Gargantúa y Pantagruel /// François Rabelais (Acantilado)

Hace ya más de un año que Gargantúa y Pantagruel fue reeditada por Acantilado, obra clave del humanismo francés y del propio autor, François Rabelais (Poitou, 1494-París, 1553), pero estaba claro que todavía hoy, transcurridos los siglos de solera que ya la encumbran y este cerca de año y medio desde la reaparición, nosotros íbamos a seguir necesitando un tiempo de asimilación, lectura y relectura de esta obra cumbre de la literatura occidental para elaborar un pequeño conjunto de dignas sensaciones. Al menos que estuviesen a la altura, salvando todas las distancias salvables, claro está, con ese titán, polígrafo y erudito universal.

Guy Demerson, mayor especialista mundial en la obra del humanista francés, ha sido el encargado de elaborar un ambicioso prefacio, delicia sin precedentes. La enjundia que embargó el afán de Rabelais, creador no casualmente de Pantagruel, ese diablillo llamado a castigar a los borrachos infligiéndoles la sed del Diablo, parece haber sido la misma llama dionisíaca que ha guiado el camino tanto de este profesor como de Gabriel Hormaechea (encargado de la traducción y notas) a la hora de abordar tan magna obra. Pero, nos decimos a nosotros mismos: ¿en qué punto la llama dionisíaca y el Humanismo se estrechan la mano? Primera contradicción. Pero sólo aparente, pues a ella la siguen más circunstancias parejas. De antemano, la obra no parece expresar esa armonía, ese idealismo ni esa dignidad humanistas, pero dentro se esconde un profundo mensaje de orden y razón. Cuando sus personajes cultivaron la subversión del lenguaje, los razonamientos absurdos, los juegos de palabras ridículos o los borborigmos animales, el humanismo magnificaba ese privilegio del hombre que es el lenguaje. Asimismo, detestaba las supersticiones que emergían o subsistían en la cultura popular y, sin embargo, las conocía al dedillo. Esta plétora de –y subrayamos– aparentes contradicciones llevaría a Rabelais a elaborar esta, tan grandiosa como extensísima, novela cómica que narra las aventuras del gigante Gargantúa, personaje asociado de manera burda con el ciclo de novelas artúricas, y su hijo Pantagruel, del cual Rabelais se arrogó su particular, malicioso y fantasioso natalicio. El autor fue presentando el conjunto de libros de manera distinta a como hoy están dispuestos; primero dio a conocer Pantagruel, después Gargantúa; y lo hizo bajo el pseudónimo de Alcofribas Nasier hasta que en 1546 publicó el Libro Tercero, firmando un prólogo en el que ofrecía a su bebedor (su lector) un nuevo contrato de lectura, esto es, una nueva intención en los episodios narrados, sin necesidad de renunciar a la estridente pero sagaz crítica de las costumbres populares y a todo un sinfín de ácidas barrabasadas.

Al margen de la biografía del autor, que ya sería interesante sólo por el contexto –fue conspicuo médico, competente jurista, además de representante de los personajes más influyentes de la diplomacia francesa del momento y filólogo autodidacta que llegó a dominar el latín y el griego, por los que fue considerado erudito gracias a sus ensayos en dichas lenguas–, la obra consiguió abrazar la categoría de mito y fue capaz de generar una marca-nombre-firma para Rabelais. Era leído tanto en público como en privado, y ya en vida se extraían locuciones de sus obras y se pronunciaban como auténticos proverbios. Citado entre otros por Michelet, mistificado por Víctor Hugo o certeramente recordado por Paul Valéry, en definitiva, tanto obra como autor fueron ensalzados a la altura de mito nacional. Y el caso es que, desde la aparición de Pantagruel, se sucedieron al menos ocho reediciones entre 1533 y 1534, pero también inspiró versiones e incluso falsificaciones, aspecto este que el autor fue incapaz de prever.

Con la intención de no deshilachar los magníficos requiebros de esta trepidante historia soez y encantadoramente cómica, desvergonzada hasta el aturdimiento y fomento de inevitables carcajadas, les invito a su concienzuda lectura a la par que deseo felicitar expresamente a la editorial por esta labor formidable de estudio y recuperación. Hacía mucho tiempo que las prensas hispanoparlantes no acometían un trabajo de tal envergadura. Porque nunca está de más leer a uno de esos hombres que, y cito a Valéry, “saben vivir allí donde les conducen las palabras”.

 

François Rabelais, Gargantúa y Pantagruel (Los cinco libros)
Barcelona, Acantilado, 2011, 1520 pp., 49 euros.

 

Publicado en el blog La Tormenta en un Vaso y en la revista Culturamas: «La aparente contradicción de un humanista» (26.IX.2012)

GANARSE LA VIDA EN LA CULTURA

Javier Gomá (dir.), Ganarse la vida en el arte, la literatura y la música.
Madrid, Galaxia Gutenberg, 2012, 253 pp., 20 €.
ISBN 9788481099621

Ganarse la vida en la cultura

Por Mario S. Arsenal

 
 
Muy apropiado resulta en estos tiempos detenerse a reflexionar sobre qué rudimentos son los necesarios para llegar a la realización profesional en este preciso instante convulso en el que todo parece tambalearse y requerir –paradoja absoluta en los sistemas democráticos imperantes– mayor enjundia, mayor especialización, donde todo parece indicar que sin excelencia no se conquista ninguna tierra del quehacer humano. Ganarse la vida en el arte, la literatura y la música (Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores) recoge una serie de conferencias pronunciadas durante el mes de marzo del pasado año en la Fundación Juan March de Madrid. Se trata de una reflexión diacrónica gratamente teñida de una sensibilidad histórica que nos permite valorar, contraponer y sopesar los eternos conflictos que siempre han existido a la hora de valorar económicamente la cultura, pues, como dijo en 1843 un miembro del tribunal durante un litigio entre el banquero José Safont y el compositor Ramón Carnicer, “no tienen tasa las obras del entendimiento”.
 
Así las cosas, es difícil concluir en determinadas posturas definitivas, pues, como todos sabemos, es cuestión peliaguda –lo ha sido siempre– determinar cuál es la línea que separa el fraude financiero y la sinceridad cultural como motivación humana altruista. Por ello, en esta breve compilación de ensayos se da lugar a esta problemática diatriba desde diferentes puntos de vista, partiendo de distintas disciplinas liberales. En el apartado del arte, Francisco Calvo Serraller desgrana magistralmente la locución “ganarse la vida” enfrentando la expresión verbal en sus variadas acepciones y cotejando los matices de significado que ella implica dependiendo de la preposición escogida para formularla. El significado varía según se utilizan determinadas partículas; no es lo mismo decir “ganarse la vida con” que “ganarse la vida en”, o incluso “ganarse la vida del”. Sugerentísimo artículo por el que desfilan Plinio el Viejo, Luciano de Samósata, Leon Battista Alberti, Alberto Durero, Miguel Ángel, Tiziano, Velázquez…, y una plétora de autores a través de los cuales se levanta un edificio, el del oficio de artista y sus rudimentos. Calvo Serraller cuestiona de esa manera la necesidad de un público constituido como tal para que la liberalidad de las artes sea plena en todos los sentidos. Por otra parte destaca el capítulo de José-Carlos Mainer dedicado a la literatura y en el que habla directamente del oficio de escritor y el mercado literario. Nos dice oracularmente el autor: “En el mundo del placer estético, la Modernidad ha entronizado la exaltación de la sorpresa, de la novedad, e incluso el placer masoquista de la provocación y de la desorientación; durante siglos, e incluso hoy, el placer estético ha estado mucho más ligado a la satisfacción de la expectativa previa, al reconocimiento emocional de lo que se sabe y sobre lo que se vuelve”. Mainer hace un sucinto y atractivo recorrido por diversos casos históricos de gran calado, que van desde la Edad Media hasta Gabriele D’Annunzio o Pío Baroja. Asimismo en el apartado musical sobresale el epígrafe firmado por Juan José Carreras, que, con el ejemplo de Beethoven como horizonte primero y último, titula muy provocadora y atinadamente Ganarse la vida “por no hacer nada”, tomando como punto de partida la correspondencia multidireccional del compositor de Bonn. Cada disciplina artística está integrada por dos ensayos, por lo que en el apartado de arte, literatura y música les siguen las aportaciones de Alejandro Vergara, Antonio Gallego y Joan Oleza, respectivamente. En todos ellos encontrarán luz y reflexión, causa inequívoca que hace replantearnos la actualidad misma.
El filósofo Javier Gomá, a la sazón director de la Fundación Juan March desde 2003, se encarga de organizar la sucesión de capítulos y nos prologa el volumen tejiendo un formidable argumento en clave antropológico-filosófica de la eterna cuestión de la emancipación y la educación de los seres humanos para su ulterior conversión en ciudadanos sensibilizados, civilizados y comprometidos con la cultura y todas sus manifestaciones. Un ejemplar altamente recomendable dada la circunstancia en la que nos encontramos, óbice manifiesto de la falta de capacidad de gestión que en el mundo de la cultura siempre ha gobernado con menor o mayor incertidumbre. No nos queda, por tanto, más remedio que seguir pensando y repensando sin pudor alguno cómo subsistiremos los hombres de cultura en este mundo hipermaterializado donde al parecer, y no sin perplejidad, cada vez hay menos lugar para abrazar los productos humanos porque el consumo lo ha devastado casi todo.
 
 

Artículo publicado en la revista Culturamas (07.VI.2012)

REPENSAR EL PÍXEL. DESPUÉS DEL CINE

Ángel Quintana, Después del cine. Imagen y realidad en la era digital.
Barcelona, Acantilado, 212 p., 20 euros.
ISBN 9788415277484

Repensar el píxel después del cine

Por Mario S. Arsenal

 
Está claro que la imagen y el concepto derivado de la misma siempre han constituido un objeto complejo y delicado de reflexión, bien por sus inextricables implicaciones filosóficas o estéticas, bien por sus rasgos artísticos inherentes. Repensar acerca de la imagen y sus asociaciones valdría una generosa tesis universitaria o una vida entera por lo infinito de su definición en un terreno como el que nos ocupa, el de la modernidad más feroz y carente de compasión por el silencio o las pausas propias del pensamiento convencional. A través de cinco apartados, capítulos o epígrafes Ángel Quintana desgrana este concepto en un maravilloso ensayo (el que publica ahora la editorial Acantilado con el título de Después del cine. Imagen y realidad en la era digital) y consigue dinamizarlo por distintas corrientes de pensamiento y logrando adentrarnos de lleno en una problemática más que interesante. Entre sus páginas puede saborearse una escritura que soportaría cualquier análisis, al mismo tiempo que abre la mirada del espectador, no sólo la de los que frecuentan los museos, sino la del consumidor de cine, acercándole (acercándonos) a planteamientos aparentemente inasibles. Así trabaja desde hace un tiempo la Estética como disciplina y parece ser, esta nueva aproximación metodológica, la conductora suprema del texto de Quintana. Desfilan por entre esos capítulos, titulados en orden de aparición Cuerpos, Huellas, Simulacros, Documentos y Lugares, nombres de realizadores de la talla de Chaplin, Schoedsack y Cooper, Rossellini, Spielberg, Lynch o Kiarostami, con una intención más que encomiable de asociación multidisciplinar a la altura de muy pocos.
Así, cada epígrafe se enfoca desde una posición concreta (algo por lo que Otto Pächt se sentiría orgulloso) abordando distintos puntos de vista. Cuerpos bautiza este magnífico texto haciendo un análisis, si bien no exuberante de la obra de Chaplin, muy sugerente en cuanto a su producción, tan dispar y discontinua, como todos saben. Y es que quizás esa (sugerente) sea la palabra que acaso mejor defina el texto de manera global. Con una bibliografía revisada y de nuevo cuño, resultan muy útiles sobre todo las entradas francesas, con un considerable número de buenos documentos para acercarnos a dicha problemática y ponernos en la palestra de las discusiones que circundan alrededor de la imagen que más interés han suscitado.
En Huellas comienza examinando un texto de Vasari y termina gravitando sobre una propuesta de Didi-Huberman acerca de la reproducibilidad de la imagen y su legitimidad, tema tan manido como interesante, tan benjaminiano. Después en Simulacros, quizás el apartado más brillante de todo el texto, nos induce en última instancia a tomar partido en la disputa entre realidad y fantasía, entre documental y cinta de ficción. Y nos acompaña de la mano por terrenos aparentemente ya dados constriñéndonos a reflexionar una y otra vez sobre, por ejemplo, el valor oracular de un Steven Spielberg con su película Parque Jurásico, de 1993. Magistral sucesión de planteamientos.

Ángel Quintana lleva a cabo, en definitiva, una síntesis formidable de la situación actual del cine y siempre desde el cine, para después alumbrar, a través de otro tipo de discursos, nuevos planteamientos, nuevas apreciaciones. Si bien éstas exigen, como la misma modernidad, un cierto requerimiento por parte del lector, éste no se sentirá en nada desasosegado si posee cierta familiaridad con los arcanos del Séptimo Arte, es más, y aquí radica el valor de este texto: plantea más que concluye, lo que nos permite en todo momento maridar nuestra silenciosa aportación a medida que profundizamos en su lectura.
En el libro subyacen algunas ideas capitales. Antes ya lo hemos mencionado de pasada: la cuestión de la reproducibilidad de la imagen, Walter Benjamin preside el entramado. Pero también el antagonismo entre realidad y ficción de la representación en movimiento, los distintos conceptos de cómo culminar la imagen y su percepción, incluso los conflictos asociados a los distintos discursos antropológicos respecto del cine. Precisamente uno de los nudos de este ensayo pivota esencialmente sobre la distinción entre obtener una imagen y generar una imagen; la pugna resulta beligerante si la llevamos hasta su última expresión, cosa que hace Quintana sin el menor atisbo de pudor. Dicha oposición responde a muchos interrogantes, entre los que destaca la contienda entre toda imagen precedente y la imagen que hoy es caballo de batallas de toda manifestación visual: el píxel. El átomo imperceptible que, constituido en regla primera y última de nuestra cultura visiva contemporánea, determina la huella de nuestro pasado y nuestra herencia perceptual.
Quintana lucha asimismo por dilucidar si esa imagen novedosa es resultante de una nueva iconografía visual o si por el contrario responde a la ausencia de indicios del pasado. En palabras suyas: “Toda huella lleva implícito el trazo de una desaparición”. Esperemos que este magnífico libro, por el bien del autor y sus lectores, obtenga y genere las suyas.


Artículo publicado en la revista La República Cultural (07.V.2012)

LA POLÉMICA ENTRE PROGRESO Y REALIDAD

Jacobo Muñoz (ed.) 
“Melancolía y verdad. Invitación a la lectura de Th. W. Adorno”
Madrid, Biblioteca Nueva, 2012, 290 p., 20 euros.
ISBN 9788499402505
 
 

 

La polémica entre el progreso y la humanidad

Por Mario S. Arsenal

 
Theodor Ludwig Wiesengrund Adorno (1903-1969), filósofo ante todo, pero también sujeto activo, opinante y sensible a la sociología, la musicología o la psicología, fue un pensador en líneas generales sorprendente, despierto, deslumbrante y con una capacidad filosófico-analítica realmente extraordinaria que le ha encumbrado actualmente como uno de los autores de crucial reclamo para aproximarse a casi cualquier cuestión manifestación de la vida humana. 
 
La editorial Biblioteca Nueva presentó hace pocos meses este libro que recoge varios escritos en torno a la interpretación de la obra del filósofo alemán, pieza clave en el eje fundacional de la conocida Escuela de Frankfurt. El volumen compila una serie de conferencias pronunciadas en el año 2008 que fueron llevadas a cabo conjuntamente por el Instituto Alemán de Madrid, el Departamento de Filosofía IV de la Universidad Complutense de Madrid y la Fundación Xavier Salas.
Dicha escuela filosófica estaba integrada, entre otros, por personalidades de la talla de Max Horkheimer (1895-1973), Leo Lowental (1900-1993), Herbert Marcuse (1898-1979), Friedrich Pollock (1894-1970) o Erich Fromm (1900-1980). Todos ellos pusieron en práctica una metodología particular conocida con el nombre de Teoría Crítica, un planteamiento filosófico que tomaba como punto de partida la influencia teórica de Marx, Freud, varios aspectos de Hegel y sobre todo Walter Benjamin. A partir del dolor al que están expuestos los individuos frente a la irracionalidad y el inhumanismo, dicha teoría es esencialmente consecuencia de la vivencia de la nueva barbarie materializada en los campos de concentración de Auschwitz (1940-1945), y, como el propio Adorno pretendía, destinada a ayudar al hombre moderno a evitar que tan terrible episodio se repitiese.
Integrado en el Institut für Sozialforschung, centro fundado durante la República de Weimar, cerrado en 1933 y reabierto después de 1950, Adorno fue un personaje ajeno a la etiqueta fácil, huidizo de las generalidades: inclasificable, si se quiere. Detestó el determinismo subjetivista (psicologista) y cifró, en palabras de Jacobo Muñoz, “lo esencial de esta tarea en el empeño de sacar a la luz la interdependencia entre el contenido objetivo de la obra –de toda obra– y su lugar histórico”. A través de dicho instituto, la pretensión era desarrollar una reflexión en la que el análisis social se conjugase en la elaboración de un diagnóstico del presente; empeños por otra parte en los que la Teoría Crítica –no nos olvidemos de Walter Benjamin– demostraría ser la máxima valedora. Y todo ello a pesar de que ésta última fue amplificando y certificando la dificultad añadida de la imposibilidad en el mundo moderno de encarnar dicha reconciliación de los individuos entre sí. Los teóricos críticos formulaban, procedente de Hegel, la idea de que en las sociedades modernas –por definición, escindidas– los valores de autonomía y solidaridad ya se encuentran presentes. Esta misma convicción fue la que Adorno asumió como irrenunciable, y la que le permitió mantener vivas las expectativas esperanzadoras como idea regulativa de su programa.
Desde este punto básico Adorno desarrolló una profunda crítica del optimismo metafísico en sus diversas variantes, es decir, cuestionó aquellos valores que suponían el progreso en palabras mayúsculas sometiendo a análisis la resolución de lo negativo como el verdadero resultado de la historia universal (Hegel). Asimiló, como Benjamin, el camino de la historia como un proceso que minimiza el sufrimiento humano, sobre todo el de las víctimas. Fue siempre, nos dice Muñoz, fiel a la contundencia benjaminiana, como bien puede comprobarse en el comentario que Benjamin hiciera del Angelus Novus de Paul Klee, esa suerte de encarnación de la mirada del ángel de la historia.
Adorno volvería más tarde sobre el sentido de progreso señalando que el problema no radica en el progreso en sí, sino en la confusión entre éste y la humanidad. El encuentro con Benjamin y el repudio de todo optimismo metafísico han de interpretarse no obstante en unas coordenadas históricas concretas, éstas son, las del ascenso de los fascismos en Alemania e Italia, las dos grandes guerras, la subsiguiente desaparición de un número escandaloso de personas, la evolución de la revolución soviética hacia el sistema estalinista, la creciente manipulación de las conciencias por los medios de comunicación de masas y, en general, la industria cultural. Lo que a priori podría constituir un engranaje de conflicto pasado de tiempo o moda, desgraciadamente vuelve a repetirse en el presente, de ahí la profunda y enorme actualidad de la obra de Adorno incluso hoy.
A lo largo de esta compilación podemos degustar también otros capítulos dedicados a la filosofía moral de Adorno, al maridaje entre sujeto y naturaleza en su obra, a la crítica política, al antisemitismo, así como al derecho, a la ontología o a la estética. Para clausurar dicho volumen, a modo de apéndice, se recoge un capítulo inmensamente interesante firmado por José Luis López de Lizaga que versa sobre la recepción de Adorno en nuestro país, con un análisis útil y profundo de toda la bibliografía aparecida en torno a la figura de este magnífico pensador. Este “escritor entre funcionarios”, tal y como lo definió Jürgen Habermas en 1963 (a la sazón integrante de la Escuela de Frankfurt pero perteneciente a su segunda generación), de pensamiento totalizador que pretendió abrazar la inmensa humanidad, arrastró en condición de testigo la angustia de un momento histórico crucial para entender la modernidad, hizo suyo el señuelo del malestar en la cultura y la vida, y dedicó todo su afán a hacernos ver y comprender que la historia no necesariamente ha de repetirse en los mismos términos de denigración del individuo. En definitiva, una obra, que tal y cómo indica el subtítulo, nos invita a leer con paciencia y meditación a uno de los más comprometidos y arraigados pensadores de la cultura occidental.
 

 

Artículo publicado en la revista Culturamas (26.IV.2012)

El espíritu de Henri Bergson

Hubo un tiempo en el que la Filosofía y sus filósofos abogaron y defendieron la autonomía de ésta frente a la Ciencia, ya que respondía a distintos mecanismos, diferentes métodos. La reacción frente a la tendencia positivista fue la característica más clara y radical del espiritualismo, que buscaba reafirmar la irreductibilidad del ser humano ante la naturaleza. Encontrar esos valores, estéticos o mentales, tales como la libertad o la finalidad de la totalidad de los actos y el hallazgo de los caminos, supuso el esfuerzo por encontrar en el hombre la independencia del espíritu, la conciencia o la reflexión.
Henri-Louis Bergson (1859-1941) representó muy bien ese tiempo al radicalizar en parte su postura filosófica frente a los sistemas racionalistas. Influido poderosamente en su período juvenil de formación por la obra de John Stuart Mill, Herbert Spencer o Charles Darwin, la obra magnífica de este gran filósofo francés, ganador del Nobel de Literatura en 1927 (entregado un año más tarde), no especialmente amplia a decir verdad, rebosa calidad y precisión expositiva. Basta ojear cualquier ensayo (La risa, Materia y memoria, La energía espiritual, La evolución creadora, etc.) para advertir de golpe y porrazo que se trata de un filósofo de primera magnitud, tanto por sus planteamientos como por su temática.
Resulta conmovedor por tanto que la editorial Siruela haya editado algunos ensayos de este formidable pensador en formato reducido, de lectura rápida y muy manejable, lo que nos permite degustarlo en cualquier situación imprevista. En él se recogen varios ensayos dedicados esencialmente a la filosofía, la estética y la metafísica: extractos de una especie de actas que fueron redactadas y recopiladas por sus propios alumnos con motivo de unos cursos que impartió en el Lycée Henri IV de París y en Clermont-Ferrand (Auvernia). Este autor de impronta decimonónica encarnó, como decíamos, la reacción frente al positivismo valiéndose de esa nueva tendencia que maridaba espiritualidad y vitalismo. En este pequeño libelo se nos pone de manifiesto su considerable crítica a Kant y al grueso de su ideario estético para luego dar paso suavemente a las nociones sobre la belleza y la estética en general, terminando por exponer su consideración respecto del arte y de las formas sensibles de creación.
Bergson postulaba la existencia en el hombre de dos realidades, el espíritu y la materia. Consideraba que el espíritu es un ente individualizado e independiente. Los fenómenos asimismo no deberían ser tratados como factores exteriores; la vida interior no puede medirse con el mismo reloj de los contratiempos externos, sino que posee sus propios ritmos, sus propios tiempos. En esta misma línea, se opuso igualmente al determinismo físico y psicológico, lo que nos permitirá comprender, como es natural, por qué la idea de libertad se alzó como uno de los ejes centrales de su producción filosófica, ya que, en opinión del filósofo, dicho determinismo causal no existe ni en el mundo físico o material.
Un librito por tanto que recomendamos encarecidamente, tanto por la amabilidad de su lectura como por su efectividad argumentativa. Leer a Bergson quizás nos aleje un tanto de esta trepidante modernidad; posiblemente sus sistemas y patrones de pensamiento estén ya superados; con casi total seguridad sus postulados están descontextualizados de nuestra actualidad; todo ello es posible. Pero únicamente por la claridad enunciativa, ese don que todo genio de la comunicación posee, el libro se nos antoja imprescindible. Invita a reflexionar y lo hace de un modo desprendido y dinámico. No olvidemos que Henri Bergson recibía en todas sus conferencias a una cantidad abrumadora de personas de todo tipo, condición, edad o formación; fue una especie de fenómeno él mismo, también alimentado por quienes le consideraron una especie de místico nutrido en las postrimerías del siglo XIX y, por ello, un singular filósofo heterodoxo del siglo XX que mientras el mundo enunciaba sus tesis destructivamente tremendistas él pronunciaba incansablemente la palabra espíritu. Sin ninguna duda, una lección magistral.

 

 

Henri Bergson, Lecciones de estética y metafísica, Madrid, Ed. Siruela, 2012, 168 pp.

‘Henri Bergson. Una lección magistral’, publicado en la revista Culturamas (16.V.2012)

Paul Gauguin el terrible

Para hablar de un hombre tan tremendo como Paul Gauguin sería necesario, cuando menos, tener cierta precaución y abordar con actitud comedida la amplitud de su pensamiento. Claro que no tratamos sólo del hombre como individuo, sino también como artista, cuestión indisoluble de su personalidad y que no nos facilita de ningún modo cualquier exégesis sobre su vida u obra. Por eso ahora la editorial Nortesur nos obsequia con la traducción de una obra tardía autobiográfica con el título de Antes y Después, un texto reivindicativo del propio artista al que añadir o puntuar algo se antojaría casi un acto de impertinente vanidad. En este sentido, y en esta precisa ocasión, la edición viene seguida de un iluminador ensayo de Manuel Vázquez Montalbán sobre el pintor, Gauguin. La larga huida.
Entre las muchas consideraciones que se tratan en este libro, una de ellas, la más importante y la que sirve de eje vertebrador de prácticamente toda su vida, es el rol contracultural que Gauguin asumió desde sus propios inicios, armado con una mente lúcida y unas ideas extraordinariamente firmes. De esa manera el pintor pudo encarnar la regresión a un humanismo sesgado que le valdría la otredad de sus contemporáneos convirtiéndose en un personaje ajeno a toda generalidad.
Desfilan por entre sus páginas el Gauguin pintor, el Gauguin persona, el Gauguin paternal que tantas controversias generaría, el Gauguin pensador y el Gauguin escritor. Una figura polimorfa y poliédrica que vería su consumación, primero en pintura como adalid de la vanguardia de su tiempo y más tarde como vigoroso paradigma de la rebeldía y la incontinencia. Un ser terrible en todas sus acepciones.
Vivió 51 años, edad nada desdeñable para la esperanza de vida de su tiempo aunque a nosotros pueda resultarnos prematura. Como padre de familia fue considerado un desagradecido y un traidor por su marcha repentina a la Polinesia; sin embargo, se equivocan los que piensan que separó de su vida a su esposa y a sus cinco hijos sin dolor. “Vivió pendiente de ellos, a distancia, se preocupó por su bienestar, pasando por encima del rechazo de la familia de Mette que veía en Gauguin a un extravagante sureño con la cabeza de chorlito”, dice Vázquez Montalbán. Controversia abierta. Lo cierto es que de su etapa de burgués estable arrastraría una tendencia depresiva cada vez que sus finanzas flaqueaban. Más tarde las prematuras muertes de dos de sus hijos, Aline y Clovis, acabarían por hundirle moral y físicamente, lo que le llevó continuamente al autoengaño sobre la posibilidad de reemprender una vida estable junto a su familia.
Uno de los aspectos más interesantes de este testimonio escrito es la latente oposición de Gauguin a todo sistema establecido, lo que le valió a la postre, entre lo mejor avenido, los adjetivos de rebelde, pendenciero, ególatra o instrumentalizador. Frecuentó los más célebres cafés parisinos como la Brasserie Andler, el Voltaire, el Varenne o el Nouvel Athènes; allí se nutrió de tertulias literarias que versaban sobre la producción postbaudeleriana conducidas por los críticos del arte de vanguardia, que allí eran fácilmente accesibles. Así vemos cómo algunos le aplicaron la etiqueta política de “anarquista de derechas” o le situaron, como lo hizo Hauser, en una bohemia decadente hija de Baudelaire, fugitiva a través del viaje por el viaje, signo inequívoco de inadaptabilidad social. Por tanto, ¿quiere decir que hallamos en este artista de genio un revulsivo baudeleriano? Porque el mismo pintor no lo declara en este escrito de manera directa, pero pudo ser que Vázquez Montalbán quisiera insinuar algo parecido.
Por ello, es inevitable no volver a la primera consideración de la personalidad de este Gauguin terrible, terriblemente inconformista, prófugo de la inmovilidad y el estatismo, ángel caído de los cielos de la pintura. El uso de la libertad en Gauguin se materializó en tres conceptos: abstracción, simbolismo e impresionismo. Ese impresionismo fue entendido por él mismo no como venía siendo habitual, sino como una complicidad con el espectador, algo novedoso y revolucionario. Algo casi de locos. Pero como escribiera el psicoanalista Jung tiempo después, y parece que a la medida de Gauguin: “Al crecer el conocimiento científico, nuestro mundo se ha ido deshumanizando”. Jung no pudo definir mejor, sin ser consciente, la sensación paralela del pintor ante el hecho artístico. Y en este sentido, tal y como escribiera el polémico escritor Ernest Renan: “Quién sabe si la verdad no es triste”. En aras de dilucidar estas y otras cuestiones, nos enfrentamos a un texto realmente sincero y mágico, tan crudo como noble y, sobre todo, testimonio vivo de las consecuencias terribles que puede ocasionar llevar los ideales hasta su última expresión. Y ya para terminar y certificar ese carácter incorregible –a decir verdad no era necesario corregirlo, eso lo entendió rápido– basten sus mismas palabras escritas desde las Marquesas en 1903, tres meses antes de morir: “Ya es hora de que cese toda palabrería […] Además del arte puro, hay de todas formas, dada la riqueza de la inteligencia humana y de todas sus facultades, muchas cosas que decir, y hay que decirlas. La crítica no podrá impedir que lo escriba, aún siendo infame.”

 

Paul Gauguin, Antes y Después (seguido de Gauguin. La larga huida, de Manuel Vázquez Montalbán), Barcelona, Nortesur, 2012, 254 p., 18 euros.

 ‘Paul Gauguin. Un ser terrible’, publicado en la revista Culturamas (19.V.2012)