«¡Familia, hogares herméticos, cómo os odio!»
«Es bueno seguir la pendiente con tal que sea cuesta arriba.»
«Cuando habla desde el corazón se diría que se ha tragado una escoba.»
«Jules Renan siempre da la nota justa, pero en pizzicato.»
«Cuanto menos inteligente es el blanco, más estúpido le parece el negro.»
«El arte nace de trabas y muere de libertad.»
«Con buenos sentimientos se hace mala literatura.»
«Llamo periodismo a todo lo que mañana valdrá menos que hoy.»
«He recibido a un curioso joven [Bernard Lazare] que creía que había algo por encima de la literatura.»
«No desees, Nathanael, buscar a Dios en ninguna parte más que en todas partes.»
«Y ahora tira mi libro. Haz de ti, paciente o impacientemente, el más irreemplazable de los seres.»
Antes de cumplir cuarenta años, Gide es ese escritor de quien cualquier sociedad intelectual, no solo la parisina, cita frases como las anteriores que me han venido a la mente de corrido, sin pensar. He olvidado algunas, pero en un instante las recordaré. Ya en esa época, todo el mundo sabe que en París tenemos un Chesterton o un Oscar Wilde en el autor de Paludes y de Los sótanos del Vaticano. Su universo es la literatura y solo la literatura. No solo está impregnado de ella, sino que se siente capaz de juzgar que corre peligro y teme que la literatura —¡y sobre todo él mismo!— se asfixie. En su opinión, hay que abrir las ventanas de par en par y dejar entrar el viento marero.
Perdió a su padre, un profesor originario de las Cévennes, a los once años. Su madre, protestante de origen normando, solo le impuso que aprendiera piano, instrumento que tocará durante toda su vida. Es el heredero de una gran familia de provincias, hugonota, austera y puritana. Si su padre no hubiera muerto, si sus orígenes hubieran sido católicos, probablemente su trayectoria se hubiera parecido a la de François Mauriac en Burdeos. La familia, ese hogar hermético que él odia, la compone una gente a la que no ha tenido tiempo de soportar. Gente de una tradición implacable e interiorizada. Tanto, que tras la muerte de su madre en 1895, decide celebrar un «matrimonio blanco» con su prima Madeleine Rondeaux. Durante su viaje de novios por Italia y Suiza, por lugares como Sils-Maria, célebres gracias al autor de Zaratustra, descubre con entusiasmo que Nietzsche le incita a liberarse de todas las trabas. Se liberará de la última (la negación a asumir su homosexualidad) cuando decida realizar, sin Madeleine, su gran viaje iniciático al sur argelino. Un viaje que le hará escribir más tarde: «Mi juventud transcurrió cubierta de arrugas, de unas arrugas que mis padres labraron pacientemente, aunque intuyo que mi auténtica juventud va a comenzar en la aurora de mi vejez».
La libertad le embriaga, y el deseo. En realidad, el deseo del deseo: «Iba a buscar en el desierto mi sed», escribe en Los alimentos terrenales, publicado a cuenta del autor por Mercure de France. En 1902, descubre con El inmoralista una de las fuentes de esa exultante felicidad. Y no dejará de beber de ella. Más tarde, enfermo de tisis, conocerá la famosa felicidad de los convalecientes. Con frecuencia he descrito esa dicha al hablar de Camus y de mí mismo. Ese renacer entre dos enfermedades graves conduce a una forma superior de existencia, una especie de amistad o de intimidad con la vida. Antes del viaje de Gide a Argelia y su estancia en Biskra, su médico le aconseja: «En cuanto vea el más pequeño lago, charco de agua, no lo dude: ¡Tírese! ¡Sumérjase!». Abandonó París y Cuverville tras haber vendido su biblioteca y roto los tabúes.
No sabe bien con qué se va a encontrar pero está seguro de que será mejor que lo que deja atrás. Es un rasgo esencial de Gide. Irse, desprenderse, romper amarras, liberarse, no tanto por haber sido esclavo sino por esa curiosidad apasionada hacia todo aquello de lo que nos priva el inmovilismo, el conformismo y el respeto. En ese periodo, y a diferencia de Jean Grenier, un muro no es una superficie sino un obstáculo que hay que salvar. Lo que hay del otro lado es forzosamente mejor que lo que hay de éste, pues solo tiene cosas que ofrecer. En esa curiosidad, como en ese narcisismo que comparte con Montaigne, subyace una especie de generosidad ávida, de altruismo fascinado que le hace olvidarse de sí cuando, por ejemplo, cuestiona la justicia tras haber sido miembro de un jurado en 1912, o cuando denuncia el colonialismo francés del Chad en 1927. Ese Gide no es conocido. Al menos, no lo suficiente. Apenas recordamos que, partidario de Dreyfus, firma la petición a favor de Zola tras la publicación de su «Yo acuso». Nos olvidamos también de que al refutar Los desarraigados de Barrès, se convertirá en la primera persona que denuncia lo que hoy denominamos «identidades asesinas».
En primer lugar, señalemos que comprender a Gide es casi un desafío, pues le gusta borrar las pistas, ponerse diferentes máscaras. ¿Se trata de un arte del camuflaje? Démosle la palabra. En Los falsificadores de moneda, uno de sus protagonistas, Edouard, logra definirse, inspirándose en Dostoievski y en Proust, como un ser carente de coherencia: «No soy jamás lo que creo que soy, es algo que me ocurre continuamente, de modo que si yo no estuviera para unirlos, mi ser de la mañana no reconocería al de la noche. No hay nadie más diferente de mí que yo mismo. Únicamente en la soledad percibo a veces mi sustrato y logro una cierta continuidad primordial; pero entonces me parece que mi vida se aletarga, que se detiene y voy a dejar de ser. Mi corazón late por simpatía; solo vivo para los demás; por procuración, diría yo, por esponsales, y cuando vivo con más intensidad es cuando salgo de mí para convertirme en cualquier otra persona».
Todo el mundo se refiere a él como el autor de Paludes. Y gracias a esta novela se le perdonarán muchas cosas. Pero Simon Leys escribe sin inmutarse que es posible definir a Gide como «un pedófilo, un avaro y un antisemita». Añade que no es del todo falso, pero precisa que «una vez dicho esto, no se ha dicho nada». Y es totalmente cierto. Hay que revisar todo de nuevo, resituarlo, y como se dice hoy, «contextualizarlo».
Gide escribió, por supuesto, Corydon, que es ante todo una vigorosa y precoz defensa de la homosexualidad. Una defensa cuya originalidad no solo se debe a referencia a la civilización griega (lo que, por otra parte, ha sido rebatido), sino a una intuición inspirada por su familiaridad con las ciencias naturales. Son las sociedades las que, siguiendo el ejemplo de ciertas costumbres animales, habrían elaborado el esquema de un hombre naturalmente atraído por la mujer. Su razonamiento anticipa el de Simone de Beauvoir: la autora de El segundo sexo afirmará que no se nace mujer, se llega a serlo. Gide proclama que no se nace heterosexual, se llega a serlo. Lo que provocará escándalo no es tanto su elogio de la homosexualidad como su reputación de hacer el amor sólo con niños: condenado por los suyos por su pederastia, será puesto en la picota por los demás por su pedofilia. Gide no cambiará nunca sus costumbres, pero siempre le indignarán las reacciones que provoca su ensayo Corydon, seguramente la mejor de sus obras, como se atreve a afirmar Ramon Fernandez… digamos que la más revolucionaria.
Son conocidas las amargura y la desilusión que Gide sintió cuando Oscar Wilde terminó por renegar de su homosexualidad en la famosa prisión de Reading. Pero en realidad, Corydon, escritoa en 1911, no será publicado hasta 1924 y, según Ramon Fernandez, fue una réplica a Sodoma y Gomorra de Proust, publicado en 1922. Para Proust, el sufrimiento y la angustia son el precio que hay que pagar por la pederastia. Gide le responde con la felicidad y la plenitud de Corydon.
Tras la publicación del libro, todos sus amigos le dan la espalda. Sobre todo, André Breton y Roger Martin du Gard. Cocteau, Montherlant y Julien Green, también homosexuales, se callan. Era una época en que se consideraba una audacia decir que Verlaine, Rimbaud, Miguel Ángel o Leonardo da Vinci que «aunque homosexual, hizo una gran obra». Fernandez, citado por su hijo Dominique, responde, refiriéndose a Corydon: «Por ser homosexual es por lo que Gide hizo una gran obra». Tesis más frívola que audaz y que llevará a algunos a sostener, más tarde, que fue la homosexualidad la que determinó la solidaridad de François Mauriac con los vascos españoles víctimas de Franco, y con la Resistencia y el gaullismo. Como dirá Clavel, ya no basta con convencernos de que los homosexuales son normales. Tienen que ser superiores.

La prensa internacional en el bar del Tunisia Palace (Túnez, 1960) / Studio Kahia
Lo importante en Corydon es la afirmación de que la pederastia no es en absoluto «antinatural», según la expresión de Chesterton. Y lo importante en Gide es la idea de la naturaleza. Es imposible que ésta haga del heterosexual un ser normal, y del homosexual un marginado, un enfermo, un demente o un «minusválido», según la expresión de Juan Pablo II.
Gide establece una distinción entre el pederasta y el invertido que hasta los gays de hoy rebaten. Para Gide, el pederasta es Corydon, todo dulzura y embeleso; el invertido es Monsieur de Charlus, todo amargura y sufrimiento. Esta distinción, que llega hasta negar un papel social o intelectual a la mujer, ignora, por su referencia a la Grecia clásica y al gineceo, cualquier evolución del feminismo y la feminidad. Hay un fallo en las tesis de Gide que, si no me equivoco, nadie ha denunciado y que subraya, sin pretenderlo, el término pedófilo, y es que jamás se habla de la autonomía de los jóvenes amantes, de sus reacciones y de su destino. ¿Los niños están tan embriagados como el lírico autor de los Alimentos? ¿Y qué fue de todos esos niños del amor griego cuando llegaron a la edad adulta?
En cuanto a la acusación de avaricia, es muy difícil de matizar. Gide era un gran burgués avaro. Poseía bienes, se preocupaba de su rentabilidad y de conservarlos, tenía mucho cuidado con los gastos, y el personal de su castillo de Cuverville se reducía al mínimo, pero era esencial que hubiera una gobernanta para cuidara de que nadie hiciera el menor ruido mientras dormía la siesta. Era un hombre de anécdotas. Un día, cuando va a tomar el tren con su amigo Roger Martin du Gard, probablemente para ir a Uzès, se alarma al no encontrar los dos billetes que el revisor le pide. Termina por encontrar uno y le dice a Roger Martin du Gard: «Querido amigo: es terrible, he perdido su billete». Se conocen más historias de ese tipo. Siempre son las mismas anécdotas, contadas con las mismas palabras. Catherine Gide, su hija, dice que jamás daba una propina, pero que a veces, y tras pensárselo, podía ser generoso con un amigo que se encontraba en dificultades. No era insensible al deber de caridad que impone el protestantismo, pero cuando llegaba a un lugar donde debía pasar unos días, se inquietaba y se preguntaba: «¿Está usted seguro de que aquí no hay mucha miseria?». Elogia la austeridad pero raramente la pobreza. Salvo cuando, durante su «conversión» al comunismo, descubre al «proletariado» y afirma estar dispuesto a cualquier sacrificio. Pero digamos que, si el Avaro de Molière es como lo interpreta Michel Bouquet, es decir, un personaje que solo está enamorado de sus bienes, Gide no es su arquetipo. No olvidemos que de El inmoralista se publicaron trescientos ejemplares y que él pagó la edición de Los almentos terrenales.

Jean Daniel y Fidel Castro (La Habana, nov. 1963) / Marc Riboud
Pasemos ahora al antisemitismo. Al abordar esta cuestión es necesario recordar el contexto del momento. Como diría Bernanos, el nazismo aún no había deshonrado al antisemitismo. Todo antisemita tenía «amigos israelitas». En el seno de las élites, los grandes maestros, de Durkheim a Bergson, eran judíos. Gide, sin saberlo, era antisemita de un modo peligroso, porque consideraba como una especie de contaminación la aportación de los judíos más franceses al ámbito del genio y, sobre todo, de la lengua. Cuando habla de una obra de Porto-Riche o incluso de Henri Bernstein, Gide les reconoce virtudes, pero se pregunta por qué siente malestar, desazón, por qué le parece estar un tanto sucio, como impregnado por un insidioso veneno. Y afirma esforzarse en vano por encontrar algo de nobleza en esa literatura.
Gide habría ido aún más lejos si no hubiera sido enemigo de Barrès. Nos olvidamos del ascendente, el prestigio, la autoridad del autor de La colina inspirada. Duró mucho tiempo. Barrès tuvo herederos. Se ha dicho de Mauriac, de Montherlant, de Aragon, que fueron en mayor o menor medida hijos de Barrès. Pero no eran contemporáneos del padre. Cuando Gide lee los Cahiers de Barrès, exclama que esos famosos diarios representan todo lo que él detesta. Y, además, a diferencia de Barrès, Gide es partidario de Dreyfus y también amigo de León Blum. ¡Esa amistad! ¿Fue realmente compartida? Jamás lo sabremos. ¿Acaso no tuvo Blum, esa alma noble, el candor de ir a ver a Barrès esperando arrancarle su apoyo a Dreyfus? En cualquier caso, sentía admiración e incluso ternura hacia Gide. Tras la muerte de Blum, fue a visitar a su viuda, que le dijo esta frase desconcertante: «León decía que usted no solo era un amigo sino su único amigo». Gide no supo qué hacer con semejante confidencia…
¿Fue Gide antisemita? Sí, pero a la antigua. Es decir, cuando no se trataba de exterminio, de persecución, ni de la más mínima exclusión. Ese antisemitismo de mera aversión se expresará en casi toda la literatura. La reacción de Gide, tras la publicación de las primeras novelas de Céline, es muy edificante. Primero, como a todo el mundo, le maravilla Viaje al fin de la noche. Después, no siente sino admiración por la «excelente» Muerte a crédito. Cuando se publica el panfleto Bagatelles pour un massacre, se ve obligado a opinar que su autor es «decididamente genial», aunque solo fuera por el antisemitismo, pero al descubrir que Céline lo incluye a él, Gide, con Valéry y el resto de los escritores de la NRF en el mismo grupo que a los judíos, decide que Céline se burla del mundo, que se divierte en grado sumo y que solo da muestras de una habilidad exquisitamente pérfida a la hora de injuriar. Señalemos que el pasaje que elige de Bagatelles es quizá uno de los más inaceptables. Está claro que Gide siente un placer malsano y sospechoso a la hora de hablar de las truculencias sádicas que inspiran a Céline el odio hacia los judíos. Pero no se puede negar que sale airoso al afirmar que si Céline hubiera dicho en serio lo que vocifera, eructa y escupe, sería «indefinible». En el diario de Julien Green de junio de 1938 leemos: «Ayer por la mañana, en casa de Gide. Quería presentarme a un tal Cook, un profesor negro de la Universidad de Atlanta. Es un hombre de unos treinta años, de tez pálida, nariz corta y ganchuda; sus largos pies van calzados con zapatos blancos; las puntas están muy vueltas hacia afuera, como he comprobado en todos los judíos que he conocido. Y, en efecto, Cook tiene un cuarto de sangre judía; él mismo nos lo dijo. Habla admirablemente el francés, con una corrección y una viveza mucho más judía que negra. Nos ha causado a los dos una excelente impresión de buena voluntad e inteligencia». Así pues, un cuarto de sangre judía basta para determinar, a través de las generaciones, la postura de los pies. Julien Green no era en absoluto antisemita. Y tampoco creía en el racismo biológico. Era la época…

Jean Daniel, Katia D. Kaupp, Michelle Bancilhon, Claude Perdriel, Michel Cournot y Serge Lafaurie poco después de fundar Le Nouvel Observateur (feb. 1965) / William Klein
¿Cómo proseguir? Volviendo atrás. A la sombra de su madre, cuya notable personalidad nos ha desvelado Jean Delay, el joven Gide cree en sí mismo con una desconcertante naturalidad. Sin embargo, da la impresión de dudar de muchas cosas salvo de la literatura y del lugar que él llegue a ocupar en ella. Está decidido a no escribir más que para los happy few. Puede incluso a llegar a pensar que el éxito rápido es sinónimo de mediocridad. Cuando comienza a ser criticado sin clemencia, responde: «Ganaré el juicio, pero en la apelación». Un escritor, Emmanuel Berl, se pregunta sobre lo que más le había llamado la atención en Gide y descubre que la espontaneidad con la que nunca había dudado de sí mismo. Berl cuenta que Gide se había establecido como «gran escritor» del mismo modo que otros se establecen poniendo el carte de «Pastelero» o «Mecánico».
En la adolescencia, ya ha devorado todos los libros y se vanagloria de haber hecho acopio de su mensaje. Tras el bachillerato, se niega a perder el tiempo en la universidad. ¡Perder el tiempo! Ese adolescente considera que sus profesores no pueden enseñarle nada, que es más capaz que ellos de sacar el jugo a los literatos y la miel a los filósofos. Ya se manifiesta en él el sentido del descubrimiento. Sin ninguna consideración por los que han dedicado su vida a estudiar a los autores que él se adjudica el poder de descifrar. Así, poco a poco, más adelante, tiene la sensación de ser el único en dar a conocer al auténtico Dostoievski, al gran y único Nietzsche, pasando por el indio Rabindranath Tagore y el egipcio Taha Hussein, y transitando por Simenon y James Hadley Chase; dispensando algunos homenajes, en primer lugar a Paul Valéry, su contemporáneo, a Roger Martin du Gard —que, sorprendentemente, fue premio Nobel antes que él—, a Montherlant, a Louis Guilloux; y dejando bien claro que los dos grandes escritores son, por desgracia, Céline y Proust. En las citas del principio, he olvidado mencionar su respuesta cuando le preguntaron: «Dante representa Italia, Cervantes a España, Goethe a Alemania, Shakespeare a Inglaterra ¿y a Francia?». «A Francia, por desgracia, Victor Hugo», dijo. En 1909 fundó con Jacques Copeau, Jean Schlumberger y André Ryuters la Nouvelle Revue Française
Conocí la obra de Gide en Argelia, en una azotea privada del sol por la maldita construcción de un muro. Mathilde, mi hermana mayor, había reunido en una caja las obras de Irène Némirovsky, Paul Bourget, Rachilde, Max du Veuzit, Charles Morgan y Rosamond Lehmenn, y había puesto aparte a Colette, Oscar Wilde y Gide. El azar me llevó a hojear las páginas del Diario en las que Gide declaraba su amor por la URSS y el comunismo. Mi mirada tropezó con esta frase: «Y si tuviera que dar mi vida para garantizar el éxito de esta prodigiosa aventura, la daría sin vacilar».

Jean Daniel fue alcanzado por un avión francés en Bizerte (Túnez, 1961) / Jean Marquis
Por alguna razón que se me escapa esa declaración me impresionó mucho. Sin duda, los adolescentes del Frente Popular estaban apasionadamente politizados y predispuestos al compromiso. ¿Pero qué podía saber yo de Gide a los quince años? Tenía necesidad de creer. Me daba cuenta de mi sorprendente sensibilidad hacia la escritura. Me convertí, así, en militante, y no descubrí a Nathanaël hasta que Gide tuvo la lamentable idea de llamarlo «camarada» en Los nuevos alimentos terrenales. Añadamos que esos Alimentos me provocaron, mucho antes que Bodas, de Camus, una exaltación sensual y mística. Estaba tan hechizado que buscaba en los índices onomásticos de los libros el nombre de Gide, y si no estaba, renunciaba a leerlos. Recuerdo el artículo de un periódico que empezaba con esta frase: «Sin duda, la juventud tiene necesidad de heroísmo y Montherlant lo expresa con gran acierto, pero…». Inmediatamente me hice con La rosa de arena, Encore un instant de bonheur y, por supuesto, Les jeunes filles. Y podría decir, parafraseando al maestro: «Mi adolescencia transcurrió arropada por Gide».
Pero no había pasado un año cuando vi cómo mi Dios descendía del Olimpo. Denuncia a Stalin, que había sido su pródigo anfitrión, como un déspota que «avasalla», aterroriza y humilla a su pueblo. La acusación, publicada en el semanario Vendredi, constituye un auténtico golpe intelectual y afectivo, pues no se podía negar que el autor de los Alimentos había sido recibido en la Unión Soviética, según se decía, como «un jefe de Estado». Al no proceder de una víctima, su deserción era aún más eficaz y violenta. Quemar lo que se había adorado era de una osadía sin precedentes. De ese modo, al acabar con una religión, el gran burgués protestante consternó a toda una generación. Aquello era excesivo. Curiosamente, pues, seguí a Gide en dos impulsos heroicos: el de la fe y el de la iconoclasia. En otras palabras, Gide podía ser «pedófilo, avaro y antisemita», pero una vez dicho esto, no se había dicho nada si no se recordaba el papel desempeñado por un librito titulado Regreso de la URSS, publicado en 1936 y cuya repercusión intelectual e histórica fue considerable.

André Gide
A partir de este momento, el lector de Gide debía intentar hallar su camino en lo que se convertía en un laberinto de contradicciones. En mi caso, era mucho más fácil encontrar ese camino porque yo lo había hecho mío y porque la verdad de Gide se hallaba precisamente en la contradicción. Recuperamos de repente a ese hombre franco, de apariencia un tanto asiática, de ojos achinados y mirada atenta, al que le gusta vestir una capa romántica incluso cuando está sentado al piano. Un hombre que, partiendo de la estética de la rebeldía hedonista, del individualismo pagano, enamorado de lo insólito, de los contrarios e incluso de lo contradictorio, encontrará su salvación en el autor de Zaratustra. En realidad, es de Gide de quien adquiriré para siempre el sentido y la necesidad de lo que hoy se llama complejidad. Una afirmación no es válida si no incluye su contrario: si no se revela compleja. Tengo la sensación, extraña o presuntuosa, de haber introducido ese concepto en mi oficio antes de que fuera teorizado en una obra de reconocida ambición científica [Edgar Morin]. Más tarde, descubrí con pesar que Gide no había leído al teólogo mallorquín Ramón Llull. En una de sus innumerables obras, El libro del gentil y los tres sabios, solo se encuentra a Dios tras un viaje a las diferencias y las contradicciones.
Volviendo a Nietzsche, ese liberador visionario que rompe con la angustia del pecado original para afirmar una libertad en marcha, Gide va de éxtasis en éxtasis cuando, en 1895, durante el viaje de novios con su mujer y prima Madeleine, sigue sus huellas. «Me parecía», dirá Gide, «que me iba quitando velos poco a poco o que entraba en mí paso a paso […] Siempre que vuelvo sobre Nietzsche, me doy cuenta de que no se puede decir nada más, y me desespera; por qué tuvo que existir; me hubiera gustado con locura ser él; descubro uno a uno todos mis pensamientos secretos».
Gide se preciará de ser el primero en dar a conocer o, al menos, el que mejor lo hace, la intensidad y el sentido de la revolución nietzscheana. El texto que escribe entonces es de una humildad casi mística. Sin duda alguna, Nietzsche lo había dicho todo, todo lo que el propio Gide habría querido decir, todo lo que a él le hubiera gustado ser el primero en decir. Hay grandes textos: los de Rousseau sobre Plutarco, el de Lévi-Strauss sobre Marcel Mauss tras haber leído su Ensayo sobre los dones, el homenaje de Paul Veyne a René Char o el de Virginia Woolf a Proust. Pero nada me conmovió más, en la época en que lo leí, que el texto de Gide sobre Nietzsche. Hasta el punto de que me preguntaba si no había que preferir Nietzsche a Gide.
Gide murió el 19 de febrero de 1951, en la rue Vaneau, I bis, tras escribir Así sea o la suerte está echada. Luego, un gideano de alta alcurnia, Roger Stéphane, escribirá Tout est bien. Ambos citan continuamente a Kirilov, el héroe de Dostoievski en Los poseídos.
Cit. Jean Daniel, Los míos, trad. María Cordón Vergara y Malika Embarek López, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012, pp. 47-58.