Los héroes /// Thomas Carlyle (1841)

Esta obra consagró la fama europea de Carlyle. Se trata de seis conferencias que abundan en puntos de vista originalísimos; unas veces asombran por un diseño vigoroso, otras con un cuadro completo, rico en contrastes de claroscuro, o bien con aquellas destemplanzas y ocurrencias suyas que confunden y marean. No hay cuestión que no aborde en este libro: la religión, la política, la literatura, palancas que mueven las grandes fuerzas sociales. El héroe legendario (Odín) es analizado por él con extraordinaria sagacidad, en lo que se real pudo tener a través de las nieblas de la tradición y de las brumas de Dinamarca; en el profeta (Mahoma), describe con intuición maravillosa la influencia ejercida por aquel hijo semibárbaro del desierto entre las tribus fanáticas y sensuales de Arabia; en el poeta (Dante y Shakespeare), estudia con profunda sensibilidad y raro acierto la personalidad del escritor florentino y, con cierta exageración nacionalista, la del inmortal dramaturgo inglés; en el sacerdote (Lutero y Knox), palpita el drama religioso de la Edad Media, en que Europa sacudió sus ligaduras mortales al grito del fraile alemán; en el escritor (Johnson, Rousseau, Burns), observa las tres personalidades distintas en que se encarna el héroe literario, la del mantenedor de lo caduco, el vidente del porvenir y el idealista; en el rey (Cromwell y Napoleón), se esfuerza en justificar la política solapada y la ambición tiránica del protector de Inglaterra, ambición y política que él considera desde un punto de vista especial, juzgándolas nobles manifestaciones de un espíritu a quien la Historia acusó de hipócrita, y en cambio critica con frases despectivas el desenfrenado apetito de gloria y el endiosamiento de un «pigmeo», Napoleón Bonaparte.

Foto: Robert Scott Tait, 1854

Dos grandes ideas resaltan, sin embargo, de este estudio: la sociedad está sujeta a eterna metamorfosis; los héroes son los agentes de esta transformación, cambio o transfiguración, que el ser social, cuerpo y alma, experimenta en el curso del tiempo. Carlyle define tres civilizaciones sucesivas e históricas, dejando aparte, en las profundidades de los siglos, la bruma de la prehistoria. Esas tres grandes civilizaciones de la Europa histórica las designa con los nombres de la Antigüedad y Paganismo, Cristianismo y Edad Media, y Tiempos Modernos, tres épocas que contienen dos transiciones; asistimos a la segunda, la cual forzosamente habrá de ser muy larga, teniendo en cuenta el millar de años que necesitó la disolución lenta del mundo pagano para dar paso a la elaboración, lenta también, del cristianismo. Es cierto que los grandes descubrimientos modernos nos comunican a los fenómenos sociales aceleraciones que desconoció la Antigüedad. Así, esos cambios perpetuos no los juzga Carlyle estériles metamorfosis, ni recesión ni decadencia, sino fases grandiosas de una ascensión que irresistiblemente prosigue a través de nuestros dolores y de nuestros placeres, de nuestras dudas y de nuestras esperanzas.

Retrato de Carlyle, por Sir John Everett Millais, 1877 — Londres, National Portrait Gallery

Con respecto al estilo de Carlyle, raramente se ha manifestado, como en este libro, la verdad que expresó Buffon: el estilo es el hombre mismo. El estilo de Carlyle es él; le retrata de pies a cabeza. Sus ideas, sus entusiasmos y paradojas no podían expresarse en otro estilo. No hay en él la menor contradicción entre fondo y forma, entre alma y expresión. Sus párrafos desiguales, entrecortados por paréntesis y digresiones, con sus ritmos entusiásticos, con sus frases amplias y agitadas, o rápidas y seguras; con el retorno, repetidísimo, de unas pocas ideas centrales, de unas mismas frases o palabras, refleja su carácter sombrío, atormentado, contradictorio y a menudo obsesivo. Sus juegos de puntuación, la abundancia de palabras que empiezan con mayúscula, sus frecuentes subrayados tienen por objeto llamar la atención sobre los temas principales hacia los cuales, como centro de atracción, todas las ideas, todas las frases y todas las palabras se polarizan. Esto ha sido interpretado como defectos, como su Carlyle no supiese escribir y pulir su estilo, o como si buscase la manera de sorprender y mixtificar a sus lectores. El pensamiento mismo de Carlyle es, desde luego, más musical que discursivo; siente, más que ve, fulguraciones de intuiciones grandiosas, inexpresables en palabras. Porque el significado corriente de las palabras no le basta; el hirviente sentido de lo que él quiere expresar no cabe en ellas; se desborda, se vierte en ellas como un metal deslumbrante, en ebullición, del cristal que lo contiene.

Cit., Thomas Carlyle, Los héroes, trad. Pedro Umbert, Madrid, Sarpe, 1985, pp. 7-9.

Las ninfeas* /// Gaston Bachelard

Bachelard1

Gaston Bachelard en su estudio / Fuente

No hay ni Pólipo ni Camaleón que pueda cambiar de color tan a menudo como el agua.

Jean-Albert Fabricius, Théologie de l’Eau, trad. 1741

 

I

LAS ninfeas son las flores del verano. Marcan al verano que nunca más engañará. Cuando la flor aparece en el estanque, los jardineros prudentes sacan los naranjos del invernadero. Y si el nenúfar se queda sin flor desde septiembre, es señal de un crudo y largo invierno. Hay que levantarse temprano y trabajar de prisa para hacer, como Claude Monet, buen acopio de belleza acuática, para contar la breve y ardiente historia de las flores fluviales.

He aquí pues a Claude en camino desde temprano. ¿Sueña al caminar hacia el rincón de las ninfeas que Mallarmé, el gran Stéphane, ha tomado al nenúfar blanco como símbolo de alguna Leda amorosamente perseguida? ¿Repite para sus adentros la página en que el poeta considera a la bella flor «como un noble huevo de cisne… que no se hincha de nada que no sea el vacío exquisito de sí»…? En efecto, entregado ya a la alegría de quien va a florear su lienzo, el pintor se pregunta, bromeando con «el modelo», en los campos como en su estudio:

Quel oeuf le nénuphar a-t-il pondu la nuit?

Por anticipado sonríe de la sorpresa que le espera. Aprieta el paso. Pero:

Déjè la blanche fleur est sur son coquetier.

Y todo el estanque huele a flor fresca, a flor joven, a flor rejuvenecida por la noche.

Cuando caen las sombras —Monet lo ha visto una y mil veces— la joven flor se va a pasar la noche bajo el agua. ¿Acaso no se cuenta que la atrae su pedúnculo, retrayéndose hasta el fondo tenebroso del limo? Así, cada aurora, tras el sueño reparador de una noche de verano, la flor de la ninfea, sensitiva inmensa de las aguas, renace con la luz, flor así siempre joven, hija inmaculada del agua y del sol.

Tanta juventud recobrada, una sumisión tan fiel al ritmo del día y la noche, una puntualidad tal para contar el instante de aurora es lo que hace de la ninfea la flor misma del impresionismo. La ninfea es un instante del mundo. Es una mañana de los ojos. Es la flor sorprendente de un amanecer de verano.

Sin duda llega el día en que la flor es demasiado fuerte, en que está demasiado abierta y demasiado consciente de su belleza para ir a ocultarse cuando cae la noche. Es bella como un seno. Su blancura ha tomado una brizna de rosa, un tono de rosa-tentación-ligero sin el cual el color blanco no podría tener conciencia de su blancura. ¿No llamaban antaño a esa flor «la rueca de Venus» (Clavus Veneris)? ¿No fue, en la vida mitológica que precede a la vida de todas las cosas, Heraclión, aquella robusta ninfa, muerta de celos por haber amado demasiado a Heracles?

Pero Claude Monet sonríe de esa flor de pronto permanente. Fue a ella misma a la que ayer el pincel del pintor le dio la eternidad. Monet puede así continuar la historia de la juventud del agua.

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Claude Monet, «Nenúfares» (Musée de l’Orangerie, París) / Fuente: El Hurgador

II

Sí, todo es nuevo en un agua matutina. ¡Qué vitalidad no tendrá ese río-camaleón para responder al punto al caleidoscopio de la luz joven! La sola vida del agua temblorosa renueva todas las flores. El más leve movimiento de un agua íntima es el principio de una belleza floral.

El agua que se mueve tiene en el agua latidos de flor, dice el poeta. Una flor de más complica a todo el río. Un junco más recto da ondas más hermosas. Y de ese joven iris de agua que traspasa el verde caos nenufaresco, debe el poeta contar al punto la victoria sorprendente. Helo aquí entonces, con todos los sables fuera, con todas las hojas afiladas, dejando pender desde muy alto, con ironía hiriente, su lengua sulfurosa por encima de las aguas.

Si se atreviera, algún filósofo que soñase ante un cuadro acuático de Monet desarrollaría dialécticas del iris y de la ninfea, la dialéctica de la hoja recta y de la hoja posada tranquila, mansa, pesadamente sobre el agua. ¿No es la dialéctica misma de la planta acuática? Una quiere surgir animada de quién sabe qué rebeldía contra el elemento natal, la otra es fiel a su elemento. La ninfea ha entendido la lección de calma que da el agua dormida. En su delicadeza extrema, con ese sueño dialéctico tal vez se sentiría la suave verticalidad que se manifiesta en la vida de las aguas dormidas.

Pero el pintor lo siente todo por instinto y sabe encontrar en los reflejos un privilegio seguro que compone en altura el tranquilo universo del agua.

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Claude Monet, «Nenúfares» (Musée de l’Orangerie, París) / Fuente: El Hurgador

III

Así es como los árboles de la ribera viven en dos dimensiones. La sombra de su tronco ahonda la profundidad del estanque. Cerca del agua no se sueña sin formular una dialéctica del reflejo y de la profundidad. Parecería que, desde el fondo de las aguas, quién sabe qué materia viniese a nutrir el reflejo. El limo es un alinde de espejo que trabaja. Une una tiniebla de materia a todas las sombras que se le ofrecen. Para el pintor, también el fondo del río guarda sorpresas sutiles.

A veces, desde el fondo del abismo sube una burbuja singular: en el silencio de la superficie la burbuja balbucea, suspira la planta, el estanque gime. Y el soñador que pinta se ve solicitado por una piedad ante el infortunio cósmico. ¿Yace algún mal profundo bajo ese Edén de flores? ¿Habremos de recordar, con Jules Laforgue, el mal de las Ofelias floridas?

Et des nymphéas blancs des lac où dort Gomorrhe.

Sí, el agua más sonriente, la más florida, en la mañana más clara, esconde una gravedad.

Pero dejemos pasar esa nube de filosofía. Volvamos, con nuestro pintor, a la dinámica de la belleza.

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Foto: Javier Fuentes / El Hurgador

IV

El mundo quiere ser visto: antes de que hubiera ojos para ver, el ojo del agua, el gran ojo de las aguas mansas miraba abrirse las flores. Y fue en ese reflejo —¡quién diría lo contrario!— donde el mundo cobró primero conciencia de su belleza. Así también, desde que Claude Monet miró las ninfeas, las nunfeas de Île-de-France son más hermosas y más grandes. Flotan en nuestros ríos con más hojas, más tranquilamente, dóciles como imágenes de Lotos-niños. No sé dónde leí que en los jardines de Oriente, para que las flores florecieran más aprisa, más equilibradamente y con una clara confianza en su belleza, se tenía el cuidado y el amor suficientes para poner ante un tallo vigoroso que llevara la promesa de una flor joven dos lámparas y un espejo. Entonces la flor puede mirarse de noche. Así tiene el placer sin fin de su esplendor.

Claude Monet habría comprendido esa inmensa caridad de lo bello, ese aliento dado por el hombre a todo lo que tiende a lo bello, él, que toda su vida supo aumentar la belleza de todo lo que caía ante sus ojos. Cuando fue rico —¡tan tardíamente!— tuvo en Giverny jardineros de agua para lavar de toda mácula las grandes hojas de los nenúfares en flor, para animar las corrientes precisas que estimulan las raíces, para doblar un poco más la rama del sauce llorón que perturba al viento el espejo del agua.

En pocas palabras, en todos los actos de su vida, en todos los esfuerzos de su arte, Claude Monet fue un servidor y un guía de las fuerzas de lo bello que mueven el mundo.

(*) El título completo del artículo es «Las ninfeas o las sorpresas de un amanecer de verano», cit. en Gaston Bachelard: El derecho de soñar, trad. Jorge Ferreiro Santana, México-Madrid, FCE, 1997 (1970), pp. 10-15.

Juegos de manos /// Ángel González García

Fragonard1782

1. Fragonard, Les hazards heureux, 1782

«Dios creó el mundo y lo puso a discusión», reza uno de los aforismos de Franz Marc, aunque debería estar bien claro para todos que es con el mundo con el que hay que discutir, y no con Dios como pretenden los teólogos y los místicos dejan en ridículo al salirse de donde están o entrar en éxtasis; al escapar por un momento de la más dura ley que rige el mundo: la de la gravedad. ¿Habrá algo más emocionante que llevarle en eso la contraria al mundo? Un poco solamente; lo justo que para que, de regreso al suelo, la experiencia recobrada de la gravedad se vuelva porosa y ligera, sin embarazo, moderada y dulcemente elástica, causa incesante de gracia. Ésta de la gracia es una cualidad que se predica de las almas, pero antes que nada de los cuerpos, cuando se mueven con ligereza y armonía. De manera que si bien cabe encontrarle su gracia a un cuerpo en reposo, y en efecto encontramos graciosas muchas poses, sólo lo serán como origen o conclusión de un movimiento, o más bien como paso de un movimiento a otro. Y así en el baile, donde todo son precisamente pasos, aunque a su vez obviamente en los andares; en aquel pisar con garbo de la morena de la copla, lo que vale no sólo por desenvoltura, sino también por salero o por gracejo, un derivado de la palabra gracia que destaca lo que hay en ella de cualidad de hacer reír, de visiblemente alegre. Que los movimientos del cuerpo sean motivo de risa es cosa que Bergson ya se encargó de señalar; aunque según él sólo algunos, y concretamente aquellos que «nos hacen pensar en un simple mecanismo»; en algo que no sería propiamente la vida, «sino un automatismo instalado dentro de ella y a imitación suya»… En realidad, el cuerpo no sería para Bergson residencia de gracia y ligereza, salvo que el alma se las infunda o comunique. Una y otra constituirían, pues, atributos del «principio que anima el cuerpo», calificado por Bergson de «envoltorio pesado y embarazoso; un lastre inoportuno que retiene en tierra a un alma impaciente por abandonar el suelo». Pero si el cuerpo es necesariamente pesadez y resistencia a la gracia; y sobre todo: si el cuerpo sólo resulta gracioso cuando, negándose a sí mismo, se eleva movido por su alma, y ridículo en cambio cuando se afirma en su caída, ¿en qué queda lo del baile? ¿Habremos de reírnos sólo cuando el cuerpo del bailarín caiga por su triste peso y sentirnos espiritualmente elevados sólo cuando ese cuerpo levante el vuelo? Esta beatífica división de atributos y tareas entre un cuerpo pesado y un alma ligera perturba la indivisible gracia de la danza; disuelve el lazo de alegría y desenvoltura en que ella consiste, y sugiere en castellano, aunque no tanto en francés, la palabra gracia, en cuanto cualidad que puede predicarse tanto de lo ligero como de lo riente. La gracia del baile -e insisto en que de las dos maneras que digo- se desprende de los movimientos del cuerpo, sin que haya que distinguir seriamente entre uno hacia lo alto y otro de caída. Toda esa gracia resulta, por el contrario, del ir y venir del cuerpo; de su balanceo. Conque no es de extrañar que tan pronto nos parezca chistoso al elevarse como elegante y delicado al caer. Y al revés, desde luego, tal y como quería Bergson, al que aquí sólo he llevado la contraria por haber separado tontamente lo que, al columpiarse por ejemplo, y quizás no encontraríamos ningún otro mejor, nuestro cuerpo nos dice que es inseparable, aunque ciertamente reversible. De su ir y venir, o subir y bajar, como la barca que cabalga las olas, y creyendo cogerlas no hace otra cosa que dejarse coger por ellas, emerge una cualidad intermedia que acabo de llamar la cualidad de lo riente y tan justamente se predica de las aguas de un arroyo, cuyo flujo encuentra constantes y no demasiado serios tropiezos; que salta y cae, se adelanta y se retrasa, se rompe y se recompone, casi de la misma manera que algunos ornamentos muy antiguos, como el pámpano o la greca, que son por excelencia formas artísticas de lo riente y hacen que, en efecto, todo se alboroce allí donde se muestra, y de ahí que Mies van der Rohe dijera que le traían el recuerdo de viejas canciones, aunque mejor hubiera dicho que de risas cantarinas, como las que se escuchan al lado de las aguas de las fuentes.

 

MontañaRusa1817

2. Montaña rusa ‘Promenades Ariennes’, 1817 / Fuente HcM

Son risas que se han vuelto casi inaudibles, y malamente podrían serlo en competencia con otras más modernas, modernísimas, que ya no tienen que ver con el canto, sino con el fragor de la tempestad, como decía Baudelaire de los payasos ingleses, cuya risa «hacía temblar la sala» y semejaba «un alegre trueno»… Viéndoles hacer molinetes con los brazos, le parecían a él «molinos de viento atormentados por la tempestad». He aquí un ejemplo convincente de la comicidad como «mecanización de la vida»; pero tal vez esto sólo signifique que la risa de Bergson era ya una risa moderna. Los exagerados, verdaderamente atormentados movimientos de esos payasos modernos eran causa inmediata de vértigo. A Baudelaire se le antojaba la esencia misma de la risa; o como dijo exactamente, «lo cómico absoluto»; la comicidad en tan alto grado, que empieza a confundirse con el pánico. Y puesto que hablamos de vértigo, nada mejor para ilustrar esta drástica deriva de lo riente a lo descacharrante que la boga de las «montañas rusas» a principios del siglo XIX y el descrédito -no sé si consecuente o concurrente- de aquel amable y jovial columpiarse que los antiguos griegos santificaron, y cuyos nada estrepitosos ni vertiginosos encantos desplegó Fragonard en Les hazards heureux [1], donde el ir y el venir de un columpio define un circuito jovial de miradas y de gestos, pero también de analogías, entre las espesas enaguas de la dama y la vegetación del lugar por ejemplo, o entre el frufrú de esas enaguas y el crujido de ese columpio. El evidente alboroto que se ha hecho sitio aquí no es tan grande como para echarlo todo a perder. Esto más bien parece cosa de las montañas rusas, y así efectivamente ocurre en una vieja caricatura de ese cacharro [2], donde un caballero ha terminado dentro de las faldas de una dama, dando al traste, vertiginosa y abruptamente, con el deseo de aquel otro caballero del cuadro de Fragonard, que espiaba a distancia el revoloteo de las que por un feliz azar se ofrecían a sus ojos. La conclusión del deseo voluptuosamente prolongado de mirar y seguir mirando, de recrearse en la contemplación activa de su objeto, tiene mucho de cómica, pero en su acepción más moderna, «demoledora», como dijeron los Goncourt. Y por de pronto, creo yo, demoledora de los encantos de la contemplación; de las delicias algo enmarañadas que evoca una palabra que se ha vuelto absurdamente despectiva: mirón. El caballero del cuadro lo es sin remordimientos ni desbordamientos; sólo un poco fuera de sí, como lo están los contemplativos por excelencia: aquellos místicos de los que empecé hablando y ahora querría hablar brevemente. De Sengaï en particular, un monje japonés perteneciente a la rama más estricta del Zen. Pintor notabilísimo, Sengaï se retrató un día bajo la apariencia de Bodidharma, el hombre que llevó esa forma de budismo contemplativo a China en el siglo VI, y célebre por haberse pasado nueve años de cara a la pared. Sentado en el suelo y envuelto en su manto, Sengaï parece en realidad un tentetieso; pero ése es precisamente el aspecto de Bodidharma en el retrato que el propio Sengaï hizo de él [3]: el aspecto de un juguete que en Japón significa paciencia y constancia. Sin ellas, obviamente, la contemplación se hace harto improbable; aunque no sólo la de una pared durante nueve años, sino también la del mundo en su totalidad y a lo largo de toda una vida. Los versos que acompañan el autorretrato de Sengaï sugieren, por si no bastara con ver sus dibujos, que no fue una pared lo que estuvo contemplando, sino lo que ocurría a su alrededor: «Sengaï, te has vuelto de espaldas. / ¿Qué es lo que haces?». Taizo Kuroda entiende justamente que de espaldas a la pared, y al revés, por tanto, que Bodidharma, «reafirmando así su contemplación del mundo». Desde luego, Sengaï no vio lo que pintó en las manchas o desconchados de una pared. Sus dibujos están llenos de vida, por así decir. En cuanto a lo de reafirmarme, la verdad es que no se compadece del todo con su inestable posición. Este dilema entre la firmeza y la vacilación debió afectar tanto a Bodidharma como a Sengaï, pero no seré yo quien se arriesgue a decidir lo más aconsejable para alcanzar los fines espirituales del budismo, aunque sí podría decir lo que más le conviene a quien quiera ponerse a contemplar el mundo, y es sin duda ponerlo a discusión, entrando con él en una especie de amistoso tira y afloja; de vacilante gesto de reconocimiento. «En cuanto a mí -escribió Sengaï en uno de sus dibujos- monje montaraz, / estoy sentado solitario en una roca, / debajo de lianas y glicinas, / mientras de vez en cuando / veo pasar nubes flotantes / delante de mis ojos». Sengaï debió resultar un poco cómico balanceándose, casi flotando, debajo de ese dosel de temblorosos racimos de glicinas, lianas ondulantes y nubecillas ingrávidas y fugitivas… Tan cómico, o aún mejor: tan risueño, tan riente, como el paisaje que veía y le movía. Algo dijo Cézanne de esa cualidad de lo riente a propósito de ciertos paisajes clásicos y no me extraña nada. Por cierto, que también él resultaba un poco cómico, aunque de un modo quizás involuntario. Sengaï en cambio, debió de serlo por benévola obcecación, convencido, como tantísimos maestros del budismo Zen, de que la risa ilumina; purifica; sana.

SengaïBodidharma

3. Sengaï, Retrato de Bodidharma


Recuerdo haber visto hace tiempo un documental sobre prácticas brujeriles en Zimbawe, donde un curandero conjuraba un maleficio poniendo sobre el brazo de la víctima un tentetieso hecho de tres pedazos de madera. La víctima del hechizo parecía encantada por la jovial oscilación de ese juguete, que se sostenía en equilibrio como por arte de magia. «Esas cosas curan», me dijo Juan [Navarro Baldeweg] cuando le conté lo que había visto, y sin necesidad de dibujárselo. Y en efecto, ¿para qué?, si él mismo lleva años construyendo esa clase de juguetes. Aquí en la Galería Malborough podéis ver una Mesa repleta de ellos. Juguetes equilibristas me parece un modo de llamarlos más risueño que aquel otro, un poco serio, en que Juan solía hacerlo: piezas de gravedad; aunque he de reconocer que entre amigos a menudo les ha dado, y nunca mejor dicho que en plan vacilón, nombres mucho menos graves, como «la Gordita» o «el Pato»… Lo cual me lleva al uso que solicitan algunos de esos juguetes, y no debería ser tan brusco o tan patoso que dejaran ellos de estar en equilibrio; que se vinieran abajo torpemente por ignorar que incluyen una especie de regla, de requisito ineludible, propiamente una ley, cuya inexorabilidad no está reñida con la diversión y sensación de gracia que procuran al jugar con ellos sin brusquedad. A diferencia de los juegos, los juguetes no parecen necesitar reglas, o tal vez sea, sencillamente, que ya están incluidas en ellos; quiero decir reglas para accionarlos. Allí donde el hombre actúa, en solitario o en compañía de otros, se dan condiciones de juego. Habría, pues, que decir, y reconozco que no es ir muy lejos, que lo que juegos y juguetes tienen en común es la acción. Pero, ¿qué tipo de acción? Pretender que del tipo de carece de finalidad -y ni siquiera esto podría predicarse de las obras de arte, a las que Kant atribuía una, aunque paradójicamente «sin fin»- no se aviene con lo que en la acción de jugar hay evidentemente, como Juan insiste a propósito de los niños que juegan en los cuadros de Chardin, de aprendizaje de «las coordenadas del hombre». La locución latina serio ludere proclama esta otra paradoja que el juego implica. Y asimismo la sospecha de que el hombre sea sobre todo, y quizás tan sólo, un jugador, un homo ludens. Ahora bien: ¿cuál podría ser la finalidad del juego? María Moliner la declara en su primera definición de jugar: «Moverse o hacer cosas con la única finalidad de divertirse». Es posible que alguien encuentre exagerado lo de única, y más aún tratándose de algo tan intrascendente como divertirse; pero para mí que lo de divertirse es casi al revés: un salir de donde se estaba, o concretamente, un dejarse llevar hacia otra parte; algo que en principio sólo parece un desvío fortuito de la atención, una especie de descuido o distracción sin provecho, y por el contrario, no sólo es la causa más frecuente y más fructífera de conocimiento del mundo, sino incluso la forma por excelencia de su averiguación. Es muy probable que un niño nunca esté en clase tan dispuesto a aprender como cuando se distrae… El solo hecho de salirse de donde estaba, y a menudo por la ventana más próxima, en busca de nubes y de pájaros, ya es de por sí motivo de alegría, pero obviamente aún será mayor y más viva, si al salir se encuentra de pronto con lo que hay de riente en el mundo: precisamente esas nubes y esos pájaros, y también aquel lío de flores y de ramas que a Sengaï le servían de visera de sus propias y risueñas diversiones. Conque resumiendo, jugar quizás no sería otra cosa que salir a regocijarse con el mundo, aunque en primer lugar, con el cuerpo que sale moviéndose con ligereza, graciosamente. La alegría del mundo constituye un suplemento de alegría; una gratificación; un obsequio de las Gracias. Son ellas -quienes sean- las que están en el origen y régimen del juego…

Pero me temo que ha llegado el momento de hablar de lo que en el título venía después de juegos: las benditas manos. Un momento terrible, porque están por todas partes y haciendo de todo. Manos entrometidas; manos que meten más bulla que cualquier otra cosa en este mundo. El elogio que de ellas hizo Henri Focillon como apéndice o remate a su Vida de las Formas -¿y de dónde efectivamente podría venirles a las formas esa vida, sino de las manos?- es tan pertinente y exhaustivo como para desconfiar de intentarlo por mi cuenta. Juan en cambio, ha tenido audacia e inteligencia para hacerlo en su reciente discurso de ingreso en la Academia de San FernandoEl horizonte en la mano, donde podréis encontrar casi todo lo que él ha pensado y experimentado al respecto durante muchos años, y quiero recordar que en años en los que los artistas se fiaban de las ideas que se habían hecho en la cabeza bastante más que de sus manos; o como solía decirse, más de «lo conceptual» que de lo manual. Es harto elocuente que Juan haya denominado «piezas hechas sin manos» a esas que los demás han calificado rutinariamente de conceptuales… «Aquello fue una etapa», le decía a Luis Rojo de Castro en 1995, y adviértase que no le dijo época… «Después, cuando vuelvo a la pintura, retomo la mano». No hablaba por hablar; sabía lo que estaba tomando esa mano, y ha sido consecuente con la herencia que de ella recibía. Una herencia antiquísima que no puede ser tomada a la ligera; que conlleva una altísima responsabilidad. Recién llegado al Japón, «la tierra de la infinita diversidad de lo hecho a mano», a Lafcadio Hearn se le ha revelado inmediata y claramente en el trabajo de sus artesanos: que «si encuentran la más alta forma de expresión, no es tras años de tanteo y de sacrificios; el pasado de sacrificio lo llevan dentro de sí; su arte era una herencia; en el trazado de un pájaro en vuelo, de los vapores de las montañas, de los colores de la mañana y el crepúsculo, de la forma de las ramas y la irrupción primaveral de las flores, son los muertos quienes guían sus dedos: generaciones de trabajadores cualificados les han proporcionado su destreza y reviven la maravilla de su dibujo…». Para acabar concluyendo: «Lo que al principio fue un esfuerzo consciente se convirtió en siglos posteriores en algo inconsciente». También Juan ha destacado esa doble naturaleza de las manos, conscientes e inconscientes a un mismo tiempo, o sabias y retozonas, al distinguir entre unas escrupulosas y otras libres, abriendo así un inmenso territorio de acciones y cavilaciones que hacen no sólo inteligible y admirable su propio trabajo, sino cualquier otro que emprendan las manos, aunque no cabe duda de que ese territorio -o ese horizonte de horizontes- les pertenece soberanamente a los calígrafos, cuyas manos son «un instrumento obediente y a la vez rebelde…». Porque, en efecto, al distinguir entre unas manos libres y otras más escrupulosas, Juan solamente pretende que reparemos en su doble pero indivisible naturaleza. Es una distinción analítica que no conlleva necesariamente tareas separadas, sino que a menudo, y muy por el contrario, aparecen confundidas en la práctica; o tan intrincada la una con la otra, que la discusión acerca de si en el gesto de un calígrafo oriental predominan la reflexión o la improvisación no tiene ningún sentido. Pero tal vez tampoco mucho a propósito de ciertos movimientos de las manos que parecían severamente predeterminados, como los que ellas hacen para proyectar sombras sobre la pared, y ni siquiera los que les sirven a los sordomudos para hacerse entender. En ambos casos, el resultado perseguido -una silueta o un signo en concreto- no me parece tanto el desenlace o cese calculado de un movimiento, como una fracción inestable y fugaz de un proceso sin principio ni fin; algo así como el revoloteo incesante de las manos; de nerviosismo gratuito o sin ninguna utilidad. Y ahora recuerdo que de niño, viendo a mi padre mover las manos para hacer sombras en la pared, la consecución de una claramente identificable, como un pájaro o un perro, me interesaba mucho menos que la pura vivacidad de sus manos y el modo en que iban tanteando una figura y luego otra; acoplándose y desacoplándose libremente; entregándose alborozadas a sus ilimitadas posibilidades; formando un maravilloso alboroto más que determinadas figuras familiares, como el pájaro y el perro que os decía. Lo divertido del juego era, por tanto, ver las manos en acción, y obviamente, verlas fuera de sí mismas, en un lugar aparte, como prueba de su omnipresencia, y asimismo también de su capacidad para actuar a distancia… Focillon lo ha dicho sin tantos rodeos: «Capaces de imitar la silueta y el comportamiento de los animales, las manos son mucha más bellas cuando no imitan nada».

CaligrafiaJaponesa

4. Caligrafía japonesa (Tomoko Miyamoto) / Fuente


Desconozco los motivos por los que estos juegos de sombras se atribuyen a los chinos, y no quisiera parecer arbitrario poniéndolas en relación con su caligrafía; pero el caso es que nuestro asombro por lo que las manos eran capaces de hacer sobre la pared coincidió probablemente con nuestro aprendizaje de la escritura; con nuestro ir sabiendo que escribir no consistía en dibujar penosamente una letra después de otra, sino lo que había entre ellas, el movimiento que las conectaba, y más aún: las ilimitadas posibilidades de conexión, los infinitos rasgueos o caprichos caligráficos que se le iban ofreciendo a nuestra mano y hacen al fin que cada cual escriba a su manera y la escritura constituya un espacio de libertad y de juego que seguramente no habríamos sospechado al trazar los primeros palotes con angustioso cuidado: «Sin obligaciones…», escribió Sengaï con su pincel; descuidadamente. No es el título de uno de sus dibujos, sino lo que dibujó. Quiero decir que se trata de una muestra de caligrafía, y casi me atrevería a decir que su quintaesencia, o por lo menos su definición: un escribir despreocupado; sin obligaciones ciertamente. El verdadero calígrafo no se trae negocios entre manos; sus gestos son tan ociosos como gratuitos, y tal vez no muy diferentes de los movimientos de los pájaros en el cielo y por las ramas, o del revoloteo de las mariposas, que a veces aparecen asociadas a la caligrafía japonesa [4]. El motivo de esa asociación no debe ser otro que el de consistir también la caligrafía en una especie de revuelo de las manos, cuyos signos en el aire, como los de las mariposas, ostentan un encanto propio, y aun creo que superlativo, por lo que no merecen ser reducidos o subordinados a la obligación de posarse o de tocar en un lugar para dejar ahí alguna clase de poso o de toque; así que el encanto que a su vez les corresponda a tales huellas quizás sólo lo sea por añadidura y graciosamente. La índole volante de las señales que las manos dejan al moverse libremente, o a su aire, se pone de manifiesto en la caligrafía china y japonesa con mayor, incomparablemente mayor intensidad que en nuestra lapidaria escritura horizontal; y las razones son al menos dos: el hecho de que allí los signos cuelguen del borde superior del papel como racimos o banderolas, y otro que se deriva de esta verticalidad oscilante, y es la costumbre tan japonesa de colgar precisamente lo que se escribe tanto en las paredes de la casa como fuera de ella, en forma de colgaduras que convierten las calles en ondulantes marañas de signos en el aire. Fue lo primero que vio y asombró a Hearn aquel primer día en Japón del que he hablado más arriba: «un interminable aleteo de banderas y un mecerse de colgaduras azul oscuro…». O como quien dice: un cielo que era hechura de las manos; un nuevo cielo que los signos compartían alegremente con los pájaros y cualquier otra criatura volandera: «El aire es la casa de las manos; la residencia celeste de los manojos de figuras que brotan de sus dedos», como decía Focillon. ¡Vaya palabra, manojos! Le va perfectamente a lo que Juan llama garabatos y son como aquel jaleo de flores y ramas que colgaba sobre la cabeza de Senagaï. Los han trazado en el aire manos liberadas de obligaciones para que luego los recortara escrupulosamente un potentísimo rayo de luz: un láser.

 

NavarroBaldeweg

5. Juan Navarro Baldeweg, Manos de madera / Fuente: Masdearte


Pero si el aire es el lugar donde las manos se asientan y despliegan sus casi ilimitadas facultades, se debe primeramente a que es la materia que ellas prefieren. Más aún: un hombre apenas sabría del aire sin sus manos. Así fue desde el principio. «Dirigida al viento, abierta y separada como un manojo de ramas, la mano le incitaba a la captura de fluidos […] Me parece ver al hombre antiguo respirando el mundo, extendiendo los dedos a la manera de una red con la que apresar lo imponderable…». Y en efecto, las huellas de manos que vemos impresas por doquier desde el principio no me parecen a mí la firma de quien las dejó sobre las paredes, ni tampoco una marca de propiedad, sino algo que tendría que ver con la captura, no sólo de lo imponderable, sino también de lo imprevisible; con misteriosas «corrientes translúcidas que no tiene pesa y el ojo no percibe»; o como asegura el propio Focillon, con «una especie de olfato táctil», sin el cual no podría tomarse posesión del mundo ni actuar ni influir en él, ponerlo a discusión. Y es que las manos, además de receptoras de flujos, son también, como parece lógico, depositarias y transmisoras de los mismos; manos de las que emanan; manantial de efluvios, de emanaciones, que unas veces sanan y otras enferman; manos intrínseca y esencialmente mágicas, con la ambigüedad que semejantes poderes conllevan. Pues del mismo modo que lo de negra y blanca no son más que adjetivaciones accidentales de la magia y ella es esencialmente una y la misma, las manos que la ejercen y los gestos que ellas hacen no son inequívocamente benéficos o maléficos, aunque a veces se crea que hay que desconfiar de lo que viene de la izquierda. Estas manos de madera que Juan expone ahora [5] no son diestras ni siniestras, sino manos indistintamente poderosas y expresivas: «rostros sin ojos y sin voz, pero que ven y hablan…». Y en cuanto al gesto que hacen, lo mismo podría ser de aviso que de saludo, tal y como la mayoría de los gestos y figuras que llaman apotropaicos, capaces de alejar influencias malignas gracias precisamente a su capacidad para proyectarlas sobre lo que se quiere mantener alejado. No voy a insistir en esta profilaxis de las manos. Tampoco lo ha hecho Juan; como si lo diera por sabido y necesario: manos hacedoras de prodigios… En su discurso de entrada a la Academia prefería ir un poco más lejos, o sencillamente entrar en materia, y las llamaba «símbolos de otro modo de ver»; un ver que consiste en tocar y a mí me recordó lo que François Frontisi-Ducroux ha dicho de los antiguos griegos: que para ellos «la visión era, con indiferencia de su objeto, como un palpado a distancia». Ojos que tocan y manos que ven Y ahora sí que no tendría reparo en insistir en que lo que esas manos ven no es lo que ven esos ojos, como los flujos del agua o del aire, por ejemplo. Las manos sacan de ahí figuras que Juan llama dragones y son como jirones visibles de un fondo continuo de indivisibilidad que las manos agitan e interrumpen, y al mismo tiempo encauzan. En esto, las manos difieren notable y maravillosamente de otra clase de obstáculos provocadores de figuras, como es una cometa en el caso del aire o un saliente de piedra en el caso del agua. Diferentes de esas y otras muchas otras interferencias en lo de ser una eficiente combinación o sucesión de macizos y huecos: de dedos que separan y vacíos entre ellos que recogen y canalizan lo separado. Pero esta separación de funciones entre dedos y contradedos tal vez sólo sea aparente. Porque ocurre con las manos como con los peines: que no podemos saber si lo que peina son sus púas o sus estrías, o como bien dicen los taoístas a propósito de lo que hace que una rueda funcione, si es lo lleno o lo vacío. Pero a diferencia de la rueda, sin embargo, donde no cabe duda de que es el hueco que hay entre sus partes macizas lo que la hace rodar mejor, en las manos no parece tan claro; pues aunque están hechas de dedos en positivo -por así decir- y dedos en negativo, cada una de ellas sugiere al abrirse una réplica de sí misma: otra mano virtual en la que los dedos macizos serían huecos, y al revés; otra mano complementaria que se hace definitivamente evidente cuando las dos que tenemos se reúnen y recogen metiendo cada una sus dedos donde están los huecos de la otra en gesto de concentración, o de recogimiento efectivamente, que no deja nunca de admirarnos y reconfortarnos. Pero a lo que voy. ¿No sería esa otra mano en negativo, esa mano apenas visible, fantasmal, la que tuviera a su cargo -y entiéndase que por afinidad- la captura y la gestión de flujos invisibles? ¿Acaso no lo exige así el criterio de armonía, y en este caso de symmetria, que le conviene a cualquier demostración? Sea como sea, Juan Navarro ha expuesto aquí, en la galería Marlborough, dos manos de madera, y me resisto a creer que por capricho. Una mano llama a la otra, y así sucesivamente, comenzando a formar lo que él ha llamado «un tejido de manitas» -o incluso un «relojería de manos»- como para recordarnos vivamente que ellas lo mueven todo en este mundo y todo lo acompasan; para que nos dejemos de ver lo que ellas ven, pero tampoco de escuchar lo que ellas dicen. Tic-tac… Tic-tac… Tic-tac…

 


 

 

[Texto publicado en el catálogo de la exposición Juan Navarro Baldeweg: Escultura, Galería Marlborough, Madrid, abril-mayo 2004. Cit. desde Ángel González García: Pintar sin tener ni idea y otros ensayos sobre arte, Madrid, Lampreave y Millán, 2007, pp. 185-193]

(*) NOTA: Las imágenes no corresponden estrictamente al orden de publicación y algunas están escogidas personalmente por mí. Siempre, eso sí, en virtud del significado que tenían las originales en la edición impresa con la intención de no alterar el argumento visual del ensayo.

Claude-Adrien Helvétius /// Interpretación(es)

helvetius

Charles Amedée van Loo, Retrato de Helvétius, posterior a 1764 (?), Colección Ludwig Meyer / Fuente: Lempertz

«Tomado en su significado más extendido, el gusto es el conocimiento de aquello que merece la estima de todos los hombres. En las artes y las ciencias hay algunas en las que el público adopta la opinión de las personas instruidas y no pronuncia por sí mismo ningún juicio, como en geometría, mecánica y ciertas partes de la física o la pintura. En este tipo de artes o ciencias, las únicas personas de gusto son las personas instruidas, y el gusto, en estos géneros diversos, no es más que el conocimiento de lo verdaderamente bello.

»No ocurre lo mismo con esas obras de las cuales el público es o se cree juez, como son los poemas, las novelas, las tragedias, los discursos morales o políticos, etc. En estos diversos géneros no se puede entender por la palabra gusto el conocimiento exacto de esa belleza apropiada para emocionar a los pueblos de todos los siglos y todos los países, sino el conocimiento más particular de lo que gusta al público de cierta nación. Hay dos formas de llegar a este conocimiento y, por tanto, dos tipos distintos de gusto. Uno, al que llama gusto acostumbrado, es el de la mayor parte de los actores, a los que un estudio diario de las ideas y los sentimientos que agradan al público los convierte en muy buenos jueces de las obras de teatro y, sobre todo, de las piezas que se parecen a obras ya representadas. El otro tipo de gusto es el gusto razonado, fundado en un conocimiento profundo de la humanidad y el espíritu del siglo. A los hombres dotados de este último tipo de gusto corresponde en particular juzgar las obras originales. Quien no tiene más que un gusto acostumbrado carece de gusto en el momento en que le faltan los objetos de comparación. Pero este gusto razonado, sin duda superior a lo que llamo gusto acostumbrado, sólo se adquiere, como ya he dicho, mediante largos estudios del gusto del público y del arte o la ciencia en la cual se pretende el título de hombre de gusto. Así pues, aplicando al gusto lo que de dicho del espíritu, se puede llegar a la conclusión de que no existe el gusto universal.

«De L’Esprit», París, 1758, frontispicio / Fuente: Université du Québec

»La única observación que me queda por hacer en el asunto del gusto es que los hombres ilustres no son siempre los mejores jueces en el mismo terreno en que han tenido más éxito. ¿Cuál es, preguntarán algunos, la causa de este fenómeno literario? Responderé que hay grandes escritores al igual que grandes pintores: cada uno tiene su estilo. Crébillon [dramaturgo, 1674-1762], por ejemplo, expresará sus ideas con una fuerza, un calor y una energía que le son propios; Fontenelle [escritor y filósofo, 1657-1757] las presentará con un orden, una claridad y unos giros que le son particulares, y Voltaire las expresará con una imaginación, una nobleza y una elegancia siempre presentes.

»Ahora bien, cada uno de estos hombres illustres, obligado por su gusto a ver su estilo como el mejor, prestará muy a menudo más atención a un hombre mediocre que lo hace suyo que a un hombre de genio que se dota con el suyo propio. De ahí los juicios diferentes que emiten a menudo sobre una misma obra un escritor célebre y el público, que, al no apreciar a los imitadores, quiere que un autor sea él mismo y no otro.

»Asimismo, el hombre de espíritu que ha perfeccionado su gusto en un género, sin haber compuesto ni adoptado un estilo en ese mismo género, suele tener en general el gusto más seguro que los grandes escritores. Ningún interés le engaña ni le impide situarse en el punto de vista desde donde el público considera y juzga una obra.»

 

Helvétius, Del Espíritu, Pamplona, Laetoli, 2013, pp. 308-310.

Sergio Givone /// Interpretación(es)

Sergio Givone (Buronzo, 1944) / Fuente: Lettera43.it

Sergio Givone (Buronzo, 1944) / Fuente: Lettera43.it

«Más productivo parece el modo de plantearse el problema de la verdad de la obra de arte en el clima cultural levemente antifundacionalista de la Escuela de Costanza y, en particular, de su máximo exponente, Hans Robert Jauss. Tanto Jauss como Heidegger o Gadamer buscan el declive del valor de verdad de la experiencia estética en el romanticismo, que, haciendo culminar un proceso que, por otra parte, se estaba incubando desde hacía tiempo en la cultura estética europea, privilegia el arte como poiesis, es decir, como producción genial que se sustrae a todo tipo de vínculo con la historia y la tradición. A esta visión del arte corresponde, como hemos visto, una desvalorización de la fruición estética que, basándose en la subjetivización del gusto característica de las estéticas de los siglos XIX y XX, convierte cualquier plausible pretensión de validez en un juicio puramente subjetivo. La subjetivización del juicio está acompañada en las estéticas de impostación hegeliana que implícita o explícitamente continúan viendo en la obra la manifestación sensible de la idea, de una desvalorización no sólo gnoseológica, sino también ética del placer estético: disfrutar de una obra significa, tanto para Hegel como para Adorno, no detenerse en sus aspectos sensibles y que más se pueden consumar desde un punto de vista hedonista, privado por sí mismo de validez; de tal forma que el valor de la verdad de la obra en la época de la muerte del arte hay que buscarlo en la negatividad, en el retraerse de la obra ante la fruición sensible, es decir, en último término, en su negación como arte para dejar que se vislumbre la idea o la utopía que no puede realizarse en lo real.

»Se trata, por tanto, de sustraer lo estético al estatuto de negatividad al que le ha destinado la idea del arte como conocimiento sensible o como mímesis de lo muerto. El primer paso en esta dirección está permitido por la rehabilitación de la categoría de aisthesis como fruición estética. El goce estético no representa sólo un momento caduco o subjetivo, sino que constituye en último término la justificación más obligatoria de la estética, la explicitación de la promesse de bonheur que va unida a la obra: «El placer estético se distingue del mero placer sensual -como se ha atestiguado unánimemente por toda teoría estética desde Kant acerca del placer desinteresado- en virtud de la «distancia entre el yo y el objeto», o distancia estética. A diferencia de la actitud teorética, que presupone distancia, en el placer estético tiene lugar la liberación del sujeto receptor de las cadenas de la praxis cotidiana, a través de lo imaginario. En el proceso originario de la experiencia estética, lo imaginario no constituye todavía un objeto, sino -como ha mostrado Sartre- un acto de representación de la conciencia imaginativa debe negar la objetividad dad para poder producir, según los símbolos estéticos pertenezcan a un texto verbal, visual o musical, una forma integrada por palabras, imágenes o sonidos. El placer estético, en el que la conciencia imaginativa se desvincula de las costumbres y de los intereses, permite al hombre, prisionero en su actividad cotidiana, liberarse para otras experiencias». (*)

»[…] Recuperando en parte la concepción gadameriana de la actualidad de lo bello, Jauss señala indirectamente el carácter de negatividad implícito en el discurso de Derrida sobre la escritura (aunque, en rigor, esta negatividad es inmanente a toda tematización de la diferencia ontológica, y en alguna medida se puede ya vislumbrar en la dialéctica entre mundo y tierra del Origen de la obra de arte de Heidegger); el arte como huella de la diferencia ontológica estaría en relación con el silencio de la obra en la teoría estética de Adorno: el interés de la obra no es tanto la comunicación, cuanto negarse a comunicar (interés que es, en Derrida, el del lenguaje en general).

Sergio Givone en 2010 / Fuente: Tuttoscorre.org

Sergio Givone en 2010 / Fuente: Tuttoscorre.org

»Paul de Man (1919-1983) y Harol Bloom -y, con ellos, todos los teóricos de la literatura reunidos bajo el nombre de Yale Critics en el marco de un gran interés por la reflexión de Derrida en la cultura contemporánea- desarrollan las implicaciones antifundacionalistas conectadas a un discurso hermenéutico-deconstructivo, y las aplican temáticamente a los estudios literarios. Lo que desaparece es, ante todo, la noción de metalenguaje crítico, es decir, la noción de un lenguaje transparente capaz de comprender la literatura y lo estético-expresivo en general, mejor de lo que se pueden comprender ellos mismos: la «deconstrucción» de un texto literario no es tanto el resultado de una actividad metódico-crítica, cuanto el desarrollo de las características ambiguas y autorreflexivas del mensaje estético en cuanto tal: «La escritura poética es el tipo de deconstrucción más avanzada y refinada; puede diferir de la escritura crítica en la economía de sus articulaciones, pero no en el género de ellas» (**). La tarea de la crítica -una vez que ha desaparecido la fe en el papel heurístico de un metalenguaje metodológicamente utilizado- es entonces situarse en una actitud de escucha del lenguaje poético (que posee un peculiar y, a decir verdad, aurático valor de verdad). «La crítica retórica, la fenomenológica, la estructuralista, reducen todo a imágenes, a ideas, a elementos dados, a fonemas. La crítica moral y otros tipos de crítica filosófica o psicológica reducen todo a conceptos contrapuestos. Nosotros reducimos una poesía […] a otra poesía» (***).

»Es característico de esta crítica la disminución de la diferencia entre literatura y crítica literaria, de tal modo que la crítica, una vez que ha abandonado la idea de metalenguaje, es asimilada a la literatura, y la pérdida del prestigio científico se compensa con el aumento del valor creativo. Este discurso comporta más redicalmente una asimilación entre literatura y filosofía, que, por un lado, se remite a la revalorización del valor de verdad de la obra de arte llevado a cabo por la hermenéutica y, por otro, se aleja de ella de un modo casi antitético. Si la perspectiva hermenéutica, alegando un peculiar poder veritativo del arte, disminuye las diferencias entre literatura y filosofía, aquí asistimos a una completa homologación; pero, y esto es el rasgo más sobresaliente, no es tanto que el arte sea verdadero en sentido filosófico, cuanto que la filosofía es asimilada a la literatura, que, ciertamente, posee una verdad, pero de forma aurática y retórica. El modo de verdad de la filosofía asimilada a la literatura recuerda el topos de la inspiración divina de los poetas. La reivindicación del valor de verdad del arte y la disminución de la diferencia entre literatura, crítica y filosofía pueden, por tanto, convivir sin contradicciones con una perspectiva epistemológica de tipo fundacionalista, por la que no pueden plantearse con seriedad pretensiones de verdad ni en el campo literario, ni en el científico, ni en el filosófico.»

 

Sergio Givone, Historia de la estética, Madrid, Tecnos, 2009, pp. 208-212.

 

– H. R. Jauss, Apologia dell’esperienza estetica, Turín, Einaudi, 1985, pp. 10-11. (*)

– P. de Man, Allegories of Reading, New Haven, Yale University Press, 1979, p. 17. (**)

– H. Bloom, L’angoscia dell’influenza, Milán, Feltrinelli, 1983, p. 98. (***)

Sir Herbert Read /// Interpretación(es)

Herbert Read retratado por Rollie McKenna / Fuente: National Portrait Gallery

Herbert Read, por Rollie McKenna / Fuente: National Portrait Gallery

«[…] Si esto fuera claramente reconocido, no se discutiría la jerarquía que al arte le corresponde en la sociedad. También en esto los griegos eran más sabios que nosotros, y su creencia, que siempre nos parece tan paradójica, de que la belleza es bondad moral, es realmente una sencilla verdad. El único pecado es la fealdad, y si creemos esto con todo nuestro ser, todas las actividades del espíritu humano pueden dejarse a su propio cuidado. Por eso yo creo que el arte es mucho más significativo que la economía o la filosofía. Es la medida directa de la visión espiritual del hombre. Cuando esta visión se generaliza, se transforma en religión, y la vitalidad del arte a través de la más grande parte de la historia está íntimamente ligada con alguna forma de religión. Pero gradualmente, como ya lo he señalado, en los dos o tres últimos siglos ese lazo se ha ido aflojando y no parece haber ninguna perspectiva inmediata de que se establezca un nuevo contacto.

»Nadie negará la interrelación profunda del artista con la comunidad. El artista depende de la comunidad -toma su tono, su tiempo, su intensidad, de la sociedad de la cual es miembro-. Pero el carácter individual de la obra del artista depende de algo más: depende de una resuelta voluntad de hacer que es el reflejo de la personalidad del artista, y no hay arte significativo sin esta acción de voluntad creadora. Esto parece que nos envuelve en una contradicción. Si el arte no es enteramente el producto de las circunstancias que nos rodean, y es la expresión de una voluntad personal ¿cómo podemos explicar la similitud sorprendente de obras de arte pertenecientes a diversos períodos de la historia?

Herbert Read y el escultor Robert Clothier en 1956 / Fuente: UBC Campus Sculptures

Herbert Read y el escultor Robert Clothier en 1956 / Fuente: UBC Campus Sculptures

»La paradoja sólo puede explicarse metafísicamente. Los valores del arte extremos exceden lo individual y su época y circunstancias. Expresan una ideal proporción o armonía que el artista capta sólo en virtud de sus dotes intuitivas. Para expresar su intuición usará el artista la materia que las circunstancias y el tiempo ponen en sus manos: en una época arañará los muros de su cueva, en otra construirá o decorará un templo o una catedral, en otra pintará sobre tela para un círculo limitado de connoisseurs. El verdadero artista es indiferente al material o a las condiciones que se le imponen. Acepta cualquier condición, siempre que exprese su voluntad de hacer. Luego, en las amplias mutaciones de la historia sus esfuerzos son agrandados o disminuidos, aprobados o desechados, por fuerzas que no podemos predecir, y que tienen muy poco que hacer con los valores de los cuales son el exponente. Es su credo que esos valores están, no obstante, entre los atributos eternos de la humanidad.»

 

Herbert Read, El significado del arte, Buenos Aires, Losada, 2007 (1931), pp. 203-204.

Friedrich Schiller /// Interpretación(es)

Friedrich Schiller retratado por Gerhard von Kügelgen / Fuente: Wikipedia

Friedrich Schiller (1759-1805) retratado por Gerhard von Kügelgen / Fuente: Wikipedia

«Hemos sido conducidos hasta aquí al concepto de una acción recíproca entre ambos impulsos [sensible y formal], por la que la operatividad de uno fundamenta y limita la operatividad del otro, y en la que cada uno de ellos en particular logra alcanzar para sí un pronunciamiento máximo en tanto actúa el otro.

»Esta relación recíproca entre ambos impulsos es, ciertamente, mera tarea de la razón, que el hombre sólo estará en condiciones de resolver completamente en la perfección de su existencia. Es, en el más estricto sentido de la palabra, la idea de su humanidad, y, con ello, algo infinito, a lo que en el transcurso del tiempo puede ir aproximándose, pero sin alcanzarlo jamás. «No debe aspirar a la forma a costa de la realidad, ni tampoco a la realidad a costa de la forma; antes bien, debe buscar el ser absoluto mediante uno determinado, y el ser determinado mediante uno infinito. Debe colocarse frente a un mundo, porque es persona, y debe ser persona, porque ante él hay un mundo. Debe sentir porque es consciente de sí, y debe ser consciente de sí, porque siente». -Ser realmente adecuado a esta idea, y ser, por consiguiente, hombre en el sentido íntegro de la palabra, es algo que nunca podrá llevar a la experiencia mientras satisfaga exclusivamente uno de estos dos impulsos o uno después del otro: puesto que, en tanto que sólo siente, le resta secreta su persona o su existencia absoluta, y en tanto que sólo piensa le resta su existencia en el tiempo o su estado como secreto. Pero si se dieran casos en los que hiciese de una vez esa doble experiencia, en los que fuese consciente de su libertad y a la vez sintiera su experiencia, en los que a la vez se sintiera como materia y se conociera como espíritu, en esos casos, y exclusivamente en ellos, tendría una visión completa de su humanidad, y el objeto que le procuró tal percepción le serviría de símbolo de su determinación acabada y, por consiguiente (ya que ésta sólo puede alcanzarse en la totalidad del tiempo), serviría como representación de lo infinito.

Monumento a Schiller en Stuttgart, por Bertel Thorvaldsen (1839) / Fuente: Vanderkrogt.net

Monumento a Schiller en Stuttgart, por Bertel Thorvaldsen (1839) / Fuente: Vanderkrogt.net

»Suponiendo que casos semejantes pudieran darse en la experiencia, despertarían en él un nuevo impulso, el cual, precisamente porque en él coinciden los otros dos, sería opuesto a ambos observados por separado, y valdría, así, en justicia, como nuevo impulso. El impulso sensible quiere que haya variación, que el tiempo tenga contenido; el impulso formal quiere que el tiempo sea abolido, que no haya variación. Por tanto, aquel impulso en el que ambos actúan unidos (permítaseme, hasta que ahya justificado la denominación, llamarlo provisionalmente impulso de juego), el impulso de juego, digo, estaría orientado a suspender el tiempo en el tiempo, a acordar el devenir con el ser absoluto, la variación con la identidad.

Busto de Schiller en mármol, por Heinrich Dannecker (1794) / Fuente: Web Gallery of Art

Busto de Schiller en mármol, por Heinrich Dannecker (1794) / Staatsgalerie Stuttgart

»El impulso sensible quiere que se le determine, quiere percibir su objeto; el impulso formal quiere determinar él mismo, quiere crear su objeto; el impulso de juego se empeñará entonces en percibir como él hubiera creado, y en crear como el sentido procura percibir.

« »El impulso sensible excluye de su sujeto toda operación espontánea y toda libertad; el impulso formal excluye del suyo toda dependencia y toda pasividad. La exclusión de la libertad es, empero, necesidad física, la exclusión de la pasividad es necesidad moral. Ambos impulsos constriñen, así pues, el ánimo, aquél por leyes de la naturaleza, éste por leyes de la razón. Por tanto, el impulso de juego, como aquel en el que ambos actúan unidos, constreñirá el ánimo al tiempo física y moralmente, y así, ya que suspende toda contingencia, suspenderá también todo constreñimiento y pondrá al hombre en libertad tanto física como moralmente. Cuando abrazamos con pasión a alguien digno de nuestro desprecio sentimos el constreñimiento doloroso de la naturaleza. Cuando estamos en actitud hostil hacia alguien que provoca nuestro respeto, habrán desaparecido tanto el imperativo del sentimiento como el imperativo de la razón, y empezaremos a amarlo, o sea, a jugar al tiempo con nuestra inclinación y nuestro respeto.

»Además, en cuanto que el impulso sensitivo nos constriñe física y el impulso formal moralmente, hace aquél, entonces, contingente nuestra condición formal y éste nuestra condición material; y esto significa que es contingente que nuestra felicidad armonice con nuestra perfección o ésta con aquélla. El impulso de juego, en el que ambos actúan unidos, hará contingentes a la vez nuestra condición formal y nuestra condición material, e igualmente contingentes nuestra perfección y nuestra felicidad; así pues, precisamente porque hace a ambas contingentes, y porque al desaparecer la necesidad también se anula la contingencia, suspenderá a su vez la contingencia en ambas, y llevará con ello forma a la materia y realidad a la forma. En la misma medida en que quite influjo dinámico a las sensaciones y los afectos, las armonizará con ideas de la razón, y en la misma medida en que reduzca el constreñimiento moral de las leyes de la razón las hermanará con el interés de los sentidos.»

Schiller_Autogram

Sobre la educación estética del hombre: carta decimocuarta (1795), cit. Javier Arnaldo (ed.), Fragmentos para una teoría romántica del arte, Madrid, Tecnos, 2014, pp. 230-232.

Paul Valéry /// Interpretación(es)

Paul Valéry en la década de los 30 / Fuente:

Paul Valéry en la década de los 30 / Fuente: La Jornada

«El paisaje fue de entrada la campiña al fondo, delante de la cual pasaban cosas. Creo que fue a los holandeses a los primeros a quienes les interesó esa campiña, bien en sí misma o bien por las estupendas vacas que en ella aparecían.

»Entre los italianos y entre nosotros, adquiere la importancia de un decorado. Poussin y Claude [Lorraine] lo ordenan y le dan una composición espléndida. El paisaje canta: es a la naturaleza lo que la ópera a la vida cotidiana. Se recurre a un árbol, al bosquecillo, a las aguas, a los montes y a determinadas edificaciones con libertad completamente ornamental o teatral. Se llevan a cabo, no obstante, estudios muy precisos y todos ellos comparables a los que se llevarán a cabo pasado un siglo. Se alcanza el límite de la fantasía.

»La trayectoria del paisaje imaginario concluye con los papeles pintados y las tapicerías de Jouy. La verdad entra en acción.

»Aparecen paisajistas de mucha envergadura que, al principio, se preocupan por la composición de sus  obras; escogen, eliminan, ajustan; pero, poco a poco, entablan un cuerpo a cuerpo con la naturaleza tal cual.

»Cada vez pintan menos en el estudio; cada vez más en el campo. Luchan contra la solidez, contra la propia fluidez de las cosas; los hay que la emprenden con la luz, quieren captar la hora, el instante, poner en el lugar de las formas finitas una envoltura de reflejos, de elementos del espectro sutilmente dosificados.

»Otros, en cambio, hacen albañilería con lo que ven.

»Así se fue desplazando progresivamente el interés por el paisaje. De ser el accesorio de una acción, y más o menos al servicio de ésta, pasó a ser lugar de maravillas, sede de ensoñación, placer de la vista distraída… Luego, se lleva la palma la impresión; la materia o la luz imperan.

Paul Valéry retratado por Laure Albin-Guillot (ca.1935) / La Petite Mélancolie

Paul Valéry retratado por Laure Albin-Guillot (ca.1935) / Fuente: La Petite Mélancolie

»Observamos entonces que en pocos años invaden los dominios de la pintura las imágenes de un mundo sin hombres. El mar, el bosque y el campo desiertos les resultan satisfactorios a la mayoría de las miradas. De esto se derivan muchas consecuencias notables.

»Como los árboles y los terrenos no son mucho menos familiares que los animales, crece la arbitrariedad en el arte y se convierten en habituales las simplificaciones, incluso las más burdas. Nos escandalizaría que pintasen una pierna o un brazo como pintan una rama. Nos cuesta mucho diferenciar entre lo posible y lo imposible en lo relativo a las formas minerales o vegetales. El paisaje, pues, da muchas facilidades. Todo el mundo se puso a pintar.

»Otro reflejo: la figura humana, tema dilecto antaño -hasta tal punto que la anatomía entró, desde tiempos de Leonardo, en las condiciones que había que exigirle a un artista-, quedó asimilada a cualquier otro objeto: por el resplandor o el grano de la piel se desdeña la modulación de las formas; desaparece por completo la expresión de las caras, se ausenta del todo la intención. Y el retrato decae.

»Por último, el desarrollo del paisaje parece coincidir, desde luego, con una merma marcadísima de la parte intelectual del arte.

»Al pintor no le queda ya gran cosa sobre la que razonar. Y no es que no nos topemos con muchos que especulan acerca de la estética y la técnica de su oficio, pero creo que muy pocos calculan la realización de una obra determinada. Nada los obliga a ello, puesto que todo acaba por reducirse a paisaje o bodegón, que, a su vez, se han quedado ambos en un entretenimiento de interés local. Pasaron los tiempos en que un artista no pensaba que estaba perdiendo el tiempo cuando meditaba, por ejemplo, acerca de los gestos o las posturas propias de las mujeres, los ancianos, los niños, cuando escribía esas observaciones antes de clavárselas en la mente. No digo que no sea posible prescindir de ello. Digo que el arte grande no prescinde de inutilidades de ese tipo, y digo que existe un arte grande. Es posible que vuelva más adelante a hablar de esto.

»Todo cuanto acabo de exponer en el ámbito de la pintura halla una semejanza pasmosa en el ámbito de las letras: la descripción invadió la literatura al mismo tiempo que el paisaje invadía la pintura; en la misma dirección y con las mismas consecuencias.

»En ambos casos, se debió ese éxito a la intervención de grandes artistas y condujo de forma idéntica a cierta capitis diminutio.

»Una descripción la componen frases que, en general, pueden ser intercambiables: puedo describir esta habitación con una secuencia de frases cuyo orden es más o menos indiferente. La mirada vagabundea a su aire. Nada más natural, nada más auténtico que ese vagabundeo, porque… la autenticidad es el azar

Paul Valéry / Fuente:

Fuente: Prodavinci

»Pero, si esa libertad, y el hábito de facilidad que implica, acaba por dominar en las obras, va disuadiendo poco a poco a los escritores de recurrir a sus facultades abstractas, de la misma forma que anonada en el lector la necesidad de una atención mínima, para inclinarlo a que sólo lo atraigan los efectos instantáneos, la retórica del impacto.

»Esta forma de crear, legítima en principio y a la que debemos tantas cosas hermosas, conduce, lo mismo que el abuso del paisaje, a la merma de la parte intelectual del arte.

»Llegados aquí, más de uno exclamará que poco importa. En lo que a mí se refiere, creo que importa bastante que la obra de arte la realice un hombre completo.

Pero ¿cómo puede ser que se le diera antaño tanta importancia a lo que en nuestros días se considera desdeñable con tanta naturalidad? Un aficionado, en entendido de tiempos de Julio II o de Luis XIV se quedaría muy sorprendido al enterarse de que casi todo lo que se consideraba esencial en la pintura ahora no sólo se descuida, sino que es radicalmente ajeno a las preocupaciones del pintor y a las exigencias del público. E, incluso, cuánto más refinado es ese público, más avanzado está, es decir, más alejado se halla de los antiguos ideales que he mencionado. Pero de lo que nos estamos alejando así es del hombre total. El hombre completo se está muriendo

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Paul Valéry, Degas Danza Dibujo, Barcelona, Nortesur, 2012 (1936), pp. 103-107.

Edmund Burke /// Interpretación(es)

«Así sucede en las calamidades reales. En las miserias imitadas, la única diferencia es el placer resultante de los defectos de la imitación; pues nunca es tan perfecto, como para poder percibir que es una imitación, y de acuerdo con este principio nos complace de algún modo. Efectivamente, en algunos casos, sacamos tanto o más placer de esa fuente que de la cosa misma. Pero, entonces supongo que nos equivocaremos mucho si atribuimos una parte considerable de nuestra satisfacción en la tragedia a la idea de que la tragedia es un engaño y de que no representa la realidad. Cuanto más se acerca a la realidad, y cuanto más se aleja de la idea de ficción, más perfecto es su poder.

»Pero, sea cual sea su poder, éste nunca nos acerca a lo que representa. Escójase un día para representar la tragedia más sublime y conmovedora que conozcamos; nombremos los actores más favoritos; no ahorremos nada para los escenarios y decorados, y concentremos los mayores esfuerzos de la poesía, pintura y música; y cuando se haya reunido a los espectadores, justo en el momento en que sus mentes se encuentren predispuestas a la expectación, anunciémosles que un delincuente estatal de altos vuelos va a ser ejecutado en la plaza de al lado; en un momento, el vacío del teatro demostraría la comparativa debilidad de las artes imitativas, y proclamaría el triunfo de la compasión real. Creo que esta noción de que la realidad nos causa simple dolor, y la representación, un deleite, procede del hecho de que no distinguimos suficientemente lo que no haríamos bajo ningún pretexto y lo que no anhelaríamos ver si se hiciera en una ocasión. Nos complace ver cosas, que, lejos de hacer, desearíamos ardientemente ver corregidas.

Edmund Burke retratado por James Barry, 1774 (National Gallery, Irlanda)

Edmund Burke retratado por James Barry (det.), 1774 / National Gallery of Ireland

»No creo que haya hombre tan extrañamente maligno, que desee ver destruida esta noble capital, orgullo de Inglaterra y de Europa, por una configuración o un terromoto, aunque estuviera muy alejado del peligro. Pero, supongamos que haya ocurrido tan fatal accidente, ¿cuántas personas acudirían de todas partes para contemplar las ruinas, y cuántas de entre ellas habrían estado satisfechas con no haber visto nunca Londres en su majestuosidad? Nuestra inmunidad en lo concerniente a miserias ficticias o reales no es causa de goce para nosotros; lo digo por propia experiencia. Sospecho que este error se debe a una especie de sofisma con el que frecuentemente nos engañamos; éste nace de nuestra falta de distinción entre lo que efectivamente es una condición necesaria para hacer o padecer cualquier cosa en general, y lo que es la causa de algún acto particular. Si un hombre me mata con una espada es preciso para ello que ambos estuviéramos vivos antes del suceso; y, sin embargo, sería absurdo decir que el hecho de que ambos fuéramos criaturas vivientes fue la causa de su crimen y de mi muerte. De modo que, verdaderamente, es necesario que mi vida no esté ante ningún peligro inminente, antes de que pueda gozar del sufrimiento de los demás, sea real o imaginario, o de cualquier causa. Pero, entonces, es un sofisma argumentar a partir de aquí, que esta inmunidad es la causa de mi deleite, tanto en éstas como en otras ocasiones. Nadie puede distinguir semejante causa de satisfacción en su propia mente, creo; aunque no suframos un dolor intenso o no nos hallemos expuestos a un peligro inminente, podemos sentir por los demás, en la medida en que sufrimos; y, a menudo, mucho más cuando la aflicción nos ablanda; vemos con lástima pesares, que incluso aceptaríamos en lugar de los nuestros.»

 

«De los efectos de la tragedia», cit. Edmund Burke, De lo sublime y de lo bello, Madrid, Alianza, 2010 (1757), pp. 75-77.

Mario Praz /// Interpretación(es)

Mario Praz visitado por Margarita de Inglaterra en su casa de Roma el 10 de junio de 1973 (Foto: Milton Gendel)

Mario Praz visitado por Margarita de Inglaterra en su casa de Roma (10 de junio de 1973 / Foto: Milton Gendel)

«El panorama general que presenta la primera mitad de nuestro siglo abunda en experiencias de carácter tan variado que sería fácil perderse en su diversidad. Sin embargo, en las diferentes artes podemos observar líneas evolutivas paralelas. El movimiento Dadá ha planteado un antiarte; Le Corbusier, una antiarquitectura; el escritor francés Robbe-Grillet y la nouvelle vague, una antinovela. Los escritores, los escultores y los arquitectos se enfrentaron a los mismos problemas. Rothko en la pintura, Antonioni en el cine, Kafka en la novela y Beckett en el teatro -por citar sólo algunos nombres- trataron de expresar la sensación de nada, de vacío. Cézanne le dijo en cierta ocasión a Emile Bernard que “veía la esfera, el cono y el cilindro en la naturaleza”. Picasso representó una figura al mismo tiempo en face y en profil; los arquitectos han hablado de una cuarta dimensión. Según Giedion (sobre quien los cuadros de Picasso ejercieron una influencia indudable), la historia de la arquitectura es una evolución desde lo bidimensional hacia lo tridimensional, y así sucesivamente. […] La evolución de Picasso podría parangonarse con la de Joyce, a la manera de las Vidas paralelas de Plutarco. También el pintor empezó imitando con entusiasmo los estilos tradicionales: podía ser tan civilizado como Ingres, primitivo como un escultor africano, solemne como un escultor griego arcaico, sutil en sus efectos de color como Goya. Tanto en el pintor como en el escritor encontramos aquella contracción general del sentido histórico y la intoxicación con la contemporaneidad de todos los estilos históricos que puede compararse con la experiencia de ahogarse y repasar vertiginosamente en un instante la totalidad de la vida. Mucho antes que Joyce, Picasso intentó elaborar en Las señoritas de Aviñón un nuevo lenguaje a través de la fusión de estilos inconciliables.

Pablo Picasso, "Les Demoiselles d'Avignon", MoMA, Nueva York (1907)

Pablo Picasso, «Les Demoiselles d’Avignon», MoMA, Nueva York (1907)

»La figura de la izquierda habla del lenguaje de Gauguin, la parte central responde a las superficies planas de la escultura ibérica, el sector de la derecha delata la influencia de las máscaras africanas, de contornos aserrados y espinosos; los espacios sombreados que aparecen entre figura y figura derivan, a su vez, de Cézanne. Pero esta contaminación de estilos no es en modo alguno privativa de Joyce y de Picasso; este último no es el único pintor moderno capaz de ser al mismo tiempo Rafael y Cimabue. Dicho sea de paso, un rasgo que Joyce y Picasso comparten con Stravinsky, otro genio representativo de nuestra época, consiste en que su obra, inspirada en una multiplicidad de fuentes, ha sido, a su vez, fuente de inspiración para casi todo el mundo. Ezra Pound podía ser tan chino como provenzal; T. S. Eliot podía escribir en un sentencioso inglés isabelino y también en el lenguaje de la comedia musical, como demostró en ‘Sweeney Agonistes’. The Waste Land es un producto aún más heteróclito que Las señoritas de Aviñón. Consideradas como pastiches, todas estas obras de arte nos remiten a la atmósfera del circo y las demostraciones de los equilibristas: las mascaradas y cabriolas deliberadas entrañan el peligro constante de perder el equilibrio y caer desde el trapecio al vacío o directamente al serrín de la pista. Detrás de todas esas experiencias asoma la sospecha de que el artista se limita a “apuntalar con fragmentos sus ruinas”, como dice Eliot en la conclusión de The Waste Land

 

Mario Praz, Mnemosyne. El paralelismo entre la literatura y las artes visuales, Madrid, Taurus, 2007 (1970), pp. 189-190.