«Saber y amar son una misma cosa» /// Sobre Rainer Maria Rilke

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Rilke en una fotografía de 1906 / Fondation Rilke

«El 5 de marzo de 1898, Rilke pronunció en Praga una conferencia sobre «La poesía lírica moderna». No todas las ideas que sostuvo en esta charla eran suyas, ya que estaba entonces muy influido por sus primeros maestros. Y Lou Salomé le había guiado, en este tiempo, hacia la lectura de Dante. Probablemente ella pensaba que ningún maestro podía conducirle mejor hacia la originalidad y hacia la educación de su propia personalidad, puesto que esta distinción espiritual —más que un estilo o unas ideas— es lo que nos seduce en el poeta florentino. Sólo a un alma muy grande se le pudo ocurrir la idea de comunicar «a los príncipes de la tierra» («ai Principi della Terra») que su amada había muerto, convirtiendo así el dolor de su corazón en un tema universal.

El joven Rilke sorprendió al auditorio cuando declaró que la poesía moderna había comenzado en 1292 con la Vita nuova de Dante. Se había dado cuenta de que, en la obra juvenil del poeta florentino, estaba ya contenido el germen de la Divina comedia: los personajes, la figura de Virgilio, la amada (pálida, color di perla), los astros, los símbolos ocultos y los ángeles.

Nadie pensaba entonces que la poesía lírica podía ser un descubrimiento del Duecento. En 1898, año de la muerte de Mallarmé, los últimos discípulos del simbolismo defendían todavía la escritura esotérica y oscura, librando enconadas batallas contra los jóvenes que predicaban la claridad y la sencillez. Pero el conferenciante siguió insistiendo en sus ideas antimodernas, proclamando que el arte «no debía hablar otro lenguaje que el de la belleza» y que el artista debía alejarse de su propio tiempo para «descubrir cuánta eternidad hay en nosotros». O sea, en palabras de Dante: «Se tu segui tua stella, / non puoi fallire a glorioso porto» (Si sigues a tu estrella, / por fuerza has de arribar a glorioso puerto).

Los grandes artistas del Renacimiento se inspiraban en el espíritu de los clásicos, pero no imitaban sus maneras. Y, por eso, no cayeron en la simple imitación de Grecia que nos propondrían los maestros de la Ilustración, sino que hallaron la belleza y la vida en sí mismos. Ya Rilke comenzaba a descubrir al poeta lírico que llevaba en su corazón, despegado del naturalismo de su tiempo e interesado por el sentimiento místico y el mundo interior. Pero vayamos poco a poco, que todavía le acechaban algunas tormentas.

Ante todo debía solventar el conflicto que mantenía con su madre, y que era para él fuente de muchas angustias. También Dante nos enseñó —antes de Freud— que hay sentimientos morbosos que nos producen vergogna y nos enfrentan incluso con nuestros padres. Así, algunos héroes desventurados de la tragedia griega preferían hablar de sus antepasados más lejanos, de sus hazañas o de su patria, antes de citar el nombre deshonroso de su padre o de su madre. El propio Dante no hizo nunca referencia a su padre, que volvió a casarse después de enviudar. Y, de igual forma, Rilke será injusto y duro con su madre, a la que «acusa» del fracaso del hogar familiar y de las angustias de su adolescencia.

La voz amonestadora de Phia Entz le llama en estos días al orden, y le advierte que —si no se matricula en la universidad— perderá la subvención que le pasan sus primas. No comprende que su hijo sea tan irresponsable: se descare a pedir dinero a sus padres, mendigue favores en todas partes y, sin embargo —andando tan apurado de recursos—, no cuide el pequeño legado de su tío.

Con buen sentido, Lou le recomienda que vaya a ver a su madre a su retiro italiano, en Arco, y que discuta con ella estas cosas. Son decisiones importantes de la vida que no deben escamotearse el uno al otro, tomando como pretexto las fórmulas de respeto y de apariencia de la educación burguesa. Tienen que hablar claramente, sin miedo a los desacuerdos, porque no se trata de mantener una relación hipócrita entre madre e hijo, que es lo que acabarán haciendo durante toda la vida.

Lou tenía experiencia en este terreno, porque había vivido también serios problemas con su madre. Había sostenido con ella enérgicas disputas, cuando era una joven rebelde. La viuda Von Salomé era prudente y ordenada, al estilo de las antiguas amas de casa, mientras que su hija había heredado el carácter enérgico de su padre.

Rilke-enfant1884

Rilke de niño (1884) / Fondation Rilke

Lou era consciente de que esas escaramuzas de los hijos con las madres tienen más trascendencia de la que parece. Para las mujeres es más fácil aceptar la figura paterna, porque, en su instinto hormonal, no suele haber —salvo excepciones— enfrentamientos de competencia con el macho. La figura del padre no es un obstáculo para que una mujer llegue a culminar el proceso formativo de su personalidad. Los instintos maternales de la mujer (la intuición, la piedad, la ternura con los hijos) —cuando no están alterados por malas experiencias o por un indoctrinamiento en sentido contrario— no contienen violencia contra el sexo masculino. Por eso ellas pueden desarrollarse sin complejos, afirmando sus dotes naturales, aceptando y comprendiendo desde la libertad las enseñanzas o consejos paternos.

Por el contrario, en los hombres, la aceptación de la madre suele realizarse en conflicto con la agresividad masculina. Y, por eso, el proceso de maduración de los muchachos es más lento. Tienen que aceptar la ternura, la piedad, la intuición emotiva y tantas otras cualidades que parecen enfrentadas con el desarrollo de la testosterona: hormona de la lucha que llevaba a los primitivos cazadores y guerreros a rematar al animal caído.

Lou escribirá, en los años maduros de su vida, páginas interesantes sobre este proceso de aceptación de los «dos géneros», en el que los hombres partimos en desventaja. Y, sin embargo, es un camino de iniciación fundamental, porque en lo «femenino» habita también Mnemosyne —la diosa de la memoria— que es tan importante para el arte y, sobre todo, para la poesía.

En «La princesa blanca», poema dramático escrito en estos años, Rilke compara el terror de la muerte con «la angustia que existe en los animales, y la ansiedad de las mujeres cuando dan vueltas desorientadas»… ¡Idea terrible! Si de nuestra madre procede la seguridad, ¿puede existir algo más cruel que verla a ella desorientada y perdida en la locura o en la falta de la memoria? Si la madre es quien nos guía en la oscuridad —como la luna en la noche—, ¿puede haber angustia más grande que verla extraviada y perdida? Si nuestra madre se pierde, ¿quién nos guiará en las sombras?

Rilke se sentía, ahora, muy distante de su madre. No le perdonaba las maniobras que había hecho para convertirlo en una muñeca. Al menos así lo interpretaba él, entre tantos otros sentimientos —malsanos y morbosos— que le enfrentaban a Phia. «Me destruyó piedra a piedra», confesará a un amigo.

Su conflicto interior llegó a ser tan grande que Lou Salomé le propondrá, un día, recurrir al psicoanálisis. Pero él rechazará ese método de curación, pensando que la frontera entre la razón lógica y la inspiración nunca está tan clara en los artistas. «Sería horrible vomitar así la infancia, a trozos, sin digerir», le dijo a Lou Salomé, cuando comprendió que su destino no era «despojarse de sus complejos», sino convertir esos oscuros recuerdos en sabiduría y poesía.

La animadversión de Rilke contra el psicoanálisis no sólo cabe atribuirla a su sensibilidad de poeta, sino también a un dato que no debemos dejar oculto. Sospechaba que era Pineles —el amigo de Lou— quien proponía esos tratamientos.

El profesor Andreas, por su parte, seguía pensando que Rilke debía someterse a la disciplina del estudio universitario. Y ahora, en el curso de 1898, el poeta tenía el proyecto de matricularse en la Universidad de Berlín, decisión que era también importante para mantener la beca que le pagaban sus primas. Sin embargo, Lou le convenció de que, antes de iniciar esta nueva etapa universitaria, no aplazase más la visita a su madre.

Phia se encontraba en los Alpes italianos, donde pasaba sus vacaciones. Y el viaje en tren hasta Arco era largo, pero podía ser una buena oportunidad para que Rilke conociese otros lugares de Italia, llegando hasta Florencia. No en vano este año 1898 había comenzado para nuestro poeta bajo los auspicios de Dante y de la Vita nuova.

Lou era consciente de que el joven Rilke acabaría perdiéndose en el estéril discurso de la poesía abstracta y racionalista, si no recibía la formación «sensual y formal» en la que debe iniciarse todo artista, y muy especialmente si es alemán. La pedagogía alemana —espiritualizada por la Reforma— carecía de los fundamentos sensoriales de la cultura mediterránea. Faltaba, en la honda formación espiritual de los modernos artistas alemanes, un intermezzo de sensualidad que los iniciase en las formas del clasicismo. O sea: el camino de Durero, de Mozart y de Goethe.

7.

A Lou le preocupaba el mundo obsesivo del joven Rainer. A veces, cuando le veía atormentado y mohíno, extraviado en sus teorías trascendentales, y abandonado a los reproches de su conciencia, temía que ese diablo le enfermase y devorase lo mejor de su alma: su encanto ingenuo y natural. Ese instinto le llevaba, a veces, hacia las obras más morbosas del expresionismo, donde la sangre y el crepúsculo, la ansiedad y los gritos quiebran la belleza natural de la vida. Ella conocía bien a Ibsen —le había dedicado un ensayo—, y había tratado a Strindberg, que era amigo del profesor Andreas. Y no quería que Rilke siguiese ese camino nebuloso.

Lou Salomé hizo todo lo posible por alejar al poeta de los modelos «malditos» de su tiempo. Y, cuando Rilke —ya en sus años adultos— se muestra contrario al «gélido raciocinio de Ibsen», y le acusa de «no tener un corazón a la altura de su inteligencia genial», nos parece estar oyendo las opiniones y los consejos de Lou. Ella fue quien envió a su joven discípulo a Italia, consciente de que sólo el Renacimiento podía salvarle. Justamente esa batalla para vencer la locura en «medida y forma» dará vida a la poesía de Rilke, cuando alcance su madurez.

Por diferentes motivos Lou también quería distanciarse un poco de su discípulo. Su hermano Zhenia estaba gravemente enfermo en San Petersburgo, y ella quería visitarle, temiendo que fuese la última oportunidad. Adoraba a este muchacho que había sido el héroe de su juventud, ya que era divertido y muy guapo. Y ella recordaba sus locas aventuras en las fiestas de San Petersburgo. En una ocasión se había disfrazado de lou, con una peluca rubia, interpretando el papel tan maquiavélicamente que muchos jóvenes bailaron con «ella» y se dejaron seducir por sus mentiras.

Antes de que Rilke iniciara su viaje a Italia, Lou le pidió que le escribiese un diario, dibujándole el milagro de los días más largos al sur. Ella era muy sensible a estas transformaciones alquímicas de la luz. Y había hecho un viaje de Nápoles a San Petersburgo, siguiendo los cambios desde la primavera temprana hasta la primavera tardía: «el viaje de las tres primaveras», lo llamábamos en mi juventud.

Era marzo y, en Berlín, los pájaros volaban con un alboroto atareado que anunciaba la primavera. Paseando por el bosque de Schmargendorf, Lou y Rainer soñaban en los campos de la Toscana donde las tiernas hojitas debían de estar brotando en los viñedos. En algún jardín despuntarían ya las rosas.

Lou le pidió que esperara en Florencia, y le prometió que iría a buscarle a su regreso de Rusia, cuando estuviese más avanzada la primavera. Conocía bien Italia y amaba esta tierra bendita donde todo tiene nombre y forma. Sus años de juventud habían transcurrido en Roma y Sorrento, donde entonces vivía con su maestra Malwida von Meysenburg. Y ésta le había explicado cómo Italia ejerció un poder salvador y mágico en la vida de Goethe, devolviéndole su alma de poeta y sus sueños de juventud. Por eso, en su casa de Weimar, el gran poeta alemán se había hecho grabar un saludo en latín: «Salve». ¿Una forma de espantar al diablo?

Ella era muy aficionada a los aforismos y a los lemas de vida. Tenía sobre su cama un calendario con máximas bíblicas. Le gustaba especialmente una frase de san Pablo, en la Primera Epístola a los Tesalonicenses: «Os rogamos, hermanos, que procuréis permanecer tranquilos y ocupados en vuestras tareas, trabajando con vuestras manos como os hemos mandado». Pero Nietzsche le pidió que sustituyese esta máxima por una sentencia —genial y decididamente antiburguesa— de Goethe: «Apartaos del término medio para vivir resueltamente en la totalidad, lo pleno, lo bello». El medio mediocriza, diría André Gide…

Lou salome 1880

Lou Andreas-Salomé en San Petersburgo (ca.1880) / Fuente: El Mundo

Hacía ya veinte años que Lou Salomé —siendo casi una niña— había vivido las mismas dudas, combates y angustias. Y a Rilke le gustaba oírla, cuando rememoraba sus recuerdos. Le preguntaba cómo había conocido a Nietzsche y a Paul Rée. Y ella evocaba una primavera en Roma.

Lou tenía una memoria prodigiosa, y podía repetir palabras que, durante años, guardaba en su corazón. Por eso recordaba aforismos, poemas y canciones de Nietzsche, que apenas había comprendido cuando los oyó por primera vez. Recordaba a este sabio iluminado y pasional que hablaba continuamente de Dios «con una profunda emoción, porque él procedía de la religión, y se encaminaba a la profesión religiosa», según sus palabras-

Era casi una niña cuando había conocido a Nietzsche. Había leído mucho, ya que fue siempre muy estudiosa, y sus maestros —entre ellos el gran Richard Avenarius— la habían iniciado en la filosofía. Era capaz de enfrentarse al pensamiento de Spinoza, pero no tenía la poderosa formación de Nietzsche en Filología Clásica, y le costaba, a veces, navegar en los pensamientos teológicos de este hijo de pastor luterano.

Nietzsche manejaba magistral y seductoramente los símbolos y conceptos del cristianismo, dándole la vuelta a las interpretaciones más dogmáticas de la religión, igual que san Pablo había hecho con la Ley de su pueblo judío. Pero, en su forma de ser y de expresarse, había algo que fascinaba a Lou. Sobre todo cuando sus palabras poéticas —comenzaba a ser más poeta que filósofo— la transportaban a un mundo oceánico y subconsciente, en el que ella «reconocía» voces de su propia infancia. Nietzsche no había llegado aún a la iluminación sublime de su Zarathustra, pero ya esbozaba los cantos y meditaciones de este libro, y se dejaba llevar por su ritmo dionisíaco hacia los misterios de las fuentes y los arcanos de la Reina de la Noche.

Es de noche. La hora en que brota de mi interior mi deseo, como una fuente. Hablar es lo que anhelo. Es de noche, y a esta hora hablan con más fuerza todas las fuentes. Y también mi alma es una fuente saltarina. Es de noche: la hora en que despiertan las canciones de los amantes, y mi alma es también la canción de un amante.

Había  algo extraño en la mirada de aquel genio, que presagiaba grandes tormentas. Pero Lou Salomé le gustaban entonces los retos, los equívocos y los escándalos. Y, por eso, accedió a mantener una confusa relación de camaradería con Paul Rée y Friedrich Nietzsche, provocando los celos y las traiciones de los dos amigos.

Lou tenía una perspicacia especial para conocer a las personas. Y —a pesar de sus pocos años— se daba cuenta de que en Nietzsche había un mago. Hablaba de los dioses griegos y de las antiguas ceremonias iniciáticas con tanta pasión y conocimiento como ella nunca había oído. Cuando se dejaba transportar por estas visiones vertiginosas, su voz sonaba como una melodía atonal, infinita y embriagante.

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Memorial de Nietzsche en la Engadina / Wikipedia

El filósofo se presentaría en su Zarathustra bajo la figura de un profeta oriental, dotándolo incluso de algunos desagradables y confundidores rasgos misóginos, más propios de su invención que de la tradición de estos legendarios sacerdotes astrales (hasta el nombre de Zarathustra significa: «el que ofrece sacrificios a las estrellas»). Y, en toda la obra, subyace el sentido mistérico de Dioniso, el hijo adoptivo de la Reina de la Noche: dios de la savia y de la humedad, educado por las mujeres en el culto de la Diosa Madre.

Nietzsche acabará firmando sus últimas cartas —ya en el delirio de la locura— con el nombre de Dioniso. Y Lou Salomé, que tenía un instinto especial para interpretar los símbolos del lenguaje psicológico, sabrá librarse de su seducción. Por eso no quieso seguirle a la «Montaña de la Locura», en esa peregrinación al bosque que las ménades llamaban Oreibasía (huída a la montaña).

Lou Salomé pertenecía al mundo de las Reinas de la Noche, y supo mantenerse a salvo del delirio dionisíaco de Nietzsche. «Era precisamente eso —escribirá en sus memorias— lo que jamás me habría permitido convertirme en discípula y en seguidora suya».

Acabarán separándose, después de muchos rencores y malentendidos. Desde el primer día, mientras simulaba mantener un juego de tres, ella había ya elegido a Paul Rée, provocando unos celos terribles y enfermizos en Nietzsche.

La bruja de Elisabeth Nietzsche, hermana del filósofo, será la única que —como mujer— se dará cuenta de esa habilidad social que tenía Lou Salomé para meter a dos o tres hombres en un mismo laberinto, taparles los ojos y dejarse perseguir por ellos, aparentando que era «una joven virgen». Repetirá muchas veces este enredo tan «femenino» que es un compendio de todos los juegos infantiles, porque reúne la competición agonística de los pretendientes, el azar de la elección aplazada, la intriga de las máscaras y el vértigo de la confusión.

A pesar de todo, Lou consideró siempre a Nietzsche «el hombre más inteligente que he conocido», y le guardó agradecimiento por haberla hecho comprender que no es el intelecto lo que rige la vida de los seres humanos, sino que somos víctimas de ocultas pulsiones que anidan en nuestro subconsciente. Podemos jugar al laberinto, pero sabemos siempre a quién queremos entregarnos. Lou perfeccionaría más tarde esta misma enseñanza en la escuela de su maestro Sigmund Freud.

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Estudio de Nietzsche en Sils Maria / Nietzsche Haus

Lou convivió con Paul Rée hasta que contrajo matrimonio con el profesor Andreas. Y entonces fue Paul quien se vio perdido en el juego del laberinto. De repente, en el otoño de 1886, ella decidió casarse con el sabio orientalista, y comenzó a hablar de una forma extraña, como su le hubiesen dado un bebedizo de amor: «Tengo prisa por casarme, quiero poder entregarle cuanto antes todo mi ser, ser todo para él y aprovechar al máximo la hermosa vida que viviremos juntos».

Firme y lúcida en todos los actos de su vida, Lou decidió que el pastor que debía casarlos fuese precisamente Hendrik Gillot, aquel maestro de juventud que le había enseñado, en la primera fiebre de la adolescencia, que «saber y amar» son una misma cosa. Paul Rée, atormentado por los celos, se marchó de su lado con un gesto dramático. Cuando ella le dijo que iba a casarse con el viejo profesor, salió desesperado de su casa, dejando en la puerta un retrato de Lou que siempre había llevado consigo. Lo había envuelto en un papel que decía: «Por caridad, no me busques». No quería interpretar por más tiempo el papel de «dama de compañía de su Excelencia, la rusa», pues así le llamaban sin piedad algunos de los conocidos de la pareja.

Paul Rée se convirtió en un sencillo médico rural en la Engadina, en Suiza, muy cerca del lugar donde Nietzsche escribió Así hablaba Zarathustra. A veces el misterio reúne a los hijos de Dioniso en la montaña. Era muy querido por los habitantes de Celerina —el pueblo donde vivía—, porque atendía a los pobres sin cobrarles nada.

Ahora, en este mismo año en que Lou había encontrado a Rilke, estos personajes — todavía en vida— parecían sombras lejanas en la oscuridad de la noche, cuando cantan las fuentes y se oyen los gritos misteriosos de las ménades en la montaña.

Nietzsche moriría poco tiempo más tarde. Y Paul Rée se despeñó en los montes de la Engadina, en octubre de 1901. Muchos pensaron que se había suicidado. Fue su último juego de vértigo. Lou arrastró, durante toda su vida, esa mala conciencia.

En abril de 1898, Rilke preparó sus maletas para viajar a Italia. Había decidido visitar a su madre en Arco y seguir, luego, hasta Florencia. Se daba cuenta de que aún debía aprender muchas cosas: pero, a la vez, le inquietaba este encuentro con los maestros del Renacimiento. Era nacer a otro mundo, a otra luz, a otra vida.»

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Fuente: Ritmos 21

Cit. Mauricio Wiesenthal, Rainer Maria Rilke (El vidente y lo oculto), Barcelona, Acantilado, 2015, pp. 174-184.

Ernst Fischer /// Interpretación(es)

Ernst Fischer (1899-1972) / Foto: ÖNB-Wien ©

«Nietzsche, que comprendió la decadencia mejor que nadie, consideraba que el nihilismo era uno de sus rasgos esenciales. Anunció «el apogeo del nihilismo»: «Toda nuestra cultura europea se orienta, desde hace tiempo, en medio de una torturada tensión que aumenta década tras década, hacia algo muy parecido a la catástrofe: incansablemente, violentamente, precipitadamente […]». Y así describió la época a que hemos sido «lanzados» (esta idea de ser lanzados en nuestra propia época había de convertirse en uno de los temas del existencialismo):

[…] una época de gran decadencia y desintegración internas […]. El nihilismo radical -dijo- significa la convicción de que la existencia es absolutamente insoportable […]. El nihilismo es un estado patológico intermedio (la generalización colosal, la conclusión de que nada tiene sentido es puramente patológica), tanto si se debe a que las fuerzas productivas no son todavía lo bastante fuertes como si se debe a que la decadencia es todavía vacilante y no ha encontrado sus medios auxiliares […] El nihilismo no es la causa, sino, únicamente, la lógica de la decadencia.

Foto: VGA

Fischer con apenas 20 años / Fuente: Das Rote Wien

»El nihilismo se ve, pues, como resultado, como expresión de la decadencia. Pero Nietzsche, incapaz de comprender la dialéctica social, no pudo ver la conexión de esto con el capitalismo ya superado. El nihilismo, ya anunciado por Flaubert, es una actitud auténtica para muchos artistas y escritores del mundo burgués contemporáneo. Pero no hay que olvidar que ayuda a muchos intelectuales que se sienten incómodos e inquietos a reconciliarse con situaciones y condiciones inicuas, es decir, que su verdadera naturaleza no es, a menudo, más que una forma de oportunismo dramatizado. El escritor nihilista nos dice: «El mundo capitalista burgués es perverso. Lo digo sin compasión y llevo mi opinión a sus consecuencias más extremas. No hay límite a su barbarie. Y quien crea que en este mundo   hay algo por lo cual valga la pena vivir, algo digno de la humanidad, es un loco o un estafador. Todos los seres humanos son estúpidos y perversos, tanto los oprimidos como los opresores, tanto los que luchan por la libertad como los tirnaos. Y para decir todo esto se necesita valor». El lector me permitirá que continúe con unas palabras de Gottfried Benn:

Pienso que quizás es mucho más radical, mucho más revolucionario, mucho más exigente para el hombre fuerte, duro y dispuesto, decir a la humanidad: Sois lo que sois y nunca seréis otra cosa; así vivís, habéis vivido y viviréis siempre. Si tenéis dinero, tenéis salud; si tenéis poder, no tenéis necesidad de mentir ni venderos; si sois poderosos, tenéis razón. Así es la historia. Ecce historia!… Quien sea incapaz de soportar esta idea es un gusano más entre los que moran en la arena y en la humedad. Quien pretenda, mirándose en los ojos de sus hijos, que todavía queda una esperanza, está cubriendo los relámpagos con la mano pero sin poder librarse de la noche que separa las naciones de sus ciudades […]. Todas estas catástrofes son hijas del destino y de la libertad: son flores inútiles, llamas sin poder; y tras ellas, está lo impenetrable, con su limitado No.

Ernst Fischer en 1952 / Foto: USIS-ÖNB ©

»Todo esto parece más radical que cualquier Manifiesto comunista, pero la clase dominante sólo se opone ocasionalmente a este «radicalismo». Más aún: en épocas de revolución, el nihilismo resulta virtualmente indispensable para la clase dominante; más útil, en realidad, que las apologías directas del mundo burgués. Las apologías dirctas se ven con desconfianza. En cambio, el tono radical de la acusación nihilista parece tener ecos «revolucionarios» y puede, por ello, canalizar la revuelta hacia vías carentes de objetivo y crear una desesperación pasiva. Sólo cuando la clase dominante se siente excepcionalmente segura y, sobre todo, cuando está preparando una guerra, deja de soportar el nihilismo anticapitalista; en estos momentos exige una apología directa y referencias a los valores «eternos». El radicalismo nihilista corre entonces el peligro de ser acusado de «arte degenerado».»El artista nihilista no acostumbra a tener conciencia de que, en realidad, se está entregando al mundo capitalista burgués, de que al condenarlo y negarlo todo absuelve este mundo como un marco adecuado para la perversidad universal. Para muchos de estos artistas, subjetivamente sinceros, no es fácil comprender las cosas que todavía no han germinado plenamente y trasladarlas al arte. Esto se explica por varias razones, entre ellas las siguientes: en primer lugar, la clase obrera no ha permanecido totalmente limpia de influencias imperialistas en el mundo capitalista: en segundo lugar, la superación del capitalismo, no sólo como sistema económico y social sino también como actitud espiritual, es un proceso largo y penoso y el nuevo mundo no surge gloriosamente perfecto sino marcado y desfigurado por el pasado. Para distinguir los estertores agónicos del viejo mundo de los dolores del parto del nuevo, el edificio ruinoso del edificio sin acabar, se necesita un alto grado de conciencia social. También se necesita un elevado grado de conciencia social para describir el nuevo mundo en su totalidad, sin ignorar o, peor aún, idealizando, sus rasgos repulsivos. Es mucho más fácil ver únicamente lo horrible y lo inhumano, la superficie devastada de la época y condenarla que penetrar en la esencia misma de la realidad futura, sobre todo si tenemos en cuenta que la decadencia tiene más color, resulta más llamativa, es más fascinante que la laboriosa construcción de un nuevo mundo. Y, finalmente, no hay que olvidar que el nihilismo no comporta ninguna obligación.»

 

Ernst Fischer, La necesidad del arte, Barcelona, Península, 2001 (1959), pp. 133-137.

Friedrich Nietzsche /// Interpretación(es)

Friedrich Nietzsche (1844-1900)

Friedrich Nietzsche (1844-1900)

«Si no hubiéramos aprobado las artes, si no hubiésemos inventado esa especie de culto del error, no soportaríamos ver lo que ahora nos muestra la ciencia: la universalidad de lo no verdadero, de la mentira, y que la locura y el error son condiciones del mundo intelectual y sensible. La lealtad tendría como consecuencia el hastío y el suicidio. Pero a nuestra lealtad se opone un contrapeso que ayuda a evitar tales consecuencias: es el arte, en tanto que buena voluntad de la ilusión. No siempre impedimos a nuestra visión de completar, de inventar un fin: luego ya no es la imperfección, esa eterna imperfección, lo que llevamos por el río del devenir, sino una diosa en nuestra idea, y estamos ingenuamente orgullosos de llevarla. En tanto que fenómeno no estético, la existencia es soportable, y el arte nos proporciona los ojos, las manos, y sobre todo la buena conciencia necesarios para poder hacer de ella este fenómeno por medio de nuestros propios recursos.» (La gaya ciencia, p. 107)

«Única vida posible: en el arte. Si no, uno se aparta de la vida. Las ciencias tienden a la destrucción total de la ilusión; el quietismo vendría como consecuencia, si no existiese el arte.» (El origen de la tragedia, p. 18)

«El arte, que es habitualmente el gran estimulante de la vida, una embriaguez de la vida, una voluntad de vivir…» (La voluntad de poder, libro IV, p. 460)

Nietzsche y el martillo / Fuente: Página sobre filosofía

Nietzsche y el martillo / Fuente: Página sobre filosofía

«La ciencia sólo puede ser disciplinada por el arte. No se trata de juicios de valor relativos al saber y a la multiplicidad de los conocimientos. ¡Tarea inmensa y dignidad del arte que la realizará! ¡Tendrá que renovarlo todo y él sólo dar a luz de nuevo la vida! Lo que puede el arte, nos lo dicen los griegos; sin ellos, nuestra creencia sería fantástica…

»Quizás el arte tenga incluso la facultad de crearse una religión, de dar a luz un mito. Como en Grecia.

»La Historia y las ciencias naturales han sido útiles para vencer la Edad Media; el saber contra la creencia. Nosotros ponemos el arte frente al saber. ¡Vuelta a la vida! ¡Puesta en marcha del instinto del conocimiento! ¡Reforzamiento de los instintos morales y estéticos!» (El nacimiento de la filosofía en la época de la tragedia griega, pp. 191-192)

«¿Cómo nace el arte? Como un remedio para el conocimiento. La vida sólo es posible gracias a las ilusiones del arte.» (El origen de la tragedia, p. 20)

Nietzsche en sus últimos días / Fuente: Rafael Narbona http://rafaelnarbona.es/?p=24

Nietzsche en sus últimos días / Fuente: Rafael Narbona

«Diario del nihilista. – Terror de haber descubierto la falsedad de todas las cosas. El vacío; nada de pensamiento; las fuertes pasiones giran sólo alrededor de objetos sin valor; ser el espectador de estos absurdos movimientos a favor y en contra; soberbio, sardónico, juzgándose fríamente. Las emociones más fuertes aparecen como seductoras y engañosas, como si nos quisiesen hacer creer en sus objetos, como si quisiesen seducirnos. La fuerza más enérgica ya no sabe para qué sirve. Todo está ahí, pero ya no hay fines. Ateísmo, o ausencia de ideal.

»Fase de la negación apasionada en palabra y obra; así se aligera la necesidad acumulada de afirmación, de adoración… Fase del desprecio incluso de la negación… incluso de la duda… incluso de la ironía… incluso del desprecio…

»Catástrofe: ¿el engaño no sería una cosa divina? ¿No consistiría, el valor de toda cosa, en ser falsa?… ¿No debería creerse en Dios, no porque sea verdadero, sino porque es falso? El desespero ¿no sería simplemente la consecuencia de una fe en la divinidad de la verdad? ¿Quién sabe si precisamente la mentira, y la falsificación, la introducción artificial de un sentido, no serían un valor, un sentido, un fin?…» (La voluntad de poder, libro III, p. 107)

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Friedrich Nietzsche, En torno a la voluntad de poder, Barcelona, Península, 1973, pp. 225-227.

Giovanni Papini /// Interpretación(es)

Fuente: Fondazione Primo Conti (Florencia)

Fuente: Fondazione Primo Conti (Florencia)

«Mucho más potente que el oro es, en mi opinión, la inteligencia. ¿De qué manera el hebreo pisoteado y escupido podía vengarse de sus enemigos? Rebajando, envileciendo, desenmascarando disolviendo los ideales del Goïm. Destruyendo todos los valores sobre los cuales dice vivir la Cristiandad. Y de hecho, si mira usted bien, la inteligencia hebrea, de un siglo a esta parte, no ha hecho otra cosa que socavar y ensuciar vuestras más queridas creencias, las columnas que sostenían el edificio de vuestro pensamiento. Desde el momento en que los hebreos han podido vivir libremente, todo vuestro andamiaje espiritual amenaza caerse.

»El Romanticismo alemán había creado el Idealismo y rehabilitado el Catolicismo; viene un pequeño hebreo de Düsseldorf, Heine, y, con su inteligencia viva y maligna, se burla de los románticos, de los idealistas y de los católicos.

»Los hombres han creído siempre que política, moral, religión, arte, son manifestaciones superiores del espíritu y que nada tienen que ver con el dinero y con el vientre; llega un hebreo de Treviri, Marx, y demuestra que todos aquellos conceptos ideales vienen del barro y del estiércol de la baja economía.

»Todos piensan que los hombres inteligentes son seres divinos y los delincuentes monstruos; llega un hebreo de Verona, Lombrosi, y nos hace creer que los genios son medio locos epilépticos y que los delincuentes no son otra cosa que nuestros antepasados supervivientes, es decir, nuestros primos carnales.

A finales del XIX, la Europa de Tolstói, De Ibsen, de Nietzsche, de Verlaine vivía la ilusión de protagonizar una de las grandes épocas de la humanidad; aparece un hebreo de Budapest, Max Nordau, y se divierte explicando que vuestros famosos poetas son unos degenerados y que vuestra civilización está fundada sobre la mentira.

Cada uno de nosotros está convencido de ser, en su conjunto, un hombre normal y moral; se presenta un hebreo de Freiberg en Moravia, Sigmund Freud, y descubre que en el más virtuoso y distinguido caballero se halla escondido un invertido, un incestuoso, un asesino en potencia.

Los intelectuales, filósofos y demás, han considerado siempre que la inteligencia es el único medio para llegar a la verdad, la mayor gloria del hombre; surge un hebreo en París, Bergson, y con sus análisis sutiles y geniales abate la supremacía de la inteligencia, derroca el edificio milenario del platonismo y deduce que el pensamiento conceptual es incapaz de captar la realidad.

Las religiones son consideradas por casi todos como una admirable colaboración entre Dios y el espíritu más alto del hombre; y he aquí que un hebreo de Saint Germain de Laye, Salomón Reinach, se las ingenia para demostrar que son simplemente un resto de los viejos tabús salvajes, sistemas de prohibiciones con superestructuras ideológicas variables.

Nos imaginábamos que vivíamos tranquilos en un sólido universo ordenado sobre los fundamentos de un tiempo y de un espacio separados y absolutos; aparece un hebreo de Ulm, Einstein, y establece que el tiempo y el espacio son una sola cosa, que el espacio absoluto no existe, ni tampoco el tiempo, que todo está fundado sobre una perpetua relatividad y que el edificio de la vieja física, orgullo de la ciencia moderna, queda destruido.

El racionalismo científico estaba seguro de haber conquistado el pensamiento y haber encontrado la llave de la realidad; se presenta un hebreo de Lublin, Meyerson, y liquida también  esta ilusión: las leyes racionales no se adaptan nunca completamente a la realidad, hay siempre un residuo irreductible y rebelde que desafía al pretendido triunfo de la razón razonadora.»

 

Giovanni Papini, Gog, Madrid, Rey Lear, 2010 (1931), pp. 98-100.

Nietzsche /// Michel Onfray; Maximilien Le Roy (Sexto Piso)

https://i0.wp.com/www.culturamas.es/wp-content/uploads/2012/08/Nueva-imagen.jpg Para encarar la figura del que quizás sea el filósofo más estremecedor de la historia del pensamiento occidental, Friedrich Nietzsche (1844-1900), es necesario siempre preguntarse más allá de lo que sus obras nos han dejado, más allá de lo que sus palabras dan de sí; dicho de otro modo: más allá del verbo. Dentro de lo paradigmático que ya resultó su tránsito por este mundo que, pese a lo que pueda pensarse hoy, nunca supo corresponder a la ternura con la que quizás él miró a la Humanidad, la vida de este ser humano sobrepasó con mucho el legado filosófico que lo ha encumbrado hasta hoy día y lo encumbrará por siempre.

Desde esta perspectiva y basándose en la biografía que un reputado estudioso como Michel Onfray realizó de él en 2008, Maximilien Le Roy contribuye a la labor con su ingenio dibujístico para dar a luz esta biografía ilustrada con la que la editorial Sexto Piso nos sorprende en esta ocasión. Y el resultado es sencillamente magnífico. En algunas escenas ilustradas, a veces libres y despojadas completamente de texto, puede comprobarse el atinado lenguaje visual de un gran dibujante, crudo, desgarrado y onírico, rayano en la ferocidad expresionista, que sirve de complemento perfecto al texto adaptado. Por su parte, en el texto sobresale la claridad y la sencillez. Asimismo hemos de tener en cuenta que inevitablemente es vulnerable a ciertos tópicos, es decir, problemas que fueron con anterioridad arrastrados desde la mitología popular y secundados por una crítica ignorante y sensacionalista, o episodios –en menor grado– que redundan en la hipérbole por querer devolver la rectitud a la vida y obra del filósofo, pero en definitiva no son más que normalidades justificables. Lo que, sin embargo, es formidable pasa por la capacidad de recopilar, en una suerte de abanico evocativo, los más decisivos momentos de su vida, los más especiales, los más sorprendentes, incluso los más crudos, negándose a la autocensura, y todavía más, amenizados con el uso continuado del flashback, lo que le da un rasgo cinematográfico realmente conmovedor.

Aparecen instantes tan esenciales en su vida como el descubrimiento de la obra de Schopenhauer, el vínculo analgésico con Erwin Rohde, el novelístico trato que caracterizó su relación con Wagner, la irrupción de la ignorancia de su hermana Elisabeth y sus continuas mudanzas y traslados en busca de un clima agradable que no mermara su frágil y maltrecha salud. Sin embargo, de entre todos ellos, emerge un acontecimiento que a día de hoy sigue planteando todo tipo de interpretaciones: el signo de la decadencia de su pensamiento o quizás de su más puro desnudo frente a la Humanidad que siempre anheló: el caballo de Turín. Posiblemente se trate de uno de los episodios más conmovedores de cuantos la Filosofía nos ha ofrecido. El 3 de enero de 1889, al salir de su casa turinesa de la Via Carlo Alberto, se topa con un cochero que ferozmente está maltratando a su caballo hostigándole violentamente con una fusta. En un arrebato de plena espontaneidad –lamentablemente el último– corre hacia el animal cual chiquillo y lo abraza tiernamente ofreciéndole aliento y cariño. A ello le seguiría un parlamento fantástico y delirante en mitad de la plaza, motivo por el cual varios de los ciudadanos allí reunidos llamaron a varios agentes de la guardia para que lo retuvieran y lo trasladasen a alguna clínica psiquiátrica, lugar en el que pasaría sus últimos diez años de vida hasta que el 25 de agosto de 1900 expirase sin mucho sobresalto y congestionado de medicación.

Si por algo es reseñable este libro ilustrado es porque conjuga perfectamente texto e imagen, por transmitir en una labor de concisión ejemplar el trasiego casi inabarcable de la vida de nuestro protagonista y por relatar de una manera muy especial rasgos expresivos que de otro modo resultarían intraducibles. No obstante, además, supone un ejercicio delicioso repasar la biografía de un personaje, de un auténtico genio en la más absoluta de sus acepciones que, por preguntarse, un día lanzó el imperdonable interrogante de: “¿Qué dosis de verdad puede soportar el hombre?”.

Michel Onfray; Maximilien Le Roy, Nietzsche, Madrid, Sexto Piso, 2011, 132 pp.

 

Artículo publicado en la revista Culturamas: «Único Nietzsche» (03.VIII.2012)