN 9788415277729

Artículo publicado en la revista Culturamas (06.XI.2012)

Una opening de cine – El gran Lebowski /// Joel y Ethan Coen (1998)

Quiero hablarles de un tipo que vivía allá,
en el oeste…, un tipo llamado Jeff Lebowski.
Al menos ese fue el nombre que le dieron sus
amororos padres, pero nunca supo muy bien
qué hacer con él. Este Lebowski se hacía llamar…
El Nota. Así, el Nota. En mi pueblo nadie se pondría
semejante nombre. Había muchas cosas de el Nota
que no tenían mucho sentido para mí, y lo mismo
de la ciudad de Los Ángeles (esa no es precisamente
la impresión que me dio, pero reconozco que hay
buena gente por allí).
Mentiría si dijera que he estado en Londres,
nunca he estado en Francia, y no he visto ninguna
reina en paños menores, como dijo aquel…,
pero les diré algo: después de conocer Los Ángeles,
esta historia que me dispongo a relatar… Creo que
he visto algo más asombroso que cualquier cosa que
hayan podido ver en uno de esos lugares. Y además
en mi idioma. Así que puedo morir con una sonrisa
sin tener la sensación de que el Señor me la ha jugado.
Bien, pues esta historia que les voy a contar
tuvo lugar a comienzos de los noventa;
 eran los días de nuestro conflicto con Sadam
y los iraquíes. Lo menciono sólo porque
a veces hay un hombre -no diré un héroe,
porque, ¿qué es un héroe-, pero a veces hay un hombre,
y aquí me estoy refiriendo al Nota…, a veces
hay un hombre que es… el hombre de ese momento y ese lugar:
¡está en su sitio! Y ese es el Nota, en Los Ángeles.
Y aunque sea un auténtico vago (y el Nota
ciertamente lo era), seguramente el hombre más vago
del condado de Los Ángeles, lo cual le convierte
en favorito para el título de Hombre
Más Vago del Mundo. Pero, a veces, hay un hombre…
A veces hay un hombre… ¡Vaya!
He perdido el hilo, pero, ¡qué demonios!
Ya lo he presentado bastante.