El monumento a Baudelaire es una de las piedras sepulcrales más hermosas de París, una auténtica piedra de catedral. El escultor tomó un bloque lapídeo, lo abrió en dos extremidades y modeló un compás. Tal es la osamenta del monumento. Un compás. Un avión, una de cuyas extremidades se arrastra por el suelo, a causa de su mucho tamaño, como en el albatros simbólico. La otra mitad se alza perpendicularmente a la anterior y presenta, en su parte superior, un gran murciélago de alas extendidas. Sobre este bicho, vivo y flotante, hay una gárgola, cuyo mentón saliente, vigilante y agresivo, reposa y no reposa entre las manos.
Otro escultor habría cincelado el heráldico gato del aeda, tan manoseado por los críticos. El de esta piedra hurgó más hondamente y eligió el murciélago, ese binomio zoológico —entre mamífero y pájaro—, esa imagen ética —entre luzbel y ángel—, que tan bien encarna el espíritu de Baudelaire. Porque el autor de Las flores del mal no fue el diabolismo, en el sentido católico de este vocablo, sino un diabolismo laico y simplemente humano, un natural coeficiente de rebelión e inocencia. Se rebelan solamente los niños y los ángeles. La malicia no se rebela nunca. Un viejo puede únicamente despecharse y amargurarse. Tal Voltaire. La rebelión es fruto del espíritu inocente. Y el gato lleva la malicia en todas sus patas. En cambio, el murciélago —ese ratón alado de las bóvedas, esa híbrida pieza de plafones— tiene el instinto de la altura y, al mismo tiempo, el de la sombra. Es natural del reino tenebroso y, a la vez, habitante de las cúpulas. Por su doble naturaleza de vuelo y tiniebla, posee la sabiduría en la sombra y, como en los heroísmos, practica la caída para arriba.
César Vallejo, Ser poeta hasta el punto de dejar de serlo. Pensamientos, apuntes, esbozos, Valencia, Pre-Textos, 2018, pp. 9-10.