Los héroes /// Thomas Carlyle (1841)

Esta obra consagró la fama europea de Carlyle. Se trata de seis conferencias que abundan en puntos de vista originalísimos; unas veces asombran por un diseño vigoroso, otras con un cuadro completo, rico en contrastes de claroscuro, o bien con aquellas destemplanzas y ocurrencias suyas que confunden y marean. No hay cuestión que no aborde en este libro: la religión, la política, la literatura, palancas que mueven las grandes fuerzas sociales. El héroe legendario (Odín) es analizado por él con extraordinaria sagacidad, en lo que se real pudo tener a través de las nieblas de la tradición y de las brumas de Dinamarca; en el profeta (Mahoma), describe con intuición maravillosa la influencia ejercida por aquel hijo semibárbaro del desierto entre las tribus fanáticas y sensuales de Arabia; en el poeta (Dante y Shakespeare), estudia con profunda sensibilidad y raro acierto la personalidad del escritor florentino y, con cierta exageración nacionalista, la del inmortal dramaturgo inglés; en el sacerdote (Lutero y Knox), palpita el drama religioso de la Edad Media, en que Europa sacudió sus ligaduras mortales al grito del fraile alemán; en el escritor (Johnson, Rousseau, Burns), observa las tres personalidades distintas en que se encarna el héroe literario, la del mantenedor de lo caduco, el vidente del porvenir y el idealista; en el rey (Cromwell y Napoleón), se esfuerza en justificar la política solapada y la ambición tiránica del protector de Inglaterra, ambición y política que él considera desde un punto de vista especial, juzgándolas nobles manifestaciones de un espíritu a quien la Historia acusó de hipócrita, y en cambio critica con frases despectivas el desenfrenado apetito de gloria y el endiosamiento de un «pigmeo», Napoleón Bonaparte.

Foto: Robert Scott Tait, 1854

Dos grandes ideas resaltan, sin embargo, de este estudio: la sociedad está sujeta a eterna metamorfosis; los héroes son los agentes de esta transformación, cambio o transfiguración, que el ser social, cuerpo y alma, experimenta en el curso del tiempo. Carlyle define tres civilizaciones sucesivas e históricas, dejando aparte, en las profundidades de los siglos, la bruma de la prehistoria. Esas tres grandes civilizaciones de la Europa histórica las designa con los nombres de la Antigüedad y Paganismo, Cristianismo y Edad Media, y Tiempos Modernos, tres épocas que contienen dos transiciones; asistimos a la segunda, la cual forzosamente habrá de ser muy larga, teniendo en cuenta el millar de años que necesitó la disolución lenta del mundo pagano para dar paso a la elaboración, lenta también, del cristianismo. Es cierto que los grandes descubrimientos modernos nos comunican a los fenómenos sociales aceleraciones que desconoció la Antigüedad. Así, esos cambios perpetuos no los juzga Carlyle estériles metamorfosis, ni recesión ni decadencia, sino fases grandiosas de una ascensión que irresistiblemente prosigue a través de nuestros dolores y de nuestros placeres, de nuestras dudas y de nuestras esperanzas.

Retrato de Carlyle, por Sir John Everett Millais, 1877 — Londres, National Portrait Gallery

Con respecto al estilo de Carlyle, raramente se ha manifestado, como en este libro, la verdad que expresó Buffon: el estilo es el hombre mismo. El estilo de Carlyle es él; le retrata de pies a cabeza. Sus ideas, sus entusiasmos y paradojas no podían expresarse en otro estilo. No hay en él la menor contradicción entre fondo y forma, entre alma y expresión. Sus párrafos desiguales, entrecortados por paréntesis y digresiones, con sus ritmos entusiásticos, con sus frases amplias y agitadas, o rápidas y seguras; con el retorno, repetidísimo, de unas pocas ideas centrales, de unas mismas frases o palabras, refleja su carácter sombrío, atormentado, contradictorio y a menudo obsesivo. Sus juegos de puntuación, la abundancia de palabras que empiezan con mayúscula, sus frecuentes subrayados tienen por objeto llamar la atención sobre los temas principales hacia los cuales, como centro de atracción, todas las ideas, todas las frases y todas las palabras se polarizan. Esto ha sido interpretado como defectos, como su Carlyle no supiese escribir y pulir su estilo, o como si buscase la manera de sorprender y mixtificar a sus lectores. El pensamiento mismo de Carlyle es, desde luego, más musical que discursivo; siente, más que ve, fulguraciones de intuiciones grandiosas, inexpresables en palabras. Porque el significado corriente de las palabras no le basta; el hirviente sentido de lo que él quiere expresar no cabe en ellas; se desborda, se vierte en ellas como un metal deslumbrante, en ebullición, del cristal que lo contiene.

Cit., Thomas Carlyle, Los héroes, trad. Pedro Umbert, Madrid, Sarpe, 1985, pp. 7-9.

El amor que anhela y no muere /// André Gide (1888)

André Gide en 1920 / Ottoline Morrell

¡Ah, cuántos ensueños! No hay nada mejor. Cuántos anhelos, cuántos entusiasmos, cuánta sed puede tener un corazón que aún no sabe nada de la vida y que salta de impaciencia por precipitarse a ella.

Cuántos anhelos de ideal, cuántos escalofríos de inquietud, qué temblores del alma que da brincos creyendo que podrá escapar del cuerpo; anhela un dios y lo busca por todas partes, cree rozarlo y le contraría hallar sólo su reflejo en las obras que ha inspirado, por la noche mira a ver si se abren los cielos; los sentidos jóvenes y ardientes no se conforman con una comunión espiritual; quieren tocar, abrazar a ese dios que buscan, y cuando ven que les elude se sienten engañados.

¡Señor! ¡Ah, por qué nos hiciste de barro! Y tú, pobre cuerpo, ¿no puedes creer sin tocar, no puedes amar sin ver? A veces, cuando estás rezando y sientes que el mismo Dios está a tu lado, ¿por qué te vuelves a mirarle? — la ilusión cesa y la plegaria muere en tus labios; entonces te acuestas desconsolado y te dices que ese dios al que no puedes ver no es más que una ilusión.

Oh, María, pero quién te dio
el deseo insensato de tocar al Señor.

André Gide, Diario 1887-1910, trad. Ignacio Vidal-Folch
Barcelona, DeBolsillo, 2021, p. 62

La obra de arte /// Carl Th. Dreyer (1964)

Existe entre la obra de arte y el hombre tal semejanza que del mismo modo que se habla del alma del hombre podemos hablar también del alma y de la personalidad de una obra de arte.

El alma se manifiesta a través del estilo que, siendo el catalizador de la inspiración poética del artista, refleja la manera con que éste expresa la materia que trata. El estilo es indispensable para fijar la inspiración en una forma artística. Por medio del estilo el artista fusiona y armoniza los diversos elementos, dándoles una unidad, al mismo tiempo que logra que los demás veamos el argumento como lo ven sus propios ojos.

El estilo es inseparable de la obra de arte acabada. La penetra, la invade y, sin embargo, permanece en cada momento invisible como algo que no se deja comprobar.

Cada obra de arte se debe primordialmente al esfuerzo de un solo individuo. Pero una película se realiza por un grupo de individuos, una colectividad que no es capaz de crear arte a menos que reciba el impulso de una personalidad artística.

El primer impulso creativo para una película viene del autor cuya obra sirve de base. Pero, a partir del momento en que aparece este fundamento poético, corresponde al director cinematográfico crear el estilo de la película. Los numerosos detalles artísticos se deben exclusivamente a una iniciativa suya. Sólo sus sentimientos, sus estados de ánimo deben colorear la película y despertar análogos sentimientos y estados de ánimo en el espectador. A través del estilo presta a su obra el alma que la transforma en arte. Al director corresponde, pues, dar a la película un rostro, es decir, el suyo propio.

Pero precisamente porque éstas son las condiciones, nuestra responsabilidad como directores es tan grande. A nosotros nos incumbe elevar la película del nivel de la mera industria al artístico y esto significa que debemos acercarnos seriamente a nuestro trabajo. Debemos siempre perseguir un fin en el que creamos sin miedo al riesgo y no ir por el camino más llano. Si, de verdad, es nuestro deseo ver progresar el cine, debemos intentar crear películas impregnadas tanto por el estilo como por la personalidad. Sólo por este procedimiento podremos esperar una renovación.

Cit. Carl Theodor Dreyer, Juana de Arco / Dies Irae, trad. Ebbe Traberg, Madrid, Alianza, 1970, pp. 237-238.

Salvemos archivos y bibliotecas /// Massimo Firpo (2020)

El Covid-19 se propaga y la pandemia parece adquirir un ritmo más veloz a medida que se extiende por Asia, África, las Américas, gracias también a la activa colaboración de líderes políticos irresponsables. Arrastra personas, grupos sociales, lugares, naciones enteras, como la guadaña mortal de las antiguas imágenes medievales. Arrastra también las cosas, que manos infectadas pueden contaminar, aunque muchos científicos sostengan que el virus depositado sobre un objeto tiene una vida brevísima. Según algunos, se extendería también a los libros y los manuscritos que, en base a disposiciones ministeriales, después de haber sido consultados en archivos y bibliotecas, deberían ponerse, también ellos, en cuarentena sin ser tocados por nadie durante quince días. No me corresponde a mí decir si esto tiene sentido, pero observo que si estas mismas disposiciones análogas se aplicaran a todas las cosas, la vida económica y social se paralizaría, con la necesidad de poner en cuarentena las máquinas de café o el attrezzo industrial, las monedas y los billetes, los taxis y el metro, las hortalizas y los parquímetros, y quien tenga más que ponga.

Una pequeña y secundaria cuestión, se dirá. Claro, si no fuera porque una disposición como esta se acompaña de otras que, sencillamente, han paralizado archivos y bibliotecas, agonizantes ya por los continuos y severos recortes en los recursos y el personal que se han producido en los últimos años: esta falta de asumir responsabilidades hace que los agentes y los encargados de entregar libros o carpetas a menudo sean ancianos y, por tanto, los primeros en llevar a cabo un trabajo a distancia que, entre otras cosas, no pueden desempeñar. Las salas de consulta están cerradas porque los volúmenes de libre acceso que hay sobre las estanterías se han convertido en potenciales portadores del virus: depósitos enteros de libros y documentos de archivo son inaccesibles; los horarios, reducidos o reducidísimos. En realidad, el mazazo del coronavirus sólo es el último de los golpes al sistema cultural de nuestro país, que se suma a los ya asestados con una ligereza imperdonable por gobiernos italianos de todo pelaje. Basta con pensar en la universidad, sobre la que, a partir de la reforma devastadora de Luigi Berlinguer, se han encarnizado algunos ministros de diversa proveniencia política, se han acumulado recortes sin fin alguno, se han favorecido instancias corporativas y los localismos más malvados, cada cosa en la red se ha embridado con una burocracia tan costosa como inútil, y se ha sancionado regularmente la investigación de calidad hasta llegar al dramático abandono de hoy. Después se sorprenden y se lamentan de que los así llamados «cerebros» escapen rápido de este país.

Así es en la escuela, también ella objeto de continuos cuidados por ministros deseosos de consensos demagógicos, partidarios de una «buena escuela» a la cual nunca han sabido asignar funciones y contenidos, después de haberla entregado hace años al nefasto cuidado de una pedagogía insensata, sólo capaz de inventar nuevas formulitas sobre el portfolio del conocimiento, sobre el Bes [necesidades educativas especiales: bisogni educativi speciali], para no confundir con el Dsa [problemas específicos del aprendizaje: disturbi specifici dell’apprendimento], sobre planes de la oferta formativa (Pof) después convertidos en Ptof [planes trienales de la oferta formativa: piani triennali dell’offerta formativa], para llegar al Pon [programa operativo nacional: programma operativo nazionale], baremos de valoración de competencias (atención: no conocimientos) transversales o disciplinares y todo eso. Con el único resultado de haber humillado a los mejores docentes y entregado la didáctica y su valoración a la ingerencia de unos padres convencidos de que la escuela debe estar a su servicio y al de sus pequeños hiperprotegidos, aunque sumarios y vaguetes, garantizando así a todos, o casi, el conocido éxito formativo, lo que equivale a decir un decadente mix de promoción y mediocridad.

Naturalmente, violentarse con la cultura es fácil: no da dinero, no rinde y además cuesta. Se puede conseguir dinero con los conocidos eventos que tanto lucen, grandes exposiciones, festivales, etcétera, pero la administración normal se lo ha ahorrado recortando hasta el hueso (y también más allá) los recursos de archivos, bibliotecas, museos, conservadores, olvidando que la cultura es en sí una gran fuente, aunque no produce ingresos en caja a corto plazo en cuanto que es un enorme patrimonio inmaterial del país. No se gasta una palabra sobre la investigación científica, la que más dificultades tiene para movilizar inversiones privadas, o sobre la cualificación profesional de los médicos o el personal clínico, abogados y magistrados que forman parte del tejido civil de un país. Pero también las así llamadas humanities, como repiten desde hace años los estudios específicos, tienen un papel fundamental en la construcción de una clase dirigente a la altura de sus cometidos, como demuestra cada día la ineptitud de una política demagógica, veleidosa, grosera, enemiga jurada del saber y de las competencias (las tan vituperadas élites); y lo tienen también porque de ellas nace un espíritu de ciudadanía consciente, el sentido de pertenencia a la civilización europea y los honores que esto representa, la capacidad de afrontar problemas complejos, o la de defenderse del imperio de una comunicación agresiva y falsificadora, o para preservar una cultura de la razón que no se deje sumergir por otra anómica y obtusa de las emociones, o para mantener la libertad de juicio crítico y la capacidad de aprender. Resulta obvio que hoy la moda, el diseño, el buen gusto unánimemente reconocido y la fama en el mundo del made in Italy descienden directamente de aquel patrimonio cultural inmaterial que produce trabajo y riqueza. Hay un hilo rojo, al fin y al cabo, que une el Renacimiento italiano (y no sólo) a los grandes estilistas y arquitectos de nuestro país, y es el mismo que empuja a millones de personas a venir a Italia para admirar ese patrimonio cultural sedimentado en los siglos y a gastarse un montón de dinero comprando bolsos de Gucci o Prada.

En todo ello, por raro que parezca, archivos y bibliotecas tienen una función decisiva. De hecho es a los archivos a los que se confía la memoria histórica de un país, sin los cuales la memoria se habría perdido, y por eso sería un delito transformarlos en sedes donde trasladar a esos estudiantes que en septiembre no podrán estar en las estrechas aulas de sus escuelas. En las bibliotecas se conservan antiguos manuscritos, estampas, libros preciosos para quien estudia literatura, arte, historia, filosofía, antropología, etcétera; por su constante actualización se puede medir la capacidad de un país para estar al corriente de cuanto se piensa, se escribe o se estudia en el resto del mundo, de caminar a su paso, de aprender los conocimientos y de confrontarlos e integrarlos con los propios. Si las universidades americanas se sitúan a la vanguardia de la investigación es porque sus bibliotecas están actualizadísimas. En Italia, hasta finales del siglo pasado, archivos y bibliotecas estaban repletos de estudiantes que preparaban sus tesis, por lo demás, devaluadas en los últimos treinta años; hoy no tienen los instrumentos mínimos para poder trabajar.

Si el país debe recomenzar es también, y quizá sobre todo, por aquellos que hoy necesitan comenzar, con un programa que asuma responsabilidades y que acabe por fin con el empobrecimiento del personal y solucione el temible vacío creando de forma orgánica. Si desde la investigación es de donde pueden nacer nuevos estímulos que fomenten la recuperación, es en los lugares de investigación donde hay que invertir para ponerlos en el centro de un programa que permita, si no la reactivación, sí al menos la supervivencia. En juego está la misma civilización italiana.

Massimo Firpo

Página de Il Sole 24ore, donde apareció originalmente el artículo (domingo, 2 de agosto)

Dios no habita en la ciudad de nadie /// Mario Colleoni (Revista Ajoblanco)

Un intelectual de la talla de George Steiner llegó a decir un día, tomándolo prestado de Dostoievski, que la crítica literaria no era más que el fruto de una carencia afectiva, el signo de una precaria falta de amor que los críticos sufren en su relación con el mundo. Tengo que rehacer este párrafo porque ese sabio nonagenario ya no está entre nosotros. Regentaba una atalaya en Cambridge y la crítica de la literatura le dio probablemente las mayores alegrías de la vida, pero como yo no soy tal y tampoco quiero contradecir a los apóstoles, esto, que presumía de ser una reseña, en cierto modo lo será, pero también me ofrece la oportunidad de sacudirme, de una vez por todas, esa zozobra costrosa de la corrección política que, desde tiempo inmemorial, tanto daño lleva haciendo a los libros y a la cultura. Que este texto sirva como un homenaje sincero a la enseñanza y el ejemplo que un día nos regaló ese gran humanista.

41cNQdYc5LL._BO1,204,203,200_Hay que advertir que lo que hoy se presenta por primera vez en España como La ciudad de Dios (Altamarea, 2019) corresponde a un libro que Pier Paolo Pasolini nunca llegó a publicar en vida y al que Walter Siti, el eminente editor que diseñó su opera omnia para Mondadori, intituló Storie della città di Dio (Einaudi, 1995). Se trata de una compilación de artículos, generalmente periodísticos, apuntes de rodaje o primeros bocetos narrativos, en los que, siempre a trompicones, huyendo del Véneto por un ambiente asfixiante y teñida su vida con la deshonra de una acusación pública por corrupción de menores, actos obscenos y alteración de las costumbres, Pasolini fue publicando aquí y allá tras su llegada a Roma en 1950. Son textos de pura supervivencia, de hambre, de penuria, marcados por la carencia y ensombrecidos por el apremio de la ambición literaria o la persuasión desesperada por el renombre artístico. El pájaro negro de la angustia sobrevuela en ellos a fuerza de tener que vivir por la fuerza, movido únicamente por la voluntad que se sobrepone a las dificultades, que no eran pocas para un forastero recién llegado del Friuli. Traslucen a la perfección, incluso en su forma literaria a veces cuestionable, el compromiso que Pier Paolo tenía hacia el mundo. Son, en este sentido, un espejo fiel de su mirada y de su aproximación hacia el espectáculo de la vida romana en aquella década caracterizada por las transformaciones sociales y el giro modernizador de una realidad hasta entonces desconocida.

pasoliniNo obstante, Pasolini sabía escoger sus escenarios con precisión. De cada cuadro escénico toma sólo unos pocos detalles, y cuando teje una historia, se encarga de dilatar los que le interesan y de omitir los que considera superfluos. Es ahí cuando Pasolini se aleja del periodismo y se convierte a la literatura, cuando inventa una narración para conducir al lector a un lugar determinado y de una determinada manera. Lo consigue, es cierto, aunque a veces de forma almidonada, angulosa, sin apenas dinamismo, de forma pétrea y ruda, como si sosteniendo una gubia con la izquierda y un martillo con la derecha, estuviera tallando un bloque de piedra con sus manos. Su prosa no puede equipararse en ningún sentido a esa aguja afilada que fue su poesía, en la que sí consiguió, a medio camino entre lo lírico y la noticia, entre lo civil y lo sagrado, un portentoso equilibrio que aún hoy hace tambalear los cimientos de cualquier ideología. No hay que ir muy lejos para encontrar un buen ejemplo en el libro. El cuento que abre el volumen, “Muchacho y Trastevere”, no sólo es una escena costumbrista en la que se narra una postal amable y simpática de la Roma de posguerra a través de un muchacho aparentemente inocente, sino un pretexto para hablar de la malicia, la picardía y el atrevimiento de burlar lo impuesto a los que un malandrín que vende castañas al final del Ponte Garibaldi, empujado por la necesidad, está sujeto casi por nacimiento. Ese tierno vitellone probablemente fuera un compendio de rasgos comunes que Pasolini pudo detectar en muchos jóvenes del Trastevere y no un personaje individualizado con nombre y apellidos. Pasolini lo utiliza para contar una historia en la que subyace otra realidad más inminente, más crucial, más trascendente. Sin entrar en el lastrado debate aristotélico sobre verdad o verosimilitud, Pasolini tergiversa una historia y, de ese modo, logra hacérnosla real, y lo hace como él quiere: escupiendo en la cara de una burguesía de la que él no formaba parte todavía. Dicho con las mismas palabras con las que Goffredo Fofi se refiría a Federico Fellini, Pasolini «no mentía aunque mintiera». Lo vemos con frecuencia a lo largo de todo el libro, desde “La bebida” a “Castañas y crisantemos”, desde “El (re)quesón” al último “La otra cara de Roma”. En su conjunto, el volumen está compuesto por dos grandes grupos diferenciados: “Cuentos romanos” y “Crónicas romanas”. El primero corresponde al Pasolini que literaturiza la vida; el segundo, al Pasolini convertido en un reportero-sociólogo, más próximo al periodista que se limita a registrar un hecho que al escritor que compone una historia para narrarla. Sin embargo, detrás de ambos estilos se esconde la misma persona, y en el libro se palpa con facilidad, pues Pasolini nunca deja de traspasar sus propias limitaciones, su propia disciplina, su estilo propio, aun sabiendo que en ocasiones no debe o no es aconsejable hacerlo para no desorientar al lector. No le importa, cuenta con ello. Sabe muy bien que eso es lo que le distingue del resto de escritores y del común de los periodistas: que siendo uno no es el otro, y que nunca siendo el otro llegará a ser el uno. En esta peculiar ambigüedad descansa una de las más elevadas virtudes de su obra.

En cambio, más allá del autor con ínfulas literarias o del sociólogo con ánimo de corresponsal, se esconde otro Pasolini mucho más sugestivo, el que a mí más me interesa, que es el que rehúye del arte y de toda forma retórica (y que sin embargo acaba llegando al arte casi sin pretenderlo), el que quiere asir la vida siendo él la vida misma, el que se encarama al quicio de un abismo únicamente con un pie en el suelo y sin manos. Ese Pasolini no es ya un artista, sino un malabarista del alma que, en su ingenua credulidad, ha fantaseado en algún momento con cambiar el mundo. Todo lo que tienen de especial estos textos se lo debemos a esa enigmática capacidad que tenía para hilvanar como nadie el hilo inflamable de la poesía y el bidón de dinamita líquida que es la realidad que subyace en las profundidades del alma humana. A la postre, este libro nos habla de algo sencillo y crucial: que el apetito —hambre física, hambre espiritual, hambre tanática, hambre erótica, hambre vital— es la primera puerta en el camino hacia la verdad. Aunque hoy, cuando resulta extraño que algo se haga sin perseguir la pueril aprobación de los demás (o esa absurda autocomplacencia de carácter onanístico y virtual), algo así nos quede tan lejos.

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Queda la parte fenoménica de la zozobra intelectual. A comienzos de diciembre del año pasado el libro fue presentado en Madrid, en esa librería magnífica llamada Sin Tarima. Al acto acudieron los editores de Altamarea; Lorenzo Bartoli, profesor de filología italiana de la Universidad Autónoma de Madrid y prologuista del libro; Carlos Gumpert, el traductor; y Luisgé Martín, aunque éste aún no se sabe muy bien en virtud de qué circunstancia. Yo venía paseando desde Cascorro y, aunque esto sea intrascendente, sufrí un grosero brote de tristeza al comprobar cómo la zona que conecta los barrios de La Latina y Lavapiés había sido despojada de muchos de los atributos que (no tan antaño) le eran propios. Quizás mi mirada esté monopolizada por un pesimismo terco que se niega a ceder ante la complacencia de una comodidad banal (eso que tanto vende hoy y con lo que tantísimos bonitos locales se abren día a día) o quizás esté enfermo, es posible, pero por un momento observé a mi alrededor y vi que todo cuanto yo recordaba de niño había desaparecido. El golpe más difícil de encajar fue ver desalojado el legendario local de Unión Bolsera Madrileña con un cartel que decía: «SE ALQUILA». Al lado, cientos de anuncios de la inmobiliaria Remax y una placa que indicaba el lugar donde había vivido uno de los protagonistas en la salvaguarda del patrimonio artístico del Museo del Prado durante el estallido de la Guerra Civil, Timoteo Pérez Rubio, un hombre de aguerridas convicciones culturales, de espíritu intachable y de una valía que ya me son extrañas. Esta congoja inesperada, este mazazo de realidad, fue el preludio mismo de la presentación del libro, y casi salí peor de la librería de lo que entré.

1*EPwMZfz95JUle5F5eyKeVwFue tal la inocencia consabida, la cantidad de cuestiones inofensivas que se trataron, el afán por prolongar y extender el mito del artista (neutralizándolo en exceso; matándolo, en realidad), la ausencia total por comprender algo mínimamente valioso, algo mínimamente vigente de la obra de Pasolini, que creo que Pasolini, de haber asistido, se hubiera reído de los tres hasta acabar llorando. No así de los editores de Altamarea, que conste en acta, porque ellos son personas valientes capaces de publicar libros (no diré necesarios, pero sí importantísimos) como éste, pero que en este caso, me cuesta decirlo, erraron con la puesta en escena. No es mi intención aquí hacer amigos ni rozar la espalda de nadie que pueda procurarme beneficios, soy ajeno a ese negocio, así que van a permitirme que diga lo que verdaderamente pienso. Tengo la impresión de que, en este país, no se sabe muy bien cómo, cada cual se preocupa sólo de llegar a algún sitio, largar cuatro patochadas comunes, darse un baño de notoriedad y salir por la puerta de la misma forma en la que ha entrado. Es lamentable, es ridículo y es asombroso que nadie llame a las cosas por su nombre y que, además, se haga mercado con ello. Por resumir un poco la diatriba, Luisgé Martín se limitó a recordar aquellos días (le faltó decir gloriosos) en que consiguió traer a Ninetto Davoli a Madrid, ¡Ninetto Davoli!, ese risueño bufón que aún hoy representa la vergüenza de la amistad y del amor que un día un hombre lleno de coraje le regaló y a los que él, por vileza, por necedad o por ignorancia, o por la suma de todas, no ha sabido corresponder jamás, callando y callando, viviendo del valor y de la prestigiosa imagen de los demás. Después de rememorar tamaña hazaña, el que fuera director del Festival Eñe en 2018, se quedó mudo. Por otro lado, Lorenzo Bartoli, por el que siento una cierta admiración como profesor de literatura (sería injusto que yo despachara su carrera profesional por la presentación de un libro), no hizo más que dar cuatro pinceladas sobre Roma y leer unos versos de Il pianto della scavatrice, el momento más hermoso de toda la tarde. Y Carlos Gumpert, que no firma precisamente el mejor de sus trabajos aunque el libro no se vea mermado por ello, acotó su intervención (muy inteligente, por otra parte) enumerando los males que sufren los traductores en el mundo, plañendo por las esquinas de la comodidad. En definitiva, se hizo gala de un ombliguismo tan llamativo como la ausencia del autor del libro, que no era ninguno de los tres. Ninguno de los tres pudo hablar con propiedad de la obra de Pasolini porque ninguno de ellos proviene de donde vino el artista. Se apropiaron de su vida como si supieran de qué estaban hablando, al mismo tiempo que prologuista y traductor celebraban su longeva amistad, de cuando recogían a los críos en el Liceo (italiano). De los males de la burguesía hablamos otro día, pero aun así me sigo preguntando: ¿dónde queda el Pasolini vivo, el que todavía late en la realidad que vivimos, el Pasolini que arde en las manos y en la boca cuando uno repasa una y otra vez sus textos, sus poemas, su vida? ¿Dónde? Todo parece indicar que en un lugar invisible donde todos siguen sacando tajada de algo que no les pertenece. He aquí el origen de la farsa, pero no en un sentido noble y teatral, sino en la alambicada y sibilina perversión de los más grandes valores culturales; valores que se han llevado la vida de muchas personas valientes; valores que no son sólo hermosura y declamación melodramática para un auditorio; valores que ya no parecen existir ni en personas aparentemente autorizadas. Todo me parece una vacía pantomima llena de sonrisas enlatadas y confeti de papel, mientras al otro lado de la puerta la verdad se muere y, con ella, nosotros mismos.

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‘Porcile’ (Pasolini, 1969)

Regreso por la calle Atocha cabizbajo, sumido en un líquido mórbido a medio camino entre la rabia, la impotencia y el suicidio. Con ganas de gritarle al mundo y, a la vez, exhausto porque sé que es inútil. Es la derrota, desnuda y rotunda, sin circunloquios. Después pienso en ese sórdido mecanismo al que hoy damos el nombre de cultura y me pregunto si el problema no estará en la otra acera, en los que escuchan, en los que reciben, en los que compran esta idea monumentalmente falsa, en nosotros, que parece que nos hemos sacudido de golpe y porrazo la responsabilidad que contrajimos como seres humanos al nacer. Debemos seguir leyendo libros, de eso no cabe duda, y también desatendiendo la voz de los filisteos, hoy más que nunca. Y entonces compruebo, como si de un puñetazo se tratara, que la vigencia de este libro, y del autor mismo, puede condensarse en el final de “Ocaso de una posguerra”, cuando Pasolini escribe: «No se trata de que los hombres sean definitivamente malvados o idiotas: simplemente están sordos». Háblenme ahora, si pueden, de esa ciudad donde Dios reside, porque yo no la siento palpitar por ningún sitio.

Texto publicado parcialmente en la Revista Ajoblanco con el título: «Dos historias de supervivencia y psicodelia para el confinamiento» (7 de mayo de 2020).

La filial del Infierno en la tierra /// Joseph Roth (1934)

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Joseph Roth / Archivo Breitenbach

Desde hace diecisiete meses estamos acostumbrados a que en Alemania se derrame más sangre que la tinta que utilizan los periódicos para informar al respecto. Probablemente el jefe supremo de la tinta alemana, el ministro Goebbels, tiene más cadáveres sobre su conciencia —si la tuviera— que periodistas sumisos dispuestos a silenciar todos esos muertos. Porque es sabido que la prensa alemana ya no se dedica a publicar lo que ocurre, sino a ocultarlo; ni se limita a difundir mentiras, sino que también las inventa; ni a engañar al mundo —los miserables restos del mundo que todavía tiene una opinión propia—, sino también a imponerle noticias falsas con una ingenuidad apabullante. Nunca, desde que en esta tierra empezó a derramarse sangre, ha existido un asesino que haya lavado sus manos manchadas de sangre en tal cantidad de tinta. Nunca, desde que en este mundo se miente, ha tenido un mentiroso tantos altavoces a su disposición. Nunca, desde que en este mundo se perpetró la primera traición, se han visto tantas disputas entre traidores. Y, por desgracia, nunca como hoy la parte del mundo que no se ha hundido aún en las tinieblas de la dictadura se ha visto tan cegada por el infernal resplandor de las mentiras, ni tan ensordecida y abrumada por el ruido de las mismas. Desde hace siglos estamos acostumbrados a que las mentiras circulen con sigilo. Sin embargo, el monumental invento de las dictaduras modernas es haber creado las mentiras atronadoras, partiendo del acertado supuesto psicológico de que los individuos darán crédito a los gritos cuando duden del discurso. Por más que la mentira tenga, según dicen, patas muy cortas, desde la aparición del Tercer Reich, ha recorrido un buen trecho. Ya no le pisa los talones a la verdad, sino que corre delante de ella. Si algún mérito hay que reconocerle a Goebbels es haber logrado que la verdad oficial cojee igual que él. Ha prestado su deforme horma a la verdad alemana oficial. Que el primer ministro alemán de propaganda cojee no es un accidente, sino una broma intencionada de la historia.

Sin embargo, pocos periodistas extranjeros han advertido de esta sofisticada ocurrencia por parte de la historia mundial. Sería un error suponer que los periodistas de Inglaterra, Estados Unidos, Francia, etcétera, no han sucumbido a los oradores mentirosos y vociferantes de Alemania. También los periodistas son hijos de su tiempo. Es una ilusión creer que el mundo tiene una idea exacta del Tercer Reich. El reportero, que ha jurado atenerse a los hechos, se inclina reverente ante los hechos consumados como ante un ídolo, esos hechos consumados que reconocen incluso políticos y gobernantes, monarcas y sabios, filósofos, profesores y artistas. Hace sólo diez años, un asesinato, sin importar dónde o quién lo cometiera, se habría considerado un horror para el mundo. Desde los tiempos de Caín, la sangre inocente, que clama al cielo, ha encontrado también eco en la tierra. Incluso el asesinato de Matteotti —¡no hace tanto tiempo!— horrorizó a los vivos. Pero desde que Alemania, con sus altavoces, sofoca el clamor de la sangre, éste sólo se oye en el cielo, mientras que en la tierra se ha convertido en noticia habitual en los periódicos. Asesinaron a Schleicher y a su joven mujer. Asesinaron a Ernst Röhm y a muchos otros. Muchos de ellos eran también asesinos. Pero no fue un castigo justo, sino injusto, el que recibieron. Asesinos más listos y hábiles asesinaron a asesinos menos listos y más torpes. En el Tercer Reich no sólo Caín mata a Abel: también hay un Supercaín que mata al simple Caín. Es el único país en el mundo en el que no sólo hay asesinos, sino además asesinos elevados a la enésima potencia.

roth-joseph-enY, como ya he dicho, la sangre derramada clama al cielo, donde no están los reporteros, simples seres mortales. No, los periodistas se encuentran en las conferencias de prensa de Goebbels. Aturdidos por los altavoces, asombrados por la velocidad con que, de pronto, en contra de todas las leyes naturales, una verdad cojeante empieza a correr y las piernas cortas de la mentira se alargan tanto que, a paso ligero, dejan atrás a la verdad, los periodistas del mundo entero informan sólo de lo que les cuentan en Alemania y muy poco de lo que ocurre en Alemania. Ningún reportero está a la altura de un país donde, por primera vez desde la creación del mundo, se producen anomalías no sólo físicas sino también metafísicas: monstruosos engendros infernales, lisiados que corren, incendiarios que se queman a sí mismos, fratricidas, diablos que se muerden la cola. Es el séptimo círculo del Infierno, cuya filial en la tierra se conoce con el nombre de Tercer Reich.

Pariser Tageblatt, 6 julio 1934

 

Cit. Joseph Roth, Años de hotel. Postales de la Europa de entreguerras, trad. Miguel Sáenz, Barcelona, Acantilado, 2020, pp. 272-274.

André Gide. El maestro que me enseñó a dudar /// Jean Daniel (2009)

«¡Familia, hogares herméticos, cómo os odio!»

«Es bueno seguir la pendiente con tal que sea cuesta arriba.»

«Cuando habla desde el corazón se diría que se ha tragado una escoba.»

«Jules Renan siempre da la nota justa, pero en pizzicato

«Cuanto menos inteligente es el blanco, más estúpido le parece el negro.»

«El arte nace de trabas y muere de libertad.»

«Con buenos sentimientos se hace mala literatura.»

«Llamo periodismo a todo lo que mañana valdrá menos que hoy.»

«He recibido a un curioso joven [Bernard Lazare] que creía que había algo por encima de la literatura.»

«No desees, Nathanael, buscar a Dios en ninguna parte más que en todas partes.»

«Y ahora tira mi libro. Haz de ti, paciente o impacientemente, el más irreemplazable de los seres.»

jean-daniel DANIEL ROSELL

Jean Daniel, por Daniel Rosell / El Español

Antes de cumplir cuarenta años, Gide es ese escritor de quien cualquier sociedad intelectual, no solo la parisina, cita frases como las anteriores que me han venido a la mente de corrido, sin pensar. He olvidado algunas, pero en un instante las recordaré. Ya en esa época, todo el mundo sabe que en París tenemos un Chesterton o un Oscar Wilde en el autor de Paludes y de Los sótanos del Vaticano. Su universo es la literatura y solo la literatura. No solo está impregnado de ella, sino que se siente capaz de juzgar que corre peligro y teme que la literatura —¡y sobre todo él mismo!— se asfixie. En su opinión, hay que abrir las ventanas de par en par y dejar entrar el viento marero.

Perdió a su padre, un profesor originario de las Cévennes, a los once años. Su madre, protestante de origen normando, solo le impuso que aprendiera piano, instrumento que tocará durante toda su vida. Es el heredero de una gran familia de provincias, hugonota, austera y puritana. Si su padre no hubiera muerto, si sus orígenes hubieran sido católicos, probablemente su trayectoria se hubiera parecido a la de François Mauriac en Burdeos. La familia, ese hogar hermético que él odia, la compone una gente a la que no ha tenido tiempo de soportar. Gente de una tradición implacable e interiorizada. Tanto, que tras la muerte de su madre en 1895, decide celebrar un «matrimonio blanco» con su prima Madeleine Rondeaux. Durante su viaje de novios por Italia y Suiza, por lugares como Sils-Maria, célebres gracias al autor de Zaratustra, descubre con entusiasmo que Nietzsche le incita a liberarse de todas las trabas. Se liberará de la última (la negación a asumir su homosexualidad) cuando decida realizar, sin Madeleine, su gran viaje iniciático al sur argelino. Un viaje que le hará escribir más tarde: «Mi juventud transcurrió cubierta de arrugas, de unas arrugas que mis padres labraron pacientemente, aunque intuyo que mi auténtica juventud va a comenzar en la aurora de mi vejez».

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W. B. Yeats, Marc Allégret y André Gide en 1920 / Lady Ottoline Morell

La libertad le embriaga, y el deseo. En realidad, el deseo del deseo: «Iba a buscar en el desierto mi sed», escribe en Los alimentos terrenales, publicado a cuenta del autor por Mercure de France. En 1902, descubre con El inmoralista una de las fuentes de esa exultante felicidad. Y no dejará de beber de ella. Más tarde, enfermo de tisis, conocerá la famosa felicidad de los convalecientes. Con frecuencia he descrito esa dicha al hablar de Camus y de mí mismo. Ese renacer entre dos enfermedades graves conduce a una forma superior de existencia, una especie de amistad o de intimidad con la vida. Antes del viaje de Gide a Argelia y su estancia en Biskra, su médico le aconseja: «En cuanto vea el más pequeño lago, charco de agua, no lo dude: ¡Tírese! ¡Sumérjase!». Abandonó París y Cuverville tras haber vendido su biblioteca y roto los tabúes.

No sabe bien con qué se va a encontrar pero está seguro de que será mejor que lo que deja atrás. Es un rasgo esencial de Gide. Irse, desprenderse, romper amarras, liberarse, no tanto por haber sido esclavo sino por esa curiosidad apasionada hacia todo aquello de lo que nos priva el inmovilismo, el conformismo y el respeto. En ese periodo, y a diferencia de Jean Grenier, un muro no es una superficie sino un obstáculo que hay que salvar. Lo que hay del otro lado es forzosamente mejor que lo que hay de éste, pues solo tiene cosas que ofrecer. En esa curiosidad, como en ese narcisismo que comparte con Montaigne, subyace una especie de generosidad ávida, de altruismo fascinado que le hace olvidarse de sí cuando, por ejemplo, cuestiona la justicia tras haber sido miembro de un jurado en 1912, o cuando denuncia el colonialismo francés del Chad en 1927. Ese Gide no es conocido. Al menos, no lo suficiente. Apenas recordamos que, partidario de Dreyfus, firma la petición a favor de Zola tras la publicación de su «Yo acuso». Nos olvidamos también de que al refutar Los desarraigados de Barrès, se convertirá en la primera persona que denuncia lo que hoy denominamos «identidades asesinas».

En primer lugar, señalemos que comprender a Gide es casi un desafío, pues le gusta borrar las pistas, ponerse diferentes máscaras. ¿Se trata de un arte del camuflaje? Démosle la palabra. En Los falsificadores de moneda, uno de sus protagonistas, Edouard, logra definirse, inspirándose en Dostoievski y en Proust, como un ser carente de coherencia: «No soy jamás lo que creo que soy, es algo que me ocurre continuamente, de modo que si yo no estuviera para unirlos, mi ser de la mañana no reconocería al de la noche. No hay nadie más diferente de mí que yo mismo. Únicamente en la soledad percibo a veces mi sustrato y logro una cierta continuidad primordial; pero entonces me parece que mi vida se aletarga, que se detiene y voy a dejar de ser. Mi corazón late por simpatía; solo vivo para los demás; por procuración, diría yo, por esponsales, y cuando vivo con más intensidad es cuando salgo de mí para convertirme en cualquier otra persona».

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André Gide frente al espejo / Calle del Orco

Todo el mundo se refiere a él como el autor de Paludes. Y gracias a esta novela se le perdonarán muchas cosas. Pero Simon Leys escribe sin inmutarse que es posible definir a Gide como «un pedófilo, un avaro y un antisemita». Añade que no es del todo falso, pero precisa que «una vez dicho esto, no se ha dicho nada». Y es totalmente cierto. Hay que revisar todo de nuevo, resituarlo, y como se dice hoy, «contextualizarlo».

Gide escribió, por supuesto, Corydon, que es ante todo una vigorosa y precoz defensa de la homosexualidad. Una defensa cuya originalidad no solo se debe a referencia a la civilización griega (lo que, por otra parte, ha sido rebatido), sino a una intuición inspirada por su familiaridad con las ciencias naturales. Son las sociedades las que, siguiendo el ejemplo de ciertas costumbres animales, habrían elaborado el esquema de un hombre naturalmente atraído por la mujer. Su razonamiento anticipa el de Simone de Beauvoir: la autora de El segundo sexo afirmará que no se nace mujer, se llega a serlo. Gide proclama que no se nace heterosexual, se llega a serlo. Lo que provocará escándalo no es tanto su elogio de la homosexualidad como su reputación de hacer el amor sólo con niños: condenado por los suyos por su pederastia, será puesto en la picota por los demás por su pedofilia. Gide no cambiará nunca sus costumbres, pero siempre le indignarán las reacciones que provoca su ensayo Corydon, seguramente la mejor de sus obras, como se atreve a afirmar Ramon Fernandez… digamos que la más revolucionaria.

Son conocidas las amargura y la desilusión que Gide sintió cuando Oscar Wilde terminó por renegar de su homosexualidad en la famosa prisión de Reading. Pero en realidad, Corydon, escritoa en 1911, no será publicado hasta 1924 y, según Ramon Fernandez, fue una réplica a Sodoma y Gomorra de Proust, publicado en 1922. Para Proust, el sufrimiento y la angustia son el precio que hay que pagar por la pederastia. Gide le responde con la felicidad y la plenitud de Corydon.

Tras la publicación del libro, todos sus amigos le dan la espalda. Sobre todo, André Breton y Roger Martin du Gard. Cocteau, Montherlant y Julien Green, también homosexuales, se callan. Era una época en que se consideraba una audacia decir que Verlaine, Rimbaud, Miguel Ángel o Leonardo da Vinci que «aunque homosexual, hizo una gran obra». Fernandez, citado por su hijo Dominique, responde, refiriéndose a Corydon: «Por ser homosexual es por lo que Gide hizo una gran obra». Tesis más frívola que audaz y que llevará a algunos a sostener, más tarde, que fue la homosexualidad la que determinó la solidaridad de François Mauriac con los vascos españoles víctimas de Franco, y con la Resistencia y el gaullismo. Como dirá Clavel, ya no basta con convencernos de que los homosexuales son normales. Tienen que ser superiores.

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La prensa internacional en el bar del Tunisia Palace (Túnez, 1960) / Studio Kahia

Lo importante en Corydon es la afirmación de que la pederastia no es en absoluto «antinatural», según la expresión de Chesterton. Y lo importante en Gide es la idea de la naturaleza. Es imposible que ésta haga del heterosexual un ser normal, y del homosexual un marginado, un enfermo, un demente o un «minusválido», según la expresión de Juan Pablo II.

Gide establece una distinción entre el pederasta y el invertido que hasta los gays de hoy rebaten. Para Gide, el pederasta es Corydon, todo dulzura y embeleso; el invertido es Monsieur de Charlus, todo amargura y sufrimiento. Esta distinción, que llega hasta negar un papel social o intelectual a la mujer, ignora, por su referencia a la Grecia clásica y al gineceo, cualquier evolución del feminismo y la feminidad. Hay un fallo en las tesis de Gide que, si no me equivoco, nadie ha denunciado y que subraya, sin pretenderlo, el término pedófilo, y es que jamás se habla de la autonomía de los jóvenes amantes, de sus reacciones y de su destino. ¿Los niños están tan embriagados como el lírico autor de los Alimentos? ¿Y qué fue de todos esos niños del amor griego cuando llegaron a la edad adulta?

En cuanto a la acusación de avaricia, es muy difícil de matizar. Gide era un gran burgués avaro. Poseía bienes, se preocupaba de su rentabilidad y de conservarlos, tenía mucho cuidado con los gastos, y el personal de su castillo de Cuverville se reducía al mínimo, pero era esencial que hubiera una gobernanta para cuidara de que nadie hiciera el menor ruido mientras dormía la siesta. Era un hombre de anécdotas. Un día, cuando va a tomar el tren con su amigo Roger Martin du Gard, probablemente para ir a Uzès, se alarma al no encontrar los dos billetes que el revisor le pide. Termina por encontrar uno y le dice a Roger Martin du Gard: «Querido amigo: es terrible, he perdido su billete». Se conocen más historias de ese tipo. Siempre son las mismas anécdotas, contadas con las mismas palabras. Catherine Gide, su hija, dice que jamás daba una propina, pero que a veces, y tras pensárselo, podía ser generoso con un amigo que se encontraba en dificultades. No era insensible al deber de caridad que impone el protestantismo, pero cuando llegaba a un lugar donde debía pasar unos días, se inquietaba y se preguntaba: «¿Está usted seguro de que aquí no hay mucha miseria?». Elogia la austeridad pero raramente la pobreza. Salvo cuando, durante su «conversión» al comunismo, descubre al «proletariado» y afirma estar dispuesto a cualquier sacrificio. Pero digamos que, si el Avaro de Molière es como lo interpreta Michel Bouquet, es decir, un personaje que solo está enamorado de sus bienes, Gide no es su arquetipo. No olvidemos que de El inmoralista se publicaron trescientos ejemplares y que él pagó la edición de Los almentos terrenales.

Jean Daniel Fidel Castro 21 nov 1963 MARC RIBOUD

Jean Daniel y Fidel Castro (La Habana, nov. 1963) / Marc Riboud

Pasemos ahora al antisemitismo. Al abordar esta cuestión es necesario recordar el contexto del momento. Como diría Bernanos, el nazismo aún no había deshonrado al antisemitismo. Todo antisemita tenía «amigos israelitas». En el seno de las élites, los grandes maestros, de Durkheim a Bergson, eran judíos. Gide, sin saberlo, era antisemita de un modo peligroso, porque consideraba como una especie de contaminación la aportación de los judíos más franceses al ámbito del genio y, sobre todo, de la lengua. Cuando habla de una obra de Porto-Riche o incluso de Henri Bernstein, Gide les reconoce virtudes, pero se pregunta por qué siente malestar, desazón, por qué le parece estar un tanto sucio, como impregnado por un insidioso veneno. Y afirma esforzarse en vano por encontrar algo de nobleza en esa literatura.

Gide habría ido aún más lejos si no hubiera sido enemigo de Barrès. Nos olvidamos del ascendente, el prestigio, la autoridad del autor de La colina inspirada. Duró mucho tiempo. Barrès tuvo herederos. Se ha dicho de Mauriac, de Montherlant, de Aragon, que fueron en mayor o menor medida hijos de Barrès. Pero no eran contemporáneos del padre. Cuando Gide lee los Cahiers de Barrès, exclama que esos famosos diarios representan todo lo que él detesta. Y, además, a diferencia de Barrès, Gide es partidario de Dreyfus y también amigo de León Blum. ¡Esa amistad! ¿Fue realmente compartida? Jamás lo sabremos. ¿Acaso no tuvo Blum, esa alma noble, el candor de ir a ver a Barrès esperando arrancarle su apoyo a Dreyfus? En cualquier caso, sentía admiración e incluso ternura hacia Gide. Tras la muerte de Blum, fue a visitar a su viuda, que le dijo esta frase desconcertante: «León decía que usted no solo era un amigo sino su único amigo». Gide no supo qué hacer con semejante confidencia…

¿Fue Gide antisemita? Sí, pero a la antigua. Es decir, cuando no se trataba de exterminio, de persecución, ni de la más mínima exclusión. Ese antisemitismo de mera aversión se expresará en casi toda la literatura. La reacción de Gide, tras la publicación de las primeras novelas de Céline, es muy edificante. Primero, como a todo el mundo, le maravilla Viaje al fin de la noche. Después, no siente sino admiración por la «excelente» Muerte a crédito. Cuando se publica el panfleto Bagatelles pour un massacre, se ve obligado a opinar que su autor es «decididamente genial», aunque solo fuera por el antisemitismo, pero al descubrir que Céline lo incluye a él, Gide, con Valéry y el resto de los escritores de la NRF en el mismo grupo que a los judíos, decide que Céline se burla del mundo, que se divierte en grado sumo y que solo da muestras de una habilidad exquisitamente pérfida a la hora de injuriar. Señalemos que el pasaje que elige de Bagatelles es quizá uno de los más inaceptables. Está claro que Gide siente un placer malsano y sospechoso a la hora de hablar de las truculencias sádicas que inspiran a Céline el odio hacia los judíos. Pero no se puede negar que sale airoso al afirmar que si Céline hubiera dicho en serio lo que vocifera, eructa y escupe, sería «indefinible». En el diario de Julien Green de junio de 1938 leemos: «Ayer por la mañana, en casa de Gide. Quería presentarme a un tal Cook, un profesor negro de la Universidad de Atlanta. Es un hombre de unos treinta años, de tez pálida, nariz corta y ganchuda; sus largos pies van calzados con zapatos blancos; las puntas están muy vueltas hacia afuera, como he comprobado en todos los judíos que he conocido. Y, en efecto, Cook tiene un cuarto de sangre judía; él mismo nos lo dijo. Habla admirablemente el francés, con una corrección y una viveza mucho más judía que negra. Nos ha causado a los dos una excelente impresión de buena voluntad e inteligencia». Así pues, un cuarto de sangre judía basta para determinar, a través de las generaciones, la postura de los pies. Julien Green no era en absoluto antisemita. Y tampoco creía en el racismo biológico. Era la época…

Jean Daniel Le Nouvel Observateur

Jean Daniel, Katia D. Kaupp, Michelle Bancilhon, Claude Perdriel, Michel Cournot y Serge Lafaurie poco después de fundar Le Nouvel Observateur (feb. 1965) / William Klein

¿Cómo proseguir? Volviendo atrás. A la sombra de su madre, cuya notable personalidad nos ha desvelado Jean Delay, el joven Gide cree en sí mismo con una desconcertante naturalidad. Sin embargo, da la impresión de dudar de muchas cosas salvo de la literatura y del lugar que él llegue a ocupar en ella. Está decidido a no escribir más que para los happy few. Puede incluso a llegar a pensar que el éxito rápido es sinónimo de mediocridad. Cuando comienza a ser criticado sin clemencia, responde: «Ganaré el juicio, pero en la apelación». Un escritor, Emmanuel Berl, se pregunta sobre lo que más le había llamado la atención en Gide y descubre que la espontaneidad con la que nunca había dudado de sí mismo. Berl cuenta que Gide se había establecido como «gran escritor» del mismo modo que otros se establecen poniendo el carte de «Pastelero» o «Mecánico».

En la adolescencia, ya ha devorado todos los libros y se vanagloria de haber hecho acopio de su mensaje. Tras el bachillerato, se niega a perder el tiempo en la universidad. ¡Perder el tiempo! Ese adolescente considera que sus profesores no pueden enseñarle nada, que es más capaz que ellos de sacar el jugo a los literatos y la miel a los filósofos. Ya se manifiesta en él el sentido del descubrimiento. Sin ninguna consideración por los que han dedicado su vida a estudiar a los autores que él se adjudica el poder de descifrar. Así, poco a poco, más adelante, tiene la sensación de ser el único en dar a conocer al auténtico Dostoievski, al gran y único Nietzsche, pasando por el indio Rabindranath Tagore y el egipcio Taha Hussein, y transitando por Simenon y James Hadley Chase; dispensando algunos homenajes, en primer lugar a Paul Valéry, su contemporáneo, a Roger Martin du Gard —que, sorprendentemente, fue premio Nobel antes que él—, a Montherlant, a Louis Guilloux; y dejando bien claro que los dos grandes escritores son, por desgracia, Céline y Proust. En las citas del principio, he olvidado mencionar su respuesta cuando le preguntaron: «Dante representa Italia, Cervantes a España, Goethe a Alemania, Shakespeare a Inglaterra ¿y a Francia?». «A Francia, por desgracia, Victor Hugo», dijo. En 1909 fundó con Jacques Copeau, Jean Schlumberger y André Ryuters la Nouvelle Revue Française

Conocí la obra de Gide en Argelia, en una azotea privada del sol por la maldita construcción de un muro. Mathilde, mi hermana mayor, había reunido en una caja las obras de Irène Némirovsky, Paul Bourget, Rachilde, Max du Veuzit, Charles Morgan y Rosamond Lehmenn, y había puesto aparte a Colette, Oscar Wilde y Gide. El azar me llevó a hojear las páginas del Diario en las que Gide declaraba su amor por la URSS y el comunismo. Mi mirada tropezó con esta frase: «Y si tuviera que dar mi vida para garantizar el éxito de esta prodigiosa aventura, la daría sin vacilar».

Jean Daniel 1961

Jean Daniel fue alcanzado por un avión francés en Bizerte (Túnez, 1961) / Jean Marquis

Por alguna razón que se me escapa esa declaración me impresionó mucho. Sin duda, los adolescentes del Frente Popular estaban apasionadamente politizados y predispuestos al compromiso. ¿Pero qué podía saber yo de Gide a los quince años? Tenía necesidad de creer. Me daba cuenta de mi sorprendente sensibilidad hacia la escritura. Me convertí, así, en militante, y no descubrí a Nathanaël hasta que Gide tuvo la lamentable idea de llamarlo «camarada» en Los nuevos alimentos terrenales. Añadamos que esos Alimentos me provocaron, mucho antes que Bodas, de Camus, una exaltación sensual y mística. Estaba tan hechizado que buscaba en los índices onomásticos de los libros el nombre de Gide, y si no estaba, renunciaba a leerlos. Recuerdo el artículo de un periódico que empezaba con esta frase: «Sin duda, la juventud tiene necesidad de heroísmo y Montherlant lo expresa con gran acierto, pero…»Inmediatamente me hice con La rosa de arena, Encore un instant de bonheur y, por supuesto, Les jeunes filles. Y podría decir, parafraseando al maestro: «Mi adolescencia transcurrió arropada por Gide».

Pero no había pasado un año cuando vi cómo mi Dios descendía del Olimpo. Denuncia a Stalin, que había sido su pródigo anfitrión, como un déspota que «avasalla», aterroriza y humilla a su pueblo. La acusación, publicada en el semanario Vendredi, constituye un auténtico golpe intelectual y afectivo, pues no se podía negar que el autor de los Alimentos había sido recibido en la Unión Soviética, según se decía, como «un jefe de Estado». Al no proceder de una víctima, su deserción era aún más eficaz y violenta. Quemar lo que se había adorado era de una osadía sin precedentes. De ese modo, al acabar con una religión, el gran burgués protestante consternó a toda una generación. Aquello era excesivo. Curiosamente, pues, seguí a Gide en dos impulsos heroicos: el de la fe y el de la iconoclasia. En otras palabras, Gide podía ser «pedófilo, avaro y antisemita», pero una vez dicho esto, no se había dicho nada si no se recordaba el papel desempeñado por un librito titulado Regreso de la URSS, publicado en 1936 y cuya repercusión intelectual e histórica fue considerable.

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André Gide

A partir de este momento, el lector de Gide debía intentar hallar su camino en lo que se convertía en un laberinto de contradicciones. En mi caso, era mucho más fácil encontrar ese camino porque yo lo había hecho mío y porque la verdad de Gide se hallaba precisamente en la contradicción. Recuperamos de repente a ese hombre franco, de apariencia un tanto asiática, de ojos achinados y mirada atenta, al que le gusta vestir una capa romántica incluso cuando está sentado al piano. Un hombre que, partiendo de la estética de la rebeldía hedonista, del individualismo pagano, enamorado de lo insólito, de los contrarios e incluso de lo contradictorio, encontrará su salvación en el autor de Zaratustra. En realidad, es de Gide de quien adquiriré para siempre el sentido y la necesidad de lo que hoy se llama complejidad. Una afirmación no es válida si no incluye su contrario: si no se revela compleja. Tengo la sensación, extraña o presuntuosa, de haber introducido ese concepto en mi oficio antes de que fuera teorizado en una obra de reconocida ambición científica [Edgar Morin]. Más tarde, descubrí con pesar que Gide no había leído al teólogo mallorquín Ramón Llull. En una de sus innumerables obras, El libro del gentil y los tres sabios, solo se encuentra a Dios tras un viaje a las diferencias y las contradicciones.

Volviendo a Nietzsche, ese liberador visionario que rompe con la angustia del pecado original para afirmar una libertad en marcha, Gide va de éxtasis en éxtasis cuando, en 1895, durante el viaje de novios con su mujer y prima Madeleine, sigue sus huellas. «Me parecía», dirá Gide, «que me iba quitando velos poco a poco o que entraba en mí paso a paso […] Siempre que vuelvo sobre Nietzsche, me doy cuenta de que no se puede decir nada más, y me desespera; por qué tuvo que existir; me hubiera gustado con locura ser él; descubro uno a uno todos mis pensamientos secretos».

Gide se preciará de ser el primero en dar a conocer o, al menos, el que mejor lo hace, la intensidad y el sentido de la revolución nietzscheana. El texto que escribe entonces es de una humildad casi mística. Sin duda alguna, Nietzsche lo había dicho todo, todo lo que el propio Gide habría querido decir, todo lo que a él le hubiera gustado ser el primero en decir. Hay grandes textos: los de Rousseau sobre Plutarco, el de Lévi-Strauss sobre Marcel Mauss tras haber leído su Ensayo sobre los dones, el homenaje de Paul Veyne a René Char o el de Virginia Woolf a Proust. Pero nada me conmovió más, en la época en que lo leí, que el texto de Gide sobre Nietzsche. Hasta el punto de que me preguntaba si no había que preferir Nietzsche a Gide.

Gide murió el 19 de febrero de 1951, en la rue Vaneau, I bis, tras escribir Así sea o la suerte está echada. Luego, un gideano de alta alcurnia, Roger Stéphane, escribirá Tout est bien. Ambos citan continuamente a Kirilov, el héroe de Dostoievski en Los poseídos.

Jean Daniel LA RAZÓN MÉXICO

Jean Daniel (Bilda, 21 julio 1920 – París, 19 febrero 2020) / La Razón de México

 

Cit. Jean Daniel, Los míos, trad. María Cordón Vergara y Malika Embarek López, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012, pp. 47-58.

Pensamientos /// Giacomo Leopardi (1845)

«Bella y amable ilusión es aquella por la cual los días de los aniversarios de un acontecimiento que, en verdad, no tiene más relación con ellos que con cualquier otro día del año, parece tener con él una relación particular, y que, casi como una sombra del pasado, resurja y vuelva siempre en los mismos días, y se nos muestre delante, con lo que se atenúa en parte el triste pensamiento de la anulación de lo que fuera en su día, y se alivia el dolor de muchas pérdidas, pues parece como si con el dolor de estas conmemoraciones, lográramos que lo que pasó y ya no vuelve no se haya extinguido ni perdido del todo. De la misma manera que encontrándonos en lugares en los que han acaecido cosas memorables en sí mismas, y diciendo: aquí sucedió esto y lo otro, nos creemos, por así decirlo, más próximos a aquellos acontecimientos que si nos encontramos en otro lugar. Así, cuando decimos: hoy hace un año o tantos años que sucedió tal o cual cosa, nos parece, por así decirlo, que esa cosa está más presente o que se encuentra menos alejada de nosotros que otros días. Se encuentra esta ilusión tan arraigada en el hombre que me parece que se puede creer con esfuerzo que su aniversario sea tan ajeno a lo celebrado como cualquier otro día. De aquí el celebrar anualmente los recuerdos importantes, tanto los religiosos como los civiles, tanto los públicos como los privados, los de los natalicios como los de las muertes de las personas queridas, y otros similares; todo ello es algo común a las naciones que tienen o han tenido recuerdos o calendario. Y he observado, interrogando con tal fin a varias personas, que los hombres sensibles y los habituados a la soledad o a conversar consigo mismos, suelen ser muy amigos de los aniversarios y de vivir, por así decirlo, de tal género de recuerdos, recapacitando siempre y diciéndose para sí: “Hace años, en este mismo día, me sucedió esto o aquello…”».

Filippo Palizzi

Filippo Palizzi, Muchacha sobre una roca en Sorrento, ca. 1871 / Fondazione Balzan (Milán)

 

Giacomo Leopardi, Cantos. Pensamientos, trad. Antonio Colinas, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2006, pp. 329-330.