El «Rinoceronte» de Durero /// John Burnside (2002)

ESTA es la bestia que concibe: triste

y peligrosa, y tan distinta de sí misma

que le añade armadura y otro cuerno

para hacerla creíble.

Criatura que conoce de oídas,

vacila al borde mismo de la geometría

o evoca El caballero, la muerte o el diablo;

durero-1513

y ser preciso es menos de lo que pretendió

al tomar pluma y tinta, nombrar las partes

y esbozar sombras deliberadas en el cráneo

y vientre, como las grietas de oscuridad

en el plumaje de las alas de un ángel.

rinoceronte-durero-1515

No llegó a conocer la bestia de primera mano

sino que la ensayó a partir de un apunte

o el recuerdo borroso de un tercero;

y aunque sin duda oyera que el barco donde navegaba

había zozobrado, no pensó en dibujar

su pausada caída en el agua asfixiante,

alzando la cabeza para entrever la luz salvaje

de la creación divina, encerrada entre cielo y sal.

 

[THIS is the beast he imagines: sad/and dangerous, and so unlike itself/he gives it armour and an extra horn/to make it real./A hearsay animal,/it wavers at the edge of geometry/or recollects his own Death and the Knight;/and accurate is less than what he meant/by taking pen and ink, naming the parts,/and hatching deliberate shadows on the skull/and belly, like thedarkness in the gaps/between the feathers of an angel’s wing./He never saw the creature for himself/but drew it from a sketch, or someone’s/hazy recollection of the thing;/and though he must have heard the ship capsized/bringing it home, he never thought to draw/the slow fall trhrough the water as it drowned,/craning its head to glimpse the savage light/of God’s creation, locked in salt and sky.]

 

Cit. John Burnside, Conjeturas y esperanzas (Antología 1988-2008), trad. Jordi Doce, Valencia, Pre-Textos, 2012, pp. 304-305.

Imágenes: Alberto Durero, El caballero, la muerte y el diablo (1513) y Rinoceronte (1515), ambas tomadas de la exposición «Durero grabador. Del Gótico al Renacimiento» (Madrid, Biblioteca Nacional de España, 6 febrero-5 mayo 2013).

William Blake en el Paseo del Prado

William Blake (1757-1827). Visiones en el arte británico

CaixaForum Madrid, hasta el 21 de octubre de 2012

Por Mario S. Arsenal

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Probablemente estemos hablando de la propuesta más interesante que el seco y caluroso período estival madrileño pueda ofrecernos, pero sin duda también la más excitante. Hay matices, quizás menos de los que debiera; sin embargo, los habituales dada la envergadura del tema. Mientras a unos pocos metros se debaten por la supremacía museística un terrenal y empático Edward Hopper, cantor de la quietud y la soledad contemporáneas, y un siempre divino y delicioso Rafael en el templo histórico del arte español por excelencia, el CaixaForum, ese edificio inquietante y multicapilar, expone la obra de un –nunca mejor dicho– fantástico William Blake. Pero, primer matiz: su nombre y el adjetivo han de ir en mayúsculas.

 
Decía su comisaria, Alison Smith, conservadora de Arte Británico hasta 1900 de la Tate Britain de Londres, que la figura de William Blake supone uno de los baluartes de la cultura británica. Nosotros nos preguntamos en qué sentido, pues Blake fue un convencido antimonárquico que luchó contra todo lo institucional desde sus primeros pasos como pocas veces se ha visto en la historia. Asimismo fue defensor a ultranza de la causa norteamericana, para la cual fue un admirado portavoz y en la que sintió acaso los ecos de las primeras voces proféticas como así lo testimonia su America: a Prophecy, aparecido en 1793 en plena vorágine política.
 
Conclusiones propagandísticas a un lado, la figura de William Blake, seamos sinceros y sobre todo honestos, jamás ha calado dentro de ningún sistema, ni nacional ni cultural. Pero la respuesta es sencilla, casi pueril. Él tuvo su propio sistema. Segundo matiz. Y la cosa es harta sabida por todos: un hombre que enarbolaba la bandera de la sensualidad y que a la vez deseaba llegar al origen del fundamento religioso a la manera de mentes lúcidas como Tomás Moro o el propio Erasmo, era algo esencialmente intolerable por los guardianes vigías de la moral establecida de su tiempo y no sólo. Detestaba naturalmente a los científicos por epitomizar la razón y llegó a pagar el precio más alto por someter su persona a sus ideas. “Un loco”, decían las voces asistentes a la única exposición del pintor, celebrada en el barrio londinense de su Soho natal en 1809. “¡Qué locura!”, bramaban algunos. Y David Wilkie, el joven contrincante de un todavía desconocido William Turner, apostillaba: “Verdaderamente no entiendo en absoluto su método de pintar; sus diseños son grandiosos, el efecto y el colorido naturales, pero su ejecución es lo más abominable que nunca he visto y algunas partes de sus cuadros no pueden descifrarse de ninguna manera, y aunque sus cuadros no son grandes, tiene uno que ponerse al otro extremo de la habitación para que resulten agradables a la vista”. Como puede comprobarse en tres exiguas pinceladas, con Blake operó esa trillada fórmula del tiempo, la misma que arrebata el presente a los hombres de genio para colocar en sus espaldas la posteridad preclara e incontestable. Aunque bien es verdad, la dicha de Blake no se alojó en su espalda –equiparable por otra parte a la de Platón, sin ninguna duda–, sino en sus palabras. Por eso la muestra madrileña escarba en el reducto figurativo de este híbrido poeta que todo lo quiso abrazar y que a todas partes llegó; una muestra que, dejando a un lado la excelencia de la obra gráfica y pictórica de Blake, deja varios sinsabores. Y de nuevo hemos de matizar.

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Es evidente que en esta muestra se ha convenido representar su periplo artístico en toda su amplitud y complejidad, quizás de manera demasiado general, pero –y esto es cierto– a veces con mucho acierto, como es el caso de los mini-grabados que hiciera para las Églogas de Virgilio que mencionar como delicias casi supondría un eufemismo, y que posiblemente no volvamos a ver muchas más veces en España. Luego por otra parte se esconden las lagunas que cabría esperar en la exposición de un artista de esta talla, a pesar de ser un grito a voces que la obra de Blake es mayoritariamente de fácil acceso, siempre en instituciones públicas y con escasas piezas en manos de particulares. Se echan en falta, amén de la edición del correspondiente catálogo de la muestra (con mucho, la mayor carencia), la serie de grabados que ilustraban la Odisea homérica, o, como cosa anecdótica pero de una potencia extrema, la serie del Dragón Rojo, el inefable Nabucodonosor o el archiconocido Anciano de los días, identificado según la mitología blakeana con Urizen. También falta alguna ilustración extraída de Cantos de Inocencia o Cantos de Experiencia, o del sublime Matrimonio entre el Cielo y el Infierno, obras éstas en las que se podría haber comprobado de primera mano la huella de ese artista total que fue William Blake, en las que caligrafía, imagen y símbolo son convocadas en absoluta armonía. Ahora bien, después de las ausencias queda corroborar que hay pasajes verdaderamente encomiables. La primera etapa, de aprendizaje y aproximación a los rudimentos de la forma, siempre la más peliaguda, puede resumirse en la magistral acuarela Oberón, Titania y Puck con hadas danzando, de hacia 1786. Entretanto, la estrecha colaboración con uno de sus protectores, John Linnell, dio a luz algunas de las obras más paradigmáticas de Blake, como las ilustraciones para la Divina Comedia de Dante o el Libro de Job, obras que sirvieron de puente para conectar su impronta con la de generaciones posteriores. Aparecen representadas también las obras en las que Blake ensayó nuevas técnicas en el arte del grabado y su coqueteo con el temple, con resultados no tan preciosos quizás, pero cargados de una simbología extraordinaria que bien merecerían un espacio propio dentro de la historia del arte.
 
En su vida confluyeron distintos terrenos que fueron por sistema indivisibles. La literatura nunca fue independiente del grabado, porque para él la vida y el arte eran una misma cosa. Y eso es probablemente de lo que adolece esta muestra. Es muy difícil analizar esa cuestión de manera pormenorizada, pero sería justo tenerlo en cuenta. Puede decirse que desde 1818 hasta 1822 la labor poética de Blake sufre un receso, reduciéndose prácticamente a Laocoonte, un libro de aforismos probablemente escrito en 1820, y El Fantasma de Abel, sin olvidarnos de Las Puertas del Paraíso. Son esos últimos años en los que da a conocer, por ejemplo, el programa de 102 acuarelas para ilustrar la celebérrima obra de Dante, de las cuales termina sólo siete (todas representadas en la muestra). Sin embargo la cosa no queda ahí, pues han venido obras de los afamados y mal conocidos prerrafaelitas intentando conectar su labor con la del propio maestro, a la vez que se ha querido reflejar su presencia en el no tan estrecho grupo de Los Antiguos. Salvando una pequeña obra de Rossetti y el Sísifo en temple de Burne-Jones, la selección no ha sido acertada a nuestro parecer, a excepción de los vibrantes y deslumbrantes cuadros, antecedentes del Simbolismo, de Watts. Otra cosa son las citas ineludibles al arte de Miguel Ángel y de corte helenístico siempre presentes en su obra, punto clave para poder aproximarnos al artista de manera certera. Y es que en Blake –y probablemente esto sea la justificación de las palabras de Alison Smith mencionadas al principio – se reconcentra el pasado artístico de la historia que es reinterpretado magistralmente, siendo a su vez el repositorio de toda una genealogía de héroes quiméricos que han nutrido los imaginarios simbolista y surrealista, y las corrientes expresionistas de las primeras vanguardias del siglo XX, hasta llegar a la reapropiación iconográfica de la miscelánea fantástica que existe entre las megaproducciones de Hollywood y otros productos masivos de la cultura mediática contemporánea.
 
Con todo, habiendo hecho casi todas las matizaciones, les invitamos personalmente a que contemplen esta magnífica exposición las veces que sean pertinentes. Y a poder ser con conocimiento expreso de la mitología blakeana, con un libro en la mano si es preciso; así posiblemente extraigan de ella un arco iris de nuevas sensaciones con las que, como dijo el visionario poeta, quién sabe si podrán “Ver el mundo en un grano de arena / Y el cielo en una flor silvestre, / Tener el infinito en la palma de la mano / Y la eternidad en una hora.

Artículo publicado en la revista Culturamas (13.VII.2012)

Un álbum dadá /// Hannah Höch

Para el arte del collage es imprescindible el don de hallar imágenes nuevas en las ya existentes. Tomando este eje como punto de partida, la editorial barcelonesa Gustavo Gili nos obsequia con la reedición del Álbum ilustrado de Hannah Höch (1889-1978). Un engendro que bebe mucho de esa fuente creativa de la entonces nueva expresión gráfica de la modernidad más vertiginosa, esa fuente de donde parece emanar la comunión de todos los elementos de la realidad cotidiana para transmutarlos en objetos artísticos. 

Confeccionado en 1945, poco después de la Segunda Guerra Mundial, a este libro Hannah Höch le añadió distintos materiales, como fibras de colores, al no poder reconstruir gráficamente los mismos como hubiera querido debido a que los sistemas de impresión a color, por la época, eran precarios o inexistentes. Sus montajes se caracterizan por la inserción dura y radical de los perfiles, líneas de corte deliberadamente forzadas que, sin embargo, las fibras consiguen atenuar e incluso en ocasiones enmascarar. En el Álbum ilustrado desfila un mundo fantástico compuesto por seres animales extraordinarios vestidos con los más peculiares aspectos, un cosmos fantástico plagado de exotismo, colorismo y vivacidad. A este fabuloso imaginario le acompaña un corpus de breves e ingeniosas rimas que la propia Höch ideó; sugieren historias que recuerdan a la obra de Ringelnatz o Morgenstern, y, sin embargo, supo darles nombres propios a sus singulares protagonistas, inventados, tales como Insatisfecto, Doña Prisas, Hombregrís o Santavolanta. Es en definitiva, la recreación de un sueño especial desarrollado en un jardín por el que uno va topándose con seres hibridados de mil formas distintas, en ocasiones irreconocibles, a veces maravillosos, rodeados de una flora y una fauna complementaria que remite a la tradición de los cuentos de hadas.

 

Hannah Höch, mujer artista formada en Berlín en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial, conoció de primera mano a artistas dispares gracias a la mediación de Raoul Hausmann, con quien mantuvo una fructífera relación de siete años. De ese modo, conoció Der Sturm (de Herwarth Waldens), a los futuristas, tuvo cierta relación con el círculo de Franz Jung (Georg Schrimpf, Maria Uhden, Richard Öhring), y desde allí entró en el movimiento dadaísta, en esa facción que utilizó el fotomontaje como elemento vehicular de expresión. Como ella misma cuenta, el movimiento Dadá en Berlín había adoptado una postura más político-nihilista que en el resto de lugares de toda Europa y Norteamérica; incluso la burguesía intelectual aprovechó cada uno de los provocativos envites del movimiento como válvulas de escape. Comenzó el dadaísmo, y con él las veladas artísticas, las matinés y las exposiciones, eventos que alarmaron a la prensa. Corría el año 1918 y Europa parecía liberarse del yugo de la guerra. Desde 1919 y hasta 1933 Hannah Höch participó en multitud de eventos y exposiciones; de hecho fue una persona de gran presencia intelectual en su círculo de amigos, literatos y artistas. Todo pareció dar un giro salvaje cuando Hitler llamó a las hordas nacionalsocialistas y se apoderó de lo poco que de humanidad quedaba. Ella también se hizo eco de esta situación y en un artículo de 1958 su voz sonaba así de estruendosa: “Para mí sólo cabía una salida: salvar los restos de una época creativa, mi trabajo y lo que quedaba de una biblioteca contemporánea […] Continúo trabajando con tenacidad y no puedo estar sino agradecida de tener un jardín en el que crecen muchas, muchas flores”.

 

Hannah Höch, Álbum ilustrado, Barcelona, Gustavo Gili, 2012.
Artículo publicado en la revista Culturamas (23 abril 2012)