El genio, al mercado /// Giovanni Papini (1909)

Los curas no se hacen pagar los sacramentos, pero los poetas se hacen pagar las poesías y los filósofos los pensamientos. Y no se sonrojan, y no se esconden, y no se rebelan. Si chillan por algo, estos judas, chillan porque las monedas son pocas y tardan.

¿No son, acaso, las palabras del genio cosas divinas dadas por Dios, como el bautismo o la comunión? ¿No sois, vosotros que creáis —digo solamente vosotros y no los granujas que os imitan y os ofenden—, no sois vosotros, como los Apóstoles, vasos de elección, voces matutinas o crepusculares de lo eterno, y no baja sobre vuestras cabezas, no siempre indignas, la llama del Espíritu Santo, y no sopla, en algunas horas, sobre vuestra cara el aliento del espíritu humano? Si no sabéis ni tan sólo quiénes sois, ¿por qué habláis? Si no tenéis en el corazón la altiva soberbia de quien sabe que posee unos bienes que todo el oro del mundo no puede comprar, ¿por qué gemís sobre la miseria de los ingenios?

Tenéis siempre en la boca el espíritu. Espíritu, espíritu, espíritu… ¡Afortunada palabra! Hoy día, incluso los más exquisitos adoradores del fango, los más viles servidores de la tierra de las mil tetas, dicen o escriben esta bella palabra setenta y siete veces al día. Pero ¡qué espíritu! Las más de las veces hacéis espíritu, en otro sentido, en el sentido social y francés, sin advertir mientras tanto la torpe mudanza que se realiza en vosotros y en torno a vosotros. Lo que de mejor os dicta la divinidad, que habita de cuando en cuando en vuestra cabeza mortal, se convierte en vestidos, en cosas para comer, en botellas para beber; en una palabra, hacéis que el Espíritu vuelva a ser Materia, que el Alma se convierta en Cuerpo.

Tú, escritor, que sacas de ti mismo, como la araña, tu obra y que te pagan por ésta, tienes el valor de transformar el recuerdo de un amor dulce y lejano en un abrigo; la imagen de un mar tempestuoso, en un café con leche; la melancolía de un domingo de otoño, en una cena; la furia de una pasión, en un sombrero; la memoria de una aventura sangrienta o grotesca, en varios barriles de vino; la invención de un caso dramático, en una casa de campo; el motivo angustioso de un abandono, en un automóvil; el relámpago de una intuición, de una clara verdad, en una provisión de manteles y sábanas… Y basta, que mi estómago no lo tolera. ¿Quisierais negar que sois unos alquimistas al revés, que convierten en oro, no ya metales innobles, sino tesoros más preciados que el oro, los tesoros que brotan milagrosamente de lo más profundo del alma? Así es: también el genio se hace pagar y sus palabras se convierten en dinero, y el dinero, en cosas, y las cosas en satisfacción del cuerpo, y el Diablo ríe. Sí: se ríe del comercio y de los malos tratos del intercambio.

Ya sé, ya sé la excusa que tenéis en la punta de la lengua. Decís, apoyándoos en San Pablo, que el ministro debe vivir del altar. Pero si esto justifica a una casta poco fervorosa que desde hace muchos siglos ha hecho del apostolado una carrera, no basta para lavaros a vosotros, a quienes Dios inviste cada vez. Y sois sacerdotes del espíritu, no para recitar siempre las mismas palabras, sino para decir a cada nuevo día una palabra nueva, o volver a decir las antiguas palabras con nueva fuerza. No, no; esta excusa vale para vuestros imitadores, para los falsos genios, para los jibosos ingeniosos, para los revendedores al detalle de la genialidad artificial. Estos fabrican las imágenes como quien hace calceta y rellenan un libro como los salchicheros embuten las salchichas: se trata de hombres serviles y es justo que reciban el precio de su jornal de peón. Pero vosotros ¡no y no! Que tienda la mano el articulista, pero no el filósofo; que abra la bolsa el poetastro laureado por el público de mal gusto, pero no el poeta; que engorde su cartera el cocinero de alegres novelas o de ralas paradojas, pero no el creador de nuevos espíritus o de nuevas verdades. ¡Atrás, Satanás mercader, que quieres ganar el nueve por ciento sobre mis sueños y mis tristezas!

Otra excusa es ésta: que os pagan poco. Tanto peor. Ya que os hacéis los traidores y vendéis las cosas sagradas, ¡por lo menos no representéis el papel de vendedores inhábiles! Además, la parvedad del precio excusa todavía menos vuestra debilidad. No importa lo poco o lo mucho: basta el hecho de vender, ¡aunque sea por un céntimo!

La vida del hombre grande debe ser un martirio; es preciso pagar la grandeza interior y la gloria eterna con la miseria externa. Uno de los vuestros, Baudelaire, os dijo qué maldiciones se pronuncian cuando uno nace poeta. Tales maldiciones acompañan a la aparición de todo héroe. ¿Os parece mucho pagar la sublimidad de la creación y del descubrimiento con bastante menos condumio y algún que otro remiendo en los vestidos? Si queréis vivir y ser grandes, no vendáis vuestra grandeza; haced más bien de zapateros, haced más bien de colilleros. Entre la miseria y la traición, escoged, ¡escoged, si queréis, la embriaguez del hambre y de la soledad! Os hartáis de decir que vuestra venta no es una venta, porque os quedáis, como antes, dueños de vuestra obra. No es verdad, ¡en nombre de Dios que no es verdad! No sabéis cuántas veces vuestra imaginación se desvía y vuestro pensamiento se frena por la perspectiva confusa del público, del negociante, del dinero. Y si vendéis una obra que haya brotado enteramente del alma en movimiento, después, cuando la habéis contratado, impreso en varias ediciones, y la habéis enviado por el mundo para que la compren muchos,  ya no es vuestra, ya no es la misma. Contemplad un cuadro de tema sacro en el salón de un aficionado moderno. La Virgen ya no es la Virgen; es una buena campesina vestida de azul turquesa. Jesús ya no es Jesús; es un muchachote simpático que más tarde irá detrás de las ovejas. Sacadlo de la iglesia y lo sagrado desaparece. Así sucede con la obra grande. Ponedla en el escaparate, explotadla para pagar el alquiler y la cuenta del carnicero, y os daréis cuenta de que el bello espejo de vuestra primera alma queda manchado por algún feo reflejo. Se percibe el ruido del papel sellado, un vago olor de ternera guisada; los personajes queridos por vuestro corazón van adquiriendo, poco a poco, la librea de los esclavos, destinados a ganar vuestra manutención. Y la gente, al saber que vendéis esas bellezas a tanto la palabra, puede llegar a creer que esos pedazos de vuestra alma son otras tantas ficciones para poder vivir mejor.

«Dad gratuitamente lo que habéis recibido gratuitamente», decía Jesús a los Doce. ¿No habéis recibido, acaso, gratuitamente las buenas nuevas que anunciáis al mundo con vuestros poemas y vuestras filosofías? ¿Os imagináis que sois grandes porque habéis leído muchos libros y aprendido muchas palabras? Haced otro oficio y no ensuciéis los dones que habéis recibido del Dios desconocido. San Pablo vivía fabricando tela para tiendas; haceos vosotros fabricantes de látigos y dad con ellos en el morro de todos los mercaderes que embarazan con sus barracones de fruslerías el templo del Genio, de la Belleza y de la Verdad.

 

Giovanni Papini, Virilidad (1915), trad. José Miguel Velloso, en Obras, tomo III, Madrid, Aguilar, 1959, pp. 13-15.

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