Tal vez menos que ningún otro libro escrito por mí, o por cualquier otra persona, precisa este volumen de prefacio. Sin embargo, y puesto que todos los demás —incluida la Memoria personal [A Personal Record, 1912], que no es sino un fragmento de biografía— van a llevar su correspondiente Nota de Autor, no puedo en modo alguno dejar a éste sin la suya, no fuera a crearse por ello una falsa impresión de indiferencia o hastío. Veo con toda nitidez que no va a ser tarea fácil. Siendo la necesidad —madre de la invención— enteramente inconcebible en este caso, no sé qué inventar a manera de exposición; y al ser, asimismo, la necesidad el mayor incentivo posible para el esfuerzo, ni siquiera sé por dónde empezar a esforzarme. Aquí cuenta también la inclinación natural. Toda mi vida he tenido aversión al esfuerzo.
Bajo estas descorazonadoras circunstancias me veo, sin embargo, forzado a proseguir por un sentido del deber. Esta nota es algo prometido. En menos de lo que dura un minuto me impuse, con unas cuantas palabras poco cautas, una obligación que desde entonces no ha cesado de oprimirme el corazón.
Pues este libro es una muy íntima revelación; ¿y qué pueden añadir de revelador unas pocas páginas más a otras trescientas, aproximadamente, de muy sinceras confidencias? He intentado aquí poner al descubierto, con la falta de reserva de una confesión de última hora, los términos de mi relación con el mar, que, habiéndose iniciado misteriosamente, como cualquiera de las grandes pasiones que los dioses inescrutables envían a los mortales, se mantuvo irracional e invencible, sobreviviendo a la prueba de la desilusión, desafiando al desencanto que acecha diariamente a una vida intensa; se mantuvo preñada de las delicias del amor y de la angustia del amor, afrontándolas con lúcido júbilo, sin amargura y sin quejas, desde el primer hasta el último momento.
Subyugado pero nunca abatido, rendí mi ser a esa pasión que, diversa y grande como la vida misma, también tuvo esos periodos de maravillosa serenidad que incluso una amante inconstante puede a veces proporcionar sobre su aplacado pecho, lleno de ardides, lleno de furia y, sin embargo, capaz de arrebatadora dulzura. Y si alguien apuntara que se trata, sin duda, de la lírica ilusión de un viajo corazón romántico, ¡le respondería que durante veinte años yo viví con mi pasión como un ermitaño! Más allá de la línea del horizonte marino el mundo no existía para mí con tanta certidumbre como no existe para los místicos que se refugian en las cumbres de altas montañas. Hablo ahora de esa vida interior que contiene lo mejor y lo peor de cuanto puede acaecernos en las inestables profundidades de nuestro ser y donde un hombre debe, en efecto, vivir solo, pero sin tener que renunciar por ello a toda esperanza de mantener contacto con sus semejantes.
Quizá no tenga nada más que decir, en esta concreta ocasión, sobre estas mis palabras de despedida, sobre este mi ánimo postrero hacia mi gran pasión por el mar. La llamo grande, porque para mí lo fue. Otros podrán llamarla insensato encaprichamiento. Eso se ha dicho de toda historia de amor. Pero, sea como fuere, persiste el hecho de que se trataba de algo demasiado grande para las palabras.
Esto yo siempre lo sentí vagamente; y en consecuencia las páginas que siguen quedan como una confesión verídica de hechos reales que tal vez pueda transmitir, a alguien caritativo y amistoso, la verdad interior de casi una vida entera. No puede decirse que de los dieciséis a los treinta y seis años sea una eternidad, pero es, sin embargo, un buen trecho de esa clase de experiencia que lentamente le enseña a uno a ver y a sentir. Para mí constituye un periodo claro y distinto; y cuando, por así decirlo, emergí de él y penetré en otra atmósfera, y me dije: «Debo hablar ahora de todo esto o seguir ya siendo un desconocido hasta el final de mis días», fue con la arraigada e inquebrantable esperanza, que le acompaña a uno tanto a través de la soledad como a través de una multitud de, finalmente, algún día, en algún momento, hacerme entender.
¡Y a fe mía que lo he logrado! He sido entendido tan cabalmente con puede uno serlo en este mundo nuestro que parece estar compuesto principalmente de enigmas. Se han dicho cosas sobre este libro que me han conmovido hondamente; tanto más hondamente cuanto que fueron expresadas por hombres cuya profesión declarada era entender y analizar, y explicar… en una palabra, por los críticos literarios. Se pronunciaron según sus consciencias, y algunos dijeron cosas que me hicieron alegrarme y lamentar a la vez el haber acometido un día esta confesión. Turbia o nítidamente, percibieron el carácter de mi intención y acabaron por juzgarme digno de haber llevado a cabo tal intento. Vieron que tenía un carácter revelador, pero en algunos casos consideraron que la revelación no era completa.
Uno de ellos dijo: «Al leer estos capítulos, uno está siempre esperando la revelación: pero la personalidad no se revela nunca del todo. Tan sólo podemos decir que a Mr. Conrad le ocurrió tal cosa, que conoció a tal hombre y que así pasó la vida por él dejándole estos recuerdos. Son la relación de los sucesos de su vida, de sucesos no siempre llamativos o decisivos, sino más bien de esos sucesos fortuitos que por ninguna razón definida se quedan grabados en la mente y se repiten mucho después en la memoria como símbolos de no se sabe qué sagrado ritual que se celebra detrás del velo».
A ello sólo puedo contestar que este libro escrito con absoluta sinceridad no oculta nada… a no ser la mera presencia corpórea del escritor. En estas páginas hago una confesión completa, no de mis pecados, sino de mis emociones. Es el mejor tributo que mi piedad puede rendir a los configuradores últimos de mi carácter, de mis convicciones, y en cierto sentido de mi destino: al mar imperecedero, a los barcos que ya no existen y a los hombres sencillos cuyo tiempo ya ha pasado.
Cit. Joseph Conrad, El espejo del mar, trad. Javier Marías, Barcelona, Orbis, 1988, pp. 25-30.