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«Muerte de Narciso» /// José Lezama Lima (1937)

Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo

envolviendo los labios que pasaban

entre labios y vuelos desligados.

La mano o el labio o el pájaro nevaban.

Era el círculo en nieve que se abría.

Mano era sin sangre la seda que borraba

la perfección que muere de rodillas

y en su celo se esconde y se divierte.

Vertical desde el mármol no miraba

la frente que se abría en loto húmedo.

En chillido sin fin se abría la floresta

al airado redoble en flecha y muerte.

¿No se apresura tal vez su fría mirada

sobre la garza real y el frío tan débil

del poniente, grito que ayuda la fuga

del dormir, llama fría y lengua alfilereada?

Rostro absoluto, firmeza mentida del espejo.

El espejo se olvida del sonido y de la noche

y su puerta al cambiante pontífice entreabre.

Máscara y río, grifo de los sueños.

Frío muerto y cabellera desterrada al aire

que la crea, del aire que le miente son

de vida arrastrada a la nube y a la abierta

boca negada en sangre que se mueve.

Ascendiendo en el pecho sólo blanda,

olvidada por un aliento que olvida y desentraña.

Olvidado papel, fresco agujero al corazón

saltante se apresura y la sonrisa al caracol.

La mano que por el aire líneas impulsaba,

seca, sonrisas caminando por la nieve.

Ahora llevaba el oído al caracol, el caracol

enterrando firme oído en la seda del estanque.

Granizados toronjiles y ríos de velamen congelados,

aguardan la señal de una mustia hoja de oro,

alzada en espiral, sobre el otoño de aguas tan hirvientes.

Dócil rubí queda suspirando en su fuga ya ascendiendo.

Ya el otoño recorre las islas no cuidadas, guarnecidas

islas y aislada paloma muda entre dos hojas enterradas.

El río en la suma de sus ojos anunciaba

lo que pesa la luna en sus espaldas y el aliento que en halo

convertía.

Antorchas como peces, flaco garzón trabaja noche y cielo,

arco y castillo y sierpes encendidos, carámbano y lebrel.

Pluma morada, no mojada, pez mirándome, sepulcro.

Ecuestres faisanes ya no advierten mano sin eco, pulso

desdoblado:

los dedos en inmóvil calendario y el hastío en su trono

cejijunto.

Lenta se forma ola en la marmórea cavidad que mira

por espaldas que nunca me preguntan, en veneno

que nunca se pervierte y en su escudo ni potros ni faisanes.

Como se derrama la ausencia en la flecha que aísla

y como la fresa respira hilando su cristal,

así el otoño en que su labio muere, así el granizo

en blando espejo destroza la mirada que le ciñe,

que le miente la pluma por los labios, laberinto y halago

le recorre junto a la fuente que humedece el sueño.

La ausencia, el espejo ya en el cabello que en la playa

extiende y al aislado cabello pregunta y se divierte.

Fronda leve vierte la ascensión que asume.

¿No es la curva corintia traición de confitados mirabeles,

que el espejo reúne o navega, ciego desterrado?

¿Ya se siente temblar el pájaro en mano terrenal?

Ya sólo cae el pájaro, la mano que la cárcel mueve,

los dioses hundidos entre la piedra, el carbunclo y la

doncella.

Si la ausencia pregunta con la nieve desmayada,

forma en la pluma, no círculos que la pulpa abandona

sumergida.

Triste recorre —curva ceñida en ceniciento airón—

el espacio que manos desalojan, timbre ausente

y avivado azafrán, tiernos redobles sus extremos.

Convocados se agitan los durmientes, fruncen las olas

batiendo en torno de ajedrez dormido, su insepulta tiara.

Su insepulta madera blanda el frío pico del hirviente cisne.

Reluce muelle: falsos diamantes; pluma cambiante: terso

atlas.

Verdes chillidos: juegan las olas, blanda muerte el relámpago

en sus venas.

Ahogadas cintas mudo el labio las ofrece.

Orientales castillos cuelan agua de luna.

Los más dormidos son los que más se apresuran,

se entierran, pluma en el grito, silbo enmascarado, entre

frentes y garfios.

Estirado mármol como un río que recurvado o aprisiona

los labios destrozados, pero los ciegos no oscilan.

Espirales de heroicos tenores caen en el pecho de una

paloma

y allí se agitan hasta relucir como flechas en su abrigo de

noche.

Una flecha destaca, una espalda se ausenta.

Relámpago es violeta si alfiler en la nieve y terco rostro.

Tierra húmeda ascendiendo hasta el rostro, flecha cerrada.

Polvos de luna y húmeda tierra, el perfil desgajado en la nube

que es espejo.

Frescas las valvas de la noche y límite airado de las conchas

en su cárcel sin sed se destacan los brazos,

no preguntan mortales en estrías de abejas y en secretos

confusos despiertan recordando curvos brazos y engaste de la

frente.

Desde ayer las preguntas se divierten o se cierran

al impulso de frutos polvorosos o de islas donde acampan

los tesoros que la rabia esparce, adula o reconviene.

Los donceles trabajan en las nueces y el surtidor de frente a

su sonido

en la llama fabrica sus raíces y su mansión de gritos

soterrados.

Si se aleja, recta abeja, el espejo destroza el río mudo.

Si se hunde, media sirena al fuego, las hilachas que surcan el

invierno

tejen blanco cuerpo en preguntas de estatua polvorienta.

Cuerpo del sonido el enjambre que mudos pinos claman,

despertando el oleaje en lisas llamaradas y vuelos sosegados,

guiados por la paloma que sin ojos chilla,

que sin clavel la frente espejo es de ondas, no recuerdos.

Van reuniendo en ojos, hilando en el clavel no siempre

ardido

el abismo de nieve alquitarada o gimiendo en el cielo

apuntalado.

Los corceles si nieve o si cobre guiados por miradas la súplica

destilan o más firmes recurran a la mudez primera ya sin

cielo.

La nieve que en los sistros no penetra, arguye

en hojas, recta destroza vidrio en el oído,

nidos blancos, en su centro ya encienden tibios los corales,

huidos los donceles en sus ciervos de hastío, en sus bosques

rosados.

Convierten si coral y doncel rizo las voces, nieve los caminos,

donde el cuerpo sonoro se mece con los pinos, delgado

cabecea.

Mas esforzado pino, ya columna de humo tan aguado

que canario es su aguja y surtidor en viento desrizado.

Narciso, Narciso. Las astas del ciervo asesinado

son peces, son llamas, son flautas, son dedos mordisqueados.

Narciso, Narciso. Los cabellos guiando florentinos reptan

perfiles,

labios sus rutas, llamas tristes las olas mordiendo sus

caderas.

Pez del frío verde el aire en el espejo sin estrías, racimo de

palomas

ocultas en la garganta muerta: hija de la flecha y de los cisnes.

Garza divaga, concha en la ola, nube en el desgaire,

espuma colgaba de los ojos, gota marmórea y dulce plinto no

ofreciendo.

Chillidos frutados en la nieve, el secreto en geranio

convertido.

La blancura seda es ascendiendo en labio derramada,

abre un olvido en las islas, espada y pestañas vienen

a entregar el sueño, a rendir espejo en litoral de tierra y roca

impura.

Húmedos labios no en la concha que busca recto hilo,

esclavos del perfil y del velamen secos el aire muerden

al tornasol que cambia su sonido en rubio tornasol de cal

salada,

busca en lo rubio espejo de la muerte, concha del sonido.

Si atraviesa el espejo hierven las aguas que agitan el oído.

Si se siente en su borde o en su frente el centurión pulsa en

su costado.

Si declama penetran en la mirada y se fruncen las letras en el

sueño.

Ola de aire envuelve secreto albino, piel arponeada,

que coloreado espejo sombra es del recuerdo y minuto del

silencio.

Ya traspasa blancura recto sinfín en llamas secas y hojas

lloviznadas.

Chorro de abejas increadas muerden la estela, pídenle el

costado.

Así el espejo averiguó callado, así Narciso en pleamar fugó

sin alas.

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José Lezama Lima, Poesía completa, edición de César López,

Madrid, Sexto Piso, 2016, pp. 11-18.