Nota sobre Vollmer. Ya no describe la Tierra como una esfera terrestre de biblioteca ni como un mapa que ha cobrado vida, como ojo cósmico que mira el espacio profundo. Esto último fue su más ambiciosa incursión en la imaginería. La guerra ha cambiado su modo de ver la Tierra. El planeta es tierra y agua, morada de los hombres mortales, dicho en nobles términos de diccionario. Ya no lo ve (espirales de tormento, mar resplandeciente, respirando calor y neblina y color) como ocasión para el lenguaje pintoresco, para el juego placentero o la especulación.
A doscientos cincuenta kilómetros vemos las estelas de los barcos y los aeropuertos de mayor tamaño. Icebergs, relámpagos, dunas de arena. Señalo flujos de lava y torbellinos. La cinta de plata frente a la costa irlandesa, le digo, es una capa de petróleo.
Esta es mi tercera misión orbital, la primera de Vollmer. Es un genio de la ingeniería, un genio de la comunicación y del armamento, y quizás otras modalidades de genio también. Como especialista en misiones me conformo con estar a cargo de ellas. (La palabra especialista, tal como la utiliza normalmente el Mando de Colorado, se aplica a quienes no tienen especialidad.) Nuestra aeronave está diseñada primordialmente para recoger información. El refinamiento de la técnica de quemado cuántico nos permite hacer frecuentes ajustes orbitales sin recurrir a cohetes en cada ocasión. Saltamos a trayectorias altas y amplias, con la Tierra entera sirviéndonos de lumbre psíquica, para observar satélites no tripulados y posiblemente hostiles. Orbitamos de cerca, cómodamente, echamos vistazos íntimos a las actividades de superficie en lugares no frecuentados.
La prohibición de las armas nucleares ha hecho que el mundo sea seguro para la guerra.
Trato de no tener grandes pensamientos ni someterme a abstracciones estupendas. Pero a veces tengo la tentación. La órbita terrestre suscita en el hombre un talante filosófico. ¿Cómo podemos evitarlo? Abarcamos el planeta entero, tenemos una panorámica privilegiada. En nuestros intentos por estar a la altura de la experiencia, tendemos a meditar importantemente en asuntos como la condición humana. Ello hace que el hombre se sienta universal, flotando por encima de los continentes, viendo el borde del mundo, una línea tan nítida como un arco de compás, sabiendo que es solo un giro de la curva hacia el crepúsculo atlántico, los penachos de sedimentos y los lechos de quelpo, una cadena de islas destellando en el mar negruzco.
Me digo a mí mismo que es todo decorado. Quiero pensar que nuestra vida aquí es una vida normal, como una distribución de las tareas domésticas, un improbable pero factible sistema causado por la escasez de viviendas o por alguna inundación primaveral del valle.
Vollmer completa la lista de comprobación de sistemas y regresa a su hamaca a descansar. Tiene veintitrés años, es un chico con la cabeza alargada y el pelo muy corto. Habla del norte de Minnesota mientras va sacando los objetos de su kit de preferencias personales, disponiéndolos en una superficie de velcro que tiene al lado, para luego pasarles revista con ternura. Yo tengo un dólar de 1901 en mi kit de preferencias. Poco más digno de mención. Vollmer tiene fotos de su graduación, tapones de botella, piedrecitas de su jardín. No sé si estas cosas las eligió él mismo o se las impusieron sus padres, temerosos de que la vida en el espacio no abundara en momentos humanos.
Nuestras hamacas son momentos humanos, supongo, aunque no sé si el Mando de Colorado lo planearía así. Comemos perritos calientes y barritas de almendras crujientes y nos aplicamos pomada labial como parte de nuestra lista de comprobaciones previas al sueño. Llevamos pantuflas en el panel de ignición. La camiseta de fútbol de Vollmer es un momento humano. Demasiado grande, morada y blanca, con el número 79, un número de hombre grande, número primo sin rasgos particulares, le da un aspecto encorvado, una complexión anormalmente alargada.
-Sigo deprimiéndome los domigos -me dice.
-¿Tenemos domingos aquí?
-No, pero allí sí y yo los sigo notando. Siempre sé cuándo es domingo.
-¿Por qué te deprimes?
-Por lo lentos que son. Tiene que ver con el resplandor, el olor de la hierba cálida, el oficio religioso, los parientes viniendo de visita muy bien vestidos. Es como si el día entero durase para siempre.
-A mí tampoco me gustaban los domingos.
-Eran lentos, pero no perezosos. Eran largos y cálidos, o largos o fríos. En verano mi abuela hacía limonada. Era el ritual. El día entero estaba como dispuesto de antemano y el ritual nunca cambiaba. El ritual estando en órbita es diferente. Es satisfactorio. Le da forma y sustancia a nuestro tiempo. Aquellos domingos carecían de forma, a pesar del hecho de que supieras lo que iba a venir, quién iba a venir, qué diríamos todos. Sabías lo primero que iba a decir todo el mundo antes de hablar. Yo era el único niño del grupo. Se alegraban de verme. Lo que me apetecía con más frecuencia era esconderme.
-¿Qué tiene de malo la limonada? -le pregunté.
Un satélite de gestión de combate, no tripulado, informa de elevada actividad láser en el sector orbital Dolores. Sacamos nuestros kits láser y los estudiamos durante media hora. El procedimiento de proyección es complejo, y dado que el panel solo opera por control conjunto, debemos ensayar los juegos de medidas establecidas con extremo cuidado.
Nota sobre la Tierra. La Tierra es la preservación del día y la noche. Contiene una variación sana y equilibrada, un despertar y un dormir naturales, o eso le parece a quien está privado de este efecto de marea.
Por eso es por lo que la observación de Vollmer sobre los domingos de Minnesota me resulta interesante. Él todavía siente, o dice que siente, o cree que siente, ese ritmo inherente a la Tierra.
Para los hombres en este alejamiento, es como si las cosas existieran en su forma física particular para poner de manifiesto la simplicidad escondida de alguna potente fórmula matemática. La Tierra nos revela la belleza tremenda y simple del día y de la noche. Está ahí para contener y dar cuerpo a esos acontecimientos conceptuales.
Vollmer en pantalón corto y con las ventosas puestas en los pies parece un nadador de instituto de enseñanza media, casi sin pelo, un hombre no terminado, que no es consciente de estar abierto al escrutinio cruel, no consciente de que está sin dispositivos, ahí de pie con los brazos cruzados en un lugar de voces con eco y humos de cloro. Hay algo estúpido en el sonido de su voz. Es demasiado directo, una voz profunda desde el cielo de la boca, ligeramente insistente, un poco alta. Vollmer nunca ha dicho ninguna estupidez en mi presencia. Lo único estúpido es su voz, un bajo grave y desnudo, una voz sin inflexiones ni aliento.
No estamos estrechos aquí. La cabina de vuelo y el alojamiento de la tripulación están bien concebidos. La comida va de pasable a buena. Hay libros, videocasetes, noticias y música. Efectuamos las comprobaciones manuales, las comprobaciones verbales, la simulación de disparos, sin dar señales de aburrimiento o desinterés. Podría incluso afirmarse que hacemos nuestras tareas cada vez mejor. El único peligro es la conversación.
Yo trato de mantener nuestras conversaciones en un plano de cotidianeidad. Pongo especial cuidado en habalr de cosas pequeñas, rutinarias. Ello tiene sentido para mí. Parece una táctica sensata, dadas las circunstancias, restringir nuestras charlas al ámbito familiar, a cuestiones triviales. Quiero elaborar una estructura del tópico. Pero Vollmer tiene tendencia a sacar temas enormes. Quiere hablar de la guerra y de las armas bélicas. Quiere hablar de estrategias globales, de agresiones globales. Le digo que ahora que ya no descrbe la Tierra como un ojo cósmico, lo que pretende es verla como un tablero de juego o un modelo de computadora. Él me mira sin expresión en el rostro y trata de meterme en una discusión teórica: ataques selectivos desde bases espaciales o enfrentamientos tierra-mar-aire largos, prolongados, bien ajustados. Se apoya en expertos, menciona las fuentes. ¿Qué se supone que he de decir yo? Él sugiere que la gente está desilusionada con la guerra. La guerra está entrando en su tercera semana. Hay un sentido en el que la gente está gastada, agotada. Lo deduce de los partes de noticias que recibimos periódicamente. Algo en la voz del locutor deja entrever decepción, cansancio, una tenue amargura… algo. Vollmer seguramente acierta en esto. También yo lo he percibido en el tono del locutor, en la voz del Mando de Colorado, a pesar del hecho de que las noticias nos llegan censuradas, de que no nos cuentan nada que a ellos no les parezca bien que sepamos, en nuestra posición expuesta y delicada. A su manera, directamente y sonando como si dijera estupideces, el joven Vollmer afirma que la gente no está disfrutando con esta guerra tanto como siempre ha disfrutado y se ha nutrido de la guerra en cuanto intensidad enaltecedora, periódica. Lo que más rechazo de Vollmer es que muchas veces expresa mis convicciones más hondas y ocultas, las que sostengo más a regañadientes. Viniendo de ese rostro suave, en esa voz sostenida, seria y resonante, esas ideas me descorazonan y me preocupan como nunca lo hacen cuando quedan sin decir. Yo quiero que las palabras sean secretas, que permanezcan aferradas a la oscuridad interior más profunda. La candidez de Vollmer deja al descubierto algo que duele.
No es demasiado pronto en la guerra para percibir referencias nostálgicas a guerras anteriores. Todas las guerras se remontan al pasado. Barcos, aviones, operaciones enteras reciben su nombre de batallas antiguas, de armas más simples, de lo que percibimos como conflictos muy bien intencionados. Este reconointerceptor se llama Tomahawk II. Cuando estoy ante el panel de ignición veo una fotografía del abuelo de Vollmer en su juventud, con los caquis caídos y un casco plano, posando en campo abierto, con un rifle colgando del hombro. Es un momento humano, y me recuerda que la guerra, entre otras cosas, es una forma de añoranza.
Nos acoplamos con la estación de mando, cargamos comida, cambiamos casetes. La guerra va bien, nos dicen, pero no es probable que estén mucho más al corriente que nosotros.
Luego nos separamos.
La maniobra es impecable y me siento contento y satisfecho de haber retomado el contacto humano con la forma más cercana del mundo exterior, de haber intercambiado muchas pullas e insultos, de haber intercambiado voces, noticias y rumores: runrunes, cotilleos, chismes. Estibamos el suministro de brócolis y zumos de fruta y budines de caramelo. Me noto una emoción de estar en casa, colocando en su sitio las mercancías, con sus vistosos envoltorios, una sensación de próspero bienestar, una sólida comodidad de consumidor.
La camiseta de Vollmer lleva la palabra INSCRIPCIÓN.
-Tuvieron la esperanza atrapados en algo -dice-. Pensaron que sería una crisis compartida. De ese modo experimentarías una sensación de propósito compartido, de destino compartido. Igual que una tormenta de nieve cuando cubre una gran ciudad, pero prolongándose meses, años, captando a todo el mundo, creando sentimientos de compañerismo donde antes solo había recelos y miedos. Extraños hablando entre ellos, cenas con velas cuando falla el suministro eléctrico. La guerra iba a ennoblecer todo lo que dijéramos e hiciéramos. Lo impersonal se haría personal. Lo antes solitario se compartiría. Pero ¿qué ocurre cuando la sensación de crisis compartida empieza a menguar mucho antes de lo que nadie había esperado? Empezamos a pensar que el sentimiento dura más en las tormentas de nieve.
Nota sobre el ruido eléctrico. Hace cuarenta y ocho horas estaba monitorizando los datos en la consola de la misión cuando se metió una voz en mi informe al Mando de Colorado. Era una voz sin realce, cargada de estática. Comprobé mis auriculares, comprobé los interruptores y las luces. Unos segundos después se restableció la señal del mando y oí a nuestro oficial de dinámica de vuelo pedirme que cambiara al frecuenciador de sentido redundante. Lo hice, pero el resultado fue que volvió la débil voz, una voz que traía consigo un patetismo extraño e inconcretable. Creí de alguna manera identificarla. No a quien hablaba. Era el tono lo que identificaba, la conmovedora cualidad de algún hecho tierno y a medias recordado, incluso a través de la estática, la neblina sónica.
En cualquier caso, el Mando de Coloradoreanudó la transmisión en cuestión de segundos.
-Tenemos un desvío, Tomahawk.
-Copiado. Hay una voz.
-Tenemos oscilación fuerte aquí.
-Hay alguna interferencia. He pasado a redundante pero no se aprecia mejora.
-Hemos asignado un marco exterior para localizar la fuente.
-Gracias, Colorado.
-Probablemente no es más que ruido selectivo. Estáis en rojo negativo en el cuadrante función de pasos.
-Era una voz -les digo.
-Acabamos de recibir información para ruido selectivo.
-Oí palabras, en inglés.
-Copiado ruido selectivo.
-Había alguien hablando, Colorado.
-¿Qué crees que es el ruido selectivo?
-No sé lo que es.
-Estás recibiendo el vertido de un no tripulado.
-¿Cómo puede un no tripulado enviar una voz?
-No es una voz de verdad, Tomahawk. Es ruido selectivo. Tenemos telemetría confirmada al efecto.
-Sonaba como una voz.
-Se supone que tiene que sonar como una voz. Pero no es una voz de verdad. Está realzado.
-Sonaba no realzado. Sonaba humano en todos los aspectos.
-Son señales y están vertiéndose desde la órbita geosíncrona. Ahí tienes tu desvío, Tomahawk. Estás oyendo códigos de voz desde treinta mil kilómetros. Básicamente, es un informe metereológico. Lo corregiremos, Tomahawk. Mientras tanto, la recomendación es que sigas en redundante.
Unas diez horas más tarde, Vollmer oyó la voz. Luego oyó otras dos o tres voces. Era gente hablando, una conversación. Me hizo gestos mientras escuchaba, señaló los auriculares, luego alzó los hombros, separó las manos para indicar sorpresa y asombro. En el tropel de ruidos (me dijo luego) no era fácil esclarecer lo que decían. La estática era frecuente, las referencias eran algo evasivas, pero Vollmer hizo mención del modo tan intenso en que lo afectaban las voces, incluso con la señal al mínimo. De una cosa estaba convencido: no eran ruido selectivo. Una cualidad de la más pura y dulce tristeza trascendía del espacio remoto. No estaba seguro, pero le pareció que también había un ruido de fondo integrado en la conversación. Risas. El sonido de gente riendo.
En otras transmisiones hemos sido capaces de identificar música temática, la introducción de un presentador, chascarrillos y ráfagas de aplausos, anuncios de productos cuyos nombres de marca, largo tiempo olvidados, evocan la dorada antigüedad de las grandes ciudades enterradas en arena y cieno fluvial.
Por alguna razón, estamos recibiendo la señal de programas emitidos hace cuarenta, cincuenta, sesenta años.
Nuestra tarea actual consiste en recoger datos visuales del despliegue de tropas. Vollmer está abrazado a su Hasselblad, absorto en algún microajuste. Hay una protuberancia de estratocúmulos desplazándose hacia el mar. Sesgo solar y deriva total. Veo floraciones de plancton en un azul de tal riqueza persa que parece un arrebato animal, un cambio de color para expresar alguna forma de deleite intuitivo. Según van desplegándose los rasgos de la superficie, voy pronunciando sus nombres. Es el único juego que practico en el espacio, recitar los nombres de la Tierra, la nomenclatura del contorno y la estructura. Escurridas glaciares, escorial de morrenas. Escombros en cono al borde de un impacto multianular. Una caldera resurgente, una masa encastillada de desplomes. SObre los mares de arena, ahora. Dunas parabólicas, dunas estrella, dunas rectas con crestas radiales. Cuanto más vacío el terreno, más luminosos y exactos los nombres de sus características. Vollmer afirma que lo que mejor se le da a la ciencia es nombrar las características del mundo.
Es graduado en ciencia y tecnología. Obtuvo becas, matrículas de honor, fue ayudante de investigación. Llevó proyectos científicos, leyó trabajos tecnológicos con esa voz suya tan seria, de timbre tan profundo, que parece salirle del cielo de la boca. En mi calidad de especialista en misiones (generalista), a veces me molestan sus percepciones no científicas, los destellos de madurez y juicio equilibrado. Empiezo a sentirme ligeramente desbancado. Quiero que se atenga a los sistemas, las guías de a bordo, los parámetros datales. Sus percepciones humanas me ponen nervioso.
-Estoy feliz -dice.
Pronuncia estas palabras de un modo irrevocable pero pragmático, y la mera afirmación me afecta poderosamente. Me asusta, de hecho. ¿Qué quiere decir con eso de que está feliz? ¿Se halla la felicidad totalmente fuera de nuestro marco de referencia? Quiero decirle: «Esto es como poner orden en una casa, una serie de tareas más o menos rutinarias. Atiende tus tareas, haz tus pruebas, repasa la lista de chequeos.» Quiero decirle: «Olvida la medida de nuestra visión, el barrido de las cosas, la propia guerra, la terrible muerte. Olvida el arco de noche que nos cubre, las estrellas como puntos estáticos, como campos matemáticos. Olvida la soledad cósmica, el flujo hacia arriba del pasmo y el miedo reverencial.»
Quiero decirle: «La felicidad no es un hecho de esta experiencia, al menos no hasta el punto de que osemos hablar de ella.»
La tecnología láser contiene un núcleo de premonición y mito. Tocamos una variante limpia de conjunto letal, un haz de fotones que se comporta bien, una coherencia planificada, pero nos acercamos al arma con la mente llena de prevenciones y miedos antiguos. (Debería existir un término para esta condición irónica: miedo primitivo a las armas que estamos lo suficientemente avanzados como para diseñar y producir.) Quizás sea por eso por lo que los responsables del proyecto recibieron la orden de elaborar un procedimiento de activación dependiente de la acción coordinada de dos personas -dos temperamentos, dos almas- que operen los controles juntos. Miedo al poder de la luz, el puro material del universo.
A una mente sola y lóbrega en un momento de inspiración podría parecerle liberador lanzar un haz concentrado contra un Boeing torpe y jorobado que esté haciendo su ronda comercial a treinta mil pies de altura.
Vollmer y yo nos acercamos al panel de ignición. El panel está concebido de modo que quienes lo operan han de sentarse espalda con espalda. La intención, aunque el Mando de Colorado nunca lo haya dicho con tanta claridad, es evitar que nos veamos las caras. Colorado quiere tener la seguridad de que el personal armamentístico en concreto no esté influenciado por los tics y perturbaciones de los demás. Estamos espalda con espalda, por tanto, amarrados a nuestros asientos, dispuestos a empezar, Vollmer con su camiseta morada y blanca, sus zapatillas despecluchadas.
Esto es solo una prueba.
Pongo en marcha la reproducción. Al sonido de la voz pregrabada, metemos cada uno nuestra llave modal en la ranura correspondiente. Juntos contamos atrás desde cinco y a continuación giramos las llaves un cuarto a la izquierda. Esto pone el sistema en lo que se llama modo abierto. Contamos atrás desde tres. La voz realzada dice: Están ustedes en abierto.
Vollmer le habla a su analizador de huella vocal.
-Aquí código B, be de bluegrass. Solicitando procedimiento de identificación de voz.
Contamos atrás desde cinco y a continuación hablamos en nuestros analizadores de huella de voz. Decimos lo primero que se nos pasa por la cabeza. Se trata de generar una huella de voz que coincida con la huella del banco de memoria. Ello garantiza que las personas del panel son las mismas personas con autorización para hallarse presentes cuando el sistema está en abierto.
Esto es lo que me viene a la cabeza: «Estoy en la esquina de la Cuarta con Main, donde hay miles de fallecidos por causas desconocidas y los cadáveres carbonizados se amontonan en la calle.»
Contamos atrás desde tres. La voz realzada dice: Tienen autorización para pasar a la posición de cierre.
Giramos las llaves modales medio recorrido a la derecha. Activo el chip lógico y estudio los números de mi pantalla. Vollmer desconecta la huella de voz y nos pone en relación de circuito vocal con la malla sensora del ordenador de abordo. Contamos atrás desde cinco. La voz realzada dice: Posición de cierre establecida.
Según avanzamos de un paso a otro me va atravesando una creciente satisfacción: el placer de las habilidades selectas y secretas, de una vida en que cada soplo está gobernado por reglas concretas, por pautas, códigos, controles. Intento apartar de mi mente los resultados de la operación, su propósito entero, el resultado de estas secuencias de pasos exactos y esotéricos. Pero muchas veces no lo consigo. Dejo que me entre la imagen, pienso el pensamiento, llego incluso a decir la palabra a veces. Esto puede confundir, por supuesto. Me siento engañado. Mi placer se siente traicionado, como si tuviera vida propia, una existencia infantil o animal independiente del hombre sentado ante el panel de ignición.
Contamos atrás desde cinco. Vollmer suelta la palanca que libera el disco de depuración de sistemas. Mi pulsómetro se pone en verde a intervalos de tres segundos. Contamos atrás desde tres. Giramos las llaves modales tres cuartos a la derecha. Activo el secuenciador de haces. Giramos las llaves un cuarto a la derecha. Contamos atrás desde tres. Suena música bluegrass en el altavoz. La voz realzada dice: Están en modo disparo.
Estudiamos nuestros kits de mapamundis.
-¿No sientes a veces un poder en tu interior? -dice Vollmer-. Una especie de condición saludable extrema. Una salud arrogante. Eso es. Te sientes tan bien que empiezas a considerarte por encima de los demás. Una especie de fuerza vital. Un optimismo aplicado a tu propia persona que generas casi a costa de los demás. ¿No te sientes así a veces?
(El caso es que sí.)
-Seguro que hay una palabra en alemán. Pero lo que quiero dejar claro es que esta sensación de poder es tan… no sé… tan delicada. Eso es. Hoy la tienes y mañana te sientes insignificante y perdido. Sale mal una cosita y te sientes perdido, te sientes débil más allá de toda medida, y derrotado, e incapaz de actuar poderosamente, por no decir con inteligencia. Todo el mundo tiene suerte, tú no la tienes, estás desamparado, triste, no sirves para nada, estás perdido.
(Sí, sí.)
Da la casualidad de que ahora estamos sobre el río Misuri, cara a los Lagos Rojos de Minnesota. Veo que Vollmer consulta su kit de mapas, tratando de concertar ambos mundos. Es una felicidad profunda y misteriosa confirmar la exactitud del mapa. Vollmer parece inmensamente satisfecho. Dice una y otra vez: «Eso es, es es.»
Vollmer habla de su niñez. En órbita ha empezado a pensar en su edad temprana por primera vez. Le sorprende lo poderosos que son esos recuerdos. Habla con la cabeza vuelto hacia la ventana. Minnesota es un momento humano. Lago Rojo de Arriba, Lago Rojo de Abajo. Está claro que se siente capaz de verse allí.
-Los niños no pasean -dice-, ni toman el sol, ni se sientan en el porche.
Parece estar diciendo que las vidas de los niños están demasiado bien surtidas como para acomodarse a los conjuros de bienestar realzado de los que dependemos los adultos. Una idea bastante bien traída, pero no para profundizar en ella. Es hora de prepararnos para un incendio cuántico.
Escuchamos los antiguos programas de radio. La luz destella y se esparce por el borde de franjas azules, amanecer, ocaso, las parrillas urbanas en la sombra. Un hombre y una mujer intercambian observaciones bien cronometradas, ligeras, agudas, hirientes. Hay una dulzura en el tono del joven cantante, un vigor sencillo que el tiempo y la distancia han envuelto en elocuencia y añoranza. Cada sonido, cada toque de cuerdas posee su propio venero de edad. Vollmer dice que recuerda estos programas, pero por supuesto que jamás ha oído hablar de ellos. ¿Qué extraño suceso, qué jugueteo o qué gracia de las leyes físicas nos permite captar estas señales? Voces asendereadas, enclaustradas y densas. A veces tienen la cualidad distante y surreal de las alucinaciones aurales, voces en buhardillas, quejas de familiares difuntos. Pero los efectos de sonido están llenos de urgencia y brío. Los coches toman curvas peligrosas, rápidos disparos llenan la noche. Era, como es ahora, tiempo de guerra. Tiempo de guerra para Duz and Grape-Nuts Flakes [marca de cereales]. Los cómicos se burlan de cómo hablan los enemigos. Oímos alemán de imitación, histérico, japonés de sandeces. Las ciudades están iluminadas, los millones de radioescuchas, bien comidos, se juntan cómodamente en habitaciones adormecidas, en la guerra, mientras va cayendo la noche, con suavidad. Vollmer dice que recuerda momentos concretos, las inflexiones humorísticas, las risas gordas de los presentadores. Recuerda voces individuales alzándose por encima de las carcajadas del público del estudio, los graznidos de un hombre de negocios de St. Louis, el gemido chirriante de una rubia de hombros altos recién llegada de California, donde este año las mujeres llevan el pelo en pacas aromáticas.
Vollmer deriva por la zona común cabeza abajo, comiéndose una barrita de almendra.
A veces flota libremente por encima de su hamaca, durmiendo en encogimiento fetal, chocando con las paredes, adhiriéndose a un rincón de la rejilla de techo.
-Dame un instante para acordarme del nombre -dice en su sueño.
Dice que sueña con espacios verticales desde los cuales mira… algo. Mis sueños más bien tiran a pesados, de los que cuesta trabajo despertarse, salir. Son lo suficientemente fuertes como para tirar de mí hacia abajo, lo suficientemente densos como para dejarme la cabeza pesada, con una sensación narcótica de embotamiento. Hay episodios de gratificación sin rostro, vagamente inquietantes.
-Es increíble, cuando lo piensas, cómo viven ahí abajo, con tanto hielo y tanta arena y tanta montaña. Mira -dice-. Enormes desiertos yermos, enormes océanos. ¿Cómo pueden soportar algo tan espantoso? Solo con las inundaciones. Solo con los terremotos basta para que sea una locura vivir ahí. Mira los sistemas de fallas. La cantidad de ellos que hay, lo grandes que son. Solo con las erupciones volcánicas. ¿Puede haber algo más espantoso que una erupción volcánica? ¿Cómo aguantan las avalanchas, año tras año, con una regularidad abrumadora? Es difícil creer que alguien pueda vivir ahí abajo. Solo con las inundaciones. Se ven enormes zonas decoloradas, inundadas, arrasadas por el agua. ¿Cómo sobreviven, adónde van? Mira las acumulaciones de nubes. Mira ese remolino en el centro de la tormenta. ¿Qué pasa con quienes viven en la trayectoria de una tormenta así? Debe de acarrear unos vientos increíbles. Solo con los rayos. Gente expuesta en las playas, cerca de árboles y de postes de teléfono. Mira las ciudades con esas guirnaldas de luces extendiéndose en todas direcciones. Trata de imaginar cuánto crimen y cuánta violencia. Mira el sudario de humo a baja altura. ¿Qué consecuencias tiene en cuanto a desórdenes respiratorios? Es una locura. ¿Cómo puede alguien vivir ahí abajo? Los desiertos, cómo lo invaden todo. Cada año reclaman más tierra cultivable. La enormidad de esas extensiones nevadas. Mira la masa de frentes tormentosos sobre el océano. Barcos ahí, algunos de pequeño tonelaje. Trata de imaginar las olas, los bandazos. Solo con los huracanes. Los maremotos. Mira esas localidades costeras expuestas a las olas sísmicas. ¿Hay algo más espantoso que una ola sísmica? Pero ahí viven, ahí permanecen. ¿Dónde podrán ir?
Quiero hablarle de la ingesta calórica, de la eficacia de los tapones de oídos y de los descongestionantes nasales. Los tapones de oídos son momentos humanos. El zumo de manzana y los brócolis son momentos humanos. El propio Vollmer es un momento humano, más que nunca cuando se olvida de que hay una guerra.
Ese pelo al rape y esa cabeza alargada. Los suaves ojos azules ligeramente saltones. Los ojos protuberantes de las personas de cuerpo alargado con los hombros caídos. Las muñecas y las manos alargadas. El rostro suave. El rostro fácil de un hombre habilidoso en una camioneta con una escalera extensible fijada al techo y con la matrícula abollada, verde y amarilla, con el lema estatal debajo de los números. Ese tipo de rostro.
Se ofrece a cortarme el pelo. Qué cosa tan interesante es un corte de pelo cuando lo piensas. Antes de la guerra había franjas temporales reservadas a tales actividades. Houston no solo tenía todo planificado con mucha antelación sino que constantemente nos monitorizaba en busca de cualquier exigua información que de ello pudiera resultar. Nos cableaban, nos grababan, nos escaneaban, nos diagnosticaban, nos medían. Éramos hombres en el espacio, objetos dignos de la más escrupulosa atención, los más profundos sentimientos y desvelos.
Ahora hay guerra. Nadie se ocupa de mi pelo, de lo que como, de qué me parece la decoración de la astronave, y no es con Houston sino con Colorado con quien estamos en contacto. Ya no somos delicados especímenes biológicos al garete en un entorno extraterrestre. El enemigo puede matarnos con sus fotones, sus mesones, sus partículas cargadas, más deprisa que una falta de calcio o un problema del oído interno, más deprisa que una nube de meteoritos. Las emociones han cambiado. Hemos dejado de ser candidatos a un óbito comprometedor, la clase de error o de hecho imprevisto tendente a obligar a un país a buscar a tientas la reacción adecuada. En cuanto hombres de guerra, podemos estar seguros de que al morir suscitaremos penas sin complicaciones, los sentimientos francos y confiables a que recurren los países agradecidos para embellecer la más simple de las ceremonias.
Nota sobre el universo. Vollmer está a dos dedos de llegar a la conclusión de que nuestro planeta es el único que alberga vida inteligente. Somos un accidente y solo hemos ocurrido una vez. (Vaya observación para hacérsela, en órbita ovoide, a alguien que no quiere hablar de cuestiones importantes.) Piensa así por causa de la guerra.
La guerra, afirma, pondrá fin a la idea de que en el universo bulle la vida por todas partes, como se dice. Otros astronautas han puesto los ojos más allá de los puntos estelares para imaginar la posiblidad inifinita, mundos arracimados en que pululaban formas superiores. Pero eso fue antes de la guerra. Nuestra idea está cambiando, incluso ahora, la suya y la mía, dice él, mientras surcamos el firmamento.
¿Está diciendo Vollmer que el optimismo cósmico es un lujo reservado a los períodos de entreguerras? ¿Proyectamos nuestro fracaso y nuestra desesperación presentes hacia las nubes de estrellas, hacia la noche sin fin? A fin de cuentas, dice, ¿dónde están? Si existen, ¿por qué no ha habido ninguna señal, ni una, ni una sola indicación a que pueda aferrarse una persona seria, ni un susurro, ni una pulsación de radiofrecuencia, ni una sombra? La guerra nos dice que es locura creer.
Nuestros diálogos con el Mando de Colorado están empezando a sonar como una charla mientras tomamos el té, pero generada por computadora. Vollmer tolera la jerga de Colorado solo hasta cierto punto. No le parecen bien sus locuciones más rastreras y no tiene ningún inconveniente en hacérselo saber. ¿Por qué, pues, estando de acuerdo con su punto de vista en estos asuntos, me empiezan a molestar sus quejas? ¿Tiene Vollmer la experiencia necesaria, la talla profesional necesaria para echarle la bronca a nuestro oficial de dinámica de vuelo, a nuestro oficial de paradigma conceptual, a nuestros consultores en materia de sistemas de tratamiento de desechos y opciones zonales de evasión? ¿O se trata de algo completamente distinto, algo no relacionado con el Mando de Colorado y nuestras comunicaciones con él? ¿Es el sonido de su voz? ¿Es solamente su voz lo que me está volviendo loco?
Vollmer ha entrado en una fase extraña. Se pasa todo el rato ante el ventanal ahora, mirando la Tierra. Habla poco o nada. Quiere mirar, sencillamente, no hacer otra cosa que mirar. Los océanos, los continentes, los archipiélagos. Estamos configurados para lo que se llama una serie de órbitas cruzadas, de modo que no haya repetición entre una vuelta y la siguiente. Vollmer está ahí sentado, mirando. Hace sus comidas ante el ventanal, repasa las listas de chequeos ante el ventanal, mirando apenas las hojas de instrucciones mientras sobrevolamos tormentas tropicales, sábanas incendiadas y grandes cadenas montañosas. Sigo esperando que retome su costumbre prebélica de utilizar expresiones pintorescas para describir la Tierra: una pelota de playa, una fruta madura al sol. Pero se limita a mirar por la ventana, comiendo barritas de almendra, cuyos envoltorios flotan por ahí. Está claro que la visión le llena la consciencia. Es lo suficientemente poderosa como para silenciarlo, aquietar la voz que se le desprende del cielo de la boca, para dejarlo vuelto en su asiento, torcido en postura cómoda durante horas y horas.
La vista es interminablemente satisfactoria. Es como la respuesta a toda una vida de preguntas y de anhelos vagos. Satisface todas y cada una de las curiosidades infantiles, todo deseo acallado, todo lo que tenga de científico, de poeta, de vidente primitivo, de observador del fuego y las estrellas fugaces, cualquier obsesión que le devore el lado nocturno de la mente, todo anhelo dulce y soñador que alguna vez haya experimentado por lugares remotos y sin nombre, todo sentido de la tierra que posea, el pulso neural de alguna percepción más silvestre, una identificación con los animales salvajes, toda creencia en una fuerza vital inminente, el Señor de la Creación, toda idea de unicidad humana que en secreto albergue lo demasiado y lo insuficiente, todo a la vez y poco a poco, todo afán ardiente de eludir la responsabilidad y la rutina, escapar de su propia sobreespecialización, el yo circunscrito y en espiral hacia dentro, todos los restos de sus deseos juveniles de volar, sus sueños de espacios extraños e insólitas alturas, sus fantasías de muerte feliz, todas sus inclinaciones indolentes y sibaríticas -comedor de loto, fumador de hierbas diversas, ojos azules que admiran el espacio-, todo ello queda satisfecho, todo recopilado y acumulado en ese cuerpo vivo, la visión desde la ventana.
-Es tan interesante -dice al fin-. Los colores y todo.
Los colores y todo.
* * *
Este relato, escrito por Don DeLillo en 1983, es el último cuento de la primera parte de la recopilación de cuentos completos El ángel esmeralda (trad. Ramón Buenaventura), Barcelona, Austral, 2014, pp. 31-52.
