Los héroes /// Thomas Carlyle (1841)

Esta obra consagró la fama europea de Carlyle. Se trata de seis conferencias que abundan en puntos de vista originalísimos; unas veces asombran por un diseño vigoroso, otras con un cuadro completo, rico en contrastes de claroscuro, o bien con aquellas destemplanzas y ocurrencias suyas que confunden y marean. No hay cuestión que no aborde en este libro: la religión, la política, la literatura, palancas que mueven las grandes fuerzas sociales. El héroe legendario (Odín) es analizado por él con extraordinaria sagacidad, en lo que se real pudo tener a través de las nieblas de la tradición y de las brumas de Dinamarca; en el profeta (Mahoma), describe con intuición maravillosa la influencia ejercida por aquel hijo semibárbaro del desierto entre las tribus fanáticas y sensuales de Arabia; en el poeta (Dante y Shakespeare), estudia con profunda sensibilidad y raro acierto la personalidad del escritor florentino y, con cierta exageración nacionalista, la del inmortal dramaturgo inglés; en el sacerdote (Lutero y Knox), palpita el drama religioso de la Edad Media, en que Europa sacudió sus ligaduras mortales al grito del fraile alemán; en el escritor (Johnson, Rousseau, Burns), observa las tres personalidades distintas en que se encarna el héroe literario, la del mantenedor de lo caduco, el vidente del porvenir y el idealista; en el rey (Cromwell y Napoleón), se esfuerza en justificar la política solapada y la ambición tiránica del protector de Inglaterra, ambición y política que él considera desde un punto de vista especial, juzgándolas nobles manifestaciones de un espíritu a quien la Historia acusó de hipócrita, y en cambio critica con frases despectivas el desenfrenado apetito de gloria y el endiosamiento de un «pigmeo», Napoleón Bonaparte.

Foto: Robert Scott Tait, 1854

Dos grandes ideas resaltan, sin embargo, de este estudio: la sociedad está sujeta a eterna metamorfosis; los héroes son los agentes de esta transformación, cambio o transfiguración, que el ser social, cuerpo y alma, experimenta en el curso del tiempo. Carlyle define tres civilizaciones sucesivas e históricas, dejando aparte, en las profundidades de los siglos, la bruma de la prehistoria. Esas tres grandes civilizaciones de la Europa histórica las designa con los nombres de la Antigüedad y Paganismo, Cristianismo y Edad Media, y Tiempos Modernos, tres épocas que contienen dos transiciones; asistimos a la segunda, la cual forzosamente habrá de ser muy larga, teniendo en cuenta el millar de años que necesitó la disolución lenta del mundo pagano para dar paso a la elaboración, lenta también, del cristianismo. Es cierto que los grandes descubrimientos modernos nos comunican a los fenómenos sociales aceleraciones que desconoció la Antigüedad. Así, esos cambios perpetuos no los juzga Carlyle estériles metamorfosis, ni recesión ni decadencia, sino fases grandiosas de una ascensión que irresistiblemente prosigue a través de nuestros dolores y de nuestros placeres, de nuestras dudas y de nuestras esperanzas.

Retrato de Carlyle, por Sir John Everett Millais, 1877 — Londres, National Portrait Gallery

Con respecto al estilo de Carlyle, raramente se ha manifestado, como en este libro, la verdad que expresó Buffon: el estilo es el hombre mismo. El estilo de Carlyle es él; le retrata de pies a cabeza. Sus ideas, sus entusiasmos y paradojas no podían expresarse en otro estilo. No hay en él la menor contradicción entre fondo y forma, entre alma y expresión. Sus párrafos desiguales, entrecortados por paréntesis y digresiones, con sus ritmos entusiásticos, con sus frases amplias y agitadas, o rápidas y seguras; con el retorno, repetidísimo, de unas pocas ideas centrales, de unas mismas frases o palabras, refleja su carácter sombrío, atormentado, contradictorio y a menudo obsesivo. Sus juegos de puntuación, la abundancia de palabras que empiezan con mayúscula, sus frecuentes subrayados tienen por objeto llamar la atención sobre los temas principales hacia los cuales, como centro de atracción, todas las ideas, todas las frases y todas las palabras se polarizan. Esto ha sido interpretado como defectos, como su Carlyle no supiese escribir y pulir su estilo, o como si buscase la manera de sorprender y mixtificar a sus lectores. El pensamiento mismo de Carlyle es, desde luego, más musical que discursivo; siente, más que ve, fulguraciones de intuiciones grandiosas, inexpresables en palabras. Porque el significado corriente de las palabras no le basta; el hirviente sentido de lo que él quiere expresar no cabe en ellas; se desborda, se vierte en ellas como un metal deslumbrante, en ebullición, del cristal que lo contiene.

Cit., Thomas Carlyle, Los héroes, trad. Pedro Umbert, Madrid, Sarpe, 1985, pp. 7-9.

El amor que anhela y no muere /// André Gide (1888)

André Gide en 1920 / Ottoline Morrell

¡Ah, cuántos ensueños! No hay nada mejor. Cuántos anhelos, cuántos entusiasmos, cuánta sed puede tener un corazón que aún no sabe nada de la vida y que salta de impaciencia por precipitarse a ella.

Cuántos anhelos de ideal, cuántos escalofríos de inquietud, qué temblores del alma que da brincos creyendo que podrá escapar del cuerpo; anhela un dios y lo busca por todas partes, cree rozarlo y le contraría hallar sólo su reflejo en las obras que ha inspirado, por la noche mira a ver si se abren los cielos; los sentidos jóvenes y ardientes no se conforman con una comunión espiritual; quieren tocar, abrazar a ese dios que buscan, y cuando ven que les elude se sienten engañados.

¡Señor! ¡Ah, por qué nos hiciste de barro! Y tú, pobre cuerpo, ¿no puedes creer sin tocar, no puedes amar sin ver? A veces, cuando estás rezando y sientes que el mismo Dios está a tu lado, ¿por qué te vuelves a mirarle? — la ilusión cesa y la plegaria muere en tus labios; entonces te acuestas desconsolado y te dices que ese dios al que no puedes ver no es más que una ilusión.

Oh, María, pero quién te dio
el deseo insensato de tocar al Señor.

André Gide, Diario 1887-1910, trad. Ignacio Vidal-Folch
Barcelona, DeBolsillo, 2021, p. 62

La filial del Infierno en la tierra /// Joseph Roth (1934)

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Joseph Roth / Archivo Breitenbach

Desde hace diecisiete meses estamos acostumbrados a que en Alemania se derrame más sangre que la tinta que utilizan los periódicos para informar al respecto. Probablemente el jefe supremo de la tinta alemana, el ministro Goebbels, tiene más cadáveres sobre su conciencia —si la tuviera— que periodistas sumisos dispuestos a silenciar todos esos muertos. Porque es sabido que la prensa alemana ya no se dedica a publicar lo que ocurre, sino a ocultarlo; ni se limita a difundir mentiras, sino que también las inventa; ni a engañar al mundo —los miserables restos del mundo que todavía tiene una opinión propia—, sino también a imponerle noticias falsas con una ingenuidad apabullante. Nunca, desde que en esta tierra empezó a derramarse sangre, ha existido un asesino que haya lavado sus manos manchadas de sangre en tal cantidad de tinta. Nunca, desde que en este mundo se miente, ha tenido un mentiroso tantos altavoces a su disposición. Nunca, desde que en este mundo se perpetró la primera traición, se han visto tantas disputas entre traidores. Y, por desgracia, nunca como hoy la parte del mundo que no se ha hundido aún en las tinieblas de la dictadura se ha visto tan cegada por el infernal resplandor de las mentiras, ni tan ensordecida y abrumada por el ruido de las mismas. Desde hace siglos estamos acostumbrados a que las mentiras circulen con sigilo. Sin embargo, el monumental invento de las dictaduras modernas es haber creado las mentiras atronadoras, partiendo del acertado supuesto psicológico de que los individuos darán crédito a los gritos cuando duden del discurso. Por más que la mentira tenga, según dicen, patas muy cortas, desde la aparición del Tercer Reich, ha recorrido un buen trecho. Ya no le pisa los talones a la verdad, sino que corre delante de ella. Si algún mérito hay que reconocerle a Goebbels es haber logrado que la verdad oficial cojee igual que él. Ha prestado su deforme horma a la verdad alemana oficial. Que el primer ministro alemán de propaganda cojee no es un accidente, sino una broma intencionada de la historia.

Sin embargo, pocos periodistas extranjeros han advertido de esta sofisticada ocurrencia por parte de la historia mundial. Sería un error suponer que los periodistas de Inglaterra, Estados Unidos, Francia, etcétera, no han sucumbido a los oradores mentirosos y vociferantes de Alemania. También los periodistas son hijos de su tiempo. Es una ilusión creer que el mundo tiene una idea exacta del Tercer Reich. El reportero, que ha jurado atenerse a los hechos, se inclina reverente ante los hechos consumados como ante un ídolo, esos hechos consumados que reconocen incluso políticos y gobernantes, monarcas y sabios, filósofos, profesores y artistas. Hace sólo diez años, un asesinato, sin importar dónde o quién lo cometiera, se habría considerado un horror para el mundo. Desde los tiempos de Caín, la sangre inocente, que clama al cielo, ha encontrado también eco en la tierra. Incluso el asesinato de Matteotti —¡no hace tanto tiempo!— horrorizó a los vivos. Pero desde que Alemania, con sus altavoces, sofoca el clamor de la sangre, éste sólo se oye en el cielo, mientras que en la tierra se ha convertido en noticia habitual en los periódicos. Asesinaron a Schleicher y a su joven mujer. Asesinaron a Ernst Röhm y a muchos otros. Muchos de ellos eran también asesinos. Pero no fue un castigo justo, sino injusto, el que recibieron. Asesinos más listos y hábiles asesinaron a asesinos menos listos y más torpes. En el Tercer Reich no sólo Caín mata a Abel: también hay un Supercaín que mata al simple Caín. Es el único país en el mundo en el que no sólo hay asesinos, sino además asesinos elevados a la enésima potencia.

roth-joseph-enY, como ya he dicho, la sangre derramada clama al cielo, donde no están los reporteros, simples seres mortales. No, los periodistas se encuentran en las conferencias de prensa de Goebbels. Aturdidos por los altavoces, asombrados por la velocidad con que, de pronto, en contra de todas las leyes naturales, una verdad cojeante empieza a correr y las piernas cortas de la mentira se alargan tanto que, a paso ligero, dejan atrás a la verdad, los periodistas del mundo entero informan sólo de lo que les cuentan en Alemania y muy poco de lo que ocurre en Alemania. Ningún reportero está a la altura de un país donde, por primera vez desde la creación del mundo, se producen anomalías no sólo físicas sino también metafísicas: monstruosos engendros infernales, lisiados que corren, incendiarios que se queman a sí mismos, fratricidas, diablos que se muerden la cola. Es el séptimo círculo del Infierno, cuya filial en la tierra se conoce con el nombre de Tercer Reich.

Pariser Tageblatt, 6 julio 1934

 

Cit. Joseph Roth, Años de hotel. Postales de la Europa de entreguerras, trad. Miguel Sáenz, Barcelona, Acantilado, 2020, pp. 272-274.

André Gide. El maestro que me enseñó a dudar /// Jean Daniel (2009)

«¡Familia, hogares herméticos, cómo os odio!»

«Es bueno seguir la pendiente con tal que sea cuesta arriba.»

«Cuando habla desde el corazón se diría que se ha tragado una escoba.»

«Jules Renan siempre da la nota justa, pero en pizzicato

«Cuanto menos inteligente es el blanco, más estúpido le parece el negro.»

«El arte nace de trabas y muere de libertad.»

«Con buenos sentimientos se hace mala literatura.»

«Llamo periodismo a todo lo que mañana valdrá menos que hoy.»

«He recibido a un curioso joven [Bernard Lazare] que creía que había algo por encima de la literatura.»

«No desees, Nathanael, buscar a Dios en ninguna parte más que en todas partes.»

«Y ahora tira mi libro. Haz de ti, paciente o impacientemente, el más irreemplazable de los seres.»

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Jean Daniel, por Daniel Rosell / El Español

Antes de cumplir cuarenta años, Gide es ese escritor de quien cualquier sociedad intelectual, no solo la parisina, cita frases como las anteriores que me han venido a la mente de corrido, sin pensar. He olvidado algunas, pero en un instante las recordaré. Ya en esa época, todo el mundo sabe que en París tenemos un Chesterton o un Oscar Wilde en el autor de Paludes y de Los sótanos del Vaticano. Su universo es la literatura y solo la literatura. No solo está impregnado de ella, sino que se siente capaz de juzgar que corre peligro y teme que la literatura —¡y sobre todo él mismo!— se asfixie. En su opinión, hay que abrir las ventanas de par en par y dejar entrar el viento marero.

Perdió a su padre, un profesor originario de las Cévennes, a los once años. Su madre, protestante de origen normando, solo le impuso que aprendiera piano, instrumento que tocará durante toda su vida. Es el heredero de una gran familia de provincias, hugonota, austera y puritana. Si su padre no hubiera muerto, si sus orígenes hubieran sido católicos, probablemente su trayectoria se hubiera parecido a la de François Mauriac en Burdeos. La familia, ese hogar hermético que él odia, la compone una gente a la que no ha tenido tiempo de soportar. Gente de una tradición implacable e interiorizada. Tanto, que tras la muerte de su madre en 1895, decide celebrar un «matrimonio blanco» con su prima Madeleine Rondeaux. Durante su viaje de novios por Italia y Suiza, por lugares como Sils-Maria, célebres gracias al autor de Zaratustra, descubre con entusiasmo que Nietzsche le incita a liberarse de todas las trabas. Se liberará de la última (la negación a asumir su homosexualidad) cuando decida realizar, sin Madeleine, su gran viaje iniciático al sur argelino. Un viaje que le hará escribir más tarde: «Mi juventud transcurrió cubierta de arrugas, de unas arrugas que mis padres labraron pacientemente, aunque intuyo que mi auténtica juventud va a comenzar en la aurora de mi vejez».

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W. B. Yeats, Marc Allégret y André Gide en 1920 / Lady Ottoline Morell

La libertad le embriaga, y el deseo. En realidad, el deseo del deseo: «Iba a buscar en el desierto mi sed», escribe en Los alimentos terrenales, publicado a cuenta del autor por Mercure de France. En 1902, descubre con El inmoralista una de las fuentes de esa exultante felicidad. Y no dejará de beber de ella. Más tarde, enfermo de tisis, conocerá la famosa felicidad de los convalecientes. Con frecuencia he descrito esa dicha al hablar de Camus y de mí mismo. Ese renacer entre dos enfermedades graves conduce a una forma superior de existencia, una especie de amistad o de intimidad con la vida. Antes del viaje de Gide a Argelia y su estancia en Biskra, su médico le aconseja: «En cuanto vea el más pequeño lago, charco de agua, no lo dude: ¡Tírese! ¡Sumérjase!». Abandonó París y Cuverville tras haber vendido su biblioteca y roto los tabúes.

No sabe bien con qué se va a encontrar pero está seguro de que será mejor que lo que deja atrás. Es un rasgo esencial de Gide. Irse, desprenderse, romper amarras, liberarse, no tanto por haber sido esclavo sino por esa curiosidad apasionada hacia todo aquello de lo que nos priva el inmovilismo, el conformismo y el respeto. En ese periodo, y a diferencia de Jean Grenier, un muro no es una superficie sino un obstáculo que hay que salvar. Lo que hay del otro lado es forzosamente mejor que lo que hay de éste, pues solo tiene cosas que ofrecer. En esa curiosidad, como en ese narcisismo que comparte con Montaigne, subyace una especie de generosidad ávida, de altruismo fascinado que le hace olvidarse de sí cuando, por ejemplo, cuestiona la justicia tras haber sido miembro de un jurado en 1912, o cuando denuncia el colonialismo francés del Chad en 1927. Ese Gide no es conocido. Al menos, no lo suficiente. Apenas recordamos que, partidario de Dreyfus, firma la petición a favor de Zola tras la publicación de su «Yo acuso». Nos olvidamos también de que al refutar Los desarraigados de Barrès, se convertirá en la primera persona que denuncia lo que hoy denominamos «identidades asesinas».

En primer lugar, señalemos que comprender a Gide es casi un desafío, pues le gusta borrar las pistas, ponerse diferentes máscaras. ¿Se trata de un arte del camuflaje? Démosle la palabra. En Los falsificadores de moneda, uno de sus protagonistas, Edouard, logra definirse, inspirándose en Dostoievski y en Proust, como un ser carente de coherencia: «No soy jamás lo que creo que soy, es algo que me ocurre continuamente, de modo que si yo no estuviera para unirlos, mi ser de la mañana no reconocería al de la noche. No hay nadie más diferente de mí que yo mismo. Únicamente en la soledad percibo a veces mi sustrato y logro una cierta continuidad primordial; pero entonces me parece que mi vida se aletarga, que se detiene y voy a dejar de ser. Mi corazón late por simpatía; solo vivo para los demás; por procuración, diría yo, por esponsales, y cuando vivo con más intensidad es cuando salgo de mí para convertirme en cualquier otra persona».

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André Gide frente al espejo / Calle del Orco

Todo el mundo se refiere a él como el autor de Paludes. Y gracias a esta novela se le perdonarán muchas cosas. Pero Simon Leys escribe sin inmutarse que es posible definir a Gide como «un pedófilo, un avaro y un antisemita». Añade que no es del todo falso, pero precisa que «una vez dicho esto, no se ha dicho nada». Y es totalmente cierto. Hay que revisar todo de nuevo, resituarlo, y como se dice hoy, «contextualizarlo».

Gide escribió, por supuesto, Corydon, que es ante todo una vigorosa y precoz defensa de la homosexualidad. Una defensa cuya originalidad no solo se debe a referencia a la civilización griega (lo que, por otra parte, ha sido rebatido), sino a una intuición inspirada por su familiaridad con las ciencias naturales. Son las sociedades las que, siguiendo el ejemplo de ciertas costumbres animales, habrían elaborado el esquema de un hombre naturalmente atraído por la mujer. Su razonamiento anticipa el de Simone de Beauvoir: la autora de El segundo sexo afirmará que no se nace mujer, se llega a serlo. Gide proclama que no se nace heterosexual, se llega a serlo. Lo que provocará escándalo no es tanto su elogio de la homosexualidad como su reputación de hacer el amor sólo con niños: condenado por los suyos por su pederastia, será puesto en la picota por los demás por su pedofilia. Gide no cambiará nunca sus costumbres, pero siempre le indignarán las reacciones que provoca su ensayo Corydon, seguramente la mejor de sus obras, como se atreve a afirmar Ramon Fernandez… digamos que la más revolucionaria.

Son conocidas las amargura y la desilusión que Gide sintió cuando Oscar Wilde terminó por renegar de su homosexualidad en la famosa prisión de Reading. Pero en realidad, Corydon, escritoa en 1911, no será publicado hasta 1924 y, según Ramon Fernandez, fue una réplica a Sodoma y Gomorra de Proust, publicado en 1922. Para Proust, el sufrimiento y la angustia son el precio que hay que pagar por la pederastia. Gide le responde con la felicidad y la plenitud de Corydon.

Tras la publicación del libro, todos sus amigos le dan la espalda. Sobre todo, André Breton y Roger Martin du Gard. Cocteau, Montherlant y Julien Green, también homosexuales, se callan. Era una época en que se consideraba una audacia decir que Verlaine, Rimbaud, Miguel Ángel o Leonardo da Vinci que «aunque homosexual, hizo una gran obra». Fernandez, citado por su hijo Dominique, responde, refiriéndose a Corydon: «Por ser homosexual es por lo que Gide hizo una gran obra». Tesis más frívola que audaz y que llevará a algunos a sostener, más tarde, que fue la homosexualidad la que determinó la solidaridad de François Mauriac con los vascos españoles víctimas de Franco, y con la Resistencia y el gaullismo. Como dirá Clavel, ya no basta con convencernos de que los homosexuales son normales. Tienen que ser superiores.

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La prensa internacional en el bar del Tunisia Palace (Túnez, 1960) / Studio Kahia

Lo importante en Corydon es la afirmación de que la pederastia no es en absoluto «antinatural», según la expresión de Chesterton. Y lo importante en Gide es la idea de la naturaleza. Es imposible que ésta haga del heterosexual un ser normal, y del homosexual un marginado, un enfermo, un demente o un «minusválido», según la expresión de Juan Pablo II.

Gide establece una distinción entre el pederasta y el invertido que hasta los gays de hoy rebaten. Para Gide, el pederasta es Corydon, todo dulzura y embeleso; el invertido es Monsieur de Charlus, todo amargura y sufrimiento. Esta distinción, que llega hasta negar un papel social o intelectual a la mujer, ignora, por su referencia a la Grecia clásica y al gineceo, cualquier evolución del feminismo y la feminidad. Hay un fallo en las tesis de Gide que, si no me equivoco, nadie ha denunciado y que subraya, sin pretenderlo, el término pedófilo, y es que jamás se habla de la autonomía de los jóvenes amantes, de sus reacciones y de su destino. ¿Los niños están tan embriagados como el lírico autor de los Alimentos? ¿Y qué fue de todos esos niños del amor griego cuando llegaron a la edad adulta?

En cuanto a la acusación de avaricia, es muy difícil de matizar. Gide era un gran burgués avaro. Poseía bienes, se preocupaba de su rentabilidad y de conservarlos, tenía mucho cuidado con los gastos, y el personal de su castillo de Cuverville se reducía al mínimo, pero era esencial que hubiera una gobernanta para cuidara de que nadie hiciera el menor ruido mientras dormía la siesta. Era un hombre de anécdotas. Un día, cuando va a tomar el tren con su amigo Roger Martin du Gard, probablemente para ir a Uzès, se alarma al no encontrar los dos billetes que el revisor le pide. Termina por encontrar uno y le dice a Roger Martin du Gard: «Querido amigo: es terrible, he perdido su billete». Se conocen más historias de ese tipo. Siempre son las mismas anécdotas, contadas con las mismas palabras. Catherine Gide, su hija, dice que jamás daba una propina, pero que a veces, y tras pensárselo, podía ser generoso con un amigo que se encontraba en dificultades. No era insensible al deber de caridad que impone el protestantismo, pero cuando llegaba a un lugar donde debía pasar unos días, se inquietaba y se preguntaba: «¿Está usted seguro de que aquí no hay mucha miseria?». Elogia la austeridad pero raramente la pobreza. Salvo cuando, durante su «conversión» al comunismo, descubre al «proletariado» y afirma estar dispuesto a cualquier sacrificio. Pero digamos que, si el Avaro de Molière es como lo interpreta Michel Bouquet, es decir, un personaje que solo está enamorado de sus bienes, Gide no es su arquetipo. No olvidemos que de El inmoralista se publicaron trescientos ejemplares y que él pagó la edición de Los almentos terrenales.

Jean Daniel Fidel Castro 21 nov 1963 MARC RIBOUD

Jean Daniel y Fidel Castro (La Habana, nov. 1963) / Marc Riboud

Pasemos ahora al antisemitismo. Al abordar esta cuestión es necesario recordar el contexto del momento. Como diría Bernanos, el nazismo aún no había deshonrado al antisemitismo. Todo antisemita tenía «amigos israelitas». En el seno de las élites, los grandes maestros, de Durkheim a Bergson, eran judíos. Gide, sin saberlo, era antisemita de un modo peligroso, porque consideraba como una especie de contaminación la aportación de los judíos más franceses al ámbito del genio y, sobre todo, de la lengua. Cuando habla de una obra de Porto-Riche o incluso de Henri Bernstein, Gide les reconoce virtudes, pero se pregunta por qué siente malestar, desazón, por qué le parece estar un tanto sucio, como impregnado por un insidioso veneno. Y afirma esforzarse en vano por encontrar algo de nobleza en esa literatura.

Gide habría ido aún más lejos si no hubiera sido enemigo de Barrès. Nos olvidamos del ascendente, el prestigio, la autoridad del autor de La colina inspirada. Duró mucho tiempo. Barrès tuvo herederos. Se ha dicho de Mauriac, de Montherlant, de Aragon, que fueron en mayor o menor medida hijos de Barrès. Pero no eran contemporáneos del padre. Cuando Gide lee los Cahiers de Barrès, exclama que esos famosos diarios representan todo lo que él detesta. Y, además, a diferencia de Barrès, Gide es partidario de Dreyfus y también amigo de León Blum. ¡Esa amistad! ¿Fue realmente compartida? Jamás lo sabremos. ¿Acaso no tuvo Blum, esa alma noble, el candor de ir a ver a Barrès esperando arrancarle su apoyo a Dreyfus? En cualquier caso, sentía admiración e incluso ternura hacia Gide. Tras la muerte de Blum, fue a visitar a su viuda, que le dijo esta frase desconcertante: «León decía que usted no solo era un amigo sino su único amigo». Gide no supo qué hacer con semejante confidencia…

¿Fue Gide antisemita? Sí, pero a la antigua. Es decir, cuando no se trataba de exterminio, de persecución, ni de la más mínima exclusión. Ese antisemitismo de mera aversión se expresará en casi toda la literatura. La reacción de Gide, tras la publicación de las primeras novelas de Céline, es muy edificante. Primero, como a todo el mundo, le maravilla Viaje al fin de la noche. Después, no siente sino admiración por la «excelente» Muerte a crédito. Cuando se publica el panfleto Bagatelles pour un massacre, se ve obligado a opinar que su autor es «decididamente genial», aunque solo fuera por el antisemitismo, pero al descubrir que Céline lo incluye a él, Gide, con Valéry y el resto de los escritores de la NRF en el mismo grupo que a los judíos, decide que Céline se burla del mundo, que se divierte en grado sumo y que solo da muestras de una habilidad exquisitamente pérfida a la hora de injuriar. Señalemos que el pasaje que elige de Bagatelles es quizá uno de los más inaceptables. Está claro que Gide siente un placer malsano y sospechoso a la hora de hablar de las truculencias sádicas que inspiran a Céline el odio hacia los judíos. Pero no se puede negar que sale airoso al afirmar que si Céline hubiera dicho en serio lo que vocifera, eructa y escupe, sería «indefinible». En el diario de Julien Green de junio de 1938 leemos: «Ayer por la mañana, en casa de Gide. Quería presentarme a un tal Cook, un profesor negro de la Universidad de Atlanta. Es un hombre de unos treinta años, de tez pálida, nariz corta y ganchuda; sus largos pies van calzados con zapatos blancos; las puntas están muy vueltas hacia afuera, como he comprobado en todos los judíos que he conocido. Y, en efecto, Cook tiene un cuarto de sangre judía; él mismo nos lo dijo. Habla admirablemente el francés, con una corrección y una viveza mucho más judía que negra. Nos ha causado a los dos una excelente impresión de buena voluntad e inteligencia». Así pues, un cuarto de sangre judía basta para determinar, a través de las generaciones, la postura de los pies. Julien Green no era en absoluto antisemita. Y tampoco creía en el racismo biológico. Era la época…

Jean Daniel Le Nouvel Observateur

Jean Daniel, Katia D. Kaupp, Michelle Bancilhon, Claude Perdriel, Michel Cournot y Serge Lafaurie poco después de fundar Le Nouvel Observateur (feb. 1965) / William Klein

¿Cómo proseguir? Volviendo atrás. A la sombra de su madre, cuya notable personalidad nos ha desvelado Jean Delay, el joven Gide cree en sí mismo con una desconcertante naturalidad. Sin embargo, da la impresión de dudar de muchas cosas salvo de la literatura y del lugar que él llegue a ocupar en ella. Está decidido a no escribir más que para los happy few. Puede incluso a llegar a pensar que el éxito rápido es sinónimo de mediocridad. Cuando comienza a ser criticado sin clemencia, responde: «Ganaré el juicio, pero en la apelación». Un escritor, Emmanuel Berl, se pregunta sobre lo que más le había llamado la atención en Gide y descubre que la espontaneidad con la que nunca había dudado de sí mismo. Berl cuenta que Gide se había establecido como «gran escritor» del mismo modo que otros se establecen poniendo el carte de «Pastelero» o «Mecánico».

En la adolescencia, ya ha devorado todos los libros y se vanagloria de haber hecho acopio de su mensaje. Tras el bachillerato, se niega a perder el tiempo en la universidad. ¡Perder el tiempo! Ese adolescente considera que sus profesores no pueden enseñarle nada, que es más capaz que ellos de sacar el jugo a los literatos y la miel a los filósofos. Ya se manifiesta en él el sentido del descubrimiento. Sin ninguna consideración por los que han dedicado su vida a estudiar a los autores que él se adjudica el poder de descifrar. Así, poco a poco, más adelante, tiene la sensación de ser el único en dar a conocer al auténtico Dostoievski, al gran y único Nietzsche, pasando por el indio Rabindranath Tagore y el egipcio Taha Hussein, y transitando por Simenon y James Hadley Chase; dispensando algunos homenajes, en primer lugar a Paul Valéry, su contemporáneo, a Roger Martin du Gard —que, sorprendentemente, fue premio Nobel antes que él—, a Montherlant, a Louis Guilloux; y dejando bien claro que los dos grandes escritores son, por desgracia, Céline y Proust. En las citas del principio, he olvidado mencionar su respuesta cuando le preguntaron: «Dante representa Italia, Cervantes a España, Goethe a Alemania, Shakespeare a Inglaterra ¿y a Francia?». «A Francia, por desgracia, Victor Hugo», dijo. En 1909 fundó con Jacques Copeau, Jean Schlumberger y André Ryuters la Nouvelle Revue Française

Conocí la obra de Gide en Argelia, en una azotea privada del sol por la maldita construcción de un muro. Mathilde, mi hermana mayor, había reunido en una caja las obras de Irène Némirovsky, Paul Bourget, Rachilde, Max du Veuzit, Charles Morgan y Rosamond Lehmenn, y había puesto aparte a Colette, Oscar Wilde y Gide. El azar me llevó a hojear las páginas del Diario en las que Gide declaraba su amor por la URSS y el comunismo. Mi mirada tropezó con esta frase: «Y si tuviera que dar mi vida para garantizar el éxito de esta prodigiosa aventura, la daría sin vacilar».

Jean Daniel 1961

Jean Daniel fue alcanzado por un avión francés en Bizerte (Túnez, 1961) / Jean Marquis

Por alguna razón que se me escapa esa declaración me impresionó mucho. Sin duda, los adolescentes del Frente Popular estaban apasionadamente politizados y predispuestos al compromiso. ¿Pero qué podía saber yo de Gide a los quince años? Tenía necesidad de creer. Me daba cuenta de mi sorprendente sensibilidad hacia la escritura. Me convertí, así, en militante, y no descubrí a Nathanaël hasta que Gide tuvo la lamentable idea de llamarlo «camarada» en Los nuevos alimentos terrenales. Añadamos que esos Alimentos me provocaron, mucho antes que Bodas, de Camus, una exaltación sensual y mística. Estaba tan hechizado que buscaba en los índices onomásticos de los libros el nombre de Gide, y si no estaba, renunciaba a leerlos. Recuerdo el artículo de un periódico que empezaba con esta frase: «Sin duda, la juventud tiene necesidad de heroísmo y Montherlant lo expresa con gran acierto, pero…»Inmediatamente me hice con La rosa de arena, Encore un instant de bonheur y, por supuesto, Les jeunes filles. Y podría decir, parafraseando al maestro: «Mi adolescencia transcurrió arropada por Gide».

Pero no había pasado un año cuando vi cómo mi Dios descendía del Olimpo. Denuncia a Stalin, que había sido su pródigo anfitrión, como un déspota que «avasalla», aterroriza y humilla a su pueblo. La acusación, publicada en el semanario Vendredi, constituye un auténtico golpe intelectual y afectivo, pues no se podía negar que el autor de los Alimentos había sido recibido en la Unión Soviética, según se decía, como «un jefe de Estado». Al no proceder de una víctima, su deserción era aún más eficaz y violenta. Quemar lo que se había adorado era de una osadía sin precedentes. De ese modo, al acabar con una religión, el gran burgués protestante consternó a toda una generación. Aquello era excesivo. Curiosamente, pues, seguí a Gide en dos impulsos heroicos: el de la fe y el de la iconoclasia. En otras palabras, Gide podía ser «pedófilo, avaro y antisemita», pero una vez dicho esto, no se había dicho nada si no se recordaba el papel desempeñado por un librito titulado Regreso de la URSS, publicado en 1936 y cuya repercusión intelectual e histórica fue considerable.

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André Gide

A partir de este momento, el lector de Gide debía intentar hallar su camino en lo que se convertía en un laberinto de contradicciones. En mi caso, era mucho más fácil encontrar ese camino porque yo lo había hecho mío y porque la verdad de Gide se hallaba precisamente en la contradicción. Recuperamos de repente a ese hombre franco, de apariencia un tanto asiática, de ojos achinados y mirada atenta, al que le gusta vestir una capa romántica incluso cuando está sentado al piano. Un hombre que, partiendo de la estética de la rebeldía hedonista, del individualismo pagano, enamorado de lo insólito, de los contrarios e incluso de lo contradictorio, encontrará su salvación en el autor de Zaratustra. En realidad, es de Gide de quien adquiriré para siempre el sentido y la necesidad de lo que hoy se llama complejidad. Una afirmación no es válida si no incluye su contrario: si no se revela compleja. Tengo la sensación, extraña o presuntuosa, de haber introducido ese concepto en mi oficio antes de que fuera teorizado en una obra de reconocida ambición científica [Edgar Morin]. Más tarde, descubrí con pesar que Gide no había leído al teólogo mallorquín Ramón Llull. En una de sus innumerables obras, El libro del gentil y los tres sabios, solo se encuentra a Dios tras un viaje a las diferencias y las contradicciones.

Volviendo a Nietzsche, ese liberador visionario que rompe con la angustia del pecado original para afirmar una libertad en marcha, Gide va de éxtasis en éxtasis cuando, en 1895, durante el viaje de novios con su mujer y prima Madeleine, sigue sus huellas. «Me parecía», dirá Gide, «que me iba quitando velos poco a poco o que entraba en mí paso a paso […] Siempre que vuelvo sobre Nietzsche, me doy cuenta de que no se puede decir nada más, y me desespera; por qué tuvo que existir; me hubiera gustado con locura ser él; descubro uno a uno todos mis pensamientos secretos».

Gide se preciará de ser el primero en dar a conocer o, al menos, el que mejor lo hace, la intensidad y el sentido de la revolución nietzscheana. El texto que escribe entonces es de una humildad casi mística. Sin duda alguna, Nietzsche lo había dicho todo, todo lo que el propio Gide habría querido decir, todo lo que a él le hubiera gustado ser el primero en decir. Hay grandes textos: los de Rousseau sobre Plutarco, el de Lévi-Strauss sobre Marcel Mauss tras haber leído su Ensayo sobre los dones, el homenaje de Paul Veyne a René Char o el de Virginia Woolf a Proust. Pero nada me conmovió más, en la época en que lo leí, que el texto de Gide sobre Nietzsche. Hasta el punto de que me preguntaba si no había que preferir Nietzsche a Gide.

Gide murió el 19 de febrero de 1951, en la rue Vaneau, I bis, tras escribir Así sea o la suerte está echada. Luego, un gideano de alta alcurnia, Roger Stéphane, escribirá Tout est bien. Ambos citan continuamente a Kirilov, el héroe de Dostoievski en Los poseídos.

Jean Daniel LA RAZÓN MÉXICO

Jean Daniel (Bilda, 21 julio 1920 – París, 19 febrero 2020) / La Razón de México

 

Cit. Jean Daniel, Los míos, trad. María Cordón Vergara y Malika Embarek López, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012, pp. 47-58.

Pero ¿qué existía en realidad antes del Big Bang? /// Amos Oz (1996)

Mi padre escribía libros sesudos. Siempre me envidió la libertad que yo gozaba, como novelista, de escribir como quisiera, directamente de la cabeza a la página, sin las limitaciones de toda esa búsqueda e investigación preliminar, sin la carga de la obligación de conocer todos los datos existentes en la materia, sin el impedimento de cotejar fuentes, proporcionar pruebas, comprobar citas y poner notas a pie de página: libre como un pájaro. ¿Tiene uno ganas de escribir: «Shmuel ama a Tsila»? Pues adelante, a escribirlo. ¿Quiere escribir: «Pero Tsila ama a Gilbert»? Allá va. ¿Quiere añadir: «Sin embargo, Shmuel y Gilbert se aman»? ¿Quién puede rebatirle? ¿Quién puede venir a discutírselo con datos contrarios o con fuentes que a lo mejor ha pasado por alto?

Yo, por otra parte, tenía cierta envidia a mi padre. Cada vez que se ponía a trabajar en un artículo erudito, su mesa de trabajo se llenaba, de un extremo a otro, de libros abiertos, separatas, textos de consulta, diccionarios, un arsenal de artillería de apoyo. Él nunca tenía que estar, como yo, sentado contemplando una única y burlona hoja en blanco en medio de un escritorio desierto, como un cráter en la superficie de la luna. Sólo yo y el vacío y la desesperación. Ponte a sacar algo de la nada en absoluto. Por cierto, estoy hablando del mismo escritorio. Cuando mi padre murió, yo heredé su mesa, que durante años y años estuvo densamente poblada, como un suburbio de Calcuta, mientras que ahora está tan desierta como la pista de aterrizaje de Kosovo.

En realidad, ¿quién no ha tenido la horrible experiencia de estar sentado delante de una hoja en blanco que le sonríe a uno con su boca desdentada: «Adelante, vamos a ver si me pones la mano encima»?

Una página en blanco es en realidad una pared encalada sin ninguna puerta ni ventana. Empezar a contar una historia es como tontear con una persona totalmente desconocida en un restaurante. ¿Recuerdan al Gurov de Chéjov en La dama del perrito? Gurov hace al perrito un gesto monitorio con el dedo una y otra vez, hasta que la dama le dice, ruborizándose: «No muerde», y entonces Gurov le pide permiso para dar un hueso al can. Tanto a Gurov como a Chéjov se les ha dado así un hilo que seguir; empieza el coqueteo y el relato despega.

El comienzo de casi todos los relatos es realmente un hueso, algo con lo que cortejar al perrito, que puede acercarlo a uno a la dama.

The Guardian Tom Pilston 1989

Amos Oz (1989) / Tom Pilston

Imaginen que deciden escribir acerca de una muchacha de Nahariya —llamémosla Mathilda— la cual averigua que tiene una prima en Grecia a la que no conoce. Supongamos que la prima se llama también Mathilda. Imaginen que la Mathilda de Nahariya resuelve ir a Grecia en septiembre a conocer a su prima y tocaya. Muy bien, pero ¿qué debe ir primero? ¿Mathilda despertándose una soleada mañana? ¿Mathilda en la agencia de viajes? ¿Mathilda de niña, aquel memorable día en que se pilló los dedos en el ventilador? ¿O Mathilda en Tesalónica, tomando una habitación en un hotel lleno de granjeros, donde conoce a un tímido apicultor? ¿O debemos quizá empezar el relato con una descripción detallada de las espesas telarañas que hay en el trastero de debajo de la escalera? ¿Qué hay que contar en el primer capítulo? ¿Y en el primer párrafo? ¿Mathilda mirando los pendientes que pertenecieron a su abuela, que también se llamaba Mathilda? ¿Cuánto debe revelar la primera frase? ¿«En medio del camino de la vida / errante me encontré por selva oscura / en que la vía recta era perdida»? Tal vez la estrofa inicial de Dante para el Infierno podría servir como línea inicial para todos los relatos: «En medio del camino de la vida» es, más o menos, donde empiezan en realidad muchos relatos.

Así pues, uno se sienta y se pregunta qué debe ir primero y cómo llegar a ese comienzo en medio del camino. Sentándose. Garabateando en la hoja. Arrugándola. Tirándola. Garabateando en la siguiente: formas, flores, triángulos, rombos, una casa con una pequeña chimenea, un gato sin pelo. Arrugándola de nuevo. Tirándola. Para entonces, Mathilda empieza a desaparecer. Una da la vuelta a una nueva hoja. Ay, la nueva hoja no es más amable que la anterior. Así son las cosas: no hay perrito, no hay dama.

En realidad, esto sucede siempre, no solamente a los novelistas sino a cualquiera que se ponga a escribir cualquier cosa. A Tsila se le ha encomendado que entreviste a Gilbert, uno de los solicitantes del puesto de coordinador de personal en una fábrica. Tsila tiene que informar por escrito de sus impresiones. Escribe: «La entrevista tuvo lugar en el Café Bagdad a las seis de la tarde».

Lo tacha. Eso no es totalmente exacto, porque la entrevista empezó, efectivamente, a las seis, pero se desarrolló entre las seis y las siete menos cuarto. Además, ¿a quién le importa si eran las seis o las ocho, si se trataba de Bagdad o Alaska? Tacha de nuevo. Muerde el extremo del bolígrafo. Piensa. Luego escribe: «Al principio de la entrevista, Gilbert me entregó…». Vuelve a tachar; cambia «Gilbert me entregó» por «el solicitante me entregó un currículum vitae, que insistió en que leyera en el momento, antes de empezar nuestra conversación. Adjunto el currículum».

Lo tacha. ¿Qué importancia tiene eso? Además, «insistió» resulta demasiado fuerte aquí, pues Gilbert no fue tan categórico. ¿«Pidió»? Demasiado débil. En realidad, lo que hizo fue menos que insistir pero más que pedirme que leyera su currículum primero. ¿Hay una palabra intermedia entre «pedir» e «insistir»? ¿Tal vez «exigir»? No, no me lo exigió. Y no fue «categórico». En general, «categórico» es una palabra tonta. Sea como fuere, el currículum irá adjunto a mi informe, si es que consigo redactarlo, de modo que ¿a quién le importa si Gilbert insistió, persistió, pidió, rogó o me tentó? (¿Me tentó? ¿Gilbert? ¿Qué mosca te ha picado de repente, Tsila?). Bueno, quizá lo pueda poner así: «El solicitante me produjo la impresión de ser un hombre con una extraordinaria confianza en sí mismo, aun cuando tal vez se esforzó demasiado en tratar de producirme esa impresión». Estupendo, excepto que en realidad es un bodrio: me produjo la impresión de que se esforzaba demasiado en «tratar de producirme esa impresión». Un asco de lógica, y un asco de hebreo también. Además, «extraordinaria confianza en sí mismo»: ¿quién te crees que eres? ¿Un asesor titulado en confianza en uno mismo?

Tsila vuelve a empezar: «Gilbert Kadosh, veintinueve años, nacido en Gedera, Israel, divorciado, sirvió cinco años como inspector de policía…». No. Demonios, ¿es que no puedes poner las cosas como es debido? Sí que sirvió en la policía cinco años, pero fue inspector sólo el último año y medio.

Y ¿por qué no empezar buscándole la gracia? Pero ¿dónde está la gracia? Encima se está haciendo tarde. Y Tsila ha prometido llamar a Mathilda antes de que acabe su turno.

Un asco otra vez. No está claro si «su turno» se refiere al turno de Mathilda o al de Tsila.

Basta. Tsila no presentará su informe hoy. Mañana será otro día. No es el fin del mundo.

Nuevo tachón. «Mañana será otro día» está muy trillado. Por otra parte, ¿y qué? ¿Qué tiene de malo que esté trillado? ¿Por qué no? ¿Y no queda patoso acabar con tres preguntas sinónimas: «¿Y qué? ¿Qué tiene de malo? ¿Por qué no?»?

Tsila hace pedazos la hoja y llama a Mathilda (que se ha ido a Grecia a buscar a la otra Mathilda).

Claudio Álvarez 2004

Amos Oz en el Hotel Palace de Madrid (13 septiembre 2004) / Claudio Álvarez

Empezar es difícil.

Cierto es que hay diversas estrategias para abordar esta dificultad: hay escritores que nunca empiezan por el principio mismo, sino por un par de escenas fáciles de la parte central del relato, sólo para entrar en calor. (El problema es que hasta una escena fácil de la parte central del relato requiere una frase inicial). Unos, como el Grand de Camus en La peste, escriben y reescriben cien veces la primera frase de un libro y nunca pasan de ahí. Otros tiran la toalla —podemos imaginar— y, quizá desesperados o agotados, deciden empezar como se les ocurra, qué diablos importa, uno puede empezar por cualquier sitio, sin nada en absoluto, incluso con algo aburrido o un poco tonto. Ahí tenemos, por ejemplo, al gran Dostoievski y su flojo principio de un relato titulado Noches blancas: «Era una noche prodigiosa, una noche de esas que quiźa sólo vemos cuando somos jóvenes, lector querido. Hacía un cielo tan hondo y tan claro que, al mirarlo, no tenía uno más remedio que preguntarse si era verdad que debajo de un cielo semejante pudiesen vivir criaturas malas y tétricas».

Una pena, vamos. Ni siquiera la aduladora apelación al «lector querido» puede redimirlo de su banalidad sentimental. Y esto, al fin y al cabo, es nada menos que Dostoievski. Sabe Dios cuántos borradores y más borradores hizo, rehizo, destruyó, maldijo, garabateó, arrugó, arrojó a la chimenea, tiró al inodoro, antes de conformarse por fin con esta especie de «bueno, vale».

Ahora bien, puede que no sea así. Después de todo, Noches blancas es un relato escrito en primera persona desde el punto de vista de un personaje sentimental, y lleva el subtítulo Una historia de amor sentimental. (De las Memorias de un soñador). De modo que bien pudiera ser que la penosa frase de inicio sea deliberada y premeditadamente penosa.

De ser así, tenemos que replantear nuestra cuestión. ¿Cuántos borradores tuvo que escribir y reescribir Dostoievski para llegar finalmente a este raro espécimen de floja frase inicial? ¿Cuánto refinamiento y destilación tuvo que poner en ese cielo tachonado de estrellas, en ese «lector querido» y en ese cielo que «quizá sólo vemos cuando somos jóvenes»? Dicho de otro modo, el traje nuevo del emperador del cuento de Andersen ¿no era más que un simple engaño, destinado a poner de manifiesto la estupidez del emperador y del conformismo de la multitud? ¿O quizá el niño valiente que gritó «¡El emperador está desnudo!» era también un estúpido, aunque de otra categoría? ¿Es posible que el emperador desnudo en realidad no estuviera desnudo sino maravillosamente ataviado, y que el sastre deshonesto no fuera un farsante sino un asombroso maestro cuyo ingenio estuviera muy por encima de las posibilidades de la multitud, muy por encima de los alcances del niño? ¿No podría ser que sólo los espectadores más sutiles hubieran podido darse cuenta del esplendor del traje nuevo del emperador, cuya belleza escapaba al emperador, a la plebe e incluso al atrevido niño deconstructivista, quien debería haber investigado en los archivos antes de poner al descubierto la desnudez del emperador, no porque el emperador estuviera más desnudo que los demás emperadores —o que los demás seres humanos— sino precisamente porque los emperadores desnudos son hoy la oferta especial de la semana?

Podríamos formular la cuestión de la siguiente manera: ¿dónde está, si es que existe, la línea de separación entre presentar un personaje sentimental en primera persona y producir un texto sentimental? ¿O es que ya no hay textos buenos y malos, sino sólo textos legítimos bien acogidos y otros textos, no menos legítimos, que no hallan buena acogida?

Edward Kaprov 2015

Amos Oz en su casa de Tel Aviv (octubre 2015) / Edward Kaprov

Volvemos a nuestra cuestión. ¿Dónde empieza un relato como es debido? Todo principio de relato es siempre una especie de contrato entre escritor y lector. Hay, por supuesto, toda clase de contratos, incluyendo los que son insinceros. A veces, el párrafo o capítulo inicial actúa a la manera de un pacto secreto entre escritor y lector, a espaldas del protagonista. Es el caso del inicio del Quijote y de Ayer mismo, de Agnón. Hay contratos engañosos, en los cuales el autor parece revelar toda suerte de secretos, de modo que el desprevenido lector muerde el anzuelo, imaginando que en efecto se le invita a entrar en el cuarto oscuro y sin darse cuenta de que ese «entre bastidores» no es en realidad lo de detrás de las bambalinas sino solamente un nuevo decorado; mientras el lector se imagina que forma parte de una conspiración, en verdad no es más que la víctima de otra conspiración más sutil: el contrato visible no es más que un objeto de mentira, el sujeto de un contrato interno, más sutil, más taimado. Éste es, por ejemplo, el caso del inicio de Michael Kolhaas, de Kleist; de El proceso de Kafka y de El elegido de Thomas Mann. (El primer capítulo de El elegido se titula «¿Quién toca las campanas?», y se informa con toda seriedad al lector de que no es el campanero el que toca las campanas, sino «el espíritu del relato», sólo para encontrarse después con que este «espíritu del relato» no es ciertamente ningún espíritu sino un irlandés llamado Clemence).

Hay comienzos que funcionan como una trampa de miel: en un primer momento se nos seduce con un sabroso cotilleo, con una reveladora confesión o con una aventura espeluznante, pero al final averiguamos que lo que estamos atrapando no es un pez vivo, sino un pez disecado. En Moby Dick, por ejemplo, hay muchas aventuras, pero también muchas exquisiteces no mencionadas en el menú, ni siquiera en el contrato inicial («Llamadme Ishmael»), pero que se nos conceden como un plus especial, como si compráramos un helado y ganáramos un pasaje para dar la vuelta al mundo.

Hay contratos filosóficos, como la famosa frase inicial de Anna Karenina de Tolstói: «Todas las familias felices se parecen; cada familia infeliz lo es a su propia manera». En realidad, el propio Tolstói, en Anna Karenina y en otras obras, contradice esta dicotomía.

A veces se nos pone frente a un contrato con un principio áspero, casi intimidatorio, que advierte al lector desde el mismo comienzo: los pasajes son muy caros aquí. Si usted cree que no puede permitirse un cuantioso pago por adelantado, será mejor que ni siquiera intente entrar. No habrá concesiones ni descuentos. De este tipo es, por ejemplo, el principio de El ruido y la furia de Faulkner.

Pero ¿qué es, en última instancia, un comienzo? ¿Puede existir, en teoría, un comienzo adecuado para cualquier relato? ¿No hay siempre, sin excepción, un latente «comienzo antes del comienzo»? ¿Algo previo a la introducción, al prólogo? ¿Un acontecimiento anterior al Génesis? ¿Una razón que diera motivo al factor del cual se originó la causa primera? Edward A. Said distinguió entre «origen» (ente pasivo) y «comienzo» (que él considera un ente activo). Si, por ejemplo, queremos empezar un relato con la frase «Gilbert nació en Gedera el día siguiente a la tormenta que arrancó el cinamomo y destruyó la valla», a lo mejor tendríamos que hablar de la caída del cinamomo, tal vez incluso de las circunstancias en las que se plantó, o tendríamos que remontarnos a cuándo, de dónde y por qué vinieron los padres de Gilbert a establecerse precisamente en Gedera, y dónde estaba la valla destruida. Pues si Gilbert Kadosh nació, alguien tuvo que tomarse la molestia de engendrarlo; alguien tuvo que haber esperado algo, o temido, amado o no amado algo. Alguien pidió y se le concedió; alguien disfrutó, o sólo hizo como que disfrutaba. En suma, para que la narración esté a la altura de su obligación ideal, tiene que retroceder por lo menos hasta llegar al Big Bang, a ese orgasmo cósmico con el cual empezaron todos los bangs menores. Y, por cierto, ¿qué existía aquí en realidad justo antes del Big Bang? ¿Una encarnación anterior a Gedera?

2007 AFP

Amos Oz en Arad (26 febrero 2007) / AFP-Getty

En nuestro contrato inicial, el de la tormenta y el cinamomo, debiera existir, como un cromosoma, lo que un día hará que Gilbert Kadosh se case, luego se divorcie, ingrese en la policía, después se retire y solicite un nuevo empleo, que es lo que da lugar a que conozca a Tsila, ese día que pidió —insistió; no, ni pidió ni insistió, sino algo entre insistir y pedir—, y desde entonces Tsila se ha sentido fascinada por él, averiguando al final que Shmuel, que la ama, se está enamorando también de Gilbert.

¿O no deberíamos empezar por Gilbert ni por Tsila, sino por Shmuel? ¿O incluso por la tatarabuela de Shmuel, Mathilda, que era también tatarabuela de Mathilda, la amiga de Tsila, la que fue a Grecia a buscar a su desconocida prima y tocaya?

 

Cit. Amos Oz, La historia comienza, trad. María Condor, Madrid, Siruela, 2007, pp. 9-19.

El sueño /// Manuel Astur (2014)

Manuel Astur (Guillermo Gutiérrez)

Manuel Astur / ®Guillermo Gutiérrez

La gente de campo sabe muchas cosas. Se las enseñaron sus padres, quienes a su vez las aprendieron de los suyos, que también fueron aleccionados por sus progenitores, y así hasta perderse en las raíces del tiempo. No parecen grandes enseñanzas, no para el siglo XXI. Pero sí son necesarias, imprescindibles. Al menos en su mundo, que es, desde siempre, el de la humanidad.

Resulta muy sencillo deducir en qué estación estamos, casi todo el mundo puede hacerlo. Basta con fijarse, por ejemplo, en la frondosidad de las copas de los árboles, en el color de la hierba o si entre dicha hierba hay flores. Hasta un niño puede hacer una composición sobre ello y dar unos datos e indicaciones acertadas. Sin embargo, la cosa se complica a la hora de situar los puntos cardinales sin brújula o calcular la hora sin disponer de reloj. Hay que ser un poco más observador para descubrir que el sol avanza en el cielo de este a oeste —teniendo en cuenta que en verano e invierno se desplaza un poco hacia el norte y en primavera y otoño un poco hacia el sur— y utilizarlo como la manecilla de un gran reloj. Y si es de noche, saber que la Estrella Polar está al norte o que, cuando la luna tiene forma de C, sus puntas señalan hacia el este. Esto resulta, más o menos, fácil. Pero ¿qué pasa cuando está nublado y no podemos ver el sol, la luna o las estrellas? Hay que ser mucho más sensible y observador. Así, por ejemplo, la gente de campo sabe que la hierba se inclina, se acuesta, cuando está cercano el oscurecer y se levanta poco antes del amanecer. O que determinadas flores comienzan a abrirse por la mañana y se cierran cuando el día toca a su fin, mientras que otras hacen lo contrario y durante la madrugada es cuando derraman sus más delicadas fragancias. Así también con los pájaros —no ya el gallo, que, en contra de lo que se suele decir, es poco de fiar y no resulta extraño escucharlo cantar a horas absurdas—, cuya presencia y trino dependen de la estación y de la hora. Del mismo modo, un buen campesino tiene claros los puntos cardinales en todo momento sin mirar al cielo, con sólo fijarse en detalles como que el musgo, huyendo del sol, suele crecer en la cara norte de las piedras y troncos, el lado norte de las montañas es el más frío y húmedo, y donde más tiempo dura la nieve, o que los anillos de crecimiento de los troncos son ligeramente más estrechos por el lado que reciben menor cantidad de sol. Hay que saber leer el paisaje para leer el presente; saber estar en el mundo.

Del mismo modo, el cosmopolita —a estas alturas, me incluyo entre ellos—, que ha olvidado todo esto porque no lo necesita, se analiza a sí mismo día y noche para descubrir su lugar en la sociedad que es su mundo, porque él mismo y su disfraz son el reflejo del entorno. Así pues, observa y descubre otras cosas que al campesino poco interesan. Por ejemplo, reconoce su tristeza en que le cuesta levantarse más de lo normal para ir a trabajar, cualquier pequeña actividad le resulta ardua o no le apetece ver a ninguno de sus muchos amigos; deduce que está alegre porque tiene una gran vida social y ríe mucho y quiere y es querido por los demás; o concluye que algo va mal, ya que no asciende en el trabajo, su teléfono no suena o jamás le proponen planes. Esto es fácil, hasta un adolescente lo sabe. Pero ¿qué pasa cuando conoces tu sitio en la sociedad, cuando tu teléfono suena y te proponen planes y asciendes en tu trabajo y quieres y eres querido y ninguna actividad te resulta ardua, pero, aun así, sientes que está nublado, que hay algo que va mal dentro de ti y no puedes encontrar el norte? ¿Cuando tu brújula está estropeada y sólo apunta a tu triste ego? ¿Cómo orientarte en tales casos? ¿Cómo encontrar el camino? ¿Qué hacer cuando te sientes perdido sin tener razones para ello?

 

Manuel Astur, Quince días para acabar con el mundoBarcelona, Principal de los Libros, 2014, pp. 11-13.

El establo /// Giovanni Papini (1921)

Jesús nació en un establo.

Un establo, un auténtico establo, no es el portal simpático y agradable que los pintores cristianos dispusieron para el hijo de David, avergonzados casi de que su Dios hubiese yacido en la miseria y la porquería. No es tampoco el pesebre en escayola que la fantasía confiteril de los imagineros ha ideado en los tiempos modernos; el establo limpio y bonito, de lindos colores, con el pesebre aseadito y repulido, el borriquillo en éxtasis y el buey contrito, los ángeles encima del tejado con el festón que ondea al viento, las figuritas de los reyes con sus mantos y las de los pastores con sus capuchas, de hinojos a uno y otro lado del cobertizo. Todo eso puede ser un sueño para novicios, un lujo para párrocos, un juguete para niños pequeños, la «hostería profetizada» de Alessandro Manzoni, pero no es en verdad el establo en el que nació Jesús.

Un establo, un auténtico establo, es una casa de las bestias, es la cárcel de las bestias que trabajan para el hombre. El viejo y pobre establo de los países antiguos, de los países pobres, del país de Jesús, no es el pórtico de columnas y capiteles, ni la caballeriza científica de los ricos de hoy en día, ni el belén elegante de la Nochebuena. El establo no es otra cosa que cuatro paredes toscas, un empedrado mugriento y un techo de vigas y de lajas. El verdadero establo es lóbrego, sucio, maloliente; lo único limpio es él es el pesebre, donde el amo dispone el heno y los piensos.

Los graderíos de primavera, frescos en los amaneceres serenos, ondulantes al viento, soleados, húmedos, olorosos, fueron segados; cortadas con la hoz de las hierbas verdes, las finas hojas altas; amputadas junto con las bellas flores abiertas: blancas, encarnadas, amarillas, azules. Todo se mustió, se secó, tomó el color pálido y único del heno. Los bueyes jóvenes acarrearon hasta la casa los muertos despojos de mayo y junio.

Ahora aquellas hierbas y aquellas flores, aquellas hierbas desecadas, aquellas flores que siguen siendo aromáticas, están allí, dentro del pesebre, para saciar el hambre de los esclavos del hombre. Los animales abocan despacio con sus abultados labios negros, más tarde vuelve a la luz el prado florido, sobre el forraje que les sirve de cama, transformado en estiércol húmedo.

Ese es el verdadero establo en que Jesús fue parido. El primer aposento del único puro entre todos los nacidos de mujer fue el lugar más asqueroso del mundo. El Hijo del Hombre, que había de ser devorado por las bestias que se llaman hombres, tuvo como primera cuna el pesebre en que los animales desmenuzan las flores milagrosas de la primavera.

No nació Jesús de casualidad en un establo. ¿No es acaso el mundo un establo inmenso en el que los hombres engullen y estercolan? ¿No transforman acaso, por arte de una alquimia infernal, las cosas más bellas, más puras y divinas en excrementos? Y a continuación se tumban a sus anchas sobre los montones de estiércol y dicen que están «gozando la vida».

Una noche, sobre esa pocilga pasajera que es la tierra, en la que ni con todos los embellecimientos y perfumes se logra ocultar el fiemo, apareció Jesús, parido por una Virgen sin mancha, armado sólo de su inocencia.

Los primeros en adorarlo fueron los animales, y no los hombres.

Buscaba Él entre los hombres a los simples, y entre los simples a los niños; más simples aún que los niños, más mansos, lo acogieron los animales domésticos. Es asno y el buey, aunque humildes, aunque siervos de otros seres más débiles y feroces que ellos, habían visto a las muchedumbres postradas de hinojos ante ellos. El pueblo de Jesús, el pueblo santo —al que Jehová había libertado de la servidumbre de Egipto—, el pueblo al que el pastor había dejado solo en el desierto para subir a conversar con el Eterno, había obligado a Aarón a que le fabricase un buey de oro para adorarlo.

El asno estaba consagrado, en Grecia, a Ares, a Dionisos y a Apolo Hiperbóreo. La burra de Balaam había salvado con sus palabras al profeta, demostrando ser más sabia que el sabio; Ocos, rey de Persia, colocó un asno en el templo de Fta e hizo que lo adorasen.

Pocos años antes de que Cristo naciese, Octaviano, que había de ser su señor, se cruzó cuando iba a reunirse con su flota, la víspera de la batalla de Azzio, con un burrero que marchaba con su burro. La bestia se llamaba Nicón el Victorioso, y el emperador hizo levantar en el templo un asno de bronce como recordatorio de la victoria.

Reyes y pueblos habíanse inclinado hasta entonces con reverencia ante los bueyes y los asnos. Eran los reyes de la tierra, eran los pueblos que sentían predilección por la materia. Pero Jesús no nacía para reinar sobre la tierra, ni para amar la materia. Con Él se acabarán la adoración a la bestia, a la flaqueza de Aarón y la superstición de Augusto. Las bestias de Jerusalén lo matarán, pero las de Belén le dan por ahora calor con su resuello. Cuando llegue Jesús para la última Pascua a la ciudad de la muerte, lo hará cabalgando en un asno. Pero Él es mayor profeta que Balaam, ha venido a salvar a todos los hombres y no sólo a los hebreos, y no se apartará de su camino, aunque todos los mulos de Jerusalén lo acometan con sus rebuznos.

 

Giovanni Papini, Historia de Cristo, en Obras completas, tomo IV, Madrid, Aguilar, 1968, pp. 29-31.

Dies Irae /// Leonid Andréiev

ca.1910

Leonid Andréiev (ca.1910)

«Si yo recogiese por el mundo entero todas las buenas palabras que usan los hombres, todas sus tiernas y sonoras canciones, y las lanzase al aire alegre; si yo recogiese todas las sonrisas de los niños, las risas de las mujeres no ofendidas aún por nadie, las caricias de las ancianas madres de cabellos blancos, los apretones de manos de los amigos, y con todo ello hiciese una corona inmarcesible para una hermosa cabeza; si yo recorriese todo el haz de la tierra y recogiese cuantas flores hay en los bosques, en los campos, en las praderas, en los jardines de los ricos, en las profundidades de las aguas, en el fondo azul de los mares; si yo recogiese cuantas piedras preciosas brillan en las hendiduras de los montes, en la oscuridad de las minas profundas, en las coronas de los soberanos y en las orejas de las grandes damas, y con todas hiciese una montaña fulgurante; si yo recogiese todas las llamas que arden en el universo, todas las luces, todos los rayos, todos los brillos, todas las auroras, y con todo ello hiciese rutilar los mundos en un grandioso incendio, ni aun así podría glorificar tu nombre como se merece, ¡oh, libertad!»*

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(*) Leonid Andréiev, Dies Irae (trad. Nicolás Tasin), Madrid, Eneida, pp. 15-16.