Juegos de manos /// Ángel González García

Fragonard1782

1. Fragonard, Les hazards heureux, 1782

«Dios creó el mundo y lo puso a discusión», reza uno de los aforismos de Franz Marc, aunque debería estar bien claro para todos que es con el mundo con el que hay que discutir, y no con Dios como pretenden los teólogos y los místicos dejan en ridículo al salirse de donde están o entrar en éxtasis; al escapar por un momento de la más dura ley que rige el mundo: la de la gravedad. ¿Habrá algo más emocionante que llevarle en eso la contraria al mundo? Un poco solamente; lo justo que para que, de regreso al suelo, la experiencia recobrada de la gravedad se vuelva porosa y ligera, sin embarazo, moderada y dulcemente elástica, causa incesante de gracia. Ésta de la gracia es una cualidad que se predica de las almas, pero antes que nada de los cuerpos, cuando se mueven con ligereza y armonía. De manera que si bien cabe encontrarle su gracia a un cuerpo en reposo, y en efecto encontramos graciosas muchas poses, sólo lo serán como origen o conclusión de un movimiento, o más bien como paso de un movimiento a otro. Y así en el baile, donde todo son precisamente pasos, aunque a su vez obviamente en los andares; en aquel pisar con garbo de la morena de la copla, lo que vale no sólo por desenvoltura, sino también por salero o por gracejo, un derivado de la palabra gracia que destaca lo que hay en ella de cualidad de hacer reír, de visiblemente alegre. Que los movimientos del cuerpo sean motivo de risa es cosa que Bergson ya se encargó de señalar; aunque según él sólo algunos, y concretamente aquellos que «nos hacen pensar en un simple mecanismo»; en algo que no sería propiamente la vida, «sino un automatismo instalado dentro de ella y a imitación suya»… En realidad, el cuerpo no sería para Bergson residencia de gracia y ligereza, salvo que el alma se las infunda o comunique. Una y otra constituirían, pues, atributos del «principio que anima el cuerpo», calificado por Bergson de «envoltorio pesado y embarazoso; un lastre inoportuno que retiene en tierra a un alma impaciente por abandonar el suelo». Pero si el cuerpo es necesariamente pesadez y resistencia a la gracia; y sobre todo: si el cuerpo sólo resulta gracioso cuando, negándose a sí mismo, se eleva movido por su alma, y ridículo en cambio cuando se afirma en su caída, ¿en qué queda lo del baile? ¿Habremos de reírnos sólo cuando el cuerpo del bailarín caiga por su triste peso y sentirnos espiritualmente elevados sólo cuando ese cuerpo levante el vuelo? Esta beatífica división de atributos y tareas entre un cuerpo pesado y un alma ligera perturba la indivisible gracia de la danza; disuelve el lazo de alegría y desenvoltura en que ella consiste, y sugiere en castellano, aunque no tanto en francés, la palabra gracia, en cuanto cualidad que puede predicarse tanto de lo ligero como de lo riente. La gracia del baile -e insisto en que de las dos maneras que digo- se desprende de los movimientos del cuerpo, sin que haya que distinguir seriamente entre uno hacia lo alto y otro de caída. Toda esa gracia resulta, por el contrario, del ir y venir del cuerpo; de su balanceo. Conque no es de extrañar que tan pronto nos parezca chistoso al elevarse como elegante y delicado al caer. Y al revés, desde luego, tal y como quería Bergson, al que aquí sólo he llevado la contraria por haber separado tontamente lo que, al columpiarse por ejemplo, y quizás no encontraríamos ningún otro mejor, nuestro cuerpo nos dice que es inseparable, aunque ciertamente reversible. De su ir y venir, o subir y bajar, como la barca que cabalga las olas, y creyendo cogerlas no hace otra cosa que dejarse coger por ellas, emerge una cualidad intermedia que acabo de llamar la cualidad de lo riente y tan justamente se predica de las aguas de un arroyo, cuyo flujo encuentra constantes y no demasiado serios tropiezos; que salta y cae, se adelanta y se retrasa, se rompe y se recompone, casi de la misma manera que algunos ornamentos muy antiguos, como el pámpano o la greca, que son por excelencia formas artísticas de lo riente y hacen que, en efecto, todo se alboroce allí donde se muestra, y de ahí que Mies van der Rohe dijera que le traían el recuerdo de viejas canciones, aunque mejor hubiera dicho que de risas cantarinas, como las que se escuchan al lado de las aguas de las fuentes.

 

MontañaRusa1817

2. Montaña rusa ‘Promenades Ariennes’, 1817 / Fuente HcM

Son risas que se han vuelto casi inaudibles, y malamente podrían serlo en competencia con otras más modernas, modernísimas, que ya no tienen que ver con el canto, sino con el fragor de la tempestad, como decía Baudelaire de los payasos ingleses, cuya risa «hacía temblar la sala» y semejaba «un alegre trueno»… Viéndoles hacer molinetes con los brazos, le parecían a él «molinos de viento atormentados por la tempestad». He aquí un ejemplo convincente de la comicidad como «mecanización de la vida»; pero tal vez esto sólo signifique que la risa de Bergson era ya una risa moderna. Los exagerados, verdaderamente atormentados movimientos de esos payasos modernos eran causa inmediata de vértigo. A Baudelaire se le antojaba la esencia misma de la risa; o como dijo exactamente, «lo cómico absoluto»; la comicidad en tan alto grado, que empieza a confundirse con el pánico. Y puesto que hablamos de vértigo, nada mejor para ilustrar esta drástica deriva de lo riente a lo descacharrante que la boga de las «montañas rusas» a principios del siglo XIX y el descrédito -no sé si consecuente o concurrente- de aquel amable y jovial columpiarse que los antiguos griegos santificaron, y cuyos nada estrepitosos ni vertiginosos encantos desplegó Fragonard en Les hazards heureux [1], donde el ir y el venir de un columpio define un circuito jovial de miradas y de gestos, pero también de analogías, entre las espesas enaguas de la dama y la vegetación del lugar por ejemplo, o entre el frufrú de esas enaguas y el crujido de ese columpio. El evidente alboroto que se ha hecho sitio aquí no es tan grande como para echarlo todo a perder. Esto más bien parece cosa de las montañas rusas, y así efectivamente ocurre en una vieja caricatura de ese cacharro [2], donde un caballero ha terminado dentro de las faldas de una dama, dando al traste, vertiginosa y abruptamente, con el deseo de aquel otro caballero del cuadro de Fragonard, que espiaba a distancia el revoloteo de las que por un feliz azar se ofrecían a sus ojos. La conclusión del deseo voluptuosamente prolongado de mirar y seguir mirando, de recrearse en la contemplación activa de su objeto, tiene mucho de cómica, pero en su acepción más moderna, «demoledora», como dijeron los Goncourt. Y por de pronto, creo yo, demoledora de los encantos de la contemplación; de las delicias algo enmarañadas que evoca una palabra que se ha vuelto absurdamente despectiva: mirón. El caballero del cuadro lo es sin remordimientos ni desbordamientos; sólo un poco fuera de sí, como lo están los contemplativos por excelencia: aquellos místicos de los que empecé hablando y ahora querría hablar brevemente. De Sengaï en particular, un monje japonés perteneciente a la rama más estricta del Zen. Pintor notabilísimo, Sengaï se retrató un día bajo la apariencia de Bodidharma, el hombre que llevó esa forma de budismo contemplativo a China en el siglo VI, y célebre por haberse pasado nueve años de cara a la pared. Sentado en el suelo y envuelto en su manto, Sengaï parece en realidad un tentetieso; pero ése es precisamente el aspecto de Bodidharma en el retrato que el propio Sengaï hizo de él [3]: el aspecto de un juguete que en Japón significa paciencia y constancia. Sin ellas, obviamente, la contemplación se hace harto improbable; aunque no sólo la de una pared durante nueve años, sino también la del mundo en su totalidad y a lo largo de toda una vida. Los versos que acompañan el autorretrato de Sengaï sugieren, por si no bastara con ver sus dibujos, que no fue una pared lo que estuvo contemplando, sino lo que ocurría a su alrededor: «Sengaï, te has vuelto de espaldas. / ¿Qué es lo que haces?». Taizo Kuroda entiende justamente que de espaldas a la pared, y al revés, por tanto, que Bodidharma, «reafirmando así su contemplación del mundo». Desde luego, Sengaï no vio lo que pintó en las manchas o desconchados de una pared. Sus dibujos están llenos de vida, por así decir. En cuanto a lo de reafirmarme, la verdad es que no se compadece del todo con su inestable posición. Este dilema entre la firmeza y la vacilación debió afectar tanto a Bodidharma como a Sengaï, pero no seré yo quien se arriesgue a decidir lo más aconsejable para alcanzar los fines espirituales del budismo, aunque sí podría decir lo que más le conviene a quien quiera ponerse a contemplar el mundo, y es sin duda ponerlo a discusión, entrando con él en una especie de amistoso tira y afloja; de vacilante gesto de reconocimiento. «En cuanto a mí -escribió Sengaï en uno de sus dibujos- monje montaraz, / estoy sentado solitario en una roca, / debajo de lianas y glicinas, / mientras de vez en cuando / veo pasar nubes flotantes / delante de mis ojos». Sengaï debió resultar un poco cómico balanceándose, casi flotando, debajo de ese dosel de temblorosos racimos de glicinas, lianas ondulantes y nubecillas ingrávidas y fugitivas… Tan cómico, o aún mejor: tan risueño, tan riente, como el paisaje que veía y le movía. Algo dijo Cézanne de esa cualidad de lo riente a propósito de ciertos paisajes clásicos y no me extraña nada. Por cierto, que también él resultaba un poco cómico, aunque de un modo quizás involuntario. Sengaï en cambio, debió de serlo por benévola obcecación, convencido, como tantísimos maestros del budismo Zen, de que la risa ilumina; purifica; sana.

SengaïBodidharma

3. Sengaï, Retrato de Bodidharma


Recuerdo haber visto hace tiempo un documental sobre prácticas brujeriles en Zimbawe, donde un curandero conjuraba un maleficio poniendo sobre el brazo de la víctima un tentetieso hecho de tres pedazos de madera. La víctima del hechizo parecía encantada por la jovial oscilación de ese juguete, que se sostenía en equilibrio como por arte de magia. «Esas cosas curan», me dijo Juan [Navarro Baldeweg] cuando le conté lo que había visto, y sin necesidad de dibujárselo. Y en efecto, ¿para qué?, si él mismo lleva años construyendo esa clase de juguetes. Aquí en la Galería Malborough podéis ver una Mesa repleta de ellos. Juguetes equilibristas me parece un modo de llamarlos más risueño que aquel otro, un poco serio, en que Juan solía hacerlo: piezas de gravedad; aunque he de reconocer que entre amigos a menudo les ha dado, y nunca mejor dicho que en plan vacilón, nombres mucho menos graves, como «la Gordita» o «el Pato»… Lo cual me lleva al uso que solicitan algunos de esos juguetes, y no debería ser tan brusco o tan patoso que dejaran ellos de estar en equilibrio; que se vinieran abajo torpemente por ignorar que incluyen una especie de regla, de requisito ineludible, propiamente una ley, cuya inexorabilidad no está reñida con la diversión y sensación de gracia que procuran al jugar con ellos sin brusquedad. A diferencia de los juegos, los juguetes no parecen necesitar reglas, o tal vez sea, sencillamente, que ya están incluidas en ellos; quiero decir reglas para accionarlos. Allí donde el hombre actúa, en solitario o en compañía de otros, se dan condiciones de juego. Habría, pues, que decir, y reconozco que no es ir muy lejos, que lo que juegos y juguetes tienen en común es la acción. Pero, ¿qué tipo de acción? Pretender que del tipo de carece de finalidad -y ni siquiera esto podría predicarse de las obras de arte, a las que Kant atribuía una, aunque paradójicamente «sin fin»- no se aviene con lo que en la acción de jugar hay evidentemente, como Juan insiste a propósito de los niños que juegan en los cuadros de Chardin, de aprendizaje de «las coordenadas del hombre». La locución latina serio ludere proclama esta otra paradoja que el juego implica. Y asimismo la sospecha de que el hombre sea sobre todo, y quizás tan sólo, un jugador, un homo ludens. Ahora bien: ¿cuál podría ser la finalidad del juego? María Moliner la declara en su primera definición de jugar: «Moverse o hacer cosas con la única finalidad de divertirse». Es posible que alguien encuentre exagerado lo de única, y más aún tratándose de algo tan intrascendente como divertirse; pero para mí que lo de divertirse es casi al revés: un salir de donde se estaba, o concretamente, un dejarse llevar hacia otra parte; algo que en principio sólo parece un desvío fortuito de la atención, una especie de descuido o distracción sin provecho, y por el contrario, no sólo es la causa más frecuente y más fructífera de conocimiento del mundo, sino incluso la forma por excelencia de su averiguación. Es muy probable que un niño nunca esté en clase tan dispuesto a aprender como cuando se distrae… El solo hecho de salirse de donde estaba, y a menudo por la ventana más próxima, en busca de nubes y de pájaros, ya es de por sí motivo de alegría, pero obviamente aún será mayor y más viva, si al salir se encuentra de pronto con lo que hay de riente en el mundo: precisamente esas nubes y esos pájaros, y también aquel lío de flores y de ramas que a Sengaï le servían de visera de sus propias y risueñas diversiones. Conque resumiendo, jugar quizás no sería otra cosa que salir a regocijarse con el mundo, aunque en primer lugar, con el cuerpo que sale moviéndose con ligereza, graciosamente. La alegría del mundo constituye un suplemento de alegría; una gratificación; un obsequio de las Gracias. Son ellas -quienes sean- las que están en el origen y régimen del juego…

Pero me temo que ha llegado el momento de hablar de lo que en el título venía después de juegos: las benditas manos. Un momento terrible, porque están por todas partes y haciendo de todo. Manos entrometidas; manos que meten más bulla que cualquier otra cosa en este mundo. El elogio que de ellas hizo Henri Focillon como apéndice o remate a su Vida de las Formas -¿y de dónde efectivamente podría venirles a las formas esa vida, sino de las manos?- es tan pertinente y exhaustivo como para desconfiar de intentarlo por mi cuenta. Juan en cambio, ha tenido audacia e inteligencia para hacerlo en su reciente discurso de ingreso en la Academia de San FernandoEl horizonte en la mano, donde podréis encontrar casi todo lo que él ha pensado y experimentado al respecto durante muchos años, y quiero recordar que en años en los que los artistas se fiaban de las ideas que se habían hecho en la cabeza bastante más que de sus manos; o como solía decirse, más de «lo conceptual» que de lo manual. Es harto elocuente que Juan haya denominado «piezas hechas sin manos» a esas que los demás han calificado rutinariamente de conceptuales… «Aquello fue una etapa», le decía a Luis Rojo de Castro en 1995, y adviértase que no le dijo época… «Después, cuando vuelvo a la pintura, retomo la mano». No hablaba por hablar; sabía lo que estaba tomando esa mano, y ha sido consecuente con la herencia que de ella recibía. Una herencia antiquísima que no puede ser tomada a la ligera; que conlleva una altísima responsabilidad. Recién llegado al Japón, «la tierra de la infinita diversidad de lo hecho a mano», a Lafcadio Hearn se le ha revelado inmediata y claramente en el trabajo de sus artesanos: que «si encuentran la más alta forma de expresión, no es tras años de tanteo y de sacrificios; el pasado de sacrificio lo llevan dentro de sí; su arte era una herencia; en el trazado de un pájaro en vuelo, de los vapores de las montañas, de los colores de la mañana y el crepúsculo, de la forma de las ramas y la irrupción primaveral de las flores, son los muertos quienes guían sus dedos: generaciones de trabajadores cualificados les han proporcionado su destreza y reviven la maravilla de su dibujo…». Para acabar concluyendo: «Lo que al principio fue un esfuerzo consciente se convirtió en siglos posteriores en algo inconsciente». También Juan ha destacado esa doble naturaleza de las manos, conscientes e inconscientes a un mismo tiempo, o sabias y retozonas, al distinguir entre unas escrupulosas y otras libres, abriendo así un inmenso territorio de acciones y cavilaciones que hacen no sólo inteligible y admirable su propio trabajo, sino cualquier otro que emprendan las manos, aunque no cabe duda de que ese territorio -o ese horizonte de horizontes- les pertenece soberanamente a los calígrafos, cuyas manos son «un instrumento obediente y a la vez rebelde…». Porque, en efecto, al distinguir entre unas manos libres y otras más escrupulosas, Juan solamente pretende que reparemos en su doble pero indivisible naturaleza. Es una distinción analítica que no conlleva necesariamente tareas separadas, sino que a menudo, y muy por el contrario, aparecen confundidas en la práctica; o tan intrincada la una con la otra, que la discusión acerca de si en el gesto de un calígrafo oriental predominan la reflexión o la improvisación no tiene ningún sentido. Pero tal vez tampoco mucho a propósito de ciertos movimientos de las manos que parecían severamente predeterminados, como los que ellas hacen para proyectar sombras sobre la pared, y ni siquiera los que les sirven a los sordomudos para hacerse entender. En ambos casos, el resultado perseguido -una silueta o un signo en concreto- no me parece tanto el desenlace o cese calculado de un movimiento, como una fracción inestable y fugaz de un proceso sin principio ni fin; algo así como el revoloteo incesante de las manos; de nerviosismo gratuito o sin ninguna utilidad. Y ahora recuerdo que de niño, viendo a mi padre mover las manos para hacer sombras en la pared, la consecución de una claramente identificable, como un pájaro o un perro, me interesaba mucho menos que la pura vivacidad de sus manos y el modo en que iban tanteando una figura y luego otra; acoplándose y desacoplándose libremente; entregándose alborozadas a sus ilimitadas posibilidades; formando un maravilloso alboroto más que determinadas figuras familiares, como el pájaro y el perro que os decía. Lo divertido del juego era, por tanto, ver las manos en acción, y obviamente, verlas fuera de sí mismas, en un lugar aparte, como prueba de su omnipresencia, y asimismo también de su capacidad para actuar a distancia… Focillon lo ha dicho sin tantos rodeos: «Capaces de imitar la silueta y el comportamiento de los animales, las manos son mucha más bellas cuando no imitan nada».

CaligrafiaJaponesa

4. Caligrafía japonesa (Tomoko Miyamoto) / Fuente


Desconozco los motivos por los que estos juegos de sombras se atribuyen a los chinos, y no quisiera parecer arbitrario poniéndolas en relación con su caligrafía; pero el caso es que nuestro asombro por lo que las manos eran capaces de hacer sobre la pared coincidió probablemente con nuestro aprendizaje de la escritura; con nuestro ir sabiendo que escribir no consistía en dibujar penosamente una letra después de otra, sino lo que había entre ellas, el movimiento que las conectaba, y más aún: las ilimitadas posibilidades de conexión, los infinitos rasgueos o caprichos caligráficos que se le iban ofreciendo a nuestra mano y hacen al fin que cada cual escriba a su manera y la escritura constituya un espacio de libertad y de juego que seguramente no habríamos sospechado al trazar los primeros palotes con angustioso cuidado: «Sin obligaciones…», escribió Sengaï con su pincel; descuidadamente. No es el título de uno de sus dibujos, sino lo que dibujó. Quiero decir que se trata de una muestra de caligrafía, y casi me atrevería a decir que su quintaesencia, o por lo menos su definición: un escribir despreocupado; sin obligaciones ciertamente. El verdadero calígrafo no se trae negocios entre manos; sus gestos son tan ociosos como gratuitos, y tal vez no muy diferentes de los movimientos de los pájaros en el cielo y por las ramas, o del revoloteo de las mariposas, que a veces aparecen asociadas a la caligrafía japonesa [4]. El motivo de esa asociación no debe ser otro que el de consistir también la caligrafía en una especie de revuelo de las manos, cuyos signos en el aire, como los de las mariposas, ostentan un encanto propio, y aun creo que superlativo, por lo que no merecen ser reducidos o subordinados a la obligación de posarse o de tocar en un lugar para dejar ahí alguna clase de poso o de toque; así que el encanto que a su vez les corresponda a tales huellas quizás sólo lo sea por añadidura y graciosamente. La índole volante de las señales que las manos dejan al moverse libremente, o a su aire, se pone de manifiesto en la caligrafía china y japonesa con mayor, incomparablemente mayor intensidad que en nuestra lapidaria escritura horizontal; y las razones son al menos dos: el hecho de que allí los signos cuelguen del borde superior del papel como racimos o banderolas, y otro que se deriva de esta verticalidad oscilante, y es la costumbre tan japonesa de colgar precisamente lo que se escribe tanto en las paredes de la casa como fuera de ella, en forma de colgaduras que convierten las calles en ondulantes marañas de signos en el aire. Fue lo primero que vio y asombró a Hearn aquel primer día en Japón del que he hablado más arriba: «un interminable aleteo de banderas y un mecerse de colgaduras azul oscuro…». O como quien dice: un cielo que era hechura de las manos; un nuevo cielo que los signos compartían alegremente con los pájaros y cualquier otra criatura volandera: «El aire es la casa de las manos; la residencia celeste de los manojos de figuras que brotan de sus dedos», como decía Focillon. ¡Vaya palabra, manojos! Le va perfectamente a lo que Juan llama garabatos y son como aquel jaleo de flores y ramas que colgaba sobre la cabeza de Senagaï. Los han trazado en el aire manos liberadas de obligaciones para que luego los recortara escrupulosamente un potentísimo rayo de luz: un láser.

 

NavarroBaldeweg

5. Juan Navarro Baldeweg, Manos de madera / Fuente: Masdearte


Pero si el aire es el lugar donde las manos se asientan y despliegan sus casi ilimitadas facultades, se debe primeramente a que es la materia que ellas prefieren. Más aún: un hombre apenas sabría del aire sin sus manos. Así fue desde el principio. «Dirigida al viento, abierta y separada como un manojo de ramas, la mano le incitaba a la captura de fluidos […] Me parece ver al hombre antiguo respirando el mundo, extendiendo los dedos a la manera de una red con la que apresar lo imponderable…». Y en efecto, las huellas de manos que vemos impresas por doquier desde el principio no me parecen a mí la firma de quien las dejó sobre las paredes, ni tampoco una marca de propiedad, sino algo que tendría que ver con la captura, no sólo de lo imponderable, sino también de lo imprevisible; con misteriosas «corrientes translúcidas que no tiene pesa y el ojo no percibe»; o como asegura el propio Focillon, con «una especie de olfato táctil», sin el cual no podría tomarse posesión del mundo ni actuar ni influir en él, ponerlo a discusión. Y es que las manos, además de receptoras de flujos, son también, como parece lógico, depositarias y transmisoras de los mismos; manos de las que emanan; manantial de efluvios, de emanaciones, que unas veces sanan y otras enferman; manos intrínseca y esencialmente mágicas, con la ambigüedad que semejantes poderes conllevan. Pues del mismo modo que lo de negra y blanca no son más que adjetivaciones accidentales de la magia y ella es esencialmente una y la misma, las manos que la ejercen y los gestos que ellas hacen no son inequívocamente benéficos o maléficos, aunque a veces se crea que hay que desconfiar de lo que viene de la izquierda. Estas manos de madera que Juan expone ahora [5] no son diestras ni siniestras, sino manos indistintamente poderosas y expresivas: «rostros sin ojos y sin voz, pero que ven y hablan…». Y en cuanto al gesto que hacen, lo mismo podría ser de aviso que de saludo, tal y como la mayoría de los gestos y figuras que llaman apotropaicos, capaces de alejar influencias malignas gracias precisamente a su capacidad para proyectarlas sobre lo que se quiere mantener alejado. No voy a insistir en esta profilaxis de las manos. Tampoco lo ha hecho Juan; como si lo diera por sabido y necesario: manos hacedoras de prodigios… En su discurso de entrada a la Academia prefería ir un poco más lejos, o sencillamente entrar en materia, y las llamaba «símbolos de otro modo de ver»; un ver que consiste en tocar y a mí me recordó lo que François Frontisi-Ducroux ha dicho de los antiguos griegos: que para ellos «la visión era, con indiferencia de su objeto, como un palpado a distancia». Ojos que tocan y manos que ven Y ahora sí que no tendría reparo en insistir en que lo que esas manos ven no es lo que ven esos ojos, como los flujos del agua o del aire, por ejemplo. Las manos sacan de ahí figuras que Juan llama dragones y son como jirones visibles de un fondo continuo de indivisibilidad que las manos agitan e interrumpen, y al mismo tiempo encauzan. En esto, las manos difieren notable y maravillosamente de otra clase de obstáculos provocadores de figuras, como es una cometa en el caso del aire o un saliente de piedra en el caso del agua. Diferentes de esas y otras muchas otras interferencias en lo de ser una eficiente combinación o sucesión de macizos y huecos: de dedos que separan y vacíos entre ellos que recogen y canalizan lo separado. Pero esta separación de funciones entre dedos y contradedos tal vez sólo sea aparente. Porque ocurre con las manos como con los peines: que no podemos saber si lo que peina son sus púas o sus estrías, o como bien dicen los taoístas a propósito de lo que hace que una rueda funcione, si es lo lleno o lo vacío. Pero a diferencia de la rueda, sin embargo, donde no cabe duda de que es el hueco que hay entre sus partes macizas lo que la hace rodar mejor, en las manos no parece tan claro; pues aunque están hechas de dedos en positivo -por así decir- y dedos en negativo, cada una de ellas sugiere al abrirse una réplica de sí misma: otra mano virtual en la que los dedos macizos serían huecos, y al revés; otra mano complementaria que se hace definitivamente evidente cuando las dos que tenemos se reúnen y recogen metiendo cada una sus dedos donde están los huecos de la otra en gesto de concentración, o de recogimiento efectivamente, que no deja nunca de admirarnos y reconfortarnos. Pero a lo que voy. ¿No sería esa otra mano en negativo, esa mano apenas visible, fantasmal, la que tuviera a su cargo -y entiéndase que por afinidad- la captura y la gestión de flujos invisibles? ¿Acaso no lo exige así el criterio de armonía, y en este caso de symmetria, que le conviene a cualquier demostración? Sea como sea, Juan Navarro ha expuesto aquí, en la galería Marlborough, dos manos de madera, y me resisto a creer que por capricho. Una mano llama a la otra, y así sucesivamente, comenzando a formar lo que él ha llamado «un tejido de manitas» -o incluso un «relojería de manos»- como para recordarnos vivamente que ellas lo mueven todo en este mundo y todo lo acompasan; para que nos dejemos de ver lo que ellas ven, pero tampoco de escuchar lo que ellas dicen. Tic-tac… Tic-tac… Tic-tac…

 


 

 

[Texto publicado en el catálogo de la exposición Juan Navarro Baldeweg: Escultura, Galería Marlborough, Madrid, abril-mayo 2004. Cit. desde Ángel González García: Pintar sin tener ni idea y otros ensayos sobre arte, Madrid, Lampreave y Millán, 2007, pp. 185-193]

(*) NOTA: Las imágenes no corresponden estrictamente al orden de publicación y algunas están escogidas personalmente por mí. Siempre, eso sí, en virtud del significado que tenían las originales en la edición impresa con la intención de no alterar el argumento visual del ensayo.

Una posible carta de Francis Bacon a Gilles Deleuze

Francis Bacon, Tríptico. Estudios sobre el cuerpo humano, 1970. / Fuente: Sketching a Present

Francis Bacon, Tríptico. Estudios sobre el cuerpo humano, 1970. / Fuente: Sketching a Present

Esta tarde me he topado en Facebook con un texto sumamente interesante que he considerado necesario dar a conocer con el debido permiso de la persona que lo ha transcrito, el filósofo José Luis Pardo. Se trata de una presunta correspondencia entre el artista Francis Bacon y el también filósofo Gilles Deleuze. En ella se habla de pintura y filosofía y de algunas anotaciones que Bacon hace a raíz de la lectura del libro Francis Bacon. Lógica de la sensación (1981), escrito por el propio Deleuze. Anotaciones de tal naturaleza que cualquier apunte mío sería en vano, pues la plausible voz de Bacon es lo suficientemente elocuente. Aquí les dejo, por tanto, el texto sin añadiduras. No querría dejar pasar la oportunidad de agradecer al maestro Pardo el haberme permitido difundirlo en Arsenal de Letras. Según ha publicado él mismo en su muro:

«Se recoge a continuación una carta que ha llegado anónimamente a las manos de quien la transcribe, presuntamente escrita por Francis Bacon a Gilles Deleuze, pero cuya autenticidad no está ni siquiera mínimamente comprobada.»

Estimado Sr. Deleuze:

He tenido oportunidad de leer el libro que usted escribió sobre mi pintura, y me siento muy halagado. No obstante, he de confesarle que mi formación intelectual es muy deficiente, y que hay muchas cosas que no he entendido. He leído después otros escritos suyos, con los cuales tengo las mismas dificultades, pero creo que he captado lo esencial. Le diré también que creo que es lo mejor que se ha escrito sobre mi obra. Dicho esto, tengo que manifestar mis prejuicios. El suyo no es un libro de pintura, sino un libro de filosofía. Las cosas que ustedes los filósofos dicen sobre la pintura suelen ser muy interesantes para los filósofos pero poco para los pintores. Por otra parte, creo que hacen ustedes muy bien en aprovechar la pintura para su filosofía, y a decir verdad lo hacen muchísimo mejor que esos pintores que intentan aprovechar alguna filosofía para su pintura (lo cual, desde luego, no es mi caso), algo que siempre suele ser desastroso y aburrido. Porque, a menudo, ustedes los filósofos entran a una exposición y se preguntan cosas tales como «¿qué es el arte?», cosas que los pintores no nos preguntamos jamás, pero que sin duda desde el punto de vista de la filosofía son muy importantes. En general, yo no recomiendo a los pintores que lean lo que los filósofos escriben sobre pintura (especialmente sobre la suya), porque suele suceder que se les sube a la cabeza. Y los pintores que se toman demasiado en serio lo que algún filósofo escribe sobre ellos me parecen o muy estúpidos o muy ingenuos. Ahora que he leído su escrito sobre mi pintura -cuando ya no puede hacerme ningún daño- (y que he leído otras cosas de usted), le diré algo: tengo la impresión de que su libro sobre mí trata tanto sobre mí como sobre usted. De hecho, le escribo esta carta para intentar demostrarle que todo lo que usted dice de mí como pintor se aplica igualmente a usted como pensador. En ese sentido, creo que el valor de su libro no radica tanto en lo que pueda esclarecer de mi modo de pintar, como en que encuentra una analogía, una conexión o una simpatía entre usted y yo, cada uno jugando en su campo y sin querer interferir en el del otro. Esta conexión, por supuesto, tiene también sus limitaciones, y quiero asimismo hablarle de eso.

Para empezar, yo diría que usted y yo tenemos en común una cierta rareza. Es probable que alguien quisiera llamar a esto heterodoxia, pero aquí los términos son complicados. Lo que podríamos llamar la ortodoxia en pintura es algo que se ha constituído históricamente desde el alto Renacimiento hasta -digámoslo así- el final de la Segunda Guerra Mundial. Esta es la época de vigencia del canon de las bellas artes (es relativamente similar para la música, pero en literatura, por ejemplo, la formación del canon es mucho más reciente). Antes de la época de las vanguardias hubo heterodoxos, como en todos los ramos, pero sin duda las vanguardias fueron y son heterodoxas en modo extremo. La mayor parte de los pintores de vanguardia, sobre todo con el paso del tiempo, han llegado a especializarse en algo que yo podría llamar anti-pintura. Esto -las cosas, por ejemplo, que hacían Duchamp o Tristan Tzara- fue muy saludable para los dogmas de la pintura ortodoxa, que habían empezado a entrar en una época de sopor muy notable. Pero los pintores de vanguardia tienen la pro-piedad de ser anti-canónicos. Quiero decir que no constituyen un nuevo canon en la pintura (como, por ejemplo, el neoclasicismo frente al barroco), simplemente deshacen el canon pero no hacen canon. Su carácter «revolucionario» solamente es comprensible si se observa en el contexto del canon de las bellas artes plásticas, la anti-pintura sólo tiene sentido por relación con la pintura y la heterodoxia sólo con relación a la ortodoxia. Yo, como los viejos Padres de la Iglesia, creo que es bueno que haya herejías, porque contribuyen a revitalizar el dogma, a despabilarlo. El dogma, una vez enfrentado a las heterodoxias, resulta fortalecido, renovado, reformado. Me gustó leer que, según usted, en mi pintura está implícita toda una historia de la pintura (se habrá fijado en que he dicho «una» historia, no «la» historia), porque yo creo que es así. Siempre me consideré un pintor en el sentido tradicional de la palabra. He sido un pintor más o menos canónico -dentro de mis habilidades, que no son gran cosa-, sólo que de un canon renovado por las revoluciones de los vanguardistas o, si quiere usted decirlo así, un pintor reformista, un pintor que propone reformas en el canon a la vista de las acciones revolucionarias. Pero yo nunca me he considerado vanguardista, nunca he pretendido ser anti-pintor (si lo he sido, fue a mi pesar). Los artistas (porque ni siquiera ellos mismos se llaman pintores) de vanguardia no hacen obras que impliquen la historia de la pintura más que negativamente: se consideran fuera de la historia de la pintura, se consideran posteriores a ella y ajenos a su jurisdicción. Pero en el siglo XX ha sucedido un fenómeno extraño. Aunque la pintura vanguardista no ha llegado a constituir un nuevo canon (sigue siendo percibida como anti-canónica allí donde vaya: las instalaciones, el body-art o el land-art no son algo a lo que nos hayamos acostumbrado como, según se dice, se acostumbraron los espectadores europeos a mirar cuadros impresionistas que en principio les habían parecido horrendos, de la misma manera que no nos hemos acostumbrado a la música atonal un siglo después de Stockhausen), sin embargo, a fuerza de dominar las instituciones y el mercado, ha intentado presentarse como una nueva ortodoxia. Esto, a mi modo de ver, es, en el mejor de los casos, ridículo, y, en el peor, catastrófico. La heterodoxia de Duchamp está llena de sentido, incluso de buen sentido, con toda su perversidad. Pero ese sentido se traiciona precisamente cuando se quiere hacer una Academia de las Bellas Artes Duchampianas. Para Duchamp eran importantes Monet y Rafael. Pero quienes consideran a Duchamp como el clásico a partir del cual aprenden el oficio, ya no tienen nada que ver con Rafael, con Monet ni con Rembrandt. La diferencia entre lo ortodoxo y lo heterodoxo no es solamente, como decía Humpty Dumpty, cuestión de poder, y pretender erigir una ortodoxia de la heterodoxia es algo tan descabellado -y agotador- como la «revolución permanente», el orgasmo ininterrumpido o el éxtasis continuo: las revoluciones, las insurrecciones, son, por su propia naturaleza, excepcionales. Si todo es excepcional, entonces nada lo es. Esto creo que, en muy buena medida, pasa en estos días entre nosotros. Y por eso yo he resultado un pintor heterodoxo, simplemente por ser demasiado ortodoxo (aunque un ortodoxo no ingenuo, un ortodoxo reformista que revitaliza el dogma incorporando los hallazgos de los revolucionarios), por pretender seguir siendo pintor cuando la anti-pintura se había convertido en la nueva ortodoxia, cuando lo que procedía era asegurar (en nombre de la vanguardia, del progreso, de la tecnología) la muerte de la pintura. No digo que esto sea bueno o malo, ni siquiera que yo esté en lo cierto o equivocado.

Digo que a usted le ha pasado, a mi modo de ver, una cosa parecida como filósofo. La constitución del canon de la filosofía comienza con Sócrates, y es más larga y variada. Tomás de Aquino no pertenece al mismo canon que Aristóteles, pero es canónico justamente porque se remite a Aristóteles. Descartes es un tipo de filósofo diferente de los dos anteriores, pero aún es un filósofo porque, como luego hará Kant al renovar una vez más el canon, se remite a Platón, a Aristóteles, a Leibniz. Pero tengo la impresión de que después de Hegel se produce un acontecimiento diferente. Aparecen algunos anti-filósofos o filósofos de vanguardia que tematizan la muerte de la filosofía, que no se ven a sí mismos como filósofos sino como gentes que van a pensar después del final de la historia de la filosofía, revolucionarios que se proponen terminar con la anquilosada filosofía y sustituirla por algo diferente. Del mismo modo que entre los pintores vanguardistas existía hasta hace no mucho un proceso persecutorio (se acusaban unos a otros, o mediante sus críticos aliados, de no ser lo suficiente¬mente vanguardistas, lo suficientemente revolucionarios, se descubrían restos figurativos en unos, restos representativos o narrativos en otros, restos artesanales, o burgueses, etc., etc.), también ustedes los filósofos han sufrido algo parecido.

Durante décadas, los antifilósofos marxistas (que ya no deseaban interpretar el mundo) se han acusado mutuamente de ser demasiado filosóficos, demasiado hegelianos, demasiado platónicos. Después, los antifilósofos positivistas (que proponían la sustitución de la filosofía por la ciencia) se criticaban unos a otros porque se encontraban residuos metafísicos, residuos mentalistas, residuos racionalistas, etc. En el caso de los anti-filósofos nietzscheanos (que ya no admitían ninguna verdad ni ningún ídolo), a los que usted ha estado más ligado, después de que Nietzsche declarase muerta la metafísica, vino Heidegger a sugerir que Nietzsche era, en realidad, un metafísico inconsciente. Y esto duró hasta que su amigo Derrida se propuso mostrar que el propio Heidegger era, sin quererlo, un metafísico en muchas de sus aserciones. Hoy día, la ronda termina con Richard Rorty -ese Hume de nuestros días que recorre el mundo despertando a los deconstructivistas de su sueño dogmático-, que también nos ha enseñado que incluso Derrida es demasiado metafísico. Todo esto ha sido enormemente positivo, pero Nietzsche tiene sentido contra Platón, Marx contra Hegel y Wittgenstein contra Descartes, y es saludable su heterodoxia para que los dogmáticos despierten de sus sueños platónicos, hegelianos y cartesianos. Ahora bien, querer convertir a Marx, Nietzsche y Wittgenstein en un nuevo canon filo¬sófico (que podría prescindir de Platón) es una barbaridad, pretender sustituir la polémica entre Platón y Aristóteles, o entre Hegel y Schelling, o entre Spinoza y Descartes, por las discusio¬nes ultra-academicistas de Derrida con Lacoue-Labarthe es un desvarío.

Me parece, por tanto, que en el siglo XX ha habido una corriente anti-filosófica, tan importante en su lucha contra el ca¬non soporífero y reaccionario, como estéril en cuanto se ha institucionalizado. Las Universidades Marxistas (las de la antigua Unión Soviética) hacían curiosamente comenzar la filosofía con Marx (es decir, con la muerte de la filosofía), y no creo que de esa pre¬tensión de canonizar lo anticanónico haya salido nada digno de mención. También los positivistas fundaron departamentos de filosofía positivista, según los cuales la filosofía comenzaba con Wittgenstein y el círculo de Viena, no habiendo tenido hasta entonces más que ilustres precedentes, y esta situación fue bastante infructuosa al menos hasta su mestizaje con los pragmatistas norteamericanos y, después, hasta el desembarco de los frankfurtianos. Sus amigos los nietzscheanos (especialmente Derrida, Foucault y Lyotard) también han llegado a ser dominantes en algunas Universidades norteamericanas, dando lugar a la herejía institucionalizada de lo política¬mente correcto o, de otro modo, sustituyendo la filosofía por los (así llamados) estudios culturales, como los marxistas querían sustituirla por una ciencia llama¬da materialismo histórico y los positivistas por el análisis lógico. Tampoco sé que de esto haya surgido nada bueno, sino algunas acémilas que se empeñan en probar que toda mi pintura se deriva de mi condición de homosexual sadomasoquista irlandés (porque ignoran que eso no es más que un rumor que hice circular por consejo de mi marchante).

Creo, por ejemplo, que es usted más un filósofo (en el sentido tradicional de la palabra) que un anti-filósofo de vanguardia, porque en su filosofía está implícita toda una visión de la histo¬ria de la filosofía. En su sistema de usted, los nombres de Platón, Duns Scoto, Spinoza, Descartes, Husserl o Leibniz desempeñan un papel similar al que cumplen en mi pintura los relieves egipcios, Miguel Angel, Velázquez o Monet. Más que desarrollar una ortodoxia nietzscheana, creo que usted se propuso una reforma de la filosofía que permitiese tomar en cuenta el impacto que supuso Nietzsche, y mostrar que, más que romper con la filosofía y decretar el final de su historia, se trataba de seguir una tradición, aquella en la que estuvieron Parménides, los estoicos, Scoto, Spinoza, etc. Por todo esto yo diría que, mientras que sus colegas Foucault, Derrida y Lyotard querían, al menos en algún tiempo, ser otra cosa que filósofos (arqueólogos, gramatólogos, deconstructivistas, microfísicos, posmodernólogos), y contribuye¬ron (quizá a su pesar, esto no lo sé) a construir una ortodoxia de la heterodoxia (la ortodoxia de la discontinuidad, de la différance o del diferendo), usted, al menos hasta -o desde- un cierto momento, quería simplemente ser filósofo, lo que le convertía en alguien bastante heterodoxo. Y, para colmo, usted se suicidó, como Sócrates, cuando estaba condenado a muerte por un tribunal (médico).

Hay otra analogía, y es que usted y yo somos retratistas. Sus amigos Foucault, Derrida y Lyotard son más bien paisajistas, usted es, como yo, retratista. Me gustó mucho leer su teoría del retrato, porque coincide con la mía. Dice usted que hacer un retrato es como hacerle al retratado un hijo como resultado de una violación: la criatura, aunque monstruosa, debe parecerse a sus dos padres. Pero dice usted, también, que en el caso de Nietzsche le pasó a usted lo contrario: fue Nietzsche quien le sedujo a usted, y quien le hizo a usted concebir esa criatura monstruosa que es su mono¬grafía sobre el pensador alemán. Esto es exactamente lo que yo hacía cuando hacía retratos. Me dejaba poseer por la sensación, por el impacto que los retratados provocaban en mi sistema nervio¬so, y de ahí salían esas criaturas monstruosas que son mis retratos. Lo único es que usted siempre tuvo la prudencia de retratar a personas muertas (incluso esperó a que murieran sus amigos Chatêlet y Foucault para retratarlos). Yo, que pintaba personas vivas, siempre tuve algo de mala conciencia con respecto a este asunto. Siempre supe que las personas a quienes retrataba se veían (o pensaban que los demás les verían) mucho más sórdidos, siniestros y horribles de lo que en realidad eran. Y, desde luego, si mis retratos se mirasen como intentos de reflejar el aspecto de esas personas, serían muy crueles deformaciones de ellas, muy despiadados. En fin, supongo que cuando usted retrataba a Leibniz, o a Spinoza, o a Hume, muchos le dirían: No, no son tan feos como tú les pintas. Pero yo no quería pintar su aspecto, quería, como usted ha escrito, pintar la sensación. No pintaba a esas personas, ni mi percepción de ellas, ni las emociones que despertaban en mí, ni lo que sentía hacia ellas o lo que suponía que ellas sentían hacia mí, ni trataba de retratar su interior o el mío, pintaba algo que estaba a medio camino entre los retratados y yo. Si hubiera que establecer una tabla de correspondencias, yo diría que la figura humana (que yo en realidad no copiaba nunca de los cuerpos de los retratados, sino que aprendía de fotografías o manuales de anatomía) corresponde en el cuadro a mi sistema nervioso (que en ese momento no era mío, era simplemente el sistema nervioso, un campo de fuerzas cualquiera). Para pintar la deformación que la sensación impone al sistema nervioso es preciso pintar algo que resulte deformado (que, en mi caso, son esas torsiones o mutilaciones horribles de los cuerpos y los rostros, esos gestos desencajados): necesito rostros y cuerpos porque no se puede (al me¬nos yo no puedo) pintar directamente la sensación, la deformación, sino como deformación de algo, aunque para mí lo principal sea la deformación y no lo deformado. Creo que podríamos decir que, a diferencia de otros pintores (quizá), para mí lo principal no es el rostro o el cuerpo y lo secundario el gesto o la postura, yo quiero pintar únicamente gestos y posturas, los cuerpos y rostros son meros soportes para lograr esa finalidad (por eso soy un poco despiadado deformándolos y desarticulándolos, despellejándolos y descoyuntándolos). Cuando alguien hace un gesto o un movimiento que me produce una sensación, no veo un rostro haciendo un gesto o un cuerpo haciendo una postura, veo un gesto que se sirve de un rostro para expresarse, veo una postura que se materializa en un cuerpo. No encuentro que mis cuadros sean, como a veces se ha di¬cho, obscenos y abyectos. Al contrario, lo que me parecería obsceno sería pintar un rostro sin gesto, un cuerpo sin postura, un sistema nervioso sin deformación. Cuando pinto un cuerpo o un rostro, no intento reflejar la decadencia o la decrepitud, que es otra estupidez que a menudo se ha dicho sobre mis figuras, intento fabricar un cuerpo al servicio de la sensación, al servicio de la deformación, y por tanto, nada está jusificado en ese cuerpo a menos que sufra esa deformación o permita verla. No quiero pintar un cuerpo deformado por una sensación, quiero pintar el cuerpo de la sensación. Algo que no es en sí mismo visible, y de lo cual, por tanto, no hay modelos visuales. Yo no pinto a las personas más abyectas de lo que son (esta es una impresión que tienen aquellos cuya mirada está envenenada por lo narrativo y ensuciada por los sentimientos personales). Lo que sí es cierto es que este tipo de pintura tiene un riesgo: el sensacionalismo, el exhibicionismo. Siempre se está a un paso de eso, y probablemente en más de una ocasión yo no he sabido contenerme lo suficiente como para no dar ese paso (si usted me lo permite, yo creo que usted también sucumbió a este peligro cuando empezó a decir que lo que usted hacía no era filosofía sino esquizoanálisis, y cuando sugirió -es verdad que esta enfermedad le duró poco tiempo- una manera de «realizar» su filosofía en una clase de revolución llamada «revolución molecular»: esto le llevó a usted a las primeras páginas de los diarios y a los primeros puestos de las listas de ventas, pero fue un formidable equívoco tras el cual usted, prudentemente, decidió pasar de nuevo a la clandestinidad).

En fin, sus retratos son algo similar. Usted no quiere hacer un retrato del filósofo Leibniz que pudiera considerarse como un capítulo de un libro de historia de la filosofía. Usted parte de eso que llama el cerebro, el plano cerebral del pensamiento, e intenta señalar el impacto que en ese plano produce el acontecimiento que denominamos «Leibniz» o, con sus propias palabras, no tanto Leibniz sino «el efecto Leibniz». No hay que hacer un retra¬to de Leibniz para una galería de personajes históricos relevantes porque Leibniz sea (como se dice) «muy importante» (según la opinión autorizada de los expertos), sino que hay que mostrar en vivo la importancia de Leibniz, hay que poner de manifiesto los efectos que sobre el cerebro o sobre el pensamiento tiene esa sustancia llamada «Leibniz». Creo que, cuando usted hacía retratos filosóficos, se dejaba poseer por los conceptos del filósofo re¬tratado, como quien experimenta con drogas, como quien prueba sobre sí mismo una substancia química para registrar sus efectos. Si yo pinto la sensación, usted retrata la concepción. El modo en que se hacen los conceptos de Leibniz: no hace usted una relación de los conceptos de Leibniz, sino que da una receta (práctica) de cómo pueden hacerse. Esto tiene que ver, también, con su teoría acerca de las relaciones entre la obra y la vida. Cuando todos esos papanatas que hoy escriben sobre mí creen encontrar en mi vida (privada) las experiencias-clave que explicarían mi obra, no se dan cuenta de que las únicas experiencias-clave de mi vida son mis obras, de que la única vida que he conseguido salvar de la quema (o de la demolición, como dice esa cita de Fitzgerald que a usted tanto le gusta) es la de esas sensaciones que he conseguido con¬servar en mis cuadros. Por lo mismo, lo único que a usted le interesa de la biografía de Leibniz, de la de Spinoza o de la de Nietzsche, no es la «novela» de su vida, sino la parte de vida que han conseguido convertir en conceptos, en conceptos vivos, llenos de vida. Lo demás (la vida privada de los filósofos, de los pintores y de cualquier otra persona) no es más que una suma de miserias. También me ha gustado leer lo que usted dice de los psicoanalistas: uno sueña que «pegan a un niño», y en seguida viene el psicoanlista a retirar de la imagen toda la fuerza que procede de la indefinición del «pegan» y del artículo indeterminado, para restregarte por el rostro que en realidad es tu padre que te pega a ti. Esto me sucedió a mi en mis entrevistas con David Sylvester: él me insistía tanto en que si yo pintaba un cuadro sobre el Papa eso debería tener que ver con mi padre…

Usted dice: el pintor no pinta un cuerpo con sus órganos, pinta una superficie sensible deformada por una sensación, poblada de unos órganos efímeros que no son los brazos, las piernas o las manos de los que se ocupan los tratados de anatomofisiología, sino órganos inéditos y efímeros que no duran más que lo que dura una sensación. Y, lo que es más importante, intenta (y, en el mejor de los casos, consigue) suscitar en el espectador esos órganos fantasmagóricos: ponerle al espectador ojos en el vientre, en las manos, en la nuca. Yo digo: lo que usted pinta cuando retrata a un filósofo no es un sistema dado con sus conceptos ya hechos, sino un plano de pensamiento desértico atacado por un movimiento de generación de conceptos, poblado de unas singularidades, de unas diferencias que no son las tesis o las opiniones de tal o cual autor, que pueden encontrarse en los manuales de historia de la filosofía, sino pensamientos inéditos y efímeros que no duran más que mientras se hacen, que no están vivos sino en la medida en que permanecen siempre a punto de venirse abajo (así es como Kant describía la intensidad de la sensación, según a usted le gusta recordar, por su aproximación a cero) o siempre están en estado na¬ciente. Acabo de leer un artículo que usted publicó unos días antes de su muerte, que se titula «una vida», y en el cual, curiosamente, pone usted dos ejemplos de lo que entiende por «una vida»: un moribundo y un recién nacido. Por eso insiste usted a menudo en que la filosofía no es algo que esté ya hecho (y resguardado por los manuales de historia), algo que simplemente se trata de aprender. La filosofía, dice usted, hay que hacerla, los conceptos hay que hacerlos, hay que hacer que el pensamiento padezca la violen-cia del «efecto Leibniz» para que Leibniz le haga efecto al pensamiento. Y así es como los pensamientos tienen efectos: cambiando el pensamiento de quien los hace. Si sus retratos de Hume o de Spinoza, como mis retratos, parecen a menudo tan poco familiares, es justamente porque están poseídos por esa violencia. Uno no tiene, cuando lee su libro sobre Hume, la impresión de estar leyendo un libro sobre el David Hume -digámoslo así- divulgado y conocido, como supongo que alguien que conociese a Isabel Rawsthorne tampoco la reconocería a través de mis retratos de ella, porque usted no intenta reproducir a David Hume sino producir en el lector «el efecto Hume», como yo intento, si me permite decirlo así, producir «el efecto Rawsthorne».

He aquí por qué me gusta su visión del arte, que es por lo mismo que me gusta su visión de la filosofía. Porque usted elimina la interpretación (o, si no la elimina del todo, al menos restringe su territorio). Déjeme que insista un poco en esto, porque creo que en ello reside su principal heterodoxia (y quizá también la mía, pero ahora quiero hablar de lo que usted dice de mi pintura como si yo nunca hubiese visto un cuadro del tal Francis Bacon). Si me permite usted decirlo así, creo que el terreno de quienes han estudiado el problema de la percepción desde el punto de vista de la filosofía se reduce a dos posiciones. Yo miro a esta mesa y veo en ella un vaso. Hay un tipo de filósofo que diría: mi percepción del vaso debe ser descompuesta, analizada en una serie de átomos de sensación (que deben tener su correspondencia en el sistema nervioso) cuya suma constituye la imagen mental que llamo «vaso». Esto significaría que la visión se reduce a un proceso de lectura codificado cuyas unidades mínimas pueden aislarse y localizarse, y cuya combinación explicaría la totalidad de nuestras percepciones. Ver sería, en efecto, leer un texto cuyos grafemas serían esos átomos de sensación elementales, ver sería conocer las reglas gramaticales de combinación de esos elementos y saber descodificar el texto.

Esta es una posición muy curiosa, porque, como es fácil darse cuenta, equivale a decir que la percepción está compuesta de elementos imperceptibles. Los átomos de sensación carecen de perceptibilidad, del mismo modo que los fonemas de una lengua carecen de significado. Y así como el significado se obtiene por combinación de elementos insignificantes, la percepción se produce por combinación de elementos imperceptibles. En ambos casos se encierra aquí un misterio inexplicable: cómo, a partir de lo imperceptible, puede nacer la percepción, cómo puede originarse el significado a partir de lo no significativo. Como usted sabrá mejor que yo, cuando a Descartes (uno de los partidarios de esta posición) le preguntaban qué aspecto (visual) tendrían estos átomos de sensación, él respondía que para saber eso haría falta que tuviéramos otros ojos en el interior del cerebro, además de los que tenemos en la cara. Como no los tenemos, no podemos ver lo que nos hace ver, pero podemos imaginarlo. Descartes imaginaba estos átomos como figuras geométricas abstractas cuya combinación y composición (reducible a un cálculo matemático) sería la sintaxis del texto que la mente descodifica como imágenes visuales. Como el misterio -¿por qué la combinación de tales átomos insignificantes o imperceptibles da lugar a tal significado o a tal percepción?- es inexplicable, la única manera de resolverlo es mantener que se trata de correspondencias garantizadas por las reglas de un Código. Descartes decía que este código había sido establecido por Dios -él hablaba de «instituciones de la naturaleza»- y, por tanto, se trataría de la sintaxis del Libro de la Naturaleza.

Esta es una posición que siempre me ha parecido fascinante: no podemos ver aquello gracias a lo cual vemos. En esta posición, el cuerpo aparece como algo irreductible: las percepciones de la mente, las imágenes mentales, como la del vaso, son los efectos de mecanismos corporales imperceptibles; si no tuviéramos un cuerpo, un sistema nervioso en donde se alojan esos átomos imperceptibles de la percepción, no tendríamos en absoluto percepciones ni imágenes mentales. Es curiosísimo: lo físicamente real no es el vaso (que no es más que una imagen mental, que no tiene más realidad que su realidad psíquica o psicológica), sino los átomos de sensación. Es decir, la realidad física es imperceptible de forma inmediata y directa, sólo la conocemos traducida en términos psíquicos de imágenes mentales gracias a ese código prestablecido. Sin embargo, eso imperceptible puede ser reconstruido gracias a la pro¬moción de modelos mecánicos susceptibles de cálculo matemático (que es, por otra parte, lo que hacen los físicos, que incluso construyen aparatos para «percibir» eso que es imperceptible: los átomos o las ondas, las partículas microfísicas de las cuales estaría «en realidad» compuesto el vaso). Resulta muy extraño pensar que este vaso que estoy viendo en realidad no existe fuera de mí (sino sólo en mi mente), que lo que en realidad existe fuera de mí es un conjunto de ondas, o de partículas, que no puedo ver, pero que puedo perfectamente calcular matemáticamente, e incluso puedo producir modelos informáticos -o, como ahora se dice, virtuales- que simulen el modo en que, a partir de esas partículas elementales matemáticamente armadas, y mediante un sistema de codificación gráfica, se pueden obtener objetos visibles, perceptibles (creo que hay un parentesco entre la abstracción geométrica y la fascinación por la máquina, el maquinismo o el futurismo). Es cierto que estos objetos perceptibles artificiales -los objetos infográficos o virtuales- no son nunca percibidos como algo tan «natural» como el vaso, pero la razón de ello fue ya defendida por Descartes y Leibniz: no sabemos -y probablemente nunca llegaremos a saber- cuál es exactamente el código en el que Dios escribió el Libro de la Naturaleza, nos limitamos a imaginar uno cuyos resultados sean lo suficientemente aproximados a la realidad, en el bien entendido de que el grado de aproximación siempre será mejorable, de que la digitalización siempre será susceptible de una más alta definición, puesto que la definición total exigiría un dispositivo cibernético que nadie está en condiciones de construir.

No necesito decirle que este tipo de filosofía de la percepción corresponde a una línea de la pintura occidental, la que culmina en la abstracción geométrica y que usted llama vía ascética u óptica. Quería simplemente mostrar que esto no pasa solamente en la pintura, como usted dice, sino también en la filosofía. Y que algo tendrá que ver todo esto, por ejemplo, con su admirado Spinoza, que quería tratar de las pasiones como un tratado de geometría se ocupa de líneas y superficies. Creo que hay muchos pintores que han sentido esta tentación: encontrar la infraestructura matemática de la visión, construir simulacros científicamente fundados del modo en que llegamos a ver lo que vemos tal y como lo vemos. Si la abstracción geométrica es una culminación de todo esto, es porque esas figuras abstractas son modelos de esos átomos imperceptibles de los cuales estaría compuesta la percepción. Es como si alguien descompusiera o analizara una imagen perceptiva en sus elementos imperceptibles y los pintara. Hacer visible lo invisible, que decía Klee y usted repite incesantemente. No dar cuenta de lo visible, sino darse cuenta de cómo llegamos a ver lo que vemos. Por eso se ha repetido, también hasta la saciedad, que los cuadros abstractos no tienen significado. No lo tienen en el mismo sentido en que no lo tienen los fonemas o los grafemas. Con ellos se hace el significado, pero ellos son insignificantes. Aquello con lo que se construye el significado visual no puede tener significado visual. Es una fonología, como mucho una sintaxis, pero nunca una semántica. Creo que tiene toda la razón Lévi-Strauss cuando dice que se trata de elementos de la segunda articulación sin elementos de la primera. De la misma manera que, si se descompone una palabra en sus fonemas, se tiene la impresión de que se está destruyendo su significado y disolviéndolo en lo insignificante, la descomposición de la visión figurativa en esa suerte de imposible visión abstracta disuelve el significado per-ceptivo construyendo modelos -geométricos, abstractos- de lo imperceptible. Cuando un pintor nos hace ver, no algo visible, sino aquello que compone nuestra visión, realmente no nos da nada a ver, no nos ofrece nada perceptible; al descomponer la visión en sus elementos invisibles, en realidad descompone nuestra visión, nos ciega. Es, como usted di¬ce, algo puramente óptico, pero no visual.

¿No ha habido algo semejante en filosofía? Recuerdo que Bertrand Russell estaba presentando a principios del siglo XX (justa¬mente cuando el cubismo estaba en su apogeo) una doctrina llamada «atomismo lógico» que soñaba con descomponer el significado -esta vez el significado lingüístico- en sus elementos lógicos componen¬tes, a partir de cuya combinación surgiría el sentido. La búsqueda de lo que Russell llamaba «el lenguaje lógico perfecto» me parece comparable a esa búsqueda de las formas ópticas perfectas que caracteriza la abstracción geométrica. También los lingüístas buscaban «estructuras profundas» (evidentemente, formales) a partir de las cuales derivar ese fenómeno de superficie que es el sentido. Y también el marxismo buscaba en la infraestructura económica la gestación de los significados superestructurales o ideológicos. Por no hablar del estructuralismo (que usted conoce bien). Todos ellos se dieron cuenta, sin embargo, de que eran capaces de des-componer pero no de recomponer, de que podían construir una sintaxis o una fonología pero no una semántica. De que el significado (por muy superficial que sea) añadía algo a las proposiciones, a las frases, a la infraestructura económica o a la estructura cultural, algo que no venía de las profundidades.

De ahí la otra posición, la segunda de las dos que antes enu¬meré. Yo miro a esta mesa y veo en ella un vaso. Y hay otro tipo de filó¬sofo que diría: mi visión del vaso no se puede analizar sin des¬truirla. Porque, en efecto, si la analizo, ya no hay vaso en abso¬luto. Yo veo el vaso como vaso. Desde luego que mi visión es una interpretación (si se quiere, incluso, una interpretación de datos sensoriales), pero la interpretación es absolutamente primera. La hipótesis de unos «átomos de sensación» a los que yo añadiría después mi interpretación es profundamente contraria a la experiencia. Los «datos de la sensación» o «átomos imperceptibles» son -justamente- una abstracción a partir del hecho concreto e irreductible de mi visión del vaso como vaso. Nunca, decía Heidegger, oigo un ruido, siempre es el ruido de un coche, de una silla que se arrastra, de una explosión o de unos pasos en la noche.

Toda sensación está inmersa en una percepción que la interpreta, la sensación no es más que una abstracción a partir de lo real y concreto, que es la percepción. No hay duda de que ver es leer -pues esto mismo que yo interpreto como vaso otro podría interpretarlo como florero, como cubilete o como cenicero-, pero eso mismo prueba que el sentido no viene de las profundidades de una estructura mecánicamente articulada y simulable o matemáticamente calculable por combinatoria de elementos, si yo interpreto el vaso como vaso no es a causa de los átomos de sensación de los cuales estaría hecha mi percepción (porque en ese caso, si tal es el Código en el cual Dios ha escrito el Libro de la Naturaleza, todo el mundo tendría que interpretar el vaso como vaso, lo cual no sucede), sino porque la interpretación me precede, es ella quien posibilita mi percepción del vaso como vaso, no estoy inmerso en un mundo de cuerpos mecánicos y de impulsos nerviosos, sino en un mundo simbólico-cultural de significados trabados unos con otros, mi percepción no es hija de mi cuerpo sino del Espíritu, el sentido no viene de las profundidades sino de las alturas. La percepción no está compuesta de nada, nace ya toda hecha, armada de una pieza. El significado no se deriva de las leyes mecánico-matemáticas de composición del significante. No se puede analizar, porque es sintético por naturaleza. Aquí volvemos a encontrarnos con un misterio inexplicable. ¿Por qué interpretamos el vaso como vaso y no como palillero? Lo único que se puede responder es que todo depende del contexto. Pero, si el sentido de las palabras y de las cosas depende del contexto, ¿de qué depende el contexto? Pues el caso es que el contexto sólo puede describirse mediante palabras, de tal modo que el contexto a su vez depende de las palabras: hay palabras (iniciales, inaugurales, auténticas, originarias) que hacen contexto, que crean mundos (son las de los poetas). Y hay palabras (secundarias, derivadas, inauténticas, falseadas) que se limitan a habitar (es decir, a significar) en esos mundos. No es el Libro de la Naturaleza, sino el de la Cultura, el que contiene las claves del sentido.

Aquí, el cuerpo es sometido a una suerte de eliminación (es decir, sólo existe en la medida en que sea un cuerpo interpreta¬do); puesto que la percepción (en cuanto interpretación) no se compone de sensaciones, la sensación misma queda eliminada y con¬vertida en una abstracción (eso inauténtico y derivado que se sigue de la interpretación y que sólo tiene sentido gracias a ella). Antes de la interpretación no puede haber nada o, justamente, sólo la nada, el caos, lo informe, contra lo cual se enfrenta el poeta que dice la palabra inicial. Diríamos que también en este caso la realidad física es imperceptible de forma inmediata, sólo podemos percibirla, verla, interpretada, lo que sucede es que es la interpretación lo que aquí se convierte en directo e inmediato. Si re¬tiramos la interpretación, sólo queda el caos, no podemos ver na¬da. De aquí, en pintura, el informalismo. Si sometemos un objeto a dos contextos -es decir, a dos mundos, es decir, a dos interpretaciones- diferentes, en realidad, dado que el significado procede del con¬texto, tendremos dos objetos completamente distintos. De aquí, en el arte, el urinario de Duchamp y todo el arte conceptual. También esta es una posición curiosa: viene a decir que no hay hechos, sino únicamente interpretaciones de los hechos y materia amorfa (siendo la materia amorfa también otra abstracción, pues finalmente es imposible sustraerse a alguna interpretación -pensemos en el test de Roscharch-, por lo cual se habla con razón de un informalismo abstracto). Resulta extraño pensar que no orinamos sobre urinarios, sino sobre interpretaciones. Al poner de manifiesto la interpretación (o bien el hecho de que sólo lo amorfo escapa de la interpretación), se recurre a otro modo de hacer visible lo invisible o de hacer ver lo que nos hace ver. Creo que también esto tiene sus correlatos filosóficos: lo dionisíaco como tendencia a la disolución y la desintegración caótica, por una parte, lo fenomenológico, lo hermenéutico, más apolíneo y constructivo, con su a priori de la interpretación y el prejuicio, por otra. Hay, sin duda, en la historia de la pintura, una línea dionisíaca, gótica, bárbara como usted dice, y uno tiene la impresión de que el dripping de Pollock es el definitivo desbordamiento de esa carne excedente que ya amenazaba con destruir la forma del cuerpo en las figuras de Miguel Angel, la vida inorgánica que ha¬bita dentro de lo orgánico. Aquí no se pretende tanto dar cuenta de cómo llega a hacerse nuestra visión cuanto deshacerla, disolverla, en una suerte de pulsión de muerte. Al contrario, la ten¬dencia fenomenológica o hermenéutica tiene más que ver con el principio del placer, la travesura, la compulsión a la reinterpretación, a encontrarle un sentido (hasta la paranoia de la sobreinterpretación). Si en la otra posición se trataba siempre de significantes sin significado, aquí se trata más bien de significados sin significante (pues en realidad el objeto es nada, lo es todo el concepto, la interpretacion, la función, el contexto). Es una semántica sin fonología ni sintaxis. Puesto que las percepciones (en cuanto interpretaciones) son indescomponibles (su descomposición equivale a su disolución dionisíaca en el caótico abismo), son también mutuamente irreductibles e inconmensurables. Esta es la famosa irreductibilidad entre contextos diversos con la que tanto disfrutan sus amigos Foucault, Derrida y Lyotard. Naturalmente, al no tener base alguna (al haber renunciado a la estructura profunda, al significante) para preferir una interpreta¬ción mejor que otra, el conflicto de las interpretaciones se con-vierte inmediatamente en una cuestión de poder. Y esto hace que, paradójicamente, los filósofos de la diferencia hayan terminado dando lugar a la guerra de las identidades.

Ahora bien, creo que usted descubrió otra línea en la historia de la filosofía, y por eso me atribuye a mí un lugar intermedio entre lo óptico y lo manual, entre lo ascético y lo bárbaro. Usted no es un positivista ni un fenomenólogo y, a pesar de su cariño por Nietzsche, creo que tampoco es del todo dionisíaco. Usted ha escrito una Lógica del Sentido y una Lógica de la Sensación, pero no una Sintaxis Lógica ni una Fenomenología de la percepción. A usted la percepción no le interesa. O, digámoslo de este modo, si usted mira hacia esta mesa y percibe un vaso, entonces no hay nada interesante. Lo interesante empieza, para usted, cuando siente algo que no puede ver, que no puede percibir. Hay algo extraño en ese vaso. Pero, si desciendo hacia las profundidades descomponiendo mi percepción del vaso, la extrañeza desaparece (allí todo es extraño, y por tanto nada lo es). Si asciendo hacia las alturas en busca de la intepretación en la cual se apoya mi percepción, también la extrañeza desaparece, porque allí todo me es familiar. Lo extraño está en mi visión del vaso, pero no puedo verlo cuando lo percibo o cuando lo interpreto, se sustrae a mi mirada. Es un elemento decididamente no-figurativo, pero no es abstracto, ni geométrico, ni mecánico. No es una interpretación, no es el ruido de un coche, de una silla que se arrastra, de una explosión o de unos pasos en la noche. No tiene forma ni se explica por el contexto. Es una sensación, una intensidad. Podríamos decir que es amorfo, pero si convierto el vaso simplemente en una mancha de materia, como si lo disolviera mediante un ácido, ya no siento nada (yo, como pintor, tengo que hacer verdaderos esfuerzos para que los cuerpos de mis figuras no se escapen por sus bocas, por las puntas de sus dedos, por sus vientres, por sus narices). La sensacion es una deformación: no es una interpretación porque no la siento como vaso ni como ninguna otra cosa; tampoco es un impulso nervioso o una partícula física o sintáctica, porque no pertenece a mi mirada. Sólo puedo sentirla como una deformación de la figura o como una deformación del ojo, que no es un elemento componente de un cuadro figurativo o narrativo, pero tampoco algo que pudiera interpretarse en función del contexto, porque se trata de algo completamente liberado de todo contexto. Lo que yo haría entonces sería pintar el vaso -un vaso cualquiera, porque ni siquiera sería este vaso, sino un simple vaso común y corriente-, pero haciéndole sufrir una deformación que hiciese visible esa extrañeza invisible que siento en mi visión -haciendo subir a la superficie del sentido (de lo sentido) el elemento informal y amorfo que late en mi percepción pero que no puede reducirse a ella-. Digamos que esto me emparenta con la primera filosofía de la percepción que antes he resumido, en el sentido de que pienso que hay algo irreductible a la percepción, a la mirada, a la interpretación, pero al mismo tiempo me separa de ella, porque para mí ese algo irreductible -a saber, la sensación- no es algo abstracto, ni mucho menos geométrico, no es figurativo pero tampoco abstracto ni informal. Es algo para cuya expresión necesito la figura. Digamos que la figura es el conjunto mínimo de condiciones restrictivas que permite ver algo que no es figura. Con todo, la sensación no es ficticia, ni imaginaria. Es perfectamente real y concreta, aunque su realidad sea de otro tipo que la de la mirada. Por muy fantásticas que puedan parecer las escenas de mis cuadros, lo que yo pinto existe realmente, aunque sea en un nivel distinto al de la figuración, al de la narración y la representación. Lo que la gente suele hacer en este punto es decir: bueno, la pintura canónica y tradicional siempre ha sido narrativa, figurativa, representativa, si Bacon quiere hacer otra cosa, entonces es que Bacon es un anti-pintor de vanguardia que trabaja tras la muerte histórica de la pintura. Y lo que me gusta de su libro es que usted -y en esto reside su heterodoxia y, si usted está en lo cierto, también la mía-, usted dice: no, la pintura nunca ha sido representativa, ni figurativa, ni narrativa, la pintura siempre ha querido pintar la sensación, y precisamente por eso Bacon es un pintor y no un anti-pintor.

Bueno, ya sé que en este punto usted y yo no estamos del todo de acuerdo. Yo pensaba, antes de leer su libro, que la pintura sí que había querido ser, en otro tiempo, narrativa o figurativa, al menos en parte, y que hoy día ya no lo intentaba porque esas funciones habían sido asumidas por la fotografía y, luego, por los demás medios visuales. Pero me pareció formidable leer en su libro la idea de que la fotografía nunca ha querido representar la realidad sino más bien sustituirla, reinar sobre el ojo y no someter¬se a él. Lo que ocurre es que los pintores lo han intentado de dos maneras: por una parte, han querido escapar del control de la narración y la figuración (y, en definitiva, del control del lenguaje) ateniéndose a una visualidad pura, a algo puramente óptico, intraducible en términos lingüísticos; o bien, por otra parte, se han sumergido de tal modo en lo narrativo y figurativo que han reducido la interpretación de una obra de arte al modelo de lectura de un texto (con lo cual la producción de sentido se reduce a la variación del contexto), y sólo han dejado, como posibilidad de escapar a la interpretación, el puro informalismo caótico y matérico. Entre esos dos extremos, según usted, hay otra posibilidad: no un ojo sin manos, un código puramente óptico, no una mano sin ojos, una materia que no admite figura ni historia, sino un ojo que toca, la invención de un nuevo órgano de visión que permite ver la sensación, que permite ver allí donde no hay mirada.

Esto es lo de menos. En cualquier caso, lo que me interesa es que a usted le ha pasado lo mismo. Al leer sus libros, sobre todo sabiendo que usted es compañero de generación de Lyotard, Foucault y Derrida, la gente se decía: bueno, estos son anti-filósofos que sostienen que, desde Parménides para acá, todo el mundo ha querido someter el pensamiento a la identidad, a la semejanza, a la analogía, mientras que estos franceses liquidan la historia de la filosofía para pensar ahora otra cosa que ya no cabe en ella, la diferencia, la pura diferencia. Pero usted no decía eso. Usted decía que los filósofos (al menos algunos) siempre han querido pensar la diferencia, que esto no es una ocurrencia de los anti-filòsofos de vanguardia. Por eso su diferencia no se puede reducir a una identidad. Usted no es el filósofo de las diferencias (es decir, de otras identidades presuntamente distintas de las dominantes), sino el filósofo de la diferencia, es decir, de la no-identidad, el filósofo de los que no tienen identidad. Esta es la razón por la cual, por mucho que se empeñen, nadie podrá hacer una biografía de usted ni de mí (hemos perdido enteramente nuestra vida en nuestras obras). La sensación, como el concepto, no tiene historia. No por¬que sea algo eterno, salvado del paso del tiempo, sino únicamente por su extremada pobreza. Sus libros, como mis cuadros, no son instrumentos de la memoria, sino testimonios de lo irremediable-mente perdido para la historia. No cuentan historias, sólo sirven para pensar (poniéndole a los conceptos ojos y manos) o para sentir (poniéndole a la gente ojos y manos en donde no los tenía), cosas ambas que nada tienen de profundidad ni de altura, que son simplemente superficiales.
Atentamente,
[firmado ilegible]

Pierre Francastel /// Interpretación(es)

«Es de una necesidad total que el arte de una época esté de acuerdo con la sociedad, con sus condiciones generales, económicas e intelectuales, positivas; pero lo que realiza, en cualquier ámbito que sea, una generación o un grupo de generaciones cualesquiera, no representa jamás la suma de posibilidades incluidas en una situación social dada. Tomemos el ejemplo del Renacimiento [italiano]. Allí también hay, en un momento dado, un descubrimiento súbito de posibilidades técnicas e imaginativas. Pero hacen falta muchos siglospara que los hombres den la vuelta al nuevo universo. Desde Brunelleschi y Uccello se han dicho muchas cosas que hacen imposible toda vuelta atrás; pero el arte de Rafael no está incluido tal cual en los inicios. El nuevo universo no es un mundo exterior dado, sino que está formado por obras creadas sucesivamente. Otro tanto sucede en nuestros días. Es la nuestra una época de transformación total del universo. En el ámbito plástico, los maestros de la Escuela de París son los grandes precursores, los Uccello y los Piero del futuro. Fueron ellos quienes mostraron que se imponía una representación nueva del espacio, que era posible y que podía realizarse siguiendo ciertas fórmulas, que ellos mismos esbozaron. No por ello es menos cierto que, inclusive en Van Gogh y en Gauguin, inclusive en Cézanne, si se considera el conjunto de su obra, quedan porciones enteras en las que domina la concepción antigua del espacio, lo mismo que no existe ruptura absoluta en el Quattrocento, en la obra de los Masaccio y los Masolino, entre el espacio plástico de Giotto y las búsquedas nuevas. Decir que la sociedad sale en un momento dado del antiguo espacio para penetrar en otro, es inexacto, salvo que se elimine al mismo tiempo toda idea de ruptura, excepto la del deslizamiento insensible.

»No hay generación de destructores y luego una de constructores. Las cosas son menos simples. Hay hombres que, tras formarse en la escuela de la tradición, invierten algunas reglas fundamentales del pasado y plantean algunas proposiciones nuevas como la del valor plástico del color puro o la de las dimensiones del espacio representativo. Y los hay que, conocedores de las primeras búsquedas, se esfuerzan por materializar las posibilidades sistemáticas recientemente liberadas, pero que advierten necesariamente, en ese momento, que el mundo actual no es un universo totalmente construido en el cual uno puede introducirse mediante ciertas claves. En consecuencia, no es cuestión de considerar que en una primera época el antiguo espacio plástico sea destruido y que, en la segunda, el nuevo espacio sirva de marco estático a la nueva creación  plástica. En un Gozzoli se ve muy bien lo que pertenece al pasado y lo que pertenece al presente. Lo mismo ocurre en un Cézanne y en un Gauguin. Sin embargo, en este caso, como no conocemos todavía el futuro, nos resulta difícil predecir cuáles de las múltiples posibilidades teóricas están destinadas a servir de soporte a las especulaciones futuras, en función de las cuales, no lo olvidemos, se clasificarán más tarde las búsquedas de nuestros contemporáneos y de los hombres de la generación precedente. Un modo de vida completamente nuevo es tan inconcebible como un espacio plástico enteramente inédito. El hombre no se adapta sino por etapas. En consecuencia, es necesario concebir a nuestra época, así como al Quattrocento, como hondamente atravesada por grandes ímpetus y enormes desalientos, descubrimientos fulgurantes y penosas realidades.

»Lo que me parece seguro es que, con los impresionistas primero, luego con la generación siguiente, la de los hombres de 1880-1890, el problema de la representación plástica de las cosas en el espacio fue completamente replanteado, en la misma medida en que cambiaron las concepciones generales de la vida. Hacia 1900, la parte crítica de esta obra está terminada. A partir de ese momento los artistas no parten ya del espacio clásico para destruirlo. Un Gauguin, un Van Gogh, parten del impresionismo; un Braque y un Matisse, de Van Gogh y de Gaguin. Se apoyan sobre las experiencias ya positivas de sus mayores. Al mismo tiempo, no se trata de que ellos manejen libremente las leyes fundamentales de un espacio plástico nuevo. Continúan la búsqueda. Y si se quiere acabar de comprender el sentido general de la aventura plástica en que está comprometido el mundo contemporáneo, es indispensable echar una mirada sobre sus trabajos. Después de 1900 queda mucho por destruir y mucho por determinar. El espacio del Renacimiento no ha desaparecido y el nuevo espacio moderno no ha nacido. Por lo tanto es necesario examinar todavía sobre qué bases continúa la obra a la vez destructiva y positiva de los artistas vivos.

»Los historiadores del arte contemporáneo se han esforzado, en general, por describir, en la medida de sus posibilidades, las fases sucesivas por las que ha atravesado la moda estética de este último medio siglo. Lejos de mí la idea de censurarlos por ello. Estoy persuadido de que una historia precisa de nuestro tiempo no puede ser escrita sino después de establecer un inventario minucioso de los incidentes que constituyen el diario del arte contemporáneo. Creo también, sin embargo, que si nos esforzamos por dar un paso atrás, como lo hacemos con el pasado, el movimiento general de las ideas, llegaremos a simplificar considerablemente las cosas.

»Estoy convencido de que no se puede colocar al mismo nivel de modas al ballet ruso o al arte negro y al cubismo. Me parece que este último medio siglo quedará caracterizado como la época cubista. El fauvismo es el único movimiento al que se puede, plásticamente, considerar paralelamente, pero no se representa una búsqueda del mismo alcance. No hace sino prolongar el arrebato de Van Gogh y no modifica el sentido dado por él al color. Exalta, pero no modifica su naturaleza. Por el contrario, el cubismo es un punto de partida que explica directa o indirectamente multitud de tentativas, aparentemente tan diferentes como las telas de Braque, Picasso, Delaunay o Juan Gris hacia 1910 y las obras de esos mismos maestros hacia 1930. Es la única medida común entre Léger y Matisse. Es el único movimiento que ha pasado sucesivamente por una fase de especulación teórico-literaria y por una fase libre de experimentación plástica -y en ocasiones casi opuesta a la teoría-. Como el impresionismo, el cubismo desborda al término que lo quiere designar. La única cosa cierta es que, a mi juicio, el cúmulo de esuerzos individuales representados por la Escuela de París entre 1905 y 1950, desemboca siempre en el planteamiento de un cierto número de interrogantes, de los que los teóricos del cubismo fueron los primeros en tomar clara conciencia. No se trata, además, de pretender reducir el aporte positivo de esta generación a la cristalización de una doctrina; por el contrario, se trata de probar que el cubismo es algo que sobrepasa en mucho las especulaciones teóricas con las cuales se satisfacieron los primeros grupos de investigadores, y que existe en realidad un lazo entre todos los esfuerzos de una generación que pasa y que no habrá dejado finalmente detrás de sí una obra menos positiva que la de las precedentes, sobre todo en el ámbito de la representación del espacio.

»No es mi inteción hacer aquí la historia del cubismo, que es la de las diferentes corrientes de la pintura desde 1905. Pero me parece que podríamos estar fácilmente de acuerdo en admitir algunos caracteres generales. Mientras que los hombres de la generación precedente parten de una formación todavía clásica, los Picasso, los Delaunay, los Braque y los Léger parten de la experiencia de los maestros de la generación precedente, exactamente como los artistas de 1460-1480 parten de Masaccio, de Masolino y de Uccello, y ya no de Giotto. En segundo lugar, muchos artistas de fines del siglo XIX atacaron al Renacimiento sobre el plano espacial, pero casi únicamente desde el punto de vista de la forma; algunos solamente abordaron el problema del color; fueron los cubistas quienes finalmente plantearon el problema de la iluminación.

»[…] Espero mostrar en algún otro momento cómo, en la hora actual, este esfuerzo no sólo se realiza no ya con vistas a una destrucción que, habiendo afectado en distintos momentos a la forma, el color, la luz, la iluminación, el contenido y la expresión, es ya casi total, sino con vistas a la edificación de un nuevo estilo del cual, en mi opinión, son ya perceptibles algunos rasgos generales.»

 

Pierre Francastel, Sociología del arte, Madrid, Alianza-Emecé, 1975, pp. 194-202.

Robert Motherwell y los poetas /// Fund. Juan March (2012)

Entre las muchas interpretaciones que el arte ha tenido a lo largo de la historia, descansan a menudo las ideas contrapuestas de evasión y compromiso. Evasión como sinónimo de respiro o compromiso como persistencia, estas dos facetas han encarnado las posturas históricas sobre las que más veces ha oscilado la valoración misma de la historia del arte. Se suceden en el tiempo y se repiten cíclicamente en función del contexto socio-político en el que se nacen, se desarrollan y mueren.

Es raro encontrar el acicate que remueva de nuevo esos parámetros agazapados y cubiertos por la historia. Horacio, la pintura, la poesía, el impacto y fuerza de la palabra sobre la materia, el alimento pictórico para la letra, etcétera. La Fundación Juan March explora sesgadamente este paradigma en el entretiempo veraniego que asola Madrid con Motherwell y los poetas (Octavio Paz y Rafael Alberti), una muestra que escarba en la interrelación de estas dos reinas de la cultura. El eje plástico parte de Robert Motherwell (1915-1991), figura decisiva del expresionismo abstracto norteamericano, el cual sintió siempre una gran atracción por la cultura europea, especialmente por España, con la que se solidarizó condenando la tragedia que supuso nuestra Guerra Civil. Lo que implicó a su vez, en la década de los setenta, y sobre todo en el marco de la diáspora intelectual a América, entrar en contacto con algunos de sus más comprometidos intelectuales.

La muestra, de formato reducido, está constituida por fondos propios de la institución, tanto del archivo histórico como de su biblioteca, así como por algunos préstamos de colecciones particulares. Pretende mostrar asimismo la relación que Motherwell mantuvo con los literatos Rafael Alberti y Octavio Paz. Baste recordar la primera retrospectiva que en España le dedicó esta misma casa en 1980; de ahí los fructíferos contactos que el artista forjaría con la institución y sus colaboradores. Está dividida deliciosamente en tres apartados que abarcan diversos aspectos de esta interrelación. “Robert Motherwell: tres poemas de Octavio Paz” presenta las litografías que el artista norteamericano realizó entre 1981 y 1982, y que acompañaban a tres maravillosos poemas de Octavio Paz publicados en 1976: Nocturno de San Ildefonso, Vuelta y el último, Piel/Sonido del mundo, inspirado en el conocimiento directo de la obra del pintor y escrito cinco años antes. La segunda sección, “El Negro Motherwell: Rafael Alberti”, se abre y se cierra en torno de un ejemplar de Negro Motherwell –cedido por Vicente Rico, médico personal del escritor en Madrid–, un libro realizado conjuntamente con la letra del poeta y la ilustración del artista; una joya magnífica que huele a ternura y a desgarro, a dolor y a belleza. Le acompañan a este ejemplar varias fotografías del acto de inauguración de la primigenia exposición del año 80 y una instalación audiovisual que penetra en los ojos del visitante a través de la voz del mismo Alberti, recogiendo en apenas tres minutos el poema que el gaditano pronunció el 18 de abril en la Fundación. El tercer y último apartado es “Octavio Paz y el libro creador”, donde se recogen libros de Octavio Paz procedentes de la biblioteca de Julio Cortázar, donados por su viuda en 1993. Desde libros-caja a los famosos discos visuales, podemos comprobar la estrecha relación que mantuvieron los dos escritores a través de las dedicatorias que el poeta mexicano hizo a su colega argentino en los ingeniosos experimentos a medio camino entre el texto y las imágenes que componían su obra.

Como bien nos decía Manuel Fontán del Junco, la exposición pretende cumplir con una nueva serie de propuestas breves articuladas en torno casi a la idea de muestra de gabinete, con la que ofrecer nuevas lecturas de gran intensidad artística. Esta última resulta encomiable por lo que tiene de maridaje entre especialidades, por remover el cultivo filosófico de las categorías de pintura y poesía, por hurgar de nuevo en trámites aparentemente resueltos, por llevar al visitante que lo desee hasta la estupefacción más maravillosa y productiva. Es de esas exposiciones que, sin pretensiones exacerbadas, consigue arrebatar del veedor una sensación preciosa, lírica, como de ilustración miniada. Y además de ello, está el pretexto de rememorar la obra de Robert Motherwell, quien, en su intervención en la fundación en 1980, después de recoger el turno de un Rafael Alberti tembloroso al recitar su propio poema en presencia del inspirador, decía: “La poesía es imposible para mí. Quizás sea por esto que soy pintor”. Vengan ustedes a comprobar por qué.

Motherwell y los poetas (Octavio Paz y Rafael Alberti)
Calle Castelló, 77 – Madrid
Hasta el 1 de septiembre de 2012
 
 
Artículo publicado en la revista Culturamas: «Robert Motherwell y la literatura de Octavio Paz y Rafael Alberti» (01.VIII.2012)

El arte contemporáneo o la teatralidad de los usos lingüísticos

Con la irrupción periódica de las ferias de arte contemporáneo, pueden sacarse muchas cosas en claro, amén de lo que para algunos pueda ser un gozo estético de grandes cotas. El arte está más presente de lo que creímos. Prácticamente no existe referencia sociocultural que no se preste al detalle artístico o a la anécdota rebuscada, o incluso a la citación de turno descontextualizada y que marca la evidencia de nuestro egoísmo discursivo. Y cada vez más, nuestros usos y costumbres idiomáticos van derivando en una extraña y ecléctica mezcolanza de matices que se pierden en la bruma de lo incomprensible. No es la primera vez que se instrumentaliza el arte; para ser francos -la palabra más polémica que ha sonado esta vez en ARCO, por cierto-, el arte siempre ha operado como vehículo de propósitos de índole dispar.
Pero antes detengámonos en otras cuestiones para saber dónde dirigirnos. Desligándonos aparentemente del argumento figurativo del arte, el teatro refleja muy bien la analogía universal a la que toda la vida estuvo vinculado Charles Baudelaire, aquella con la que batalló incansable e impenitente, sobre la que levantó memoria eterna en sus escritos como ningún otro hombre de su tiempo. Pues bien, el teatro refleja la clara dicotomía de lo que desde sus orígenes y evolución supuso uno de los problemas más señalados: los personajes. Los personajes se desenvolvían en torno a dos grandes polos diferenciados. Por un lado estaban los llamados personajes individuo y por otro los personajes tipo. Irremediablemente están en esta órbita tanto la totalidad del teatro del Siglo de Oro como el de, especialmente, Carlo Goldoni. Sobre todo para éste último, tal distinción suponía una especie de traición, de desplante, de infidelidad e injusticia sobre los pobres personajes tipo. Y el caso es que gracias a este osado planteamiento, se abrió la puerta de la empatía hacia tipos que finalmente resultaron ser hasta elogiables. Virtuosos de la modestia, galanes de la probidad.
Existían múltiples variantes del «gracioso», un tipo tan liviano en apariencia que estuvo considerado como un simple peón de ajedrez; después fueron descubiertos los distintos movimientos que ese peón singularísimo podía emprender además de la línea recta, símbolo sin duda del buen pensar y el acatamiento de la moral impuesta. Al «gracioso» se le fue concediendo -a lo largo del tiempo- una mayor complejidad psicológica cediéndole parte de un terreno que tradicionalmente le estaba vedado. Sin embargo, luego estaban los otros, que eran los primeros, los individuo. Éstos son los de verdadero cariz heroico, los genuinos por antonomasia, los personajes que se recordarían por los siglos de los siglos, los que aguantarían el avate de los tiempos y soportarían la impiedad de la opinión pública, salvando incluso cualquier tipo de estigma político o social basándose en una justificación per se, universal, intemporal, absoluta. Allí estaba el valeroso caballero Don Quijote, el noble Othelo, el temperamental Hamlet, el osado Fausto, el trágico Werther…, hombres de renombre cantados por los versos más encomiables que la Humanidad vio nacer. Sólo podía haber un Moro, o un sólo Príncipe de Dinamarca, pero sí existían en contrapartida varios escuderos, varios Sancho Panza.
Volviendo al tema principal del que hablábamos, la analogía es clara y completa, rotunda. Basta pasearse por los artículos de arte especializados para comprobar cómo el uso lingüístico imperante es el de reducir en la multiplicidad -un gran oxímoron- al hombre de genio, a saber, la simplificación más radical de lo sublime. Parece como si ya no importara tanto lo que hace de Bacon un majestuoso Bacon -«¡Mira, un Bacon de quince millones de euros!», se escuchaba entre los asistentes a ARCO-, como si le arrebatáramos a la esencia su unidad y la comprimiésemos en pura cifra, valor numérico en función de su reproducción. Por el contrario, nos referimos a los Chema Madoz, a las Esther Ferrer, a los Daniel Canogar, a las Ana Mendieta y un largo etcétera. Han perdido su principio cualitativo en pro de su faceta cuantitativa, se han multiplicado de repente en una suerte de desiquilibrio acelerado que incorpora nuestros hábitos y costumbres en una rueda, no de la fortuna, sino del caos y la precipitación. Despojamos al universal de su garra para incorporar un número, quizás el mismo de la cartela de su precio venta público: PVP.