Salvemos archivos y bibliotecas /// Massimo Firpo (2020)

El Covid-19 se propaga y la pandemia parece adquirir un ritmo más veloz a medida que se extiende por Asia, África, las Américas, gracias también a la activa colaboración de líderes políticos irresponsables. Arrastra personas, grupos sociales, lugares, naciones enteras, como la guadaña mortal de las antiguas imágenes medievales. Arrastra también las cosas, que manos infectadas pueden contaminar, aunque muchos científicos sostengan que el virus depositado sobre un objeto tiene una vida brevísima. Según algunos, se extendería también a los libros y los manuscritos que, en base a disposiciones ministeriales, después de haber sido consultados en archivos y bibliotecas, deberían ponerse, también ellos, en cuarentena sin ser tocados por nadie durante quince días. No me corresponde a mí decir si esto tiene sentido, pero observo que si estas mismas disposiciones análogas se aplicaran a todas las cosas, la vida económica y social se paralizaría, con la necesidad de poner en cuarentena las máquinas de café o el attrezzo industrial, las monedas y los billetes, los taxis y el metro, las hortalizas y los parquímetros, y quien tenga más que ponga.

Una pequeña y secundaria cuestión, se dirá. Claro, si no fuera porque una disposición como esta se acompaña de otras que, sencillamente, han paralizado archivos y bibliotecas, agonizantes ya por los continuos y severos recortes en los recursos y el personal que se han producido en los últimos años: esta falta de asumir responsabilidades hace que los agentes y los encargados de entregar libros o carpetas a menudo sean ancianos y, por tanto, los primeros en llevar a cabo un trabajo a distancia que, entre otras cosas, no pueden desempeñar. Las salas de consulta están cerradas porque los volúmenes de libre acceso que hay sobre las estanterías se han convertido en potenciales portadores del virus: depósitos enteros de libros y documentos de archivo son inaccesibles; los horarios, reducidos o reducidísimos. En realidad, el mazazo del coronavirus sólo es el último de los golpes al sistema cultural de nuestro país, que se suma a los ya asestados con una ligereza imperdonable por gobiernos italianos de todo pelaje. Basta con pensar en la universidad, sobre la que, a partir de la reforma devastadora de Luigi Berlinguer, se han encarnizado algunos ministros de diversa proveniencia política, se han acumulado recortes sin fin alguno, se han favorecido instancias corporativas y los localismos más malvados, cada cosa en la red se ha embridado con una burocracia tan costosa como inútil, y se ha sancionado regularmente la investigación de calidad hasta llegar al dramático abandono de hoy. Después se sorprenden y se lamentan de que los así llamados «cerebros» escapen rápido de este país.

Así es en la escuela, también ella objeto de continuos cuidados por ministros deseosos de consensos demagógicos, partidarios de una «buena escuela» a la cual nunca han sabido asignar funciones y contenidos, después de haberla entregado hace años al nefasto cuidado de una pedagogía insensata, sólo capaz de inventar nuevas formulitas sobre el portfolio del conocimiento, sobre el Bes [necesidades educativas especiales: bisogni educativi speciali], para no confundir con el Dsa [problemas específicos del aprendizaje: disturbi specifici dell’apprendimento], sobre planes de la oferta formativa (Pof) después convertidos en Ptof [planes trienales de la oferta formativa: piani triennali dell’offerta formativa], para llegar al Pon [programa operativo nacional: programma operativo nazionale], baremos de valoración de competencias (atención: no conocimientos) transversales o disciplinares y todo eso. Con el único resultado de haber humillado a los mejores docentes y entregado la didáctica y su valoración a la ingerencia de unos padres convencidos de que la escuela debe estar a su servicio y al de sus pequeños hiperprotegidos, aunque sumarios y vaguetes, garantizando así a todos, o casi, el conocido éxito formativo, lo que equivale a decir un decadente mix de promoción y mediocridad.

Naturalmente, violentarse con la cultura es fácil: no da dinero, no rinde y además cuesta. Se puede conseguir dinero con los conocidos eventos que tanto lucen, grandes exposiciones, festivales, etcétera, pero la administración normal se lo ha ahorrado recortando hasta el hueso (y también más allá) los recursos de archivos, bibliotecas, museos, conservadores, olvidando que la cultura es en sí una gran fuente, aunque no produce ingresos en caja a corto plazo en cuanto que es un enorme patrimonio inmaterial del país. No se gasta una palabra sobre la investigación científica, la que más dificultades tiene para movilizar inversiones privadas, o sobre la cualificación profesional de los médicos o el personal clínico, abogados y magistrados que forman parte del tejido civil de un país. Pero también las así llamadas humanities, como repiten desde hace años los estudios específicos, tienen un papel fundamental en la construcción de una clase dirigente a la altura de sus cometidos, como demuestra cada día la ineptitud de una política demagógica, veleidosa, grosera, enemiga jurada del saber y de las competencias (las tan vituperadas élites); y lo tienen también porque de ellas nace un espíritu de ciudadanía consciente, el sentido de pertenencia a la civilización europea y los honores que esto representa, la capacidad de afrontar problemas complejos, o la de defenderse del imperio de una comunicación agresiva y falsificadora, o para preservar una cultura de la razón que no se deje sumergir por otra anómica y obtusa de las emociones, o para mantener la libertad de juicio crítico y la capacidad de aprender. Resulta obvio que hoy la moda, el diseño, el buen gusto unánimemente reconocido y la fama en el mundo del made in Italy descienden directamente de aquel patrimonio cultural inmaterial que produce trabajo y riqueza. Hay un hilo rojo, al fin y al cabo, que une el Renacimiento italiano (y no sólo) a los grandes estilistas y arquitectos de nuestro país, y es el mismo que empuja a millones de personas a venir a Italia para admirar ese patrimonio cultural sedimentado en los siglos y a gastarse un montón de dinero comprando bolsos de Gucci o Prada.

En todo ello, por raro que parezca, archivos y bibliotecas tienen una función decisiva. De hecho es a los archivos a los que se confía la memoria histórica de un país, sin los cuales la memoria se habría perdido, y por eso sería un delito transformarlos en sedes donde trasladar a esos estudiantes que en septiembre no podrán estar en las estrechas aulas de sus escuelas. En las bibliotecas se conservan antiguos manuscritos, estampas, libros preciosos para quien estudia literatura, arte, historia, filosofía, antropología, etcétera; por su constante actualización se puede medir la capacidad de un país para estar al corriente de cuanto se piensa, se escribe o se estudia en el resto del mundo, de caminar a su paso, de aprender los conocimientos y de confrontarlos e integrarlos con los propios. Si las universidades americanas se sitúan a la vanguardia de la investigación es porque sus bibliotecas están actualizadísimas. En Italia, hasta finales del siglo pasado, archivos y bibliotecas estaban repletos de estudiantes que preparaban sus tesis, por lo demás, devaluadas en los últimos treinta años; hoy no tienen los instrumentos mínimos para poder trabajar.

Si el país debe recomenzar es también, y quizá sobre todo, por aquellos que hoy necesitan comenzar, con un programa que asuma responsabilidades y que acabe por fin con el empobrecimiento del personal y solucione el temible vacío creando de forma orgánica. Si desde la investigación es de donde pueden nacer nuevos estímulos que fomenten la recuperación, es en los lugares de investigación donde hay que invertir para ponerlos en el centro de un programa que permita, si no la reactivación, sí al menos la supervivencia. En juego está la misma civilización italiana.

Massimo Firpo

Página de Il Sole 24ore, donde apareció originalmente el artículo (domingo, 2 de agosto)

Guy de Maupassant /// La guerra

Guy de Maupassant fotografiado por Felix Nadar en 1888 /

Guy de Maupassant fotografiado por Félix Nadar (1888)

Se habla de una guerra contra China. ¿Por qué? No se sabe. En este momento, los ministros dudan, se preguntan si enviarán a matar gente. Matar gente les da igual, solo les preocupa el pretexto. China, nación oriental y razonable, intenta evitar esas matanzas matemáticas. Francia, nación occidental y bárbara, empuja a la guerra, la busca, la desea.

Cuando oigo pronunciar la palabra guerra, me entra un pavor como si me hablaran de brujería, de inquisición, de algo lejano, acabado, abominable, monstruoso, contra natura.

Cuando hablamos de antropófagos, nos sonreímos con orgullo y proclamamos nuestra superioridad sobre esos salvajes. ¿Quiénes son los salvajes, los verdaderos salvajes? ¿Los que luchan por comerse a los vencidos o los que luchan por matarse, sólo por matarse? Nos apetece una ciudad china. Hacia allí nos dirigimos, matamos a cincuenta mil chinos y conseguimos que degüellen a diez mil franceses. Esa ciudad no nos servirá de nada. Sólo es una cuestión de honor nacional. Por tanto, el honor nacional (¡singular honor!), que nos impulsa a apoderarnos de una ciudad que no nos pertenece, el honor nacional que se satisface con el robo de una ciudad, lo será más aún con la muerte de cincuenta mil chinos y diez mil franceses.

Los que van a morir allí son jóvenes que podrían trabajar, producir, ser útiles. Sus padres son viejos y pobres. Sus madres, que durante veinte años les han querido, adorado como adoran las madres, se enterarán, dentro de seis meses, que el hijo, el niño, el niño grande educado con tanto esfuerzo, dinero y amor, ha caído en un cañaveral con el pecho agujereado por las balas. ¿Por qué han matado a su muchacho, a su hermoso muchacho, su única esperanza, su orgullo y su vida? No lo sabe. Sí, ¿por qué? Porque en el fondo de Asia existe una ciudad que se llama Bac-Ninh [1] y porque un ministro, que no la conoce, se ha divertido robándosela a los chinos.

¡La guerra!… ¡Combatir!… ¡Matar!… ¡Destrozar hombres!… Hoy, en nuestra época y con nuestra civilización, con la extensión de la ciencia y el grado de filosofía al que ha llegado el genio humano, tenemos escuelas en las que enseñamos a matar, a matar desde muy lejos y, al mismo tiempo, con perfección y a mucha gente, a matar a unos pobres diablos inocentes, cargados de familia y sin antecedentes judiciales. Jules Grévy [2] perdona obstinadamente a los asesinos más abominables, a los decuartizadores de mujeres, a los parricidas, a los estranguladores de niños. Sin embargo, Jules Ferry, con ligereza y por un capricho diplomático que sorprende a la nación y a los diputados, condenará a muerte a algunos millares de valientes muchachos.

Lo más asombroso es que el pueblo entero no se alce contra los gobiernos. ¿Qué diferencia hay entre las monarquías y las repúblicas? Lo más asombroso es que toda la sociedad no se rebele al mencionar la palabra guerra.

Durante siglos, seguiremos viviendo, ¡ay!, bajo el peso de las viejas y odiosas costumbres, de los prejuicios criminales, de las ideas feroces de nuestros bárbaros antepasados.

Salvo que se llamara Victor Hugo, ¿no habrían deshonrado a quien hubiese lanzado ese gran rito de liberación y de verdad?

Hoy, la fuerza se llama violencia y empieza a ser juzgada. A la guerra se le ha incoado un proceso. A partir de la queja del género humano, la civilización instruye el proceso y levanta un acta criminal de los conquistadores y de los capitanes. Los pueblos empiezan a entender que acrecentar una fechoría no consigue disminuirla, que si matar es un crimen, matar mucho no puede ser una circunstancia atenuante, que si robar es una vergüenza, invadir no puede ser la gloria.

¡Proclamemos esas verdades absolutas, deshonremos la guerra!

 

* * *

 

Hace dos años, Moltke [3], un artista de esta especialidad, un genial asesino, respondió a los delegados pacifistas estas extrañas palabras: «La guerra es santa, una institución divina, una de las leyes sagradas del mundo. Alimenta en el hombre todos los grandes y nobles sentimientos: el honor, el altruismo, la virtud, el valor. En resumen, ¡les impide caer en el más horroroso materialismo!».

Es decir, juntarse en rebaños de cuatrocientos mil hombres, caminar día y noche sin descanso, no pensar en nada, no estudiar ni aprender ni leer nada, no serle útil a nadie, pudrirse de suciedad, acostarse en el fango, vivir como los animales en un continuo embrutecimiento, saquear las ciudades, quemar los pueblos, arruinar a la gente, tropezarse más tarde con otra aglomeración de carne humana, abalanzarse sobre ella, originar lagos de sangre, llanuras de carnaza molida mezclada con la tierra cenagosa y enrojecida, montones de cadáveres, brazos y piernas desmembrados, sesos aplastados sin provecho para nadie, sucumbir en medio de un campo mientras sus viejos padres, su mujer e hijos mueren de hambre, a todo eso le llaman ¡no caer en el más horroroso materialismo!

Los hombres de guerra son las plagas del mundo. Luchamos contra la naturaleza, contra la ignorancia y los obstáculos de toda clase para hacer menos miserable nuestra vida. Hombres, bienhechores y sabios consumen sus vidas trabajando, buscando lo que puede ayudar, socorrer y aliviar a sus hermanos. Entregados a duras tareas, multiplican sus descubrimientos, engrandecen el espíritu humano, ensanchan la ciencia y, a diario, otorgan a la inteligencia una suma de nuevos saberes y a su patria, bienestar, desahogo y fuerza.

Llega la guerra. En seis meses, los generales destruyen veinte años de esfuerzos, de paciencia, de trabajo y de genio.

A eso es a lo que se llama no caer en el más horroroso materialismo.

Hemos visto la guerra. Hemos visto cómo los hombres se volvían brutos, enloquecidos, cómo mataban por placer, por terror, por bravatas, por ostentación. Cuando ya no existe el derecho y la ley ha muerto, cuando desaparece toda noción de justicia, hemos visto fusilar a gente inocente en una carretera, sospechosos porque tenían miedo. Para probar los nuevos revólveres, hemos visto matar a perros encadenados ante la puerta de sus amos. Por puro placer, sin razón alguna, por disparar y reírse, hemos visto fusilar vacas echadas en el campo.

A eso le llaman no caer en el más horroroso materialismo.

Penetrar en un país, degollar al h0mbre que defiende su casa porque lleva un guardapolvo pero no un quepis en la cabeza, quemar los cuartos de gente miserable que no tiene pan, destrozar muebles, robarlos, beber el vino de las bodegas, violar a mujeres en las calles, quemar millones de francos en pólvora y dejar tras de sí la miseria y el cólera.

A eso es a lo que se llama no caer en el más horroroso materialismo.

¿Qué han hecho los hombres de guerra para demostrar siquiera un poco de inteligencia? Nada ¿Qué han inventado? Cañones y fusiles. Eso es todo.

¿Acaso Pascal, el inventor de la carretilla, no hizo más por el hombre con esa sencilla y práctica idea de ajustar una rueda a dos palos que Vauban, el inventor de las modernas fortificaciones?

¿Qué nos queda de Grecia? Libros, mármoles. ¿Es grande porque venció o porque produjo?

Acaso la invasión de los persas le impidió caer en el más horroroso materialismo.

¿Son las invasiones de los bárbaros las que salvaron a Roma y la regeneraron?

¿Napoléon I prosiguió el gran movimiento intelectual, iniciado a finales del siglo pasado por los filósofos revolucionarios?

 

* * *

 

Pues sí, puesto que los gobiernos se arrogan el derecho de muerte sobre los pueblos, no es nada sorprendente que, en ocasiones, los pueblos se arroguen el derecho de muerte sobre los gobiernos.

Se defienden. Tienen razón. Nada tiene el derecho absoluto de gobernar sobre los demás. Sólo se puede hacer por el bien de aquellos a quienes se dirige. Todo el que gobierne tiene el deber de evitar la guerra, de la misma manera que un capitán de navío el de evitar el naufragio.

Cuando un capitán pierde su buque, se le juzga y se le condena, si se le reconoce culpable de negligencia e incluso de incapacidad.

¿Por qué no juzgar a los gobernantes después de declarar la guerra? ¿Por qué no condenarles si son convictos de errores o insuficiencias?

Cuando los pueblos comprendan esto, cuando ellos mismos hagan justicia con los gobiernos asesinos, cuando se nieguen a dejarse matar sin razón, cuando utilicen, si es necesario, sus armas contra los que se las han proporcionado para hacer una carnicería, la guerra habría muerto. Y ese día llegará.

 

* * *

 

Leí Los osarios, un magnífico y terrible libro del escritor belga Camille Lemonnier. Al día siguiente de Sedán [4], el novelista, junto a un amigo, visitó esa patria de la matanza, la región de los últimos campos de batalla. Caminó por entre el fango humano, se resbaló sobre los sesos desparramados, vagabundeó durante días y leguas, en medio de podredumbres e infecciones. Recogió del barro y la sangre «cuadraditos de papel arrugados y sucios, cartas de amigos, cartas de madres, cartas de novias, cartas de abuelos».

Entre miles, esta fue una de las cosas que vio. Sólo puedo citar pequeños fragmentos de un trozo que me gustaría ofrecer en su totalidad:

«La iglesia de Givonne estaba llena de heridos. En el umbral y mezclado con el barro, la paja pisoteada formaba un montón que fermentaba.

»Cuando nos disponíamos a entrar, unos enfermeros con delantales grises, manchados de capas rojas, barrían en la entrada una especie de ciénaga fétida como la que chapotean los zuecos de los carniceros en los mataderos.

»…El hospital era un estertor… Los heridos estaban atados a sus jergones con cuerdas. Si se meneaban, unos hombres les agarraban por los hombros para impedirles que se movieran. A veces, una cabeza muy pálida se erguía a medias por encima de la paja y miraba con ojos de ajusticiado la operación del vecino.

»Se oían los gritos de los desgraciados que se retorcían cuando el cirujano se acercaba, mientras trataban de ponerse en pie y escapar.

»Bajo la sierra, seguían gritando con una voz sin nombre, hueca y ronca, como despellejados: «No, no quiero, déjenme…». Le tocó el turno a un zuavo al que le faltaban las dos piernas.

-Perdón, señores, dijo, pero me han quitado los pantalones.

»Había conservado la chaqueta y las piernas estaban fajadas con trapos empapados en sangre.

»El médico se ppuso a quitarle los jirones, pero estaban pegados unos con otros y el último se adhería a la carne viva. Echaron agua caliente sobre el grosero vendaje y, a medida que vertían agua, el cirujano despegaba los pingajos.

-¿Quién te almidonó de esta manera, muchacho? -preguntó el cirujano.

-El compañero Fifolet, mayor.

-Uf, es como si me arrancara los cabellos. A él le quitaron el… y a mí, las piernas. Le dije:

»La sierra, estrecha y larga, conservaba gotitas en cada uno de sus dientes.

»Se produjo un movimiento en el grupo. Pusieron un trozo en el suelo.

-Aguante un poco más, amigo, dijo el cirujano.

»Asomé la cabeza por entre los hombros y observé al zuavo.

-Dese prisa, mayor, decía, me parece que se me va la cabeza.

»Se mordía el mostacho, estaba blanco como un muerto y con los ojos fuera de sus órbitas. Él mismo se mantenía la pierna y con voz temblorosa aullaba un «¡ay!» que lograba que uno sintiera la sierra en su propia espalda.

-Se acabó, ¡perro viejo!, dijo el cirujano, mientras cortaba el segundo muñón.

-¡Buenas noches!, dijo el zuavo.

»Y se desvaneció».

 

* * *

 

Me recuerda el relato de la última campaña de China, narrado por un valiente grumete al que aún le causaba risa.

Me habló de prisioneros empalados a lo largo de los caminos para que se divirtieran los soldados; las muecas tan graciosas de los ajusticiados; las matanzas ordenadas por el mando para aterrorizar a la comarca, las violaciones en esas casas de Oriente, delante de niños enloquecidos, los saqueos con los pantalones anudados a los tobillos para llevarse los objetos, el pillaje regular que funcionaba como un servicio público y lo mismo devastaba las chozas de la gente normal que los suntuosos palacios de verano.

Si hacemos la guerra contra el Imperio del Medio, el precio de los viejos muebles de laca y de las ricas porcelanas va a bajar mucho, señores coleccionistas.

 

Guy de Maupassant

(Artículo publicado en Gil Blas, 11 de diciembre de 1883)

Cit. Guy de Maupassant: Sobre el derecho del escritor a canibalizar la vida de los demás, Córdoba, El Olivo Azul, 2010, pp. 139-146.

Notas:

[1] Episodio clave para la creación de la Indochina francesa. Entre septiembre de 1881 y junio de 1885, el Gobierno de la III República intentó controlar el río Rojo, que unía Hanoi con la provincia de Hunan.

[2] Presidente de la Cámara de Diputados (1876) y Presidente de la República (1879).

[3] Helmut Karl Bernhard, conde von Moltke (1800-1891), militar prusiano, General en Jefe durante la Guerra franco-prusiana en 1870.

[4] Se refiere a la decisiva victoria de Prusia contra los franceses en la batalla de Sedán, al norte de Francia (1 y 2 de septiembre de 1870).

 

Para leer más:

Relatos de Guy de Maupassant (on-line)

Aparición / Bola de sebo / Carta que se encontró a un ahogado /

El lobo / Junto a un muerto / La mano disecada /

Los sepulcrales / Magnetismo / Suicidas

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