
Fuente: En un Mundo de Palabras
El Cristo miró el templo
que como un diamante recogía
la dura luz de su mirada.
Vio el templo construido
para que todo lo escrito se cumpliese
y no para durar más que el sueño de un hombre.
Detrás del velo estaba el rostro
ya usado del Dios.
Y el Cristo calculó suavemente sus palabras sabiendo
que formarían parte de su condenación.
Yo puedo -dijo- destruir este templo
y en tres días alzarlo.
El templo se vación de pronto en su mirada,
bogó como una nave loca en el crepúsculo,
cayó de sí mismo a un tiempo
que los sacrificadores ignoraban
y el ritual no había
contado en sus inútiles compases.
Quebrantado gimió en sus óseos cimientos
y se llenó de rosas de papel marchito,
de arañados lagartos,
de vengativas sombras.
La blasfemia amarilla
recorrió los oídos de los sordos de piedra.
Y el Cristo, hijo del hombre,
el destructor de templos
(pues ya no quedaría piedra
sobre piedra y sólo el tiempo
de destruir engendra)
levantó su morada en la palabra
que no puede morir.

Fuente: Hoyesarte
José Ángel Valente, Poesía completa, Madrid, Galaxia Gutenberg, 2014, pp. 300-301.