Hay un canto dentro de mí /// Giovanni Papini (1915)

Hay un canto dentro de mí que no podrá salir nunca de mi boca —que mi mano no sabrá escribir en ningún trozo de papel.

Hay un canto dentro de mí que sólo yo tengo que escuchar —que solamente yo debo sufrir y soportar.

Hay un canto encerrado en mis venas como los adagios celestiales en los tubos de plata de los órganos —hay un canto que no florecerá como la raíz del lirio sepultada bajo la tierra.

Hay un canto dentro de mí que permanecerá siempre dentro de mí.

Si este canto saliese de mi corazón, destrozaría mi corazón.

Si este canto se escribiese con mi mano, ninguna otra palabra podría escribir con mi mano.

Este canto sólo será dicho en la última hora de mi vida; este canto será el comienzo de una feliz agonía.

Hay un canto dentro de mí que no puede salir porque aún no han sido creadas las palabras necesarias.

Un canto sin medida y sin tiempo; sin ritmo y sin leyes.

Un canto que no puede embellecerse de ningún modo y que destrozaría cualquier lenguaje.

Un canto que nadie podría escuchar sin que su alma se desconcertase por la sorpresa y repintada por otro sol.

Un canto más respirado que dicho, más presentido que manifiesto: sonido de luces, rayo de acordes.

Un canto que no desea ninguna música porque sería más melodioso que cualquier instrumento conocido.

Dentro de mi corazón, que de tan grande a veces contiene el universo, este canto es tan grande que implica un enorme esfuerzo. En los minutos más angustiosos de mi vida este canto querría derramarse de mi corazón, tan estrecho como el llanto de los ojos de quien se llora a sí mismo. Pero lo empujo y lo devoro porque, junto a él, la sangre de mi corazón se derramaría con la misma furia voluptuosa. Lo encierro en mí mismo porque todavía no quiero morir.

Soy la víctima dócil de este canto divino y homicida. Tengo que serrarme el corazón como la puerta de una cárcel y sofocar sus golpes sobrehumanos como tantos remordimientos. Y ser, con toda mi ternura, el feroz al que no se arriman los débiles.

Porque mi canto sería un aterrador canto de amor y este amor abrasaría todo aquello que toca.

El amor que sólo calienta es tibio, pero el verdadero amor, en el mismo suspiro, besa y destruye.

Este amor, de tan fogoso deseo, sería tan esplendoroso que, ese día, la tierra iluminaría el sol y la medianoche sería más ardiente que la tarde más incendiada.

Pero yo no cantaré este canto maravilloso que mi miedo reniega y que hace temblar mi debilidad.

No cantaré este canto porque nadie podría sostener la infinita, la desgarradora, la dolorosa dulzura.

Giovanni Papini, Cento pagine di poesia, Florencia, Libreria della Voce, 1915.

Trad. Mario Colleoni

«Poesías en Casarsa» (2022) /// CITTÀ PASOLINI

El 14 de julio de 1942 Pasolini publica en la Librería Anticuaria Mario Landi de Bolonia la colección Poesie a Casarsa. Ochenta años después, en el año en que se celebra el centenario del nacimiento del poeta, esta obra ha sido traducida al español por primera vez y publicada por la editora Somos Libros. Hablamos de ello con Mario Colleoni, autor de la traducción:

– En primer lugar, ¿cuál ha sido su experiencia al acercarse así a la obra poética pasoliniana?

Abordar un libro como Poesie a Casarsa parecía algo aparentemente sencillo, pero al final resultó ser, como sucede con casi toda la obra de Pasolini, un regalo envenenado. Ha sido un desafío porque detrás de las palabras hay un sentido lírico muy profundo de las imágenes. Yo ya tenía el convencimiento, pero traducir este libro ha sido la prueba más rotunda de que lo más complejo que hay en esta vida asume siempre una forma conmovedoramente sencilla.

– En segundo lugar, ¿por qué cree que el primer libro de poemas de Pasolini ha sido olvidado por los traductores españoles hasta ahora?

Por una razón muy sencilla: el mercado lo ha usado como moneda de cambio, ha explotado los episodios más escandalosos de su vida, ha exprimido su enfrentamiento con el PCI, con el Vaticano, las sospechas sexuales, los procesos judiciales, el morbo de su asesinato, etc. Pero nadie lo ha llamado por su nombre, es decir, nadie ha querido (o necesitado) dar a conocer quién era y, por tanto, ni ha sido escuchado, ni leído ni estudiado. Que Poesie a Casarsa no haya sido traducido en España hasta ahora, ochenta años después, es sólo el reflejo de cómo nuestro mundo puede convertir un verdadero ejemplo en un mero souvenir.

– La obra es inmediatamente localizada y reseñada por Gianfranco Contini, que consagra al Pasolini poeta, destacando en particularmente el uso del dialecto, un friulano que inventa su propia koinè poética, nacida de la necesidad de escribir una lengua que hasta entonces sólo era hablada. ¿Cómo aborda un español la traducción de una lengua como el friulano de Poesías en Casarsa?

Desde el respeto, la admiración y el amor hacia una persona en la que había una idea del mundo más humana y más compasiva de lo que ha sido nunca. Para mí Pasolini es un ejemplo, aunque también una condena. Hay que tener precaución en el modo en el que uno lo aborda, porque si te acercas mucho puede arruinarte la vida. A mí, personalmente, esta forma de enfrentarme a él me ha costado un precio, pero por ello he aprendido algo importantísimo: por las heridas uno comprende el valor de las cosas. Abordarlo desde el dialecto, que yo desconocía, me ha hecho comprender su visión del mundo, y me ha ayudado a comprenderme a mí mismo y a las personas que amo.

– Pasolini afirmó que el fascismo no toleraba el dialecto. De hecho, en Primo piano, donde fue entrevistado por Carlo di Carlo (1968), Pasolini dice que Poesie a Casarsa representa un primer signo de oposición al poder fascista y el consiguiente intento de valorizar el dialecto, en una sociedad que se opone al uso de las lenguas bárbaras como propias de las masas rurales y en la que la izquierda también prefiere el uso de la lengua italiana. ¿Piensa usted que esta actitud de Pasolini tiene conexión con otras obras suyas, por ejemplo con los ensayos o el cine?

Con los ensayos no tanto, o no directamente, porque estaba constreñido a servirse del italiano para hacer entender al resto de la sociedad la pertinencia (y las razones) de conservar el dialecto, pero con el cine había una relación directa (y en parte también poética) en la que no dejó de insistir. Il Decameron (1970), por poner un ejemplo, se rueda completamente en dialecto napolitano.

– En 1954 Pasolini retoma esta obra y añade otras secciones tan relevantes como El Testament Coràn (1947-52). Hablamos de la colección La nuova gioventù donde se destacan dos momentos de la poética friulana del autor. ¿Ha encontrado muchas diferencias entre los componentes de los años cuarenta y los de los años cincuenta?

Sí, hay diferencias sustanciales en ciertas imágenes, y algunas las hago notar en la edición para que el lector sea consciente de ellas, pero los cambios son esencialmente de carácter prosódico, él mismo lo dice, y se ve con claridad sobre todo en el uso de los acentos, las diptongaciones y, en general, en la puntuación de todo el libro.

La nuova gioventù, última colección de los poemas friulanos de Pasolini, sale en Einaudi el 17 de mayo de 1975. El volumen, que tiene en la portada una foto juvenil de Pasolini, está compuesto por tres secciones. La segunda recoge treinta y siete textos que reescriben en negativo la poesía friulana de la juventud, incluso con coloridas remodelaciones orientadas al sentido de la pérdida y el duelo. ¿Qué importancia tienen estos poemas para entender al Pasolini de los años setenta y director de Salò?

Si La nuova gioventù es un libro fundamental para comprender la deriva existencial del poeta en sus últimos años, Poesie a Casarsa es la clave de bóveda sin la cual no puede comprenderse ni su vida ni su obra. Esa imagen de Casarsa será la que el poeta proyectará en el subproletariado romano, en las heroínas de sus películas; incluso en en los conflictos de todos los relatos subyace esa categoría estética que se dio en llamar «cinema di poesia», que también proviene de esa visión idealizada (pero real) de Casarsa. Es decir, hablamos de un libro —Poesie a Casarsa— que asentó por primera vez la voz de un muchacho que con veinte años quería nacer a la palabra, a la poesía, construir una mitología, inmortalizar la verdad de la vida en el campo, y que después extenderá a toda su obra. Por eso es sumamente importante.

– Muchos han afirmado que la obra de Pasolini tiene algo de intraducible, de típicamente italiano que en la operación de la traducción pierde parte de su esencia y de su fuerza. ¿Qué opina?

Toda traducción es una violación de lo virginal, de lo desnudo, de lo original. Sin embargo, para esta edición he procurado que el yo del traductor no apareciese; me he fustigado para que la vanidad no hiciera acto de presencia, y de esto he sido consciente cuando he vuelto a leer diversas traducciones de otros libros. Yo también soy un oxímoron en tantos aspectos de la vida, y ser consciente de esta embarazosa exhibición de la que hacen gala tantos traductores, que no pierden la oportunidad de dejar su impronta narcisista, me ha servido tal vez para ser más consciente de que, siendo la traducción una violación inevitable, mi yo debía y tenía que doblegarse a la voz del poeta, costase lo que costase. Esta era mi única forma de rendir culto a un poeta al que amo: respetar su voz y mostrársela al público. Por otra parte, cada vez que un traductor habla de musicalidad, el Niño Jesús llora desconsolado en el regazo de su madre.

– ¿Cuál sería el consejo que le daría a la persona que por primera vez se enfrenta a Poesías en Casarsa?

Es tan difícil que parece utópico, pero le diría que procurase extirpar de su imaginación los estereotipos que se han vertido sobre el poeta, todos esos tópicos que la prensa, los medios e indocumentados de todo pelaje han extendido a lo largo de cincuenta largos años, y que se enfrentase a Poesie a Casarsa como el que escucha con atención a un muchacho que, amando el mundo, decidió regalarnos sus llagas y sus promesas.

Entrevista en italiano en Città Pasolini

El lago /// Leon Battista Alberti (1437)

Matteo de' Pasti - Quid Tum (1446-1454, Biblioteca Nacional de Francia, París)

Matteo de’ Pasti, Quid Tum, ca.1446-1454, Biblioteca Nacional de Francia, París.

En un pequeño lago, que no era frecuentado de forma habitual por ningún animal dañino, vivían juntos, con una alegría que no puede describirse fácilmente, muchísimos pececillos y muchas ranas, animales de costumbres distintas; y tanto las ranas como los pececillos habían, de hecho, heredado de sus antepasados la costumbre de poner todo en común en aquel lugar.

Cada día se desarrollaba allí este tipo de espectáculo: los bancos de pececillos se reagrupaban danzando, las ranas cantaban melodías saltando. Tal era en sustancia su forma de vivir que no había nada que añadir a los juegos, a la alegría, al contento. Suma era ante todo la libertad, grandísima la paz, ausentes las discordias internas, ausentes las difidencias entre los ciudadanos, ausentes las envidias y las contiendas con los vecinos y los forasteros; increíble el acuerdo de los animales y de las voluntades en las cosas públicas y privadas. En tal situación, ya sea porque este es el común destino de las cosas humanas (en cuanto las criaturas mortales no pueden tener nada de perenne y de estable), ya sea por la innata falta de medida de muchos, que no pueden aceptar con equilibrio la fortuna propicia, ocurrió que algunos pececillos ansiosos de fama y de parecer promotores de importantes iniciativas públicas, promulgaron esta ley: «Las ranas habiten la playa y las partes superiores del lago; los pececillos tengan las partes inferiores».

Esta ley gustó a todos, excepto a los ancianos más sabios; pero ellos no se pronunciaron con suficiente energía contras los promotores de la ley para desaprobarla. Más aún, estos últimos fueron públicamente alabados porque a la multitud le parecía que ellos habían encontrado un óptimo sistema de vida. Se consideraba que, gracias a esta disposición, la región había sido muy bien dividida, desde el momento en que esta ley impedía a las ranas ensuciar las aguas profundas removiendo el limo y obligaba a los pececillos a permanecer en sus cavernas. Habiendo por tanto obedecido la ley durante algunos días con grandísimo escrúpulo y habiéndose quedado de buena gana cada uno en su sitio, ocurrió lo que ocurrió.

Ninguna disposición, por muy sagrada que sea, por muy egregia, se introduce en la administración del Estado sin que esta sea borrada por nuevas leyes y, casi con desprecio, ignorada por la masa insolente y ansiosa de novedades. La multitud de pececillos, según las antiguas libres costumbres, emergía no raramente en superficie y también las ranas se introducían en las zonas de los pececillos. La ley empezó a ser rechazada cada día más. Estaban descontentos con esta situación aquellos que habían sido los promotores de la ley; y se sentían indignados por el hecho de que su autoridad, no menos que las normas públicas, se viera desatendida y vaciada de importancia.

Por ello, con discursos en público y en privado trataron de convencer a las masas de que era muy bello someterse a cualquier sacrificio para hacer respetar la ley. Lograron sobre todo convencer a los pececillos, que estaban en éxtasis frente a su elocuencia y aplaudían con gran calor, para que, cuando los oradores mandaban un pregonero, con el lanzamiento de una pequeña piedra al lago, no le obstaculizaran el regreso a su sede. Los pececillos respetaban el edicto sin ninguna falta; pero las ranas cantarinas y petulantes, por naturaleza insolentes, o porque consideraban mucho más placentera la antigua libertad y el modo accionado de vivir, o porque desdeñaban la antipática prosopopeya de los oradores, no solo no respetaban el edicto, sino que, cuando se lanzaba una piedra, se dirigían de inmediato a la parte baja del lago y, acudiendo desde todas partes, perturbaban las asambleas con gran alboroto e impedían que se escuchara la voz del orador.

Los oradores proclamaban que la república era traicionada y se cometía un grave delito, sosteniendo que aquella resistencia a las leyes provocaría la ruina del Estado. Las ranas afirmaban que eran unos locos al no entender que a causa de esta ley se habían introducido algunos tiranos, mientras ellas habían comprendido que era vergonzoso obedecer a su tonto edicto: ellas no odiaban todavía la libertad hasta el punto de no considerar bello salvaguardar sin posteriores reglas la antigua independencia de los padres en vez de someterse a una servidumbre legal. ¿Qué añadir? Mientras por un lado unos están dispuestos, por el otro las ranas se niegan a obedecer la ley. Con la fuerza de sus palabras, los oradores estimulan con continuos discursos a la voluble multitud de pececillos para que consideren ahora un delito y una ofensa gravísima para el rigor de la ley aquello que antes era consentido como alegría y juego. Por un lado y por otro se oían por tanto varias y graves quejas y durísimos litigios. Y la cuestión había llegado, a causa de las pasiones partidistas, a las armas y a la confrontación directa. Los pececillos en este punto, ya que  comprendían que era inferiores en fuerza, decidieron (acontecimiento digno de ser recordado en las letras) recurrir al engaño.

No lejos de este lago anidaba una grandísima serpiente en una cuenca pantanosa, a donde los pececillos tenían la costumbre de pasar por galerías subterráneas. Los heraldos de los pececillos fueron a llamar al ofidio y participaron en la legación de los mismos impulsores y defensores de la ley. La serpiente, impactada por su elocuencia, decidió no llevar a cabo ningún gesto antes de dirigirse con los mismos mensajeros a inspeccionar el lugar y los habitantes. Especialmente contentos con su llegada, los pececillos se felicitaban entre ellos. Consideraban que se domaría para siempre la soberbia de las ranas, que ya veían derrotadas por miedo al tirano. Las ranas, apenas se percataron con evidentes indicios del fraude de los pececillos y su malvado engaño, decidieron darles el mismo trato llamando a la nutria, animal enormemente hostil con los peces.

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Leon Battista Alberti, Autorretrato, ca.1435, National Gallery, Washington.

Los ancianos consideraban que era de ciudadanos locos preferir rivalizar en el odio en vez de en el amor y en el deber y que no era justo, precisamente porque detestaban la crueldad, cometer actos que les harían parecer muy malvados. Si aún razonaban, no debían introducir, no sólo como vengador, sino también como árbitro de las peleas y de los conflictos domésticos, a un extraño al cual incluso los reticentes tenían que obedecer. Y disputaban sobre la manera más fácil de mantener lejos de sus vidas a criaturas de tal soberbia y codicia, si por casualidad (y lo habrían hecho) hubieran empezado a hacerse molestas. Añadían que grande sería el daño y de seguro digno de reproche, si las privadas ofensas de los malvados ciudadanos pusieran en peligro la patria y si sufrieran ofensas tales como para tener que llorar también ellos en las desgracias de los conciudadanos y de la propia vergüenza.

Suplicaban, en fin, que se abstuvieran del odio; y de hecho preanunciaban que, a causa de las desgracias nacidas del odio, se produciría la ruina de la patria y la catástrofe total. Prevaleció sin embargo la opinión de los más astutos y de aquellos que estaban convencidos de que era mejor vengar las ofensas en cualquier caso. Por ello, sin tener consideración por los ancianos, por medio de embajadores hicieron venir desde tierras lejanas a la nutria. La alimaña, por su naturaleza feroz y casi agotada por el hambre, apenas se percató de haber llegado a un país muy rico, dio gracias a los dioses por haberla colmado de forma inesperada con tantos dones, fue a ver a la serpiente y con ella dividió el poder y estableció esta ley: «Gobierne la serpiente sobre las ranas, la nutria sobre los pececillos».

Una vez sancionada la ley, los crueles soberanos de malditas fauces arreciaron con intolerable arrogancia y odiosa violencia sobre los individuos de cada uno de los grupos. Ciudadanos honestos y valientes, por motivos desconocidos eran degollados. Nadie tenía un bien que pudiera considerar suyo a la larga. Estaban, en fin, afligidos por tantos males que se veían obligados a llorar tanto sus desgracias como las de los conciudadanos rivales. Sumergidos en tanta desgracia no les aliviaba la esperanza de una mejor fortuna; y los tiranos se hacían cada día más déspotas y crueles.

Los infelices no sabían a quién dirigirse, excepto a aquellos ancianos que destacaban ante sus ojos por sabiduría y prudencia. Y ya cada cual estaba dispuesto a soportar cualquier cosa de los demás, con tal de no asistir a la espantosa aniquilación de los mejores ciudadanos y de las familias más ilustres. Pero los ancianos a los que no se había escuchado cuando se les consultó en tiempos de prosperidad (incluso los ancianos insensatos, en el desconcierto general, estaban rodeados de una multitud de gente que suplicaba, incluidos los dignos y los intrépidos) susurraban dudosos que ellos habían vivido bastante para la vida y para la gloria y que no podían proporcionar ayuda en las adversidades, después de haber sido ignorados en la buena suerte. Por lo que volvieron a enviar a la multitud a aquellos astutos, por obra de los cuales se habían desatendido sus óptimos consejos.

Al final, requeridos por los hijos y por las esposas, y solicitados con grandes ruegos de ayuda y de perdón, los ancianos se convencieron de colaborar con la patria en peligro y en dificultades, si aquella masa indómita les escuchaba y obedecía a sus palabras.

La multitud juró que respetaría siempre a estos padres como divinidades, ya que comprendía que ellos tenían sabiduría y capacidad de prever el curso de los acontecimientos futuros; por ello, les seguirían siempre con devoción y respeto y jamás violarían sus mandamientos.

Los ancianos quedaron satisfechos; preocupados entonces por la presente situación, pretendieron en primer lugar volver a tener el favor y la benevolencia que una vez tuvieron. Era éste el único modo de poder recuperar y conservar la salvación y la integridad de la patria. La concordia de los ciudadanos era el medio más adecuado para alejar y derrocar cualquier tiranía. Discutieron largo tiempo sobre esta proposición y les exhortaron a estrechar pactos de amistad. Y todos, desde el momento en que la amargura de la fortuna les había hecho humildes y apacibles, obedecieron. Por lo tanto, cesado el odio, ya que el asunto no se podía de ninguna manera resolver con la violencia, trataron de alejar de sus vidas a tan crueles tiranos con la inteligencia y la razón. Algunos superiores de los pececillos, que eran muy hábiles en elocuencia, aprovecharon la ocasión en la que la nutria tenía un ánimo más conciliador y le dirigieron este discurso:

—Damos gracias a los dioses y sobre todo a ti, justísimo príncipe, y obligadamente nos congratulamos con tu virtud y con nuestra fortuna, ya que en nuestro Estado hemos logrado que se contuviera la antigua insolencia de la plebe y la ilimitada libertad de crear desórdenes gracias a ti, que has puesto el freno.

»De hecho, nosotros creíamos que aquella arrogancia, de la cual, por exceso de libertad, se vanagloriaba la plebe de los pececillos, se iba a hacer justamente odiosa a los dioses; y nadie era tan insensato como para no ver que su inconstante naturaleza, fácilmente propensa al placer, traería perjuicios a la patria. Tú, oh, santo príncipe, has evitado la desgracia que estaba a punto de caer sobre esta gente. Y has pensado que no formaban parte del Estado esos ciudadanos que pasaban todo el día entre bromas y frivolidades; y santamente has introducido parsimonia, castigando a los pródigos y a los soberbios, y la modestia, sancionando a los más viles.

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Efigie de L.B. Alberti, Piazzale degli Uffizi, Florencia.

»Por este motivo, al haber tú dado a la república la integridad y el ejemplo, nunca, por las obligaciones de gratitud hacia ti y por nuestro bien, dejaremos de rogar a los dioses, para que tu poder sobre nosotros permanezca tan duradero y sólido como sea posible, pues tus leyes nos han hecho más civilizados. Y, de hecho, si bien todos expresan la convicción de que tú eres el mejor de los príncipes posibles y que la salvación de los súbditos está toda en tus manos, ocurre a veces que nos permitimos pensar en el bienestar de los pececillos. Consideramos que esto puede aportar alabanza y beneficio. Si la serpiente, consciente de tu poder (que tengáis el bien y la fortuna), se dejara superar en justicia y humanidad por ti, cosa que no quiere, por poder, prestigio y fuerza, desde luego, a nuestro juicio, no podría añadirse nada a la felicidad de esta provincia. De hecho, si es feliz aquel Estado regido por leyes óptimas y estables y por apacibles constituciones, mucho más feliz es aquel en el que la humanidad, la suavidad y la benignidad de los gobernantes están templadas por una cierta severidad.

»Cuando se dan, oh, óptimo príncipe, situaciones diversas y, si te conocemos bien, contrarias a tu voluntad; cuando las óptimas leyes son violadas por aquellos que tienen que tutelar el derecho; cuando el que en primer lugar debería practicar la piedad es menos devoto de lo lícito; oh rey nuestro, re rogamos que escuches con clemencia las palabras que, aunque muy a nuestro pesar, te dirigimos. No es justo que un rey solícito y atento, que todas las gentes alaban con admiración como único, ignore un solo detalle de cuanto ocurre a sus súbditos. Luego hemos considerado obligado hacerlo, desde el momento en que nosotros mismos nos hemos puesto en tus manos.

»Estos son nuestros problemas: ocurre que en tu reino (que los dioses colmen de bien) las normas fijadas por la suerte o por las leyes (diría bajo tu paz, con tu suave paciencia), oh príncipe benigno, por la ajena, por decirlo así, desconsiderada libertad, son transgredidas injustamente y, si no nos engañamos, ampliamente. Y no querríamos (los dioses son testigos) hacer, admitiendo que pudiéramos, a nadie impopular o, en definitiva, entre tantas desgracias, pasar en silencio por la inicua suerte común son llorar y sin que nos sea posible elevar una protesta hacia ti, templadísimo príncipe. Sabemos que deben aceptarse con paciencia, como se dice, las iniciativas de los príncipes hacia los ínfimos y débiles súbditos y con la aceptación dejar claro que hemos aprendido a obedecer a los superiores. Pero, aunque deseosos de obedecer sin reservas, nos vemos obligados a lamentarnos, al no comprender los motivos de nuestro destino, cuando esa serpiente trata de atraparnos cuando huimos, porque comprende que tu reino no vacila de ningún modo. ¡Oh desgracia! No puedo contener las lágrimas: desde que la serpiente tomó el poder no hay un solo día sin crueldad.

»Cosa indigna, contraria a las ordenanzas de los antepasados y a las leyes del santo poder: las ranas son atormentadas por su príncipe, oprimidas, masacradas. No tienen ningún valor para un príncipe airado las oraciones y las lágrimas de los afligidos; a las infelices ranas no se las deja ningún refugio donde encontrar un poco de tregua en la matanza, ¡ni en el suyo, ni en otro país! Esa soberbia, inexorable, ardiente de ira y de furor las persigue, con un rostro, oh buenos dioses, terrible; desordena, perturba todas las cosas públicas y privadas; por doquier el príncipe lleva a cabo atroces crímenes; llegan a los oídos frecuentes y repugnantes los gemidos de los ciudadanos más reconocidos y de los moribundos. Y esto no sin nuestra ruina.

»De hecho, si algún seguidor de tu partido y de ti declara que estos hechos son contrarios a la ley, inmediatamente es castigado por esa energúmena que jura perseguir con el mismo odio también a ti, oh príncipe nuestro, si en algo le molestas. Aterrados por este espectáculo nosotros, ya sea por un sentido de humanidad, sea también calculando nuestros perjuicios, como es justo, estamos convencidos de estar en peligro y junto a las ranas, nuestras infelicísimas conciudadanas, huimos a la vista de esa loca.

»¿Y qué ayuda y consuelo podemos llevarles? ¿Tenemos algún recurso? En tantos males nos alivia solo que los dioses nos han dado un refugio en el que colocar nuestra salvación: sea por necesidad, sea por tu benignidad osamos recurrir a ti, príncipe piadoso; y en nombre de la antigua costumbre por la que estamos unidos a las ranas en una patria común, te pedimos que salves, como puedas, a esas inocentes de tantas desgracias y te ocupes oportunamente de nuestros males, si bien nosotros somos felices si tú estás bien, y no dudamos en confiarte no solo la fortuna y el bien de sus súbditos, sino también el resto.

»Pero incluso dejando a un lado nuestros males, que desde luego ni pequeños ni escasos recibimos de la serpiente cada día, pensamos que no se debe descuidar este detalle: el mal se ha ampliado y difundido más de lo que se pueda, con paciencia y sin tu daño, soportar. De hecho, sin contar el resto que en tu sagacidad verás y examinarás bien, ¿cuántos daños piensas, oh príncipe, que se derivarán por la crueldad de uno solo?

»En efecto, nadie está seguro ante la loca violencia de ella; por tanto, abandonados los bienes domésticos y toda la familia, nos vemos obligados por su crueldad y por su locura a huir y escondernos a cada momento en los desiertos y estériles ríos; y tenemos que abandonar de repente incluso el cuidado de nuestra prole.

»En consecuencia, ya que las partes de tu reino son menores de cuanto es justo y son menos tranquilas y pacíficas de lo que tú desearías en tu justicia y piedad, estas se hacen cada día menos florecientes y pobladas de lo que a ti, óptimo príncipe, te corresponde.

»Nadie duda ya que si con tu sabiduría (cosa que esperamos) no pones freno a esta desgracia, la situación llegará en breve a un punto tal que, demolidas las familias y en definitiva puestos en peligro los patrimonios, la sociedad estará totalmente trastornada y destruida. El pueblo debe vivir en la quietud y en la paz en una ciudad alegre y famosa por el gran número de habitantes. Y si tú confías en quien da consejos justos, no aceptarás ciertamente con resignación que tu autoridad, tu dignidad, la fortuna de tu poder sean disminuidos por la insolencia ajena. Y si recuerdas en tu sabiduría a aquellos reyes, los cuales no castigaron, aun pudiendo, la arrogancia, la impiedad, el arbitrio, o no los han alejado de sus súbditos, han sido juzgados por las personas honestas como miedosos y débiles; porque sabemos que careces de estos dos defectos no negarás que es tu tarea, como creemos, evitar que se juzgue no honorable tu modo de gobernar.

»Todos te admiran, oh, rey nuestro, porque eres pío y justo y amante de la paz, de la tranquilidad y de la calma y te tributan grandes honores; no hay ninguna cualidad que sirva para formar a un perfecto gobernante que no te se reconocida, a excepción de un solo detalle que no se corresponde con tus admirables cualidades: consentir que la serpiente loca y despiadada, que no escucha los ruegos y las lágrimas y no respeta el derecho ni a los dioses, que siga arreciando para tu mal, en contraste con tu virtud y tu sabiduría en el gobernar.

»Quizá algunos, confiando en tu fuerza y en tu magnanimidad, piden pruebas más comprometidas que las que nosotros, tímidos y aterrados, osamos suplicar; ellos alegan estos motivos y muchos otros sacrosantos y honestos te ruegan que no permitas que ella, que te desprecia a ti y a los comunes vínculos, mientras sea tan violenta, sea llamada con el mismo santo nombre, copartícipe del sagrado poder. Pero nosotros no rechazamos tenerla como rey, si tú así lo decides; y estamos dispuestos a respetarla como afín a los dioses casi como hacemos contigo, si su poder se hace apacible y legítimo. Si bien, ¿quién podría pensar que las razones de este príncipe tienen honesto fundamento y que él es digno de las prerrogativas del mando, si es arrogante con los suyos, soberbio con los extraños, injusto, despiadado y cruel? Ya que hemos decidido hablar por un compromiso moral y no para discutir de la vida y del comportamiento de cualquiera, retomamos la discusión desde su punto inicial.

»En ti, oh, sabio príncipe, está puesta toda la esperanza de las beneméritas ranas y la nuestra; podemos refugiarnos solo en ti. No nos abandones, te suplicamos de nuevo, tú te ocuparás de nuestra salvación, de nuestro honor y de tu fama».

Matteo de' Pasti - Quid Tum (ca.1450, British Museum)

Matteo de’ Pasti, Quid Tum, ca.1450, British Museum, Londres.

Con esta oración los pececillos, no sin la intervención de los dioses que siempre han tenido especial aversión por la crueldad y el rigor de los príncipes, llevaron a cabo el plan orquestado por las ranas. De hecho suscitaron en la nutria tanto odio contra la serpiente que aquella, mientras los pececillos seguían perorando la causa, tenía ya el ánimo listo para la venganza.

Al mismo tiempo las ranas sobornaron a unos delatores, para denunciar a la serpiente la jactancia de muchas ranas opulentas, que rechazaban su poder y llevaban en las moradas de los pececillos una vida descarada, sin respetar mínimamente la majestad del poder y las leyes de la patria. Por esto, según el parecer de todos, se tenía que deplorar la maldad de las ranas, pero también la de los pececillos y esto debía castigarse de todos modos. De hecho, al ofrecer hospitalidad, ellos violaban las leyes y provocaban claramente un daño al Estado, ya que, al acogerles, ofrecen a los reos la posibilidad de transgredir. ¿Quién ignora que estos actos son muy graves y ofensivos hacia un príncipe tal, el más justo y respetuoso de la ley? Y se debe alabar a quien interviene con severidad de manera que los transgresores se arrepientan de tu intemperancia. Si no se ahogan la licencia de los arrogantes y la soberbia de los insolentes, si en definitiva las inclinaciones de los ciudadanos rebeldes ante cualquier disciplina, sus desmedidas pasiones, sus ardientes apetitos, no se frenan con la severidad y el miedo, ocurrirá sin duda que, al declinar la fuerza del poder, todo el Estado se desmoronará.

Hay que ocuparse por tanto no sólo de la salvación, sino de la dignidad, de la fama, de la grandeza del Estado; y es justo además que, por su deber para con sus conciudadanos, un príncipe se preocupe de que los malvados no osen transgredir y que los demás imiten a aquel que ha quedado impune. Un príncipe debe ser constante y fuerte en la vigilancia; y debe por ello evitar la permisividad, para no parecer un custodio vago, desganado, y poco celoso de sus cosas. La diligencia de un príncipe se aprecia como nunca, por lo que él se enorgullece y se esfuerza para que sus súbditos, equivocándose menos, se hagan cada vez más dignos de aprobación. Y esto puede muy bien ocurrir si él se comporta de manera que los reos se arrepientan de sus crímenes y los inocentes se complazcan con las alabanzas y los premios de la virtud.

No se debe tolerar la irresponsable supremacía de la masa; este estado de cosas ha inducido a los ociosos a creer que el poder está en la ostentación, en la jactancia, en las vestiduras llamativas y en el vagar por la ciudad, en el no temer las leyes, en el despreciar las órdenes de los príncipes. Como consecuencia de ello han sido arrinconadas las artes de la laboriosidad y las otras actividades públicas y privadas y se han sacrificado sólo al fasto, por lo que día tras día, a causa del ocio y de la soberbia, el poder se ha hecho frágil e inconsistente.

No debe admitirse por tanto que los súbditos levanten tanto la cabeza hasta gritar por todos lados y que sean aplastados por una injusta servidumbre o juren que no faltarán los vengadores de la libertad, si se presentara la ocasión. Osan saludar a la nutria como al único rey amigo del pueblo y maldecir a la serpiente sin vergüenza alguna. Si tiene bien claras sus responsabilidades, si no olvida sus virtudes y reflexiona atentamente sobre lo que se le dice, ciertamente tendrá que aceptar que en este asunto tiene el obligado papel del sancionador. Y debe actuar con severidad ejemplar ora hacia uno, ora hacia otro, para acostumbrar a la multitud presa del miedo a la obediencia de las leyes y al temor del príncipe. Las ranas que están en la orilla esperando la orden del príncipe, siempre serán consideradas conformes a su voluntad; aquellas que por el contrario, fugitivas y obstinadas, prefieren por un ambicioso proyecto vivir en otra región que no sea la propia, aquellas que hayan abandonado a los hijos y a los castigados por no obedecer al príncipe, aquellas que acarrean gravísimo daño al Estado, deben ser sancionadas con cualquier clase de castigo.

Después de tales insinuaciones, la serpiente, por naturaleza propensa a la ira, encendida de irrefrenable furia, prorrumpió en una cólera tan grande que con un espantoso juramento gritó, llamando como testigos a los dioses del cielo y del infierno, que todos eran culpables y que se vengaría severamente del poder abatido. Y llegó incluso a realizar imprevistas incursiones en todos los recovecos de aquel lago, sondeando, desbaratando, ensuciando todo a su paso. Entretanto había llegado al lago el otro rey, la nutria, que por el precedente discurso se mostraba muy agitada. Al percatarse del gran desorden y viendo que la masa de los pececillos estaba preocupada (habían acordado de hecho fingir un gran miedo), presa de una ira sin límites se lanzó al lago y con todas sus fuerzas asaltó a la serpiente. Esta, dado que el lago le parecía desfavorable para el combate, salió fuera de él y reptó hasta un lugar seco. La otra la persiguió mordiéndole: en los campos cercanos se desarrolló la batalla entre aquellos reyes.

Los pececillos y las ranas esperan aterrorizados el resultado de la refriega, haciendo votos de silencio. Aquellas combaten con espantosa energía; y este fue el final de la contienda, que, parece, fue decidido por los dioses eliminar a los dos cruelísimos tiranos. La nutria aferró a la serpiente por la garganta; en respuesta la serpiente, con muchas mordeduras venenosas, laceró la garganta de la nutria y murió estrangulando entre sus espiras a la otra que moría.

Primero las ranas, alborotando en el espectáculo, gritaron: «Viva el rey»; los pececillos aprendieron a interpretar como juego aquella especie de duelo que había enfrentado a los reyes en el lago; durante todo el resto de su existencia recuperaron la antigua y del todo libre conducta de vida. Y, en lo que les resulta posible, conservan hasta hoy esta costumbre sin violarla nunca; y cantan en sus versos que la libertad sin demasiadas reglas es, según el uso heredado de los padres, más útil que una camuflada servidumbre.

Me siento feliz si con esta fábula he proporcionado placer al lector; sin duda, si no me equivoco, he presentado muchos elementos útiles para gobernar el Estado.

Cit. Cuentos del Renacimiento italianotrad. Elena Martínez, Gadir, 2012, pp. 79-100.

Por el hombre /// Acacia Uceta (1967)

Voy a cantar al hombre,
al hombre sólo.
Tapaos los oídos con cera los cobardes,
volved la espalda los indiferentes:
no callaré por eso.
No podría callar aunque me echaseis
un puñado de rosas a los ojos.
Imposible es hallar cumbre o crepúsculo
que arrasar no quisiera
por levantar del polvo a un desvalido.
Apagaría todos los luceros
por devolver a un ciego la mirada,
a un triste la esperanza,
o simplemente
por llevar un minuto de alegría
al ser más humillado de la tierra.
Sólo el hombre me importa,
sólo el hombre:
su vacío infinito,
su valentía y su temor trenzados,
su alma interrogante
azotada de siempre por la duda,
atada a una cadena de preguntas
sin posible respuesta;
su postura intermedia
entre la Nada y Dios
y su impotencia
para negar el pecho a la tristeza.
Tan sólo por el hombre,
por nosotros, hermanos, los pensantes,
los desvelados y los oprimidos,
seguiré golpeando y golpeando
en la hermética puerta clausurada;
seguiré suplicando
desde todas las voces ignoradas,
desde todos los nombres conocidos,
por los que han de venir y los que fueron,
por los niños enfermos,
por los soldados muertos,
por los muertos en el comienzo mismo de la vida,
por los triunfantes y los ajusticiados
de todas las prisiones de la tierra,
por el hombre de siempre
con su destino oscuro
abierto a los confines
lo mismo que una cruz irrevocable,
por su infancia marchita,
ensuciada por todos
sin compasión alguna a su pureza;
por su alocada juventud vencida
a golpes de renuncia y de fracaso,
por su vejez de plomo
vertiendo como alero
su mínimo caudal en el vacío…
Por esta sucesión interminable
de pasos vacilantes monte arriba,
por esta des de altura
de la que siempre fuimos rechazados,
por esta sumisión agradecida
hasta el límite mismo de la muerte,
yo vuelvo a alzar mi ruego
y vuelvo a alzar mi canto
en millones de voces repetido.
Y hablo otra vez del hombre,
de nosotros, hermanos,
en un plural abierto
sin frontera de tiempo ni de raza.
Y ahora que el ademán es aún pujante
sobre esta tierra dura que me aguarda
y bajo estas estrellas que me ignoran,
me descubro la herida,
la herida mía y nuestra,
tan vieja y tan dolida como el mundo,
a ver si la ve Dios, a ver si existe
una gota de gracia que la cure.

 

Frente a un muro de cal abrasadora, 1967.

Cit. Acacia Uceta, Poesía completa, Ediciones Vitruvio, 2014.

Elegía Segunda /// Rainer M. Rilke (1912)

TODO ÁNGEL es terrible. Y no obstante, ¡ay de mí!,

yo os canto, casi letales pájaros del alma,

sabiendo lo que sois. ¿Qué fue del tiempo de Tobías,

cuando uno de los más resplandecientes se apareció ante el humilde umbral,

un poco disfrazado para el viaje y sin ser tan temible?

(Como un joven que contempla a otro, lo miraba con curiosidad.)

Si ahora el peligroso arcángel, desde detrás de las estrellas

con sólo dar un paso descendiese hasta aquí,

de un vuelco nuestro propio corazón nos mataría. ¿Quiénes sois?

*

Tempranas perfecciones, vosotros, los mimados de la creación,

crestas elevadas, arreboladas cimas aurorales

de todo lo creado, polen de la divinidad en flor,

articulaciones de luz, pasadizos, escalas, tronos,

espacios de esencia, escudos de felicidad, tumultos

de un sentimiento tormentosamente arrebatado, y de pronto,

solitarios, espejos: que la propia belleza que irradian

la recogen de nuevo en propio rostro.

*

Porque sentir para nosotros es, ¡ay!, desvanecerse,

exhalamos nuestro ser; de ascua en ascua

despedimos cada vez un aroma más tenue. Tal vez alguien nos diga:

Sí, has entrado en mi sangre, la primavera y este cuarto

se han llenado de ti.. ¡de qué nos serviría!, no puede retenernos,

desaparecemos en él y en torno a él. Y a ésos que son bellos,

¡ay!, ¿quién los retendrá? Sin cesar la apariencia

se disipa su rostro. Como el rocío de la hierba matutina

lo nuestro asciende de nosotros, como el calor de un plato

ardiente. ¡Oh, la sonrisa!, ¿adónde? ¡Oh, mirada a lo alto!:

nueva, huidiza y cálida ola del corazón;

¡ay de mí!: somos, no obstante, eso. ¿El universo en que nos disolvemos

sabe a nosotros? ¿Recogen los ángeles

sólo lo suyo realmente, lo que emana de ellos

o hay también en ellos, como por descuido, un poco

de nuestro ser? ¿Estamos solamente mezclados con sus rasgos

como esa vaguedad que hay en el rostro

de una mujer encinta? Ellos no lo notan en el torbellino

de su vuelta a sí mismos. (¡Cómo iban a notarlo!)

*

Los amantes podrían, si lo comprendiesen,

decirse maravillas en el aire nocturno. Pues parece

que todo nos esconde. Mira, los árboles son, las casas

que habitamos existen todavía. Sólo nosotros pasamos

por delante de todo como un aire que cambia.

Y todo coincide en silenciarnos, en parte por vergüenza,

en parte, quizá, por una esperanza inexpresable.

*

A vosotros, amantes que uno a otro os bastáis,

yo os pregunto por nosotros. Os tocáis. ¿Tenéis pruebas?

Ved, a mí me ocurre que mis manos se percatan

la una de la otra, o que mi rostro fatigado

se refugie en ellas. Esto me da la sensación,

un poco, de mí mismo. ¿Quién, sin embargo, se atrevería por ello a ser?

Pero vosotros que os crecéis en el éxtasis del otro

hasta que él, abrumado, os suplica:

¡no más!; vosotros, los que bajo vuestras manos

os hacéis tan abundantes como los años de vendimia;

vosotros que a veces desaparecéis sólo

porque el otro prevalece: a vosotros os pregunto por nosotros. Ya sé

que os tocáis tan dichosos porque la caricia persiste,

porque el lugar que, tiernos, cubrís no se desvanece;

porque debajo de él experimentáis un poco la pura duración.

Por eso os prometéis con el abrazo casi la eternidad. Y sin embargo,

cuando habéis superado el terror de las primeras miradas

y el anhelo junto a la ventana, y ese primer paseo,

una vez, juntos por el jardín, decidme, amantes:

¿seguís siéndolo aún? Cuando os lleváis el uno al otro

a la boca para beber: sorbo a sorbo:

¡ay, qué extrañamente se evade de su acción el que bebe!

*

¿No os asombró nunca en las estelas áticas la discreción

de los gestos humanos? ¿No se posan allí amor y despedida

tan suavemente sobre los hombros, como si estuvieran

hechos de otra materia que en nosotros? Acordaos de las manos,

cómo descansan sin apretar a pesar de la fuerza que mantienen los torsos.

Dueños de sí, supieron expresarlo: esto somos nosotros,

esto es nuestro, así es como nos tocamos; con más fuerza

nos oprimen los dioses. Pero esto es cosa de los dioses.

*

Si nosotros pudiéramos encontrar también algo humano puro, contenido,

una estrecha franja de tierra fecunda que nos perteneciese,

entre la piedra y la corriente. Pues nuestro propio corazón nos sigue

sobrepasando siempre, como a ellos. Y ya no podemos

contemplarlo en imágenes

que lo calmen, ni en los cuerpos divinos

que, al ser más grandes, lo moderan.

 

7.

Rainer Maria Rilke, Elegías de Duino, Madrid, Hiperión, 2015, pp. 25-31.

La cabellera /// Charles Baudelaire (1857)

¡Oh, crin que baja en rizos hasta el busto, hechicera!

¡Perfume de indolencia que impregnas ese pelo!

¡Éxtasis! Porque llenen mi oscura madriguera

los recuerdos que duermen en esa cabellera,

¡la agitaré en el aire lo mismo que un pañuelo!

 

El Asia displicente y el África abrasada,

todo un mundo lejano que casi se consume

habita tus honduras, floresta perfumada;

si hay almas que se elevan en música acordada,

nada mi alma en las ondas, ¡amor!, de tu perfume.

 

¡Irá allá, donde, fértiles, árbol y ser pensante

extienden al sol flavo los brazos y las ramas!

¡Oh trenzas, sed marea que me empuja adelante!

Tú guardas, mar de ébano, un sueño deslumbrante

de velas, de remeros, de mástiles y llamas:

 

un puerto estrepitoso donde mi alma al fin pueda

aspirar el perfume, el sonido, el color;

donde naves que cruzan sobre el oro y la seda

recogen en sus vastas manos esa moneda

de un gran cielo en que tiembla el eterno calor.

 

Hundiré mi cabeza, de embriagueces ya presa,

en ese negro mar do el otro está encerrado;

y mi sutil espíritu que el vaivén roza y besa

hallará la fecunda molicie que embelesa,

¡balanceo infinito del ocio embalsamado!

 

Crin azul, pabellón de sombras extendidas,

el combo azul del cielo de tus abismos me dan;

en el borde afelpado de tus crenchas torcidas

me embriago ardientemente de esencias confundidas

de aceite de palmera, de almizcle y de alquitrán.

 

Mucho tiempo… ¡por siempre! mi mano en tu melena

sembrará los rubíes, las perlas, el zafiro

para que a mi deseo nunca embargue la pena:

¿no eres tú mi oasis y la crátera plena

donde a sorbos el vino de la memoria aspiro?

 

Cit. Charles Baudelaire, Las flores del mal (trad. Manuel J. Santayana), Madrid, Vaso Roto, 2014, pp. 110-113.

 

[Ô toison, moutonnant jusque sur l’encolure! / Ô boucles! Ô parfum chargé de nonchaloir! / Extase! Pour peupler ce soir l’alçôve obscure / Des souvenirs dormant dans cette chevelure, / Je la veux agiter dans l’air comme un mouchoir! / La langoureuse Asie et la brûlante Afrique, / Tout un monde lointain, absent, presque défunt, / Vit dans tes profondeurs, forêt aromatique! / Comme d’autres esprits voguent sur la musique, / Le mien, ô mon amour! nage sur ton parfum. / J’irai là-bas où l’arbre et l’homme, pleins de sève, / Se pâment longuement sous l’ardeur des climats; / Fortes tresses, soyez la houle qui m’enlève! / Tu contiens, mer d’ébène, un éblouissant rêve / De voiles, de rameurs, des flammes et de mâts: / Un port retentissant où mon âme peut boire / À grands flots le parfum, le son et la coleur; / Où les vaisseaux, glissant dans l’or et dans la moire, / Ouvrent leurs vastes bras pour embrasser la gloire / D’un ciel pur où frémit l’éternelle chaleur. / Je plongerai ma tête amoureuse d’ivresse / Dans ce noir océan où l’autre est enfermé; / Et mon esprit subtil que le roulis caresse / Saura vous retrouver, ô féconde paresse, / Infinis bercements du loisir embaumé! / Cheveux bleus, pavillon de ténèbres tendues, / Vous me rendez l’azur du ciel immense et rond; / Sur les bords duvetés de vos mèches tordues / Je m’enivre ardemment des senteurs confondues / De l’huile de coco, du musc et du goudron. / Longtemps! toujours! ma main dans tan crinière lourde / Sèmera le rubis, la perle et le saphir, / Afin qu’à mon désir tu ne sois jamais sourde! / N’es-tu pas l’oasis où je rêve, et la gourde / Où je hume à longs trait le vin du souvenir?]

El alba meridional /// Pier Paolo Pasolini (1963)

«Caminaba por los alrededores del hotel —era de tarde—

y aparecieron cuatro o cinco muchachos,

con piel de tigre de los prados, sin

una peña, un hoyo, un poco de vegetación

donde refugiarse de eventuales disparos: pues

Israel estaba allí, en la misma piel de tigre,

sembrada de casas de cemento e inútiles

muros, como en cualquier periferia.

Me uní a ellos, en aquel punto absurdo,

lejos de la calle, del hotel,

del confín. Fue una de tantas amistades,

una de esas que durando una tarde

te torturan después durante el resto de tu vida. Ellos,

los desheredados y, más aún, hijos

(que de desheredados tienen el conocimiento

del mal —el hurto, la rapiña, la mentira—

y, de hijos, el ingenuo idealismo

de sentirse consagrados al mundo),

ellos, mostraron enseguida la vieja luz de amor

—como gratitud— en el fondo de sus ojos.

Y, hablando, hablando, hasta que

cayó la noche (y uno ya me abrazaba,

diciendo, ora que me odiaba, ora que no,

me amaba, me amaba) lo supe todo de ellos,

cada mínima cosa. Eran dioses

o hijos de dioses que misteriosamente disparaban

a causa de un odio que les había expulsado de los montes de Creta,

como esposos sedientos de sangre sobre los Kibutz invasores

en el otro lado de Jerusalén…

Estos zarrapatrosos que ahora duermen al aire libre

en el fondo de un prado de la periferia.

Con sus hermanos mayores, soldados

armados de un viejo fusil y dos mostachos

de mercenarios resignados a viejas muertes.

Estos son los Jordanos, terror de Israel,

estos que frente a mí lloran

el antiguo dolor de los prófugos. Uno de ellos,

destinado al odio, ya casi burgués (al moralismo

chantajista, al nacionalismo que blanquea con furor

neurótico), me canta el viejo estribillo

aprendido de su radio, de sus reyes.

Otro, harapiento, escucha y asiente,

mientras, como un cachorro, se aprieta contra mí,

sin mostrar otra cosa, en el prado de las afueras,

en el desierto jordano, en el mundo,

que un mísero sentimiento de amor.»

 

Pier-paolo-pasolini-Dino Pedriali 1975

Pier Paolo Pasolini (Dino Pedriali, 1975)

 

Pier Paolo Pasolini, La religión de mi tiempo, Madrid, Nórdica, 2015, pp. 218-221.

 

[Camminavo nei dintorni dell’albergo —era sera— / e quattro o cinque ragazzetti comparvero, / nella pelle di tigre dei prati, senza / una rupe, un buco, un po’ di vegetazione / dove riparasi da eventuali spari: ché / Israele era lì, sulla stessa pelle di tigre, / cosparsa di case di cemento e vani / muretti, come in ogni periferia. / Li raggiunsi, in quell’assurdo punto, / lontano dalla strada, dall’albergo, / dal confine. Fue un’ennesima amicizia, / una di quelle che durando una sera, / straziano poi tutta la vita. Essi, / i diseredati, e, per di più, figli / (che, dei diseredati hanno il sapere / del male —il furto, la rapina, la menzogna— / e, dei figli, l’ingenua idealità / del sentirsi consacrare al mondo), / essi, ebbero subito la vecchia luce d’amore / —come gratitudine— nel fondo degli occhi. / E, parlando, parlando, finché / scese la notte (e già uno mi abbracciava, / dicendo ora che mi odiava, ora che no, / mi amava, mi amava), seppi, di loro, ogni cosa, / ogni semplice cosa. Questi erano gli dei / o figli di dei, che misteriosamente sparavano, / per un odio che li avrebbe spinti giù dai monti di Creta, / come sposi assetati di sangue, sui Kibutz invasori / sull’altra metà di Gerusalemme… / Questi straccioni, che vanno a dormire, ora, / all’aperto, in fondo a un prato di periferia. / Coi loro fratelli maggiori, soldati / armati di un vecchio fucile e di due baffi / di mercenari rassegnati a vecchie morti. / Questi sono i Giordani terrore di Israele, / questi che davanti a me piangono / l’antico dolore dei profughi. Uno di essi, / deputato all’odio, già quasi borghese (al moralismo / ricattatore, al nazionalismo che sbianca di furore / neurotico) mi canta il vecchio ritornello / imparato dalla sua radio, dai suoi re— / un altro, nei suoi stracci, ascolta assentendo, / mentre, come un cucciolo, si stringe a me, / non provando altro, nel prato di confine, / nel deserto giordano, nel mondo, / che un misero sentimento di amore.]

Las ninfeas* /// Gaston Bachelard

Bachelard1

Gaston Bachelard en su estudio / Fuente

No hay ni Pólipo ni Camaleón que pueda cambiar de color tan a menudo como el agua.

Jean-Albert Fabricius, Théologie de l’Eau, trad. 1741

 

I

LAS ninfeas son las flores del verano. Marcan al verano que nunca más engañará. Cuando la flor aparece en el estanque, los jardineros prudentes sacan los naranjos del invernadero. Y si el nenúfar se queda sin flor desde septiembre, es señal de un crudo y largo invierno. Hay que levantarse temprano y trabajar de prisa para hacer, como Claude Monet, buen acopio de belleza acuática, para contar la breve y ardiente historia de las flores fluviales.

He aquí pues a Claude en camino desde temprano. ¿Sueña al caminar hacia el rincón de las ninfeas que Mallarmé, el gran Stéphane, ha tomado al nenúfar blanco como símbolo de alguna Leda amorosamente perseguida? ¿Repite para sus adentros la página en que el poeta considera a la bella flor «como un noble huevo de cisne… que no se hincha de nada que no sea el vacío exquisito de sí»…? En efecto, entregado ya a la alegría de quien va a florear su lienzo, el pintor se pregunta, bromeando con «el modelo», en los campos como en su estudio:

Quel oeuf le nénuphar a-t-il pondu la nuit?

Por anticipado sonríe de la sorpresa que le espera. Aprieta el paso. Pero:

Déjè la blanche fleur est sur son coquetier.

Y todo el estanque huele a flor fresca, a flor joven, a flor rejuvenecida por la noche.

Cuando caen las sombras —Monet lo ha visto una y mil veces— la joven flor se va a pasar la noche bajo el agua. ¿Acaso no se cuenta que la atrae su pedúnculo, retrayéndose hasta el fondo tenebroso del limo? Así, cada aurora, tras el sueño reparador de una noche de verano, la flor de la ninfea, sensitiva inmensa de las aguas, renace con la luz, flor así siempre joven, hija inmaculada del agua y del sol.

Tanta juventud recobrada, una sumisión tan fiel al ritmo del día y la noche, una puntualidad tal para contar el instante de aurora es lo que hace de la ninfea la flor misma del impresionismo. La ninfea es un instante del mundo. Es una mañana de los ojos. Es la flor sorprendente de un amanecer de verano.

Sin duda llega el día en que la flor es demasiado fuerte, en que está demasiado abierta y demasiado consciente de su belleza para ir a ocultarse cuando cae la noche. Es bella como un seno. Su blancura ha tomado una brizna de rosa, un tono de rosa-tentación-ligero sin el cual el color blanco no podría tener conciencia de su blancura. ¿No llamaban antaño a esa flor «la rueca de Venus» (Clavus Veneris)? ¿No fue, en la vida mitológica que precede a la vida de todas las cosas, Heraclión, aquella robusta ninfa, muerta de celos por haber amado demasiado a Heracles?

Pero Claude Monet sonríe de esa flor de pronto permanente. Fue a ella misma a la que ayer el pincel del pintor le dio la eternidad. Monet puede así continuar la historia de la juventud del agua.

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Claude Monet, «Nenúfares» (Musée de l’Orangerie, París) / Fuente: El Hurgador

II

Sí, todo es nuevo en un agua matutina. ¡Qué vitalidad no tendrá ese río-camaleón para responder al punto al caleidoscopio de la luz joven! La sola vida del agua temblorosa renueva todas las flores. El más leve movimiento de un agua íntima es el principio de una belleza floral.

El agua que se mueve tiene en el agua latidos de flor, dice el poeta. Una flor de más complica a todo el río. Un junco más recto da ondas más hermosas. Y de ese joven iris de agua que traspasa el verde caos nenufaresco, debe el poeta contar al punto la victoria sorprendente. Helo aquí entonces, con todos los sables fuera, con todas las hojas afiladas, dejando pender desde muy alto, con ironía hiriente, su lengua sulfurosa por encima de las aguas.

Si se atreviera, algún filósofo que soñase ante un cuadro acuático de Monet desarrollaría dialécticas del iris y de la ninfea, la dialéctica de la hoja recta y de la hoja posada tranquila, mansa, pesadamente sobre el agua. ¿No es la dialéctica misma de la planta acuática? Una quiere surgir animada de quién sabe qué rebeldía contra el elemento natal, la otra es fiel a su elemento. La ninfea ha entendido la lección de calma que da el agua dormida. En su delicadeza extrema, con ese sueño dialéctico tal vez se sentiría la suave verticalidad que se manifiesta en la vida de las aguas dormidas.

Pero el pintor lo siente todo por instinto y sabe encontrar en los reflejos un privilegio seguro que compone en altura el tranquilo universo del agua.

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Claude Monet, «Nenúfares» (Musée de l’Orangerie, París) / Fuente: El Hurgador

III

Así es como los árboles de la ribera viven en dos dimensiones. La sombra de su tronco ahonda la profundidad del estanque. Cerca del agua no se sueña sin formular una dialéctica del reflejo y de la profundidad. Parecería que, desde el fondo de las aguas, quién sabe qué materia viniese a nutrir el reflejo. El limo es un alinde de espejo que trabaja. Une una tiniebla de materia a todas las sombras que se le ofrecen. Para el pintor, también el fondo del río guarda sorpresas sutiles.

A veces, desde el fondo del abismo sube una burbuja singular: en el silencio de la superficie la burbuja balbucea, suspira la planta, el estanque gime. Y el soñador que pinta se ve solicitado por una piedad ante el infortunio cósmico. ¿Yace algún mal profundo bajo ese Edén de flores? ¿Habremos de recordar, con Jules Laforgue, el mal de las Ofelias floridas?

Et des nymphéas blancs des lac où dort Gomorrhe.

Sí, el agua más sonriente, la más florida, en la mañana más clara, esconde una gravedad.

Pero dejemos pasar esa nube de filosofía. Volvamos, con nuestro pintor, a la dinámica de la belleza.

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Foto: Javier Fuentes / El Hurgador

IV

El mundo quiere ser visto: antes de que hubiera ojos para ver, el ojo del agua, el gran ojo de las aguas mansas miraba abrirse las flores. Y fue en ese reflejo —¡quién diría lo contrario!— donde el mundo cobró primero conciencia de su belleza. Así también, desde que Claude Monet miró las ninfeas, las nunfeas de Île-de-France son más hermosas y más grandes. Flotan en nuestros ríos con más hojas, más tranquilamente, dóciles como imágenes de Lotos-niños. No sé dónde leí que en los jardines de Oriente, para que las flores florecieran más aprisa, más equilibradamente y con una clara confianza en su belleza, se tenía el cuidado y el amor suficientes para poner ante un tallo vigoroso que llevara la promesa de una flor joven dos lámparas y un espejo. Entonces la flor puede mirarse de noche. Así tiene el placer sin fin de su esplendor.

Claude Monet habría comprendido esa inmensa caridad de lo bello, ese aliento dado por el hombre a todo lo que tiende a lo bello, él, que toda su vida supo aumentar la belleza de todo lo que caía ante sus ojos. Cuando fue rico —¡tan tardíamente!— tuvo en Giverny jardineros de agua para lavar de toda mácula las grandes hojas de los nenúfares en flor, para animar las corrientes precisas que estimulan las raíces, para doblar un poco más la rama del sauce llorón que perturba al viento el espejo del agua.

En pocas palabras, en todos los actos de su vida, en todos los esfuerzos de su arte, Claude Monet fue un servidor y un guía de las fuerzas de lo bello que mueven el mundo.

(*) El título completo del artículo es «Las ninfeas o las sorpresas de un amanecer de verano», cit. en Gaston Bachelard: El derecho de soñar, trad. Jorge Ferreiro Santana, México-Madrid, FCE, 1997 (1970), pp. 10-15.

«Saber y amar son una misma cosa» /// Sobre Rainer Maria Rilke

Rilke-1906

Rilke en una fotografía de 1906 / Fondation Rilke

«El 5 de marzo de 1898, Rilke pronunció en Praga una conferencia sobre «La poesía lírica moderna». No todas las ideas que sostuvo en esta charla eran suyas, ya que estaba entonces muy influido por sus primeros maestros. Y Lou Salomé le había guiado, en este tiempo, hacia la lectura de Dante. Probablemente ella pensaba que ningún maestro podía conducirle mejor hacia la originalidad y hacia la educación de su propia personalidad, puesto que esta distinción espiritual —más que un estilo o unas ideas— es lo que nos seduce en el poeta florentino. Sólo a un alma muy grande se le pudo ocurrir la idea de comunicar «a los príncipes de la tierra» («ai Principi della Terra») que su amada había muerto, convirtiendo así el dolor de su corazón en un tema universal.

El joven Rilke sorprendió al auditorio cuando declaró que la poesía moderna había comenzado en 1292 con la Vita nuova de Dante. Se había dado cuenta de que, en la obra juvenil del poeta florentino, estaba ya contenido el germen de la Divina comedia: los personajes, la figura de Virgilio, la amada (pálida, color di perla), los astros, los símbolos ocultos y los ángeles.

Nadie pensaba entonces que la poesía lírica podía ser un descubrimiento del Duecento. En 1898, año de la muerte de Mallarmé, los últimos discípulos del simbolismo defendían todavía la escritura esotérica y oscura, librando enconadas batallas contra los jóvenes que predicaban la claridad y la sencillez. Pero el conferenciante siguió insistiendo en sus ideas antimodernas, proclamando que el arte «no debía hablar otro lenguaje que el de la belleza» y que el artista debía alejarse de su propio tiempo para «descubrir cuánta eternidad hay en nosotros». O sea, en palabras de Dante: «Se tu segui tua stella, / non puoi fallire a glorioso porto» (Si sigues a tu estrella, / por fuerza has de arribar a glorioso puerto).

Los grandes artistas del Renacimiento se inspiraban en el espíritu de los clásicos, pero no imitaban sus maneras. Y, por eso, no cayeron en la simple imitación de Grecia que nos propondrían los maestros de la Ilustración, sino que hallaron la belleza y la vida en sí mismos. Ya Rilke comenzaba a descubrir al poeta lírico que llevaba en su corazón, despegado del naturalismo de su tiempo e interesado por el sentimiento místico y el mundo interior. Pero vayamos poco a poco, que todavía le acechaban algunas tormentas.

Ante todo debía solventar el conflicto que mantenía con su madre, y que era para él fuente de muchas angustias. También Dante nos enseñó —antes de Freud— que hay sentimientos morbosos que nos producen vergogna y nos enfrentan incluso con nuestros padres. Así, algunos héroes desventurados de la tragedia griega preferían hablar de sus antepasados más lejanos, de sus hazañas o de su patria, antes de citar el nombre deshonroso de su padre o de su madre. El propio Dante no hizo nunca referencia a su padre, que volvió a casarse después de enviudar. Y, de igual forma, Rilke será injusto y duro con su madre, a la que «acusa» del fracaso del hogar familiar y de las angustias de su adolescencia.

La voz amonestadora de Phia Entz le llama en estos días al orden, y le advierte que —si no se matricula en la universidad— perderá la subvención que le pasan sus primas. No comprende que su hijo sea tan irresponsable: se descare a pedir dinero a sus padres, mendigue favores en todas partes y, sin embargo —andando tan apurado de recursos—, no cuide el pequeño legado de su tío.

Con buen sentido, Lou le recomienda que vaya a ver a su madre a su retiro italiano, en Arco, y que discuta con ella estas cosas. Son decisiones importantes de la vida que no deben escamotearse el uno al otro, tomando como pretexto las fórmulas de respeto y de apariencia de la educación burguesa. Tienen que hablar claramente, sin miedo a los desacuerdos, porque no se trata de mantener una relación hipócrita entre madre e hijo, que es lo que acabarán haciendo durante toda la vida.

Lou tenía experiencia en este terreno, porque había vivido también serios problemas con su madre. Había sostenido con ella enérgicas disputas, cuando era una joven rebelde. La viuda Von Salomé era prudente y ordenada, al estilo de las antiguas amas de casa, mientras que su hija había heredado el carácter enérgico de su padre.

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Rilke de niño (1884) / Fondation Rilke

Lou era consciente de que esas escaramuzas de los hijos con las madres tienen más trascendencia de la que parece. Para las mujeres es más fácil aceptar la figura paterna, porque, en su instinto hormonal, no suele haber —salvo excepciones— enfrentamientos de competencia con el macho. La figura del padre no es un obstáculo para que una mujer llegue a culminar el proceso formativo de su personalidad. Los instintos maternales de la mujer (la intuición, la piedad, la ternura con los hijos) —cuando no están alterados por malas experiencias o por un indoctrinamiento en sentido contrario— no contienen violencia contra el sexo masculino. Por eso ellas pueden desarrollarse sin complejos, afirmando sus dotes naturales, aceptando y comprendiendo desde la libertad las enseñanzas o consejos paternos.

Por el contrario, en los hombres, la aceptación de la madre suele realizarse en conflicto con la agresividad masculina. Y, por eso, el proceso de maduración de los muchachos es más lento. Tienen que aceptar la ternura, la piedad, la intuición emotiva y tantas otras cualidades que parecen enfrentadas con el desarrollo de la testosterona: hormona de la lucha que llevaba a los primitivos cazadores y guerreros a rematar al animal caído.

Lou escribirá, en los años maduros de su vida, páginas interesantes sobre este proceso de aceptación de los «dos géneros», en el que los hombres partimos en desventaja. Y, sin embargo, es un camino de iniciación fundamental, porque en lo «femenino» habita también Mnemosyne —la diosa de la memoria— que es tan importante para el arte y, sobre todo, para la poesía.

En «La princesa blanca», poema dramático escrito en estos años, Rilke compara el terror de la muerte con «la angustia que existe en los animales, y la ansiedad de las mujeres cuando dan vueltas desorientadas»… ¡Idea terrible! Si de nuestra madre procede la seguridad, ¿puede existir algo más cruel que verla a ella desorientada y perdida en la locura o en la falta de la memoria? Si la madre es quien nos guía en la oscuridad —como la luna en la noche—, ¿puede haber angustia más grande que verla extraviada y perdida? Si nuestra madre se pierde, ¿quién nos guiará en las sombras?

Rilke se sentía, ahora, muy distante de su madre. No le perdonaba las maniobras que había hecho para convertirlo en una muñeca. Al menos así lo interpretaba él, entre tantos otros sentimientos —malsanos y morbosos— que le enfrentaban a Phia. «Me destruyó piedra a piedra», confesará a un amigo.

Su conflicto interior llegó a ser tan grande que Lou Salomé le propondrá, un día, recurrir al psicoanálisis. Pero él rechazará ese método de curación, pensando que la frontera entre la razón lógica y la inspiración nunca está tan clara en los artistas. «Sería horrible vomitar así la infancia, a trozos, sin digerir», le dijo a Lou Salomé, cuando comprendió que su destino no era «despojarse de sus complejos», sino convertir esos oscuros recuerdos en sabiduría y poesía.

La animadversión de Rilke contra el psicoanálisis no sólo cabe atribuirla a su sensibilidad de poeta, sino también a un dato que no debemos dejar oculto. Sospechaba que era Pineles —el amigo de Lou— quien proponía esos tratamientos.

El profesor Andreas, por su parte, seguía pensando que Rilke debía someterse a la disciplina del estudio universitario. Y ahora, en el curso de 1898, el poeta tenía el proyecto de matricularse en la Universidad de Berlín, decisión que era también importante para mantener la beca que le pagaban sus primas. Sin embargo, Lou le convenció de que, antes de iniciar esta nueva etapa universitaria, no aplazase más la visita a su madre.

Phia se encontraba en los Alpes italianos, donde pasaba sus vacaciones. Y el viaje en tren hasta Arco era largo, pero podía ser una buena oportunidad para que Rilke conociese otros lugares de Italia, llegando hasta Florencia. No en vano este año 1898 había comenzado para nuestro poeta bajo los auspicios de Dante y de la Vita nuova.

Lou era consciente de que el joven Rilke acabaría perdiéndose en el estéril discurso de la poesía abstracta y racionalista, si no recibía la formación «sensual y formal» en la que debe iniciarse todo artista, y muy especialmente si es alemán. La pedagogía alemana —espiritualizada por la Reforma— carecía de los fundamentos sensoriales de la cultura mediterránea. Faltaba, en la honda formación espiritual de los modernos artistas alemanes, un intermezzo de sensualidad que los iniciase en las formas del clasicismo. O sea: el camino de Durero, de Mozart y de Goethe.

7.

A Lou le preocupaba el mundo obsesivo del joven Rainer. A veces, cuando le veía atormentado y mohíno, extraviado en sus teorías trascendentales, y abandonado a los reproches de su conciencia, temía que ese diablo le enfermase y devorase lo mejor de su alma: su encanto ingenuo y natural. Ese instinto le llevaba, a veces, hacia las obras más morbosas del expresionismo, donde la sangre y el crepúsculo, la ansiedad y los gritos quiebran la belleza natural de la vida. Ella conocía bien a Ibsen —le había dedicado un ensayo—, y había tratado a Strindberg, que era amigo del profesor Andreas. Y no quería que Rilke siguiese ese camino nebuloso.

Lou Salomé hizo todo lo posible por alejar al poeta de los modelos «malditos» de su tiempo. Y, cuando Rilke —ya en sus años adultos— se muestra contrario al «gélido raciocinio de Ibsen», y le acusa de «no tener un corazón a la altura de su inteligencia genial», nos parece estar oyendo las opiniones y los consejos de Lou. Ella fue quien envió a su joven discípulo a Italia, consciente de que sólo el Renacimiento podía salvarle. Justamente esa batalla para vencer la locura en «medida y forma» dará vida a la poesía de Rilke, cuando alcance su madurez.

Por diferentes motivos Lou también quería distanciarse un poco de su discípulo. Su hermano Zhenia estaba gravemente enfermo en San Petersburgo, y ella quería visitarle, temiendo que fuese la última oportunidad. Adoraba a este muchacho que había sido el héroe de su juventud, ya que era divertido y muy guapo. Y ella recordaba sus locas aventuras en las fiestas de San Petersburgo. En una ocasión se había disfrazado de lou, con una peluca rubia, interpretando el papel tan maquiavélicamente que muchos jóvenes bailaron con «ella» y se dejaron seducir por sus mentiras.

Antes de que Rilke iniciara su viaje a Italia, Lou le pidió que le escribiese un diario, dibujándole el milagro de los días más largos al sur. Ella era muy sensible a estas transformaciones alquímicas de la luz. Y había hecho un viaje de Nápoles a San Petersburgo, siguiendo los cambios desde la primavera temprana hasta la primavera tardía: «el viaje de las tres primaveras», lo llamábamos en mi juventud.

Era marzo y, en Berlín, los pájaros volaban con un alboroto atareado que anunciaba la primavera. Paseando por el bosque de Schmargendorf, Lou y Rainer soñaban en los campos de la Toscana donde las tiernas hojitas debían de estar brotando en los viñedos. En algún jardín despuntarían ya las rosas.

Lou le pidió que esperara en Florencia, y le prometió que iría a buscarle a su regreso de Rusia, cuando estuviese más avanzada la primavera. Conocía bien Italia y amaba esta tierra bendita donde todo tiene nombre y forma. Sus años de juventud habían transcurrido en Roma y Sorrento, donde entonces vivía con su maestra Malwida von Meysenburg. Y ésta le había explicado cómo Italia ejerció un poder salvador y mágico en la vida de Goethe, devolviéndole su alma de poeta y sus sueños de juventud. Por eso, en su casa de Weimar, el gran poeta alemán se había hecho grabar un saludo en latín: «Salve». ¿Una forma de espantar al diablo?

Ella era muy aficionada a los aforismos y a los lemas de vida. Tenía sobre su cama un calendario con máximas bíblicas. Le gustaba especialmente una frase de san Pablo, en la Primera Epístola a los Tesalonicenses: «Os rogamos, hermanos, que procuréis permanecer tranquilos y ocupados en vuestras tareas, trabajando con vuestras manos como os hemos mandado». Pero Nietzsche le pidió que sustituyese esta máxima por una sentencia —genial y decididamente antiburguesa— de Goethe: «Apartaos del término medio para vivir resueltamente en la totalidad, lo pleno, lo bello». El medio mediocriza, diría André Gide…

Lou salome 1880

Lou Andreas-Salomé en San Petersburgo (ca.1880) / Fuente: El Mundo

Hacía ya veinte años que Lou Salomé —siendo casi una niña— había vivido las mismas dudas, combates y angustias. Y a Rilke le gustaba oírla, cuando rememoraba sus recuerdos. Le preguntaba cómo había conocido a Nietzsche y a Paul Rée. Y ella evocaba una primavera en Roma.

Lou tenía una memoria prodigiosa, y podía repetir palabras que, durante años, guardaba en su corazón. Por eso recordaba aforismos, poemas y canciones de Nietzsche, que apenas había comprendido cuando los oyó por primera vez. Recordaba a este sabio iluminado y pasional que hablaba continuamente de Dios «con una profunda emoción, porque él procedía de la religión, y se encaminaba a la profesión religiosa», según sus palabras-

Era casi una niña cuando había conocido a Nietzsche. Había leído mucho, ya que fue siempre muy estudiosa, y sus maestros —entre ellos el gran Richard Avenarius— la habían iniciado en la filosofía. Era capaz de enfrentarse al pensamiento de Spinoza, pero no tenía la poderosa formación de Nietzsche en Filología Clásica, y le costaba, a veces, navegar en los pensamientos teológicos de este hijo de pastor luterano.

Nietzsche manejaba magistral y seductoramente los símbolos y conceptos del cristianismo, dándole la vuelta a las interpretaciones más dogmáticas de la religión, igual que san Pablo había hecho con la Ley de su pueblo judío. Pero, en su forma de ser y de expresarse, había algo que fascinaba a Lou. Sobre todo cuando sus palabras poéticas —comenzaba a ser más poeta que filósofo— la transportaban a un mundo oceánico y subconsciente, en el que ella «reconocía» voces de su propia infancia. Nietzsche no había llegado aún a la iluminación sublime de su Zarathustra, pero ya esbozaba los cantos y meditaciones de este libro, y se dejaba llevar por su ritmo dionisíaco hacia los misterios de las fuentes y los arcanos de la Reina de la Noche.

Es de noche. La hora en que brota de mi interior mi deseo, como una fuente. Hablar es lo que anhelo. Es de noche, y a esta hora hablan con más fuerza todas las fuentes. Y también mi alma es una fuente saltarina. Es de noche: la hora en que despiertan las canciones de los amantes, y mi alma es también la canción de un amante.

Había  algo extraño en la mirada de aquel genio, que presagiaba grandes tormentas. Pero Lou Salomé le gustaban entonces los retos, los equívocos y los escándalos. Y, por eso, accedió a mantener una confusa relación de camaradería con Paul Rée y Friedrich Nietzsche, provocando los celos y las traiciones de los dos amigos.

Lou tenía una perspicacia especial para conocer a las personas. Y —a pesar de sus pocos años— se daba cuenta de que en Nietzsche había un mago. Hablaba de los dioses griegos y de las antiguas ceremonias iniciáticas con tanta pasión y conocimiento como ella nunca había oído. Cuando se dejaba transportar por estas visiones vertiginosas, su voz sonaba como una melodía atonal, infinita y embriagante.

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Memorial de Nietzsche en la Engadina / Wikipedia

El filósofo se presentaría en su Zarathustra bajo la figura de un profeta oriental, dotándolo incluso de algunos desagradables y confundidores rasgos misóginos, más propios de su invención que de la tradición de estos legendarios sacerdotes astrales (hasta el nombre de Zarathustra significa: «el que ofrece sacrificios a las estrellas»). Y, en toda la obra, subyace el sentido mistérico de Dioniso, el hijo adoptivo de la Reina de la Noche: dios de la savia y de la humedad, educado por las mujeres en el culto de la Diosa Madre.

Nietzsche acabará firmando sus últimas cartas —ya en el delirio de la locura— con el nombre de Dioniso. Y Lou Salomé, que tenía un instinto especial para interpretar los símbolos del lenguaje psicológico, sabrá librarse de su seducción. Por eso no quieso seguirle a la «Montaña de la Locura», en esa peregrinación al bosque que las ménades llamaban Oreibasía (huída a la montaña).

Lou Salomé pertenecía al mundo de las Reinas de la Noche, y supo mantenerse a salvo del delirio dionisíaco de Nietzsche. «Era precisamente eso —escribirá en sus memorias— lo que jamás me habría permitido convertirme en discípula y en seguidora suya».

Acabarán separándose, después de muchos rencores y malentendidos. Desde el primer día, mientras simulaba mantener un juego de tres, ella había ya elegido a Paul Rée, provocando unos celos terribles y enfermizos en Nietzsche.

La bruja de Elisabeth Nietzsche, hermana del filósofo, será la única que —como mujer— se dará cuenta de esa habilidad social que tenía Lou Salomé para meter a dos o tres hombres en un mismo laberinto, taparles los ojos y dejarse perseguir por ellos, aparentando que era «una joven virgen». Repetirá muchas veces este enredo tan «femenino» que es un compendio de todos los juegos infantiles, porque reúne la competición agonística de los pretendientes, el azar de la elección aplazada, la intriga de las máscaras y el vértigo de la confusión.

A pesar de todo, Lou consideró siempre a Nietzsche «el hombre más inteligente que he conocido», y le guardó agradecimiento por haberla hecho comprender que no es el intelecto lo que rige la vida de los seres humanos, sino que somos víctimas de ocultas pulsiones que anidan en nuestro subconsciente. Podemos jugar al laberinto, pero sabemos siempre a quién queremos entregarnos. Lou perfeccionaría más tarde esta misma enseñanza en la escuela de su maestro Sigmund Freud.

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Estudio de Nietzsche en Sils Maria / Nietzsche Haus

Lou convivió con Paul Rée hasta que contrajo matrimonio con el profesor Andreas. Y entonces fue Paul quien se vio perdido en el juego del laberinto. De repente, en el otoño de 1886, ella decidió casarse con el sabio orientalista, y comenzó a hablar de una forma extraña, como su le hubiesen dado un bebedizo de amor: «Tengo prisa por casarme, quiero poder entregarle cuanto antes todo mi ser, ser todo para él y aprovechar al máximo la hermosa vida que viviremos juntos».

Firme y lúcida en todos los actos de su vida, Lou decidió que el pastor que debía casarlos fuese precisamente Hendrik Gillot, aquel maestro de juventud que le había enseñado, en la primera fiebre de la adolescencia, que «saber y amar» son una misma cosa. Paul Rée, atormentado por los celos, se marchó de su lado con un gesto dramático. Cuando ella le dijo que iba a casarse con el viejo profesor, salió desesperado de su casa, dejando en la puerta un retrato de Lou que siempre había llevado consigo. Lo había envuelto en un papel que decía: «Por caridad, no me busques». No quería interpretar por más tiempo el papel de «dama de compañía de su Excelencia, la rusa», pues así le llamaban sin piedad algunos de los conocidos de la pareja.

Paul Rée se convirtió en un sencillo médico rural en la Engadina, en Suiza, muy cerca del lugar donde Nietzsche escribió Así hablaba Zarathustra. A veces el misterio reúne a los hijos de Dioniso en la montaña. Era muy querido por los habitantes de Celerina —el pueblo donde vivía—, porque atendía a los pobres sin cobrarles nada.

Ahora, en este mismo año en que Lou había encontrado a Rilke, estos personajes — todavía en vida— parecían sombras lejanas en la oscuridad de la noche, cuando cantan las fuentes y se oyen los gritos misteriosos de las ménades en la montaña.

Nietzsche moriría poco tiempo más tarde. Y Paul Rée se despeñó en los montes de la Engadina, en octubre de 1901. Muchos pensaron que se había suicidado. Fue su último juego de vértigo. Lou arrastró, durante toda su vida, esa mala conciencia.

En abril de 1898, Rilke preparó sus maletas para viajar a Italia. Había decidido visitar a su madre en Arco y seguir, luego, hasta Florencia. Se daba cuenta de que aún debía aprender muchas cosas: pero, a la vez, le inquietaba este encuentro con los maestros del Renacimiento. Era nacer a otro mundo, a otra luz, a otra vida.»

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Fuente: Ritmos 21

Cit. Mauricio Wiesenthal, Rainer Maria Rilke (El vidente y lo oculto), Barcelona, Acantilado, 2015, pp. 174-184.

Empédocles /// Friedrich Hölderlin

Buscas, buscas la vida, surge y reluce un fuego

desde honduras telúricas, hacia ti; y tú te arrojas,

con ansia estremecida,

allá abajo, a las llamas, en el Etna.

 

Así disolvió en vino sus perlas la orgullosa

reina, sin importarle; ¡ojalá nunca hubieras

ofrendado, oh poeta, tu riqueza

en el hirviente cáliz!

 

Pero eres para mí sagrado, cual la fuerza

de la Tierra absorbiéndote, ¡oh víctima atrevida!

Si no me retuviera el amor, seguiría

al héroe, hasta el abismo.

 

[Das Leben suchst du, suchst, und es quillt und glänzt/Ein göttlich Feuer tief aus der Erde dir,/Und du un schauderndem Verlangen/Wirfst dich hinab, in des Aetna Flammen./So schmelzt’ im Weine Perlen der Übermut/Der Königin; und mochte sie doch! hättst du/Nur deinen Reichtum nicht, o Dichter,/Hin in den gäreden Kelch geopfert!/Doch heilig bist du mir, wie der Erde Macht,/Die dich hinwegnahm, kühner Getöteter!/Und folgen möcht ich in die Tiefe,/Hielte die Liebe mich nicht, dem Helden.]

 

Cit. Friedrich Hölderlin, Antología poética (trad. Federico Bermúdez-Cañete), Madrid, Cátedra, 2006, p. 127.

Holderlin 1970

Sello con la efigie de Hölderlin (Alemania, ca.1970) / Fuente: Deposit Photos