Amor sacro y amor profano – Un día en el museo

Le Corbusier. Un atlas de paisajes modernos / CaixaForum Madrid

Le Corbusier. Un atlas de paisajes modernos / ©CaixaForum Madrid

La semana pasada fui a la rueda de prensa de la nueva exposición de CaixaForum Madrid, ya saben, una de esas exposiciones fantásticas de la que cuelgan carteles publicitarios por toda la ciudad y que todo el mundo, más tarde o más temprano, termina visitando, bien por un acto inducido a través de la publicidad, bien por el objeto de la exposición. En este caso era Le Corbusier. ¿Quién no ha oído hablar de la figura que cambió el concepto de arquitectura en el siglo XX? Ahora en serio, ¿quién no conoce, aun de pasada o de oídas, a Le Corbusier? Evidentemente, muy pocos.

Llegué un poco aturdido porque no encontraba mi sitio y el sol de la capital se mezclaba con el olor a hormigón armado de las obras del eje Prado-Recoletos (qué guasa, por cierto, tienen algunos consejeros cayendo la que está cayendo). Un desastre. Pero nada más entrar reconozco al gran Le Corbusier y todo parece dispuesto a comenzar. Como no hay dos sin tres, como bien reza el título de una reciente película protagonizada por tres mujeres y dos neuronas, el primer disgusto (y no es el primero en CaixaForum Madrid) viene desde el amor por los libros y la memoria: no hay catálogo. Me considero filántropo, lo reconozco desde ahora mismo, y admito que esta desmesura puede resultar inapropiada para algunas ocasiones. En este caso no es así, se trata de una muestra que partió del MoMA de Nueva York y ha recorrido la Gran Manzana con un éxito apabullante (¡400.000 visitantes en apenas tres meses, nos dice la nota de prensa! ¡Wow, me digo en yankee!), ha recalado primero en Barcelona y aterrizó finalmente en Madrid. Pues qué bien, vuelvo a decirme.

Le Corbusier, Maqueta del Palacio de los Soviets, Moscú (1931-1932) / MoMA

Le Corbusier, Palacio de los Soviets, Moscú (maqueta, 1931-1932) / ©MoMA

Lo primero que veo es un despliegue de medios como bien requiere la ocasión. A regañadientes saludo y despacho cual hombre de negocios a alguna cara conocida en la sala, al staff del CaixaForum con esa amabilidad constante de la que siempre estás obligado a sospechar y a algún asiduo a estas citas de museo. ¡Claro, el catálogo! Esa es la clave de bóveda de mi profundo malestar.

Aún así, me dispongo y predispongo a ver la muestra, las obras, las piezas, las recreaciones, las fotografías y todo el sinfín de objetos y la costosa parafernalia que ha debido suponer armar tamaña exposición. Espectacular. Es la bomba, de veras, las maquetas que han traído de la Fundación Le Corbusier de París son magníficas. Allí te quedas embobado viendo Ronchamp en madera, o los dibujos de Roma que Le Corbusier tomó basándose en el famoso grabado de Pirro Ligorio de 1561, o la maqueta de la llamada (excéntricamente, por supuesto) «ciudad jardín vertical» de Marsella de los años 40 (la conocida como l’unité d’habitation), o, o, o… Faltaba culminar algunos detalles técnicos como la sala didáctica dedicada a los más pequeños de la casa (creo que esta es la fórmula publicitaria correcta) y algunas proyecciones en monitores pero, así y todo, para ser sinceros -de esto se trata-, la puesta en escena resulta apabullante. Más tarde llegaron las autoridades y tomaron su asiento, hablaron y vendieron y justificaron el proyecto. Pero desde el punto de vista académico, la decepción fue supina. Con todas las variantes que se quieran, mucho larala y poco lerele, que se dice en castizo. En ese momento es cuando uno sabe que lo importado sigue vendiendo mucho más y que bastan dos nombres de ciudades y tres apellidos para encandilar a la ignorancia. Mal. Muy mal, señores. Como diría mi vecino del cuarto con todo su dudoso aspecto pero con algunos vigorosos valores que no dan ni media docena de carreras universitarias: «Las cosas, a la cara».

Le Corbusier, Capilla de Notre Dame du Haut, Ronchamp (1950-1955) / ©Fondation Le Corbusier 2014

Le Corbusier, Capilla de Notre Dame du Haut, Ronchamp (1950-1955) / ©Fondation Le Corbusier 2014

Para colmo, desde nuestra posición, se han lanzado varias preguntas que inciden en la faceta política de Le Corbusier. ¿Cuál es la herramienta arquitectónica que usó Le Corbusier, si es que la hubo, para poner patas arriba la política? ¿Saben cuál fue la respuesta? Yo tampoco, creo que todavía no la han contestado, pero ¿de verdad luchó políticamente contra las fuerzas establecidas? Ay, amigo mío, el cerviche se desmontó definitivamente. ¡Pero si Le Corbusier fue un arquitecto que satisfizo las demandas aristocráticas de la oligarquía de medio mundo! ¿Por qué demonios iba a morder la mano que le alimentaba? Claro, esto en los libros no se acentúa. ¿Para qué? Se subraya la innovación, la genialidad, la originalidad (toma mandanga) y la evolución de la arquitectura. Permítanme que lo diga a lo Cela: manda cojones. Acabáramos. ¡Es una exposición de estilo!

Pueden imaginarse cuál era mi talante después de que el entuerto se hubo desvestido por completo. Desgraciadamente el catálogo fue la justa premonición de la catástrofe, pero yo me preguntaba, de hecho me lo sigo preguntando: ¿necesitamos exposiciones tan tremendas cayendo la que está cayendo, con estos presupuestos grasientos y alevosos, para que luego no nos digan nada y salgamos de la sala admirando el estilo de Le Corbusier? ¿¡El estilo!? Si éticamente podemos tolerar algo así y callar, definitivamente nos hemos vuelto todos locos. Me niego a formar parte de esa caterva cultural, periodistas y reporteros incluídos, cuidado, porque el pastel rebosa merengue y aquí nadie quiere dejar escapar su bocado.

El caso es que, al fin y al cabo, salí trastocado de allí, como cojitranco en mi conciencia, sabiendo además que las cosas ya no son como antes, que ahora todo el público ha de pagar a menos que sea cliente de La Caixa y cosas por el estilo, que se ningunea la cultura y que aquí nadie dice nada. Todos contentos, eso sí, diciendo «qué bonito», «qué bonito», «qué bonito», hasta que -Dios no lo quiera- se convierta en el último hit de Manu Chao o Pau Donés. Qué bochorno.

Rogier van der Weyden, Descendimiento, ca. 1435 / ©Museo del Prado

Rogier van der Weyden, Descendimiento, ca. 1435 / ©Museo del Prado

No quería volver a mi casa con esa amarga sensación, en realidad no podía permitírmelo, así que crucé al otro lado del Paseo del Prado sorteando ese olor a hormigón seco, pestilente y repugnante que se te mete en las narices para recalar en el Museo del Prado. Antiguos y modernos, créanme, el Prado es el reducto de paz más escandaloso que he conocido en mi vida después del Bargello en Florencia. Consigue ahogar mis penas, me desentumezco de la realidad y, al contrario de lo que pueda parecer, no me evado, vuelvo al problema entendiendo el problema. ¿Que cuál es? Una alarmante dejadez cultural. Hace mucho tiempo que no percibo visitantes solitarios en las salas, visitantes de esos que no necesitan el pretexto ridículo y pertinente de acompañar a alguien para visitar un museo; sin embargo, sí proliferan los grupos de jubilados, chinos, camboyanos o japoneses que acuden en masa cámara en mano precedidos de una correspondiente banderita que hace las veces de cicerone. Ni mucho menos pretendo instrumentalizar, pero entiéndanme, veo más revolución en pinturas de Antonello, Van der Weyden, Tintoretto o Goya sin ser expuestas, que una exposición de Le Corbusier con más de un centenar de piezas llevadas en volandas.

Círculo de Pedro de Berruguete, Virgen con el Niño (posterior a 1483) / ©Museo del Prado

Círculo de Pedro de Berruguete, Virgen con el Niño (posterior a 1483) / ©Museo del Prado

Me admiro delante del Descendimiento como epítome de la pintura flamenca y me digo que qué bárbaro es ese tal Weyden, que vio algo que ningún otro vio y que luego todos imitaron. Me digo también que hay que tener valor, coraje y sabiduría para romper con la mirada impuesta desde arriba, que se necesitan arrestos de verdad para provocar un absoluto divorcio estético con la mirada. Luego voy hacia la conocida como Virgen de la Leche, cuya autoría sigue sin encontrar consenso pero en la que yo creo ver el aura del maestro, con ese recogimiento tan español y a la vez tan sutil, importado en parte de Flandes y en parte de Urbino, como si Flandes y Urbino pudieran resumir una gran parte de la pintura europea de vanguardia de finales del XV. Allí fue nuestro Berruguete, a Italia, posiblemente el más afortunado de todos los pintores palentinos de la Edad Moderna, a pintar y a codearse con la élite humanística más brillante que ha conocido la civilización occidental. Por ejemplo con el duque Federico, con su hijo Guidobaldo, con Piero, ¡Piero della Francesca!, con todos pudo conversar y de todos ellos se nutrió para importar a España algo que nadie hasta el momento se había atrevido a cristalizar con tanta hondura: convertir a la Virgen en mujer, a Dios en hombre y a los santos en héroes. Humanizar lo divino. Qué soberbia la de maese Pedro. Claro que nosotros no entendemos nada si no nos hablan de política; sin embargo, la política de entonces estaba supeditada al dominio de la Iglesia, por lo que nuestra perspectiva, al observar estas impurezas, debería ser otra muy distinta. Pero tampoco se queda atrás Goya, para muchos mucho más contemporáneo, cercano y palpitante, cuyo Perro es el símbolo demoledor de la devastación más absoluta, además de una declaración de intenciones pictóricas con pocos precedentes en la historia de la pintura. A Goya, así como a los maestros que he nombrado, no les hacen falta carteles publicitarios. Es irrelevante el número de personas que visiten sus salas. No importa. Ellos (artífices) y ellas (obras) seguirán leyendo en nuestro rostro el síntoma de una amarga pero consentida derrota.

El caso es que siempre salgo revitalizado de allí, pero también me preocupa el desafecto generado y generalizado más allá del dato anecdótico, me siento alarmado por nuestra progresiva incapacidad de mirar y, sobre todo, por esa agravante sensación de que algo se nos está escapando de las manos, de que algo allí, en los cuadros, sin mencionar las instituciones, está escrito y nosotros no llegamos a leer.

Francisco de Goya, Perro semihundido (1820-1823) / ©Museo del Prado

Francisco de Goya, Perro semihundido, det. (1820-1823) / ©Museo del Prado

Con todas las facilidades que se nos presentan, con toda la tecnología a nuestra disposición, con todos los medios de los que hoy podemos echar mano sin gastar un euro, tan sólo voluntad, la más cara de las atenciones humanas, no somos capaces de ver tres en un burro. Es curioso, por otra parte, comprobar e intuir que las cifras de los museos del mundo se engrosan a base de paquetes turísticos y no de una intención firme de conocimiento. Como humanista, filántropo y otras ridiculeces incapaces de guiarme hacia la puerta de salida de este abismo, declaro el estado de excepción de la cultura desarrollada, lo que en realidad son dos tipos de cultura enfrentadas. Adiós a la atenta mirada de la sabiduría, bienvenido el entretenimiento. Si una es el feo testimonio del desastre, la otra necesita maquillarse antes de salir al mercado. Ya lo he dicho antes. Amor sacro y amor profano.

Adolf Loos /// Interpretación(es)

Adolf Loos en 1904 / Otto Mayer (Österreichische Nationalbibliothek)

Adolf Loos en 1904 / Otto Mayer (Österreichische Nationalbibliothek)

«¡Moda de señora! ¡Tú, atroz capítulo de la historia de la cultura! Cuentas a la humanidad deseos secretos. Si se hojea en tus páginas, el espíritu se estremece ante aberraciones horrorosas e inauditos vicios. Se percibe el lamento de los niños maltratados, el chillido de mujeres ultrajadas, el terrible aullido de personas torturadas, la queja de quienes mueren en la hoguera. Suenan latigazos, y el aire recibe el chamuscado olor de carne humana asada. La bête humaine…»

»Pero no, el ser humano no es una bestia. La bestia ama, ama pura y simplemente como está dispuesto en la naturaleza. La persona, sin embargo, maltrata su naturaleza y la naturaleza maltrata el eros que hay en él. Somos bestias a las que se encierra en establos, bestias a las que se les escatima su alimentación natural, bestias que tienen que amar por mandato. Somos animales domésticos.

» Si la persona se hubiera quedado en bestia, entonces el amor llegaría a su corazón una vez al año. Pero la sensualidad penosamente reprimida nos hace siempre aptos para el amor. Nos robaron la primavera. Y esa sensualidad no es simple, sino complicada, no es natural, sino innatural.

»Esa sensualidad innatural llega irrumpiendo en cada siglo, sí, en cada siglo, de manera distinta. Está en el aire y contagia. Tan pronto se extiende como una peste que no se puede ocultar, como se desliza por la tierra en epidemia secreta y las personas que la han contraído saben esconderse unos de otros. Tan pronto los flagelados van por el mundo y las hogueras ardientes son una fiesta popular, como el placer se retira a los pliegues secretos del espíritu. Pero, sea como fuera: el Marqués de Sade, el punto culminante de la sensualidad de su tiempo, cuyo espíritu imaginó los martirios más grandiosos de que nuestra imaginación es capaz, y la cándida, pálida muchacha, cuyo corazón alienta más libremente tras haber matado a la pulga, son de una misma raíz.»

 

Adolf Loos, Dicho en el vacío 1897-1900, Murcia, Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de Murcia, 2003, pp. 135-136.

Anthony Blunt /// Interpretación(es)

Anthony Blunt / The Telegraph

Anthony Blunt / The Telegraph

«Borromini se consideraba el heredero espiritual de Miguel Ángel, y no le faltaba razón. Ninguno de los sucesores inmediatos de Miguel Ángel -con la posible excepción del frustrado Giacomo del Duca- comprendió las innovaciones fundamentales de su arquitectura, y nadie hubo asimismo que desarrollara sus hallazgos. La historia de la arquitectura romana entre, más o menos, 1565 y 1620 presenta una serie de prudentes avances que parten de Vignola, donde de vez en cuando se incorpora algún detalle -una puerta o una ventana- tomado de Miguel Ángel. Tampoco los contemporáneos de Borromini sacaron mucho más provecho del estudio del gran maestro del siglo anterior. Pietro da Cortona le debe mucho en su tratamiento del muro, pero nunca hace uso de sus hallazgos en el trazado de las plantas. Bernini deja ver en la Plaza de San Pedro algo del amor de Miguel Ángel por la gran escala y toma de él las pilastras gigantes de los palacios capitolinos para emplearlas -mas ¡con qué timidez!- en el Palazzo Chigi-Odescalchi. Los motivos decorativos que habían tomado de Miguel Ángel los arquitectos de la primera generación del Seicento pasaron a formar parte del lenguaje corriente, pero en el proceso se fueron convirtiendo cada vez más en un lugar común.

Anthony Blunt junto al "Retrato de Baltasar Carlos" de Velázquez / Getty Images

Anthony Blunt junto al «Retrato de Baltasar Carlos» de Velázquez / Getty Images

»Sólo Borromini amó realmente los edificios de Miguel Ángel y comprendió los principios que los inspiraban: la inventiva en el trazado de las plantas, el tratamiento plástico del muro, las originalidades en el detalle, cuidadosamente pensadas, y todo ello combinado con un profundo conocimiento de la mecánica y una gran destreza en la técnica de la construcción, de tal modo que lo que a primera vista parece ser una demostración deliberada de ingenio, resulta ser muchas veces la solución de algún problema práctico. Todos estos rasgos pueden encontrarse en los edificios de Borromini como en los de ninguno de los demás arquitectos romanos del Seicento.

»Pero Borromini se veía también como heredero de Miguel Ángel en un sentido menos afortunado. Como él mismo señala, Miguel Ángel se vio atacado por arquitectos más conservadores por motivo de sus innovaciones en la arquitectura de San Pedro, y esas críticas, aunque en gran medida se debieran a la envidia de rivales derrotados, amargaron al arquitecto, que tantas frustraciones había sufrido ya a lo largo de su prolongada carrera. Con Borromini el caso fue mucho peor, y mucho más violentas las acusaciones de anárquica transgresión de las normas.

Anthony Blunt y la reina Isabel II de Inglaterra visitan el Courtauld Institute of Art en 1959

Anthony Blunt y la reina Isabel II de Inglaterra visitan el Courtauld Institute of Art en 1959

»Por el modo en que Martinelli subraya repetidas veces el hecho de que Borromini hubiera estudiado las obras de los antiguos, de que comprendiera los principios de arquitectura establecidos por Vitruvio y de que no quisiera instaurar una nueva escuela en esa disciplina -en otras palabras, provocar una revolución-, resulta evidente que sus adversarios le acusaban de lo contrario; y hay testimonios contemporáneos que lo confirman. Bernini le dijo a Chantelou, durante la visita de aquél a París en 1665, que la arquitectura de Borromini era «extravagante» y que él era «un bárbaro ignorante que había corrompido la arquitectura», y añadió que «los pintores o escultores toman en arquitectura el cuerpo humano como guía para sus proporciones, pero Borromini ha debido basar la suya en quimeras». Giovanni Pietro Bellori, portavoz del grupo clasicista de Roma, fue aún más violento, pues en su Idea del pittore, dello scultore, e dell’architetto, pronunciada como conferencia en 1664 y publicada en 1672, escribe:

… todo el mundo imagina en su mente, y a su manera, una nueva idea o fantasma de la arquitectura… y así deforman edificios, y hasta ciudades y monumentos. Utilizan, de forma casi delirante, ángulos y líneas partidas y retorcidas, y dividen en dos basas, capiteles y columnas por medio de una recargada decoración de estuco y de triviales ornamentos, y con proporciones erróneas, pese al hecho de que Vitruvio condenara tales originalidades.»

Anthony Blunt, Borromini, Madrid, Alianza, 1982 (1979), pp. 225-226.

Torres y rascacielos /// CaixaForum Madrid (2012)

Desde el 10 de octubre podemos visitar esta nueva muestra paralela que ofrece el CaixaForum en la que se aborda una de las grandes obsesiones del hombre a lo largo de la historia de la humanidad, auspiciada en cada época por diferentes intereses y también, dependiendo de las latitudes, motivada por diversas intenciones. De Babel a Dubai es el sugerente título escogido para este inédito recorrido, y somete a examen la antiquísima fijación del hombre por las alturas partiendo de la perspectiva bíblica para desembocar en su más pura función estético-tectónica. Entre un punto y otro del paradigma, la voluntad humana por construir en altura ha ido sufriendo un proceso de transformación cuyo análisis nos ofrece, en sentido último, el significado que tuvieron en su origen. De ese modo, podríamos resumirlo así: el mito bíblico da paso a la funcionalidad, y ésta al refinamiento estético en su búsqueda por el imposible.

El afán de construir cada vez más alto ha perdurado como un desafío insatisfecho. En el caso de las agujas de las catedrales góticas o los minaretes orientales suponía un reto contra la altura dedicado a las grandes divinidades, además de recordar con su belleza la adhesión a una fe común y compartida. En otras palabras, fue la expresión de la fuerza de una fe unánimemente compartida. En el Renacimiento paulatinamente se seculariza, lo que apuntala la rivalidad latente entre la esfera religiosa y el poder económico y mercantil del mundo laico. Se trataba por tanto de proyectar magnificencia y capacidad de seducción.

Por otra parte, desde el resurgimiento de esta corriente por construir en altura, encauzada y retomada en Estados Unidos con ejemplos emblemáticos, ingenieros, arquitectos y empresas de todo tipo compiten ahora –desde finales del siglo XIX– por la construcción de los rascacielos más altos, de tal modo que en la década de 1930 la escena norteamericana ofrece los modelos arquitectónicos más llamativos del mundo. Son estos modelos precisamente los que forjan una nueva mitología de carácter urbano. Asimismo, en las décadas que van de 1960 a 1980 se asiste, también en Estados Unidos, a una renovación de las formas y las estructuras de estos rascacielos. La Europa del siglo XIX, a pesar de sus elocuentes ensayos y realizaciones, adoptó el modelo muy tímidamente.

A partir de los años ochenta del siglo pasado, se produce una nueva ruptura y los rascacielos se popularizan a escala internacional. EEUU ya no es estrictamente el único referente y pierde a su vez la supremacía en la carrera por la altura. Un dato: en 2012, por ejemplo, dos terceras partes de los rascacielos más altos del planeta están situados en el Extremo y Medio Oriente. En lo que respecta a la vocación de esta nueva generación de edificios, concentra todos los usos: oficinas, residencias privadas, ocio y hostelería. El gigantismo y el lujo desplegados confieren a las torres de Asia, y en particular de los Emiratos Árabes, una sólida identidad. Más que un nombre que refleje un récord de altura, estos rascacielos encarnan hoy un destino privilegiado, un territorio fuera de la corriente, la representación cautiva de un lugar idílico, cercano a una Babel renacida y cuya construcción, hoy, no hubiera interrumpido ningún dios. como nos dicen sus comisarios, Robert Dulau y Pascal Mory, “son muchos los interrogantes que hay todavía en el aire y de los que, en la actualidad, no podemos prever ni las ramificaciones ni la solución última”.

Por lo demás, la exposición nos parece una oportunidad formidable para repasar una de las grandes obsesiones de la naturaleza humana haciendo un recorrido transversal a lo largo de la historia y la historia del arte, desde el mito a la funcionalidad, desde el paradigma a la evidencia, desde el enigma a la realidad. La muestra gusta de ser contemplada, amén de un seductor y complejo aparato de maquetación y una puesta en escena –por usar un lenguaje cinematográfico– del todo envidiable. También, para los que quieran mantener en la memoria de sus anaqueles tal acontecimiento, además de servir como elemento de reflexión, recomendamos encarecidamente el catálogo editado para la ocasión, todo un ejercicio de recreación editorial a precio estándar que mitigará con mucho la confusión que la legendaria Torre de Babel significó para el hombre y la historia de la cultura.

Torres y rascacielos. De Babel a Dubai

10 oct 2012 – 5 ene 2013, CaixaForum Madrid. Entrada gratuita

Artículo publicado en la revista Culturamas (05.XI.2012)