Salvemos archivos y bibliotecas /// Massimo Firpo (2020)

El Covid-19 se propaga y la pandemia parece adquirir un ritmo más veloz a medida que se extiende por Asia, África, las Américas, gracias también a la activa colaboración de líderes políticos irresponsables. Arrastra personas, grupos sociales, lugares, naciones enteras, como la guadaña mortal de las antiguas imágenes medievales. Arrastra también las cosas, que manos infectadas pueden contaminar, aunque muchos científicos sostengan que el virus depositado sobre un objeto tiene una vida brevísima. Según algunos, se extendería también a los libros y los manuscritos que, en base a disposiciones ministeriales, después de haber sido consultados en archivos y bibliotecas, deberían ponerse, también ellos, en cuarentena sin ser tocados por nadie durante quince días. No me corresponde a mí decir si esto tiene sentido, pero observo que si estas mismas disposiciones análogas se aplicaran a todas las cosas, la vida económica y social se paralizaría, con la necesidad de poner en cuarentena las máquinas de café o el attrezzo industrial, las monedas y los billetes, los taxis y el metro, las hortalizas y los parquímetros, y quien tenga más que ponga.

Una pequeña y secundaria cuestión, se dirá. Claro, si no fuera porque una disposición como esta se acompaña de otras que, sencillamente, han paralizado archivos y bibliotecas, agonizantes ya por los continuos y severos recortes en los recursos y el personal que se han producido en los últimos años: esta falta de asumir responsabilidades hace que los agentes y los encargados de entregar libros o carpetas a menudo sean ancianos y, por tanto, los primeros en llevar a cabo un trabajo a distancia que, entre otras cosas, no pueden desempeñar. Las salas de consulta están cerradas porque los volúmenes de libre acceso que hay sobre las estanterías se han convertido en potenciales portadores del virus: depósitos enteros de libros y documentos de archivo son inaccesibles; los horarios, reducidos o reducidísimos. En realidad, el mazazo del coronavirus sólo es el último de los golpes al sistema cultural de nuestro país, que se suma a los ya asestados con una ligereza imperdonable por gobiernos italianos de todo pelaje. Basta con pensar en la universidad, sobre la que, a partir de la reforma devastadora de Luigi Berlinguer, se han encarnizado algunos ministros de diversa proveniencia política, se han acumulado recortes sin fin alguno, se han favorecido instancias corporativas y los localismos más malvados, cada cosa en la red se ha embridado con una burocracia tan costosa como inútil, y se ha sancionado regularmente la investigación de calidad hasta llegar al dramático abandono de hoy. Después se sorprenden y se lamentan de que los así llamados «cerebros» escapen rápido de este país.

Así es en la escuela, también ella objeto de continuos cuidados por ministros deseosos de consensos demagógicos, partidarios de una «buena escuela» a la cual nunca han sabido asignar funciones y contenidos, después de haberla entregado hace años al nefasto cuidado de una pedagogía insensata, sólo capaz de inventar nuevas formulitas sobre el portfolio del conocimiento, sobre el Bes [necesidades educativas especiales: bisogni educativi speciali], para no confundir con el Dsa [problemas específicos del aprendizaje: disturbi specifici dell’apprendimento], sobre planes de la oferta formativa (Pof) después convertidos en Ptof [planes trienales de la oferta formativa: piani triennali dell’offerta formativa], para llegar al Pon [programa operativo nacional: programma operativo nazionale], baremos de valoración de competencias (atención: no conocimientos) transversales o disciplinares y todo eso. Con el único resultado de haber humillado a los mejores docentes y entregado la didáctica y su valoración a la ingerencia de unos padres convencidos de que la escuela debe estar a su servicio y al de sus pequeños hiperprotegidos, aunque sumarios y vaguetes, garantizando así a todos, o casi, el conocido éxito formativo, lo que equivale a decir un decadente mix de promoción y mediocridad.

Naturalmente, violentarse con la cultura es fácil: no da dinero, no rinde y además cuesta. Se puede conseguir dinero con los conocidos eventos que tanto lucen, grandes exposiciones, festivales, etcétera, pero la administración normal se lo ha ahorrado recortando hasta el hueso (y también más allá) los recursos de archivos, bibliotecas, museos, conservadores, olvidando que la cultura es en sí una gran fuente, aunque no produce ingresos en caja a corto plazo en cuanto que es un enorme patrimonio inmaterial del país. No se gasta una palabra sobre la investigación científica, la que más dificultades tiene para movilizar inversiones privadas, o sobre la cualificación profesional de los médicos o el personal clínico, abogados y magistrados que forman parte del tejido civil de un país. Pero también las así llamadas humanities, como repiten desde hace años los estudios específicos, tienen un papel fundamental en la construcción de una clase dirigente a la altura de sus cometidos, como demuestra cada día la ineptitud de una política demagógica, veleidosa, grosera, enemiga jurada del saber y de las competencias (las tan vituperadas élites); y lo tienen también porque de ellas nace un espíritu de ciudadanía consciente, el sentido de pertenencia a la civilización europea y los honores que esto representa, la capacidad de afrontar problemas complejos, o la de defenderse del imperio de una comunicación agresiva y falsificadora, o para preservar una cultura de la razón que no se deje sumergir por otra anómica y obtusa de las emociones, o para mantener la libertad de juicio crítico y la capacidad de aprender. Resulta obvio que hoy la moda, el diseño, el buen gusto unánimemente reconocido y la fama en el mundo del made in Italy descienden directamente de aquel patrimonio cultural inmaterial que produce trabajo y riqueza. Hay un hilo rojo, al fin y al cabo, que une el Renacimiento italiano (y no sólo) a los grandes estilistas y arquitectos de nuestro país, y es el mismo que empuja a millones de personas a venir a Italia para admirar ese patrimonio cultural sedimentado en los siglos y a gastarse un montón de dinero comprando bolsos de Gucci o Prada.

En todo ello, por raro que parezca, archivos y bibliotecas tienen una función decisiva. De hecho es a los archivos a los que se confía la memoria histórica de un país, sin los cuales la memoria se habría perdido, y por eso sería un delito transformarlos en sedes donde trasladar a esos estudiantes que en septiembre no podrán estar en las estrechas aulas de sus escuelas. En las bibliotecas se conservan antiguos manuscritos, estampas, libros preciosos para quien estudia literatura, arte, historia, filosofía, antropología, etcétera; por su constante actualización se puede medir la capacidad de un país para estar al corriente de cuanto se piensa, se escribe o se estudia en el resto del mundo, de caminar a su paso, de aprender los conocimientos y de confrontarlos e integrarlos con los propios. Si las universidades americanas se sitúan a la vanguardia de la investigación es porque sus bibliotecas están actualizadísimas. En Italia, hasta finales del siglo pasado, archivos y bibliotecas estaban repletos de estudiantes que preparaban sus tesis, por lo demás, devaluadas en los últimos treinta años; hoy no tienen los instrumentos mínimos para poder trabajar.

Si el país debe recomenzar es también, y quizá sobre todo, por aquellos que hoy necesitan comenzar, con un programa que asuma responsabilidades y que acabe por fin con el empobrecimiento del personal y solucione el temible vacío creando de forma orgánica. Si desde la investigación es de donde pueden nacer nuevos estímulos que fomenten la recuperación, es en los lugares de investigación donde hay que invertir para ponerlos en el centro de un programa que permita, si no la reactivación, sí al menos la supervivencia. En juego está la misma civilización italiana.

Massimo Firpo

Página de Il Sole 24ore, donde apareció originalmente el artículo (domingo, 2 de agosto)

Dios no habita en la ciudad de nadie /// Mario Colleoni (Revista Ajoblanco)

Un intelectual de la talla de George Steiner llegó a decir un día, tomándolo prestado de Dostoievski, que la crítica literaria no era más que el fruto de una carencia afectiva, el signo de una precaria falta de amor que los críticos sufren en su relación con el mundo. Tengo que rehacer este párrafo porque ese sabio nonagenario ya no está entre nosotros. Regentaba una atalaya en Cambridge y la crítica de la literatura le dio probablemente las mayores alegrías de la vida, pero como yo no soy tal y tampoco quiero contradecir a los apóstoles, esto, que presumía de ser una reseña, en cierto modo lo será, pero también me ofrece la oportunidad de sacudirme, de una vez por todas, esa zozobra costrosa de la corrección política que, desde tiempo inmemorial, tanto daño lleva haciendo a los libros y a la cultura. Que este texto sirva como un homenaje sincero a la enseñanza y el ejemplo que un día nos regaló ese gran humanista.

41cNQdYc5LL._BO1,204,203,200_Hay que advertir que lo que hoy se presenta por primera vez en España como La ciudad de Dios (Altamarea, 2019) corresponde a un libro que Pier Paolo Pasolini nunca llegó a publicar en vida y al que Walter Siti, el eminente editor que diseñó su opera omnia para Mondadori, intituló Storie della città di Dio (Einaudi, 1995). Se trata de una compilación de artículos, generalmente periodísticos, apuntes de rodaje o primeros bocetos narrativos, en los que, siempre a trompicones, huyendo del Véneto por un ambiente asfixiante y teñida su vida con la deshonra de una acusación pública por corrupción de menores, actos obscenos y alteración de las costumbres, Pasolini fue publicando aquí y allá tras su llegada a Roma en 1950. Son textos de pura supervivencia, de hambre, de penuria, marcados por la carencia y ensombrecidos por el apremio de la ambición literaria o la persuasión desesperada por el renombre artístico. El pájaro negro de la angustia sobrevuela en ellos a fuerza de tener que vivir por la fuerza, movido únicamente por la voluntad que se sobrepone a las dificultades, que no eran pocas para un forastero recién llegado del Friuli. Traslucen a la perfección, incluso en su forma literaria a veces cuestionable, el compromiso que Pier Paolo tenía hacia el mundo. Son, en este sentido, un espejo fiel de su mirada y de su aproximación hacia el espectáculo de la vida romana en aquella década caracterizada por las transformaciones sociales y el giro modernizador de una realidad hasta entonces desconocida.

pasoliniNo obstante, Pasolini sabía escoger sus escenarios con precisión. De cada cuadro escénico toma sólo unos pocos detalles, y cuando teje una historia, se encarga de dilatar los que le interesan y de omitir los que considera superfluos. Es ahí cuando Pasolini se aleja del periodismo y se convierte a la literatura, cuando inventa una narración para conducir al lector a un lugar determinado y de una determinada manera. Lo consigue, es cierto, aunque a veces de forma almidonada, angulosa, sin apenas dinamismo, de forma pétrea y ruda, como si sosteniendo una gubia con la izquierda y un martillo con la derecha, estuviera tallando un bloque de piedra con sus manos. Su prosa no puede equipararse en ningún sentido a esa aguja afilada que fue su poesía, en la que sí consiguió, a medio camino entre lo lírico y la noticia, entre lo civil y lo sagrado, un portentoso equilibrio que aún hoy hace tambalear los cimientos de cualquier ideología. No hay que ir muy lejos para encontrar un buen ejemplo en el libro. El cuento que abre el volumen, “Muchacho y Trastevere”, no sólo es una escena costumbrista en la que se narra una postal amable y simpática de la Roma de posguerra a través de un muchacho aparentemente inocente, sino un pretexto para hablar de la malicia, la picardía y el atrevimiento de burlar lo impuesto a los que un malandrín que vende castañas al final del Ponte Garibaldi, empujado por la necesidad, está sujeto casi por nacimiento. Ese tierno vitellone probablemente fuera un compendio de rasgos comunes que Pasolini pudo detectar en muchos jóvenes del Trastevere y no un personaje individualizado con nombre y apellidos. Pasolini lo utiliza para contar una historia en la que subyace otra realidad más inminente, más crucial, más trascendente. Sin entrar en el lastrado debate aristotélico sobre verdad o verosimilitud, Pasolini tergiversa una historia y, de ese modo, logra hacérnosla real, y lo hace como él quiere: escupiendo en la cara de una burguesía de la que él no formaba parte todavía. Dicho con las mismas palabras con las que Goffredo Fofi se refiría a Federico Fellini, Pasolini «no mentía aunque mintiera». Lo vemos con frecuencia a lo largo de todo el libro, desde “La bebida” a “Castañas y crisantemos”, desde “El (re)quesón” al último “La otra cara de Roma”. En su conjunto, el volumen está compuesto por dos grandes grupos diferenciados: “Cuentos romanos” y “Crónicas romanas”. El primero corresponde al Pasolini que literaturiza la vida; el segundo, al Pasolini convertido en un reportero-sociólogo, más próximo al periodista que se limita a registrar un hecho que al escritor que compone una historia para narrarla. Sin embargo, detrás de ambos estilos se esconde la misma persona, y en el libro se palpa con facilidad, pues Pasolini nunca deja de traspasar sus propias limitaciones, su propia disciplina, su estilo propio, aun sabiendo que en ocasiones no debe o no es aconsejable hacerlo para no desorientar al lector. No le importa, cuenta con ello. Sabe muy bien que eso es lo que le distingue del resto de escritores y del común de los periodistas: que siendo uno no es el otro, y que nunca siendo el otro llegará a ser el uno. En esta peculiar ambigüedad descansa una de las más elevadas virtudes de su obra.

En cambio, más allá del autor con ínfulas literarias o del sociólogo con ánimo de corresponsal, se esconde otro Pasolini mucho más sugestivo, el que a mí más me interesa, que es el que rehúye del arte y de toda forma retórica (y que sin embargo acaba llegando al arte casi sin pretenderlo), el que quiere asir la vida siendo él la vida misma, el que se encarama al quicio de un abismo únicamente con un pie en el suelo y sin manos. Ese Pasolini no es ya un artista, sino un malabarista del alma que, en su ingenua credulidad, ha fantaseado en algún momento con cambiar el mundo. Todo lo que tienen de especial estos textos se lo debemos a esa enigmática capacidad que tenía para hilvanar como nadie el hilo inflamable de la poesía y el bidón de dinamita líquida que es la realidad que subyace en las profundidades del alma humana. A la postre, este libro nos habla de algo sencillo y crucial: que el apetito —hambre física, hambre espiritual, hambre tanática, hambre erótica, hambre vital— es la primera puerta en el camino hacia la verdad. Aunque hoy, cuando resulta extraño que algo se haga sin perseguir la pueril aprobación de los demás (o esa absurda autocomplacencia de carácter onanístico y virtual), algo así nos quede tan lejos.

9788494957086-768x1196

Queda la parte fenoménica de la zozobra intelectual. A comienzos de diciembre del año pasado el libro fue presentado en Madrid, en esa librería magnífica llamada Sin Tarima. Al acto acudieron los editores de Altamarea; Lorenzo Bartoli, profesor de filología italiana de la Universidad Autónoma de Madrid y prologuista del libro; Carlos Gumpert, el traductor; y Luisgé Martín, aunque éste aún no se sabe muy bien en virtud de qué circunstancia. Yo venía paseando desde Cascorro y, aunque esto sea intrascendente, sufrí un grosero brote de tristeza al comprobar cómo la zona que conecta los barrios de La Latina y Lavapiés había sido despojada de muchos de los atributos que (no tan antaño) le eran propios. Quizás mi mirada esté monopolizada por un pesimismo terco que se niega a ceder ante la complacencia de una comodidad banal (eso que tanto vende hoy y con lo que tantísimos bonitos locales se abren día a día) o quizás esté enfermo, es posible, pero por un momento observé a mi alrededor y vi que todo cuanto yo recordaba de niño había desaparecido. El golpe más difícil de encajar fue ver desalojado el legendario local de Unión Bolsera Madrileña con un cartel que decía: «SE ALQUILA». Al lado, cientos de anuncios de la inmobiliaria Remax y una placa que indicaba el lugar donde había vivido uno de los protagonistas en la salvaguarda del patrimonio artístico del Museo del Prado durante el estallido de la Guerra Civil, Timoteo Pérez Rubio, un hombre de aguerridas convicciones culturales, de espíritu intachable y de una valía que ya me son extrañas. Esta congoja inesperada, este mazazo de realidad, fue el preludio mismo de la presentación del libro, y casi salí peor de la librería de lo que entré.

1*EPwMZfz95JUle5F5eyKeVwFue tal la inocencia consabida, la cantidad de cuestiones inofensivas que se trataron, el afán por prolongar y extender el mito del artista (neutralizándolo en exceso; matándolo, en realidad), la ausencia total por comprender algo mínimamente valioso, algo mínimamente vigente de la obra de Pasolini, que creo que Pasolini, de haber asistido, se hubiera reído de los tres hasta acabar llorando. No así de los editores de Altamarea, que conste en acta, porque ellos son personas valientes capaces de publicar libros (no diré necesarios, pero sí importantísimos) como éste, pero que en este caso, me cuesta decirlo, erraron con la puesta en escena. No es mi intención aquí hacer amigos ni rozar la espalda de nadie que pueda procurarme beneficios, soy ajeno a ese negocio, así que van a permitirme que diga lo que verdaderamente pienso. Tengo la impresión de que, en este país, no se sabe muy bien cómo, cada cual se preocupa sólo de llegar a algún sitio, largar cuatro patochadas comunes, darse un baño de notoriedad y salir por la puerta de la misma forma en la que ha entrado. Es lamentable, es ridículo y es asombroso que nadie llame a las cosas por su nombre y que, además, se haga mercado con ello. Por resumir un poco la diatriba, Luisgé Martín se limitó a recordar aquellos días (le faltó decir gloriosos) en que consiguió traer a Ninetto Davoli a Madrid, ¡Ninetto Davoli!, ese risueño bufón que aún hoy representa la vergüenza de la amistad y del amor que un día un hombre lleno de coraje le regaló y a los que él, por vileza, por necedad o por ignorancia, o por la suma de todas, no ha sabido corresponder jamás, callando y callando, viviendo del valor y de la prestigiosa imagen de los demás. Después de rememorar tamaña hazaña, el que fuera director del Festival Eñe en 2018, se quedó mudo. Por otro lado, Lorenzo Bartoli, por el que siento una cierta admiración como profesor de literatura (sería injusto que yo despachara su carrera profesional por la presentación de un libro), no hizo más que dar cuatro pinceladas sobre Roma y leer unos versos de Il pianto della scavatrice, el momento más hermoso de toda la tarde. Y Carlos Gumpert, que no firma precisamente el mejor de sus trabajos aunque el libro no se vea mermado por ello, acotó su intervención (muy inteligente, por otra parte) enumerando los males que sufren los traductores en el mundo, plañendo por las esquinas de la comodidad. En definitiva, se hizo gala de un ombliguismo tan llamativo como la ausencia del autor del libro, que no era ninguno de los tres. Ninguno de los tres pudo hablar con propiedad de la obra de Pasolini porque ninguno de ellos proviene de donde vino el artista. Se apropiaron de su vida como si supieran de qué estaban hablando, al mismo tiempo que prologuista y traductor celebraban su longeva amistad, de cuando recogían a los críos en el Liceo (italiano). De los males de la burguesía hablamos otro día, pero aun así me sigo preguntando: ¿dónde queda el Pasolini vivo, el que todavía late en la realidad que vivimos, el Pasolini que arde en las manos y en la boca cuando uno repasa una y otra vez sus textos, sus poemas, su vida? ¿Dónde? Todo parece indicar que en un lugar invisible donde todos siguen sacando tajada de algo que no les pertenece. He aquí el origen de la farsa, pero no en un sentido noble y teatral, sino en la alambicada y sibilina perversión de los más grandes valores culturales; valores que se han llevado la vida de muchas personas valientes; valores que no son sólo hermosura y declamación melodramática para un auditorio; valores que ya no parecen existir ni en personas aparentemente autorizadas. Todo me parece una vacía pantomima llena de sonrisas enlatadas y confeti de papel, mientras al otro lado de la puerta la verdad se muere y, con ella, nosotros mismos.

Scène

‘Porcile’ (Pasolini, 1969)

Regreso por la calle Atocha cabizbajo, sumido en un líquido mórbido a medio camino entre la rabia, la impotencia y el suicidio. Con ganas de gritarle al mundo y, a la vez, exhausto porque sé que es inútil. Es la derrota, desnuda y rotunda, sin circunloquios. Después pienso en ese sórdido mecanismo al que hoy damos el nombre de cultura y me pregunto si el problema no estará en la otra acera, en los que escuchan, en los que reciben, en los que compran esta idea monumentalmente falsa, en nosotros, que parece que nos hemos sacudido de golpe y porrazo la responsabilidad que contrajimos como seres humanos al nacer. Debemos seguir leyendo libros, de eso no cabe duda, y también desatendiendo la voz de los filisteos, hoy más que nunca. Y entonces compruebo, como si de un puñetazo se tratara, que la vigencia de este libro, y del autor mismo, puede condensarse en el final de “Ocaso de una posguerra”, cuando Pasolini escribe: «No se trata de que los hombres sean definitivamente malvados o idiotas: simplemente están sordos». Háblenme ahora, si pueden, de esa ciudad donde Dios reside, porque yo no la siento palpitar por ningún sitio.

Texto publicado parcialmente en la Revista Ajoblanco con el título: «Dos historias de supervivencia y psicodelia para el confinamiento» (7 de mayo de 2020).

La filial del Infierno en la tierra /// Joseph Roth (1934)

joseph-roth

Joseph Roth / Archivo Breitenbach

Desde hace diecisiete meses estamos acostumbrados a que en Alemania se derrame más sangre que la tinta que utilizan los periódicos para informar al respecto. Probablemente el jefe supremo de la tinta alemana, el ministro Goebbels, tiene más cadáveres sobre su conciencia —si la tuviera— que periodistas sumisos dispuestos a silenciar todos esos muertos. Porque es sabido que la prensa alemana ya no se dedica a publicar lo que ocurre, sino a ocultarlo; ni se limita a difundir mentiras, sino que también las inventa; ni a engañar al mundo —los miserables restos del mundo que todavía tiene una opinión propia—, sino también a imponerle noticias falsas con una ingenuidad apabullante. Nunca, desde que en esta tierra empezó a derramarse sangre, ha existido un asesino que haya lavado sus manos manchadas de sangre en tal cantidad de tinta. Nunca, desde que en este mundo se miente, ha tenido un mentiroso tantos altavoces a su disposición. Nunca, desde que en este mundo se perpetró la primera traición, se han visto tantas disputas entre traidores. Y, por desgracia, nunca como hoy la parte del mundo que no se ha hundido aún en las tinieblas de la dictadura se ha visto tan cegada por el infernal resplandor de las mentiras, ni tan ensordecida y abrumada por el ruido de las mismas. Desde hace siglos estamos acostumbrados a que las mentiras circulen con sigilo. Sin embargo, el monumental invento de las dictaduras modernas es haber creado las mentiras atronadoras, partiendo del acertado supuesto psicológico de que los individuos darán crédito a los gritos cuando duden del discurso. Por más que la mentira tenga, según dicen, patas muy cortas, desde la aparición del Tercer Reich, ha recorrido un buen trecho. Ya no le pisa los talones a la verdad, sino que corre delante de ella. Si algún mérito hay que reconocerle a Goebbels es haber logrado que la verdad oficial cojee igual que él. Ha prestado su deforme horma a la verdad alemana oficial. Que el primer ministro alemán de propaganda cojee no es un accidente, sino una broma intencionada de la historia.

Sin embargo, pocos periodistas extranjeros han advertido de esta sofisticada ocurrencia por parte de la historia mundial. Sería un error suponer que los periodistas de Inglaterra, Estados Unidos, Francia, etcétera, no han sucumbido a los oradores mentirosos y vociferantes de Alemania. También los periodistas son hijos de su tiempo. Es una ilusión creer que el mundo tiene una idea exacta del Tercer Reich. El reportero, que ha jurado atenerse a los hechos, se inclina reverente ante los hechos consumados como ante un ídolo, esos hechos consumados que reconocen incluso políticos y gobernantes, monarcas y sabios, filósofos, profesores y artistas. Hace sólo diez años, un asesinato, sin importar dónde o quién lo cometiera, se habría considerado un horror para el mundo. Desde los tiempos de Caín, la sangre inocente, que clama al cielo, ha encontrado también eco en la tierra. Incluso el asesinato de Matteotti —¡no hace tanto tiempo!— horrorizó a los vivos. Pero desde que Alemania, con sus altavoces, sofoca el clamor de la sangre, éste sólo se oye en el cielo, mientras que en la tierra se ha convertido en noticia habitual en los periódicos. Asesinaron a Schleicher y a su joven mujer. Asesinaron a Ernst Röhm y a muchos otros. Muchos de ellos eran también asesinos. Pero no fue un castigo justo, sino injusto, el que recibieron. Asesinos más listos y hábiles asesinaron a asesinos menos listos y más torpes. En el Tercer Reich no sólo Caín mata a Abel: también hay un Supercaín que mata al simple Caín. Es el único país en el mundo en el que no sólo hay asesinos, sino además asesinos elevados a la enésima potencia.

roth-joseph-enY, como ya he dicho, la sangre derramada clama al cielo, donde no están los reporteros, simples seres mortales. No, los periodistas se encuentran en las conferencias de prensa de Goebbels. Aturdidos por los altavoces, asombrados por la velocidad con que, de pronto, en contra de todas las leyes naturales, una verdad cojeante empieza a correr y las piernas cortas de la mentira se alargan tanto que, a paso ligero, dejan atrás a la verdad, los periodistas del mundo entero informan sólo de lo que les cuentan en Alemania y muy poco de lo que ocurre en Alemania. Ningún reportero está a la altura de un país donde, por primera vez desde la creación del mundo, se producen anomalías no sólo físicas sino también metafísicas: monstruosos engendros infernales, lisiados que corren, incendiarios que se queman a sí mismos, fratricidas, diablos que se muerden la cola. Es el séptimo círculo del Infierno, cuya filial en la tierra se conoce con el nombre de Tercer Reich.

Pariser Tageblatt, 6 julio 1934

 

Cit. Joseph Roth, Años de hotel. Postales de la Europa de entreguerras, trad. Miguel Sáenz, Barcelona, Acantilado, 2020, pp. 272-274.

André Gide. El maestro que me enseñó a dudar /// Jean Daniel (2009)

«¡Familia, hogares herméticos, cómo os odio!»

«Es bueno seguir la pendiente con tal que sea cuesta arriba.»

«Cuando habla desde el corazón se diría que se ha tragado una escoba.»

«Jules Renan siempre da la nota justa, pero en pizzicato

«Cuanto menos inteligente es el blanco, más estúpido le parece el negro.»

«El arte nace de trabas y muere de libertad.»

«Con buenos sentimientos se hace mala literatura.»

«Llamo periodismo a todo lo que mañana valdrá menos que hoy.»

«He recibido a un curioso joven [Bernard Lazare] que creía que había algo por encima de la literatura.»

«No desees, Nathanael, buscar a Dios en ninguna parte más que en todas partes.»

«Y ahora tira mi libro. Haz de ti, paciente o impacientemente, el más irreemplazable de los seres.»

jean-daniel DANIEL ROSELL

Jean Daniel, por Daniel Rosell / El Español

Antes de cumplir cuarenta años, Gide es ese escritor de quien cualquier sociedad intelectual, no solo la parisina, cita frases como las anteriores que me han venido a la mente de corrido, sin pensar. He olvidado algunas, pero en un instante las recordaré. Ya en esa época, todo el mundo sabe que en París tenemos un Chesterton o un Oscar Wilde en el autor de Paludes y de Los sótanos del Vaticano. Su universo es la literatura y solo la literatura. No solo está impregnado de ella, sino que se siente capaz de juzgar que corre peligro y teme que la literatura —¡y sobre todo él mismo!— se asfixie. En su opinión, hay que abrir las ventanas de par en par y dejar entrar el viento marero.

Perdió a su padre, un profesor originario de las Cévennes, a los once años. Su madre, protestante de origen normando, solo le impuso que aprendiera piano, instrumento que tocará durante toda su vida. Es el heredero de una gran familia de provincias, hugonota, austera y puritana. Si su padre no hubiera muerto, si sus orígenes hubieran sido católicos, probablemente su trayectoria se hubiera parecido a la de François Mauriac en Burdeos. La familia, ese hogar hermético que él odia, la compone una gente a la que no ha tenido tiempo de soportar. Gente de una tradición implacable e interiorizada. Tanto, que tras la muerte de su madre en 1895, decide celebrar un «matrimonio blanco» con su prima Madeleine Rondeaux. Durante su viaje de novios por Italia y Suiza, por lugares como Sils-Maria, célebres gracias al autor de Zaratustra, descubre con entusiasmo que Nietzsche le incita a liberarse de todas las trabas. Se liberará de la última (la negación a asumir su homosexualidad) cuando decida realizar, sin Madeleine, su gran viaje iniciático al sur argelino. Un viaje que le hará escribir más tarde: «Mi juventud transcurrió cubierta de arrugas, de unas arrugas que mis padres labraron pacientemente, aunque intuyo que mi auténtica juventud va a comenzar en la aurora de mi vejez».

William_Butler_Yeats,_Marc_Allégret,_André_Gide_by_Lady_Ottoline_Morrell

W. B. Yeats, Marc Allégret y André Gide en 1920 / Lady Ottoline Morell

La libertad le embriaga, y el deseo. En realidad, el deseo del deseo: «Iba a buscar en el desierto mi sed», escribe en Los alimentos terrenales, publicado a cuenta del autor por Mercure de France. En 1902, descubre con El inmoralista una de las fuentes de esa exultante felicidad. Y no dejará de beber de ella. Más tarde, enfermo de tisis, conocerá la famosa felicidad de los convalecientes. Con frecuencia he descrito esa dicha al hablar de Camus y de mí mismo. Ese renacer entre dos enfermedades graves conduce a una forma superior de existencia, una especie de amistad o de intimidad con la vida. Antes del viaje de Gide a Argelia y su estancia en Biskra, su médico le aconseja: «En cuanto vea el más pequeño lago, charco de agua, no lo dude: ¡Tírese! ¡Sumérjase!». Abandonó París y Cuverville tras haber vendido su biblioteca y roto los tabúes.

No sabe bien con qué se va a encontrar pero está seguro de que será mejor que lo que deja atrás. Es un rasgo esencial de Gide. Irse, desprenderse, romper amarras, liberarse, no tanto por haber sido esclavo sino por esa curiosidad apasionada hacia todo aquello de lo que nos priva el inmovilismo, el conformismo y el respeto. En ese periodo, y a diferencia de Jean Grenier, un muro no es una superficie sino un obstáculo que hay que salvar. Lo que hay del otro lado es forzosamente mejor que lo que hay de éste, pues solo tiene cosas que ofrecer. En esa curiosidad, como en ese narcisismo que comparte con Montaigne, subyace una especie de generosidad ávida, de altruismo fascinado que le hace olvidarse de sí cuando, por ejemplo, cuestiona la justicia tras haber sido miembro de un jurado en 1912, o cuando denuncia el colonialismo francés del Chad en 1927. Ese Gide no es conocido. Al menos, no lo suficiente. Apenas recordamos que, partidario de Dreyfus, firma la petición a favor de Zola tras la publicación de su «Yo acuso». Nos olvidamos también de que al refutar Los desarraigados de Barrès, se convertirá en la primera persona que denuncia lo que hoy denominamos «identidades asesinas».

En primer lugar, señalemos que comprender a Gide es casi un desafío, pues le gusta borrar las pistas, ponerse diferentes máscaras. ¿Se trata de un arte del camuflaje? Démosle la palabra. En Los falsificadores de moneda, uno de sus protagonistas, Edouard, logra definirse, inspirándose en Dostoievski y en Proust, como un ser carente de coherencia: «No soy jamás lo que creo que soy, es algo que me ocurre continuamente, de modo que si yo no estuviera para unirlos, mi ser de la mañana no reconocería al de la noche. No hay nadie más diferente de mí que yo mismo. Únicamente en la soledad percibo a veces mi sustrato y logro una cierta continuidad primordial; pero entonces me parece que mi vida se aletarga, que se detiene y voy a dejar de ser. Mi corazón late por simpatía; solo vivo para los demás; por procuración, diría yo, por esponsales, y cuando vivo con más intensidad es cuando salgo de mí para convertirme en cualquier otra persona».

andre-gide

André Gide frente al espejo / Calle del Orco

Todo el mundo se refiere a él como el autor de Paludes. Y gracias a esta novela se le perdonarán muchas cosas. Pero Simon Leys escribe sin inmutarse que es posible definir a Gide como «un pedófilo, un avaro y un antisemita». Añade que no es del todo falso, pero precisa que «una vez dicho esto, no se ha dicho nada». Y es totalmente cierto. Hay que revisar todo de nuevo, resituarlo, y como se dice hoy, «contextualizarlo».

Gide escribió, por supuesto, Corydon, que es ante todo una vigorosa y precoz defensa de la homosexualidad. Una defensa cuya originalidad no solo se debe a referencia a la civilización griega (lo que, por otra parte, ha sido rebatido), sino a una intuición inspirada por su familiaridad con las ciencias naturales. Son las sociedades las que, siguiendo el ejemplo de ciertas costumbres animales, habrían elaborado el esquema de un hombre naturalmente atraído por la mujer. Su razonamiento anticipa el de Simone de Beauvoir: la autora de El segundo sexo afirmará que no se nace mujer, se llega a serlo. Gide proclama que no se nace heterosexual, se llega a serlo. Lo que provocará escándalo no es tanto su elogio de la homosexualidad como su reputación de hacer el amor sólo con niños: condenado por los suyos por su pederastia, será puesto en la picota por los demás por su pedofilia. Gide no cambiará nunca sus costumbres, pero siempre le indignarán las reacciones que provoca su ensayo Corydon, seguramente la mejor de sus obras, como se atreve a afirmar Ramon Fernandez… digamos que la más revolucionaria.

Son conocidas las amargura y la desilusión que Gide sintió cuando Oscar Wilde terminó por renegar de su homosexualidad en la famosa prisión de Reading. Pero en realidad, Corydon, escritoa en 1911, no será publicado hasta 1924 y, según Ramon Fernandez, fue una réplica a Sodoma y Gomorra de Proust, publicado en 1922. Para Proust, el sufrimiento y la angustia son el precio que hay que pagar por la pederastia. Gide le responde con la felicidad y la plenitud de Corydon.

Tras la publicación del libro, todos sus amigos le dan la espalda. Sobre todo, André Breton y Roger Martin du Gard. Cocteau, Montherlant y Julien Green, también homosexuales, se callan. Era una época en que se consideraba una audacia decir que Verlaine, Rimbaud, Miguel Ángel o Leonardo da Vinci que «aunque homosexual, hizo una gran obra». Fernandez, citado por su hijo Dominique, responde, refiriéndose a Corydon: «Por ser homosexual es por lo que Gide hizo una gran obra». Tesis más frívola que audaz y que llevará a algunos a sostener, más tarde, que fue la homosexualidad la que determinó la solidaridad de François Mauriac con los vascos españoles víctimas de Franco, y con la Resistencia y el gaullismo. Como dirá Clavel, ya no basta con convencernos de que los homosexuales son normales. Tienen que ser superiores.

túnez 1960

La prensa internacional en el bar del Tunisia Palace (Túnez, 1960) / Studio Kahia

Lo importante en Corydon es la afirmación de que la pederastia no es en absoluto «antinatural», según la expresión de Chesterton. Y lo importante en Gide es la idea de la naturaleza. Es imposible que ésta haga del heterosexual un ser normal, y del homosexual un marginado, un enfermo, un demente o un «minusválido», según la expresión de Juan Pablo II.

Gide establece una distinción entre el pederasta y el invertido que hasta los gays de hoy rebaten. Para Gide, el pederasta es Corydon, todo dulzura y embeleso; el invertido es Monsieur de Charlus, todo amargura y sufrimiento. Esta distinción, que llega hasta negar un papel social o intelectual a la mujer, ignora, por su referencia a la Grecia clásica y al gineceo, cualquier evolución del feminismo y la feminidad. Hay un fallo en las tesis de Gide que, si no me equivoco, nadie ha denunciado y que subraya, sin pretenderlo, el término pedófilo, y es que jamás se habla de la autonomía de los jóvenes amantes, de sus reacciones y de su destino. ¿Los niños están tan embriagados como el lírico autor de los Alimentos? ¿Y qué fue de todos esos niños del amor griego cuando llegaron a la edad adulta?

En cuanto a la acusación de avaricia, es muy difícil de matizar. Gide era un gran burgués avaro. Poseía bienes, se preocupaba de su rentabilidad y de conservarlos, tenía mucho cuidado con los gastos, y el personal de su castillo de Cuverville se reducía al mínimo, pero era esencial que hubiera una gobernanta para cuidara de que nadie hiciera el menor ruido mientras dormía la siesta. Era un hombre de anécdotas. Un día, cuando va a tomar el tren con su amigo Roger Martin du Gard, probablemente para ir a Uzès, se alarma al no encontrar los dos billetes que el revisor le pide. Termina por encontrar uno y le dice a Roger Martin du Gard: «Querido amigo: es terrible, he perdido su billete». Se conocen más historias de ese tipo. Siempre son las mismas anécdotas, contadas con las mismas palabras. Catherine Gide, su hija, dice que jamás daba una propina, pero que a veces, y tras pensárselo, podía ser generoso con un amigo que se encontraba en dificultades. No era insensible al deber de caridad que impone el protestantismo, pero cuando llegaba a un lugar donde debía pasar unos días, se inquietaba y se preguntaba: «¿Está usted seguro de que aquí no hay mucha miseria?». Elogia la austeridad pero raramente la pobreza. Salvo cuando, durante su «conversión» al comunismo, descubre al «proletariado» y afirma estar dispuesto a cualquier sacrificio. Pero digamos que, si el Avaro de Molière es como lo interpreta Michel Bouquet, es decir, un personaje que solo está enamorado de sus bienes, Gide no es su arquetipo. No olvidemos que de El inmoralista se publicaron trescientos ejemplares y que él pagó la edición de Los almentos terrenales.

Jean Daniel Fidel Castro 21 nov 1963 MARC RIBOUD

Jean Daniel y Fidel Castro (La Habana, nov. 1963) / Marc Riboud

Pasemos ahora al antisemitismo. Al abordar esta cuestión es necesario recordar el contexto del momento. Como diría Bernanos, el nazismo aún no había deshonrado al antisemitismo. Todo antisemita tenía «amigos israelitas». En el seno de las élites, los grandes maestros, de Durkheim a Bergson, eran judíos. Gide, sin saberlo, era antisemita de un modo peligroso, porque consideraba como una especie de contaminación la aportación de los judíos más franceses al ámbito del genio y, sobre todo, de la lengua. Cuando habla de una obra de Porto-Riche o incluso de Henri Bernstein, Gide les reconoce virtudes, pero se pregunta por qué siente malestar, desazón, por qué le parece estar un tanto sucio, como impregnado por un insidioso veneno. Y afirma esforzarse en vano por encontrar algo de nobleza en esa literatura.

Gide habría ido aún más lejos si no hubiera sido enemigo de Barrès. Nos olvidamos del ascendente, el prestigio, la autoridad del autor de La colina inspirada. Duró mucho tiempo. Barrès tuvo herederos. Se ha dicho de Mauriac, de Montherlant, de Aragon, que fueron en mayor o menor medida hijos de Barrès. Pero no eran contemporáneos del padre. Cuando Gide lee los Cahiers de Barrès, exclama que esos famosos diarios representan todo lo que él detesta. Y, además, a diferencia de Barrès, Gide es partidario de Dreyfus y también amigo de León Blum. ¡Esa amistad! ¿Fue realmente compartida? Jamás lo sabremos. ¿Acaso no tuvo Blum, esa alma noble, el candor de ir a ver a Barrès esperando arrancarle su apoyo a Dreyfus? En cualquier caso, sentía admiración e incluso ternura hacia Gide. Tras la muerte de Blum, fue a visitar a su viuda, que le dijo esta frase desconcertante: «León decía que usted no solo era un amigo sino su único amigo». Gide no supo qué hacer con semejante confidencia…

¿Fue Gide antisemita? Sí, pero a la antigua. Es decir, cuando no se trataba de exterminio, de persecución, ni de la más mínima exclusión. Ese antisemitismo de mera aversión se expresará en casi toda la literatura. La reacción de Gide, tras la publicación de las primeras novelas de Céline, es muy edificante. Primero, como a todo el mundo, le maravilla Viaje al fin de la noche. Después, no siente sino admiración por la «excelente» Muerte a crédito. Cuando se publica el panfleto Bagatelles pour un massacre, se ve obligado a opinar que su autor es «decididamente genial», aunque solo fuera por el antisemitismo, pero al descubrir que Céline lo incluye a él, Gide, con Valéry y el resto de los escritores de la NRF en el mismo grupo que a los judíos, decide que Céline se burla del mundo, que se divierte en grado sumo y que solo da muestras de una habilidad exquisitamente pérfida a la hora de injuriar. Señalemos que el pasaje que elige de Bagatelles es quizá uno de los más inaceptables. Está claro que Gide siente un placer malsano y sospechoso a la hora de hablar de las truculencias sádicas que inspiran a Céline el odio hacia los judíos. Pero no se puede negar que sale airoso al afirmar que si Céline hubiera dicho en serio lo que vocifera, eructa y escupe, sería «indefinible». En el diario de Julien Green de junio de 1938 leemos: «Ayer por la mañana, en casa de Gide. Quería presentarme a un tal Cook, un profesor negro de la Universidad de Atlanta. Es un hombre de unos treinta años, de tez pálida, nariz corta y ganchuda; sus largos pies van calzados con zapatos blancos; las puntas están muy vueltas hacia afuera, como he comprobado en todos los judíos que he conocido. Y, en efecto, Cook tiene un cuarto de sangre judía; él mismo nos lo dijo. Habla admirablemente el francés, con una corrección y una viveza mucho más judía que negra. Nos ha causado a los dos una excelente impresión de buena voluntad e inteligencia». Así pues, un cuarto de sangre judía basta para determinar, a través de las generaciones, la postura de los pies. Julien Green no era en absoluto antisemita. Y tampoco creía en el racismo biológico. Era la época…

Jean Daniel Le Nouvel Observateur

Jean Daniel, Katia D. Kaupp, Michelle Bancilhon, Claude Perdriel, Michel Cournot y Serge Lafaurie poco después de fundar Le Nouvel Observateur (feb. 1965) / William Klein

¿Cómo proseguir? Volviendo atrás. A la sombra de su madre, cuya notable personalidad nos ha desvelado Jean Delay, el joven Gide cree en sí mismo con una desconcertante naturalidad. Sin embargo, da la impresión de dudar de muchas cosas salvo de la literatura y del lugar que él llegue a ocupar en ella. Está decidido a no escribir más que para los happy few. Puede incluso a llegar a pensar que el éxito rápido es sinónimo de mediocridad. Cuando comienza a ser criticado sin clemencia, responde: «Ganaré el juicio, pero en la apelación». Un escritor, Emmanuel Berl, se pregunta sobre lo que más le había llamado la atención en Gide y descubre que la espontaneidad con la que nunca había dudado de sí mismo. Berl cuenta que Gide se había establecido como «gran escritor» del mismo modo que otros se establecen poniendo el carte de «Pastelero» o «Mecánico».

En la adolescencia, ya ha devorado todos los libros y se vanagloria de haber hecho acopio de su mensaje. Tras el bachillerato, se niega a perder el tiempo en la universidad. ¡Perder el tiempo! Ese adolescente considera que sus profesores no pueden enseñarle nada, que es más capaz que ellos de sacar el jugo a los literatos y la miel a los filósofos. Ya se manifiesta en él el sentido del descubrimiento. Sin ninguna consideración por los que han dedicado su vida a estudiar a los autores que él se adjudica el poder de descifrar. Así, poco a poco, más adelante, tiene la sensación de ser el único en dar a conocer al auténtico Dostoievski, al gran y único Nietzsche, pasando por el indio Rabindranath Tagore y el egipcio Taha Hussein, y transitando por Simenon y James Hadley Chase; dispensando algunos homenajes, en primer lugar a Paul Valéry, su contemporáneo, a Roger Martin du Gard —que, sorprendentemente, fue premio Nobel antes que él—, a Montherlant, a Louis Guilloux; y dejando bien claro que los dos grandes escritores son, por desgracia, Céline y Proust. En las citas del principio, he olvidado mencionar su respuesta cuando le preguntaron: «Dante representa Italia, Cervantes a España, Goethe a Alemania, Shakespeare a Inglaterra ¿y a Francia?». «A Francia, por desgracia, Victor Hugo», dijo. En 1909 fundó con Jacques Copeau, Jean Schlumberger y André Ryuters la Nouvelle Revue Française

Conocí la obra de Gide en Argelia, en una azotea privada del sol por la maldita construcción de un muro. Mathilde, mi hermana mayor, había reunido en una caja las obras de Irène Némirovsky, Paul Bourget, Rachilde, Max du Veuzit, Charles Morgan y Rosamond Lehmenn, y había puesto aparte a Colette, Oscar Wilde y Gide. El azar me llevó a hojear las páginas del Diario en las que Gide declaraba su amor por la URSS y el comunismo. Mi mirada tropezó con esta frase: «Y si tuviera que dar mi vida para garantizar el éxito de esta prodigiosa aventura, la daría sin vacilar».

Jean Daniel 1961

Jean Daniel fue alcanzado por un avión francés en Bizerte (Túnez, 1961) / Jean Marquis

Por alguna razón que se me escapa esa declaración me impresionó mucho. Sin duda, los adolescentes del Frente Popular estaban apasionadamente politizados y predispuestos al compromiso. ¿Pero qué podía saber yo de Gide a los quince años? Tenía necesidad de creer. Me daba cuenta de mi sorprendente sensibilidad hacia la escritura. Me convertí, así, en militante, y no descubrí a Nathanaël hasta que Gide tuvo la lamentable idea de llamarlo «camarada» en Los nuevos alimentos terrenales. Añadamos que esos Alimentos me provocaron, mucho antes que Bodas, de Camus, una exaltación sensual y mística. Estaba tan hechizado que buscaba en los índices onomásticos de los libros el nombre de Gide, y si no estaba, renunciaba a leerlos. Recuerdo el artículo de un periódico que empezaba con esta frase: «Sin duda, la juventud tiene necesidad de heroísmo y Montherlant lo expresa con gran acierto, pero…»Inmediatamente me hice con La rosa de arena, Encore un instant de bonheur y, por supuesto, Les jeunes filles. Y podría decir, parafraseando al maestro: «Mi adolescencia transcurrió arropada por Gide».

Pero no había pasado un año cuando vi cómo mi Dios descendía del Olimpo. Denuncia a Stalin, que había sido su pródigo anfitrión, como un déspota que «avasalla», aterroriza y humilla a su pueblo. La acusación, publicada en el semanario Vendredi, constituye un auténtico golpe intelectual y afectivo, pues no se podía negar que el autor de los Alimentos había sido recibido en la Unión Soviética, según se decía, como «un jefe de Estado». Al no proceder de una víctima, su deserción era aún más eficaz y violenta. Quemar lo que se había adorado era de una osadía sin precedentes. De ese modo, al acabar con una religión, el gran burgués protestante consternó a toda una generación. Aquello era excesivo. Curiosamente, pues, seguí a Gide en dos impulsos heroicos: el de la fe y el de la iconoclasia. En otras palabras, Gide podía ser «pedófilo, avaro y antisemita», pero una vez dicho esto, no se había dicho nada si no se recordaba el papel desempeñado por un librito titulado Regreso de la URSS, publicado en 1936 y cuya repercusión intelectual e histórica fue considerable.

andre-gide-860x1177

André Gide

A partir de este momento, el lector de Gide debía intentar hallar su camino en lo que se convertía en un laberinto de contradicciones. En mi caso, era mucho más fácil encontrar ese camino porque yo lo había hecho mío y porque la verdad de Gide se hallaba precisamente en la contradicción. Recuperamos de repente a ese hombre franco, de apariencia un tanto asiática, de ojos achinados y mirada atenta, al que le gusta vestir una capa romántica incluso cuando está sentado al piano. Un hombre que, partiendo de la estética de la rebeldía hedonista, del individualismo pagano, enamorado de lo insólito, de los contrarios e incluso de lo contradictorio, encontrará su salvación en el autor de Zaratustra. En realidad, es de Gide de quien adquiriré para siempre el sentido y la necesidad de lo que hoy se llama complejidad. Una afirmación no es válida si no incluye su contrario: si no se revela compleja. Tengo la sensación, extraña o presuntuosa, de haber introducido ese concepto en mi oficio antes de que fuera teorizado en una obra de reconocida ambición científica [Edgar Morin]. Más tarde, descubrí con pesar que Gide no había leído al teólogo mallorquín Ramón Llull. En una de sus innumerables obras, El libro del gentil y los tres sabios, solo se encuentra a Dios tras un viaje a las diferencias y las contradicciones.

Volviendo a Nietzsche, ese liberador visionario que rompe con la angustia del pecado original para afirmar una libertad en marcha, Gide va de éxtasis en éxtasis cuando, en 1895, durante el viaje de novios con su mujer y prima Madeleine, sigue sus huellas. «Me parecía», dirá Gide, «que me iba quitando velos poco a poco o que entraba en mí paso a paso […] Siempre que vuelvo sobre Nietzsche, me doy cuenta de que no se puede decir nada más, y me desespera; por qué tuvo que existir; me hubiera gustado con locura ser él; descubro uno a uno todos mis pensamientos secretos».

Gide se preciará de ser el primero en dar a conocer o, al menos, el que mejor lo hace, la intensidad y el sentido de la revolución nietzscheana. El texto que escribe entonces es de una humildad casi mística. Sin duda alguna, Nietzsche lo había dicho todo, todo lo que el propio Gide habría querido decir, todo lo que a él le hubiera gustado ser el primero en decir. Hay grandes textos: los de Rousseau sobre Plutarco, el de Lévi-Strauss sobre Marcel Mauss tras haber leído su Ensayo sobre los dones, el homenaje de Paul Veyne a René Char o el de Virginia Woolf a Proust. Pero nada me conmovió más, en la época en que lo leí, que el texto de Gide sobre Nietzsche. Hasta el punto de que me preguntaba si no había que preferir Nietzsche a Gide.

Gide murió el 19 de febrero de 1951, en la rue Vaneau, I bis, tras escribir Así sea o la suerte está echada. Luego, un gideano de alta alcurnia, Roger Stéphane, escribirá Tout est bien. Ambos citan continuamente a Kirilov, el héroe de Dostoievski en Los poseídos.

Jean Daniel LA RAZÓN MÉXICO

Jean Daniel (Bilda, 21 julio 1920 – París, 19 febrero 2020) / La Razón de México

 

Cit. Jean Daniel, Los míos, trad. María Cordón Vergara y Malika Embarek López, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012, pp. 47-58.

Perder el juicio en la cuna de la civilización /// Mario Colleoni

Mientras las circunstancias nos vencen, el turismo nos vence y el odio nos vence, el racismo se propaga. Ellos están ganando y nosotros, perdiendo. Día tras día nos llegan noticias sensacionales de un mundo que parece hecho al revés. Las encajamos con una naturalidad pasmosa. Toleramos el escándalo de una forma tan cotidiana que lo blanqueamos con una templanza que asusta. Lo relativo a la política nos parece una trivialidad. Las malversaciones sociales, una costumbre. Los atropellos fiscales, algo diario. Y las injusticias, casi necesarias. Noticias sensacionales que parecen el opio del pueblo, el alimento de nuestras frustraciones. Noticias que creemos inofensivas y que, sin embargo, devoran nuestro tiempo, el que invertimos para informarnos, para saber cómo están las cosas fuera de nuestro estupendo ombligo ideológico, para conocer las inquietudes que hay en el mundo, de qué se habla y de qué no, para estar al corriente de las fechorías y los avances, de los hallazgos, de los inventos y de las revelaciones, y también, si hay suerte, para que algún buen titular nos alegre el día. Lo último que nos llega sobre la prohibición de sentarse en los monumentos de Roma es la gota que colma el vaso de la decencia humana.

Roma77

Es una lástima pensar en todos los escalones, escalinatas y escaleras de Roma. Las hay de acceso, de tránsito y de comunicación. Por ejemplo, la que va desde Via Cavour, atraviesa la Torre dei Margani (endémicamente conocida como Borgia) y llega hasta San Pietro in Vincoli, siempre fresca y oxigenada. La de Via Magnanapoli, repleta de vida, que comunica el Foro Trajano con una de las principales arterias de llegada a la ciudad. U otra antes de llegar a esa famosa columna, en el ramal izquierdo, casi encajonada, que sirve de entrada a la iglesia Santi Domenico e Sisto, dibujando una doble tenaza preciosa, teatral y escenográfica, puramente barroca. Está la que se sumerge en la tierra desde Via Nazionale y nos guía, como un obsequio, hasta la basílica de San Vitale. La que sube desde Via Piacenza y se abre en dos brazos hasta entrar en los jardines de Carlo Alberto. La escueta y confortable del Palazzo Cimarra, compuesta por apenas cuatro o cinco peldaños. La discreta y hermosa de Sant’Andrea al Quirinale, diseñada por Bernini como una galleta perfecta. Están las que hay en una esquina de Piazza Venezia, en un extremo de la avenida que conduce hasta el anfiteatro Flavio. O las infinitas del otro lado del Campidoglio, que nos suben hasta Santa Maria in Aracoeli, cuya leyenda dice que fue recorrida por la mismísima Santa Elena, madre de Constantino. Y también las del Gesù, la obra maestra de Giacomo della Porta, o las de San Marcello al Corso, refugio pacífico de mendigos, o las de la plaza de Santa Maria del Popolo, centro simbólico de tantas cosas. Escaleras las hay a cientos en Roma. Las hay grandes y minúsculas, majestuosas y discretas, penosas y memorables, pero todas son funcionales. ¿De verdad está prohibido sentarse hoy en todas estas y en las dos mil más que faltan por enumerar?

roma-santa-maria-in-aracoeli-e-campidoglio

Escalinata de Santa Maria in Aracoeli y rampa del Campidoglio

El ayuntamiento ha colocado a ocho agentes en la escalinata de Piazza di Spagna y los ha equipado con un silbato, signo inequívoco de que las maniobras más siniestras pueden ser ejecutadas con los gestos más ridículos. Con ese temible silbato el consistorio romano les ha sido asignado un cometido de crucial importancia: disuadir a todo el que tenga la ocurrencia de ver una escalera y sentarse en ella. Espero que nadie tenga la mala suerte de llegar a los pies de Santa Trinità dei Monti siendo presa de un brote de insuficiencia respiratoria, o de un infarto cardíaco, porque como de ello dependa su vida, yo iría persignándome para esperar la intercensión de San Francisco de Paula.

Palazzo_dei_Senatori_(Rome)

Palazzo Senatorio, Roma / Miguel Ángel, 1540’s

Es inevitable hacerse preguntas. ¿Querían conservar su patrimonio y no han encontrado una mejor fórmula que vetar el disfrute humano del monumento? ¿Qué es de los justos, los limpios y los respetuosos, nadie va a darles vela en este entierro? ¿Por qué se vende la idea de que el turismo es el único causante de esta tropelía? ¿Acaso era más sencillo prohibir en vez de diseñar una batería de multas y sanciones (legislar, que para eso sirven los políticos) para todo aquel que se comporte incívicamente, turista o no?

Yo no me considero un turista y no fomento el turismo; soy escéptico si tengo que hablar de los beneficios que reporta esa actividad; pero si damos por supuesto que existe una voluntad real de que el mundo sea cada vez más habitable para un mayor número de personas, entonces tendremos que empezar por la verdad aunque la verdad no nos guste. El vandalismo, los destrozos, la suciedad y la tremenda porquería que ha tenido que soportar Piazza di Spagna a lo largo de los años debe ser incuantificable. Pero ¿somos tan ingenuos como para creer que los turistas son los únicos culpables? Escudándose en el parapeto argumental de que un extranjero es capaz de cualquier cosa, un romano puede hacer lo mismo que un turista, y me atrevería a decir que incluso con mayor libertad. Tal vez la equivalencia por cada romano sea de ciento cincuenta extranjeros, pero la carencia ética es idéntica en ambos casos. Por unos y por otros, todos somos hoy unos vándalos. Por ellos y por la horda de ciudadanos (aunque esto no sólo sucede en Roma o Italia, sino en todas las ciudades de la Europa meridional) que contribuyen con su silencio pasivo, con su actitud pasmosamente distante de permitir, tolerar y no avergonzar a nadie que comete un acto irrespetuoso en o sobre un monumento. Hablo de gente que se siente muy orgullosa de haber nacido en una ciudad multituristificada (como por ejemplo Roma, Madrid, Venecia, Sevilla, Florencia, Barcelona, Nápoles o Valencia) que generalmente no hace nada para combatir la falta de civismo. Hablo de un sentido de pertenencia que no se lleva en la sangre, ni en el lugar de nacimiento, ni en el DNI, sino en el cerebro, en el corazón, cultivado con ideas, principios y valores.

Como nadie frene esta oleada de sinrazón, primero serán las escaleras, después serán los poyetes, y la cosa terminará con una denuncia por que una persona le ha dado por apoyarse en una esquina de su casa. Me encantará ver cómo la civilización acaba con nosotros antes de que admitamos que esto se nos fue de las manos hace ya mucho tiempo.

il-talento-di-mr-ripley-roma-piazza-di-spagna-1

Gwyneth Paltrow y Matt Damon / El talento de Mr. Ripley (Anthony Minghella, 1999)

Luego hay toda una pléyade de marcianos, seres venidos de otros lugares, habitantes de otras dimensiones, que ven positivo e incluso beneficioso que nadie pueda sentarse en las escaleras de los monumentos. Son seres fuera del mundo. Como Gianni Battistoni, heredero de la sastrería Battistoni (famosa porque en El talento de Mr. Ripley Jude Law le decía a Matt Damon que cuando fueran a Roma le llevaría a una tienda fantástica para comprarle una chaqueta estupenda) y hoy presidente de la Associazione Via Condotti, una especie de organización sindical compuesta por todas las tiendas de lujo que hay en Via Condotti, que opina, al borde del frenopático, que la medida del ayuntamiento de Roma es «un pequeño rescate de la civilización», para terminar diciendo que «la escalinata ha sido devuelta a la ciudad». No sé qué noción de patrimonio cultural tendrá este señor, pero desde luego muy humano no debe ser para decir que «en unas escaleras uno no se sienta». Nadie le ha visto tampoco sacar butacas de su tienda para evitar el «vandalismo».

e59cae521e8eb1018a6825a1a26d889d

Jude Law y Matt Damon en el Caffè Dinelli / El talento de Mr. Ripley (Anthony Minghella, 1999)

Que nos estamos volviendo locos es una realidad. ¿Para qué vamos a incentivar el buen comportamiento cuando podemos acabar de raíz con un problema negando todas sus posibilidades humanas? Nos están equiparando a los malos, incluso cuando hablan de comer y beber en las escaleras. Quieren convertir las ciudades en lugares asfixiantes donde uno, casi por definición, no pueda ser justo o respetuoso. Es injusto, tanto para un turista como para quien no lo es. Explíquenselo a un muchacho de ingresos discretos que, sin poder permitirse una comida como la que debe permitirse todos los días Gianni Battistoni, opta por prepararse un humilde sándwich para comer mientras visita la ciudad. ¿Ese muchacho no puede ser cívico, limpio y respetuoso? Según esta orden, no. Esta medida da a entender (que alguien me explique urgentemente si dice lo contrario) que todos somos sucios, irrepetuosos y vandálicos, que todos somos turistas. Ese muchacho no podría hacer algo tan humano como sentarse en unas escaleras, comerse su pobre sándwich, tirar los desperdicios en una papelera y proseguir su paseo. ¿Hasta dónde ha llegado nuestra locura para prohibir la naturaleza humana de lo urbano? Mientras, el odio prosigue su camino triunfal.

piazza de spagna in rome, italy

Este sería el estado ideal de Piazza di Spagna para marcianos como Battistoni: VACÍA

Que le hubieran dicho a Miguel Ángel en la década de 1540, cuando diseñó la plaza, la rampa de acceso y la escalinata del Senatorio, que ningún funcionario del Ayuntamiento de Roma podría sentarse hoy en las escaleras del Campidoglio. Que se lo hubiera dicho en 1726 a Francesco De Sanctis, que dibujó ese doble rizo icónico de mármol a los pies del obelisco Salustiano, que ningún romano podría descansar en 2019 en su Piazza di Spagna. O, ya que hablamos de atrevimientos, que le hubieran dicho a los mismísimos Ictino y Calícrates que algo tan esencial como la escalinata de un templo, dos mil quinientos años después de construir el Partenón de Atenas, sería una prohibición para los ciudadanos que habitaran el mundo. Es de una demencia que clama al cielo. ¿Están contentos los ciudadanos romanos que pagan sus impuestos? Ellos son los que deben luchar para que esto no sea una realidad.

partenon-atenas-1

Partenón / Atenas, siglo IV A.C.

A este paso, lo único que nos va a quedar de la Roma-Ciudad Eterna, va a ser la eterna estupidez a la que está rindiendo pleitesía una ciudad que se revela incapaz de heredar los más nobles principios universales que la vieron nacer. Triste espectáculo, y ridículo.

El lago /// Leon Battista Alberti (1437)

Matteo de' Pasti - Quid Tum (1446-1454, Biblioteca Nacional de Francia, París)

Matteo de’ Pasti, Quid Tum, ca.1446-1454, Biblioteca Nacional de Francia, París.

En un pequeño lago, que no era frecuentado de forma habitual por ningún animal dañino, vivían juntos, con una alegría que no puede describirse fácilmente, muchísimos pececillos y muchas ranas, animales de costumbres distintas; y tanto las ranas como los pececillos habían, de hecho, heredado de sus antepasados la costumbre de poner todo en común en aquel lugar.

Cada día se desarrollaba allí este tipo de espectáculo: los bancos de pececillos se reagrupaban danzando, las ranas cantaban melodías saltando. Tal era en sustancia su forma de vivir que no había nada que añadir a los juegos, a la alegría, al contento. Suma era ante todo la libertad, grandísima la paz, ausentes las discordias internas, ausentes las difidencias entre los ciudadanos, ausentes las envidias y las contiendas con los vecinos y los forasteros; increíble el acuerdo de los animales y de las voluntades en las cosas públicas y privadas. En tal situación, ya sea porque este es el común destino de las cosas humanas (en cuanto las criaturas mortales no pueden tener nada de perenne y de estable), ya sea por la innata falta de medida de muchos, que no pueden aceptar con equilibrio la fortuna propicia, ocurrió que algunos pececillos ansiosos de fama y de parecer promotores de importantes iniciativas públicas, promulgaron esta ley: «Las ranas habiten la playa y las partes superiores del lago; los pececillos tengan las partes inferiores».

Esta ley gustó a todos, excepto a los ancianos más sabios; pero ellos no se pronunciaron con suficiente energía contras los promotores de la ley para desaprobarla. Más aún, estos últimos fueron públicamente alabados porque a la multitud le parecía que ellos habían encontrado un óptimo sistema de vida. Se consideraba que, gracias a esta disposición, la región había sido muy bien dividida, desde el momento en que esta ley impedía a las ranas ensuciar las aguas profundas removiendo el limo y obligaba a los pececillos a permanecer en sus cavernas. Habiendo por tanto obedecido la ley durante algunos días con grandísimo escrúpulo y habiéndose quedado de buena gana cada uno en su sitio, ocurrió lo que ocurrió.

Ninguna disposición, por muy sagrada que sea, por muy egregia, se introduce en la administración del Estado sin que esta sea borrada por nuevas leyes y, casi con desprecio, ignorada por la masa insolente y ansiosa de novedades. La multitud de pececillos, según las antiguas libres costumbres, emergía no raramente en superficie y también las ranas se introducían en las zonas de los pececillos. La ley empezó a ser rechazada cada día más. Estaban descontentos con esta situación aquellos que habían sido los promotores de la ley; y se sentían indignados por el hecho de que su autoridad, no menos que las normas públicas, se viera desatendida y vaciada de importancia.

Por ello, con discursos en público y en privado trataron de convencer a las masas de que era muy bello someterse a cualquier sacrificio para hacer respetar la ley. Lograron sobre todo convencer a los pececillos, que estaban en éxtasis frente a su elocuencia y aplaudían con gran calor, para que, cuando los oradores mandaban un pregonero, con el lanzamiento de una pequeña piedra al lago, no le obstaculizaran el regreso a su sede. Los pececillos respetaban el edicto sin ninguna falta; pero las ranas cantarinas y petulantes, por naturaleza insolentes, o porque consideraban mucho más placentera la antigua libertad y el modo accionado de vivir, o porque desdeñaban la antipática prosopopeya de los oradores, no solo no respetaban el edicto, sino que, cuando se lanzaba una piedra, se dirigían de inmediato a la parte baja del lago y, acudiendo desde todas partes, perturbaban las asambleas con gran alboroto e impedían que se escuchara la voz del orador.

Los oradores proclamaban que la república era traicionada y se cometía un grave delito, sosteniendo que aquella resistencia a las leyes provocaría la ruina del Estado. Las ranas afirmaban que eran unos locos al no entender que a causa de esta ley se habían introducido algunos tiranos, mientras ellas habían comprendido que era vergonzoso obedecer a su tonto edicto: ellas no odiaban todavía la libertad hasta el punto de no considerar bello salvaguardar sin posteriores reglas la antigua independencia de los padres en vez de someterse a una servidumbre legal. ¿Qué añadir? Mientras por un lado unos están dispuestos, por el otro las ranas se niegan a obedecer la ley. Con la fuerza de sus palabras, los oradores estimulan con continuos discursos a la voluble multitud de pececillos para que consideren ahora un delito y una ofensa gravísima para el rigor de la ley aquello que antes era consentido como alegría y juego. Por un lado y por otro se oían por tanto varias y graves quejas y durísimos litigios. Y la cuestión había llegado, a causa de las pasiones partidistas, a las armas y a la confrontación directa. Los pececillos en este punto, ya que  comprendían que era inferiores en fuerza, decidieron (acontecimiento digno de ser recordado en las letras) recurrir al engaño.

No lejos de este lago anidaba una grandísima serpiente en una cuenca pantanosa, a donde los pececillos tenían la costumbre de pasar por galerías subterráneas. Los heraldos de los pececillos fueron a llamar al ofidio y participaron en la legación de los mismos impulsores y defensores de la ley. La serpiente, impactada por su elocuencia, decidió no llevar a cabo ningún gesto antes de dirigirse con los mismos mensajeros a inspeccionar el lugar y los habitantes. Especialmente contentos con su llegada, los pececillos se felicitaban entre ellos. Consideraban que se domaría para siempre la soberbia de las ranas, que ya veían derrotadas por miedo al tirano. Las ranas, apenas se percataron con evidentes indicios del fraude de los pececillos y su malvado engaño, decidieron darles el mismo trato llamando a la nutria, animal enormemente hostil con los peces.

B16138.jpg

Leon Battista Alberti, Autorretrato, ca.1435, National Gallery, Washington.

Los ancianos consideraban que era de ciudadanos locos preferir rivalizar en el odio en vez de en el amor y en el deber y que no era justo, precisamente porque detestaban la crueldad, cometer actos que les harían parecer muy malvados. Si aún razonaban, no debían introducir, no sólo como vengador, sino también como árbitro de las peleas y de los conflictos domésticos, a un extraño al cual incluso los reticentes tenían que obedecer. Y disputaban sobre la manera más fácil de mantener lejos de sus vidas a criaturas de tal soberbia y codicia, si por casualidad (y lo habrían hecho) hubieran empezado a hacerse molestas. Añadían que grande sería el daño y de seguro digno de reproche, si las privadas ofensas de los malvados ciudadanos pusieran en peligro la patria y si sufrieran ofensas tales como para tener que llorar también ellos en las desgracias de los conciudadanos y de la propia vergüenza.

Suplicaban, en fin, que se abstuvieran del odio; y de hecho preanunciaban que, a causa de las desgracias nacidas del odio, se produciría la ruina de la patria y la catástrofe total. Prevaleció sin embargo la opinión de los más astutos y de aquellos que estaban convencidos de que era mejor vengar las ofensas en cualquier caso. Por ello, sin tener consideración por los ancianos, por medio de embajadores hicieron venir desde tierras lejanas a la nutria. La alimaña, por su naturaleza feroz y casi agotada por el hambre, apenas se percató de haber llegado a un país muy rico, dio gracias a los dioses por haberla colmado de forma inesperada con tantos dones, fue a ver a la serpiente y con ella dividió el poder y estableció esta ley: «Gobierne la serpiente sobre las ranas, la nutria sobre los pececillos».

Una vez sancionada la ley, los crueles soberanos de malditas fauces arreciaron con intolerable arrogancia y odiosa violencia sobre los individuos de cada uno de los grupos. Ciudadanos honestos y valientes, por motivos desconocidos eran degollados. Nadie tenía un bien que pudiera considerar suyo a la larga. Estaban, en fin, afligidos por tantos males que se veían obligados a llorar tanto sus desgracias como las de los conciudadanos rivales. Sumergidos en tanta desgracia no les aliviaba la esperanza de una mejor fortuna; y los tiranos se hacían cada día más déspotas y crueles.

Los infelices no sabían a quién dirigirse, excepto a aquellos ancianos que destacaban ante sus ojos por sabiduría y prudencia. Y ya cada cual estaba dispuesto a soportar cualquier cosa de los demás, con tal de no asistir a la espantosa aniquilación de los mejores ciudadanos y de las familias más ilustres. Pero los ancianos a los que no se había escuchado cuando se les consultó en tiempos de prosperidad (incluso los ancianos insensatos, en el desconcierto general, estaban rodeados de una multitud de gente que suplicaba, incluidos los dignos y los intrépidos) susurraban dudosos que ellos habían vivido bastante para la vida y para la gloria y que no podían proporcionar ayuda en las adversidades, después de haber sido ignorados en la buena suerte. Por lo que volvieron a enviar a la multitud a aquellos astutos, por obra de los cuales se habían desatendido sus óptimos consejos.

Al final, requeridos por los hijos y por las esposas, y solicitados con grandes ruegos de ayuda y de perdón, los ancianos se convencieron de colaborar con la patria en peligro y en dificultades, si aquella masa indómita les escuchaba y obedecía a sus palabras.

La multitud juró que respetaría siempre a estos padres como divinidades, ya que comprendía que ellos tenían sabiduría y capacidad de prever el curso de los acontecimientos futuros; por ello, les seguirían siempre con devoción y respeto y jamás violarían sus mandamientos.

Los ancianos quedaron satisfechos; preocupados entonces por la presente situación, pretendieron en primer lugar volver a tener el favor y la benevolencia que una vez tuvieron. Era éste el único modo de poder recuperar y conservar la salvación y la integridad de la patria. La concordia de los ciudadanos era el medio más adecuado para alejar y derrocar cualquier tiranía. Discutieron largo tiempo sobre esta proposición y les exhortaron a estrechar pactos de amistad. Y todos, desde el momento en que la amargura de la fortuna les había hecho humildes y apacibles, obedecieron. Por lo tanto, cesado el odio, ya que el asunto no se podía de ninguna manera resolver con la violencia, trataron de alejar de sus vidas a tan crueles tiranos con la inteligencia y la razón. Algunos superiores de los pececillos, que eran muy hábiles en elocuencia, aprovecharon la ocasión en la que la nutria tenía un ánimo más conciliador y le dirigieron este discurso:

—Damos gracias a los dioses y sobre todo a ti, justísimo príncipe, y obligadamente nos congratulamos con tu virtud y con nuestra fortuna, ya que en nuestro Estado hemos logrado que se contuviera la antigua insolencia de la plebe y la ilimitada libertad de crear desórdenes gracias a ti, que has puesto el freno.

»De hecho, nosotros creíamos que aquella arrogancia, de la cual, por exceso de libertad, se vanagloriaba la plebe de los pececillos, se iba a hacer justamente odiosa a los dioses; y nadie era tan insensato como para no ver que su inconstante naturaleza, fácilmente propensa al placer, traería perjuicios a la patria. Tú, oh, santo príncipe, has evitado la desgracia que estaba a punto de caer sobre esta gente. Y has pensado que no formaban parte del Estado esos ciudadanos que pasaban todo el día entre bromas y frivolidades; y santamente has introducido parsimonia, castigando a los pródigos y a los soberbios, y la modestia, sancionando a los más viles.

Leon_Battista_Alberti (Uffizi)

Efigie de L.B. Alberti, Piazzale degli Uffizi, Florencia.

»Por este motivo, al haber tú dado a la república la integridad y el ejemplo, nunca, por las obligaciones de gratitud hacia ti y por nuestro bien, dejaremos de rogar a los dioses, para que tu poder sobre nosotros permanezca tan duradero y sólido como sea posible, pues tus leyes nos han hecho más civilizados. Y, de hecho, si bien todos expresan la convicción de que tú eres el mejor de los príncipes posibles y que la salvación de los súbditos está toda en tus manos, ocurre a veces que nos permitimos pensar en el bienestar de los pececillos. Consideramos que esto puede aportar alabanza y beneficio. Si la serpiente, consciente de tu poder (que tengáis el bien y la fortuna), se dejara superar en justicia y humanidad por ti, cosa que no quiere, por poder, prestigio y fuerza, desde luego, a nuestro juicio, no podría añadirse nada a la felicidad de esta provincia. De hecho, si es feliz aquel Estado regido por leyes óptimas y estables y por apacibles constituciones, mucho más feliz es aquel en el que la humanidad, la suavidad y la benignidad de los gobernantes están templadas por una cierta severidad.

»Cuando se dan, oh, óptimo príncipe, situaciones diversas y, si te conocemos bien, contrarias a tu voluntad; cuando las óptimas leyes son violadas por aquellos que tienen que tutelar el derecho; cuando el que en primer lugar debería practicar la piedad es menos devoto de lo lícito; oh rey nuestro, re rogamos que escuches con clemencia las palabras que, aunque muy a nuestro pesar, te dirigimos. No es justo que un rey solícito y atento, que todas las gentes alaban con admiración como único, ignore un solo detalle de cuanto ocurre a sus súbditos. Luego hemos considerado obligado hacerlo, desde el momento en que nosotros mismos nos hemos puesto en tus manos.

»Estos son nuestros problemas: ocurre que en tu reino (que los dioses colmen de bien) las normas fijadas por la suerte o por las leyes (diría bajo tu paz, con tu suave paciencia), oh príncipe benigno, por la ajena, por decirlo así, desconsiderada libertad, son transgredidas injustamente y, si no nos engañamos, ampliamente. Y no querríamos (los dioses son testigos) hacer, admitiendo que pudiéramos, a nadie impopular o, en definitiva, entre tantas desgracias, pasar en silencio por la inicua suerte común son llorar y sin que nos sea posible elevar una protesta hacia ti, templadísimo príncipe. Sabemos que deben aceptarse con paciencia, como se dice, las iniciativas de los príncipes hacia los ínfimos y débiles súbditos y con la aceptación dejar claro que hemos aprendido a obedecer a los superiores. Pero, aunque deseosos de obedecer sin reservas, nos vemos obligados a lamentarnos, al no comprender los motivos de nuestro destino, cuando esa serpiente trata de atraparnos cuando huimos, porque comprende que tu reino no vacila de ningún modo. ¡Oh desgracia! No puedo contener las lágrimas: desde que la serpiente tomó el poder no hay un solo día sin crueldad.

»Cosa indigna, contraria a las ordenanzas de los antepasados y a las leyes del santo poder: las ranas son atormentadas por su príncipe, oprimidas, masacradas. No tienen ningún valor para un príncipe airado las oraciones y las lágrimas de los afligidos; a las infelices ranas no se las deja ningún refugio donde encontrar un poco de tregua en la matanza, ¡ni en el suyo, ni en otro país! Esa soberbia, inexorable, ardiente de ira y de furor las persigue, con un rostro, oh buenos dioses, terrible; desordena, perturba todas las cosas públicas y privadas; por doquier el príncipe lleva a cabo atroces crímenes; llegan a los oídos frecuentes y repugnantes los gemidos de los ciudadanos más reconocidos y de los moribundos. Y esto no sin nuestra ruina.

»De hecho, si algún seguidor de tu partido y de ti declara que estos hechos son contrarios a la ley, inmediatamente es castigado por esa energúmena que jura perseguir con el mismo odio también a ti, oh príncipe nuestro, si en algo le molestas. Aterrados por este espectáculo nosotros, ya sea por un sentido de humanidad, sea también calculando nuestros perjuicios, como es justo, estamos convencidos de estar en peligro y junto a las ranas, nuestras infelicísimas conciudadanas, huimos a la vista de esa loca.

»¿Y qué ayuda y consuelo podemos llevarles? ¿Tenemos algún recurso? En tantos males nos alivia solo que los dioses nos han dado un refugio en el que colocar nuestra salvación: sea por necesidad, sea por tu benignidad osamos recurrir a ti, príncipe piadoso; y en nombre de la antigua costumbre por la que estamos unidos a las ranas en una patria común, te pedimos que salves, como puedas, a esas inocentes de tantas desgracias y te ocupes oportunamente de nuestros males, si bien nosotros somos felices si tú estás bien, y no dudamos en confiarte no solo la fortuna y el bien de sus súbditos, sino también el resto.

»Pero incluso dejando a un lado nuestros males, que desde luego ni pequeños ni escasos recibimos de la serpiente cada día, pensamos que no se debe descuidar este detalle: el mal se ha ampliado y difundido más de lo que se pueda, con paciencia y sin tu daño, soportar. De hecho, sin contar el resto que en tu sagacidad verás y examinarás bien, ¿cuántos daños piensas, oh príncipe, que se derivarán por la crueldad de uno solo?

»En efecto, nadie está seguro ante la loca violencia de ella; por tanto, abandonados los bienes domésticos y toda la familia, nos vemos obligados por su crueldad y por su locura a huir y escondernos a cada momento en los desiertos y estériles ríos; y tenemos que abandonar de repente incluso el cuidado de nuestra prole.

»En consecuencia, ya que las partes de tu reino son menores de cuanto es justo y son menos tranquilas y pacíficas de lo que tú desearías en tu justicia y piedad, estas se hacen cada día menos florecientes y pobladas de lo que a ti, óptimo príncipe, te corresponde.

»Nadie duda ya que si con tu sabiduría (cosa que esperamos) no pones freno a esta desgracia, la situación llegará en breve a un punto tal que, demolidas las familias y en definitiva puestos en peligro los patrimonios, la sociedad estará totalmente trastornada y destruida. El pueblo debe vivir en la quietud y en la paz en una ciudad alegre y famosa por el gran número de habitantes. Y si tú confías en quien da consejos justos, no aceptarás ciertamente con resignación que tu autoridad, tu dignidad, la fortuna de tu poder sean disminuidos por la insolencia ajena. Y si recuerdas en tu sabiduría a aquellos reyes, los cuales no castigaron, aun pudiendo, la arrogancia, la impiedad, el arbitrio, o no los han alejado de sus súbditos, han sido juzgados por las personas honestas como miedosos y débiles; porque sabemos que careces de estos dos defectos no negarás que es tu tarea, como creemos, evitar que se juzgue no honorable tu modo de gobernar.

»Todos te admiran, oh, rey nuestro, porque eres pío y justo y amante de la paz, de la tranquilidad y de la calma y te tributan grandes honores; no hay ninguna cualidad que sirva para formar a un perfecto gobernante que no te se reconocida, a excepción de un solo detalle que no se corresponde con tus admirables cualidades: consentir que la serpiente loca y despiadada, que no escucha los ruegos y las lágrimas y no respeta el derecho ni a los dioses, que siga arreciando para tu mal, en contraste con tu virtud y tu sabiduría en el gobernar.

»Quizá algunos, confiando en tu fuerza y en tu magnanimidad, piden pruebas más comprometidas que las que nosotros, tímidos y aterrados, osamos suplicar; ellos alegan estos motivos y muchos otros sacrosantos y honestos te ruegan que no permitas que ella, que te desprecia a ti y a los comunes vínculos, mientras sea tan violenta, sea llamada con el mismo santo nombre, copartícipe del sagrado poder. Pero nosotros no rechazamos tenerla como rey, si tú así lo decides; y estamos dispuestos a respetarla como afín a los dioses casi como hacemos contigo, si su poder se hace apacible y legítimo. Si bien, ¿quién podría pensar que las razones de este príncipe tienen honesto fundamento y que él es digno de las prerrogativas del mando, si es arrogante con los suyos, soberbio con los extraños, injusto, despiadado y cruel? Ya que hemos decidido hablar por un compromiso moral y no para discutir de la vida y del comportamiento de cualquiera, retomamos la discusión desde su punto inicial.

»En ti, oh, sabio príncipe, está puesta toda la esperanza de las beneméritas ranas y la nuestra; podemos refugiarnos solo en ti. No nos abandones, te suplicamos de nuevo, tú te ocuparás de nuestra salvación, de nuestro honor y de tu fama».

Matteo de' Pasti - Quid Tum (ca.1450, British Museum)

Matteo de’ Pasti, Quid Tum, ca.1450, British Museum, Londres.

Con esta oración los pececillos, no sin la intervención de los dioses que siempre han tenido especial aversión por la crueldad y el rigor de los príncipes, llevaron a cabo el plan orquestado por las ranas. De hecho suscitaron en la nutria tanto odio contra la serpiente que aquella, mientras los pececillos seguían perorando la causa, tenía ya el ánimo listo para la venganza.

Al mismo tiempo las ranas sobornaron a unos delatores, para denunciar a la serpiente la jactancia de muchas ranas opulentas, que rechazaban su poder y llevaban en las moradas de los pececillos una vida descarada, sin respetar mínimamente la majestad del poder y las leyes de la patria. Por esto, según el parecer de todos, se tenía que deplorar la maldad de las ranas, pero también la de los pececillos y esto debía castigarse de todos modos. De hecho, al ofrecer hospitalidad, ellos violaban las leyes y provocaban claramente un daño al Estado, ya que, al acogerles, ofrecen a los reos la posibilidad de transgredir. ¿Quién ignora que estos actos son muy graves y ofensivos hacia un príncipe tal, el más justo y respetuoso de la ley? Y se debe alabar a quien interviene con severidad de manera que los transgresores se arrepientan de tu intemperancia. Si no se ahogan la licencia de los arrogantes y la soberbia de los insolentes, si en definitiva las inclinaciones de los ciudadanos rebeldes ante cualquier disciplina, sus desmedidas pasiones, sus ardientes apetitos, no se frenan con la severidad y el miedo, ocurrirá sin duda que, al declinar la fuerza del poder, todo el Estado se desmoronará.

Hay que ocuparse por tanto no sólo de la salvación, sino de la dignidad, de la fama, de la grandeza del Estado; y es justo además que, por su deber para con sus conciudadanos, un príncipe se preocupe de que los malvados no osen transgredir y que los demás imiten a aquel que ha quedado impune. Un príncipe debe ser constante y fuerte en la vigilancia; y debe por ello evitar la permisividad, para no parecer un custodio vago, desganado, y poco celoso de sus cosas. La diligencia de un príncipe se aprecia como nunca, por lo que él se enorgullece y se esfuerza para que sus súbditos, equivocándose menos, se hagan cada vez más dignos de aprobación. Y esto puede muy bien ocurrir si él se comporta de manera que los reos se arrepientan de sus crímenes y los inocentes se complazcan con las alabanzas y los premios de la virtud.

No se debe tolerar la irresponsable supremacía de la masa; este estado de cosas ha inducido a los ociosos a creer que el poder está en la ostentación, en la jactancia, en las vestiduras llamativas y en el vagar por la ciudad, en el no temer las leyes, en el despreciar las órdenes de los príncipes. Como consecuencia de ello han sido arrinconadas las artes de la laboriosidad y las otras actividades públicas y privadas y se han sacrificado sólo al fasto, por lo que día tras día, a causa del ocio y de la soberbia, el poder se ha hecho frágil e inconsistente.

No debe admitirse por tanto que los súbditos levanten tanto la cabeza hasta gritar por todos lados y que sean aplastados por una injusta servidumbre o juren que no faltarán los vengadores de la libertad, si se presentara la ocasión. Osan saludar a la nutria como al único rey amigo del pueblo y maldecir a la serpiente sin vergüenza alguna. Si tiene bien claras sus responsabilidades, si no olvida sus virtudes y reflexiona atentamente sobre lo que se le dice, ciertamente tendrá que aceptar que en este asunto tiene el obligado papel del sancionador. Y debe actuar con severidad ejemplar ora hacia uno, ora hacia otro, para acostumbrar a la multitud presa del miedo a la obediencia de las leyes y al temor del príncipe. Las ranas que están en la orilla esperando la orden del príncipe, siempre serán consideradas conformes a su voluntad; aquellas que por el contrario, fugitivas y obstinadas, prefieren por un ambicioso proyecto vivir en otra región que no sea la propia, aquellas que hayan abandonado a los hijos y a los castigados por no obedecer al príncipe, aquellas que acarrean gravísimo daño al Estado, deben ser sancionadas con cualquier clase de castigo.

Después de tales insinuaciones, la serpiente, por naturaleza propensa a la ira, encendida de irrefrenable furia, prorrumpió en una cólera tan grande que con un espantoso juramento gritó, llamando como testigos a los dioses del cielo y del infierno, que todos eran culpables y que se vengaría severamente del poder abatido. Y llegó incluso a realizar imprevistas incursiones en todos los recovecos de aquel lago, sondeando, desbaratando, ensuciando todo a su paso. Entretanto había llegado al lago el otro rey, la nutria, que por el precedente discurso se mostraba muy agitada. Al percatarse del gran desorden y viendo que la masa de los pececillos estaba preocupada (habían acordado de hecho fingir un gran miedo), presa de una ira sin límites se lanzó al lago y con todas sus fuerzas asaltó a la serpiente. Esta, dado que el lago le parecía desfavorable para el combate, salió fuera de él y reptó hasta un lugar seco. La otra la persiguió mordiéndole: en los campos cercanos se desarrolló la batalla entre aquellos reyes.

Los pececillos y las ranas esperan aterrorizados el resultado de la refriega, haciendo votos de silencio. Aquellas combaten con espantosa energía; y este fue el final de la contienda, que, parece, fue decidido por los dioses eliminar a los dos cruelísimos tiranos. La nutria aferró a la serpiente por la garganta; en respuesta la serpiente, con muchas mordeduras venenosas, laceró la garganta de la nutria y murió estrangulando entre sus espiras a la otra que moría.

Primero las ranas, alborotando en el espectáculo, gritaron: «Viva el rey»; los pececillos aprendieron a interpretar como juego aquella especie de duelo que había enfrentado a los reyes en el lago; durante todo el resto de su existencia recuperaron la antigua y del todo libre conducta de vida. Y, en lo que les resulta posible, conservan hasta hoy esta costumbre sin violarla nunca; y cantan en sus versos que la libertad sin demasiadas reglas es, según el uso heredado de los padres, más útil que una camuflada servidumbre.

Me siento feliz si con esta fábula he proporcionado placer al lector; sin duda, si no me equivoco, he presentado muchos elementos útiles para gobernar el Estado.

Cit. Cuentos del Renacimiento italianotrad. Elena Martínez, Gadir, 2012, pp. 79-100.

Tzvetan Todorov, un humanista /// André Comte-Spontville (2018)

France - "Ce Soir ou Jamais" - TV Set

Tzvetan Todorov

¿Cómo hablar de un amigo tan cercano, al que tanto quería? Quizá contando, con la mayor objetividad posible, lo que percibí subjetivamente de él. Tzvetan no solo era el amigo más fascinante. Era —me di cuenta muy pronto— el hombre más maravilloso con el que me he relacionado nunca: el más culto (y no solo porque hablara cinco lenguas), el más sencillo, el más atento, el más dulce, el más encantador, el más cariñoso (especialmente con sus hijos) y también uno de los más inteligentes, de los más sinceros y de los más lúcidos. Así que sus cualidades eran muchas, y poco frecuentes en los círculos intelectuales. ¿Están también sus textos? A menudo sí, en concreto las más cerebrales. Pero no todas, o no siempre, o no tanto como nos gustaría, especialmente cuando se trata de las cualidades más íntimas o afectivas. ¿Cómo es posible? Un artista quizá lo habría logrado, pero Tzvetan nunca se consideró artista. Por lo demás, no escribía para que lo conocieran, ni para que lo quisieran. Era el menos narcisista de los escritores. Por mucho que admirara a Montaigne y a Rousseau, le habría resultado inconcebible «describirse», como el primero, o escribir sus Confesiones, como el segundo —en definitiva, convertirse en el objeto de sus libros—. Le interesaban demasiado los demás, o no se interesaba lo suficiente por sí mismo. Además aprendió el francés bastante tarde. Lo hablaba a la perfección (con un ligero acento, pero sin errores), aunque admitía que con su lengua de adopción no tenía la misma intimidad absoluta que con el búlgaro, su lengua materna, y sobre todo con el ruso, que aprendió muy pronto en la escuela y que seguiría siendo para él la lengua de la poesía, que tanto amaba. El francés es para él un instrumento que pone al servicio de su pensamiento; la claridad y la precisión le bastan. Sabe que, en la manera de escribir y de pensar, está más cerca de Raymond Aron (al que admira y que me descubrió) que de Camus (al que aprecia). Más inteligencia que emoción, más hechos que afectos, más conocimiento que arte. En definitiva, demasiada claridad, como estos dos autores, para que los pedantes acepten valorarlo en profundidad. Imposible que Todorov caiga en la trampa de tantos ensayistas franceses que quieren deslumbrar en lugar de iluminar, ser originales en lugar de decir la verdad y ser justos, y para conseguirlo multiplican las paradojas y los juegos de palabras, que explican, observaba sonriendo, que les cueste tanto superar la prueba de la traducción. Él, por el contrario, es uno de los autores en lengua francesa más traducidos en todo el mundo, y no por casualidad. Es uno de los más cultos (y en casi todas las ciencias humanas), uno de los más claros y uno de los más esclarecedores.

Comte Sponville

André Comte-Spontville

Resulta extraño, y se debe solo a su muerte, que yo prologue hoy a un autor tan reconocido y de bastante más edad que yo (trece años mayor). Lo contrario habría sido más normal. Cuando yo era estudiante, Todorov ya era famoso como teórico de la literatura, y estaba más de moda que ne la actualidad. Era un referente «tendencia», aunque entonces no lo llamábamos así, lo que quizá explica que en aquel momento no me apeteciera profundizar en él. No lo conocería hasta mucho después (en 1990, creo, porque preparábamos juntos un número de Lettre Internationale, que nos había encomendado su director, Antonin Liehm). Entretanto, los objetivos de investigación, incluso la metodología, del a veces llamado «Todorov II» se habían desplazado significativamente respecto del «Todorov I». Le interesan cada vez menos las estructuras y los signos, y cada vez más los individuos y el sentido. Se relaciona cada vez menos con los círculos vanguardistas (había estado muy cerca de Barthes, de Derrida, de, Tel Quel…), y recurre cada vez más a documentos de archivos y a los grandes autores del pasado. Pagó el precio mediático. Sus destacados trabajos como historiador de las ideas —y por lo tanto también como humanista más que como antropólogo, como moralista más que como semiólogo— le granjearon más éxito (más lectores en todo el mundo) y menos prestigio (en París y entre los esnobs) que dos décadas antes. Buena señal. Su juventud en Bulgaria, es decir, en un país totalitario, lo había vacunado contra la ideología, la mentira, las falsas apariencias, lo políticamente correcto (que pretende conjugar moral y política, como en los países totalitarios, pero esta vez bajo el dominio de la moral) y contra todo discurso alejado de la realidad o que mostrara, como escribía al principio de Nosotros y los otros, una «evidente disparidad» entre «el vivir y el decir», disparidad que había observado al otro lado del telón de acero y que le sorprendió volver a ver, aunque en otras formas, en tantos intelectuales parisinos de la década de 1960… Poca cosa para él. Era demasiado íntegro para aceptar este tipo de impostura, y demasiado culto para permitir que la moda o el éxito lo afectaran. Eligió a sus maestros: en un principio Bajtín y los formalistas rusos, Benveniste y Jakobson, después, y cada vez más, Montaigne y Rousseau, Montesquieu y Benjamin Constant, Paul Bénichou y Raymond Aron, Primo Levi y Vasili Grossman, Romain Gary y Germaine Tillion. Es decir, intelectuales básicamente liberales y algunos personajes discretos, amantes de la justicia y la misericordia.

También eligió claramente su bando: el de la democracia liberal y el humanismo universalista. Lo que no le impedía, como veremos en este libro, denunciar con dureza las nefastas consecuencias de la «ideología neoliberal», que quiere someterlo todo a la economía, ni lo llevaba a hacerse ilusiones sobre la humanidad. No se trata de «creer en el hombre», ni de «hacerle un panegírico». ¿Quién puede pasar por alto que somos capaces de lo peor? Pero en cualquier caso es una posibilidad entre otras, lo que confirma que podemos «actuar libremente, hacer también el bien». El humanismo de Todorov es «crítico» (en este sentido es como el equivalente en el ámbito ético del «racionalismo crítico» de Karl Popper en el ámbito del conocimiento) y a la vez «temperado». Es más una moral que una religión del hombre. Lo explica, por ejemplo, en Memoria del mal, tentación del bien. Señala que el humanismo crítico se distingue por dos características:

«La primera es el reconocimiento del horror del que son capaces los seres humanos. El humanismo, aquí, no consiste en absoluto en un culto al hombre, en general o en particular, en una fe en su noble naturaleza; no, el punto de partida son, aquí, los campos de Auschwitz y de Kolyma, la mayor prueba que se nos haya dado en este siglo del mal que el hombre puede hacer al hombre. La segunda característica es la afirmación de la posibilidad del bien. No del triunfo universal del bien, de la instauración del paraíso en la tierra, sino de un bien que lleva considerar que el hombre, en su identidad concreta e individual, es el fin último de su acción, a valorarlo y a quererlo».

Todorov2Esto nos lleva directamente a este volumen que me han pedido que prologue. Reúne «textos circunstanciales», por así decir, sobre temas muy distintos (escritores y artistas a los que Tzvetan admiraba, páginas de historia y de geopolítica, reflexiones sobre la moral o sobre ciencias humanas…) y abarca unos treinta años. Este libro es especialmente valioso porque muestra tanto la diversidad de intereses de su autor como el carácter unitario de su orientación. La profunda armonía resultante responde sin duda al pensamiento de Todorov, cuya coherencia constataremos, pero también los que para él son sus dos principales adversarios: el maniqueísmo, que quiere creer que todo el bien está en un bando y todo el mal en el otro, y el nihilismo o «relativismo radical», que pretende que no hay bien ni mal, que todo vale y todo es inútil. Lo que Tzvetan había vivido en Bulgaria en los primeros veinticuatro años de su vida le pareció cada vez más una refutación suficiente tanto del uno como del otro. Los nihilistas se equivocan, porque el mal existe, y el totalitarismo ofrece un ejemplo indiscutible (en Todorov hay una especie de moral negativa, un poco en el sentido en que hablamos de teología negativa: el bien siempre es incierto o discutible; el mal, no). Y los maniqueos también se equivocan, porque actúan como los ideólogos totalitarios: («Somos el Partido del Bien», «Quien no está con nosotros está contra nosotros», etc.) y se creen exentos de todo mal. Contra ello, nuestro humanista crítico, maestro del matiz, defiende la «moderación» de Montesquieu, la lucidez de Rousseau (de quien cita la Carta sobre la virtud: «El bien y el mal brotan de la misma fuente») y quizá sobre todo la indulgencia desilusionada —aunque no desalentada ni desalentadora— de Romain Gary. Por ejemplo, estas líneas de La Signature humaine:

«La bestia inmunda no está fuera de nosotros, en un lugar lejano, sino dentro de nosotros. Concluida la Segunda Guerra Mundial, Romain Gary, que había luchado contra Alemania como aviador, llegó a esta conclusión: «Lo que hay de criminal en el alemán es el hombre». Tiempo después añadía: «Se dice que lo que el nazismo tiene de horrible es su lado inhumano. Sí. Pero es preciso rendirse ante la evidencia de que ese lado inhumano forma parte del humano. Mientras no admitamos que la inhumanidad es algo humano, seguiremos en la mentira piadosa» […] Por eso nunca conseguiremos librar a los seres humanos del mal. Nuestra única esperanza no es erradicarlo definitivamente, sino intentar entenderlo, limitarlo y domesticarlo, admitiendo que también está presente en nosotros».

Romain Gary

Romain Gary

«Banalidad del mal», como decía Hannah Arendt; «fragilidad del bien», añade Todorov (es el título de un libro suyo dedicado a la «salvación de los judíos búlgaros»). Retoma el tema en varios artículos aquí reunidos. No hay ni monstruos ni superhombres. Solo hay seres humanos, todos imperfectos, todos falibles, pero no por ello iguales (son iguales «en derechos y dignidad», pero no en hechos y en valor). La experiencia de los campos de concentración lo confirma. La moral, lejos de desaparecer, como creyeron algunos, o mejor, aunque a veces desaparece, no se pone de manifiesto, pese a que subsiste o resiste, solo que de forma más espectacular, ya sea como «virtudes heroicas» (poder, valor, principios…), o con mayor frecuencia como virtudes cotidianas (dignidad, preocupación por los demás, compasión, bondad…). Hobbes se equivoca. No es cierto que el hombre sea un lobo para el hombre, o no es más que una posibilidad, en absoluto una necesidad. La «fragilidad del bien» no impide lo que Todorov llama su «banalidad». En el mundo hay «muchos más actos de bondad de los que admite la «moral tradicional», que ha tendido a valorar lo excepcional, cuando de lo que se trata es de nuestra vida cotidiana». Nueva impugnación del nihilismo, aunque esta vez positiva.

Hannah Arendt

Hannah Arendt

Según Todorov, estas virtudes cotidianas son más frecuentes en las mujeres que en los hombres, y estaban mucho más desarrolladas en Tzvetan que en la mayoría de sus homólogos masculinos. Digamos que supo desarrollar hasta un punto poco frecuente su parte femenina —sin ser en absoluto afeminado—, y esto explicaba en cierta medida su su sorprendente poder de seducción, que respondía a su delicadeza, su sutileza y su sensibilidad, a las que se añadía su no dejarse engañar por las ideas —que sin embargo conocía mejor que nadie— y preferir siempre a las personas singulares y concretas, frágiles y cambiantes. Podríamos resumir estas observaciones diciendo que Tzvetan era lo contrario de un gañán o un machista, es evidente, pero seguramente sería un error considerar que se trata solo de un rasgo de su carácter. Todorov, al que le gustaba tanto Romain Gary, por lo demás un hombre rodeado de mujeres y un luchador heroico, compartía con él lo que yo llamaría un feminismo normativo, es decir, no solo la exigencia de igualdad entre hombres y mujeres, que debería ser obvia, sino también la idea de que los valores son en cierto sentido «sexuados», como la humanidad, y que en esta bipolaridad la feminidad desempeña el papel más positivo. Lo leeréis en un artículo de este libro, pero no me resisto al placer de citar por extenso, para enlazar sus pensamientos, los comentarios que el ensayista hace del novelista:

«En la raíz de muchos males, Gary ve una masculinidad pervertida, lo que llamamos machismo, «las ganas de ir de duro, de auténtico, de tatuado». Lo ve en el comportamiento irascible de los conductores, en los elogios del heroísmo, en los conflictos entre jefes de Estado, en la mitología estadounidense del triunfador, del vencedor, creada por Jack London, Fitzgerald y Hemingway, en el culto al éxito, en la fascinación por el poder y en el elogio de Don Juan: «Cojones, sólo cojones». La reacción de Gary: «Me desentiendo cada vez más de todos los valores llamados masculinos». O en otro estilo: «La mierda en la que todos nadamos es una mierda masculina».

»Por eso no sorprende que el valor que reivindica sea la feminidad, en lo que tiene de vulnerable y al mismo tiempo de compasivo. Espera «desarrollar esa parte de feminidad que todo hombre posee, si es capaz de amar» y constata: «Lo primero que se nos pasa por la cabeza cuando hablamos de civilización es cierta dulzura, cierta ternura maternal». O también: «Todos los valores de la civilización son valores femeninos […] El hombre —es decir, la civilización— empieza en las relaciones del niño con su madre»».

Todorov1De ahí cierta proximidad de nuestros dos ateos o agnósticos con el espíritu de los Evangelios (Gary, citado por Todorov: «Por primera vez en la historia de Occidente, una luz de feminidad iluminaba el mundo»), y a veces una gran severidad con la mentalidad de su tiempo. A Tzvetan le horrorizaba la violencia, la vulgaridad y la agresividad. Se notaba tanto en su comportamiento cotidiano como en sus textos (no le interesaba la polémica), y tampoco era ajeno a sus posicionamientos políticos. Era todo lo contrario de un belicista y de un «neoconservador». Apasionado defensor de la democracia liberal y de los derechos humanos, era muy hostil a toda voluntad de exportarlos por la fuerza. No le gustan ni el presunto «derecho de injerencia» ni las guerras supuestamente «humanitarias». Lo explica también en varios artículos de este libro. Pero esto, que tiene que ver con la geopolítica, también forma parte de su concepción de la moral.

A nuestro humanista «desarraigado», como él decía, no le atraen nada el nacionalismo, la guerra, las cruzadas y la buena conciencia. Desconfía de los Estados, de las multitudes, de los grupos e incluso de las abstracciones. Explica que la moral, aunque de contenido universal, «solo puede vivirse en primera persona» (lo que la diferencia del moralismo), y solo en beneficio de individuos que también son singulares (lo que la diferencia de la ideología). «Estar dispuesto a pagar con tu vida para que venzan tus ideas no es en sí mismo una virtud moral». Muchos fanáticos son capaces de hacerlo, fanáticos que «asesinan para que no se asesine más». En el fondo, Todorov solo cree en los individuos, que solo existen en función de las relaciones que establecen entre ellos, sin las cuales no serían nada (toda subjetividad es intersubjetividad; el humanismo es un individualismo relacional, y por lo tanto lo contrario del solipsismo). Se toma la moral en serio, tanto «frente a lo extremo» como en las circunstancias más corrientes de la vida «personal y subjetiva», porque siempre consta de «dos elementos: yo, a quien pido, y otro, al que doy», por lo que «la forma más breve de enunciarla» sería: «Solo exigirse a uno mismo, y solo ofrecer a los demás». Esto no es razón para renunciar a la propia felicidad. Tzvetan, que nada tenía de asceta, cree más en los «placeres» de la bondad (cuyo mejor ejemplo era para él su madre) que en la austeridad del «deber» (oposición que toma prestada de Rousseau). Sencillamente, la felicidad no siempre es posible; la bondad o la compasión, sí. Nadie está obligado a ser un héroe, ni está autorizado a hacer lo peor, ni está eximido de hacer al menos un poco de bien cuando le es posible.

000042167_1_Comte-Sponville,Andrebyn

Merece la pena mencionar los magníficos libros que Todorov dedicó a la pintura: Elogio del individuo (sobre pintura flamenca del Renacimiento), Elogio de lo cotidiano (sobre los pintores holandeses del siglo XVIII), La pintura de la Ilustración (sobre Watteau, Goya y otros pintores)… Estos tres títulos dicen algo esencial sobre el hombre que era, dotado para la vida y la amistad, y también sobre su pensamiento: primacía del individuo y de la vida cotidiana, pero abiertos —por autonomía de la razón— a lo universal. Encontraremos ecos de ello en algunas de las páginas siguientes, así como de su amor a la música y, por supuesto, a la literatura. Observaremos que los contemporáneos están muy presentes. Tzvetan, a menudo reticente frente a algunas aberraciones del arte llamado «contemporáneo» (en especial de las artes plásticas), no se encerraba en la nostalgia. Por el contrario, estaba muy abierto a los artistas de su tiempo (algunos de sus mejores amigos eran pintores o escultores) cuando encontraba en ellos cosas que admirar, sobre las que reflexionar («la pintura piensa», escribió) y con las que emocionarse. De ahí varios de los textos reunidos en este libro, ejercicios de admiración tan generosos como estimulantes. Todorov, lector incansable, experto melómano y apasionado de la pintura, desconfiaba tanto del arte presuntamente «vanguardista» («que da resueltamente la espalda a las tradiciones y quiere ir en paralelo con la revolución política») como del «presentismo», que olvida el pasado, y del «pasadismo», que sacrifica el presente y el futuro. Era su manera de ser moderno, y era la correcta.

Cub_Leer-y-vivir_rus_dilve«Discípulo de la Ilustración», como él mismo decía, pero consciente de sus sombras, y por lo tanto de sus límites y de sus posibles derivas, Todorov lanza sobre nuestra época, que nos ayuda a entender, una mirada penetrante y amplia, crítica y tonificante, informada y tranquila. Se muestra «responsable» en lugar de pacifista, y equilibrado en lugar de maniqueo. Al menos en estas cualidades sus libros se parecen a él, y encontraremos estas cualidades en el presente volumen. Tzvetan, a diferencia de muchos otros autores más famosos que él, no era ni un presuntuoso ni un charlatán. Era un suave intransigente, un intelectual lúcido (desgraciadamente, la expresión no es un pleonasmo), un erudito humilde, un investigador enciclopedista y pedagogo (un «contrabandista», decía él), un humanista sin ilusiones y un ciudadano del mundo, moderado y exigente. Por eso es tan importante leerlo: nos hace más inteligentes, más humildes y más críticos, más conscientes de la complejidad del mundo y de nuestra condición trágica.

Leerlo no consolará a los que lo quisieron de haberlo perdido, pero nos ayudará a todos a vivir un poco mejor, o un poco menos mal, y es todo lo que podemos pedirle a un libro.

 

Tzvetan Todorov, Leer y vivir, trad. Noemí Sobregués, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2018, pp. 13-21.

«Nosotros, que teñimos de sangre el mundo […]»

Me enteré en el trabajo. Me dijeron que una furgoneta se había llevado por delante a no sé cuántas personas. Que había sido sin pudor, sin vergüenza, sin piedad. Mientras yo no alcanzaba siquiera a encajar la noticia, las Ramblas de Barcelona ya estaban tiritando de pánico. Me apresuré a Twitter. Vi media docena de vídeos en los que sólo había sangre, histeria, vértigo. El cuerpo comenzó a temblarme. Otra vez no, me dije. Me llevé las manos a la cabeza. No puede ser. No puede ser que el horror se cierna de nuevo sobre más inocentes. Al instante leí las alertas de varios periódicos nacionales: La Vanguardia hablaba de atentado terrorista sin contrastar fuentes oficiales. Algunos usuarios se encaramaban a sus pantallas y daban rienda suelta a ese tipo de rabia que llamamos «complejos». Haciendo gala de un rencor retorcido, otros difundían el retrato del supuesto autor material, e incluso linkeaban su perfil de Facebook, fomentando así el ciego escarnio público. Mientras, para frenar el morbo de la sangre colectiva, varios perfiles —tomando como modelo una iniciativa que el gobierno belga puso en marcha tras los atentados que sufrieron en marzo del año pasado— proponían llenar las redes sociales con fotos y vídeos de gatos para que todos los que quisieran regodearse en el oscuro signo de la catástrofe sólo encontraran candidez y ternura como respuesta ante el espectáculo perverso de la desgracia. La alternativa tuvo éxito y la gente concurrió. Minutos después, las redes sociales se llenaron de muestras de solidaridad. La empatía y el cariño invadieron internet. Un aviso de que estaban bien, una pequeña nota de amor por Barcelona, versos de Lorca sobre las Ramblas, estallidos poéticos en nombre de la paz y la justicia.

Conmueve, por qué no decirlo, el vuelco al unísono, monolítico, de todas las personas que se apenaron por lo sucedido. Sin embargo, al otro lado de la bondad se encuentra el remordimiento y la pobreza. Pobreza que no es económica ni material, sino mucho peor: es la ignorancia intransigente de quienes nunca querrán ni podrán comprender el mundo porque conciben la vida como una pieza de puzzle a la medida de sus tres milímetros cuadrados de cerebro. A esa porqueriza no le concederé ni una sola palabra más. Sí al resto. Y voy por partes porque «Cuate, aquí hay tomate».

Punto número uno: la endopatía mueve el mundo. Nunca seremos lo suficientemente conscientes de algo tan aparentemente disparatado, pero de ella depende todo lo que sucede en nuestras vidas. Me inclino a pensar que la histeria, la sobreindignación, la forma en la que nos sentimos amenazados e incluso la manera en la que leemos, están íntimamente asociadas al funcionamiento de las neuronas espejo. El principal problema de estas células radica en que sólo se activan cuando observamos al prójimo. Aunque diéramos por sentada la interacción que propician las redes sociales y esto nos indujese a pensar que son idóneas, sucede justamente al contrario. Siendo en realidad una forma sutil de imitación, la empatía no deja de ser un ejercicio basado en la comunicación. ¿Qué está fallando por tanto para que tengamos la certeza de que todo este engrudo no asimile bien la empatía y las redes sociales a partes iguales, cuando en principio éstas allanan el camino para desarrollar las virtudes de aquella? No es un misterio, es una realidad.

Y es algo que se repite en paralelo a los estallidos, los disparos y los atentados terroristas, no sólo ahora en el corazón de Barcelona y horas más tarde en Cambrils, sino en todo el mundo. ¿Cuál es el problema?, me pregunto. Porque la reacción inmediata, quizá la más abultada, la más ruidosa en los medios, sigue siendo el rencor, la venganza, el racismo. El ejemplo, irrelevante por lo demás, de difundir el perfil de Facebook del presunto autor ilustra muy bien el sentimiento popular: el escarnio, el ensañamiento, el hostigamiento colectivo, conducir a la hoguera pública a los asesinos parece saciarnos. Por suerte sabemos que no es así: al igual que los yihadistas no representan de ningún modo al Islam, esos cuatro cafres que claman justicia pidiendo la cerviz de los villanos tampoco pueden representar a la completa totalidad de la opinión pública.

Pero la cosa es más compleja. Muchos otros sectores parecen zanjar el problema cuando la respuesta ante todas estas formas agresivas de combatir la violencia pasa por una declaración oficial de rechazo y condena por parte de las instituciones competentes. Discrepo profundamente. Idéntico error es creer dar por cerrado un conflicto de esta magnitud por el simple hecho de que una organización islámica repudie los atentados, como pensar que un grupo de ignorantes puede dar voz a todo un país y además representarlo. Muchos estaréis preguntándoos quién demonios ha dado por cerrado el conflicto, si yo no me habré vuelto loco o estaré diciendo gilipolleces por capricho. Me apoyo en los que han reivindicado justicia en diversos medios y han salido en favor de la equidistancia, tan necesaria y tan bochornosa a veces. Pero volvamos al meollo de la cuestión: la hipocresía.

Las muestras de cariño son necesarias, clamar justicia es un deber común, la solidaridad jamás sobra. Si la demostración es pública, y además contagiosa, nadie debería oponerse a los buenos sentimientos. Bien hasta aquí. El problema viene después, o durante, y voy a explicarlo con un símil que considero elocuente. Pensemos por un momento en las campañas de fomento de la lectura, en el Día Internacional del Libro, de los Humedales o en cualquier otro pretexto que se nos ocurra. Ahora hagamos memoria. ¿Ha conseguido el Día Internacional del Libro fomentar la lectura? ¿Ha conseguido el Día Internacional de los Humedales concienciar a la población sobre los riesgos que corre nuestro medioambiente? Aunque algunas voces sean optimistas y los porcentajes hayan sufrido una ligera variación, sabemos que no. Mientras, lo que sí sabemos es que la dimensión publicitaria de ambas iniciativas obtienen una gran acogida: la gente se hace eco de los libros, de los humedales, y muchos cuelgan fotos, consignas, aforismos, y así nos alertan de que algo tan importante no puede olvidarse. Es sorprendente porque, sin pretenderlo, están propiciando lo contrario. Y es aquí donde entran las redes sociales y donde la nefasta (por cierta) premisa de McLuhan reverbera de un modo irritante: «El medio es el mensaje». Exacto. Sólo que en esta ocasión se trata de un mensaje vacío, como vacío es el medio en que se expresa.

Hace ya tiempo publiqué un artículo en el que incluía una cita del filósofo Alain Verjat a la que creo que no se le ha prestado la suficiente atención: «La abundancia de mensajes es inversamente proporcional a la atención que se les presta». Lamentablemente permanece vigente.

¿Nos nos aterroriza pensar que la forma de reivindicar la paz frente a un atentado terrorista sea sospechosamente similar a la de cualquier campaña publicitaria de carácter comercial? Debería. Debería preocuparnos porque son formas sofisticadas que el sistema de mercado lleva a cabo para saciar el hambre del contribuyente y sumirlo en la falsa gratitud de las buenas acciones. El objetivo es vender. Y cuando el capital no se vende, se mantiene en movimiento hasta que se revaloriza. Es entonces cuando se vuelve a vender. Este movimiento de capital lo componen las frases, fotos, versos y proclamas que colgamos en nuestras redes sociales en pos de la ingenua justicia universal. Y así con todo. De ahí la proliferación de obituarios, reivindicaciones año tras año ocasionalmente ridículas, homenajes a personajes relevantes a través de doodles de Google y demás mercadotecnia enmascarada.

Por otro lado, cabe preguntarse sobre diversas cuestiones incómodas a las que a menudo no tenemos el coraje de enfrentarnos y que comparten una matriz común. Si nos hemos demostrado que vivimos en un mundo en el que la democracia es el mejor de los peores sistemas políticos que podemos adoptar, primera pregunta: ¿por qué los políticos se enriquecen en el ejercicio del servicio público? ¿No debería ser un ámbito profesional, el primero de todos ellos, que sirviera de ejemplo a la justicia, la ecuanimidad o la moderación? La misma respuesta vale para contestar otras dos preguntas, más incómodas si cabe: ¿por qué las guerras no sólo no son sangrías económicas sino que engranan el motor de los mercados y hacen de la muerte y la producción de armamento un negocio rentable y lucrativo? Aún hay más, quiero ir más lejos, pues algo retorcido palpita en mi interior: ¿por qué la prensa misma sale beneficiada con estas noticias? Puede parecer una superchería, pero ustedes saben que no lo es tanto. ¿Qué sería de los grandes medios de comunicación si por cada catástrofe optaran por un silencio informativo de luto, pongamos, de dos o tres días? Ellos enarbolarían el derecho a la información que todo país primermundista debe garantizar, pero ¿existe la certeza de que la comunicación inmediata contribuye a una mejor información? Permítanme que dude. Me viene a la cabeza la cita de Verjat, los mercados y la forma camaleónica de vender cosas con palabras hermosas que no se ajustan a la verdad. Umberto Eco habló durante treinta años sobre este problema y el mundo sigue siendo el mismo. Ustedes también lo saben. Por eso, sólo por ser consecuente conmigo mismo, he rechazado publicar este artículo en una revista o un periódico con el que obtuviese un beneficio económico. No necesitamos monedas, lo que necesitamos es valor.

¿Pero qué demonios quiero decir con todo esto? Pues algo muy sencillo por lo que podrán lapidarme si lo desean, pero antes escúchenme dos minutos con atención: lo único que puede desactivar el odio, el racismo, la desigualdad, la ignorancia o el terrorismo es nuestra capacidad de ser humanos. No nos hacen falta comunicados oficiales ni escarnios públicos que sacien nuestra sed de venganza irracional; no hace falta que todos clamemos «Tots som Barcelona» si después hacemos muecas de desaprobación cuando nos cruzamos con un inmigrante maloliente por la calle; no vale de nada deshacernos en baba de amor público si después no tendemos nuestra mano a una madre que quiere apearse del autobús con el carrito del bebé a cuestas; no vale de nada tanta empatía si ésta no aspira a trascender el simulacro vistoso en nuestras redes sociales. No nos hace falta más virtualidad, que por otro lado sólo contribuye al ruido, sino sólo y exclusivamente humanidad. No necesitamos el ingenio de Carlos del Amor diciendo en antena: «Yo rambleo, tú rambleas, él ramblea». No necesitamos artificio, simulacro o maquillaje entre bambalinas, sino una humanidad real, no literaria. Pues la convivencia es la mayor amenaza contra el fanatismo y el desajuste social del mundo. Es ahí donde debemos revolucionar la vida y no en nuestros perfiles de Facebook. Y no soy yo un inquisidor, jamás he censurado a nadie, tiendo a escuchar a todo el mundo y para mí es algo sagrado, pero estos días compruebo con desagrado una impudorosa inclinación a la incontinencia verbal mientras no cesamos en el empeño de llenarnos la boca con la palabra respeto. Tal vez la muestra más solidaria y respetuosa no sólo ya hacia las víctimas de las Ramblas, Barcelona o Cambrils, sino hacia el universo entero, empiece desde el momento en que ponemos un pie en la calle y tratamos de convivir con nuestros iguales. Iguales, insisto en esta palabra: ni extranjeros ni inmigrantes, IGUALES.

El mundo es un lugar inmenso en el que hay lugar para todos y convivir debería ser la palabra más pronunciada de estos últimos años pero, qué curioso, ninguna corporación le ha dedicado hasta ahora un homenaje. ¿Realmente lo necesitamos para saber que existe?

Italia (4 dic 2016) /// Un referéndum para confundirlos a todos

A Carlo le cuesta afirmar que «las cosas no están bien como están». Me lo dice mientras arranca los flejes de un fardo de periódicos. Son las siete de la mañana y mira al cielo con los brazos en jarra, sofocado por el esfuerzo, agotado por dentro. Si uno quiere medir el pulso político de la actualidad en Italia ha de acudir al kiosco, a la cafetería, al banco de la placita. Son auténticos epicentros de la alegría y el malestar de la gente, del bienestar y el desagrado, cuyo margen de error, muy lejos del Quirinal, Montecitorio o el Palacio Chigi, es mínimo, casi una anécdota.

Por la manera en la que habla, Carlo no se siente excesivamente cómodo en su país. Tiene 49 años y no aspira más que a mantener su kiosquito, modesto tal vez, pero engalanado por la hermosa rutina diaria, el contacto estrecho con la gente y el encanto de lo puro humano. Sin embargo las cosas no funcionan. No le gusta lo que ve. «¿Qué tenemos que perder? ¡Las cosas ya son desastrosas!». Se refiere al referendo constitucional que ha propuesto el gobierno de Matteo Renzi, una reforma que no todo el mundo conoce con precisión y por la que cerca de cincuenta millones de personas están llamadas a votar este domingo.

Una hora más tarde, ochenta metros en línea recta, detrás del mostrador de una cafetería que regenta, Andrea opina lo contrario. Me sirve un espresso, menciono el nombre del primer ministro y su cara me devuelve una mueca de condescendencia. No soporta «el circo de ese señor». Mientras me lo explica gesticula, se estremece, alza la voz incluso: «¡Yo no quiero que las cosas vayan peor de lo que están!». Si Carlo confía en el SÍ, Andrea se decide rotundamente por el NO. «No queremos una reforma que permita a ese señor acampar como quiera en su propio gobierno».

Uno de los argumentos más frecuentes entre los partidarios del NO es que la propuesta de Renzi diseña un esqueleto institucional hecho a su medida. Los medios internacionales, al contrario de lo que podría esperarse, no sólo no ofrecen claridad sino que además fomentan la confusión. Desde que el Financial Times puso el grito en el cielo el pasado domingo, la voz hegemónica de los Estates se ha propagado como el fuego en una cabaña de chamizo. Conclusión: la opinión pública internacional cree que el SÍ es una alternativa capaz de llevar adelante a un gobierno con las rodillas dobladas.

La reforma de la Constitución

En la modificación de la Carta Magna italiana se especifica la intervención sobre 46 artículos de la misma y una serie de medidas estructurales, entre las que se encuentran: abolir el CNEL (Consiglio Nazionale dell’Economia e del Lavoro), un órgano consultivo que cuesta al Gobierno 20 millones de euros al año y donde 64 expertos tienen el cometido de aprobar leyes; disminuir el poder del Senado en favor de la Cámara de Diputados, y para ello reducir drásticamente el número de senadores: de 315 a 100, pasando a estar compuesto por representantes regionales y alcaldes (más 5 elegidos por el Presidente de la República por un período de siete o diez años, dependiendo de la fuente) que no percibirían sueldo ni disfrutarían del privilegio de una condición vitalicia; y por último crear un sistema de iniciativa legislativa popular donde, para derogar o presentar propuestas de ley, son necesarias 150.000 firmas, frente a las 50.000 actuales, con la particularidad de que esta vez sí serían vinculantes, es decir, ineludibles. Con todo, el objetivo es acabar con el sistema bicameral paritario, trasladar mayor responsabilidad a la Cámara y recentralizar el Ejecutivo.

Lo que podría parecer una operación redonda es, en realidad, una reforma criticable desde varios puntos de vista. La recentralización haría que la supervisión de infraestructuras, la protección civil o las cuestiones energéticas no fueran ya competencia de las regiones, sino del Gobierno central. Esto hace que la gente se cuestione la capacidad real de sus representantes en el Quirinal. Otro punto delicado es la cláusula de supremacía, que, entre otras cosas, permitiría la hipotética disolución de las provincias en cualquier momento.

renzi_5

Un hombre otea la Signoria frente al ‘Biancone’ de Ammannati / Foto: Mario S. Arsenal

La cosa es tan contradictoria que en el mismo seno del partido de Matteo Renzi, el Partido Democrático (PD), hay quien se ha separado de la manada en dirección contraria. Es el caso de Massimo D’Alema, por ejemplo. Aún así, parece que la dislocación es una constante en las dos posturas. El SÍ no goza de unanimidad en bloque, pero el NO es equiparable al Arca de Noé. Por una extraña fuerza de atracción, los polos opuestos se han unido. En ese saco están Beppe Grillo (M5S), Silvio Berlusconi (Forza Italia), Matteo Salvini (Lega Nord) o Mario Monti, es decir, izquierda populista, centro-derecha, ultraderecha y tecnocracia.

Lo que hace desconfiar de este batiburrillo impreciso de posturas que misteriosamente coinciden aunque por definición sean contrarias, es que, por un lado, el M5S ha sido muy habilidoso al haber sabido aprovechar el tiempo que ha transcurrido desde que el SÍ parecía una realidad en Italia (Renzi lo anunció a finales de 2015) hasta hoy, donde los sondeos dicen lo contrario, poniendo en marcha una campaña agresiva de desprestigio contra el primer ministro; y por otro, el hecho de que Forza Italia ha dado su apoyo al SÍ hasta que Sergio Mattarella (contrario al candidato propuesto por Berlusconi) salió elegido Presidente de la República. Aún así, es justo pensar que el SÍ representa la opción económica más sostenible frente a la campaña del NO. Tal vez, eso sí, en detrimento de otras tantas necesidades humanas por las que se inventó la política. Tal vez.

renzi_2

Piazza della Signoria momentos antes de comenzar el discurso / Foto: Mario S. Arsenal

Mientras tanto, Matteo Renzi quiso volver a su tierra para cerrar la campaña referendaria. Congregadas en la Signoria no había menos de 2.000 almas pasando frío y soplándose las manos. Claro que el premier decidió obsequiar el sacrificio con vino brûlé y canapés de porchetta. Un detalle, ministro. Encárguese de felicitar a su jefe de campaña. Por lo demás, para mi sorpresa, muchos jóvenes con ánimo apasionado agitando banderas tricolores y gritando «SÌ» con desmesura. El entusiasmo fue palpable. Y tras más de veinte minutos desde las nueve de la noche, apareció el gran hombre. «Buonasera a tutti!», fueron sus primeras palabras. La gente enloquecía, cien, doscientas banderas ondeando, la Signoria parecía que se caía. Mientras, de fondo, el Heroes de Bowie, el Don’t stop me now de Queen y alguna tonadilla moderna y alegre de Coldplay para dar la impresión de que la política es un estado de ánimo y no una responsabilidad.

renzi_4

Panorámica de la Signoria / Foto: Mario S. Arsenal

El discurso

Se podrán decir muchas cosas sobre Matteo Renzi, pero una es cierta: es un grandísimo orador. Combina a la perfección la cadencia cómica de Roberto Benigni y la sobriedad de Walter Veltroni. Es un maestro de ceremonias extraordinario. Esta vez además contaba con el calor de su pueblo, del que ya fue alcalde (2009-2014). La empatía, por así decir, no era un obstáculo. Sin embargo, no se mostró todo lo preciso que requería la ocasión. No explicó la propuesta, no aclaró la confusión y no aportó ninguna luz; entretuvo a la gente, se limitó a señalar lo que habían dicho otros, lo que habían hecho los demás, y elevó su postura sutilmente hasta la emoción. Nada más. Probablemente de los 15.000-25.000 votos indecisos dependa el resultado, pero no estoy yo muy seguro de que nadie indeciso se fuera a casa convencido del SÍ.

Además se aferró al cliché cultural de la ciudad para ganarse el favor de la gente, la torre de Arnolfo, oh qué obra maestra, la Logia, oh cuánta belleza, la cultura y los valores de la cultura, oh qué grandes somos. Así y todo, no se arredró cuando a mitad del speech se le ocurrió tirar de oportunismo y decir que Florencia la habían creado las mujeres: Caterina, Maria, la electora palatina. Ellas entendieron rápidamente que Florencia pertenecía a la gente y lucharon por su patrimonio. Renzi sólo tuvo que coger un sombrero, hacer un poco de humo, y plas: el beneplácito de las mujeres al bolsillo. No habló de la situación actual del país, del 11% de paro, del descontento, de la desconfianza, pero señaló que Europa, en estos momentos más que nunca, es un caos. Me recordó un poco al «Así son las cosas y así se las hemos contado», un parte informativo de una eficacia sin par. Llegó incluso a perder la cabeza cuando dijo que Italia entera se convertiría en líder de Europa si salía el SÍ. Tal vez él seguiría siendo el líder de Italia, que no es lo mismo. La emoción contenida tiene siempre algún inconveniente, ya saben. Como el que terminase el discurso con unos versos de Lorenzo el Magnífico, que intuyo conocían, no sé, unas treinta o cuarenta personas (de dos mil, se entiende).

renzi_3

Matteo Renzi / Foto: Mario S. Arsenal

¿Qué sucederá después del referéndum?

De vaticinios está la prensa llena, así que es absurdo dar rienda suelta a la imaginación. Por lo pronto, el resultado se reduce grosso modo a dos valoraciones. La opción económica del SÍ, que daría estabilidad a las entidades bancarias en riesgo, recuperaría la confianza de los grandes mercados internacionales y retomaría la ampliación de capital (aplazada ahora hasta 2017) de algunos importantes inversores externos. Y la postura escéptica de que para ahorrar dinero al Estado no es necesario modificar la Carta Magna, dado que es una operación engañosa para abonar un terreno favorable a quienes la propugnan. Aquí se ha producido una opinión de consenso entre los expertos, pues estas últimas semanas voces autorizadas han manifestado una postura crítica frente a la reforma y, sin embargo, ven necesario el SÍ. La oposición ha aprovechado ese bache para lanzar amenazas de todo tipo y azuzar el miedo entre la gente. Y también en dirección inversa. La idea de que Beppe Grillo, de vencer el NO, convocaría inmediatamente un referendo de permanencia en la Unión Europea, forma parte de una campaña de rencillas personales que más se parece a la serie Casablanca que a una campaña de gobierno.

Ahora queda ver qué opina la sociedad italiana. Esta  noche lo sabremos. Personalmente, sólo confío en que acierten.

Eso es todo.

Enlaces de interés

Discurso completo de Matteo Renzi: http://bit.ly/2gUSfJW

Entrevista a Tomaso Montanari (Left): http://bit.ly/2h1JFMq

Artículo de Alessandro Gianetti (Gli Stati Generali): http://bit.ly/2g79GrX

Artículo de Federico González de Buján (ABC): http://bit.ly/2fYUFFa

Artículo de Valentina Romei (Financial Times): http://bit.ly/2h6XUiO

Artículo de Daniele Grasso (El Confidencial): http://bit.ly/2h6YPzY

Sobre el referéndum (Valigia Blu): http://bit.ly/2fmVis0

¿Voto indeciso o desinformado?

Como os sucederá a muchos de vosotros, a mí tampoco me gustaba la política. Nunca, desde que tengo uso de razón, me había motivado lo más mínimo, y mucho menos antes, cuando por no tener no tenía ni cuerpo que me hiciese persona. La política, ¿qué cosa, verdad? La política es un terreno pantanoso lleno de monedas invisibles con las que se especula la seguridad, el comercio y el bienestar de las naciones. Puede servir noblemente a su causa, la pública, pero también convertirse en un instrumento del beneficio privado. Lo raro, a día de hoy, sigue siendo lo primero.

Si uno comprueba el índice de participación en las recientes elecciones de Venezuela (cerca del 75%) cae en la cuenta de lo importante que es la abstención para la perpetuación del poder. Jamás en mi vida había votado hasta este año; siempre consideré inútil mi participación y, es más, la juzgaba coherente con mis antaño candorosas lecturas de Bakunin, Proudhon y los ideales filoanárquicos que consideraba míos. ¡Cómo no sustraerse a aquella belleza suprema de la individualidad! Yo no juego en su juego, me decía. Claro que no jugaba, pero me mentía.

La crisis -cacareada falacia con nombre de avaricia y corrupción- abrió la puerta de nuestra despensa y desde entonces todos somos un poco más políticos y menos olvidadizos. Ahora, una suerte de defensa a ultranza de lo público atraviesa nuestras vidas desde que suena el despertador hasta que apagamos la luz para dormir. Estamos bien informados de lo que sucede a nuestro alrededor y nada parece estar por encima de nuestros derechos, por los que hoy clamamos más fuerte que hace 10 años. Los deberes, por el contrario, me da que siguen siendo otra cosa. Es por eso que un voto coherente y contrastado sólo puede producirse en el ámbito de la información. Y digo información, no militancia. Ya no son imbéciles los que votan contrariamente al partido de Zutano o Mengano, como tampoco son sólo necios aquellos que desdicen sistemáticamente las evidencias periodísticas que dejan el culo al aire del político de turno amigo suyo. La discriminación es bastante precisa: hay gente informada y gente que no lo está. Uno no sabría nada si lo único que hace para ponerse al día es escuchar Intereconomía o ver Televisión Española. Como pueblo, ciudadanía o encarnación de la soberanía nacional, hemos sido y somos presa de un tipo de pánico informativo que se nutre de escándalos y constantes refriegas. Los medios lanzan sus exclusivas y la gente las recibe. Dependiendo de la intensidad simpática y reivindicativa con que recibimos tal o cual noticia, nos hacemos eco de la misma para denunciarla, criticarla o defenderla. Una costumbre saludable que grosso modo no estaría de más incluir entre los beneficios que nos han dado las redes sociales.

Ahora tenemos la responsabilidad de decidir si ejercemos nuestro derecho al voto votando o absteniéndonos. Hace cinco años hubiera sido rotundo y me hubiera mantenido al margen. Como ya he dicho, y como muchos de vosotros sentiríais de igual modo, la política no iba conmigo; hasta este momento. Porque jamás me había ofrecido, digámoslo así, la confianza necesaria para pensar que una papeleta era algo más que una hoja impresa. Evidentemente es mucho más. Y hoy, tras una legislatura en la que, prescindiendo de la repugnante codicia política que tantos casos de malversación de fondos públicos ha destapado, hay que alabar -no se nos olvide- la determinación de ciertos fiscales y jueces ante casos de corrupción mayúsculos y abuso del erario público. Se hace patente que la justicia sí actúa; los que durante cuatro décadas no han actuado han sido los que se han arrogado (sin derecho pero sí con mano derecha) la representación pública de nuestra soberanía.

Pero al bollo, que no es gerundio. Hemos presenciado varias sesiones de debate entre distintas formaciones políticas. Las más señaladas (PP, PSOE, Podemos y Ciudadanos) han ocupado puestos de privilegio respecto a otros partidos. Dado el carácter grandilocuente de los debates (tanto el organizado por el diario El País como el famoso #7dElDebateDecisivo de Atresmedia, pasando por el Cara a Cara de TVE entre Pedro Sánchez y Mariano Rajoy, definido en Twitter con el elocuente hashtag de #JetaAJeta) estas formaciones han sido más visibles para un mayor cantidad de personas, siempre en detrimento de los debates secundarios a altas horas de la noche. La ausencia en todos ellos del máximo representante del Gobierno ha sido una treta de marketing fríamente calculada con grandes dosis de cinismo. En primer lugar, porque el presidente decidió no asistir al debate de El País pero sí sentarse en un sillón, cenar mejillones al vapor y jugar una partida de futbolín con Bertín Osborne, regalándose mutuamente la nada despreciable cifra de 4.350.000 espectadores. Comprenderán que el debate de El País pueda considerarse, en este sentido, un acontecimiento minoritario. Por otra parte, nuestro Jefe de Estado decidió delegar en Soraya Sáenz de Santamaría la representación presidencial para encarar el debate promovido por Atresmedia. Error. Logró que el Partido Popular y la imagen de gobierno fortalecieran exclusivamente al electorado añejo, vetusto, tradicionalista y, sobre todo y hasta que se demuestre lo contrario, escéptico de la información plural. Francamente, me es difícil creer que un alto porcentaje de personas entre 20 y 35 años destinen su voto -siempre un voto coherente y contrastado- al PP sin un tiránico condicionamiento familiar o por la simple pertenencia a un elevado estatus socioeconómico.

A estas alturas de la película las regalías políticas, que se suceden día sí y día también, son pequeños señuelos que pretenden persuadir y rebañar el voto, insisto, indocumentado. La distancia perfecta para comprenderlo sería pensar en nuestros abuelos: ancianos que no manejan las redes sociales con soltura y para los que Internet es poco menos que el Más Allá; gente para la cual la información se reduce a un canal de televisión, dos programas de radio y el periódico local correspondiente; esto, claro está, si suponemos que están al tanto, que es mucho decir, pues la vida es la que es y todos no disponen (como es lógico, o no) del tiempo necesario para leer todas las mañanas tres, cuatro o cinco cabeceras de periódicos de tirada nacional. Sin mencionar la prensa independiente, que por lo general se desenvuelve en entornos digitales y que a día de hoy marca esa diferencia informativa. No digo que única y exclusivamente este tipo de prensa disgregue al electorado coherente del desinformado, sino que es la principal herramienta para cotejar noticias generalistas que a veces están conducidas por intereses que desconocemos.

He vuelto a casa y me ha llegado salpicada la noticia de la agresión a Mariano Rajoy en Pontevedra. No creo que sea necesario explicar que todos, políticamente todos, deberíamos desaprobar el uso de la violencia para hacer valer principios de dominación en detrimento de la convivencia. Ya lo sé: ¿y qué pasa con los que se han pasado por la Puerta de Brandemburgo el pacto democrático y el estado de bienestar por el Arco de Constantino? Paciencia, demonios, paciencia. Con hostias el ser humano sólo ejercita la parte animal que lleva dentro; justo la que no necesitamos cultivar en este momento tan delicado en el cual el Chiringuito de Playa 1978 -lugar placentero regentado por tres honestos entre millares de indocumentados- se aviene a su propia autodestrucción. Resumamos, por tanto: VIOLENCIA NO.

Ahora bien, si este artículo tiene algún propósito es el de animar a afrontar la tesitura del 20D con coherencia y responsabilidad, en un sentido u otro. No mendigaré votos para ningún partido pues no pertenezco a ninguno; antes bien, haré un repaso global de impresiones por si alguien se ve reconocido en ellas. Antes de proceder me veo en la necesidad de aclarar que soy un ciudadano más y que estas opiniones son sólo mías, no valen más que las tuyas ni menos que las de nadie, no representan a nadie pero sí tienen preferencias. Si tú, querido lector, querida lectora, os sentís identificados en algo, el esfuerzo nihil obstat habrá merecido la pena.

Dicho esto, realmente no sé por dónde empezar. Improvisaré. ¿Qué tal analizando la correspondencia por correo ordinario de los partidos? Hasta hoy, sábado, sólo he recibido cuatro, en riguroso orden: PSOE, PP, Ciudadanos e Izquierda Unida (Unidad Popular).

PSOE / Quería pero no podía

La carta de Ferraz sigue un modelo pulcro, conciso y elegante. «Sobria» es la palabra que mejor definiría el aspecto general. Eslogan rojo «uN futuro paRa l@s jóveNes» sobre fondo blanco. La tipografía demuestra cierto interés por compadrear con la modernidad -¿mola o no mola la arroba?, ¿y la alternancia de mayúsculas y minúsculas, qué?- pero cae en el estrepitoso ridículo de quien se las da de conocer a los jóvenes y en realidad acaba como decía mi abuela: «tú lo único que sabes es a tocino rancio». Un desastre. Pero hay notas que, como el tono directo, me parecen efectivas: «Hola, Mario». Me apela a mí, lo cual no implica otra cosa que un gasto extra en el texto para modificar la entradilla general. Algo es algo. Con todo, adolece de algunos vicios. La virtud del mendigo, por ejemplo, que es precisamente la de pedir: «Y, sí, es para pedirte que me votes». Sincero, Pedro, pero mal. Después ya se precipita al vacío: «Es probable que tú, o alguno de tus amigos, hayáis visto denegada una beca». Un golpe bajo. Con esas cosas no se juega, Pedro. Se llama ser «ruiz»; perdón, «ruín». Y además, ¿quién ha notificado en Ferraz que estoy esperando una beca? Aún se me ocurren más preguntas: ¿quién ha facilitado mi dirección postal en la sede del Partido Socialista Obrero Español? Porque yo no he sido. En fin, qué importa, me digo. El final de la carta es como un decálogo para ese cándido y amable comercial -«distribuidor independiente», que para todo hay estilo ahora- que llama a tu puerta a las tres de la tarde ofreciéndote una nueva tarifa eléctrica. Y lo primero de todo, nunca lo olvides: menciona a tus rivales y menosprécialos. Pedro, eso se llama mezquindad. Aunque, a juzgar por lo que he visto, es a lo que el PSOE se ha limitado en los debates.

PP / Oigausté, yo quiero mi bocadillo

De entrada, la carta se abre con un: «Estimada amiga, estimado amigo», que es como dirigirle un guiño, guiño, codazo, codazo al voto femenino. Sin comentarios. Atendiendo a la tipografía, la extensión a doble cara y esa especie de horror vacui que domina toda la misiva, diría que se parece a un mensaje a la desesperada. Entona el mea culpa por todas las imposturas llevadas a cabo en la legislatura: «Nos equivocamos, como he dicho en muchas ocasiones, dando nuestra confianza a personas que no la merecían, y no hay día que no lo lamente». Pero… Cuando despertó, «Luis, sé fuerte» todavía estaba allí. Tras casi una docena de párrafos, insiste en ser pedigüeño: «Y termino como empecé, pensando qué decir para pedir tu voto. […] Pero no es necesario que pensemos igual en todo para que nos votes. Solo que creas que somos la mejor opción». Lo pensaré, Mariano.

C’s / ¿Ve ese sillón grande? Póngamelo que me lo llevo

Si la carta tradicional basada en argumentos es lo que hasta ahora se había impuesto de manera anodina, la de C’s es como un PowerPoint que está más relacionada con el coaching y las prácticas de empresa que con la política. La carta, como digo, se reduce a la mitad de una cuartilla y tira de colores para reseñar una docena de puntos clave distribuidos en cuatro apartados: «Las personas», «Un país de oportunidades», «Con las manos limpias» y «Sin bandos». Blanco, naranja, blanco, naranja. Esa es la estrategia. Un hermoso caramelo a imagen y semejanza de sus candidatos. No se detiene en apelar, no utiliza el vocativo y tampoco desarrolla su plan. No pide el voto, lo cual es un acierto. Pero resulta insuficiente por la escasa empatía con la que se dirige al electorado. De eslóganes como «Vota con ilusión» y «Imposible es sólo una opinión» sólo salvaría el arrojo de salvar la tilde diacrítica del «sólo». Sin duda estos muchachos apuntan maneras, lo que no sabemos es hacia dónde.

IU / Ecología utópica de izquierdas

Se palpa el recorte en el presupuesto de la campaña electoral. Desde la misiva, vaya, que no se anda por las ramas con sus sobres y sus folios, sino con un sólo desplegable en el que aparecen, lacónicamente, la lista y el discurso. Señala que la responsabilidad de la precariedad es cosa de los gobiernos anteriores; lo hace con tacto y moderación pero entre exclamaciones: «¡Hay responsables! […] ¡Unámonos para echarles!». De los que concurren en este sumario análisis, es el único que no sólo habla del futuro que está en juego, sino de las generaciones que están por llegar: «No nos jugamos las próximas elecciones. Nos jugamos las próximas generaciones». Reconozco que Alberto Garzón es el candidato que, individualmente, me inspira mayor simpatía. Y no sólo por la exclusión que ha sufrido en los debates mayoritarios, sino también por la trayectoria y el carácter que ha podido verse en todos los medios en los que ha hecho declaraciones. «Llevamos toda una vida luchando», dice la carta. Es cierto, aunque portando el estigma de una izquierda sumida en la debilidad porque ha carecido del respaldo popular necesario. Es decir: sí, pero no.

The show must go on

Dicho esto, nos quedarían muchos partidos políticos que juzgar por sus cartas electorales. Aún así, no es necesario recurrir a la semiología para analizar las distintas opciones. Algunas, de hecho, parecen tener un color mortecino antes incluso de haber nacido. Es el caso de UPyD y VOX, por ejemplo. Formaciones que por lo único que parecen estar luchando es por un pedazo del pastel parlamentario, un sillón en las Cortes, un cómodo asiento anónimo en el Senado, con la excepción de casos aislados.

Por lo demás, creo que la izquierda más avezada sigue estando representada por Podemos e Izquierda Unida (Unidad Popular). La formación de Pablo Iglesias goza de un mayor recibimiento pero Alberto Garzón es el político mejor valorado en las encuestas. Tengo la sensación de que el programa de IU sigue flaqueando porque sigue apelando a la utopía discursiva de las izquierdas históricas, que en puridad no dista mucho del programa de Podemos. Aunque, en cierto modo, parece que se han anclado en una dinámica (ahora moderna pero desde siempre tradicionalista de oposición) que no consigue estimular a una buena parte del electorado que teóricamente debería serles afín. ¿Por qué? Y todavía más allá: ¿por qué Podemos e IU no se han unido? ¿Por qué demonios no se crea una izquierda poderosa ahora que sí hemos podido? Creo que esta última pregunta nos la hemos hecho todos. Todo son mamandurrias, pero está claro que unos y otros no están avalados por el mismo poder popular.

En cualquier caso, cambiando de tercio, me hace mucha gracia la expresión recíproca del «mojarse». ¿Desde cuándo ha habido un motivo más justificado que el posicionamiento político para discutir con las personas? Ah, esperen, lo mismo esto del «mojarse» tiene más que ver con los palmeros y las gentes que sólo en un ámbito de afinidad son capaces de reconocer las virtudes del otro. Ahora lo entiendo mejor. Así que sí, me mojaré, pero sin persuadir ni pretender caerles simpático por mis ideas. Voy a votar a Podemos. Pero alto ahí, yo no soy chavista, ni comunista ni populista ni demagogo. La única forma que tengo de justificar mi voto es siendo sesgado, egoísta y tal vez erróneo, pero personal.

No sé tanto acerca de lo que quiero como de lo que no quiero. Es decir, mi opinión está sujeta, como la vuestra, a aspectos que desconocemos. ¡Quién conoce la verdad y el futuro! Por nuestro bien, espero que nadie. El que yo me decante por Podemos es fruto, esencialmente, de lo que no quiero ni deseo volver a vivir como ciudadano de pleno derecho, ser humano u organismo sensible. No quiero ver cómo se investiga durante 20 horas la sede de un partido y las evidencias de encubrimiento o destrucción de pruebas no son suficientes para que ningún responsable, en nombre de la vergüenza ajena, dimita. No quiero más trajes públicos para privados, no quiero más Gurteles ni Aznares ni ser cómplice de guerras injustificadas. No quiero más ministros -digamos ministriles- que sepultan derechos universales. No quiero que más chusma sin vocación quiera representarme sin arrestos para ejercer la responsabilidad. No quiero más Génovas ni Ferrazes. No quiero más imputados que reclaman dinero para la escuela de equitación de sus hijos mientras nuestros abuelos se han partido la espalda durante toda su vida para llenar los bolsillos de tres hijos de puta. No quiero más universidades públicas en las que para entrar se necesita una cuenta corriente de cuatro dígitos. No quiero más angustia ni vergüenza. No quiero ser parte de un país en el que me hacen sentir culpable. Porque un país que nos hace sentir inútiles, no es un país.

En este sentido, la gente de cierta edad se siente alejada de la sangre joven. Claro. Hace ya mucho tiempo que la brecha generacional es una realidad. Tal vez la que mejor explica que nuestros mayores observen con escepticismo y descreimiento nuestro impertinente vitalismo. Algunos de ellos han vivido la guerra, unos pocos han conocido el hambre y muchos de ellos saben lo que es pasarlas putas. Nosotros sólo hemos pensado sobre ello, que no es poco, pero estamos viviendo algo que ellos jamás han vivido: la mentira de que la autosuficiencia no es suficiente. Me refiero al «Estudia y colócate». Como si un tartamudo te contara un chiste malo.

Y ahora con franqueza: pienso que quien destine su voto al PP o al PSOE no se ha enterado de la película o se ha enterado muy bien pero sucede que participa del establishment. Tan sencillo, tan complejo. Hemos vivido 40 años en el sueño (de humo) de 1978 como si aquello hubiera sido una quimera. Sólo ahora hemos conocido el significado de la política como un gran partido de tenis en el que la bola era el símbolo de nuestro bienestar. ¿De veras vais a votar a Pedro Sánchez enardecidos por el histórico y primigenio espíritu socialista? ¿A Mariano Rajoy porque las políticas de derechas siempre han llevado muy bien la contabilidad? Todo ha sido un mito. El PSOE lleva años pasándose a la torera los ideales que lo fundaron y el PP ha sido un nido de corrupción tan clamoroso que uno no sabe si tendría que olvidarlo para siempre o tenerlo presente todos los días de su vida. Yo voy a recordarlo, pero sólo cuando vaya a votar. No quiero más monopolios. No más -si es decible- bipolios políticos. ¿No os dais cuenta? Las Cortes, la sede de la soberanía, ha estado ocupada por gente que no ha podido luchar por los derechos sociales porque ellos mismos nunca supieron qué demonios era aquello de la precariedad. ¿Cómo han podido saberlo? Mi voto para la candidatura de Podemos estriba tanto en una visión de futuro como de presente. La inexperiencia no me importa tanto si en el intento por lograr algo valioso derrumbamos la vieja política y la convertimos en un instrumento justo e igualitario. No estoy pidiendo el voto hacia Podemos ni estoy criticando la campaña de Ciudadanos o de UPyD; tampoco os animo a que cedáis vuestro voto a Alberto Garzón por representar a la izquierda más noble de este país. Sólo os insto a que penséis que el bipartidismo es lo que ha sepultado este país y a nosotros con él. Mantener el statu quo es el error. Hay que mover la política y eso pasa por experimentar con nuevas fórmulas. Hemos podido comprobar el cambio sustancial en las alcaldías de Madrid, Barcelona, Cádiz. ¿Por qué no a nivel nacional?

Bipartidismo MALAGON

Si habéis llegado hasta aquí después de esta perorata mía, os doy las gracias y espero que todos los indecisos se sientan animados a votar. Vuestro voto, sea para quien sea, cuenta. Participando se cambian las cosas que nos parecen injustas. A mí me ha costado 15 años aprenderlo, y si yo he podido, no tengáis la menor duda, todos podéis hacerlo.

(*) Todas las viñetas han sido extraídas de la revista CTXT gracias al permiso y cortesía de Malagón. Muchas gracias, maestro.