Dies Irae /// Leonid Andréiev

ca.1910

Leonid Andréiev (ca.1910)

«Si yo recogiese por el mundo entero todas las buenas palabras que usan los hombres, todas sus tiernas y sonoras canciones, y las lanzase al aire alegre; si yo recogiese todas las sonrisas de los niños, las risas de las mujeres no ofendidas aún por nadie, las caricias de las ancianas madres de cabellos blancos, los apretones de manos de los amigos, y con todo ello hiciese una corona inmarcesible para una hermosa cabeza; si yo recorriese todo el haz de la tierra y recogiese cuantas flores hay en los bosques, en los campos, en las praderas, en los jardines de los ricos, en las profundidades de las aguas, en el fondo azul de los mares; si yo recogiese cuantas piedras preciosas brillan en las hendiduras de los montes, en la oscuridad de las minas profundas, en las coronas de los soberanos y en las orejas de las grandes damas, y con todas hiciese una montaña fulgurante; si yo recogiese todas las llamas que arden en el universo, todas las luces, todos los rayos, todos los brillos, todas las auroras, y con todo ello hiciese rutilar los mundos en un grandioso incendio, ni aun así podría glorificar tu nombre como se merece, ¡oh, libertad!»*

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(*) Leonid Andréiev, Dies Irae (trad. Nicolás Tasin), Madrid, Eneida, pp. 15-16.

Friedrich Schiller /// Interpretación(es)

Friedrich Schiller retratado por Gerhard von Kügelgen / Fuente: Wikipedia

Friedrich Schiller (1759-1805) retratado por Gerhard von Kügelgen / Fuente: Wikipedia

«Hemos sido conducidos hasta aquí al concepto de una acción recíproca entre ambos impulsos [sensible y formal], por la que la operatividad de uno fundamenta y limita la operatividad del otro, y en la que cada uno de ellos en particular logra alcanzar para sí un pronunciamiento máximo en tanto actúa el otro.

»Esta relación recíproca entre ambos impulsos es, ciertamente, mera tarea de la razón, que el hombre sólo estará en condiciones de resolver completamente en la perfección de su existencia. Es, en el más estricto sentido de la palabra, la idea de su humanidad, y, con ello, algo infinito, a lo que en el transcurso del tiempo puede ir aproximándose, pero sin alcanzarlo jamás. «No debe aspirar a la forma a costa de la realidad, ni tampoco a la realidad a costa de la forma; antes bien, debe buscar el ser absoluto mediante uno determinado, y el ser determinado mediante uno infinito. Debe colocarse frente a un mundo, porque es persona, y debe ser persona, porque ante él hay un mundo. Debe sentir porque es consciente de sí, y debe ser consciente de sí, porque siente». -Ser realmente adecuado a esta idea, y ser, por consiguiente, hombre en el sentido íntegro de la palabra, es algo que nunca podrá llevar a la experiencia mientras satisfaga exclusivamente uno de estos dos impulsos o uno después del otro: puesto que, en tanto que sólo siente, le resta secreta su persona o su existencia absoluta, y en tanto que sólo piensa le resta su existencia en el tiempo o su estado como secreto. Pero si se dieran casos en los que hiciese de una vez esa doble experiencia, en los que fuese consciente de su libertad y a la vez sintiera su experiencia, en los que a la vez se sintiera como materia y se conociera como espíritu, en esos casos, y exclusivamente en ellos, tendría una visión completa de su humanidad, y el objeto que le procuró tal percepción le serviría de símbolo de su determinación acabada y, por consiguiente (ya que ésta sólo puede alcanzarse en la totalidad del tiempo), serviría como representación de lo infinito.

Monumento a Schiller en Stuttgart, por Bertel Thorvaldsen (1839) / Fuente: Vanderkrogt.net

Monumento a Schiller en Stuttgart, por Bertel Thorvaldsen (1839) / Fuente: Vanderkrogt.net

»Suponiendo que casos semejantes pudieran darse en la experiencia, despertarían en él un nuevo impulso, el cual, precisamente porque en él coinciden los otros dos, sería opuesto a ambos observados por separado, y valdría, así, en justicia, como nuevo impulso. El impulso sensible quiere que haya variación, que el tiempo tenga contenido; el impulso formal quiere que el tiempo sea abolido, que no haya variación. Por tanto, aquel impulso en el que ambos actúan unidos (permítaseme, hasta que ahya justificado la denominación, llamarlo provisionalmente impulso de juego), el impulso de juego, digo, estaría orientado a suspender el tiempo en el tiempo, a acordar el devenir con el ser absoluto, la variación con la identidad.

Busto de Schiller en mármol, por Heinrich Dannecker (1794) / Fuente: Web Gallery of Art

Busto de Schiller en mármol, por Heinrich Dannecker (1794) / Staatsgalerie Stuttgart

»El impulso sensible quiere que se le determine, quiere percibir su objeto; el impulso formal quiere determinar él mismo, quiere crear su objeto; el impulso de juego se empeñará entonces en percibir como él hubiera creado, y en crear como el sentido procura percibir.

« »El impulso sensible excluye de su sujeto toda operación espontánea y toda libertad; el impulso formal excluye del suyo toda dependencia y toda pasividad. La exclusión de la libertad es, empero, necesidad física, la exclusión de la pasividad es necesidad moral. Ambos impulsos constriñen, así pues, el ánimo, aquél por leyes de la naturaleza, éste por leyes de la razón. Por tanto, el impulso de juego, como aquel en el que ambos actúan unidos, constreñirá el ánimo al tiempo física y moralmente, y así, ya que suspende toda contingencia, suspenderá también todo constreñimiento y pondrá al hombre en libertad tanto física como moralmente. Cuando abrazamos con pasión a alguien digno de nuestro desprecio sentimos el constreñimiento doloroso de la naturaleza. Cuando estamos en actitud hostil hacia alguien que provoca nuestro respeto, habrán desaparecido tanto el imperativo del sentimiento como el imperativo de la razón, y empezaremos a amarlo, o sea, a jugar al tiempo con nuestra inclinación y nuestro respeto.

»Además, en cuanto que el impulso sensitivo nos constriñe física y el impulso formal moralmente, hace aquél, entonces, contingente nuestra condición formal y éste nuestra condición material; y esto significa que es contingente que nuestra felicidad armonice con nuestra perfección o ésta con aquélla. El impulso de juego, en el que ambos actúan unidos, hará contingentes a la vez nuestra condición formal y nuestra condición material, e igualmente contingentes nuestra perfección y nuestra felicidad; así pues, precisamente porque hace a ambas contingentes, y porque al desaparecer la necesidad también se anula la contingencia, suspenderá a su vez la contingencia en ambas, y llevará con ello forma a la materia y realidad a la forma. En la misma medida en que quite influjo dinámico a las sensaciones y los afectos, las armonizará con ideas de la razón, y en la misma medida en que reduzca el constreñimiento moral de las leyes de la razón las hermanará con el interés de los sentidos.»

Schiller_Autogram

Sobre la educación estética del hombre: carta decimocuarta (1795), cit. Javier Arnaldo (ed.), Fragmentos para una teoría romántica del arte, Madrid, Tecnos, 2014, pp. 230-232.

Atrabilis o Mi reino por un verso

 

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A los muros de Amor vuelven los ojos; del jardín que se intuye
al otro lado proviene una melodía antigua que ensancha la luz,
hiere la carne y traspasa la memoria.
A sus pies, a la amargura del dulce asedio, han acudido reyes,
sabios, doncellas, cretinos, taimados, espíritus sin paz, asesinos,
tahúres, borrachos, ladrones, generosos y mezquinos, escuderos,
vigías, generales y mercenarios. Algunos sólo conocen la gris melancolía
de los paisajes del Norte y otros han dejado en el camino
los últimos jirones del Mediodía. Hay peregrinos que borraron su
nombre en las arenas derrotadas del desierto, algunos traen selvas
en los labios, hojarasca entre los dedos, tatuajes de un tiempo
sin horas en los brazos, dorsos de alheña, pupilas de ventisca.
Otros rompieron la piel contra el salitre en el intento loco
de gobernar locas naves sin gobierno. Los naúfragos, los que se
descuajaron junto a las cuadernas y los mástiles en mitad del océano
sin conciencia, acarrean a los hombros el sueño quimérico de
los libros y las playas, arrastran madera de deriva y cofres
de nostalgia innumerable. Los culpables, irredentos cincelados
en guerras nocturnas, buscan la expiación que las calles les negaron.
Las caravanas han detenido aquí su paso, han plantado
sus tiendas frente a las fuentes siempre frescas. Las damas tejen
el cuento sin principio, aguardan la señal, hilan la ceremonia.
La explanada crece con ejércitos desharrapados, los bosques
susurran la traición inexorable y mecen en sus ramas la extraña
letanía del olvido. Se oyen voces de otro mundo y voces tan vecinas
que se confunden con el aliento más privado.
Suenan zanfoñas y vihuelas.
Leves pasos rozan la penumbra. Los actores y los tramoyistas
se confunden con aquellos que sencillamente vinieron a
observar. Se agita en un temblor febril el escenario, crujen como
nieve virgen los tablones, el telón se desliza y rompe a hablar
el verso.

 

A los muros de Amor, de Francisco José Martínez Morán. Texto introductorio compuesto y realizado ad hoc para la edición de William Shakespeare, Jardín circunmurado, Valencia, Pre-Textos, 2012, pp. 23-24.