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Algunos aduladores de sí mismos y de la Italia contemporánea han inventado esta ley: cuando Italia ha sido grande, ha estudiado mucho a Dante. Resumen: si nuestro tiempo se ocupa muchísimo de Dante, nuestro tiempo por tanto es grande, y nosotros, que nos ocupamos de Dante, participamos de su grandeza.
Este razonamiento implícito de nuestros dantistas es muy reconfortante para ellos y para Italia, pero inmediatamente se ve que está construido sobre una palabra errónea: el estudio. Saquemos de en medio, de una vez por todas, este equívoco por lo agradable y lo fructuoso que pueda ser.
Si por estudiar a Dante se comprendiera, o se intuyese, revivir la Divina Comedia; si quisiera decir acercarse al alma grande del Alighieri o, casi diría, imitarlo como los cristianos hacen con Cristo; si significara sentir verdaderamente aquello titánicamente sobrehumano que hay en aquel hombre de penalidades, un prior florentino que de repente se hace juez de todas las edades y creador de un mundo distinto, entonces comprendería que se llamara grande a una nación capaz de producir semejantes entendedores que demostraran poseer, al menos, algún reflejo del enorme genio dantesco.
Pero si miramos alrededor y vemos lo que se entiende por estudiar a Dante; si nos adentramos por un momento en la mancha de bibliografías, exégesis, interpretaciones, comparaciones, glosas, revelaciones, comentarios, rompecabezas que los dantistas han hecho crecer en torno al terrible Poema; si penetramos un poco en los motivos, los orígenes, la finalidad y los resultados de todo este fervor filológico e histórico; si reconocemos en todos ellos la mentalidad nada dantesca, sino simplemente dantista o dantomaníaca, entonces estaremos obligados a sonreírnos de los aduladores y los adulados.
Se necesita el coraje, una y otra vez, de proclamar que la Italia de hoy no puede comprender la Divina Comedia. Y no porque falte ingenio, sino porque justamente carece del ingenio dantesco, y porque el clima espiritual de nuestro tiempo no es el del siglo decimotercero.
Ya en su tiempo, Dante no era un espíritu típicamente italiano. Su fiereza triste, su fe imperial, la grandiosidad de su visión y, sobre todo, de su seriedad sugieren algo de etrusco o de germánico, más que de latino. Dante no era un hombre práctico: era un hombre de visiones sobre todo éticas y místicas, es decir, religiosas. Basta compararlo con las almas de la dinastía paganizante de la literatura italiana —Petrarca, Boccaccio, Ariosto— para darse cuenta inmediatamente del contraste que hay entre su alma sombría, austera, creyente y aquella alegre, ligera, un poco escéptica que ha marcado el tono de Italia hasta el día de hoy. La dinastía de los espíritus dantescos fue breve: sólo Miguel Ángel supo equipararse al Alighieri pintando en la Sixtina la única ilustración digna que haya tenido jamás la Divina Comedia. En tiempos más recientes se ha visto algún relámpago de la tradición dantesca bajo el ceño de [Ugo] Foscolo o en la ira jacobina de [Giosuè] Carducci, pero no ha habido hombre que haya podido considerarse continuador, o igual, a estos dos máximos modeladores de nuestro arte y nuestra mente.
El alma de la Italia presente es más bien práctica e irreligiosa, prudente y ligera, amante de las melodías elegantes, de las decentes estupideces, de las bromas galantes, de las ganancias rápidas y de la política del acurrucarse. El cristianismo ya no es una gran fuerza viva, pero no hay tan siquiera bastante fe anticristiana como para producir, artísticamente hablando, algo mejor que el himno a Satanás. El alma italiana vive de compromisos y de medios sentimientos. Aquellos que forman parte de sí mismos y tienen el coraje de condenar con palabras acervas, como hizo Dante, a sus antepasados y a sus contemporáneos, están bajo sospecha y destinados a la ignominia. El libro sagrado de la Italia contemporánea no es la Biblia, no es la Divina Comedia, sino el Galateo, el arte de hacer porquerías sin que los demás se den cuenta.
¿Cómo queréis, entonces, que un pueblo así pueda elevarse hasta Dante? Llegará a hacer comentarios repletos de sofismas y de citaciones, conferencias capaces de atraer a las señoras, revistas de chorradas, vocabularios útiles, ediciones críticas, manuales bibliográficos; llegará, quizá, a degustar también la sobria belleza de ciertos tercetos famosos, pero siempre se quedará lejos de aquel mundo de fieles y de santos que encontró su voz en la ruda poesía de este visionario florentino. Para entrar en él es preciso tener un alma seria y valerosa, enemiga de las medias tintas y de los cumplidos, y sobre todo cristiana. Es preciso rehacerse a una virilidad espiritual, odiar muchas cosas que hoy se adoran, dejar el pasatiempo de las controversias sutiles y de las interpretaciones cabalísticas.
Nuestros dantistas, del primero al último, son incapaces de tal ascensión. Su amor por Dante no va mucho más allá de su propio fichero. Entre los modernos, sólo Carlyle, De Sanctis y Carducci han sabido escribir alguna página sobre Dante que merezca la pena ser recordada. Todos nuestros dantistas célebres, Del Lungo, Scartazzi, Torraca, Casini, Parodi, Zingarelli, D’Ovidio, hacen de la historia, la erudición, la bibliografía, la hermenéutica, la filología, la casuística, la enigmística, todo lo que queráis, pero desde luego nada de auténtica penetración dantesca.
Preparan sus pobres haces de leña en torno al templo, pero no disponen del fuego necesario para incendiarlo de tal modo que sus llamas iluminen las tres misteriosas naves que conducen al altar de su Dios.
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¿Cómo se explica, pues, la innegable laboriosidad dantística de nuestro país? Se explica fácilmente cuando se comprende lo que es verdaderamente el dantismo: que no es una pasión efectiva hacia una raza por el poeta que le ha dado uno de los primeros lugares en el reino del espíritu, sino una simple transformación de actividades dedicadas antes a otros fines. Estas actividades se han manifestado en el pasado en diversas formas: Casuística, Academia y Filología clásica.
En un país de cultura añeja como Italia, hay siempre un determinado número de personas predispuestas a romperse la cabeza, a la solución de enigmas, a la prestidigitación de glosas, al descubrimiento de dobles y hasta de triples significados. Estas personas se entretenían antes con el derecho, la teología, la moral, los textos clásicos, y en todos estos ejercicios han mantenido el gusto por esa especie de casuística dialéctica y capciosa que se complace con cuestiones difíciles, pasos oscuros y problemas imposibles de resolver. Hoy que la teología o la moral son menos populares y están peor remuneradas, una parte de esas personas ha encontrado sus pastos en la Divina Comedia, y a ellas les debemos las charlas infinitas sobre el piè fermo, el Pape Satan aleppe, el disdegno de Guido, sobre colui che fece il gran rifiuto y otras cosas parecidas.
Ellos son los responsables de aquella falacia de la perspectiva estética en la cual muchos caen al leer el poema. La atención se centra en los pasajes más oscuros y escabrosos, y así se forma la idea, viendo todos los trabajos que se han consagrado a ellos, que son los más importantes, mientras los otros, menos atormentados y frecuentemente más bellos, pasan inadvertidos sin la debida meditación.
A esta clase de enterradores de la Divina Comedia pertenecen también aquellos que, golosos de alegorías y de símbolos, buscan las puertas escondidas del gran poema, la clave secreta de la Minerva oscura, como ha hecho Giovanni Pascoli.
Las formas oratorias y teatrales del dantismo se explican, además, con otro gusto que ha estado siempre muy extendido en Italia después del Quattrocento: el de las academias. En nuestros tiempos las academias científicas han vencido a las literarias en la estima popular de la gente. Pero los literatos no han podido perder de repente sus viejos vicios y el dantismo —con sus conferencias, sus lecturas públicas, sus sociedades de especialistas— ha convertido esta bella y vasta materia en motivo de expectoraciones académicas. La «Lecturae Dantis», que se ha extendido rápidamente por toda Italia y de la que han formado parte todos los dantólogos (de la que Italia se envanece o se avergüenza), ha supuesto una de las nuevas reencarnaciones del eterno académico profesional. Dante ha sido tan sólo un pretexto para refrescar el arsenal y el repertorio de nuestros mercaderes de retórica.
Como ya he dicho antes, la otra actividad en que ha derivado el dantismo es la filología. Desde los primeros humanistas, el arte de la glosa había sido floreciente en Italia. En el último siglo, Alemania ha alentado todavía más los estudios minuciosos y precisos de los textos, las ediciones críticas, las comparaciones, las explicaciones de las obras del pasado remoto.
Hasta hace cierto tiempo se había creído que sólo los antiguos eran dignos de tales fatigas, pero con el crecimiento de la oferta de trabajo erudito los antiguos no han bastado y, entonces, de ese modo, junto a la filología clásica, se ha constituido una filología moderna de la cual el dantismo es una de las secciones más frecuentadas. Algunos que, en el pasado, se consagraron a restablecer el texto de Píndaro o a reconstruir la biografía de Plauto, hoy, debido a la creciente competencia, recogen las variantes del De vulgar eloquentia y siguen las huellas del Alighieri en el Casentino. Esta gente no está llamada al estudio de Dante por algún instinto prepotente y profundo, sino únicamente por la necesidad de obtener títulos para concursos y cátedras, sin preocuparse demasiado si vale más la pena estudiar a Dante que a un gramático alejandrino. Alguno de estos eruditos, buscando una ocupación, forman aquella sociedad que está preparando la edición crítica y definitiva de las obras del Alighieri, la cual no nos dará, me temo, a pesar de las oscuras fatigas de un Rajna o un Vandelli, ni una alegría más; de ella también forman parte los profesores de instituto, así como los neo-doctores y los laureados, que amontonan sus notas, sus memorias y sus contribuciones en el Giornale Dantesco y en publicaciones similares de la «dantología exacta».
El dantismo, por tanto, estudiado en sus factores, no es la manifestación de un retorno sincero al mundo dantesco o a la altura del alma dantesca, sino nada más que el reflorecimiento (o la prolongación) de hábitos literaturescos y pedantescos que desde hace muchos siglos agitan y revuelven Italia.
Todo esto, naturalmente, vale para el dantismo de buena fe. Si tuviera que denunciar la vanidad puntillosa, el interés personal, el amor por las modas o las rivalidades profesionales que hay detrás de tantos libros y escritos de dantistas, entonces necesitaría ser más severo todavía. Pero son cosas que no sólo suceden con el dantismo y no sólo en Italia. Lo más particular del dantismo, y sobre todo del dantismo italiano, es esa ridícula soberbia de considerarse a sí mismo un sistema de grandeza nacional y una gran oficina de la alta cultura espiritual. Soberbia no del todo ridícula en cuanto soberbia, sino por desproporcionada respecto a las pequeñas almas de todos esos profesores que se ocupan de cosas dantescas. No pretendo que estos doctos señores dejen de comentar a Dante según sus débiles medios. Pero que no vengan a decirnos, en nombre de Dios, que al parir sus notas comprenden al gran visionario y lo hacen comprensible a los italianos. Entre un tal poeta y escolares semejantes hay un seto de llamas parecido al que Dante supo atravesar en la cima del Purgatorio.
«Per Dante e contro i Dantisti»
Revista Il Regno, 20 octubre 1905
Trad. Mario Colleoni