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Torres y rascacielos /// CaixaForum Madrid (2012)

Desde el 10 de octubre podemos visitar esta nueva muestra paralela que ofrece el CaixaForum en la que se aborda una de las grandes obsesiones del hombre a lo largo de la historia de la humanidad, auspiciada en cada época por diferentes intereses y también, dependiendo de las latitudes, motivada por diversas intenciones. De Babel a Dubai es el sugerente título escogido para este inédito recorrido, y somete a examen la antiquísima fijación del hombre por las alturas partiendo de la perspectiva bíblica para desembocar en su más pura función estético-tectónica. Entre un punto y otro del paradigma, la voluntad humana por construir en altura ha ido sufriendo un proceso de transformación cuyo análisis nos ofrece, en sentido último, el significado que tuvieron en su origen. De ese modo, podríamos resumirlo así: el mito bíblico da paso a la funcionalidad, y ésta al refinamiento estético en su búsqueda por el imposible.

El afán de construir cada vez más alto ha perdurado como un desafío insatisfecho. En el caso de las agujas de las catedrales góticas o los minaretes orientales suponía un reto contra la altura dedicado a las grandes divinidades, además de recordar con su belleza la adhesión a una fe común y compartida. En otras palabras, fue la expresión de la fuerza de una fe unánimemente compartida. En el Renacimiento paulatinamente se seculariza, lo que apuntala la rivalidad latente entre la esfera religiosa y el poder económico y mercantil del mundo laico. Se trataba por tanto de proyectar magnificencia y capacidad de seducción.

Por otra parte, desde el resurgimiento de esta corriente por construir en altura, encauzada y retomada en Estados Unidos con ejemplos emblemáticos, ingenieros, arquitectos y empresas de todo tipo compiten ahora –desde finales del siglo XIX– por la construcción de los rascacielos más altos, de tal modo que en la década de 1930 la escena norteamericana ofrece los modelos arquitectónicos más llamativos del mundo. Son estos modelos precisamente los que forjan una nueva mitología de carácter urbano. Asimismo, en las décadas que van de 1960 a 1980 se asiste, también en Estados Unidos, a una renovación de las formas y las estructuras de estos rascacielos. La Europa del siglo XIX, a pesar de sus elocuentes ensayos y realizaciones, adoptó el modelo muy tímidamente.

A partir de los años ochenta del siglo pasado, se produce una nueva ruptura y los rascacielos se popularizan a escala internacional. EEUU ya no es estrictamente el único referente y pierde a su vez la supremacía en la carrera por la altura. Un dato: en 2012, por ejemplo, dos terceras partes de los rascacielos más altos del planeta están situados en el Extremo y Medio Oriente. En lo que respecta a la vocación de esta nueva generación de edificios, concentra todos los usos: oficinas, residencias privadas, ocio y hostelería. El gigantismo y el lujo desplegados confieren a las torres de Asia, y en particular de los Emiratos Árabes, una sólida identidad. Más que un nombre que refleje un récord de altura, estos rascacielos encarnan hoy un destino privilegiado, un territorio fuera de la corriente, la representación cautiva de un lugar idílico, cercano a una Babel renacida y cuya construcción, hoy, no hubiera interrumpido ningún dios. como nos dicen sus comisarios, Robert Dulau y Pascal Mory, “son muchos los interrogantes que hay todavía en el aire y de los que, en la actualidad, no podemos prever ni las ramificaciones ni la solución última”.

Por lo demás, la exposición nos parece una oportunidad formidable para repasar una de las grandes obsesiones de la naturaleza humana haciendo un recorrido transversal a lo largo de la historia y la historia del arte, desde el mito a la funcionalidad, desde el paradigma a la evidencia, desde el enigma a la realidad. La muestra gusta de ser contemplada, amén de un seductor y complejo aparato de maquetación y una puesta en escena –por usar un lenguaje cinematográfico– del todo envidiable. También, para los que quieran mantener en la memoria de sus anaqueles tal acontecimiento, además de servir como elemento de reflexión, recomendamos encarecidamente el catálogo editado para la ocasión, todo un ejercicio de recreación editorial a precio estándar que mitigará con mucho la confusión que la legendaria Torre de Babel significó para el hombre y la historia de la cultura.

Torres y rascacielos. De Babel a Dubai

10 oct 2012 – 5 ene 2013, CaixaForum Madrid. Entrada gratuita

Artículo publicado en la revista Culturamas (05.XI.2012)

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El último Rafael /// Museo del Prado (2012)

A poco más de una semana de que se trasladara al Louvre, la exposición del Museo del Prado El último Rafael presenta la necesidad de una revisión. Este tiempo nos ha permitido valorar la muestra en toda su complejidad, uniendo las actividades paralelas y complementarias que se han organizado al hilo de la misma.

El primer punto a tener en cuenta es por tanto el título y el arco cronológico tratado. El último período del pintor se presenta así como una suerte de sucesión escalonada de su producción tardía con los añadidos de sus más nombrados discípulos, sobresaliendo como es lógico el rol del joven Giulio Romano dentro del obrador del maestro. A este efecto, quizás no se le ha dado el cauce más acertado a la exposición y es aquí donde manifiesta su primera carencia. Si no disponemos para esta etapa de obras firmadas y las conjeturas se suceden caprichosamente entre un anodino y habitual “y taller”, la cuestión deriva en que prácticamente toda la producción dudosa de Rafael (la no firmada o no contrastada documentalmente con contratos o testimonios directos-indirectos) puede unirse al elenco de obras de la exposición sin que ello presente problema alguno. Esto supone un error. Los comisarios, Paul Joannides y Tom Henry, nos advirtieron de este contratiempo, pero no nos parece suficiente.

 

Nos queda la sensación de que existen demasiadas suposiciones y pocas certezas. La distribución y organización del recorrido estaban bien planteadas, pero discutible, desde el formato grande al tamaño medio y saltando entre géneros para terminar con un espacio dedicado a Giulio Romano y la retratística. Sin embargo, seguía faltándonos algo más. Y es que la trayectoria grandilocuente de este ser único que fue Rafael, parangonable como ha querido la crítica especializada con Mozart por su precocidad y espíritu presto y siempre feliz, se ha visto imposible de tratar de manera monofocal. Dicho de otro modo, nos parece insuficiente abordar su trayectoria única y exclusivamente desde su perspectiva pictórica. Rafael gozó de la concesión de diversos cargos de máxima responsabilidad, entre ellos la decoración de las Estancias de Julio II, pero también se encargó de la fábrica de San Pedro, o como la condición de veedor de las ruinas romanas, cargos por otra parte muchísimo más ambiciosos e importantes. Es por ello que la muestra debía haber intentado dar una panorámica, si bien no a través de la obra expuesta (cosa obvia por otra parte), sí a través de un discurso en la publicación del catálogo para ofrecer al gran público una visión mucho más ilustrada de esta figura tan especial por tantos motivos dentro de la historia del arte occidental.

Asimismo, la exposición ha tenido un nivel de visitantes verdaderamente encomiable, pasando de los 250.000. Y, a pesar de esta incidencia, aparentemente contradictoria pero no tanto, había cuadros que paradójicamente nos resultaron sucios, como el poderoso San Miguel o la armónica Sagrada Familia de Francisco I. Durante unos meses el Prado se convirtió en reclamo directo de primera mano para cualquiera, empujando al visitante y al que no lo es a acercarse a contemplar esas obras tan maravillosas como paradigmáticas. No nos hartaríamos nunca de ver esa pintura de humo del Retrato de Baldassare Castiglione, cuya esencia ni el propio Rubens, en el primer tercio del XVII, supo captar; o el inefable y sensual Bindo Altoviti con su elocuencia y bello gesto. Ahora el Louvre acoge el próximo itinerario de obras y sus números, resulta probable, volverán a batir récords. Nuestra pinacoteca en cambio, panteón de los grandes maestros, se ha engalanado con sus mejores sedas para ofrecer un recorrido sesgado y atractivo, pero carente de la perspectiva debida. Sin embargo, tengámoslo en cuenta, a tenor de lo que hayamos dicho en esta ocasión: vertebrar una exposición de un personaje de tal envergadura siempre presupone la máxima dificultad. Esta vez nos ha quedado claro. Es casi imposible.

 

 

Artículo publicado en la revista Culturamas: «La atracción de Rafael» (02.X.2012)

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Robert Motherwell y los poetas /// Fund. Juan March (2012)

Entre las muchas interpretaciones que el arte ha tenido a lo largo de la historia, descansan a menudo las ideas contrapuestas de evasión y compromiso. Evasión como sinónimo de respiro o compromiso como persistencia, estas dos facetas han encarnado las posturas históricas sobre las que más veces ha oscilado la valoración misma de la historia del arte. Se suceden en el tiempo y se repiten cíclicamente en función del contexto socio-político en el que se nacen, se desarrollan y mueren.

Es raro encontrar el acicate que remueva de nuevo esos parámetros agazapados y cubiertos por la historia. Horacio, la pintura, la poesía, el impacto y fuerza de la palabra sobre la materia, el alimento pictórico para la letra, etcétera. La Fundación Juan March explora sesgadamente este paradigma en el entretiempo veraniego que asola Madrid con Motherwell y los poetas (Octavio Paz y Rafael Alberti), una muestra que escarba en la interrelación de estas dos reinas de la cultura. El eje plástico parte de Robert Motherwell (1915-1991), figura decisiva del expresionismo abstracto norteamericano, el cual sintió siempre una gran atracción por la cultura europea, especialmente por España, con la que se solidarizó condenando la tragedia que supuso nuestra Guerra Civil. Lo que implicó a su vez, en la década de los setenta, y sobre todo en el marco de la diáspora intelectual a América, entrar en contacto con algunos de sus más comprometidos intelectuales.

La muestra, de formato reducido, está constituida por fondos propios de la institución, tanto del archivo histórico como de su biblioteca, así como por algunos préstamos de colecciones particulares. Pretende mostrar asimismo la relación que Motherwell mantuvo con los literatos Rafael Alberti y Octavio Paz. Baste recordar la primera retrospectiva que en España le dedicó esta misma casa en 1980; de ahí los fructíferos contactos que el artista forjaría con la institución y sus colaboradores. Está dividida deliciosamente en tres apartados que abarcan diversos aspectos de esta interrelación. “Robert Motherwell: tres poemas de Octavio Paz” presenta las litografías que el artista norteamericano realizó entre 1981 y 1982, y que acompañaban a tres maravillosos poemas de Octavio Paz publicados en 1976: Nocturno de San Ildefonso, Vuelta y el último, Piel/Sonido del mundo, inspirado en el conocimiento directo de la obra del pintor y escrito cinco años antes. La segunda sección, “El Negro Motherwell: Rafael Alberti”, se abre y se cierra en torno de un ejemplar de Negro Motherwell –cedido por Vicente Rico, médico personal del escritor en Madrid–, un libro realizado conjuntamente con la letra del poeta y la ilustración del artista; una joya magnífica que huele a ternura y a desgarro, a dolor y a belleza. Le acompañan a este ejemplar varias fotografías del acto de inauguración de la primigenia exposición del año 80 y una instalación audiovisual que penetra en los ojos del visitante a través de la voz del mismo Alberti, recogiendo en apenas tres minutos el poema que el gaditano pronunció el 18 de abril en la Fundación. El tercer y último apartado es “Octavio Paz y el libro creador”, donde se recogen libros de Octavio Paz procedentes de la biblioteca de Julio Cortázar, donados por su viuda en 1993. Desde libros-caja a los famosos discos visuales, podemos comprobar la estrecha relación que mantuvieron los dos escritores a través de las dedicatorias que el poeta mexicano hizo a su colega argentino en los ingeniosos experimentos a medio camino entre el texto y las imágenes que componían su obra.

Como bien nos decía Manuel Fontán del Junco, la exposición pretende cumplir con una nueva serie de propuestas breves articuladas en torno casi a la idea de muestra de gabinete, con la que ofrecer nuevas lecturas de gran intensidad artística. Esta última resulta encomiable por lo que tiene de maridaje entre especialidades, por remover el cultivo filosófico de las categorías de pintura y poesía, por hurgar de nuevo en trámites aparentemente resueltos, por llevar al visitante que lo desee hasta la estupefacción más maravillosa y productiva. Es de esas exposiciones que, sin pretensiones exacerbadas, consigue arrebatar del veedor una sensación preciosa, lírica, como de ilustración miniada. Y además de ello, está el pretexto de rememorar la obra de Robert Motherwell, quien, en su intervención en la fundación en 1980, después de recoger el turno de un Rafael Alberti tembloroso al recitar su propio poema en presencia del inspirador, decía: “La poesía es imposible para mí. Quizás sea por esto que soy pintor”. Vengan ustedes a comprobar por qué.

Motherwell y los poetas (Octavio Paz y Rafael Alberti)
Calle Castelló, 77 – Madrid
Hasta el 1 de septiembre de 2012
 
 
Artículo publicado en la revista Culturamas: «Robert Motherwell y la literatura de Octavio Paz y Rafael Alberti» (01.VIII.2012)
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La brutalidad de la carne en Francis Bacon

 Franck Maubert, El olor a sangre humana no se me quita de los ojos. Conversaciones con Francis Bacon.
Barcelona, Acantilado, 128 p., 12 euros
ISBN 9788415277842

El legado cárnico del alma
Por Mario S. Arsenal
 
Hay algo en el trato directo con los artistas que libros y libros de agitada y sesuda teoría no pueden suplir. Cosas, olores, sabores, incluso sensaciones que se nos escapan entre la morralla conceptualista de unos párrafos generosos de tecnicismos. La palabra diacrónica, esa que necesariamente va y necesariamente vuelve, fundamental para la vida tanto o más como para el arte, es la que se degusta en estas entrevistas que Franck Maubert, por entonces periodista para L’Express, mantuvo con el pintor Francis Bacon (1909-1992) tras una larga y paciente espera (cerca de tres años, ahí es nada) de contestación por parte de la galería Marlborough de Londres.

Y de la misma manera nos damos de bruces con este pintor ajado por el paso del tiempo, las obsesiones y la maledicencia de su conciencia como ser horrible. Había cosas peculiares en él. El orden y la limpieza dentro del taller, su concepción acerca del dinero, las ideas sobre el arte o la belleza, el gusto por los grandes placeres culinarios, o incluso su extraordinaria simpatía hacia la literatura. No soportaba a su madre, odiaba a su padre y detestaba su país, Irlanda. Con estas trazas podríamos comenzar un análisis freudiano de proporciones sustanciosas, pero no es el momento ni el lugar. Tampoco lo apropiado.

Francis Bacon se muestra en estos formidables diálogos como ese hombre solitario y meditabundo que se congratula al citar a Yeats con soltura, beber buen vino y no cohibirse al enfrentarse a sus más profundas obsesiones. De hecho, él lo confiesa, nunca aprendió a pintar en una escuela, pero tampoco lo echó en falta, no fue necesario. Por el contrario, lo que sí fue esencial –al igual que la palabra diacrónica a la que hacíamos referencia anteriormente– fue el indagar una y otra vez en aquellas facetas del arte o la vida (¿cuál es la diferencia a estas alturas?) que pudieran expresarse artísticamente de alguna manera. Oxigenar el intelecto para dar cauce matérico a las ideas, esa parece que fue una de las primeras premisas de este artista desgarrado y desgarrador. Franck Maubert, por su parte, actúa de fabuloso intermediario, danzando entre la ingenuidad y la inteligencia al formular sus preguntas. Bacon no se cohíbe ante nada y responde cual infante ilusionado que explica sus dibujos primitivistas.

Entre otras cosas, se trata de un libro que despierta la relativa cercanía del artista con el compromiso ante su arte. Porque, digámoslo de una vez por todas, el arte impele al hombre a reforzar un compromiso con su idea de ser humano, y el caso de Bacon quizás sea extraordinario en ese sentido. Renunció al academicismo que sólo le procuraba oscurantismo y hacía crecer una cárcel que no le permitía expresarse en toda su complexión. De ese modo, volcó todo su afán en arañar sus obsesiones, en desgarrarse a sí mismo sin contemplaciones y en llevar a cabo su más maravillosa obra, la de su vida.

Con este ejemplo dialéctico se desatan ciertos interrogantes que incluso hoy nos hacemos a tenor del mercado artístico imperante en los museos. Y el suyo sirve magistralmente como una luz vigía que nos ilumina el camino. El camino recorrido por un hombre que, al igual que todos los genios del pasado, se siente insatisfecho ante su obra maestra. La intemperancia es rasgo de titanes y Bacon lo fue en toda su complejidad; revitalizó la herencia de los antiguos maestros de la pintura; reverdeció con su arte la escena de lo emocional y se lanzó al vacío en busca de la naturaleza que le fue dada. No desistió jamás, se volvió oscuro, pero siempre sincero, y contrajo una deuda con la brutalidad de la carne en su materialización pictórica a la que quizás sólo puede equipararse Picasso o acaso el cine moderno. Todo este conjunto de circunstancias nos demuestran que el arte es un pretexto más del hombre por hacerse comprender. Porque escuchar es ya comprender, comprender es respetar, respetar es vivir. En definitiva, la única verdad.

Artículo publicado en la revista Culturamas (24.VII.2012)

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William Blake en el Paseo del Prado

William Blake (1757-1827). Visiones en el arte británico

CaixaForum Madrid, hasta el 21 de octubre de 2012

Por Mario S. Arsenal

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Probablemente estemos hablando de la propuesta más interesante que el seco y caluroso período estival madrileño pueda ofrecernos, pero sin duda también la más excitante. Hay matices, quizás menos de los que debiera; sin embargo, los habituales dada la envergadura del tema. Mientras a unos pocos metros se debaten por la supremacía museística un terrenal y empático Edward Hopper, cantor de la quietud y la soledad contemporáneas, y un siempre divino y delicioso Rafael en el templo histórico del arte español por excelencia, el CaixaForum, ese edificio inquietante y multicapilar, expone la obra de un –nunca mejor dicho– fantástico William Blake. Pero, primer matiz: su nombre y el adjetivo han de ir en mayúsculas.

 
Decía su comisaria, Alison Smith, conservadora de Arte Británico hasta 1900 de la Tate Britain de Londres, que la figura de William Blake supone uno de los baluartes de la cultura británica. Nosotros nos preguntamos en qué sentido, pues Blake fue un convencido antimonárquico que luchó contra todo lo institucional desde sus primeros pasos como pocas veces se ha visto en la historia. Asimismo fue defensor a ultranza de la causa norteamericana, para la cual fue un admirado portavoz y en la que sintió acaso los ecos de las primeras voces proféticas como así lo testimonia su America: a Prophecy, aparecido en 1793 en plena vorágine política.
 
Conclusiones propagandísticas a un lado, la figura de William Blake, seamos sinceros y sobre todo honestos, jamás ha calado dentro de ningún sistema, ni nacional ni cultural. Pero la respuesta es sencilla, casi pueril. Él tuvo su propio sistema. Segundo matiz. Y la cosa es harta sabida por todos: un hombre que enarbolaba la bandera de la sensualidad y que a la vez deseaba llegar al origen del fundamento religioso a la manera de mentes lúcidas como Tomás Moro o el propio Erasmo, era algo esencialmente intolerable por los guardianes vigías de la moral establecida de su tiempo y no sólo. Detestaba naturalmente a los científicos por epitomizar la razón y llegó a pagar el precio más alto por someter su persona a sus ideas. “Un loco”, decían las voces asistentes a la única exposición del pintor, celebrada en el barrio londinense de su Soho natal en 1809. “¡Qué locura!”, bramaban algunos. Y David Wilkie, el joven contrincante de un todavía desconocido William Turner, apostillaba: “Verdaderamente no entiendo en absoluto su método de pintar; sus diseños son grandiosos, el efecto y el colorido naturales, pero su ejecución es lo más abominable que nunca he visto y algunas partes de sus cuadros no pueden descifrarse de ninguna manera, y aunque sus cuadros no son grandes, tiene uno que ponerse al otro extremo de la habitación para que resulten agradables a la vista”. Como puede comprobarse en tres exiguas pinceladas, con Blake operó esa trillada fórmula del tiempo, la misma que arrebata el presente a los hombres de genio para colocar en sus espaldas la posteridad preclara e incontestable. Aunque bien es verdad, la dicha de Blake no se alojó en su espalda –equiparable por otra parte a la de Platón, sin ninguna duda–, sino en sus palabras. Por eso la muestra madrileña escarba en el reducto figurativo de este híbrido poeta que todo lo quiso abrazar y que a todas partes llegó; una muestra que, dejando a un lado la excelencia de la obra gráfica y pictórica de Blake, deja varios sinsabores. Y de nuevo hemos de matizar.

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Es evidente que en esta muestra se ha convenido representar su periplo artístico en toda su amplitud y complejidad, quizás de manera demasiado general, pero –y esto es cierto– a veces con mucho acierto, como es el caso de los mini-grabados que hiciera para las Églogas de Virgilio que mencionar como delicias casi supondría un eufemismo, y que posiblemente no volvamos a ver muchas más veces en España. Luego por otra parte se esconden las lagunas que cabría esperar en la exposición de un artista de esta talla, a pesar de ser un grito a voces que la obra de Blake es mayoritariamente de fácil acceso, siempre en instituciones públicas y con escasas piezas en manos de particulares. Se echan en falta, amén de la edición del correspondiente catálogo de la muestra (con mucho, la mayor carencia), la serie de grabados que ilustraban la Odisea homérica, o, como cosa anecdótica pero de una potencia extrema, la serie del Dragón Rojo, el inefable Nabucodonosor o el archiconocido Anciano de los días, identificado según la mitología blakeana con Urizen. También falta alguna ilustración extraída de Cantos de Inocencia o Cantos de Experiencia, o del sublime Matrimonio entre el Cielo y el Infierno, obras éstas en las que se podría haber comprobado de primera mano la huella de ese artista total que fue William Blake, en las que caligrafía, imagen y símbolo son convocadas en absoluta armonía. Ahora bien, después de las ausencias queda corroborar que hay pasajes verdaderamente encomiables. La primera etapa, de aprendizaje y aproximación a los rudimentos de la forma, siempre la más peliaguda, puede resumirse en la magistral acuarela Oberón, Titania y Puck con hadas danzando, de hacia 1786. Entretanto, la estrecha colaboración con uno de sus protectores, John Linnell, dio a luz algunas de las obras más paradigmáticas de Blake, como las ilustraciones para la Divina Comedia de Dante o el Libro de Job, obras que sirvieron de puente para conectar su impronta con la de generaciones posteriores. Aparecen representadas también las obras en las que Blake ensayó nuevas técnicas en el arte del grabado y su coqueteo con el temple, con resultados no tan preciosos quizás, pero cargados de una simbología extraordinaria que bien merecerían un espacio propio dentro de la historia del arte.
 
En su vida confluyeron distintos terrenos que fueron por sistema indivisibles. La literatura nunca fue independiente del grabado, porque para él la vida y el arte eran una misma cosa. Y eso es probablemente de lo que adolece esta muestra. Es muy difícil analizar esa cuestión de manera pormenorizada, pero sería justo tenerlo en cuenta. Puede decirse que desde 1818 hasta 1822 la labor poética de Blake sufre un receso, reduciéndose prácticamente a Laocoonte, un libro de aforismos probablemente escrito en 1820, y El Fantasma de Abel, sin olvidarnos de Las Puertas del Paraíso. Son esos últimos años en los que da a conocer, por ejemplo, el programa de 102 acuarelas para ilustrar la celebérrima obra de Dante, de las cuales termina sólo siete (todas representadas en la muestra). Sin embargo la cosa no queda ahí, pues han venido obras de los afamados y mal conocidos prerrafaelitas intentando conectar su labor con la del propio maestro, a la vez que se ha querido reflejar su presencia en el no tan estrecho grupo de Los Antiguos. Salvando una pequeña obra de Rossetti y el Sísifo en temple de Burne-Jones, la selección no ha sido acertada a nuestro parecer, a excepción de los vibrantes y deslumbrantes cuadros, antecedentes del Simbolismo, de Watts. Otra cosa son las citas ineludibles al arte de Miguel Ángel y de corte helenístico siempre presentes en su obra, punto clave para poder aproximarnos al artista de manera certera. Y es que en Blake –y probablemente esto sea la justificación de las palabras de Alison Smith mencionadas al principio – se reconcentra el pasado artístico de la historia que es reinterpretado magistralmente, siendo a su vez el repositorio de toda una genealogía de héroes quiméricos que han nutrido los imaginarios simbolista y surrealista, y las corrientes expresionistas de las primeras vanguardias del siglo XX, hasta llegar a la reapropiación iconográfica de la miscelánea fantástica que existe entre las megaproducciones de Hollywood y otros productos masivos de la cultura mediática contemporánea.
 
Con todo, habiendo hecho casi todas las matizaciones, les invitamos personalmente a que contemplen esta magnífica exposición las veces que sean pertinentes. Y a poder ser con conocimiento expreso de la mitología blakeana, con un libro en la mano si es preciso; así posiblemente extraigan de ella un arco iris de nuevas sensaciones con las que, como dijo el visionario poeta, quién sabe si podrán “Ver el mundo en un grano de arena / Y el cielo en una flor silvestre, / Tener el infinito en la palma de la mano / Y la eternidad en una hora.

Artículo publicado en la revista Culturamas (13.VII.2012)

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Stendhal y el temperamento

Simon Leys, Con Stendhal
Barcelona, Acantilado, 2012, 110p., 10 euros

ISBN 9788415277590

 La lógica de las pulsiones

Por Mario S. Arsenal

 

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Tomando la distinción que hiciera el crítico literario Thibaudet, existen dos tipos de escritores: aquellos que tienen una posición y aquellos que tienen una presencia. Tales podrían ser respectivamente los ejemplos de Víctor Hugo y Stendhal. Con “Los miserables” nos podremos sentir abrumados, pero en ningún caso urgentemente llamados a conocer la vida de su autor; sin embargo, con Henri Beyle –nombre real de Stendhal– ocurre necesariamente lo contrario: basta acariciar una de sus obras para sentir la necesidad de profundizar en el escritor, en su carácter, inquietud, intereses…, en su personalidad. De manera nada casual Paul Valéry decía: “A mi modo de ver Henri Beyle es mucho más que un tipo de talento. Es demasiado él mismo como para ser reductible a la condición de escritor.”

 

Un literato venido a más como Prosper Mérimée conoció a ese Beyle humano, crudo y despojado de la fama grandilocuente característica que le encumbra hoy día; pudo tratarle con comodidad y hasta se permitió el lujo de mantener discusiones acaloradas que en ciertas ocasiones provocaron su distanciamiento, pero nunca definitivo. Stendhal le doblaba la edad cuando se conocieron y Mérimée trazó el dibujo de un personaje errático en clave bohemia y pintoresca, lo que le valdría con el tiempo la ambivalencia de los beylistas por su tono condescendiente hacia el gran esteta. Mérimée adolecía de cierto orgullo literario y es opinión consensuada entre la crítica que jamás debió imaginar que cien años después las obras de su viejo amigo se leerían con mayor avidez que las suyas.

 

 El texto sorprende por la claridad y nitidez de su palabra. A decir verdad en Mérimée esto no debe ser motivo de asombro; sin embargo, y quizás por tratarse de Stendhal, la brevedad conmueve y hasta excita a la angustia de querer saber más, de más palabras, pues continuamente anota y menciona axiomas o aforismos salidos de la propia boca del maestro. Se convierte de este modo en un auténtico anecdotario que nos ilustra más allá del verbo, como por ejemplo: “No escribo más que para una veintena de personas que nunca he visto, pero que espero me comprendan”. A pesar de la aparente facilidad de Mérimée para trazar las huellas de este autor rebosante como fue Stendhal, el escritor no debió nunca conocer muy bien la obra de su maestro, con la que no estuvo familiarizado ni antes ni después de su muerte. Y resulta sorprendente –ahora sí– que llevase a cabo una semblanza con esa precisión sobre uno de los autores más paradigmáticos de la cultura del siglo XIX con tal soltura literaria sin haber ahondado mínimamente en la producción del maestro; no obstante ello no dificulta en ningún caso la sinceridad en la remembranza de este heterodoxo hedonista para quien el aburrimiento era el peor de los males que el hombre podía soportar, no sabiendo distinguir claramente a un pesado de un malvado. Al libelo de Merimée le siguen varios apéndices firmados por el autor de la edición y dos deliciosas páginas extraídas de los diarios de George Sand, quien, de camino al Loira de la mano de Alfred de Musset, amante con el cual se fugó, coincidió con Stendhal en el mismo barco que había de llevar a éste último a Génova, donde estaba empleado como funcionario de gobierno.

 
Un panfleto curioso, dulce de leer, ilustrativo y muy enjundioso que nos demuestra cómo los buenos escritores no están siempre en sintonía con el grado de profundización de la materia prima con la que tejen sus obras.
Artículo publicado en la revista Culturamas (12.VII.2012)
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GANARSE LA VIDA EN LA CULTURA

Javier Gomá (dir.), Ganarse la vida en el arte, la literatura y la música.
Madrid, Galaxia Gutenberg, 2012, 253 pp., 20 €.
ISBN 9788481099621

Ganarse la vida en la cultura

Por Mario S. Arsenal

 
 
Muy apropiado resulta en estos tiempos detenerse a reflexionar sobre qué rudimentos son los necesarios para llegar a la realización profesional en este preciso instante convulso en el que todo parece tambalearse y requerir –paradoja absoluta en los sistemas democráticos imperantes– mayor enjundia, mayor especialización, donde todo parece indicar que sin excelencia no se conquista ninguna tierra del quehacer humano. Ganarse la vida en el arte, la literatura y la música (Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores) recoge una serie de conferencias pronunciadas durante el mes de marzo del pasado año en la Fundación Juan March de Madrid. Se trata de una reflexión diacrónica gratamente teñida de una sensibilidad histórica que nos permite valorar, contraponer y sopesar los eternos conflictos que siempre han existido a la hora de valorar económicamente la cultura, pues, como dijo en 1843 un miembro del tribunal durante un litigio entre el banquero José Safont y el compositor Ramón Carnicer, “no tienen tasa las obras del entendimiento”.
 
Así las cosas, es difícil concluir en determinadas posturas definitivas, pues, como todos sabemos, es cuestión peliaguda –lo ha sido siempre– determinar cuál es la línea que separa el fraude financiero y la sinceridad cultural como motivación humana altruista. Por ello, en esta breve compilación de ensayos se da lugar a esta problemática diatriba desde diferentes puntos de vista, partiendo de distintas disciplinas liberales. En el apartado del arte, Francisco Calvo Serraller desgrana magistralmente la locución “ganarse la vida” enfrentando la expresión verbal en sus variadas acepciones y cotejando los matices de significado que ella implica dependiendo de la preposición escogida para formularla. El significado varía según se utilizan determinadas partículas; no es lo mismo decir “ganarse la vida con” que “ganarse la vida en”, o incluso “ganarse la vida del”. Sugerentísimo artículo por el que desfilan Plinio el Viejo, Luciano de Samósata, Leon Battista Alberti, Alberto Durero, Miguel Ángel, Tiziano, Velázquez…, y una plétora de autores a través de los cuales se levanta un edificio, el del oficio de artista y sus rudimentos. Calvo Serraller cuestiona de esa manera la necesidad de un público constituido como tal para que la liberalidad de las artes sea plena en todos los sentidos. Por otra parte destaca el capítulo de José-Carlos Mainer dedicado a la literatura y en el que habla directamente del oficio de escritor y el mercado literario. Nos dice oracularmente el autor: “En el mundo del placer estético, la Modernidad ha entronizado la exaltación de la sorpresa, de la novedad, e incluso el placer masoquista de la provocación y de la desorientación; durante siglos, e incluso hoy, el placer estético ha estado mucho más ligado a la satisfacción de la expectativa previa, al reconocimiento emocional de lo que se sabe y sobre lo que se vuelve”. Mainer hace un sucinto y atractivo recorrido por diversos casos históricos de gran calado, que van desde la Edad Media hasta Gabriele D’Annunzio o Pío Baroja. Asimismo en el apartado musical sobresale el epígrafe firmado por Juan José Carreras, que, con el ejemplo de Beethoven como horizonte primero y último, titula muy provocadora y atinadamente Ganarse la vida “por no hacer nada”, tomando como punto de partida la correspondencia multidireccional del compositor de Bonn. Cada disciplina artística está integrada por dos ensayos, por lo que en el apartado de arte, literatura y música les siguen las aportaciones de Alejandro Vergara, Antonio Gallego y Joan Oleza, respectivamente. En todos ellos encontrarán luz y reflexión, causa inequívoca que hace replantearnos la actualidad misma.
El filósofo Javier Gomá, a la sazón director de la Fundación Juan March desde 2003, se encarga de organizar la sucesión de capítulos y nos prologa el volumen tejiendo un formidable argumento en clave antropológico-filosófica de la eterna cuestión de la emancipación y la educación de los seres humanos para su ulterior conversión en ciudadanos sensibilizados, civilizados y comprometidos con la cultura y todas sus manifestaciones. Un ejemplar altamente recomendable dada la circunstancia en la que nos encontramos, óbice manifiesto de la falta de capacidad de gestión que en el mundo de la cultura siempre ha gobernado con menor o mayor incertidumbre. No nos queda, por tanto, más remedio que seguir pensando y repensando sin pudor alguno cómo subsistiremos los hombres de cultura en este mundo hipermaterializado donde al parecer, y no sin perplejidad, cada vez hay menos lugar para abrazar los productos humanos porque el consumo lo ha devastado casi todo.
 
 

Artículo publicado en la revista Culturamas (07.VI.2012)

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Un álbum dadá /// Hannah Höch

Para el arte del collage es imprescindible el don de hallar imágenes nuevas en las ya existentes. Tomando este eje como punto de partida, la editorial barcelonesa Gustavo Gili nos obsequia con la reedición del Álbum ilustrado de Hannah Höch (1889-1978). Un engendro que bebe mucho de esa fuente creativa de la entonces nueva expresión gráfica de la modernidad más vertiginosa, esa fuente de donde parece emanar la comunión de todos los elementos de la realidad cotidiana para transmutarlos en objetos artísticos. 

Confeccionado en 1945, poco después de la Segunda Guerra Mundial, a este libro Hannah Höch le añadió distintos materiales, como fibras de colores, al no poder reconstruir gráficamente los mismos como hubiera querido debido a que los sistemas de impresión a color, por la época, eran precarios o inexistentes. Sus montajes se caracterizan por la inserción dura y radical de los perfiles, líneas de corte deliberadamente forzadas que, sin embargo, las fibras consiguen atenuar e incluso en ocasiones enmascarar. En el Álbum ilustrado desfila un mundo fantástico compuesto por seres animales extraordinarios vestidos con los más peculiares aspectos, un cosmos fantástico plagado de exotismo, colorismo y vivacidad. A este fabuloso imaginario le acompaña un corpus de breves e ingeniosas rimas que la propia Höch ideó; sugieren historias que recuerdan a la obra de Ringelnatz o Morgenstern, y, sin embargo, supo darles nombres propios a sus singulares protagonistas, inventados, tales como Insatisfecto, Doña Prisas, Hombregrís o Santavolanta. Es en definitiva, la recreación de un sueño especial desarrollado en un jardín por el que uno va topándose con seres hibridados de mil formas distintas, en ocasiones irreconocibles, a veces maravillosos, rodeados de una flora y una fauna complementaria que remite a la tradición de los cuentos de hadas.

 

Hannah Höch, mujer artista formada en Berlín en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial, conoció de primera mano a artistas dispares gracias a la mediación de Raoul Hausmann, con quien mantuvo una fructífera relación de siete años. De ese modo, conoció Der Sturm (de Herwarth Waldens), a los futuristas, tuvo cierta relación con el círculo de Franz Jung (Georg Schrimpf, Maria Uhden, Richard Öhring), y desde allí entró en el movimiento dadaísta, en esa facción que utilizó el fotomontaje como elemento vehicular de expresión. Como ella misma cuenta, el movimiento Dadá en Berlín había adoptado una postura más político-nihilista que en el resto de lugares de toda Europa y Norteamérica; incluso la burguesía intelectual aprovechó cada uno de los provocativos envites del movimiento como válvulas de escape. Comenzó el dadaísmo, y con él las veladas artísticas, las matinés y las exposiciones, eventos que alarmaron a la prensa. Corría el año 1918 y Europa parecía liberarse del yugo de la guerra. Desde 1919 y hasta 1933 Hannah Höch participó en multitud de eventos y exposiciones; de hecho fue una persona de gran presencia intelectual en su círculo de amigos, literatos y artistas. Todo pareció dar un giro salvaje cuando Hitler llamó a las hordas nacionalsocialistas y se apoderó de lo poco que de humanidad quedaba. Ella también se hizo eco de esta situación y en un artículo de 1958 su voz sonaba así de estruendosa: “Para mí sólo cabía una salida: salvar los restos de una época creativa, mi trabajo y lo que quedaba de una biblioteca contemporánea […] Continúo trabajando con tenacidad y no puedo estar sino agradecida de tener un jardín en el que crecen muchas, muchas flores”.

 

Hannah Höch, Álbum ilustrado, Barcelona, Gustavo Gili, 2012.
Artículo publicado en la revista Culturamas (23 abril 2012)
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EL GENIO DE GOYA

Francisco de Goya

 

Caprichos, Desastres, Tauromaquia, Disparates (introd. Sigrun Paas-Zeidler)

 

Barcelona, Gustavo Gili, 2012, 216 p., 15 euros

 

ISBN 9788425209802

 

 

 

 

 

El genio de Goya

Por Mario S. Arsenal
 
 
 

Partiendo de la versión aparecida en la Verlag Gerd Hatje (Stuttgart, 1978) la editorial Gustavo Gili nos brinda la séptima tirada de la reedición de las cuatro series gráficas completas de Francisco de Goya (1746-1828), Caprichos, Desastres, Tauromaquia, Disparates. Una reedición muy oportuna a tenor de las convulsiones sociales que se están viviendo en todo el mundo y de la actualidad que, a pesar de su edad, aún hoy tienen las estampas de ese Goya satírico y denunciante, siempre encubierto pero sin pelos en la lengua a la hora de hablar de realidades.

 

 

 

Corría el 6 de febrero de 1799 cuando Diario de Madrid anunciaba que en el número 1 de la calle del Desengaño estaba disponible la serie de los Caprichos goyescos, compuesta por ochenta láminas distintas en las que se ilustraban las diferentes situaciones sociales derivadas de un, por entonces, sistema estamental. A su vez, había lugar para una protesta encubierta que iba y venía en todas direcciones como sólo Goya sabía administrar. Los Caprichos goyescos, según el mismo texto del anuncio de venta, eran una crítica de las equivocaciones y de los vicios humanos, que no había seguido a la naturaleza porque en la naturaleza no se habían encontrado, hasta el momento, extravagancias semejantes, que sólo en la imaginación del hombre podían germinar. No quiso –seguimos sobre el texto del anuncio mencionado– ridiculizar elementos concretos. La pintura, así como la poesía (imposible no rememorar el ut pictura poiesis horaciano), selecciona de lo común aquello que sirve a sus fines. Si el resultado de combinar estos ingredientes comunes y las circunstancias peculiares que la naturaleza reparte en muchos individuos es una reproducción lograda, el artista habrá merecido por ello el nombre de inventor y no el de copista servil.

 

 

 

Para la serie de los Desastres de la Guerra tendríamos que avanzar en el tiempo unos diez años, en pleno conflicto con la Francia feroz de Bonaparte, cuando Goya toma contacto con el desastre genuinamente trágico y desesperado de la muerte ya desde Zaragoza, llamado por el general Palafox para que contemplara la atrocidad de la guerra. Es la menos unitaria de todas las series del pintor, tanto por la temática como por la técnica empleada o las dimensiones de las planchas de cobre utilizadas. Trabajó en ella de 1810 a 1820 y, como en el transcurso de la guerra era dificultoso procurarse el material que necesitaba, se sirvió de lo que estaba a su disposición, en muchos casos precisamente no lo más adecuado. Para los bocetos, por ejemplo, prefería el papel holandés importado, pero tuvo que conformarse con papel nacional. Estas y otras teorías dan cuerpo a la tesis de un desarrollo progresivo en el estilo del proceso de producción de la serie.

 

 

 

Llegamos hasta mayo de 1814. Fernando VII disipa la duda y desgraciadamente las pretensiones de Goya de publicar la serie de los Desastres. A punto de cumplir setenta años, el pintor escogió un tema políticamente inocuo: el deporte nacional español, la corrida taurina. En dos años y medio la serie estaba completa, el 28 de octubre se colocó el anuncio publicitario en el Diario de Madrid, y la venta también podía llevarse a cabo a razón de láminas individuales, 10 reales por una lámina y 300 por la serie completa, que constaba de treinta y tres. Goya no fue el primero en hacer una serie ilustrativa de la fiesta de los toros, antes, Antonio Carnicero ya lo había hecho, cosechando un éxito apabullante. Quizás fue el mismo predicamento que el pintor aragonés presupuso para su serie, lo que pudo resultar un efectivo acicate para él dadas las estrecheces económicas. Sin embargo, la serie de Goya carecía del colorido folclorista de la de Carnicero; tampoco se limitó a las escenas de primer término desde la barrera, sino que indagó en la fiesta misma, hurgando en su historia y cuestionándola como un hecho más amplio que un simple entretenimiento. Desde que la Casa de Borbón ocupó el trono español en 1701 el interés de la nobleza por las corridas de toros decreció. Y es que fue el pueblo quien desarrolló un sensacional gusto por el espectáculo durante el siglo XVIII y lo convirtió en un arte que requería disciplina, habilidad, inteligencia y valor extraordinarios. Como dato anecdótico, y no menos simbólico, está la imagen con la que Goya cerró la serie: la trágica muerte del famoso torero José Delgado Guerra –conocido con el nombre de Pepe alias Illo–, fallecido por asta de toro en la plaza de Madrid el 11 de mayo de 1801. Hay que decir que en 1816 Goya regaló a Ceán Bermúdez una serie completa que incluía una supuesta lámina 34 (Modos de volar), no incorporada en la compilación oficial por su autor, y que puede ser una metáfora exegética de cómo sin brujas, sólo con la razón y las fuerzas personales, se puede dominar a cualquier oponente. Igual que el pueblo llano frente a los toros. De esa manera Goya convertía lo que antaño había sido entretenimiento de privilegio de la nobleza en un guiño artístico de una gran ternura para el pueblo.

 

 

 

Cierra este esplendoroso libro la serie de los Disparates. En el arco temporal que va desde 1815 hasta su definitiva marcha a Burdeos en 1824 Goya apenas si recibió encargos. Se dedica por el contrario a los libros de bocetos y a su obra gráfica. No había sido publicada aún la Tauromaquia cuando ya comienza a trabajar con el afán de reflejar sus comentarios críticos hacia la situación política. Estos Disparates, por ejemplo, no se publicarían hasta cuarenta años después de su muerte, a los que se dio el nombre de Proverbios. Constaba de 18 láminas más otras cuatro que estaban en manos de particulares, que posteriormente dieron a conocer en 1877 a través de la revista francesa L’Art. La serie refleja temas ya tratados por el pintor en otras ocasiones. Cuerpos de hombres deformes, rostros petrificados de mujeres, ausencia de elegancia, movimientos poco angulosos como los de las muñecas mecánicas, son rasgos que nos permiten hablar sin mucho error de una especie de danza fúnebre de la decadencia española. Acuñó su mundo pictórico en parábolas referidas al caos reinante en España. Todas las láminas destilan horror, zonas incultivables de dolor y soledad, cielos impenetrables. Rara vez concede Goya al espectador la mirada desde arriba como aquí. Así y todo, viejo y rondando los ochenta años de edad, nunca quiso reconocer como patria esta España disparatada de Fernando VII. Todo su desasosiego lo cifró a la posteridad para que incluso hoy, desgraciadamente, nos veamos metafóricamente reflejados en él. Lo dicho, Goya, un oráculo humano y, si se me permite la licencia, un hombre del siglo XXII.

Artículo publicado en la revista Culturamas (25.V.2012)