Jacob Burckhardt /// Interpretación(es)

Jacob Christopher Burckhardt (1892) / Fuente: Encyclopaedia Britannica / Courtesy of the Universitats-Bibliothek Basel

Jacob Christopher Burckhardt (1892) / Courtesy of the Universitats-Bibliothek Basel / Fuente: Encyclopaedia Britannica

«Afortunadamente, el conocimiento de la esencia espiritual del hombre no se inició sobre la base de una psicología teórica -pues para esto ya bastaba con Aristóteles-, sino que tuvo por instrumento la aptitud para la observación y las dotes para la descripción. El indefectible lastre teórico se reduce a la doctrina de los cuatro temperamentos en su combinación -entonces en boga- con el dogma de la influencia de los planetas. Estos elementos inertes se muestran como irreductibles desde tiempo inmemorial, al juzgar al hombre como individuo, sin perjudicar por otra parte al gran progreso general. Ciertamente produce un efecto extraño observar cómo se manejaban estas cosas en una época que ya había sido capaz de captar íntegra y totalmente al hombre, tanto en su más interna esencia como en sus exterioridades características, no sólo por medio de una descripción exacta, sino por obra de un arte y una poesía imperecederos. Nos produce casi una impresión de comicidad el que un observador -por lo demás muy hábil- atribuya a Clemente VII un temperamento melancólico, aunque subordine su juicio al de los médicos que ven en el papa, más bien, un temperamento sanguinocolérico. Sucede también esto cuando se nos dice que el propio Gastón de Foix, el vencedor de Rávena, a quien Giorgione pintó y Bambaja esculpió, y de quien hablan todos los historiadores, tenía un temperamento saturnino. Y, evidentemente, los que tales cosas nos dicen pretenden comunicarnos algo muy determinado y preciso; lo que nos parece extravagante y anticuado son las categorías de que para expresarlo se sirven.

»En el reino de la libre descripción espiritual, los grandes poetas del siglo XV son los primeros en salirnos al encuentro.

»Si tratamos de reunir las perlas de la poesía cortesana y caballeresca de Occidente de los dos siglos anteriores, podremos recoger una suma maravillosas adivinaciones y pinturas aisladas de los movimientos del alma, que a primera vista disputarán el premio a los italianos. Prescindiendo de toda la lírica, con sólo tomar a Gottfried von Strassburg, encontramos en Tristán e Isolda un cuadro de pasión de rasgos imperecederos. Pero estas perlas flotan dispersas en un mar de convenciones y artificios y el contenido queda aún muy lejos de una total objetivación de la intimidad humana y de su riqueza espiritual.

»Pero es que Italia, con sus trovadores, tuvo también su participación en la poesía cortesana y caballeresca del siglo XIII. En lo esencial, ellos fueron los creadores de la canzone, que trataban con tanto artificio y virtuosismo como el minnesänger nórdico su lied. Incluso las ideas y el contenido tienen idéntico carácter convencional y cortesano, aunque el autor sea un erudito y pertenezca a la clase burguesa.

»No obstante, hallamos ya dos recursos literarios que señalan un porvenir propio a la poesía italiana y cuya importancia no puede desconocerse, aunque se trate únicamente de una cuestión de forma.

»El propio Brunetto Latini (el maestro de Dante), que en las canciones adopta la manera habitual de los trovadores, es el autor de los primeros versi sciolti conocidos, endecasílabos sin rima, en cuyo carácter, en apariencia amorfo, se revela de pronto una viva y auténtica pasión. El poeta prescinde conscientemente de los medios exteriores, en gracia al vigor del contenido, del mismo modo como en la pintura se observa, algunos decenios después, en los frescos, y, más adelante, hasta en las tablas, al prescindir de lo cromático para limitarse a una simple entonación clara u obscura. En aquella época que por modo tal se atenía al artificio en la poesía, suponen estos versos de Brunetto la iniciación de una orientación nueva.

Sello conmemorativo de Albert Krüger (1897) / Fuente: Conrad R. Graeber

Sello conmemorativo de Albert Krüger (1897) / Fuente: Conrad R. Graeber

»Al mismo tiempo, y ya desde la primera mitad del siglo XIII, uno de los múltiples tipos de estrofa medida rigurosamente que produjo por entonces el Occidente, el soneto. Durante cien años se muestra todavía vacilante en el que Petrarca impuso la estructura imperecedera que adquirió vigencia de norma. En esta forma se encarnó, desde el principio, todo contenido lírico y contemplativo, y de toda índole después, de modo que, a su lado, los madrigales, las sextinas y hasta las canciones quedan reducidos a formas secundarias. Más adelante los mismos italianos -unas veces chanceando y otras con franco mal humor- malhablaron de ese patrón obligado, de este lecho de Procusto de ideas y sentimientos. Otros, empero, se sintieron encantados con esta forma -y para muchos mantiene aún su prestigio- y no faltaron los que se sirvieron del soneto para expresar sus reminiscencias y sus ociosas divagaciones sin ningún propósito serio ni necesidad. Por eso abundan tanto los sonetos malos o insignificantes y son tan escasos los buenos.

»No obstante, el soneto, a nuestro parecer, supone un beneficio enorme para la poesía italiana. La claridad y la belleza de su estructura, la necesidad de alcanzar mayor vibración y acento en la segunda mitad, graciosa y enérgicamente articulada, y la facilidad con que se aprende de memoria, son cualidades que forzosamente habían de resultar gratas y útiles a los grandes maestros. No se concibe, en efecto, juzgando seriamente, que lo hubiesen conservado éstos hasta nuestro siglo si no hubieran estado convencidos de su alto valor. Ciertamente estos grandes maestros habrían podido manifestar la misma fuerza de su genio en otras formas cualesquiera, las más distintas; pero, al elevar el soneto a forma lírica cardinal, otros muchos ingenios, de más limitada capacidad, aunque no carentes de ciertas dotes, que en otras formas líricas hubieran resultado difusos, se vieron obligados a condensar sus impresiones y emociones en el apretado haz del soneto. Éste llegó a convertirse en un condensador universal de ideas y sentimientos como no conoce nada parecido la poesía de ningún otro pueblo moderno.»

 

Jacob Burckhardt, La cultura del Renacimiento en Italia, Barcelona, Iberia, 1979 (1860), pp. 227-230.

James Atkinson /// Interpretación(es)

Martín Lutero, por Lucas Cranach el Viejo, 1529 / Galleria degli Uffizi (Florencia)

Lucas Cranach el Viejo, Retrato de Martín Lutero, ca.1529, Galleria degli Uffizi (Florencia)

«La influencia del Renacimiento sobre la Reforma alemana necesita una cuidadosa valoración. Explicar a Lutero en términos del Renacimiento sería una grave distorsión en su figura. En cierto sentido él era firmemente opuesto al materialismo terrenal que el Renacimiento fomentaba, así como a su religión no teológica. Pero debe recordarse que Lutero nació en un ambiente afectado por este movimiento, que era más antiguo y universal que la Reforma. Zwinglio era esencialmente un hombre renacentista, como lo era Erasmo. Calvino estaba fuertemente moldeado por su erudición, igual que Melanchton. Los textos de Lutero fueron publicados y leídos en aquellas ciudades alemanas muy influidas por las teorías del Renacimiento, Augsburgo, Núremberg, Estrasburgo y Basilea. Al mismo tiempo, Lutero reaccionó contra la teología humanista de su tiempo, en favor de una recia teología hebraica y bíblica. Se benefició dealgunos aspectos del movimiento humanista, utilizando con gran provecho, por ejemplo, sus instrumentos lingüísticos, pero permaneció apartado de la poderosa corriente, encerrado en un monasterio, en un rincón de Sajonia, y cuando salió al mundo a enseñar, se presentó simplemente como un monje sujeto al voto de obediencia. Ciertamente, el movimiento tuvo una influencia extraordinaria en el desarrollo de las ciencias naturales y de los estudios literarios e históricos, pero tuvo singularmente poco efecto sobre los intereses de Lutero. Existía una sensualidad alrededor del Renacimiento , una fuerza palpitante creada por y para el hombre según sus propios intereses. Como movimiento creía más en el hombre que en Dios. En los más religiosos, en Erasmo, por ejemplo, o en los Florentinos, no había más que una «religión de Jesús», una nueva ética, una nueva ley, pero no un evangelio. Desde luego, redescubrió la grandeza y dignidad natural del hombre, cuerpo y alma; denigró y ridiculizó el escolasticismo, rompiendo sus cadenas; dio al hombre un nuevo sentido de liberación. Pero golpeó fatalmente el sentimiento de dependencia del hombre hacia Dios, el sentido sobrenatural en la interpretación de la vida, la realidad espiritual de la muerte seguida de un juicio. Mirando retrospectivamente, como podemos hacer ahora, a los cuatrocientos años de iniciado el proceso, nos damos cuenta de que cada avance subsiguiente en el pensamiento humano ha quitado a Dios de ese campo de investigación como una hipótesis innecesaria. Copérnico y Newton le quitaron del cosmos, Darwin de la vida, Marx de la historia, Freud del último reducto de la mente y del alma. Lutero no podía prever todo esto, pero hacia 1524, antes de cumplir los cuarenta años, estaba enzarzado con el buen Erasmo en una lucha a muerte por el Evangelio. Es interesante ver las influencias visibles del Renacimiento en esas encantadoras ciudades del sur de Alemania, cuando uno camina de nuevo por sus calles, y pensar en el esplendor renacentista de las cortes de los eclesiásticos y príncipes alemanes del tiempo de Lutero, y luego considerar la pura presión bíblica que Lutero ejerció sobre la sociedad. Parecía alejarse del Renacimiento como un viejo caballo que volviese sus cuartos traseros al viento inclemente, respirando, sin embargo, el mismo viento contra el que se había vuelto.»

 

James Atkinson, Lutero y el nacimiento del protestantismo, Madrid, Alianza, 1971, pp. 26-27.

Marcel Schwob /// Interpretación(es)

Marcel Schwob (1867-1905) / Fuente: 20minutos.es

Marcel Schwob (1867-1905) / Fuente: 20minutos.es

«En realidad se llamaba Paolo di Dono, pero los florentinos le llamaron Uccello o también Pablo Pájaros, por la cantidad de figuras de pájaros y animales pintados que llenaban su casa: era tan pobre que no podía mantener animales ni procurarse los que conocía. Cuentan incluso que en Padua realizó un fresco de los cuatro elementos, y que atribuyó al aire la imagen del camaleón. Lo malo es que nunca había visto camaleones, así que se inventó un camello panzudo y boquiabierto, a pesar de que ya entonces Vasari explicaba que el camaleón se parece a una lagartija áspera mientras que el camello es un animal grande y desgarbado. La verdad es que a Uccello le importaba poco la realidad de las cosas y atendía más a su multiplicidad y a lo infinito de las líneas, de modo que pintó campos azules, ciudades rojas, caballeros con armaduras negras en caballos de ébano que despedían fuego por la boca, lanzas apuntadas como rayos de luz hacia cualquier rincón del cielo. Y además se dedicaba a dibujar mazocchi, que son círculos de madera cubiertos por un paño que se ponen en la cabeza, de manera que los pliegues del tejido que cuelga enmarquen en rostro. Uccello imaginó los más diversos diseños, puntiagudos, cuadrados, poliédricos, en forma de cono y de pirámide, explorando todos los aspectos de la perspectiva, hasta encontrar un mundo de combinaciones en los pliegues del mazocchio. Y el escultor Donatello le decía: «¡Ah! ¡Paolo, descuidas la sustancia por la sombra!»

»El Pájaro, sin embargo, proseguía su paciente labor, acumulaba círculos, dividía ángulos, examinaba todas las criaturas bajos sus diversos aspectos y visitaba a su amigo el matemático Giovanni Manetti para averiguar la interpretación de los problemas de Euclides. Luego se encerraba y llenaba de puntos y curvas sus pergaminos y sus tablas. Nunca dejó de estudiar arquitectura, para lo que requirió la ayuda de Filippo Brunelleschi, aunque no tuviese intención alguna de construir. Se limitaba a observar la dirección de las líneas, desde los cimientos hasta las cornisas, y la convergencia de las rectas en sus intersecciones, y la manera de cerrar las bóvedas, y el escorzo en abanico de las vigas del techo que parecen unirse en la extremidad de lassalas largas. También representaba todos los animales y sus movimientos, y los gestos de los hombres, a fin de reducirlos a simples líneas.

»En seguida, igual que el alquimista encorvado sobre las mezclas de metales y órganos a la espera de que se fundan en su hornillo para encontrar oro, Uccello volcaba todas las formas en el crisol de las formas. Las reunía, las combinaba y las fundía, a fin de obtener su transmutación en la forma más simple de la que dependen todas las demás. Por eso Paolo Uccello vivió como un alquimista en el fondo de su pequeña casa. Creyó que podría mudar todas las líneas en un solo aspecto ideal. Quiso concebir el universo creado tal como se refleja en el ojo de Dios, que ve surgir todas las figuras de un centro complejo. Alrededor de él vivían Ghiberti, della Robbia, Brunelleschi y Donatello, cada cual orgulloso y dueño de su arte, burlándose del pobre Uccello y de su locura por la perspectiva y sintiendo lástima de su casa llena de arañas y vacía de provisiones; pero Uccello era más orgulloso aún. A cada nueva combinación de líneas esperaba haber descubierto el modo de crear. No era la imitación su finalidad, sino el poder desarrollar soberanamente todas las cosas, y la extraña serie de capuchas con pliegues le parecía más reveladora que las magníficas figuras de mármol del gran Donatello.

»Así vivía el Pájaro, su cabeza meditabunda iba envuelta en su capa, y no advertía lo que comía ni lo que bebía, y se parecía en todo a un ermitaño. Así ocurrió que un día, en un prado, junto a un círculo de viejas piedras hundidas entre la hierba, advirtió a una sonriente chiquilla con la cabeza ceñida por una guirnalda. Llevaba un vestido largo y delicado, sujeto a la altura de los riñones por una cinta descolorida, y sus movimientos eran ágiles como los tallos que doblaba. Su nombre era Selvaggia, y le sonrió a Uccello. Él reparó en la inflexión de su sonrisa. Y cuando ella lo miró, él vio todas las ínfimas líneas de sus cejas, y los círculos de sus pupilas, y la curva de sus párpados, y los enredos sutiles de sus cabellos, y en su mente hizo que la guirnalda que cubría su frente describiese una multitud de posiciones. Pero nada de esto supo Selvaggia, porque sólo tenía trece años. Tomó a Uccello de la mano y lo amó. Era la hija de un tintorero de Florencia, y su madre había muerto. Otra mujer había entrado en la casa y había pegado a Selvaggia. Uccello se la llevó a la suya.

Retrato de Schwob firmado por Félix Valloton (1898) / Fondation Marcel Schwob

Retrato de Schwob firmado por Félix Valloton (1898) / Fundación Marcel Schwob

»Selvaggia permanecía en cuclillas todo el día frente a la muralla sobre la que Uccello trazaba las formas universales. Nunca comprendió por qué él prefería analizar líneas rectas y líneas arqueadas en lugar de mirar la tierna figura que tenía delante. De noche, cuando Brunelleschi o Manetti venían a estudiar con Uccello, se dormía, ya pasada la medianoche, al pie de las rectas entrecruzadas, dentro del círculo de sombra que se extendía bajo la lámpara. Se despertaba temprano, antes que Uccello, y se regocijaba al verse rodeada de pájaros pintados y animales de color. Uccello dibujó sus labios, y sus ojos, y sus cabellos, y sus manos, y definió todas las actitudes de su cuerpo; pero no hizo su retrato, tal como hacían los otros pintores que amaban a una mujer. Pues el Pájaro no conocía la alegría de limitarse al individuo, no permanecía en un solo lugar: quería, en su vuelo, planear por encima de todos los parajes. Y las formas de las actitudes de Selvaggia cayeron en el crisol de las formas, junto con todos los movimientos de los animales, y las líneas de las plantas y de las piedras, y los destellos de la luz, y las ondulaciones de los vapores terrestres y de las olas del mar. Y Uccello, sin acordarse de Selvaggia, parecía quedarse eternamente encorvado entre el crisol de las formas. Sin embargo, en la casa de Uccello no había qué comer. Selvaggia no se atrevía a contárselo a Donatello ni a los otros. Calló y murió. Uccello representó la rigidez de su cuerpo, y la unión de sus manitas enflaquecidas, y la línea de sus pobres ojos cerrados. No supo que estaba muerta, y tampoco había sabido si estaba viva. Se limitó a arrojar esas nuevas formas entre todas las que había reunido.

»El Pájaro se volvió viejo, y ya nadie comprendía sus cuadros. No enseñaban más que una confusión de curvas. No difernciaba ya la tierra, ni las plantas, ni los animales, ni los hombres. Desde hacía largos años, Uccello trabajaba en su obra suprema, que escondía de todas las miradas. Aquella obra debía abarcar todas sus búsquedas y ser, en su concepción, la imagen de ellas. Era Santo Tomás incrédulo tocando la llaga de Cristo. Uccello terminó su cuadro a los ochenta años. Invitó a Donatello y piadosamente lo descubrió ante él y Donatello exclamó: «¡Oh, Paolo, oculta ese cuadro!». El Pájaro interrogó al gran escultor, pero éste no quiso decir más. De modo que Uccello supo que había conseguido el milagro. Sin embargo, Donatello sólo había visto un caos de líneas.

»Y algunos años más tarde encontraron a Paolo Uccello muerto de inanición en su catre. Tenía el rostro radiante de arrugas. Sus ojos se clavaban en el misterio revelado. En su mano rígidamente cerrada guardaba un pequeño rollo de pergamino cubierto de entrelazamientos que iban al centro de la circunferencia y que volvían de la circunferencia al centro.»

 

Marcel Schwob, Vidas imaginarias, Barcelona, Bruguera, 1982 (1896), pp. 97-102.

Federico Zeri /// Interpretación(es)

Federico Zeri (1921-1998) / Fuente: Musée du Louvre

Federico Zeri (1921-1998) / Fuente: Musée du Louvre

«En lo que se refiere al arte, soy de una inexpugnable tacañería, y siempre he estado convencido de que – exceptuando las Meninas, la Gioconda y el Entierro de Ornans– ninguna obra de arte debería venderse, en el caso de las mejores, a más de cien mil francos. Los objetos que me rodean nunca me han costado mucho dinero (si hubiera querido gastar mucho, no habría podido; si hubiera podido, no hubiera querido). Son, en la mayoría de los casos, hallazgos, y en algunos otros regalos. Son el fruto de mis visitas a los rastros, a las galerías, o de mis vagabundeos por el mundo. Mi única pasión habrá sido reconocer un objeto antes que los otros, interesarme por períodos o artistas antes de que se pusieran de moda. El objeto constituye más bien un recuerdo, una anotación, el reflejo de un breve momento de mi vida, que una «obra de arte»; y la colección es reflejo de antiguas emociones, una especie de íntimo diario, una escueta nómina de entusiasmos -y también de algunos arrepentimientos (me arrepiento así de no haber comprado un pequeño Caillebotte, cuando tuve la ocasión, o un Alma Tadema, pintor que siempre me ha fascinado, cuando todo el mundo lo despreciaba).

»Haber frecuentado mucho las galerías, los coleccionistas, los círculos de historiadores y los museos me ha enseñado al menos lo difícil que es desligarse de los conformismos, de los paradigmas de visión característicos de determinada época. Longhi, por ejemplo, me impidió publicar un cuadro de Tiépolo que había identificado en una iglesia de Camerino antes de los años cuarenta, simplemente porque pensaba que ese pintor no tenía interés -o más bien porque sentía un odio especial hacia Antonio Morasi, el especialista sobre Tiépolo (del mismo modo que rebajaba a Ghirlandaio por despecho hacia Carlo Lodovico Ragghianti); lo más extraordinario es que, aún hoy, algunos siguen tomándose en serio tales prejuicios, y no se puede minimizar el impacto de ukases con una base superficial en muchos ámbitos y períodos, caídos en desgracia a pesar de su interés intrínseco (tales cegueras son comparables a los intentos de validar las obras de los falsificadores y, una vez restablecida la verdad, se pregunta uno cómo es posible dejarse engañar cuando las evidencias saltan a la vista…

1995. Federico Zeri en el proceso de restauración de "La Última Cena" de Leonardo da Vinci / Fuente: http://www.plathey.net/livres/essais/zeri.html

1995. Federico Zeri en el proceso de restauración de «La Última Cena» de Leonardo da Vinci / Fuente: Playthey

»Entre las obras que me rodean, se encuentran un Frans Floris, un Scarsellino, así como algunos maestros menores. Es inútil repetir que, incluso dentro de estos límites, tales obras no han sido compradas por su «nombre», que casi siempre ha sido ignorado o deformado. De esta forma, en una ocasión fui a dar con una Alegoría de la Sabiduría castigando al Vicio en un anticuario de Montecarlo, que la ofrecía como «Art Nouveau». «¡Imagínese, precisó el marchante riéndose, que los vendedores lo atribuían a Bernini!». Era evidente, sin embargo, que su estilística ponía claramente de manifiesto la pertinencia de esta obra al movimiento barroco, teniendo en cuenta además que aparecía el emblema de la familia Borghese. Así que lo compré, mucho antes de poder establecer que se trataba del modelo para una fuente de Pietro Bernini, el padre de Bernini. De la misma forma, pude descubrir en Nueva York, por treinta dólares, una cerámica que posteriormente resultó ser un proyecto de Parodi para la base de un gran candelabro para la basílica de San Antonio de Padua.»

Federico Zeri, Confieso que me he equivocado, Madrid, Trama, 1998, pp. 128-130.

Fuente de las imágenes: Musée du Louvre / Playthey.net

Georg Simmel /// Interpretación(es)

Georg Simmel-hacia 1914 / Bildarchiv Preussischer Kulturbesitz

Georg Simmel hacia 1914 / Bildarchiv Preussischer Kulturbesitz

«Existe una obra de Miguel Ángel a la que no se aplica cuanto llevamos dicho, en la que no se siente el dualismo de las direcciones de la vida, que queda superado por la forma artística, ni tampoco ese otro, mucho más recalcitrante, entre las cerradas figuras plásticas y su anhelo de infinito. En la Pietà Rondanini ha desaparecido por completo la violencia, la oposición, la lucha; no hay, por decirlo así, materia alguna contra la que el alma tuviera que defenderse. El cuerpo ha renunciado a la lucha por sus prerrogativas, las figuras están como sin cuerpo. Con esto, Miguel Ángel niega el principio vital de su arte; pero si ese principio le intrincó en ese terrible e insoluble conflicto entre una pasión trascendental y sus formas de expresión corpóreas, forzosamente inadecuadas, no por ello consiguen en esta ocasión aplacar esta contradicción. La salvación es puramente negativa, nirvánica; se ha renunciado a la lucha, sin victoria y sin aplacamiento. El alma, liberada de la pesadez del cuerpo, no inicia el curso triunfal de lo trascendente, sino que ha desfallecido en el umbral. Es la obra más traicionera y trágica de Miguel Ángel; rubrica su incapacidad para lograr la salvación por la vía artística mediante la creación centrada en la visión sensible.

»He aquí la radical y estremecedora fatalidad de su vida, como nos lo dan a entender sus últimas poesías: ha puesto toda su alma, todo el doloroso esfuerzo de su vida en una creación que no ha satisfecho sus necesidades más profundas, últimas, porque esa creación discurre en un plano que no es el de los objetos de su nostálgico anhelo.

 

Las mentiras de este mundo de quitaron

el tiempo para contemplar, entregado, a Dios

*

Ni pintar ni esculpir apaciguan el alma

que busca el amor de Dios que, en la Cruz,

abre sus brazos para acogernos.

*

A quien vive para eso, lo que muere

no le puede calmar el anhelo.

 

»No hay duda: su vivencia más profunda y terrible fue que no veía en sus obras los valores eternos; que se dio cuenta que ella discurría por unas vías que no podían llevarle en modo alguno a lo que importaba. Las confesiones poéticas de Miguel Ángel nos dan a entender bien claramente que, para él, en el arte que crea y en la belleza que adora, reside algo suprasensible que les presta su valor. Habla de una belleza beatífica de los hombres representados por el arte; pero si el tiempo hubiera injuriado la obra

 

… resurge, fuera del tiempo, la belleza primera

y conduce los vanos deseos a un reino superior.

 

»Y la gran crisis de su vida ha sido que, creyendo en un principio que el valor absoluto, la idea que se cierne sobre todas las visiones, está dignamente representada en la contemplación del arte y de la belleza, en la edad provecta tuvo que reconocer que ese valor absoluto reside en alturas inaccesibles para el arte. Su más profundo dolor metafísico fue que aquello en lo cual se nos manifiesta lo absoluto, lo perfecto, lo infinito, a saber, la apariencia y su encanto, nos lo oculta a la vez, es decir, que nos promete conducirnos a él y nos desvía. Y esta idea alcanzó proporciones de crisis y de dolor estremecido, porque su corazón y su pasión sensible, artística, continuaron prisioneros, con la misma intensidad que antes, en esas encantadoras apariencias. Se consuela con un consuelo que, en lo profundo, no cree: que no puede ser pecado amar la belleza, ya que Dios la ha hecho.

Miguel Ángel, 'Pietà Rondanini' (det.), 1555-1564, Castello Sforzesco (Milán) / Imagen de Archivo

Miguel Ángel, ‘Pietà Rondanini’ (det.), 1555-1564, Castello Sforzesco (Milán) / Imagen de Archivo

»Se comprende que su alma fuera dominada por el arte y por el amor; porque en el uno y en el otro creemos poseer en lo terreno algo que trasciende.

 

Lo que yo leo y amo en tu belleza

es algo lejano y extraño para una criatura;

quien quiera contemplarlo tendrá que morir primero.»

 

Georg Simmel, Diagnóstico de la tragedia de la cultura moderna, Sevilla, Renacimiento, 2012, pp. 317-319.

La poesía de Miguel Ángel /// Walter Pater (1871)

Los críticos de Miguel Ángel hablan a veces como si la única característica de su genio fuese una maravillosa fuerza, decantada, como siempre ocurre con la gran fuerza en lo tocante a las cosas de la imaginación, hacia lo que es singular o extraño. Una cierta extrañeza, algo del florecimiento del áloe, forma de hecho parte de todas las verdaderas obras de arte: es indispensable que nos emocionen o sorprendan. Pero también es indispensable que nos complazcan y conmuevan con su encanto. Esta extrañeza también debe ser dulce, una extrañeza amable. Y para los verdaderos admiradores de Miguel Ángel, ése es el verdadero prototipo de lo miguelangelesco: la dulzura y la fuerza, el placer y la sorpresa, la energía de una concepción que parece estar constantemente al borde de romper todas las condiciones de la forma adecuada, recuperando, toque a toque, un encanto que habitualmente sólo se encuentra en las cosas naturales más sencillas, ex forti dulcedo.

De este modo, Miguel Ángel resume para ellos todo el carácter del arte medieval, en lo que más claramente se diferencia de las obras clásicas, la presencia de una energía convulsiva, que en manos inferiores se convierte en algo sencillamente monstruoso o prohibitivo y que siente, incluso en sus productos más agraciados, en forma de un algo grotesco o extravagante amortiguado. Sin embargo, quienes perciben esta gracia o dulzura en Miguel Ángel podrían sentirse confundidos, en un primer momento, si se les preguntara dónde reside exactamente esa cualidad. Los individuos de temperamento imaginativo -Victor Hugo, por ejemplo, por quien, como en el caso de Miguel Ángel, la gente se siente en su mayor parte atraída o repelida por su fuerza, mientras que pocos son los que han entendido su dulzura- mitigan a veces creaciones cuya grandeza es meramente moral o espiritual, pero con escaso encanto artístico propio, mediante accesorios o accidentes amables, como la mariposa que aletea en la barricada manchada de sangre en Les Travailleurs de la Mer. Pero el austero genio de Miguel Ángel no dependerá, para su dulzura, de lo que son meros accesorios como los anteriores. El mundo de las cosas naturales casi no tiene existencia para él: «Cuando se habla de él», dice Grimm «los bosques, las nubes, los mares y las montañas desaparecen, y al final sólo queda lo que es obra del espíritu del hombre»; y cita unas pocas palabras sutiles de una carta suya a Vasari como única manifestación de todo lo que sintiera o dejase de sentir por la naturaleza. No dibujó flores como las que Leonardo siembra sobre sus rocas florecidas; no hay nada como del estilo de los adornos de alas y llamas en que enmarca Blake muchas de sus visiones más sobrecogedoras. Ningún escenario boscoso con los que Tiziano llena sus fondos, sino sólo hileras desnudas de rocas y vagas formas vegetales tan descoloridas como las mismas rocas, como de un mundo anterior a la creación de los cinco primeros días.

De toda la historia de la creación, sólo pintó la creación del primer hombre y de la primera mujer, y torpemente, al menos para él, la creación de la luz. Para Miguel Ángel no se trata, como en la historia, del acto final y culminante de una serie progresiva, sino del acto primero y único, la creación de la vida misma en su forma suprema, de manera improvisada e inmediata, a partir de la piedra fría sin vida. Para él, el comienzo de la vida tiene todas las características de una resurrección; es como la recuperación, de una salud o vivacidad suspendida, con su gratitud, su efusión y su elocuencia. Hermoso como los jóvenes mármoles de Elgin, el Adán de la Capilla Sixtina se diferencia de ellos en la absoluta ausencia de ese equilibrio y perfección que tan bien manifiesta el sentimiento de una vida autónoma e independiente. En esa lánguida figura hay algo rudo y satírico, algo afín a la ladera áspera donde yace. Toda su forma se concentra en una expresión de mera expectativa y receptividad; casi no tiene fuerzas para levantar el dedo con que roza el del creador; no obstante, bastará con un toque de las yemas de los dedos.

Esta creación de la vida -la vida viene siempre como un alivio o recuperación y siempre en fuerte constraste con las masas toscamente talladas sobre las que se inflama- es de distintas maneras el motivo de toda su obra, sea el motivo inmediato pagano o cristiano, leyenda o alegoría; y eso pese a que al menos la mitad de su obra fuera pensada para decorar tumbas (la tumba de Julio, las tumbas de los Medici). La Resurrección y no el Juicio es el verdadero tema de su última obra en la Sixtina; y su motivo favorito entre los paganos es la leyenda de Leda, el deleite del mundo que brota de un huevo de pájaro. Como ya ha señalado, Miguel Ángel se asegura esa idealidad de la expresión, que la escultura griega basa en un delicado sistema de abstracción y la primera escultura italiana en el rebajado del relieve, mediante el inacabamiento, que con toda seguridad no siempre era imprevisto y que, a mi modo de pensar, nunca es de lamentar, y que cuenta con que el espectador complete la forma semiemergente. Y así como sus personajes tienen algo de la piedra sin labrar, asimismo, como si pretendiera realizar la expresión con que un antiguo archivo florentino describe a un escultor –maestro de la piedra viva-, en él las propias piedras parecen tener vida. Tienen que quitarse de encima el polvo y la caspa para poder levantarse y sostenerse sus pies. Le gustaban las canteras de Carrara, esas extrañas cimas grises que incluso a mediodía transmiten a cualquier escenario desde la tarde, y peor allí vagabundeó meses y meses, hasta que al fin sus pálidos colores cenicientos parecen haberse metido en sus pinturas; y en la coronilla de la cabeza de David todavía resta un pedazo de piedra sin tallar, a modo de punto de conexión con el lugar de donde fuera arrancado.

Y en esta penetrante sugerencia de vida es donde se encuentra el secreto de su dulzura. La verdad es que no nos presenta adorables objetos naturales, como Leonardo o Tiziano, sino solamente el sombreado más frío y más elemental de la roca o del árbol; ningún ropaje adorable ni los atractivos gestos de la vida, sino sólo las austeras verdades de la naturaleza humana; «personas sencillas» -como replicó con sus maneras rudas a la crítica lastimera de Julio II, para quien faltaba oro en las figuras de la Sixtina-, pero «personas sencillas que no visten oro, sino sus vestidos»; pero nos penetra con el sentimiento de esa fuerza que nosotros asociamos con la calidez y la plenitud del mundo, esa sensación que nos hace pensar en enjambres de pájaros, de flores y de insectos. Estamos en presencia del espíritu germinante de la vida;  y el verano puede estallar en cualquier momento.

Nació en una pausa de un rápido viaje de nocturno, en marzo, en un lugar de las cercanías de Arezzo, cuya atmósfera enrarecida y clara se consideraba por entonces propicia para que nacieran niños con gran talento. Procedía de una estirpe de hombres graves y honrados que, alegando parentesco con la familia de los Canossa y matices de sangre imperial en sus venas, habían recibido, generación tras generación, honorables empleos del gobierno florentino. Su madre, una muchacha de 19 años, le envió a criarse en una casa de campo de las colinas de Settignano, donde todos los habitantes trabajaban en las canteras de mármol, y el niño se familiarizó muy pronto con esa primera y extraña etapa del arte escultórico. A esto siguió la influencia de Domenico Ghirlandaio, el maestro más deleitoso y sereno que hubiera conocido Florencia. A los 15 años trabajaba entre las curiosidades del jardín de los Medici, copiando y restaurando antigüedades, ganándose la condescendiente mención del gran Lorenzo. También sabía despertar fuertes odios; y fue en esta época cuando, en una pelea con un compañero de estudios, recibió un golpe en la cara que lo privó para siempre de donosura en la forma exterior.

Fue de manera accidental como llegó a estudiar esas obras de los tempranos escultores italianos que le sugirieron buena parte de su obra más grandiosa y que le imprimieron tanta dulzura. Creía en los sueños y en los augurios. Uno de sus amigos soñó dos veces que Lorenzo, falleció poco después, se le aparecía con traje gris y polvoriento. Para Miguel Ángel, este sueño parecía presagiar los problemas que realmente se presentaron después, y con la precipitación que caracteriza sus movimientos, dejó Florencia. Cuando hubo de atravesar Bolonia, se olvidó de conseguir el pequeño sello de cera roja que debían portar en el dedo pulgar de la mano derecha los extranjeros que entraban en la ciudad. No tenía dinero para pagar la multa y hubiera sido arrojado a la cárcel de no mediar uno de los magistrados. Estuvo en la casa de este individuo todo un año, resarciéndole su hospitalidad con lecturas de los poetas italianos de su gusto. Bolonia, con sus inacabables columnatas y fantásticas torres inclinadas, nunca pudo llegar a ser una de las ciudades más bellas de Italia. Pero alrededor de los pórticos de sus grandes iglesias inacabadas y de sus altares oscuros, medio ocultas por las flores votivas y los candelabros, se hallan algunas de las obras más delicadas de los primeros escultores toscanos, Giovanni Pisano y Jacopo della Quercia, objetos tan hermosos como las flores; y el año que pasó Miguel Ángel copiando estas obras no fue un año perdido. Luego, al regresar a Florencia, fue cuando produjo esa singular representación de Baco que expresa, no la jovialidad del dios del vino, sino su soñolienta gravedad, su entusiasmo, su capacidad para el sueño profundo. Nadie ha expresado con mayor verdad que Miguel Ángel la idea del sueño inspirado, de los rostros cargados de sueños. Debajo de la Logia del Orcagna había desde tiempo atrás un enorme bloque de mármol y eran muchos los escultores que habían hecho planes con vistas a utilizar esta famosa piedra, cortando el diamante, por así decirlo, sin desperdiciarlo. En manos de Miguel Ángel se convirtió en el David, que estuvo hasta mucho después en los escalones del Palazzo Vecchio hasta ser restituido a la Logia. Miguel Ángel tenía entonces 30 años y una reputación asentada. Tres grandes obras llenaron el resto de su vida -tres obras muchas veces interrumpidas y proseguidas, entre miles de dudas, miles de frustraciones, de peleas con sus patrocinadores, peleas con su familia, peleas sobre todo, quizás, consigo mismo-: la Capilla Sixtina, el mausoleo de Julio II y la Sacristía de San Lorenzo.

En la historia de la vida de Miguel Ángel no cuesta mucho encontrar fuerza, tantas veces tornada en amargura. A todo lo largo resuena una nota discordante que casi corrompe la música. «Trata al papa como el mismo rey de Francia no se atrevía a hacerlo»; va por las calles de Roma «como un verdugo», dice de él Rafael. Parece ser que una vez se encerró con la intención de dejarse morir de hambre. Conforme llegamos en la lectura de su vida a los incidentes destemplados y broncos, surge una y otra vez la idea de que es uno de esos que, según en el juicio de Dante, «han vivido tercamente en la tristeza». Incluso su ternura y su piedad están amargadas por su fuerza. ¡Qué apasionado llanto el de esa misteriosa figura que, en la Creación de Adán, se agacha debajo de la imagen del Todopoderoso, mientras este llega con las formas de las cosas que existirían, la mujer y su progenie, en los pliegues del ropaje! ¡Qué sensación de injusticia en esos dos jóvenes esclavos que sienten las caderas como agua que escalda su carne delicada y orgullosa! El idealista convertido en reformador con Savonarola y el republicano que supervisará las fortificaciones de Florencia -el nido donde había nacido, il nido ove naqqu’io, como la llama en cierta ocasión, en un súbito latido de afecto- en la última lucha de la ciudad por la libertad, pero que siempre creyó que tenía sangre imperial en sus venas y que formaba parte de los parientes de la gran Matilda, albergaba en los abismos de su carácter un brote secreto de indignación o pesar. Sabemos poco de su juventud, pero todo tiende a hacernos creer en la vehemencia de sus pasiones. Por debajo de la calma platónica de los sonetos, late un profundo deleite por la forma y el color. Allí y aún más en los madrigales, suele recaer en un lenguaje de sentimientos menos apacibles; si bien algunos tienen el color de la penitencia, como propios del vagabundo que regresa al hogar. Quien tan delicadamente habló de la supremacía de la forma humana desnuda en el mundo plástico no fue siempre, podemos pensar, un mero amante platónico. Sus amores pueden haber sido vagos y perversos; pero participaron de la fuerza de su carácter y a veces, probablemente, de ninguna manera se quedarían en música, lo que dislocaría por completo el apacible orden de sus días: par che amaro ogni mio dolce io senta.

Pero su genio está en armonía consigo mismo; y así como los productos de su arte encontramos fuentes de dulzura dentro de su preponderante fuerza, así también en su propia historia, aún siendo amarga como puede serlo en el sentido ordinario, hay páginas selectas encerradas entre las demás, páginas que sería fácil abrir demasiado a la ligera, pero que no obstante endulzan todo el volumen. El interés de los problemas de Miguel Ángel radica en que nos convierten en espectadores de esta lucha: la lucha de una naturaleza fuerte por ennoblecerse y armonizarse; la lucha de una pasión devastadora, que anhela ser resignada, dulce y meditabunda, como fue la de Dante. Como consecuencia del carácter ocasional e informal de su poesía, esta nos acerca al autor, y a su propio sentimiento y temperamento, más de lo que probablemente podría hacerlo ninguna obra con pretensiones literarias. Sus cartas nos cuentan poco de él que merezca la pena conocerse: unas pocas y sórdidas peleas sobre dinero y comisiones. Pero muy distinto es el caso de estas canciones y estos sonetos, redactados en momentos sueltos, a veces en las márgenes de los bocetos, con frecuencia inacabados, que captan sensaciones sobresalientes e ideas improvisadas conforme se le ocurría. Y sucede que en los ultísimos años se ha podido hacer por fin un verdadero estudio de estos escritos. Unos cuantos sonetos circularon ampliamente en manuscritos y se convirtieron, casi dentro de los límites biográficos de Miguel Ángel, en motivos académicos. Pero fueron recogidos por primera vez en volumen, en 1623, por el sobrino nieto de Miguel Ángel, Michelangelo Buonarroti il Giovane. Este omitió una gran parte, reescribió algunos sonetos y a veces comprimió dos o más composiciones en una, perdiéndose siempre algo de la fuerza e incisividad de los originales. De manera que el libro fue olvidado, incluso por los italianos, durante el siglo pasado, debido a la influencia del gusto francés que despreciaba este tipo de composiciones, igual que despreciaba y olvidaba a Dante. «Su reputación siempre irá en aumento, ya que es tan poco leído», dice Voltaire de Dante. Pero en 1858, el último de los Buonarroti legó al municipio de Florencia las curiosidades de su familia. Entre estas se encontraba un precioso volumen que con los sonetos autógrafos. Un erudito italiano, el Signior Cesare Guasti, se encargó de cotejar el autógrafo con los manuscritos del Vaticano y de otros lugares, y en 1863 publicó una verdadera versión de los poemas de Miguel Ángel con comentarios críticos y paráfrasis.

Se suele hablar de estos poemas como si fueran un simple grito de dolor, una queja de amante contra la obstinación de Vittoria Colonna. Pero quienes así hablan olvidan que, aunque es muy posible que Miguel Ángel viera a Vittoria, esa figura un tanto borrosa, en una época tan temprana como 1537, sin embargo su íntima amistad no se inició hasta alrededor del año 1542, cuando Miguel Ángel aún tenía 70 años. La propia Vittoria, una ardiente neocatólica, con votos de viudedad perpetua desde que, 17 años antes, le llegara la noticia de que su marido, el joven y principesco marqués de Pescara, había muerto de las heridas recibidas en la Batalla de Pavía, no podía ser causa de grandes pasiones. En un diálogo escrito por Francisco de Holanda hallamos un vislumbre de los dos juntos en una iglesia vacía de Roma, un domingo por la tarde, hablando de hecho sobre las características de las diversas escuelas artísticas, pero aún más de los escritos de San Pablo, siguiendo ya los pasos y saboreando los sobrios placeres de las personas de las personas hastiadas cuyo interés por las cosas exteriores va amainando. En una carta que todavía existe se lamenta de que cuando la visitó después de muerta sólo le había besado las manos. Hizo o comenzó a hacer un crucifijo para que lo utilizara ella y dos dibujos, quizás preparatorios del crucifijo, se encuentran actualmente en Oxford. Por las alusiones de los sonetos, podemos adivinar que cuando se acercaron mutuamente por primera vez él había discutido mucho consigo mismo sobre si esta tardía pasión sería la menos apacible y la más desoladora de todas: un dolce amaro, un sì e no mi muovi. ¿Se trata de afecto carnal o bien del suo prestino stato (el estado prenatal de Platón) il raggio ardente? La crítica más antigua y convencional, al ocuparse del texto de 1623, ha supuesto a la ligera que todos o casi todos los sonetos estaban realmente dirigidos a la misma Vittoria; pero el Signor Guasti sólo encuentra cuatro, o como mucho cinco, que puedan atribuírsele con genuina autoridad. No obstante, hay razones que le hacen asignar la mayoría de ellos al período comprendido entre 1542 y 1547, y podemos considerar el volumen como un registro de este punto de descanso en la historia de Miguel Ángel. Sabemos que Goethe eludió una tensión sentimental excesiva para él redactando un libro sobre los sentimientos; y para Miguel Ángel, el mero hecho de anotar sus pensamientos apasionados, de expresarlos en forma de sonetos, era ya en alguna medida dominarlos y encontrar la manera de superarlos:

La vita del mia amor non è il cor mio,

Ch’amor, di quel ch’io t’amo, è senza core.

Precisamente porque Vittoria no despertó ninguna gran pasión, tiene el espacio de la vida de Miguel Ángel en que reinó ella esa peculiar suavidad; y el espíritu de los sonetos se pierde si los sacamos de esa atmósfera soñadora en que los hombres disponen de las cosas de su voluntad, porque la presa que tienen sobre las cosas exteriores es débil e insegura. El tono dominante es de calma y dulzura meditada. En realidad hay un grito de tristeza, pero es un simple residuo, un rastro de fortificante sal ferruginosa, sólo discernible en la canción que se eleva como un surtidor claro y melodioso en medio de un trecho encantado de su vida.

Este trecho encantado y atemperado de la vida de Miguel Ángel, sin el que su excesiva fuerza hubiera sido muy imperfecta y que lo salva del juicio de Dante sobre quienes han «vivido tercamente en la tristeza», es, pues, un período bien determinado que va desde el año 1542 hasta el año 1547, el año de la muerte de Vittoria. Entonces, consigue realizar el empeño de toda la vida por apaciguar sus vehementes emociones reduciéndolas a la región de los sentimientos ideales; y la significación de Vittoria consiste en que corporiza para él un tipo de afecto que, incluso en la desilusión, es capaz de encantar y endulzar su espíritu.

En este empeño por apaciguar y endulzar la vida mediante la idealización de sus vehementes sentimientos, había dos grandes figuras tradicionales, a cualquiera de los cuales hubiera podido seguir un italiano del siglo XVI. Estaba Dante, cuyo librito Vita Nuova ya se había convertido en un modelo de los amores imaginarios, continuado en tono algo menor por los posteriores seguidores de Petrarca; y desde que Platón era en Italia algo más que un nombre gracias a la publicación de la traducción latina de Marsilio Ficino, también existía la tradición platónica. La creencia de Dante en la resurrección de la carne, gracias a la cual, ni siquiera en el cielo, pierde para él Beatriz el menor matiz de su color natural ni tan siquiera un pliegue del traje, y el sueño platónico del paso del alma por sucesivas formas de vida, con su premura por escapar definitivamente de la carga de la forma corporal, son, para todos los efectos del arte y de la poesía, principios diametralmente opuestos. Ahora bien, la que modula los versos de Miguel Ángel es más bien la tradición platónica que la de Dante. En muchos sentidos, ningún sentimiento podría parecerse menos al amor de Dante por Beatriz que el de Miguel Ángel por Vittoria Colonna. El de Dante ocurre en la primera juventud: Beatriz es una niña, con la visión ávida y ambigua de los niños, con el carácter todavía sin decantar por la influencia de las circunstancias exteriores, casi carente de expresión. Vittoria, por el contrario es una mujer ya hastiada, de edad avanzada y con serias cualidades intelectuales. La historia de Dante es una obra simbólica, incrustrada de adorables incidentes. En los poemas de Miguel Ángel, el cielo y el fuego son casi las únicas imágenes (el fuego refinador del orfebre); una o dos veces el Fénix; el cielo se deshace con el fuego; el fuego salta de la roca que al cabo consume. Excepto una dudosa alusión a un viaje, casi no hay incidentes. Pero hay bastante de la habilidad brillante, aguda y sin vacilaciones con que, siendo muchacho, dio el aspecto de anciano a la cabeza de un fauno arrancándole un diente de la mandíbula de un solo manotazo. Para Dante, el amable y devoto materialismo de la Edad Media santifica todo lo que le presentan la mano y el ojo; en cambio, Miguel Ángel siempre está queriendo ir más allá de la belleza externa –il bel fuor che agli occhi piace– para aprehender la belleza invisible, trascenda nella forma universale, esa forma abstracta de belleza a que se refieren los platónicos. Y esta, en su caso de la sensación algo fugitivo y vacilante, de un espíritu quejoso y sin morada, casi clarividente a través de la carne frágil y sumisa. Explica el amor y el primer vistazo recurriendo a una existencia anterior: la dove io t’amai prima.

Y sin embargo, hay muchos aspectos en que realmente se parece a Dante y se acerca mucho al modelo original, más que esos seguidores, posteriores y menores de la estela de Petrarca. Aprende de Dante y no de Platón que, para los amantes, la satisfacción del deseo –ove gran desir gran copia affrena– es un estado menos feliz que la pobreza repleta de esperanzas –una miseria di speranza piena-. Lo recuerda en la repetición de las palabras gentile y cortesia, en la personificación del Amor, en la tendencia a demorarse minuciosamente en los efectos materiales que la presencia del objeto amado causan en el pulso y en el corazón. Sobre todo, se parece a Dante en el fervor y en la intensidad de sus declaraciones políticas, pues la dama de uno de sus sonetos más nobles fue reconocida desde el primer momento como la ciudad de Florencia; y asegura que todo debe estar dormido en los cielos, si ella, que fue creada «con forma angélica» para mil enamorados, es propiedad exclusiva de cualquier Pedro o Alejandro de Medici. Una y otra vez introduce el Amor y la Muerte, que discuten sobre él. Pues, al igual que Dante y todas las almas más nobles de Italia, le importan mucho las cuestiones de ultratumba y su verdadera amante es la muerte: al principio, la muerte como la peor de todas las tristezas y desgracias, con un terrón por cerebro; después, llevada la muerte a su más alta distinción y distanciada de las necesidades vulgares, los amargos borrones de la vida y de la acción se desvanecen rápidamente.

Algunos de los amados por los dioses mueren jóvenes. Este hombre, dado que los dioses lo amaban, se consumía de tener una edad inmensa y patriarcal, hasta que la dulzura que tanto tiempo había permanecido secreta en su interior fue finalmente descubierta. De la fuerza sale la dulzura, ex forti dulcedo. El mundo ha cambiado a su alrededor. El «nuevo catolicismo» ha ocupado el lugar del Renacimiento. El espíritu de la Iglesia de Roma ha cambiado en la basta catedral del mundo que su destreza había colaborado a erigirle, parece más fuerte que nunca. Algunos de los primeros miembros del Oratorio formaban parte de sus relaciones más próximas. Espiritualmente eran todo lo distintos que se puede ser de Lorenzo e incluso de Savonarola. Con frecuencia ha exagerado la oposición de la Reforma al arte; fue mucho mayor la del resurgimiento católico. Pero al instalarse en una ortodoxia congelada, la Iglesia de Roma había ido más allá que él y él se sentía extraño. En los primeros días, cuando las creencias discurrían con fluidez, también él hubiera podido participar en la controversia. Podría haber tomado partido por la espiritualización de la soberanía papal, como Savonarola; o bien por la conciliación de los sueños de Platón y Homero con las palabras de Cristo, como Pico della Mirandola. Pero las cosas habían avanzado y tales acomodos ya no eran posibles. Hacía mucho que él solo se había retirado a ese divino ideal que, por encima del desgaste de los credos, se ha constituido a lo largo de edades como la posesión de las almas más nobles. Y ahora comenzaba a sentir la consoladora influencia que desde entonces tantas veces ha ejercido la Iglesia de Roma sobre los espíritus demasiado independientes para ser sus súbditos y, sin embargo, situados muy cerca de su influencia; consolado y tranquilizado, como puede sucederle al viajero que hace noche en una ciudad extraña, por su aspecto majestuoso y sus muchos tesoros, precisamente porque esos tesoros nada tienen que ver con él. De forma que se demora; un revenant, como dicen los franceses, un fantasma salido de otro tiempo, en un mundo demasiado soez para afectar íntimamente su desfalleciente sensibilidad; soñando, dentro de una sociedad agotada, teatral en su forma de vida, teatral en su arte y teatral incluso en su devoción, con el amanecer de la historia del mundo, con la forma originaria del hombre, con las imágenes que habría utilizado ese mundo primitivo para concebir las fuerzas espirituales.

Me he detenido en la idea de un Miguel Ángel que sobrevive más allá de su tiempo, en un mundo que no es suyo, porque, si queremos concretar el peculiar sabor de su obra, debemos aproximarnos a él, no a través de sus seguidores, sino a través de sus predecesores; no a través de los mármoles de San Pedro, sino a través de los escultores del siglo XV en las tumbas y en los altares de Toscana. Miguel Ángel es el último de los florentinos, el último de aquellos sobre quienes descendió el peculiar sentimiento de la Florencia de Dante y Giotto: es el más consumado representante de la forma que adoptó ese sentimiento en el siglo XV en hombres como Luca Signorelli y Mino da Fiesole. Hasta él, la tradición del sentimiento no tiene quiebra, continúa el progreso hacia métodos más seguros y más maduros de expresar ese sentimiento. Pero sus declarados discípulos no comparten tal temperamento; sólo están enamorados de la fuerza y no parecen percibir la dulzura grave y atemperadora. La teatralidad es su principal característica; y esa cualidad es tan poco atribuible a Miguel Ángel como a Mino o a Luca Signorelli. En su caso, como el de los otros, todo es serio, apasionado, impulsivo.

Esta vinculación de Miguel Ángel, esta dependencia suya de la tradición de la escuela florentina, en ninguna parte se aprecia con tanta claridad como en su tratamiento de la Creación. La Creación del hombre había hechizado la inteligencia de la Edad Media como un sueño; y tejiéndola en un centenar de ornamentos tallados en capiteles y pórticos, los escultores italianos pronto le impusieron el sello de esa profundidad de expresión que parece aportarle muchos sentidos velados. Al igual que en el caso de otros motivos artísticos medievales, su tratamiento llegó a ser casi convencional, pasando de artista a artista, con leves modificaciones, hasta casi adquirir una existencia abstracta e independiente. Una característica del espíritu medieval era otorgar una existencia tradicional e independiente a determinadas composiciones pictóricas, o bien a las leyendas, como las de Tristán o Tannhäuser, e incluso a las ideas y al contenido de un libro, como los de Imitación, de manera que ningún artífice pueda reclamarlos como propia, y el libro, la composición y la leyenda tienen de por sí su leyenda, sus avatares y su historia particular; y es un signo del medievalismo de Miguel Ángel que también él recibiera de la tradición su concepción central y no hiciera sino añadir los últimos toques al transferirla a los frescos de la Capilla Sixtina.

Pero había otra tradición de aquellos florentinos anteriores y más serios, de los que Miguel Ángel es heredero, a la que él dio su expresión última, que es la centrada en la Sacristía de San Lorenzo, como la tradición de la Creación se centra en la Capilla Sixtina. Se ha dicho que todos los grandes florentinos se preocuparon de la muerte. Outre-tombe! Outre-tombe! es el estribillo de sus pensamientos desde Dante hasta Savonarola. Incluso el alegre y licencioso Boccaccio dio a sus relatos mayor mordiente al ponerlos en boca de un grupo de personas que se ha refugiado en una casa de campo para huir del peligro mortal de la peste. A este sentimiento heredado, a esta resolución de que ocuparse por la idea de la muerte era insignificante en sí mismo y una nota de altura, se debe buena parte a la seriedad de los grandes florentinos del siglo XV; y las concretas calamidades de su época no hicieron sino fomentarlo. Con cuánta frecuencia y de qué maneras tan diversas habían visto caer derribada la vida en sus calles y en sus casas. La bella Simonetta murió en la primera juventud y se la condujo a la tumba con la cara descubierta. El joven cardenal Jacopo di Portogallo murió en una visita a Florencia y su epitafio se atreve a decir insignis forma fui et mirabili modestia, Antonio Rossellino talló su tumba en la iglesia de San Miniato, cuidando la forma de las manos y los pies y en el sagrado atavío; Luca della Robbia colocó allí sus obras más celestiales; y la tumba del joven y principesco prelado se convirtió en la cosa más extraña y más bella de ese extraño y hermoso lugar. Después de la ejecución de los conspiradores de Pazzi, Botticelli se dedicó a pintar sus retratos. Esta preocupación por las ideas graves y las imágenes tristes podría fácilmente haber dado lugar, como ocurrió, por ejemplo, en las neblinosas aldeas del Rin, o en los parajes superpoblados del París medieval, y lo mismo que todavía ocurre en muchas aldeas de los Alpes, a algo meramente mórbido o grotesco, como la Danse Macabre de tantos pintores franceses y alemanes o las horrendas composiciones de Durero. Los maestros florentinos del siglo XV se libraron de tales resultados gracias a la nobleza de su cultura italiana y, aún más, gracias a su tierna piedad por el objeto mismo. Debieron inclinarse muchas veces sobre los cuerpos sin vida, cuando al fin estaban reposados y bien pulidos. Después de la muerte, se dice, desaparecen los rastros de las inclinaciones más leves y superficiales; las líneas se vuelven más simples y dignas; entre la gran diferencia sólo perduran las líneas abstractas. De manera que se acercaban para ver la muerte en cuanto tal. Luego, dando quizás otro paso, se detienen durante un momento en el punto en que toda esa transitoria distinción debe quebrarse y sin el menor vislumbre del cuerpo nuevo, hacían una pausa meramente temporal y se abstenían con un sentimiento de profunda piedad.

Miguel Ángel es el feliz resultado de todo este sentimiento y, antes que nada, de la piedad. La Pietà, la piedad de la Virgen Madre por el cuerpo muerto de Cristo, extendía a la piedad de todas las madres por todos sus hijos muertos, a la inhumación con sus crueles «piedras duras»: este es su motivo predilecto. Lo ha dejado en muchas formas, en esbozos, dibujos semiacabados, grupos escultóricos acabados y semiacabados, pero siempre con una tristeza desesperanzada, sin brillo, casi atea: no tristeza divina, sino mera piedad y temor en los miembros rígidos y en los labios descoloridos. Hay un dibujo suyo en Oxford donde el cuerpo muerto está hundido en la tierra entre los pies de la madre, que extiende los brazos sobre las rodillas. Las tumbas de la Sacristía de San Lorenzo no son monumentos a los más grandes y más nobles de los Medici, sino a Giuliano y a Lorenzo il Giovane, notables sobre todo por su muerte algo temprana. Por tanto, lo que aquí ha avivado el sentimiento ha sido la mera naturaleza humana. Los títulos tradicionalmente asignados a las cuatro figuras simbólicas, la Noche y el Día, el Amanecer y el Crepúsculo, son con mucho demasiado concretos para ellas; pues estas figuras estaban mucho más cerca de la inteligencia y el espíritu de su autor, y son una expresión más directa de sus ideas, de lo que hubieran podido ser cualesquiera imágenes simbólicas. Concretan y expresan, no tanto en cuanto imágenes concretas como por los rasgos, las sugerencias de una pieza musical, todas esas vagas fantasías, desconfianzas, presentimientos, que cambian y se confunden y se concretan y de nuevo se desvanecen si se intenta sinceramente fijar con ideas las cualidades y los contornos del espíritu incorpóreo. Supongo que nadie irá a la Sacristía de San Lorenzo en busca de consuelo; en busca de gravedad, de solemnidad, de dignidad, quizás, pero no en busca de consuelo. No es lugar para el consuelo ni para los pensamientos pavorosos, sino para la especulación vaga y cabizbaja. Aquí, una vez más Miguel Ángel no es tanto discípulo de Dante como de los platónicos. La creencia de Dante en la inmortalidad es formal, exacta y firme, casi tanto como la de un niño, que piensa que la muerte lo oirá si grita con la suficiente fuerza. Pero en Miguel Ángel encontramos madurez, el entendimiento de un hombre hecho, que se ocupa cauta y desapasionadamente de cosas serias; y su esperanza se basa en la conciencia de la ignorancia: ignorancia del hombre, ignorancia de la naturaleza, del entendimiento, de sus orígenes y posibilidades. Miguel Ángel es tan ignorante del mundo espiritual, del nuevo cuerpo y de sus leyes, que con toda seguridad no sabe si la Sagrada Forma puede ser o no puede ser el cuerpo de Cristo. Y de todo ese ámbito de sentimientos es el poeta, el poeta todavía vivo y en posesión de nuestros más recónditos pensamientos: una callada investigación sobre la recaída, después de la muerte, en la informalidad que precedió a la vida, sobre el cambio, la repulsa de ese cambio, y luego el arrebato de la piedad reparadora, santificante, consoladora; al final, muy lejos, débil y vago, pero no más vago que los más definidos pensamientos que han tenido los hombres a lo largo de tres siglos sobre una cuestión que ha estado tan cerca de sus corazones, el cuerpo nuevo: una luz pasajera, un simple efecto intangible y externo sobre esos rostros demasiado rígidos o demasiado informes; un sueño que dura un momento, para retroceder con el amanecer, incompleto, sin objetivo, inútil; algo débil de oído; débil de memoria; débil como fuerza conmovedora; un suspiro, una luz en el portal, una pluma al viento.

Las cualidades de los grandes maestros del arte o de la literatura, la combinación de esas cualidades, las leyes por las que se moderan, apoyan y subrayan unas a otras, no son exclusiones de ellas, sino, en la mayoría de los casos, normas arquetípicas o bien ejemplos que ponen de manifiesto efectos estéticos. De hecho, los viejos maestros son más simples; sus características están escritas con caracteres mayores y resultan más fáciles de leer que sus contrapartidas de los productos promiscuos y confusos de la mente moderna. Pero una vez que hemos logrado definir las características y la ley de su combinación, hemos ganado una norma o medida que nos ayuda a poner en el sitio que les corresponde a muchos genios vagabundos, a muchos talentos inclasificables, a muchos productos artísticos preciosos pero imperfectos. Lo mismo ocurre con los componentes del verdadero genio de Miguel Ángel. Esa extraña fusión de dulzura y de fuerza no se encuentra en quienes se proclamaron sus seguidores; pero se encuentra en otros muchos que trabajaron antes que él y en otros muchos que llegan hasta nuestro propio tiempo, en William Blake, por ejemplo, y en Victor Hugo, quienes, aunque no son de su escuela, y ni siquiera lo saben, son sus verdaderos hijos y nos ayudan a comprenderlo, así como él a su vez los explica y justifica. Quizás sea esta la principal utilidad de estudiar a los viejos maestros.

Walter Pater (1871)

Retrato de Miguel Ángel por Daniele da Volterra (1548-1553)

Cit. Walter Pater, El Renacimiento, Barcelona, Icaria, 1982, pp. 65-81

Versión original en inglés on-line

Gargantúa y Pantagruel /// François Rabelais (Acantilado)

Hace ya más de un año que Gargantúa y Pantagruel fue reeditada por Acantilado, obra clave del humanismo francés y del propio autor, François Rabelais (Poitou, 1494-París, 1553), pero estaba claro que todavía hoy, transcurridos los siglos de solera que ya la encumbran y este cerca de año y medio desde la reaparición, nosotros íbamos a seguir necesitando un tiempo de asimilación, lectura y relectura de esta obra cumbre de la literatura occidental para elaborar un pequeño conjunto de dignas sensaciones. Al menos que estuviesen a la altura, salvando todas las distancias salvables, claro está, con ese titán, polígrafo y erudito universal.

Guy Demerson, mayor especialista mundial en la obra del humanista francés, ha sido el encargado de elaborar un ambicioso prefacio, delicia sin precedentes. La enjundia que embargó el afán de Rabelais, creador no casualmente de Pantagruel, ese diablillo llamado a castigar a los borrachos infligiéndoles la sed del Diablo, parece haber sido la misma llama dionisíaca que ha guiado el camino tanto de este profesor como de Gabriel Hormaechea (encargado de la traducción y notas) a la hora de abordar tan magna obra. Pero, nos decimos a nosotros mismos: ¿en qué punto la llama dionisíaca y el Humanismo se estrechan la mano? Primera contradicción. Pero sólo aparente, pues a ella la siguen más circunstancias parejas. De antemano, la obra no parece expresar esa armonía, ese idealismo ni esa dignidad humanistas, pero dentro se esconde un profundo mensaje de orden y razón. Cuando sus personajes cultivaron la subversión del lenguaje, los razonamientos absurdos, los juegos de palabras ridículos o los borborigmos animales, el humanismo magnificaba ese privilegio del hombre que es el lenguaje. Asimismo, detestaba las supersticiones que emergían o subsistían en la cultura popular y, sin embargo, las conocía al dedillo. Esta plétora de –y subrayamos– aparentes contradicciones llevaría a Rabelais a elaborar esta, tan grandiosa como extensísima, novela cómica que narra las aventuras del gigante Gargantúa, personaje asociado de manera burda con el ciclo de novelas artúricas, y su hijo Pantagruel, del cual Rabelais se arrogó su particular, malicioso y fantasioso natalicio. El autor fue presentando el conjunto de libros de manera distinta a como hoy están dispuestos; primero dio a conocer Pantagruel, después Gargantúa; y lo hizo bajo el pseudónimo de Alcofribas Nasier hasta que en 1546 publicó el Libro Tercero, firmando un prólogo en el que ofrecía a su bebedor (su lector) un nuevo contrato de lectura, esto es, una nueva intención en los episodios narrados, sin necesidad de renunciar a la estridente pero sagaz crítica de las costumbres populares y a todo un sinfín de ácidas barrabasadas.

Al margen de la biografía del autor, que ya sería interesante sólo por el contexto –fue conspicuo médico, competente jurista, además de representante de los personajes más influyentes de la diplomacia francesa del momento y filólogo autodidacta que llegó a dominar el latín y el griego, por los que fue considerado erudito gracias a sus ensayos en dichas lenguas–, la obra consiguió abrazar la categoría de mito y fue capaz de generar una marca-nombre-firma para Rabelais. Era leído tanto en público como en privado, y ya en vida se extraían locuciones de sus obras y se pronunciaban como auténticos proverbios. Citado entre otros por Michelet, mistificado por Víctor Hugo o certeramente recordado por Paul Valéry, en definitiva, tanto obra como autor fueron ensalzados a la altura de mito nacional. Y el caso es que, desde la aparición de Pantagruel, se sucedieron al menos ocho reediciones entre 1533 y 1534, pero también inspiró versiones e incluso falsificaciones, aspecto este que el autor fue incapaz de prever.

Con la intención de no deshilachar los magníficos requiebros de esta trepidante historia soez y encantadoramente cómica, desvergonzada hasta el aturdimiento y fomento de inevitables carcajadas, les invito a su concienzuda lectura a la par que deseo felicitar expresamente a la editorial por esta labor formidable de estudio y recuperación. Hacía mucho tiempo que las prensas hispanoparlantes no acometían un trabajo de tal envergadura. Porque nunca está de más leer a uno de esos hombres que, y cito a Valéry, “saben vivir allí donde les conducen las palabras”.

 

François Rabelais, Gargantúa y Pantagruel (Los cinco libros)
Barcelona, Acantilado, 2011, 1520 pp., 49 euros.

 

Publicado en el blog La Tormenta en un Vaso y en la revista Culturamas: «La aparente contradicción de un humanista» (26.IX.2012)