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Un dios llamado Zorba /// Nikos Kazantzakis (1946)

En muchas ocasiones sentí el deseo de escribir sobre la vida y las andanzas de Alexis Zorba, un viejo operario al que quise mucho.

Los viajes y los sueños han sido los mayores benefactores de mi vida; los seres humanos, vivos y muertos, me han ayudado poco en mi lucha. Sin embargo, si quisiera elegir entre las personas que han dejado las huellas más hondas en mi alma, tal vez destacaría a tres o cuatro: Homero, Bergson, Nietzsche y Zorba.

El primero fue para mí el ojo sereno y fulgurante —como el disco del sol— que todo lo ilumina con un brillo redentor; Bergson me alivió de las insondables angustias filosóficas que atormentaron mi primera juventud; Nietzsche me enriqueció con otras angustias y me enseñó a transmutar la desdicha, la amargura y la incertidumbre en orgullo; y Zorba me enseñó a amar la vida y a no temer la muerte.

Si hoy tuviera que elegir en el mundo entero un guía espiritual, un gurú como lo llaman los indios, un anciano como lo llaman los monjes del Monte Athos, seguro que elegiría a Zorba.

Porque él tenía lo que un escritorzuelo necesita para salvarse: la mirada primigenia que, de un flechazo, atrapa su preso al vuelo; el instinto creativo, cada mañana renovado, de mirarlo siempre todo como si fuese la primera vez, devolviendo la virginidad a los elementos eternos —viento, mar, fuego, mujer, pan— de nuestra vida cotidiana. Poseía la firmeza en la mano, la frescura del corazón, la audacia de burlarse de su propia alma, como si dentro de sí tuviera una fuerza superior a ella. Y, finalmente, su risa salvaje y cristalina brotaba de un pozo profundo, más hondo que las entrañas del hombre; estallaba en los momentos cruciales y era capaz de derribar, y derribaba, todas las barreras —moral, religión, patria— que ha erigido el hombre desdichado y miedoso, para transitar si muchos daños por su mísera vida.

Cuando comparo el sustento que durante tantos años me dieron los libros y los maestros para saciar un alma famélica y qué mente leonina me ofreció Zorba por alimento, en apenas unos meses, me cuesta reprimir la rabia y la tristeza. Una casualidad echó a perder mi vida; me encontré con este «anciano» ya muy tarde y ya era irrelevante lo que en mí aún podía ser salvado. El gran viraje, el cambio total de horizonte, «la transmutación por el fuego» y la «renovación» no se dieron. Ya era demasiado tarde. Y así Zorba, en vez de ser para mí un modelo de vida elevado y formativo, decayó y acabó siendo —¡ay!— un argumento literario para emborronar un montón de hojas de papel.

Este triste privilegio, el de transformar la vida en arte, resulta desastroso para muchas almas carnívoras. Porque así, al encontrar escape, la pasión vehemente huye del pecho y el alma se alivia, ya no se consume, no siente la necesidad de luchar cuerpo a cuerpo, participando directamente en la vida y en la acción, sino que se complace al ver cómo su ímpetu se desvanece, formando volutas de humo en el aire.

Y no sólo se complace sino que se siente orgullosa; piensa que está llevando a cabo una obra sublime, que transforma el instante efímero e irremplazable —el único que en el tiempo infinito tiene carne y sangre— en presunta eternidad. Y así fue como Zorba, todo él carne y huesos, en mis manos se redujo a tinta y papel. Sin quererlo, y es más, queriendo lo contrario, el mito de Zorba había comenzado a cristalizar dentro de mí desde hacía tiempo.

En mi interior se puso en marcha la transmutación alquímica; al principio era un estridor musical, una voluptuosidad febril y un malestar, como si hubiera entrado en el flujo de mi sangre un cuerpo extraño y el organismo luchara para domarlo y anularlo, asimilándolo. Y alrededor de ese núcleo comenzaron a correr las palabras, a rodearlo y a nutrirlo como a un embrión. Se afinaban los recuerdos borrosos, emergían las alegrías y las amarguras reprimidas, ascendía la vida hacia un aire más ligero, y Zorba se transformaba en una fábula.

Todavía no sabía qué forma dar a esa fábula de Zorba: romance, canción, intrincado cuento fantástico de Las mil y una noches, o transcribir de modo árido y seco las charlas que mantuve con él en la costa de Creta donde vivimos, excavando convencidos de que encontraríamos lignito. Ambos sabíamos bien que esta meta práctica no era más que una coartada a los ojos del mundo; no veíamos la hora en que se pusiera el sol y terminaran su faena los obreros para acomodarnos los dos en la arena, comer nuestra apetitosa comida campesina, beber el vino brusco de Creta y ponernos a conversar.

La mayor parte de las veces, yo callaba: ¿qué le puede decir un «intelectual» a un titán? Lo escuchaba hablarme de su pueblo en el monte Olimpo, de las nieves, los lobos, los komitadjis [guerrilleros nacionalistas búlgaros que luchaban por la unión de Bulgaria, Serbia y Grecia al final del Imperio otomano], Santa Sofía, del lignito, la gratuidad, las mujeres, Dios, la patria, la muerte…, y de pronto, cuando no podía más y las palabras ya no le alcanzaban, se levantaba de un salto y, sobre los panzudos guijarros de la playa, comenzaba a bailar.

Entrado en años, con el torso erguido, delgaducho, con la cabeza echada ligeramente hacia atrás, los ojos pequeños como los de un pájaro, bailaba y gritaba y batía en el mar las grandes plantas de sus pies, salpicándose el rostro.

Si hubiese hecho caso a su voz —no a su voz, a su grito— mi vida habría valido la pena; habría vivido con sangre y carne y huesos lo que ahora medito como alucinado, llevándolo con tinta al papel.

Pero no me atreví. Veía a Zorba bailar, relinchando en mitad de la noche y vociferándome que me sacara también de encima el cómodo caparazón de la sensatez y la rutina, y que me embarcara con él en sus grandes viajes, pero yo permanecí inmóvil, tiritando.

Muchas veces me he avergonzado de mi vida, porque me he dado cuenta de que mi alma no osaba acometer lo que la suprema locura —la esencia de la vida— me pedía que hiciera; pero nunca me avergoncé de mi alma tanto como frente a Zorba.

Zorba, interpretado por Anthony Quinn, en la película de M. Cacoyannis (1964) / Museo Kazantzakis, Heraklión

Una mañana, al amanecer, nos separamos; yo tomé de nuevo rumbo al extranjero, incurablemente atacado por el mal fáustico de aprender; él emprendió camino al norte y acabó en Serbia, en una montaña cerca de Skopie, donde excavó un rico filón de granulada, enredó a varios ricachones, compró herramientas, reclutó obreros y de nuevo comenzó a abrir túneles en la tierra. Hizo saltar rocas, construyó caminos, abrió canalizaciones de agua, se edificó una casa, se casó —viejo todavía recio— con una bella viuda alegre, Liuba, y tuvo un hijo con ella.

Un día, en Berlín, recibí un telegrama: «Di con bellísima piedra verde, ven cuanto antes. Zorba».

Era la época de la gran hambruna en Alemania. El marco se había devaluado tanto que para hacer un pequeño pago transportabas los millones en un hatillo; y cuando ibas a un restorán y comías, tenías que desanudar tu pañuelo, repleto de billetes, y vaciarlo sobre la mesa para pagar; y llegaron días en los que se necesitaban diez billones para una estampilla.

Hambre, frío, chaquetas raídas, zapatos agujereados, las rojas mejillas alemanas ahora estaban amarillas. Con el viento de otoño, las personas se caían en la calle, como hojas. A los pequeños les daban un trocito de goma para que lo masticaran, se entretuvieran, no lloraran. La policía patrullaba los puentes del río, para evitar que por la noche se arrojaran las madres con sus pequeños, para ahogarse, para salvarse.

Invierno, nevaba. En el cuarto de al lado, un profesor alemán, sinólogo, para calentarse cogía el largo pincel y, al modo complicado del Lejano Oriente, intentaba copiar alguna vieja canción china o alguna sentencia de Confucio. La punta del pincel, el codo levantado en el aire y el corazón del sabio debían dibujar un triángulo.

—Al cabo de pocos minutos —me decía satisfecho— el sudor mana de mis axilas y así me caliento.

En esos crudos días recibí el telegrama de Zorba. Al principio me enfadé. Millones de seres humanos están humillados, postrados, a falta de un trozo de pan para reconfortar su alma y sus huesos, ¡y te llega un telegrama pidiéndote que emprendas un viaje de mil millas para ver una bella piedra verde! ¡Al diablo con la belleza, dije, que no tiene corazón ni le importa el dolor humano!

Pero de pronto me estremecí; el enfado había amainado y sentí con horror que ese grito inhumano de Zorba respondía a otro grito inhumano dentro de mí. Salvaje, un ave rapaz desplegaba sus alas en mi interior para ir.

Pero no fui; de nuevo no me atreví. No cogí el tren, no seguí el grito divino y bestial que salía de mi interior, no acometí ninguna acción audazmente descabellada. Seguí a voz parca, fría, humana de la sensatez. Y tomé la pluma y escribí a Zorba, explicándole…

Y él me respondió:

«Eres, y me disculparás, patrón, un chupatintas. Podrías haber visto tú también, infeliz, por una vez en tu vida, una bella piedra verde y no has querido. Te lo juro por Dios, alguna vez cuando he estado sin trabajo pensaba, y para mis adentros me decía: «¿Hay o no hay infierno?». Pero ayer, al recibir tu carta, me dije: «¡Seguro que debe haber Infierno para algunos chupatintas!»»

Yiorgis Zorbas, el auténtico Zorba en el que se inspiró Kazantzakis para el personaje de su novela, en una foto de 1918 / Museo Kazantzakis, Heraklión

Los recuerdos se pusieron en movimiento, empujándose unos a otros, con prisa. Llegó el momento de poner orden. De empezar con la vida y las andanzas de Zorba desde el principio. Hasta los sucesos más insignificantes relacionados con él resplandecen en este instante en mi mente: claros, ágiles y preciosos, como peces multicolores en un diáfano mar de verano. Nada suyo ha muerto dentro de mí, lo que Zorba tocó, parece haberse vuelto inmortal, y sin embargo, cierto desasosiego repentino me perturba en estos días: hace dos años que no recibo carta de él, ha de tener ya setenta y tantos años, puede que esté en peligro. Seguro que está en peligro. No puedo explicar de otro modo la súbita necesidad que se apoderó de mí de recopilar todo lo que tiene que ver con él, de recordar todo lo que me dijo y lo que hicimos, y de inmovilizarlo en el papel, para que no se desvanezca. Como si quisiera conjurar la muerte, su muerte. No es un libro lo que escribo, me temo, sino unas exequias.

Tiene, ahora lo veo, todas las características de las exequias. La bandeja engalanada de kólivas [masa de trigo que se ofrece n los funerales] copiosamente espolvoreadas de azúcar y, con canela y almendras, el nombre escrito encima: Alexis Zorba. Veo el nombre y, de golpe, el mar azul añil de Creta se agita y se zarandea en mi mente. Palabras, risas, danzas, borracheras, inquietudes, reposadas conversaciones al atardecer, los redondísimos ojos que, tiernos y desdeñosos, se clavaban sobre mí, como si a cada instante me dieran la bienvenida, como si a cada instante me dijeran adiós, para siempre.

Y al igual que cuando vemos la bandeja fúnebre decorada profusamente, otros recuerdos se arraciman como ristras de murciélagos en la gruta del corazón, así, sin yo quererlo, desde el primer momento se confundió con la sombra de Zorba otra sombra querida, y detrás de ella, inesperadamente, otra más: la de una mujer venida a menos, muy pintarrajeada, muy besuqueada, a la que Zorba y yo habíamos conocido en una playa de Creta, en el mar de Libia…

Sin duda el corazón de un hombre en una fosa cerrada, llena de sangre y, cuando se abre, corren a beber y a revivir las inconsolables sombras sedientas que sin cesar se amontonan a nuestro alrededor y entenebrecen el aire. Corren a beber la sangre de nuestro corazón, porque saben que otra resurrección no existe. Y delante de todas corre hoy Zorba con sus grandes zancadas y aparta a las otras sombras, porque sabe que las exequias, hoy, son para él.

Kazantzakis traduciendo al griego con un diccionario de francés (1931) / Museo Benaki, Atenas

Démosle pues nuestra sangre para que reviva. Hagamos cuanto podamos para que viva un poco más ese extraordinario comilón, borrachín, buscavidas, mujeriego y trotamundos. El alma más grande, el cuerpo más dotado, el grito más libre que yo haya conocido en mi vida.

Cit. Zorba el griego (Vida y andanzas de Alexis Zorba), trad. Selma Ancira, Barcelona, Acantilado, 2015, pp. 7-13.

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Ursula K. Le Guin /// Discurso National Book Awards 2014

Ursula K Le Guin

Ursula Kroeber Le Guin / Foto: Dan Tuffs – Getty Images / Fuente: The Guardian

La National Book Foundation entregó el pasado 19 de noviembre sus National Book Awards en Nueva York. Entre los muchos premios que se entregaron, estaba la Medalla honorífica por la Contribución a las Letras Americanas, que recaló en Ursula K. Le Guin, escritora californiana de ciencia-ficción con más de cuarenta años de producción literaria a sus espaldas. Su discurso no fue todo lo políticamente correcto que hubieran querido los presentes. En vista de la flamante irrupción, Arsenal de Letras no ha podido obviar esta magnífica intervención que advierte de lo importante que es saber diferenciar entre números y personas, entre corporativismo y creatividad, entre asalto y tolerancia. Una voz venerable de alarma que clama al cielo y que justamente debería propagar sus acentos a todos los ámbitos de la cultura.

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«Gracias, Neil, y también a la organización que entrega esta hermosa recompensa; gracias de corazón. Mi familia, mi agente y mis editores ya saben que el hecho de que esté aquí es tan mérito suyo como mío, y que esta hermosa recompensa les pertenece tanto como a mí. Y me complace mucho aceptarla en su nombre y compartirla con todos los escritores que tanto tiempo llevan excluidos de la literatura: mis colegas autores de fantasía y ciencia ficción, los escritores de la imaginación que llevan cincuenta años viendo cómo estas hermosas recompensas eran para los llamados realistas.

»Creo que llegan tiempos difíciles en los que buscaremos las voces de escritores que sepan ver alternativas a nuestro modo de vida actual, y que sepan ver, más allá de nuestra sociedad temerosa y sus obsesivas tecnologías, hacia otras formas de ser, e incluso imaginen bases sólidas para la esperanza. Necesitaremos escritores que sepan recordar la libertad. Poetas, visionarios, los realistas de una realidad más amplia.

»Ahora mismo, creo que necesitamos escritores que entiendan la diferencia entre producir un bien de mercado y practicar un arte. Desarrollar material escrito que encaje en estrategias comerciales para maximizar los beneficios corporativos e ingresos publicitarios no es del todo lo mismo que publicar libros con responsabilidad o ser un autor.

»Sin embargo, veo cómo los departamentos comerciales ganan control sobre los editoriales; veo a mis propios editores sumidos en un pánico estúpido de ignorancia y avaricia, cobrando a las bibliotecas públicas por un e-book seis o siete veces lo que cobran a los clientes. Acabamos de ver a un usurero intentar castigar a una editorial por desobediencia, y a escritores amenazados por la fatwa corporativa, y veo a muchos de nosotros, los productores que escribimos los libros, que creamos los libros, aceptarlo. Permitir que los mercaderes usureros nos vendan como desodorantes y nos digan qué publicar y qué escribir.

»Los libros, como sabéis, no son solo mercancías. El ansia de beneficio a menudo entra en conflicto con la creación artística. Vivimos en el capitalismo. Su poder parece inexorable. También lo parecía el derecho divino de los reyes. Todo poder humano puede resistirse y cambiarse por seres humanos. La resistencia y el cambio muchas veces empiezan con el arte, y muy a menudo con nuestro arte, el arte de las palabras.

»He tenido una carrera buena y larga. En buena compañía. Y ahora, al final de ella, de verdad no quiero ver la literatura estadounidense traicionada y malvendida. Los que vivimos de escribir y publicar queremos, y deberíamos exigir, una parte justa de los beneficios. Pero el nombre de nuestra hermosa recompensa no es beneficio. Su nombre es libertad

Discurso de Ursula K. LeGuin – 65th National Book Awards (2014)

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Fuente: Fantífica.com

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