Perder el juicio en la cuna de la civilización /// Mario Colleoni

Mientras las circunstancias nos vencen, el turismo nos vence y el odio nos vence, el racismo se propaga. Ellos están ganando y nosotros, perdiendo. Día tras día nos llegan noticias sensacionales de un mundo que parece hecho al revés. Las encajamos con una naturalidad pasmosa. Toleramos el escándalo de una forma tan cotidiana que lo blanqueamos con una templanza que asusta. Lo relativo a la política nos parece una trivialidad. Las malversaciones sociales, una costumbre. Los atropellos fiscales, algo diario. Y las injusticias, casi necesarias. Noticias sensacionales que parecen el opio del pueblo, el alimento de nuestras frustraciones. Noticias que creemos inofensivas y que, sin embargo, devoran nuestro tiempo, el que invertimos para informarnos, para saber cómo están las cosas fuera de nuestro estupendo ombligo ideológico, para conocer las inquietudes que hay en el mundo, de qué se habla y de qué no, para estar al corriente de las fechorías y los avances, de los hallazgos, de los inventos y de las revelaciones, y también, si hay suerte, para que algún buen titular nos alegre el día. Lo último que nos llega sobre la prohibición de sentarse en los monumentos de Roma es la gota que colma el vaso de la decencia humana.

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Es una lástima pensar en todos los escalones, escalinatas y escaleras de Roma. Las hay de acceso, de tránsito y de comunicación. Por ejemplo, la que va desde Via Cavour, atraviesa la Torre dei Margani (endémicamente conocida como Borgia) y llega hasta San Pietro in Vincoli, siempre fresca y oxigenada. La de Via Magnanapoli, repleta de vida, que comunica el Foro Trajano con una de las principales arterias de llegada a la ciudad. U otra antes de llegar a esa famosa columna, en el ramal izquierdo, casi encajonada, que sirve de entrada a la iglesia Santi Domenico e Sisto, dibujando una doble tenaza preciosa, teatral y escenográfica, puramente barroca. Está la que se sumerge en la tierra desde Via Nazionale y nos guía, como un obsequio, hasta la basílica de San Vitale. La que sube desde Via Piacenza y se abre en dos brazos hasta entrar en los jardines de Carlo Alberto. La escueta y confortable del Palazzo Cimarra, compuesta por apenas cuatro o cinco peldaños. La discreta y hermosa de Sant’Andrea al Quirinale, diseñada por Bernini como una galleta perfecta. Están las que hay en una esquina de Piazza Venezia, en un extremo de la avenida que conduce hasta el anfiteatro Flavio. O las infinitas del otro lado del Campidoglio, que nos suben hasta Santa Maria in Aracoeli, cuya leyenda dice que fue recorrida por la mismísima Santa Elena, madre de Constantino. Y también las del Gesù, la obra maestra de Giacomo della Porta, o las de San Marcello al Corso, refugio pacífico de mendigos, o las de la plaza de Santa Maria del Popolo, centro simbólico de tantas cosas. Escaleras las hay a cientos en Roma. Las hay grandes y minúsculas, majestuosas y discretas, penosas y memorables, pero todas son funcionales. ¿De verdad está prohibido sentarse hoy en todas estas y en las dos mil más que faltan por enumerar?

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Escalinata de Santa Maria in Aracoeli y rampa del Campidoglio

El ayuntamiento ha colocado a ocho agentes en la escalinata de Piazza di Spagna y los ha equipado con un silbato, signo inequívoco de que las maniobras más siniestras pueden ser ejecutadas con los gestos más ridículos. Con ese temible silbato el consistorio romano les ha sido asignado un cometido de crucial importancia: disuadir a todo el que tenga la ocurrencia de ver una escalera y sentarse en ella. Espero que nadie tenga la mala suerte de llegar a los pies de Santa Trinità dei Monti siendo presa de un brote de insuficiencia respiratoria, o de un infarto cardíaco, porque como de ello dependa su vida, yo iría persignándome para esperar la intercensión de San Francisco de Paula.

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Palazzo Senatorio, Roma / Miguel Ángel, 1540’s

Es inevitable hacerse preguntas. ¿Querían conservar su patrimonio y no han encontrado una mejor fórmula que vetar el disfrute humano del monumento? ¿Qué es de los justos, los limpios y los respetuosos, nadie va a darles vela en este entierro? ¿Por qué se vende la idea de que el turismo es el único causante de esta tropelía? ¿Acaso era más sencillo prohibir en vez de diseñar una batería de multas y sanciones (legislar, que para eso sirven los políticos) para todo aquel que se comporte incívicamente, turista o no?

Yo no me considero un turista y no fomento el turismo; soy escéptico si tengo que hablar de los beneficios que reporta esa actividad; pero si damos por supuesto que existe una voluntad real de que el mundo sea cada vez más habitable para un mayor número de personas, entonces tendremos que empezar por la verdad aunque la verdad no nos guste. El vandalismo, los destrozos, la suciedad y la tremenda porquería que ha tenido que soportar Piazza di Spagna a lo largo de los años debe ser incuantificable. Pero ¿somos tan ingenuos como para creer que los turistas son los únicos culpables? Escudándose en el parapeto argumental de que un extranjero es capaz de cualquier cosa, un romano puede hacer lo mismo que un turista, y me atrevería a decir que incluso con mayor libertad. Tal vez la equivalencia por cada romano sea de ciento cincuenta extranjeros, pero la carencia ética es idéntica en ambos casos. Por unos y por otros, todos somos hoy unos vándalos. Por ellos y por la horda de ciudadanos (aunque esto no sólo sucede en Roma o Italia, sino en todas las ciudades de la Europa meridional) que contribuyen con su silencio pasivo, con su actitud pasmosamente distante de permitir, tolerar y no avergonzar a nadie que comete un acto irrespetuoso en o sobre un monumento. Hablo de gente que se siente muy orgullosa de haber nacido en una ciudad multituristificada (como por ejemplo Roma, Madrid, Venecia, Sevilla, Florencia, Barcelona, Nápoles o Valencia) que generalmente no hace nada para combatir la falta de civismo. Hablo de un sentido de pertenencia que no se lleva en la sangre, ni en el lugar de nacimiento, ni en el DNI, sino en el cerebro, en el corazón, cultivado con ideas, principios y valores.

Como nadie frene esta oleada de sinrazón, primero serán las escaleras, después serán los poyetes, y la cosa terminará con una denuncia por que una persona le ha dado por apoyarse en una esquina de su casa. Me encantará ver cómo la civilización acaba con nosotros antes de que admitamos que esto se nos fue de las manos hace ya mucho tiempo.

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Gwyneth Paltrow y Matt Damon / El talento de Mr. Ripley (Anthony Minghella, 1999)

Luego hay toda una pléyade de marcianos, seres venidos de otros lugares, habitantes de otras dimensiones, que ven positivo e incluso beneficioso que nadie pueda sentarse en las escaleras de los monumentos. Son seres fuera del mundo. Como Gianni Battistoni, heredero de la sastrería Battistoni (famosa porque en El talento de Mr. Ripley Jude Law le decía a Matt Damon que cuando fueran a Roma le llevaría a una tienda fantástica para comprarle una chaqueta estupenda) y hoy presidente de la Associazione Via Condotti, una especie de organización sindical compuesta por todas las tiendas de lujo que hay en Via Condotti, que opina, al borde del frenopático, que la medida del ayuntamiento de Roma es «un pequeño rescate de la civilización», para terminar diciendo que «la escalinata ha sido devuelta a la ciudad». No sé qué noción de patrimonio cultural tendrá este señor, pero desde luego muy humano no debe ser para decir que «en unas escaleras uno no se sienta». Nadie le ha visto tampoco sacar butacas de su tienda para evitar el «vandalismo».

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Jude Law y Matt Damon en el Caffè Dinelli / El talento de Mr. Ripley (Anthony Minghella, 1999)

Que nos estamos volviendo locos es una realidad. ¿Para qué vamos a incentivar el buen comportamiento cuando podemos acabar de raíz con un problema negando todas sus posibilidades humanas? Nos están equiparando a los malos, incluso cuando hablan de comer y beber en las escaleras. Quieren convertir las ciudades en lugares asfixiantes donde uno, casi por definición, no pueda ser justo o respetuoso. Es injusto, tanto para un turista como para quien no lo es. Explíquenselo a un muchacho de ingresos discretos que, sin poder permitirse una comida como la que debe permitirse todos los días Gianni Battistoni, opta por prepararse un humilde sándwich para comer mientras visita la ciudad. ¿Ese muchacho no puede ser cívico, limpio y respetuoso? Según esta orden, no. Esta medida da a entender (que alguien me explique urgentemente si dice lo contrario) que todos somos sucios, irrepetuosos y vandálicos, que todos somos turistas. Ese muchacho no podría hacer algo tan humano como sentarse en unas escaleras, comerse su pobre sándwich, tirar los desperdicios en una papelera y proseguir su paseo. ¿Hasta dónde ha llegado nuestra locura para prohibir la naturaleza humana de lo urbano? Mientras, el odio prosigue su camino triunfal.

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Este sería el estado ideal de Piazza di Spagna para marcianos como Battistoni: VACÍA

Que le hubieran dicho a Miguel Ángel en la década de 1540, cuando diseñó la plaza, la rampa de acceso y la escalinata del Senatorio, que ningún funcionario del Ayuntamiento de Roma podría sentarse hoy en las escaleras del Campidoglio. Que se lo hubiera dicho en 1726 a Francesco De Sanctis, que dibujó ese doble rizo icónico de mármol a los pies del obelisco Salustiano, que ningún romano podría descansar en 2019 en su Piazza di Spagna. O, ya que hablamos de atrevimientos, que le hubieran dicho a los mismísimos Ictino y Calícrates que algo tan esencial como la escalinata de un templo, dos mil quinientos años después de construir el Partenón de Atenas, sería una prohibición para los ciudadanos que habitaran el mundo. Es de una demencia que clama al cielo. ¿Están contentos los ciudadanos romanos que pagan sus impuestos? Ellos son los que deben luchar para que esto no sea una realidad.

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Partenón / Atenas, siglo IV A.C.

A este paso, lo único que nos va a quedar de la Roma-Ciudad Eterna, va a ser la eterna estupidez a la que está rindiendo pleitesía una ciudad que se revela incapaz de heredar los más nobles principios universales que la vieron nacer. Triste espectáculo, y ridículo.

Miguel Ángel Buonarroti /// Georg Simmel

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Georg Simmel fotografiado por Julius Cornelius Schaarwächter (ca.1901) / Fuente: Public Seminar

«Por su número, el tono y muchas expresiones aisladas, sus poemas no dejan lugar a dudas de que su vida estuvo continuamente agitada por el eros, y en concreto por su forma más pasional. Con cierta frecuencia su poesía pretende unir simbólicamente esta vida amorosa a su arte. Y la singularidad se encuentra en el hecho de que su obra no refleja ningún rasgo del eros, ni por el contenido ni por el sentimiento. En los demás artistas, todos ellos dotados de una sensibilidad erótica, este tono vibra inconfundiblemente en sus figuras, así en Giorgione como en Rubens, en Tiziano como en Rodin. Nada se asemeja a Miguel Ángel. Aquello que sus figuras parecen decir y vivir, como la atmósfera estilística desde donde emerge el estado de ánimo del creador, no contiene el acento de cualquier otro afecto individual. Las figuras se hallan sujetas a la presión de un destino general en el que todos los elementos, individualizables por su contenido, se disuelven. Se avecina sobre ellas, y les sacude, la vida en su totalidad, la vida como destino, que parece estar por encima de todos nosotros; que todo lo que nos rodea, y sólo en el transcurso del tiempo, se divide en experiencias vividas, en afectos, en el seguir un sendero o en fugarse de él. Dada esta configuración particular, para la que se apela generalmente al dato objetivo del destino, el hombre de Miguel Ángel se aleja y se revela en oscilaciones que le son propias, separadas ya de cualquier fenomenología. Pero no se trata de la disolución abstracta de la plástica del hombre clásico que, prescindiendo de consejos (principalmente textos griegos), se sitúa más allá del destino. Las figuras ideales griegas —antes de la época helenística— pueden parecer «vivas», pero en la vida, en tanto vida, no se encuentra su destino, como sí sucede en las figuras de la bóveda de la Sixtina o en las Tumbas Mediceas. En este sentido, también en los poemas de amor de Miguel Ángel brilla una luz que atenúa y que consigue disminuir la extrañeza, en lucha con el carácter de su obra.

michelangelo_simmel_-_abscondita»[…] Por eso, aunque su poesía más tarde hable de la perdición eterna que le espera, no tiembla de miedo por las penas infernales, sino que únicamente experimenta la angustia interior digna de pertenecer al mismo infierno. Ésta es solamente la expresión de la insuficiencia de su ser y su comportamiento, de los que es consciente, y se distingue definitivamente del comportamiento plañidero de los débiles. El infierno no es un destino que amenaza desde el exterior, sino el desarrollo lógico y procesual de la condición humana. La simple trascendencia, el cielo y el infierno, desplazados al destino terrenal, como se ha dicho de Fra Angelico, a Miguel Ángel le resulta del todo extraño. También aquí se revela su espíritu renacentista: a la existencia terrena y personal le viene dada una exigencia absoluta de realizar valores objetivos en una vida subjetiva, pero, sin embargo, de este mismo modo, a la existencia se le resta la subjetividad casual del egocentrismo. […] De hecho, todo depende del Yo y únicamente del Yo, pero no por sus sensaciones de alegría o dolor —las cuales, por así decir, no se preocupan del ser universal—, sino por el sentido objetivo de su existencia. Lo incompleto, lo fragmentario, la infidelidad al ideal en su vida terrenal, formada y delimitada por su libertad, consuma el tormento de Miguel Ángel; y la idea dogmático-religiosa del castigo infernal sólo es la proyección que viene determinada por la historia y el tiempo. Debido a los tormentos de los que se cree presa, esperados en el más allá, se vuelve sensible al hecho de que él mismo, en base a las condiciones de su tiempo y su personalidad, aspira a añadir un ideal trascendente, absoluto, solo con los medios y en el transcurso de una existencia mundana, y esto le escalofriaba porque el abismo entre ésta y el ideal era intransitable.»

 

Georg Simmel, Michelangelo, Milán, Abscondita, 2003, pp. 56-60.

Juegos de manos /// Ángel González García

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1. Fragonard, Les hazards heureux, 1782

«Dios creó el mundo y lo puso a discusión», reza uno de los aforismos de Franz Marc, aunque debería estar bien claro para todos que es con el mundo con el que hay que discutir, y no con Dios como pretenden los teólogos y los místicos dejan en ridículo al salirse de donde están o entrar en éxtasis; al escapar por un momento de la más dura ley que rige el mundo: la de la gravedad. ¿Habrá algo más emocionante que llevarle en eso la contraria al mundo? Un poco solamente; lo justo que para que, de regreso al suelo, la experiencia recobrada de la gravedad se vuelva porosa y ligera, sin embarazo, moderada y dulcemente elástica, causa incesante de gracia. Ésta de la gracia es una cualidad que se predica de las almas, pero antes que nada de los cuerpos, cuando se mueven con ligereza y armonía. De manera que si bien cabe encontrarle su gracia a un cuerpo en reposo, y en efecto encontramos graciosas muchas poses, sólo lo serán como origen o conclusión de un movimiento, o más bien como paso de un movimiento a otro. Y así en el baile, donde todo son precisamente pasos, aunque a su vez obviamente en los andares; en aquel pisar con garbo de la morena de la copla, lo que vale no sólo por desenvoltura, sino también por salero o por gracejo, un derivado de la palabra gracia que destaca lo que hay en ella de cualidad de hacer reír, de visiblemente alegre. Que los movimientos del cuerpo sean motivo de risa es cosa que Bergson ya se encargó de señalar; aunque según él sólo algunos, y concretamente aquellos que «nos hacen pensar en un simple mecanismo»; en algo que no sería propiamente la vida, «sino un automatismo instalado dentro de ella y a imitación suya»… En realidad, el cuerpo no sería para Bergson residencia de gracia y ligereza, salvo que el alma se las infunda o comunique. Una y otra constituirían, pues, atributos del «principio que anima el cuerpo», calificado por Bergson de «envoltorio pesado y embarazoso; un lastre inoportuno que retiene en tierra a un alma impaciente por abandonar el suelo». Pero si el cuerpo es necesariamente pesadez y resistencia a la gracia; y sobre todo: si el cuerpo sólo resulta gracioso cuando, negándose a sí mismo, se eleva movido por su alma, y ridículo en cambio cuando se afirma en su caída, ¿en qué queda lo del baile? ¿Habremos de reírnos sólo cuando el cuerpo del bailarín caiga por su triste peso y sentirnos espiritualmente elevados sólo cuando ese cuerpo levante el vuelo? Esta beatífica división de atributos y tareas entre un cuerpo pesado y un alma ligera perturba la indivisible gracia de la danza; disuelve el lazo de alegría y desenvoltura en que ella consiste, y sugiere en castellano, aunque no tanto en francés, la palabra gracia, en cuanto cualidad que puede predicarse tanto de lo ligero como de lo riente. La gracia del baile -e insisto en que de las dos maneras que digo- se desprende de los movimientos del cuerpo, sin que haya que distinguir seriamente entre uno hacia lo alto y otro de caída. Toda esa gracia resulta, por el contrario, del ir y venir del cuerpo; de su balanceo. Conque no es de extrañar que tan pronto nos parezca chistoso al elevarse como elegante y delicado al caer. Y al revés, desde luego, tal y como quería Bergson, al que aquí sólo he llevado la contraria por haber separado tontamente lo que, al columpiarse por ejemplo, y quizás no encontraríamos ningún otro mejor, nuestro cuerpo nos dice que es inseparable, aunque ciertamente reversible. De su ir y venir, o subir y bajar, como la barca que cabalga las olas, y creyendo cogerlas no hace otra cosa que dejarse coger por ellas, emerge una cualidad intermedia que acabo de llamar la cualidad de lo riente y tan justamente se predica de las aguas de un arroyo, cuyo flujo encuentra constantes y no demasiado serios tropiezos; que salta y cae, se adelanta y se retrasa, se rompe y se recompone, casi de la misma manera que algunos ornamentos muy antiguos, como el pámpano o la greca, que son por excelencia formas artísticas de lo riente y hacen que, en efecto, todo se alboroce allí donde se muestra, y de ahí que Mies van der Rohe dijera que le traían el recuerdo de viejas canciones, aunque mejor hubiera dicho que de risas cantarinas, como las que se escuchan al lado de las aguas de las fuentes.

 

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2. Montaña rusa ‘Promenades Ariennes’, 1817 / Fuente HcM

Son risas que se han vuelto casi inaudibles, y malamente podrían serlo en competencia con otras más modernas, modernísimas, que ya no tienen que ver con el canto, sino con el fragor de la tempestad, como decía Baudelaire de los payasos ingleses, cuya risa «hacía temblar la sala» y semejaba «un alegre trueno»… Viéndoles hacer molinetes con los brazos, le parecían a él «molinos de viento atormentados por la tempestad». He aquí un ejemplo convincente de la comicidad como «mecanización de la vida»; pero tal vez esto sólo signifique que la risa de Bergson era ya una risa moderna. Los exagerados, verdaderamente atormentados movimientos de esos payasos modernos eran causa inmediata de vértigo. A Baudelaire se le antojaba la esencia misma de la risa; o como dijo exactamente, «lo cómico absoluto»; la comicidad en tan alto grado, que empieza a confundirse con el pánico. Y puesto que hablamos de vértigo, nada mejor para ilustrar esta drástica deriva de lo riente a lo descacharrante que la boga de las «montañas rusas» a principios del siglo XIX y el descrédito -no sé si consecuente o concurrente- de aquel amable y jovial columpiarse que los antiguos griegos santificaron, y cuyos nada estrepitosos ni vertiginosos encantos desplegó Fragonard en Les hazards heureux [1], donde el ir y el venir de un columpio define un circuito jovial de miradas y de gestos, pero también de analogías, entre las espesas enaguas de la dama y la vegetación del lugar por ejemplo, o entre el frufrú de esas enaguas y el crujido de ese columpio. El evidente alboroto que se ha hecho sitio aquí no es tan grande como para echarlo todo a perder. Esto más bien parece cosa de las montañas rusas, y así efectivamente ocurre en una vieja caricatura de ese cacharro [2], donde un caballero ha terminado dentro de las faldas de una dama, dando al traste, vertiginosa y abruptamente, con el deseo de aquel otro caballero del cuadro de Fragonard, que espiaba a distancia el revoloteo de las que por un feliz azar se ofrecían a sus ojos. La conclusión del deseo voluptuosamente prolongado de mirar y seguir mirando, de recrearse en la contemplación activa de su objeto, tiene mucho de cómica, pero en su acepción más moderna, «demoledora», como dijeron los Goncourt. Y por de pronto, creo yo, demoledora de los encantos de la contemplación; de las delicias algo enmarañadas que evoca una palabra que se ha vuelto absurdamente despectiva: mirón. El caballero del cuadro lo es sin remordimientos ni desbordamientos; sólo un poco fuera de sí, como lo están los contemplativos por excelencia: aquellos místicos de los que empecé hablando y ahora querría hablar brevemente. De Sengaï en particular, un monje japonés perteneciente a la rama más estricta del Zen. Pintor notabilísimo, Sengaï se retrató un día bajo la apariencia de Bodidharma, el hombre que llevó esa forma de budismo contemplativo a China en el siglo VI, y célebre por haberse pasado nueve años de cara a la pared. Sentado en el suelo y envuelto en su manto, Sengaï parece en realidad un tentetieso; pero ése es precisamente el aspecto de Bodidharma en el retrato que el propio Sengaï hizo de él [3]: el aspecto de un juguete que en Japón significa paciencia y constancia. Sin ellas, obviamente, la contemplación se hace harto improbable; aunque no sólo la de una pared durante nueve años, sino también la del mundo en su totalidad y a lo largo de toda una vida. Los versos que acompañan el autorretrato de Sengaï sugieren, por si no bastara con ver sus dibujos, que no fue una pared lo que estuvo contemplando, sino lo que ocurría a su alrededor: «Sengaï, te has vuelto de espaldas. / ¿Qué es lo que haces?». Taizo Kuroda entiende justamente que de espaldas a la pared, y al revés, por tanto, que Bodidharma, «reafirmando así su contemplación del mundo». Desde luego, Sengaï no vio lo que pintó en las manchas o desconchados de una pared. Sus dibujos están llenos de vida, por así decir. En cuanto a lo de reafirmarme, la verdad es que no se compadece del todo con su inestable posición. Este dilema entre la firmeza y la vacilación debió afectar tanto a Bodidharma como a Sengaï, pero no seré yo quien se arriesgue a decidir lo más aconsejable para alcanzar los fines espirituales del budismo, aunque sí podría decir lo que más le conviene a quien quiera ponerse a contemplar el mundo, y es sin duda ponerlo a discusión, entrando con él en una especie de amistoso tira y afloja; de vacilante gesto de reconocimiento. «En cuanto a mí -escribió Sengaï en uno de sus dibujos- monje montaraz, / estoy sentado solitario en una roca, / debajo de lianas y glicinas, / mientras de vez en cuando / veo pasar nubes flotantes / delante de mis ojos». Sengaï debió resultar un poco cómico balanceándose, casi flotando, debajo de ese dosel de temblorosos racimos de glicinas, lianas ondulantes y nubecillas ingrávidas y fugitivas… Tan cómico, o aún mejor: tan risueño, tan riente, como el paisaje que veía y le movía. Algo dijo Cézanne de esa cualidad de lo riente a propósito de ciertos paisajes clásicos y no me extraña nada. Por cierto, que también él resultaba un poco cómico, aunque de un modo quizás involuntario. Sengaï en cambio, debió de serlo por benévola obcecación, convencido, como tantísimos maestros del budismo Zen, de que la risa ilumina; purifica; sana.

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3. Sengaï, Retrato de Bodidharma


Recuerdo haber visto hace tiempo un documental sobre prácticas brujeriles en Zimbawe, donde un curandero conjuraba un maleficio poniendo sobre el brazo de la víctima un tentetieso hecho de tres pedazos de madera. La víctima del hechizo parecía encantada por la jovial oscilación de ese juguete, que se sostenía en equilibrio como por arte de magia. «Esas cosas curan», me dijo Juan [Navarro Baldeweg] cuando le conté lo que había visto, y sin necesidad de dibujárselo. Y en efecto, ¿para qué?, si él mismo lleva años construyendo esa clase de juguetes. Aquí en la Galería Malborough podéis ver una Mesa repleta de ellos. Juguetes equilibristas me parece un modo de llamarlos más risueño que aquel otro, un poco serio, en que Juan solía hacerlo: piezas de gravedad; aunque he de reconocer que entre amigos a menudo les ha dado, y nunca mejor dicho que en plan vacilón, nombres mucho menos graves, como «la Gordita» o «el Pato»… Lo cual me lleva al uso que solicitan algunos de esos juguetes, y no debería ser tan brusco o tan patoso que dejaran ellos de estar en equilibrio; que se vinieran abajo torpemente por ignorar que incluyen una especie de regla, de requisito ineludible, propiamente una ley, cuya inexorabilidad no está reñida con la diversión y sensación de gracia que procuran al jugar con ellos sin brusquedad. A diferencia de los juegos, los juguetes no parecen necesitar reglas, o tal vez sea, sencillamente, que ya están incluidas en ellos; quiero decir reglas para accionarlos. Allí donde el hombre actúa, en solitario o en compañía de otros, se dan condiciones de juego. Habría, pues, que decir, y reconozco que no es ir muy lejos, que lo que juegos y juguetes tienen en común es la acción. Pero, ¿qué tipo de acción? Pretender que del tipo de carece de finalidad -y ni siquiera esto podría predicarse de las obras de arte, a las que Kant atribuía una, aunque paradójicamente «sin fin»- no se aviene con lo que en la acción de jugar hay evidentemente, como Juan insiste a propósito de los niños que juegan en los cuadros de Chardin, de aprendizaje de «las coordenadas del hombre». La locución latina serio ludere proclama esta otra paradoja que el juego implica. Y asimismo la sospecha de que el hombre sea sobre todo, y quizás tan sólo, un jugador, un homo ludens. Ahora bien: ¿cuál podría ser la finalidad del juego? María Moliner la declara en su primera definición de jugar: «Moverse o hacer cosas con la única finalidad de divertirse». Es posible que alguien encuentre exagerado lo de única, y más aún tratándose de algo tan intrascendente como divertirse; pero para mí que lo de divertirse es casi al revés: un salir de donde se estaba, o concretamente, un dejarse llevar hacia otra parte; algo que en principio sólo parece un desvío fortuito de la atención, una especie de descuido o distracción sin provecho, y por el contrario, no sólo es la causa más frecuente y más fructífera de conocimiento del mundo, sino incluso la forma por excelencia de su averiguación. Es muy probable que un niño nunca esté en clase tan dispuesto a aprender como cuando se distrae… El solo hecho de salirse de donde estaba, y a menudo por la ventana más próxima, en busca de nubes y de pájaros, ya es de por sí motivo de alegría, pero obviamente aún será mayor y más viva, si al salir se encuentra de pronto con lo que hay de riente en el mundo: precisamente esas nubes y esos pájaros, y también aquel lío de flores y de ramas que a Sengaï le servían de visera de sus propias y risueñas diversiones. Conque resumiendo, jugar quizás no sería otra cosa que salir a regocijarse con el mundo, aunque en primer lugar, con el cuerpo que sale moviéndose con ligereza, graciosamente. La alegría del mundo constituye un suplemento de alegría; una gratificación; un obsequio de las Gracias. Son ellas -quienes sean- las que están en el origen y régimen del juego…

Pero me temo que ha llegado el momento de hablar de lo que en el título venía después de juegos: las benditas manos. Un momento terrible, porque están por todas partes y haciendo de todo. Manos entrometidas; manos que meten más bulla que cualquier otra cosa en este mundo. El elogio que de ellas hizo Henri Focillon como apéndice o remate a su Vida de las Formas -¿y de dónde efectivamente podría venirles a las formas esa vida, sino de las manos?- es tan pertinente y exhaustivo como para desconfiar de intentarlo por mi cuenta. Juan en cambio, ha tenido audacia e inteligencia para hacerlo en su reciente discurso de ingreso en la Academia de San FernandoEl horizonte en la mano, donde podréis encontrar casi todo lo que él ha pensado y experimentado al respecto durante muchos años, y quiero recordar que en años en los que los artistas se fiaban de las ideas que se habían hecho en la cabeza bastante más que de sus manos; o como solía decirse, más de «lo conceptual» que de lo manual. Es harto elocuente que Juan haya denominado «piezas hechas sin manos» a esas que los demás han calificado rutinariamente de conceptuales… «Aquello fue una etapa», le decía a Luis Rojo de Castro en 1995, y adviértase que no le dijo época… «Después, cuando vuelvo a la pintura, retomo la mano». No hablaba por hablar; sabía lo que estaba tomando esa mano, y ha sido consecuente con la herencia que de ella recibía. Una herencia antiquísima que no puede ser tomada a la ligera; que conlleva una altísima responsabilidad. Recién llegado al Japón, «la tierra de la infinita diversidad de lo hecho a mano», a Lafcadio Hearn se le ha revelado inmediata y claramente en el trabajo de sus artesanos: que «si encuentran la más alta forma de expresión, no es tras años de tanteo y de sacrificios; el pasado de sacrificio lo llevan dentro de sí; su arte era una herencia; en el trazado de un pájaro en vuelo, de los vapores de las montañas, de los colores de la mañana y el crepúsculo, de la forma de las ramas y la irrupción primaveral de las flores, son los muertos quienes guían sus dedos: generaciones de trabajadores cualificados les han proporcionado su destreza y reviven la maravilla de su dibujo…». Para acabar concluyendo: «Lo que al principio fue un esfuerzo consciente se convirtió en siglos posteriores en algo inconsciente». También Juan ha destacado esa doble naturaleza de las manos, conscientes e inconscientes a un mismo tiempo, o sabias y retozonas, al distinguir entre unas escrupulosas y otras libres, abriendo así un inmenso territorio de acciones y cavilaciones que hacen no sólo inteligible y admirable su propio trabajo, sino cualquier otro que emprendan las manos, aunque no cabe duda de que ese territorio -o ese horizonte de horizontes- les pertenece soberanamente a los calígrafos, cuyas manos son «un instrumento obediente y a la vez rebelde…». Porque, en efecto, al distinguir entre unas manos libres y otras más escrupulosas, Juan solamente pretende que reparemos en su doble pero indivisible naturaleza. Es una distinción analítica que no conlleva necesariamente tareas separadas, sino que a menudo, y muy por el contrario, aparecen confundidas en la práctica; o tan intrincada la una con la otra, que la discusión acerca de si en el gesto de un calígrafo oriental predominan la reflexión o la improvisación no tiene ningún sentido. Pero tal vez tampoco mucho a propósito de ciertos movimientos de las manos que parecían severamente predeterminados, como los que ellas hacen para proyectar sombras sobre la pared, y ni siquiera los que les sirven a los sordomudos para hacerse entender. En ambos casos, el resultado perseguido -una silueta o un signo en concreto- no me parece tanto el desenlace o cese calculado de un movimiento, como una fracción inestable y fugaz de un proceso sin principio ni fin; algo así como el revoloteo incesante de las manos; de nerviosismo gratuito o sin ninguna utilidad. Y ahora recuerdo que de niño, viendo a mi padre mover las manos para hacer sombras en la pared, la consecución de una claramente identificable, como un pájaro o un perro, me interesaba mucho menos que la pura vivacidad de sus manos y el modo en que iban tanteando una figura y luego otra; acoplándose y desacoplándose libremente; entregándose alborozadas a sus ilimitadas posibilidades; formando un maravilloso alboroto más que determinadas figuras familiares, como el pájaro y el perro que os decía. Lo divertido del juego era, por tanto, ver las manos en acción, y obviamente, verlas fuera de sí mismas, en un lugar aparte, como prueba de su omnipresencia, y asimismo también de su capacidad para actuar a distancia… Focillon lo ha dicho sin tantos rodeos: «Capaces de imitar la silueta y el comportamiento de los animales, las manos son mucha más bellas cuando no imitan nada».

CaligrafiaJaponesa

4. Caligrafía japonesa (Tomoko Miyamoto) / Fuente


Desconozco los motivos por los que estos juegos de sombras se atribuyen a los chinos, y no quisiera parecer arbitrario poniéndolas en relación con su caligrafía; pero el caso es que nuestro asombro por lo que las manos eran capaces de hacer sobre la pared coincidió probablemente con nuestro aprendizaje de la escritura; con nuestro ir sabiendo que escribir no consistía en dibujar penosamente una letra después de otra, sino lo que había entre ellas, el movimiento que las conectaba, y más aún: las ilimitadas posibilidades de conexión, los infinitos rasgueos o caprichos caligráficos que se le iban ofreciendo a nuestra mano y hacen al fin que cada cual escriba a su manera y la escritura constituya un espacio de libertad y de juego que seguramente no habríamos sospechado al trazar los primeros palotes con angustioso cuidado: «Sin obligaciones…», escribió Sengaï con su pincel; descuidadamente. No es el título de uno de sus dibujos, sino lo que dibujó. Quiero decir que se trata de una muestra de caligrafía, y casi me atrevería a decir que su quintaesencia, o por lo menos su definición: un escribir despreocupado; sin obligaciones ciertamente. El verdadero calígrafo no se trae negocios entre manos; sus gestos son tan ociosos como gratuitos, y tal vez no muy diferentes de los movimientos de los pájaros en el cielo y por las ramas, o del revoloteo de las mariposas, que a veces aparecen asociadas a la caligrafía japonesa [4]. El motivo de esa asociación no debe ser otro que el de consistir también la caligrafía en una especie de revuelo de las manos, cuyos signos en el aire, como los de las mariposas, ostentan un encanto propio, y aun creo que superlativo, por lo que no merecen ser reducidos o subordinados a la obligación de posarse o de tocar en un lugar para dejar ahí alguna clase de poso o de toque; así que el encanto que a su vez les corresponda a tales huellas quizás sólo lo sea por añadidura y graciosamente. La índole volante de las señales que las manos dejan al moverse libremente, o a su aire, se pone de manifiesto en la caligrafía china y japonesa con mayor, incomparablemente mayor intensidad que en nuestra lapidaria escritura horizontal; y las razones son al menos dos: el hecho de que allí los signos cuelguen del borde superior del papel como racimos o banderolas, y otro que se deriva de esta verticalidad oscilante, y es la costumbre tan japonesa de colgar precisamente lo que se escribe tanto en las paredes de la casa como fuera de ella, en forma de colgaduras que convierten las calles en ondulantes marañas de signos en el aire. Fue lo primero que vio y asombró a Hearn aquel primer día en Japón del que he hablado más arriba: «un interminable aleteo de banderas y un mecerse de colgaduras azul oscuro…». O como quien dice: un cielo que era hechura de las manos; un nuevo cielo que los signos compartían alegremente con los pájaros y cualquier otra criatura volandera: «El aire es la casa de las manos; la residencia celeste de los manojos de figuras que brotan de sus dedos», como decía Focillon. ¡Vaya palabra, manojos! Le va perfectamente a lo que Juan llama garabatos y son como aquel jaleo de flores y ramas que colgaba sobre la cabeza de Senagaï. Los han trazado en el aire manos liberadas de obligaciones para que luego los recortara escrupulosamente un potentísimo rayo de luz: un láser.

 

NavarroBaldeweg

5. Juan Navarro Baldeweg, Manos de madera / Fuente: Masdearte


Pero si el aire es el lugar donde las manos se asientan y despliegan sus casi ilimitadas facultades, se debe primeramente a que es la materia que ellas prefieren. Más aún: un hombre apenas sabría del aire sin sus manos. Así fue desde el principio. «Dirigida al viento, abierta y separada como un manojo de ramas, la mano le incitaba a la captura de fluidos […] Me parece ver al hombre antiguo respirando el mundo, extendiendo los dedos a la manera de una red con la que apresar lo imponderable…». Y en efecto, las huellas de manos que vemos impresas por doquier desde el principio no me parecen a mí la firma de quien las dejó sobre las paredes, ni tampoco una marca de propiedad, sino algo que tendría que ver con la captura, no sólo de lo imponderable, sino también de lo imprevisible; con misteriosas «corrientes translúcidas que no tiene pesa y el ojo no percibe»; o como asegura el propio Focillon, con «una especie de olfato táctil», sin el cual no podría tomarse posesión del mundo ni actuar ni influir en él, ponerlo a discusión. Y es que las manos, además de receptoras de flujos, son también, como parece lógico, depositarias y transmisoras de los mismos; manos de las que emanan; manantial de efluvios, de emanaciones, que unas veces sanan y otras enferman; manos intrínseca y esencialmente mágicas, con la ambigüedad que semejantes poderes conllevan. Pues del mismo modo que lo de negra y blanca no son más que adjetivaciones accidentales de la magia y ella es esencialmente una y la misma, las manos que la ejercen y los gestos que ellas hacen no son inequívocamente benéficos o maléficos, aunque a veces se crea que hay que desconfiar de lo que viene de la izquierda. Estas manos de madera que Juan expone ahora [5] no son diestras ni siniestras, sino manos indistintamente poderosas y expresivas: «rostros sin ojos y sin voz, pero que ven y hablan…». Y en cuanto al gesto que hacen, lo mismo podría ser de aviso que de saludo, tal y como la mayoría de los gestos y figuras que llaman apotropaicos, capaces de alejar influencias malignas gracias precisamente a su capacidad para proyectarlas sobre lo que se quiere mantener alejado. No voy a insistir en esta profilaxis de las manos. Tampoco lo ha hecho Juan; como si lo diera por sabido y necesario: manos hacedoras de prodigios… En su discurso de entrada a la Academia prefería ir un poco más lejos, o sencillamente entrar en materia, y las llamaba «símbolos de otro modo de ver»; un ver que consiste en tocar y a mí me recordó lo que François Frontisi-Ducroux ha dicho de los antiguos griegos: que para ellos «la visión era, con indiferencia de su objeto, como un palpado a distancia». Ojos que tocan y manos que ven Y ahora sí que no tendría reparo en insistir en que lo que esas manos ven no es lo que ven esos ojos, como los flujos del agua o del aire, por ejemplo. Las manos sacan de ahí figuras que Juan llama dragones y son como jirones visibles de un fondo continuo de indivisibilidad que las manos agitan e interrumpen, y al mismo tiempo encauzan. En esto, las manos difieren notable y maravillosamente de otra clase de obstáculos provocadores de figuras, como es una cometa en el caso del aire o un saliente de piedra en el caso del agua. Diferentes de esas y otras muchas otras interferencias en lo de ser una eficiente combinación o sucesión de macizos y huecos: de dedos que separan y vacíos entre ellos que recogen y canalizan lo separado. Pero esta separación de funciones entre dedos y contradedos tal vez sólo sea aparente. Porque ocurre con las manos como con los peines: que no podemos saber si lo que peina son sus púas o sus estrías, o como bien dicen los taoístas a propósito de lo que hace que una rueda funcione, si es lo lleno o lo vacío. Pero a diferencia de la rueda, sin embargo, donde no cabe duda de que es el hueco que hay entre sus partes macizas lo que la hace rodar mejor, en las manos no parece tan claro; pues aunque están hechas de dedos en positivo -por así decir- y dedos en negativo, cada una de ellas sugiere al abrirse una réplica de sí misma: otra mano virtual en la que los dedos macizos serían huecos, y al revés; otra mano complementaria que se hace definitivamente evidente cuando las dos que tenemos se reúnen y recogen metiendo cada una sus dedos donde están los huecos de la otra en gesto de concentración, o de recogimiento efectivamente, que no deja nunca de admirarnos y reconfortarnos. Pero a lo que voy. ¿No sería esa otra mano en negativo, esa mano apenas visible, fantasmal, la que tuviera a su cargo -y entiéndase que por afinidad- la captura y la gestión de flujos invisibles? ¿Acaso no lo exige así el criterio de armonía, y en este caso de symmetria, que le conviene a cualquier demostración? Sea como sea, Juan Navarro ha expuesto aquí, en la galería Marlborough, dos manos de madera, y me resisto a creer que por capricho. Una mano llama a la otra, y así sucesivamente, comenzando a formar lo que él ha llamado «un tejido de manitas» -o incluso un «relojería de manos»- como para recordarnos vivamente que ellas lo mueven todo en este mundo y todo lo acompasan; para que nos dejemos de ver lo que ellas ven, pero tampoco de escuchar lo que ellas dicen. Tic-tac… Tic-tac… Tic-tac…

 


 

 

[Texto publicado en el catálogo de la exposición Juan Navarro Baldeweg: Escultura, Galería Marlborough, Madrid, abril-mayo 2004. Cit. desde Ángel González García: Pintar sin tener ni idea y otros ensayos sobre arte, Madrid, Lampreave y Millán, 2007, pp. 185-193]

(*) NOTA: Las imágenes no corresponden estrictamente al orden de publicación y algunas están escogidas personalmente por mí. Siempre, eso sí, en virtud del significado que tenían las originales en la edición impresa con la intención de no alterar el argumento visual del ensayo.

Una posible carta de Francis Bacon a Gilles Deleuze

Francis Bacon, Tríptico. Estudios sobre el cuerpo humano, 1970. / Fuente: Sketching a Present

Francis Bacon, Tríptico. Estudios sobre el cuerpo humano, 1970. / Fuente: Sketching a Present

Esta tarde me he topado en Facebook con un texto sumamente interesante que he considerado necesario dar a conocer con el debido permiso de la persona que lo ha transcrito, el filósofo José Luis Pardo. Se trata de una presunta correspondencia entre el artista Francis Bacon y el también filósofo Gilles Deleuze. En ella se habla de pintura y filosofía y de algunas anotaciones que Bacon hace a raíz de la lectura del libro Francis Bacon. Lógica de la sensación (1981), escrito por el propio Deleuze. Anotaciones de tal naturaleza que cualquier apunte mío sería en vano, pues la plausible voz de Bacon es lo suficientemente elocuente. Aquí les dejo, por tanto, el texto sin añadiduras. No querría dejar pasar la oportunidad de agradecer al maestro Pardo el haberme permitido difundirlo en Arsenal de Letras. Según ha publicado él mismo en su muro:

«Se recoge a continuación una carta que ha llegado anónimamente a las manos de quien la transcribe, presuntamente escrita por Francis Bacon a Gilles Deleuze, pero cuya autenticidad no está ni siquiera mínimamente comprobada.»

Estimado Sr. Deleuze:

He tenido oportunidad de leer el libro que usted escribió sobre mi pintura, y me siento muy halagado. No obstante, he de confesarle que mi formación intelectual es muy deficiente, y que hay muchas cosas que no he entendido. He leído después otros escritos suyos, con los cuales tengo las mismas dificultades, pero creo que he captado lo esencial. Le diré también que creo que es lo mejor que se ha escrito sobre mi obra. Dicho esto, tengo que manifestar mis prejuicios. El suyo no es un libro de pintura, sino un libro de filosofía. Las cosas que ustedes los filósofos dicen sobre la pintura suelen ser muy interesantes para los filósofos pero poco para los pintores. Por otra parte, creo que hacen ustedes muy bien en aprovechar la pintura para su filosofía, y a decir verdad lo hacen muchísimo mejor que esos pintores que intentan aprovechar alguna filosofía para su pintura (lo cual, desde luego, no es mi caso), algo que siempre suele ser desastroso y aburrido. Porque, a menudo, ustedes los filósofos entran a una exposición y se preguntan cosas tales como «¿qué es el arte?», cosas que los pintores no nos preguntamos jamás, pero que sin duda desde el punto de vista de la filosofía son muy importantes. En general, yo no recomiendo a los pintores que lean lo que los filósofos escriben sobre pintura (especialmente sobre la suya), porque suele suceder que se les sube a la cabeza. Y los pintores que se toman demasiado en serio lo que algún filósofo escribe sobre ellos me parecen o muy estúpidos o muy ingenuos. Ahora que he leído su escrito sobre mi pintura -cuando ya no puede hacerme ningún daño- (y que he leído otras cosas de usted), le diré algo: tengo la impresión de que su libro sobre mí trata tanto sobre mí como sobre usted. De hecho, le escribo esta carta para intentar demostrarle que todo lo que usted dice de mí como pintor se aplica igualmente a usted como pensador. En ese sentido, creo que el valor de su libro no radica tanto en lo que pueda esclarecer de mi modo de pintar, como en que encuentra una analogía, una conexión o una simpatía entre usted y yo, cada uno jugando en su campo y sin querer interferir en el del otro. Esta conexión, por supuesto, tiene también sus limitaciones, y quiero asimismo hablarle de eso.

Para empezar, yo diría que usted y yo tenemos en común una cierta rareza. Es probable que alguien quisiera llamar a esto heterodoxia, pero aquí los términos son complicados. Lo que podríamos llamar la ortodoxia en pintura es algo que se ha constituído históricamente desde el alto Renacimiento hasta -digámoslo así- el final de la Segunda Guerra Mundial. Esta es la época de vigencia del canon de las bellas artes (es relativamente similar para la música, pero en literatura, por ejemplo, la formación del canon es mucho más reciente). Antes de la época de las vanguardias hubo heterodoxos, como en todos los ramos, pero sin duda las vanguardias fueron y son heterodoxas en modo extremo. La mayor parte de los pintores de vanguardia, sobre todo con el paso del tiempo, han llegado a especializarse en algo que yo podría llamar anti-pintura. Esto -las cosas, por ejemplo, que hacían Duchamp o Tristan Tzara- fue muy saludable para los dogmas de la pintura ortodoxa, que habían empezado a entrar en una época de sopor muy notable. Pero los pintores de vanguardia tienen la pro-piedad de ser anti-canónicos. Quiero decir que no constituyen un nuevo canon en la pintura (como, por ejemplo, el neoclasicismo frente al barroco), simplemente deshacen el canon pero no hacen canon. Su carácter «revolucionario» solamente es comprensible si se observa en el contexto del canon de las bellas artes plásticas, la anti-pintura sólo tiene sentido por relación con la pintura y la heterodoxia sólo con relación a la ortodoxia. Yo, como los viejos Padres de la Iglesia, creo que es bueno que haya herejías, porque contribuyen a revitalizar el dogma, a despabilarlo. El dogma, una vez enfrentado a las heterodoxias, resulta fortalecido, renovado, reformado. Me gustó leer que, según usted, en mi pintura está implícita toda una historia de la pintura (se habrá fijado en que he dicho «una» historia, no «la» historia), porque yo creo que es así. Siempre me consideré un pintor en el sentido tradicional de la palabra. He sido un pintor más o menos canónico -dentro de mis habilidades, que no son gran cosa-, sólo que de un canon renovado por las revoluciones de los vanguardistas o, si quiere usted decirlo así, un pintor reformista, un pintor que propone reformas en el canon a la vista de las acciones revolucionarias. Pero yo nunca me he considerado vanguardista, nunca he pretendido ser anti-pintor (si lo he sido, fue a mi pesar). Los artistas (porque ni siquiera ellos mismos se llaman pintores) de vanguardia no hacen obras que impliquen la historia de la pintura más que negativamente: se consideran fuera de la historia de la pintura, se consideran posteriores a ella y ajenos a su jurisdicción. Pero en el siglo XX ha sucedido un fenómeno extraño. Aunque la pintura vanguardista no ha llegado a constituir un nuevo canon (sigue siendo percibida como anti-canónica allí donde vaya: las instalaciones, el body-art o el land-art no son algo a lo que nos hayamos acostumbrado como, según se dice, se acostumbraron los espectadores europeos a mirar cuadros impresionistas que en principio les habían parecido horrendos, de la misma manera que no nos hemos acostumbrado a la música atonal un siglo después de Stockhausen), sin embargo, a fuerza de dominar las instituciones y el mercado, ha intentado presentarse como una nueva ortodoxia. Esto, a mi modo de ver, es, en el mejor de los casos, ridículo, y, en el peor, catastrófico. La heterodoxia de Duchamp está llena de sentido, incluso de buen sentido, con toda su perversidad. Pero ese sentido se traiciona precisamente cuando se quiere hacer una Academia de las Bellas Artes Duchampianas. Para Duchamp eran importantes Monet y Rafael. Pero quienes consideran a Duchamp como el clásico a partir del cual aprenden el oficio, ya no tienen nada que ver con Rafael, con Monet ni con Rembrandt. La diferencia entre lo ortodoxo y lo heterodoxo no es solamente, como decía Humpty Dumpty, cuestión de poder, y pretender erigir una ortodoxia de la heterodoxia es algo tan descabellado -y agotador- como la «revolución permanente», el orgasmo ininterrumpido o el éxtasis continuo: las revoluciones, las insurrecciones, son, por su propia naturaleza, excepcionales. Si todo es excepcional, entonces nada lo es. Esto creo que, en muy buena medida, pasa en estos días entre nosotros. Y por eso yo he resultado un pintor heterodoxo, simplemente por ser demasiado ortodoxo (aunque un ortodoxo no ingenuo, un ortodoxo reformista que revitaliza el dogma incorporando los hallazgos de los revolucionarios), por pretender seguir siendo pintor cuando la anti-pintura se había convertido en la nueva ortodoxia, cuando lo que procedía era asegurar (en nombre de la vanguardia, del progreso, de la tecnología) la muerte de la pintura. No digo que esto sea bueno o malo, ni siquiera que yo esté en lo cierto o equivocado.

Digo que a usted le ha pasado, a mi modo de ver, una cosa parecida como filósofo. La constitución del canon de la filosofía comienza con Sócrates, y es más larga y variada. Tomás de Aquino no pertenece al mismo canon que Aristóteles, pero es canónico justamente porque se remite a Aristóteles. Descartes es un tipo de filósofo diferente de los dos anteriores, pero aún es un filósofo porque, como luego hará Kant al renovar una vez más el canon, se remite a Platón, a Aristóteles, a Leibniz. Pero tengo la impresión de que después de Hegel se produce un acontecimiento diferente. Aparecen algunos anti-filósofos o filósofos de vanguardia que tematizan la muerte de la filosofía, que no se ven a sí mismos como filósofos sino como gentes que van a pensar después del final de la historia de la filosofía, revolucionarios que se proponen terminar con la anquilosada filosofía y sustituirla por algo diferente. Del mismo modo que entre los pintores vanguardistas existía hasta hace no mucho un proceso persecutorio (se acusaban unos a otros, o mediante sus críticos aliados, de no ser lo suficiente¬mente vanguardistas, lo suficientemente revolucionarios, se descubrían restos figurativos en unos, restos representativos o narrativos en otros, restos artesanales, o burgueses, etc., etc.), también ustedes los filósofos han sufrido algo parecido.

Durante décadas, los antifilósofos marxistas (que ya no deseaban interpretar el mundo) se han acusado mutuamente de ser demasiado filosóficos, demasiado hegelianos, demasiado platónicos. Después, los antifilósofos positivistas (que proponían la sustitución de la filosofía por la ciencia) se criticaban unos a otros porque se encontraban residuos metafísicos, residuos mentalistas, residuos racionalistas, etc. En el caso de los anti-filósofos nietzscheanos (que ya no admitían ninguna verdad ni ningún ídolo), a los que usted ha estado más ligado, después de que Nietzsche declarase muerta la metafísica, vino Heidegger a sugerir que Nietzsche era, en realidad, un metafísico inconsciente. Y esto duró hasta que su amigo Derrida se propuso mostrar que el propio Heidegger era, sin quererlo, un metafísico en muchas de sus aserciones. Hoy día, la ronda termina con Richard Rorty -ese Hume de nuestros días que recorre el mundo despertando a los deconstructivistas de su sueño dogmático-, que también nos ha enseñado que incluso Derrida es demasiado metafísico. Todo esto ha sido enormemente positivo, pero Nietzsche tiene sentido contra Platón, Marx contra Hegel y Wittgenstein contra Descartes, y es saludable su heterodoxia para que los dogmáticos despierten de sus sueños platónicos, hegelianos y cartesianos. Ahora bien, querer convertir a Marx, Nietzsche y Wittgenstein en un nuevo canon filo¬sófico (que podría prescindir de Platón) es una barbaridad, pretender sustituir la polémica entre Platón y Aristóteles, o entre Hegel y Schelling, o entre Spinoza y Descartes, por las discusio¬nes ultra-academicistas de Derrida con Lacoue-Labarthe es un desvarío.

Me parece, por tanto, que en el siglo XX ha habido una corriente anti-filosófica, tan importante en su lucha contra el ca¬non soporífero y reaccionario, como estéril en cuanto se ha institucionalizado. Las Universidades Marxistas (las de la antigua Unión Soviética) hacían curiosamente comenzar la filosofía con Marx (es decir, con la muerte de la filosofía), y no creo que de esa pre¬tensión de canonizar lo anticanónico haya salido nada digno de mención. También los positivistas fundaron departamentos de filosofía positivista, según los cuales la filosofía comenzaba con Wittgenstein y el círculo de Viena, no habiendo tenido hasta entonces más que ilustres precedentes, y esta situación fue bastante infructuosa al menos hasta su mestizaje con los pragmatistas norteamericanos y, después, hasta el desembarco de los frankfurtianos. Sus amigos los nietzscheanos (especialmente Derrida, Foucault y Lyotard) también han llegado a ser dominantes en algunas Universidades norteamericanas, dando lugar a la herejía institucionalizada de lo política¬mente correcto o, de otro modo, sustituyendo la filosofía por los (así llamados) estudios culturales, como los marxistas querían sustituirla por una ciencia llama¬da materialismo histórico y los positivistas por el análisis lógico. Tampoco sé que de esto haya surgido nada bueno, sino algunas acémilas que se empeñan en probar que toda mi pintura se deriva de mi condición de homosexual sadomasoquista irlandés (porque ignoran que eso no es más que un rumor que hice circular por consejo de mi marchante).

Creo, por ejemplo, que es usted más un filósofo (en el sentido tradicional de la palabra) que un anti-filósofo de vanguardia, porque en su filosofía está implícita toda una visión de la histo¬ria de la filosofía. En su sistema de usted, los nombres de Platón, Duns Scoto, Spinoza, Descartes, Husserl o Leibniz desempeñan un papel similar al que cumplen en mi pintura los relieves egipcios, Miguel Angel, Velázquez o Monet. Más que desarrollar una ortodoxia nietzscheana, creo que usted se propuso una reforma de la filosofía que permitiese tomar en cuenta el impacto que supuso Nietzsche, y mostrar que, más que romper con la filosofía y decretar el final de su historia, se trataba de seguir una tradición, aquella en la que estuvieron Parménides, los estoicos, Scoto, Spinoza, etc. Por todo esto yo diría que, mientras que sus colegas Foucault, Derrida y Lyotard querían, al menos en algún tiempo, ser otra cosa que filósofos (arqueólogos, gramatólogos, deconstructivistas, microfísicos, posmodernólogos), y contribuye¬ron (quizá a su pesar, esto no lo sé) a construir una ortodoxia de la heterodoxia (la ortodoxia de la discontinuidad, de la différance o del diferendo), usted, al menos hasta -o desde- un cierto momento, quería simplemente ser filósofo, lo que le convertía en alguien bastante heterodoxo. Y, para colmo, usted se suicidó, como Sócrates, cuando estaba condenado a muerte por un tribunal (médico).

Hay otra analogía, y es que usted y yo somos retratistas. Sus amigos Foucault, Derrida y Lyotard son más bien paisajistas, usted es, como yo, retratista. Me gustó mucho leer su teoría del retrato, porque coincide con la mía. Dice usted que hacer un retrato es como hacerle al retratado un hijo como resultado de una violación: la criatura, aunque monstruosa, debe parecerse a sus dos padres. Pero dice usted, también, que en el caso de Nietzsche le pasó a usted lo contrario: fue Nietzsche quien le sedujo a usted, y quien le hizo a usted concebir esa criatura monstruosa que es su mono¬grafía sobre el pensador alemán. Esto es exactamente lo que yo hacía cuando hacía retratos. Me dejaba poseer por la sensación, por el impacto que los retratados provocaban en mi sistema nervio¬so, y de ahí salían esas criaturas monstruosas que son mis retratos. Lo único es que usted siempre tuvo la prudencia de retratar a personas muertas (incluso esperó a que murieran sus amigos Chatêlet y Foucault para retratarlos). Yo, que pintaba personas vivas, siempre tuve algo de mala conciencia con respecto a este asunto. Siempre supe que las personas a quienes retrataba se veían (o pensaban que los demás les verían) mucho más sórdidos, siniestros y horribles de lo que en realidad eran. Y, desde luego, si mis retratos se mirasen como intentos de reflejar el aspecto de esas personas, serían muy crueles deformaciones de ellas, muy despiadados. En fin, supongo que cuando usted retrataba a Leibniz, o a Spinoza, o a Hume, muchos le dirían: No, no son tan feos como tú les pintas. Pero yo no quería pintar su aspecto, quería, como usted ha escrito, pintar la sensación. No pintaba a esas personas, ni mi percepción de ellas, ni las emociones que despertaban en mí, ni lo que sentía hacia ellas o lo que suponía que ellas sentían hacia mí, ni trataba de retratar su interior o el mío, pintaba algo que estaba a medio camino entre los retratados y yo. Si hubiera que establecer una tabla de correspondencias, yo diría que la figura humana (que yo en realidad no copiaba nunca de los cuerpos de los retratados, sino que aprendía de fotografías o manuales de anatomía) corresponde en el cuadro a mi sistema nervioso (que en ese momento no era mío, era simplemente el sistema nervioso, un campo de fuerzas cualquiera). Para pintar la deformación que la sensación impone al sistema nervioso es preciso pintar algo que resulte deformado (que, en mi caso, son esas torsiones o mutilaciones horribles de los cuerpos y los rostros, esos gestos desencajados): necesito rostros y cuerpos porque no se puede (al me¬nos yo no puedo) pintar directamente la sensación, la deformación, sino como deformación de algo, aunque para mí lo principal sea la deformación y no lo deformado. Creo que podríamos decir que, a diferencia de otros pintores (quizá), para mí lo principal no es el rostro o el cuerpo y lo secundario el gesto o la postura, yo quiero pintar únicamente gestos y posturas, los cuerpos y rostros son meros soportes para lograr esa finalidad (por eso soy un poco despiadado deformándolos y desarticulándolos, despellejándolos y descoyuntándolos). Cuando alguien hace un gesto o un movimiento que me produce una sensación, no veo un rostro haciendo un gesto o un cuerpo haciendo una postura, veo un gesto que se sirve de un rostro para expresarse, veo una postura que se materializa en un cuerpo. No encuentro que mis cuadros sean, como a veces se ha di¬cho, obscenos y abyectos. Al contrario, lo que me parecería obsceno sería pintar un rostro sin gesto, un cuerpo sin postura, un sistema nervioso sin deformación. Cuando pinto un cuerpo o un rostro, no intento reflejar la decadencia o la decrepitud, que es otra estupidez que a menudo se ha dicho sobre mis figuras, intento fabricar un cuerpo al servicio de la sensación, al servicio de la deformación, y por tanto, nada está jusificado en ese cuerpo a menos que sufra esa deformación o permita verla. No quiero pintar un cuerpo deformado por una sensación, quiero pintar el cuerpo de la sensación. Algo que no es en sí mismo visible, y de lo cual, por tanto, no hay modelos visuales. Yo no pinto a las personas más abyectas de lo que son (esta es una impresión que tienen aquellos cuya mirada está envenenada por lo narrativo y ensuciada por los sentimientos personales). Lo que sí es cierto es que este tipo de pintura tiene un riesgo: el sensacionalismo, el exhibicionismo. Siempre se está a un paso de eso, y probablemente en más de una ocasión yo no he sabido contenerme lo suficiente como para no dar ese paso (si usted me lo permite, yo creo que usted también sucumbió a este peligro cuando empezó a decir que lo que usted hacía no era filosofía sino esquizoanálisis, y cuando sugirió -es verdad que esta enfermedad le duró poco tiempo- una manera de «realizar» su filosofía en una clase de revolución llamada «revolución molecular»: esto le llevó a usted a las primeras páginas de los diarios y a los primeros puestos de las listas de ventas, pero fue un formidable equívoco tras el cual usted, prudentemente, decidió pasar de nuevo a la clandestinidad).

En fin, sus retratos son algo similar. Usted no quiere hacer un retrato del filósofo Leibniz que pudiera considerarse como un capítulo de un libro de historia de la filosofía. Usted parte de eso que llama el cerebro, el plano cerebral del pensamiento, e intenta señalar el impacto que en ese plano produce el acontecimiento que denominamos «Leibniz» o, con sus propias palabras, no tanto Leibniz sino «el efecto Leibniz». No hay que hacer un retra¬to de Leibniz para una galería de personajes históricos relevantes porque Leibniz sea (como se dice) «muy importante» (según la opinión autorizada de los expertos), sino que hay que mostrar en vivo la importancia de Leibniz, hay que poner de manifiesto los efectos que sobre el cerebro o sobre el pensamiento tiene esa sustancia llamada «Leibniz». Creo que, cuando usted hacía retratos filosóficos, se dejaba poseer por los conceptos del filósofo re¬tratado, como quien experimenta con drogas, como quien prueba sobre sí mismo una substancia química para registrar sus efectos. Si yo pinto la sensación, usted retrata la concepción. El modo en que se hacen los conceptos de Leibniz: no hace usted una relación de los conceptos de Leibniz, sino que da una receta (práctica) de cómo pueden hacerse. Esto tiene que ver, también, con su teoría acerca de las relaciones entre la obra y la vida. Cuando todos esos papanatas que hoy escriben sobre mí creen encontrar en mi vida (privada) las experiencias-clave que explicarían mi obra, no se dan cuenta de que las únicas experiencias-clave de mi vida son mis obras, de que la única vida que he conseguido salvar de la quema (o de la demolición, como dice esa cita de Fitzgerald que a usted tanto le gusta) es la de esas sensaciones que he conseguido con¬servar en mis cuadros. Por lo mismo, lo único que a usted le interesa de la biografía de Leibniz, de la de Spinoza o de la de Nietzsche, no es la «novela» de su vida, sino la parte de vida que han conseguido convertir en conceptos, en conceptos vivos, llenos de vida. Lo demás (la vida privada de los filósofos, de los pintores y de cualquier otra persona) no es más que una suma de miserias. También me ha gustado leer lo que usted dice de los psicoanalistas: uno sueña que «pegan a un niño», y en seguida viene el psicoanlista a retirar de la imagen toda la fuerza que procede de la indefinición del «pegan» y del artículo indeterminado, para restregarte por el rostro que en realidad es tu padre que te pega a ti. Esto me sucedió a mi en mis entrevistas con David Sylvester: él me insistía tanto en que si yo pintaba un cuadro sobre el Papa eso debería tener que ver con mi padre…

Usted dice: el pintor no pinta un cuerpo con sus órganos, pinta una superficie sensible deformada por una sensación, poblada de unos órganos efímeros que no son los brazos, las piernas o las manos de los que se ocupan los tratados de anatomofisiología, sino órganos inéditos y efímeros que no duran más que lo que dura una sensación. Y, lo que es más importante, intenta (y, en el mejor de los casos, consigue) suscitar en el espectador esos órganos fantasmagóricos: ponerle al espectador ojos en el vientre, en las manos, en la nuca. Yo digo: lo que usted pinta cuando retrata a un filósofo no es un sistema dado con sus conceptos ya hechos, sino un plano de pensamiento desértico atacado por un movimiento de generación de conceptos, poblado de unas singularidades, de unas diferencias que no son las tesis o las opiniones de tal o cual autor, que pueden encontrarse en los manuales de historia de la filosofía, sino pensamientos inéditos y efímeros que no duran más que mientras se hacen, que no están vivos sino en la medida en que permanecen siempre a punto de venirse abajo (así es como Kant describía la intensidad de la sensación, según a usted le gusta recordar, por su aproximación a cero) o siempre están en estado na¬ciente. Acabo de leer un artículo que usted publicó unos días antes de su muerte, que se titula «una vida», y en el cual, curiosamente, pone usted dos ejemplos de lo que entiende por «una vida»: un moribundo y un recién nacido. Por eso insiste usted a menudo en que la filosofía no es algo que esté ya hecho (y resguardado por los manuales de historia), algo que simplemente se trata de aprender. La filosofía, dice usted, hay que hacerla, los conceptos hay que hacerlos, hay que hacer que el pensamiento padezca la violen-cia del «efecto Leibniz» para que Leibniz le haga efecto al pensamiento. Y así es como los pensamientos tienen efectos: cambiando el pensamiento de quien los hace. Si sus retratos de Hume o de Spinoza, como mis retratos, parecen a menudo tan poco familiares, es justamente porque están poseídos por esa violencia. Uno no tiene, cuando lee su libro sobre Hume, la impresión de estar leyendo un libro sobre el David Hume -digámoslo así- divulgado y conocido, como supongo que alguien que conociese a Isabel Rawsthorne tampoco la reconocería a través de mis retratos de ella, porque usted no intenta reproducir a David Hume sino producir en el lector «el efecto Hume», como yo intento, si me permite decirlo así, producir «el efecto Rawsthorne».

He aquí por qué me gusta su visión del arte, que es por lo mismo que me gusta su visión de la filosofía. Porque usted elimina la interpretación (o, si no la elimina del todo, al menos restringe su territorio). Déjeme que insista un poco en esto, porque creo que en ello reside su principal heterodoxia (y quizá también la mía, pero ahora quiero hablar de lo que usted dice de mi pintura como si yo nunca hubiese visto un cuadro del tal Francis Bacon). Si me permite usted decirlo así, creo que el terreno de quienes han estudiado el problema de la percepción desde el punto de vista de la filosofía se reduce a dos posiciones. Yo miro a esta mesa y veo en ella un vaso. Hay un tipo de filósofo que diría: mi percepción del vaso debe ser descompuesta, analizada en una serie de átomos de sensación (que deben tener su correspondencia en el sistema nervioso) cuya suma constituye la imagen mental que llamo «vaso». Esto significaría que la visión se reduce a un proceso de lectura codificado cuyas unidades mínimas pueden aislarse y localizarse, y cuya combinación explicaría la totalidad de nuestras percepciones. Ver sería, en efecto, leer un texto cuyos grafemas serían esos átomos de sensación elementales, ver sería conocer las reglas gramaticales de combinación de esos elementos y saber descodificar el texto.

Esta es una posición muy curiosa, porque, como es fácil darse cuenta, equivale a decir que la percepción está compuesta de elementos imperceptibles. Los átomos de sensación carecen de perceptibilidad, del mismo modo que los fonemas de una lengua carecen de significado. Y así como el significado se obtiene por combinación de elementos insignificantes, la percepción se produce por combinación de elementos imperceptibles. En ambos casos se encierra aquí un misterio inexplicable: cómo, a partir de lo imperceptible, puede nacer la percepción, cómo puede originarse el significado a partir de lo no significativo. Como usted sabrá mejor que yo, cuando a Descartes (uno de los partidarios de esta posición) le preguntaban qué aspecto (visual) tendrían estos átomos de sensación, él respondía que para saber eso haría falta que tuviéramos otros ojos en el interior del cerebro, además de los que tenemos en la cara. Como no los tenemos, no podemos ver lo que nos hace ver, pero podemos imaginarlo. Descartes imaginaba estos átomos como figuras geométricas abstractas cuya combinación y composición (reducible a un cálculo matemático) sería la sintaxis del texto que la mente descodifica como imágenes visuales. Como el misterio -¿por qué la combinación de tales átomos insignificantes o imperceptibles da lugar a tal significado o a tal percepción?- es inexplicable, la única manera de resolverlo es mantener que se trata de correspondencias garantizadas por las reglas de un Código. Descartes decía que este código había sido establecido por Dios -él hablaba de «instituciones de la naturaleza»- y, por tanto, se trataría de la sintaxis del Libro de la Naturaleza.

Esta es una posición que siempre me ha parecido fascinante: no podemos ver aquello gracias a lo cual vemos. En esta posición, el cuerpo aparece como algo irreductible: las percepciones de la mente, las imágenes mentales, como la del vaso, son los efectos de mecanismos corporales imperceptibles; si no tuviéramos un cuerpo, un sistema nervioso en donde se alojan esos átomos imperceptibles de la percepción, no tendríamos en absoluto percepciones ni imágenes mentales. Es curiosísimo: lo físicamente real no es el vaso (que no es más que una imagen mental, que no tiene más realidad que su realidad psíquica o psicológica), sino los átomos de sensación. Es decir, la realidad física es imperceptible de forma inmediata y directa, sólo la conocemos traducida en términos psíquicos de imágenes mentales gracias a ese código prestablecido. Sin embargo, eso imperceptible puede ser reconstruido gracias a la pro¬moción de modelos mecánicos susceptibles de cálculo matemático (que es, por otra parte, lo que hacen los físicos, que incluso construyen aparatos para «percibir» eso que es imperceptible: los átomos o las ondas, las partículas microfísicas de las cuales estaría «en realidad» compuesto el vaso). Resulta muy extraño pensar que este vaso que estoy viendo en realidad no existe fuera de mí (sino sólo en mi mente), que lo que en realidad existe fuera de mí es un conjunto de ondas, o de partículas, que no puedo ver, pero que puedo perfectamente calcular matemáticamente, e incluso puedo producir modelos informáticos -o, como ahora se dice, virtuales- que simulen el modo en que, a partir de esas partículas elementales matemáticamente armadas, y mediante un sistema de codificación gráfica, se pueden obtener objetos visibles, perceptibles (creo que hay un parentesco entre la abstracción geométrica y la fascinación por la máquina, el maquinismo o el futurismo). Es cierto que estos objetos perceptibles artificiales -los objetos infográficos o virtuales- no son nunca percibidos como algo tan «natural» como el vaso, pero la razón de ello fue ya defendida por Descartes y Leibniz: no sabemos -y probablemente nunca llegaremos a saber- cuál es exactamente el código en el que Dios escribió el Libro de la Naturaleza, nos limitamos a imaginar uno cuyos resultados sean lo suficientemente aproximados a la realidad, en el bien entendido de que el grado de aproximación siempre será mejorable, de que la digitalización siempre será susceptible de una más alta definición, puesto que la definición total exigiría un dispositivo cibernético que nadie está en condiciones de construir.

No necesito decirle que este tipo de filosofía de la percepción corresponde a una línea de la pintura occidental, la que culmina en la abstracción geométrica y que usted llama vía ascética u óptica. Quería simplemente mostrar que esto no pasa solamente en la pintura, como usted dice, sino también en la filosofía. Y que algo tendrá que ver todo esto, por ejemplo, con su admirado Spinoza, que quería tratar de las pasiones como un tratado de geometría se ocupa de líneas y superficies. Creo que hay muchos pintores que han sentido esta tentación: encontrar la infraestructura matemática de la visión, construir simulacros científicamente fundados del modo en que llegamos a ver lo que vemos tal y como lo vemos. Si la abstracción geométrica es una culminación de todo esto, es porque esas figuras abstractas son modelos de esos átomos imperceptibles de los cuales estaría compuesta la percepción. Es como si alguien descompusiera o analizara una imagen perceptiva en sus elementos imperceptibles y los pintara. Hacer visible lo invisible, que decía Klee y usted repite incesantemente. No dar cuenta de lo visible, sino darse cuenta de cómo llegamos a ver lo que vemos. Por eso se ha repetido, también hasta la saciedad, que los cuadros abstractos no tienen significado. No lo tienen en el mismo sentido en que no lo tienen los fonemas o los grafemas. Con ellos se hace el significado, pero ellos son insignificantes. Aquello con lo que se construye el significado visual no puede tener significado visual. Es una fonología, como mucho una sintaxis, pero nunca una semántica. Creo que tiene toda la razón Lévi-Strauss cuando dice que se trata de elementos de la segunda articulación sin elementos de la primera. De la misma manera que, si se descompone una palabra en sus fonemas, se tiene la impresión de que se está destruyendo su significado y disolviéndolo en lo insignificante, la descomposición de la visión figurativa en esa suerte de imposible visión abstracta disuelve el significado per-ceptivo construyendo modelos -geométricos, abstractos- de lo imperceptible. Cuando un pintor nos hace ver, no algo visible, sino aquello que compone nuestra visión, realmente no nos da nada a ver, no nos ofrece nada perceptible; al descomponer la visión en sus elementos invisibles, en realidad descompone nuestra visión, nos ciega. Es, como usted di¬ce, algo puramente óptico, pero no visual.

¿No ha habido algo semejante en filosofía? Recuerdo que Bertrand Russell estaba presentando a principios del siglo XX (justa¬mente cuando el cubismo estaba en su apogeo) una doctrina llamada «atomismo lógico» que soñaba con descomponer el significado -esta vez el significado lingüístico- en sus elementos lógicos componen¬tes, a partir de cuya combinación surgiría el sentido. La búsqueda de lo que Russell llamaba «el lenguaje lógico perfecto» me parece comparable a esa búsqueda de las formas ópticas perfectas que caracteriza la abstracción geométrica. También los lingüístas buscaban «estructuras profundas» (evidentemente, formales) a partir de las cuales derivar ese fenómeno de superficie que es el sentido. Y también el marxismo buscaba en la infraestructura económica la gestación de los significados superestructurales o ideológicos. Por no hablar del estructuralismo (que usted conoce bien). Todos ellos se dieron cuenta, sin embargo, de que eran capaces de des-componer pero no de recomponer, de que podían construir una sintaxis o una fonología pero no una semántica. De que el significado (por muy superficial que sea) añadía algo a las proposiciones, a las frases, a la infraestructura económica o a la estructura cultural, algo que no venía de las profundidades.

De ahí la otra posición, la segunda de las dos que antes enu¬meré. Yo miro a esta mesa y veo en ella un vaso. Y hay otro tipo de filó¬sofo que diría: mi visión del vaso no se puede analizar sin des¬truirla. Porque, en efecto, si la analizo, ya no hay vaso en abso¬luto. Yo veo el vaso como vaso. Desde luego que mi visión es una interpretación (si se quiere, incluso, una interpretación de datos sensoriales), pero la interpretación es absolutamente primera. La hipótesis de unos «átomos de sensación» a los que yo añadiría después mi interpretación es profundamente contraria a la experiencia. Los «datos de la sensación» o «átomos imperceptibles» son -justamente- una abstracción a partir del hecho concreto e irreductible de mi visión del vaso como vaso. Nunca, decía Heidegger, oigo un ruido, siempre es el ruido de un coche, de una silla que se arrastra, de una explosión o de unos pasos en la noche.

Toda sensación está inmersa en una percepción que la interpreta, la sensación no es más que una abstracción a partir de lo real y concreto, que es la percepción. No hay duda de que ver es leer -pues esto mismo que yo interpreto como vaso otro podría interpretarlo como florero, como cubilete o como cenicero-, pero eso mismo prueba que el sentido no viene de las profundidades de una estructura mecánicamente articulada y simulable o matemáticamente calculable por combinatoria de elementos, si yo interpreto el vaso como vaso no es a causa de los átomos de sensación de los cuales estaría hecha mi percepción (porque en ese caso, si tal es el Código en el cual Dios ha escrito el Libro de la Naturaleza, todo el mundo tendría que interpretar el vaso como vaso, lo cual no sucede), sino porque la interpretación me precede, es ella quien posibilita mi percepción del vaso como vaso, no estoy inmerso en un mundo de cuerpos mecánicos y de impulsos nerviosos, sino en un mundo simbólico-cultural de significados trabados unos con otros, mi percepción no es hija de mi cuerpo sino del Espíritu, el sentido no viene de las profundidades sino de las alturas. La percepción no está compuesta de nada, nace ya toda hecha, armada de una pieza. El significado no se deriva de las leyes mecánico-matemáticas de composición del significante. No se puede analizar, porque es sintético por naturaleza. Aquí volvemos a encontrarnos con un misterio inexplicable. ¿Por qué interpretamos el vaso como vaso y no como palillero? Lo único que se puede responder es que todo depende del contexto. Pero, si el sentido de las palabras y de las cosas depende del contexto, ¿de qué depende el contexto? Pues el caso es que el contexto sólo puede describirse mediante palabras, de tal modo que el contexto a su vez depende de las palabras: hay palabras (iniciales, inaugurales, auténticas, originarias) que hacen contexto, que crean mundos (son las de los poetas). Y hay palabras (secundarias, derivadas, inauténticas, falseadas) que se limitan a habitar (es decir, a significar) en esos mundos. No es el Libro de la Naturaleza, sino el de la Cultura, el que contiene las claves del sentido.

Aquí, el cuerpo es sometido a una suerte de eliminación (es decir, sólo existe en la medida en que sea un cuerpo interpreta¬do); puesto que la percepción (en cuanto interpretación) no se compone de sensaciones, la sensación misma queda eliminada y con¬vertida en una abstracción (eso inauténtico y derivado que se sigue de la interpretación y que sólo tiene sentido gracias a ella). Antes de la interpretación no puede haber nada o, justamente, sólo la nada, el caos, lo informe, contra lo cual se enfrenta el poeta que dice la palabra inicial. Diríamos que también en este caso la realidad física es imperceptible de forma inmediata, sólo podemos percibirla, verla, interpretada, lo que sucede es que es la interpretación lo que aquí se convierte en directo e inmediato. Si re¬tiramos la interpretación, sólo queda el caos, no podemos ver na¬da. De aquí, en pintura, el informalismo. Si sometemos un objeto a dos contextos -es decir, a dos mundos, es decir, a dos interpretaciones- diferentes, en realidad, dado que el significado procede del con¬texto, tendremos dos objetos completamente distintos. De aquí, en el arte, el urinario de Duchamp y todo el arte conceptual. También esta es una posición curiosa: viene a decir que no hay hechos, sino únicamente interpretaciones de los hechos y materia amorfa (siendo la materia amorfa también otra abstracción, pues finalmente es imposible sustraerse a alguna interpretación -pensemos en el test de Roscharch-, por lo cual se habla con razón de un informalismo abstracto). Resulta extraño pensar que no orinamos sobre urinarios, sino sobre interpretaciones. Al poner de manifiesto la interpretación (o bien el hecho de que sólo lo amorfo escapa de la interpretación), se recurre a otro modo de hacer visible lo invisible o de hacer ver lo que nos hace ver. Creo que también esto tiene sus correlatos filosóficos: lo dionisíaco como tendencia a la disolución y la desintegración caótica, por una parte, lo fenomenológico, lo hermenéutico, más apolíneo y constructivo, con su a priori de la interpretación y el prejuicio, por otra. Hay, sin duda, en la historia de la pintura, una línea dionisíaca, gótica, bárbara como usted dice, y uno tiene la impresión de que el dripping de Pollock es el definitivo desbordamiento de esa carne excedente que ya amenazaba con destruir la forma del cuerpo en las figuras de Miguel Angel, la vida inorgánica que ha¬bita dentro de lo orgánico. Aquí no se pretende tanto dar cuenta de cómo llega a hacerse nuestra visión cuanto deshacerla, disolverla, en una suerte de pulsión de muerte. Al contrario, la ten¬dencia fenomenológica o hermenéutica tiene más que ver con el principio del placer, la travesura, la compulsión a la reinterpretación, a encontrarle un sentido (hasta la paranoia de la sobreinterpretación). Si en la otra posición se trataba siempre de significantes sin significado, aquí se trata más bien de significados sin significante (pues en realidad el objeto es nada, lo es todo el concepto, la interpretacion, la función, el contexto). Es una semántica sin fonología ni sintaxis. Puesto que las percepciones (en cuanto interpretaciones) son indescomponibles (su descomposición equivale a su disolución dionisíaca en el caótico abismo), son también mutuamente irreductibles e inconmensurables. Esta es la famosa irreductibilidad entre contextos diversos con la que tanto disfrutan sus amigos Foucault, Derrida y Lyotard. Naturalmente, al no tener base alguna (al haber renunciado a la estructura profunda, al significante) para preferir una interpreta¬ción mejor que otra, el conflicto de las interpretaciones se con-vierte inmediatamente en una cuestión de poder. Y esto hace que, paradójicamente, los filósofos de la diferencia hayan terminado dando lugar a la guerra de las identidades.

Ahora bien, creo que usted descubrió otra línea en la historia de la filosofía, y por eso me atribuye a mí un lugar intermedio entre lo óptico y lo manual, entre lo ascético y lo bárbaro. Usted no es un positivista ni un fenomenólogo y, a pesar de su cariño por Nietzsche, creo que tampoco es del todo dionisíaco. Usted ha escrito una Lógica del Sentido y una Lógica de la Sensación, pero no una Sintaxis Lógica ni una Fenomenología de la percepción. A usted la percepción no le interesa. O, digámoslo de este modo, si usted mira hacia esta mesa y percibe un vaso, entonces no hay nada interesante. Lo interesante empieza, para usted, cuando siente algo que no puede ver, que no puede percibir. Hay algo extraño en ese vaso. Pero, si desciendo hacia las profundidades descomponiendo mi percepción del vaso, la extrañeza desaparece (allí todo es extraño, y por tanto nada lo es). Si asciendo hacia las alturas en busca de la intepretación en la cual se apoya mi percepción, también la extrañeza desaparece, porque allí todo me es familiar. Lo extraño está en mi visión del vaso, pero no puedo verlo cuando lo percibo o cuando lo interpreto, se sustrae a mi mirada. Es un elemento decididamente no-figurativo, pero no es abstracto, ni geométrico, ni mecánico. No es una interpretación, no es el ruido de un coche, de una silla que se arrastra, de una explosión o de unos pasos en la noche. No tiene forma ni se explica por el contexto. Es una sensación, una intensidad. Podríamos decir que es amorfo, pero si convierto el vaso simplemente en una mancha de materia, como si lo disolviera mediante un ácido, ya no siento nada (yo, como pintor, tengo que hacer verdaderos esfuerzos para que los cuerpos de mis figuras no se escapen por sus bocas, por las puntas de sus dedos, por sus vientres, por sus narices). La sensacion es una deformación: no es una interpretación porque no la siento como vaso ni como ninguna otra cosa; tampoco es un impulso nervioso o una partícula física o sintáctica, porque no pertenece a mi mirada. Sólo puedo sentirla como una deformación de la figura o como una deformación del ojo, que no es un elemento componente de un cuadro figurativo o narrativo, pero tampoco algo que pudiera interpretarse en función del contexto, porque se trata de algo completamente liberado de todo contexto. Lo que yo haría entonces sería pintar el vaso -un vaso cualquiera, porque ni siquiera sería este vaso, sino un simple vaso común y corriente-, pero haciéndole sufrir una deformación que hiciese visible esa extrañeza invisible que siento en mi visión -haciendo subir a la superficie del sentido (de lo sentido) el elemento informal y amorfo que late en mi percepción pero que no puede reducirse a ella-. Digamos que esto me emparenta con la primera filosofía de la percepción que antes he resumido, en el sentido de que pienso que hay algo irreductible a la percepción, a la mirada, a la interpretación, pero al mismo tiempo me separa de ella, porque para mí ese algo irreductible -a saber, la sensación- no es algo abstracto, ni mucho menos geométrico, no es figurativo pero tampoco abstracto ni informal. Es algo para cuya expresión necesito la figura. Digamos que la figura es el conjunto mínimo de condiciones restrictivas que permite ver algo que no es figura. Con todo, la sensación no es ficticia, ni imaginaria. Es perfectamente real y concreta, aunque su realidad sea de otro tipo que la de la mirada. Por muy fantásticas que puedan parecer las escenas de mis cuadros, lo que yo pinto existe realmente, aunque sea en un nivel distinto al de la figuración, al de la narración y la representación. Lo que la gente suele hacer en este punto es decir: bueno, la pintura canónica y tradicional siempre ha sido narrativa, figurativa, representativa, si Bacon quiere hacer otra cosa, entonces es que Bacon es un anti-pintor de vanguardia que trabaja tras la muerte histórica de la pintura. Y lo que me gusta de su libro es que usted -y en esto reside su heterodoxia y, si usted está en lo cierto, también la mía-, usted dice: no, la pintura nunca ha sido representativa, ni figurativa, ni narrativa, la pintura siempre ha querido pintar la sensación, y precisamente por eso Bacon es un pintor y no un anti-pintor.

Bueno, ya sé que en este punto usted y yo no estamos del todo de acuerdo. Yo pensaba, antes de leer su libro, que la pintura sí que había querido ser, en otro tiempo, narrativa o figurativa, al menos en parte, y que hoy día ya no lo intentaba porque esas funciones habían sido asumidas por la fotografía y, luego, por los demás medios visuales. Pero me pareció formidable leer en su libro la idea de que la fotografía nunca ha querido representar la realidad sino más bien sustituirla, reinar sobre el ojo y no someter¬se a él. Lo que ocurre es que los pintores lo han intentado de dos maneras: por una parte, han querido escapar del control de la narración y la figuración (y, en definitiva, del control del lenguaje) ateniéndose a una visualidad pura, a algo puramente óptico, intraducible en términos lingüísticos; o bien, por otra parte, se han sumergido de tal modo en lo narrativo y figurativo que han reducido la interpretación de una obra de arte al modelo de lectura de un texto (con lo cual la producción de sentido se reduce a la variación del contexto), y sólo han dejado, como posibilidad de escapar a la interpretación, el puro informalismo caótico y matérico. Entre esos dos extremos, según usted, hay otra posibilidad: no un ojo sin manos, un código puramente óptico, no una mano sin ojos, una materia que no admite figura ni historia, sino un ojo que toca, la invención de un nuevo órgano de visión que permite ver la sensación, que permite ver allí donde no hay mirada.

Esto es lo de menos. En cualquier caso, lo que me interesa es que a usted le ha pasado lo mismo. Al leer sus libros, sobre todo sabiendo que usted es compañero de generación de Lyotard, Foucault y Derrida, la gente se decía: bueno, estos son anti-filósofos que sostienen que, desde Parménides para acá, todo el mundo ha querido someter el pensamiento a la identidad, a la semejanza, a la analogía, mientras que estos franceses liquidan la historia de la filosofía para pensar ahora otra cosa que ya no cabe en ella, la diferencia, la pura diferencia. Pero usted no decía eso. Usted decía que los filósofos (al menos algunos) siempre han querido pensar la diferencia, que esto no es una ocurrencia de los anti-filòsofos de vanguardia. Por eso su diferencia no se puede reducir a una identidad. Usted no es el filósofo de las diferencias (es decir, de otras identidades presuntamente distintas de las dominantes), sino el filósofo de la diferencia, es decir, de la no-identidad, el filósofo de los que no tienen identidad. Esta es la razón por la cual, por mucho que se empeñen, nadie podrá hacer una biografía de usted ni de mí (hemos perdido enteramente nuestra vida en nuestras obras). La sensación, como el concepto, no tiene historia. No por¬que sea algo eterno, salvado del paso del tiempo, sino únicamente por su extremada pobreza. Sus libros, como mis cuadros, no son instrumentos de la memoria, sino testimonios de lo irremediable-mente perdido para la historia. No cuentan historias, sólo sirven para pensar (poniéndole a los conceptos ojos y manos) o para sentir (poniéndole a la gente ojos y manos en donde no los tenía), cosas ambas que nada tienen de profundidad ni de altura, que son simplemente superficiales.
Atentamente,
[firmado ilegible]

Jacob Burckhardt /// Interpretación(es)

Jacob Christopher Burckhardt (1892) / Fuente: Encyclopaedia Britannica / Courtesy of the Universitats-Bibliothek Basel

Jacob Christopher Burckhardt (1892) / Courtesy of the Universitats-Bibliothek Basel / Fuente: Encyclopaedia Britannica

«Afortunadamente, el conocimiento de la esencia espiritual del hombre no se inició sobre la base de una psicología teórica -pues para esto ya bastaba con Aristóteles-, sino que tuvo por instrumento la aptitud para la observación y las dotes para la descripción. El indefectible lastre teórico se reduce a la doctrina de los cuatro temperamentos en su combinación -entonces en boga- con el dogma de la influencia de los planetas. Estos elementos inertes se muestran como irreductibles desde tiempo inmemorial, al juzgar al hombre como individuo, sin perjudicar por otra parte al gran progreso general. Ciertamente produce un efecto extraño observar cómo se manejaban estas cosas en una época que ya había sido capaz de captar íntegra y totalmente al hombre, tanto en su más interna esencia como en sus exterioridades características, no sólo por medio de una descripción exacta, sino por obra de un arte y una poesía imperecederos. Nos produce casi una impresión de comicidad el que un observador -por lo demás muy hábil- atribuya a Clemente VII un temperamento melancólico, aunque subordine su juicio al de los médicos que ven en el papa, más bien, un temperamento sanguinocolérico. Sucede también esto cuando se nos dice que el propio Gastón de Foix, el vencedor de Rávena, a quien Giorgione pintó y Bambaja esculpió, y de quien hablan todos los historiadores, tenía un temperamento saturnino. Y, evidentemente, los que tales cosas nos dicen pretenden comunicarnos algo muy determinado y preciso; lo que nos parece extravagante y anticuado son las categorías de que para expresarlo se sirven.

»En el reino de la libre descripción espiritual, los grandes poetas del siglo XV son los primeros en salirnos al encuentro.

»Si tratamos de reunir las perlas de la poesía cortesana y caballeresca de Occidente de los dos siglos anteriores, podremos recoger una suma maravillosas adivinaciones y pinturas aisladas de los movimientos del alma, que a primera vista disputarán el premio a los italianos. Prescindiendo de toda la lírica, con sólo tomar a Gottfried von Strassburg, encontramos en Tristán e Isolda un cuadro de pasión de rasgos imperecederos. Pero estas perlas flotan dispersas en un mar de convenciones y artificios y el contenido queda aún muy lejos de una total objetivación de la intimidad humana y de su riqueza espiritual.

»Pero es que Italia, con sus trovadores, tuvo también su participación en la poesía cortesana y caballeresca del siglo XIII. En lo esencial, ellos fueron los creadores de la canzone, que trataban con tanto artificio y virtuosismo como el minnesänger nórdico su lied. Incluso las ideas y el contenido tienen idéntico carácter convencional y cortesano, aunque el autor sea un erudito y pertenezca a la clase burguesa.

»No obstante, hallamos ya dos recursos literarios que señalan un porvenir propio a la poesía italiana y cuya importancia no puede desconocerse, aunque se trate únicamente de una cuestión de forma.

»El propio Brunetto Latini (el maestro de Dante), que en las canciones adopta la manera habitual de los trovadores, es el autor de los primeros versi sciolti conocidos, endecasílabos sin rima, en cuyo carácter, en apariencia amorfo, se revela de pronto una viva y auténtica pasión. El poeta prescinde conscientemente de los medios exteriores, en gracia al vigor del contenido, del mismo modo como en la pintura se observa, algunos decenios después, en los frescos, y, más adelante, hasta en las tablas, al prescindir de lo cromático para limitarse a una simple entonación clara u obscura. En aquella época que por modo tal se atenía al artificio en la poesía, suponen estos versos de Brunetto la iniciación de una orientación nueva.

Sello conmemorativo de Albert Krüger (1897) / Fuente: Conrad R. Graeber

Sello conmemorativo de Albert Krüger (1897) / Fuente: Conrad R. Graeber

»Al mismo tiempo, y ya desde la primera mitad del siglo XIII, uno de los múltiples tipos de estrofa medida rigurosamente que produjo por entonces el Occidente, el soneto. Durante cien años se muestra todavía vacilante en el que Petrarca impuso la estructura imperecedera que adquirió vigencia de norma. En esta forma se encarnó, desde el principio, todo contenido lírico y contemplativo, y de toda índole después, de modo que, a su lado, los madrigales, las sextinas y hasta las canciones quedan reducidos a formas secundarias. Más adelante los mismos italianos -unas veces chanceando y otras con franco mal humor- malhablaron de ese patrón obligado, de este lecho de Procusto de ideas y sentimientos. Otros, empero, se sintieron encantados con esta forma -y para muchos mantiene aún su prestigio- y no faltaron los que se sirvieron del soneto para expresar sus reminiscencias y sus ociosas divagaciones sin ningún propósito serio ni necesidad. Por eso abundan tanto los sonetos malos o insignificantes y son tan escasos los buenos.

»No obstante, el soneto, a nuestro parecer, supone un beneficio enorme para la poesía italiana. La claridad y la belleza de su estructura, la necesidad de alcanzar mayor vibración y acento en la segunda mitad, graciosa y enérgicamente articulada, y la facilidad con que se aprende de memoria, son cualidades que forzosamente habían de resultar gratas y útiles a los grandes maestros. No se concibe, en efecto, juzgando seriamente, que lo hubiesen conservado éstos hasta nuestro siglo si no hubieran estado convencidos de su alto valor. Ciertamente estos grandes maestros habrían podido manifestar la misma fuerza de su genio en otras formas cualesquiera, las más distintas; pero, al elevar el soneto a forma lírica cardinal, otros muchos ingenios, de más limitada capacidad, aunque no carentes de ciertas dotes, que en otras formas líricas hubieran resultado difusos, se vieron obligados a condensar sus impresiones y emociones en el apretado haz del soneto. Éste llegó a convertirse en un condensador universal de ideas y sentimientos como no conoce nada parecido la poesía de ningún otro pueblo moderno.»

 

Jacob Burckhardt, La cultura del Renacimiento en Italia, Barcelona, Iberia, 1979 (1860), pp. 227-230.

Pierre Francastel /// Interpretación(es)

«Es de una necesidad total que el arte de una época esté de acuerdo con la sociedad, con sus condiciones generales, económicas e intelectuales, positivas; pero lo que realiza, en cualquier ámbito que sea, una generación o un grupo de generaciones cualesquiera, no representa jamás la suma de posibilidades incluidas en una situación social dada. Tomemos el ejemplo del Renacimiento [italiano]. Allí también hay, en un momento dado, un descubrimiento súbito de posibilidades técnicas e imaginativas. Pero hacen falta muchos siglospara que los hombres den la vuelta al nuevo universo. Desde Brunelleschi y Uccello se han dicho muchas cosas que hacen imposible toda vuelta atrás; pero el arte de Rafael no está incluido tal cual en los inicios. El nuevo universo no es un mundo exterior dado, sino que está formado por obras creadas sucesivamente. Otro tanto sucede en nuestros días. Es la nuestra una época de transformación total del universo. En el ámbito plástico, los maestros de la Escuela de París son los grandes precursores, los Uccello y los Piero del futuro. Fueron ellos quienes mostraron que se imponía una representación nueva del espacio, que era posible y que podía realizarse siguiendo ciertas fórmulas, que ellos mismos esbozaron. No por ello es menos cierto que, inclusive en Van Gogh y en Gauguin, inclusive en Cézanne, si se considera el conjunto de su obra, quedan porciones enteras en las que domina la concepción antigua del espacio, lo mismo que no existe ruptura absoluta en el Quattrocento, en la obra de los Masaccio y los Masolino, entre el espacio plástico de Giotto y las búsquedas nuevas. Decir que la sociedad sale en un momento dado del antiguo espacio para penetrar en otro, es inexacto, salvo que se elimine al mismo tiempo toda idea de ruptura, excepto la del deslizamiento insensible.

»No hay generación de destructores y luego una de constructores. Las cosas son menos simples. Hay hombres que, tras formarse en la escuela de la tradición, invierten algunas reglas fundamentales del pasado y plantean algunas proposiciones nuevas como la del valor plástico del color puro o la de las dimensiones del espacio representativo. Y los hay que, conocedores de las primeras búsquedas, se esfuerzan por materializar las posibilidades sistemáticas recientemente liberadas, pero que advierten necesariamente, en ese momento, que el mundo actual no es un universo totalmente construido en el cual uno puede introducirse mediante ciertas claves. En consecuencia, no es cuestión de considerar que en una primera época el antiguo espacio plástico sea destruido y que, en la segunda, el nuevo espacio sirva de marco estático a la nueva creación  plástica. En un Gozzoli se ve muy bien lo que pertenece al pasado y lo que pertenece al presente. Lo mismo ocurre en un Cézanne y en un Gauguin. Sin embargo, en este caso, como no conocemos todavía el futuro, nos resulta difícil predecir cuáles de las múltiples posibilidades teóricas están destinadas a servir de soporte a las especulaciones futuras, en función de las cuales, no lo olvidemos, se clasificarán más tarde las búsquedas de nuestros contemporáneos y de los hombres de la generación precedente. Un modo de vida completamente nuevo es tan inconcebible como un espacio plástico enteramente inédito. El hombre no se adapta sino por etapas. En consecuencia, es necesario concebir a nuestra época, así como al Quattrocento, como hondamente atravesada por grandes ímpetus y enormes desalientos, descubrimientos fulgurantes y penosas realidades.

»Lo que me parece seguro es que, con los impresionistas primero, luego con la generación siguiente, la de los hombres de 1880-1890, el problema de la representación plástica de las cosas en el espacio fue completamente replanteado, en la misma medida en que cambiaron las concepciones generales de la vida. Hacia 1900, la parte crítica de esta obra está terminada. A partir de ese momento los artistas no parten ya del espacio clásico para destruirlo. Un Gauguin, un Van Gogh, parten del impresionismo; un Braque y un Matisse, de Van Gogh y de Gaguin. Se apoyan sobre las experiencias ya positivas de sus mayores. Al mismo tiempo, no se trata de que ellos manejen libremente las leyes fundamentales de un espacio plástico nuevo. Continúan la búsqueda. Y si se quiere acabar de comprender el sentido general de la aventura plástica en que está comprometido el mundo contemporáneo, es indispensable echar una mirada sobre sus trabajos. Después de 1900 queda mucho por destruir y mucho por determinar. El espacio del Renacimiento no ha desaparecido y el nuevo espacio moderno no ha nacido. Por lo tanto es necesario examinar todavía sobre qué bases continúa la obra a la vez destructiva y positiva de los artistas vivos.

»Los historiadores del arte contemporáneo se han esforzado, en general, por describir, en la medida de sus posibilidades, las fases sucesivas por las que ha atravesado la moda estética de este último medio siglo. Lejos de mí la idea de censurarlos por ello. Estoy persuadido de que una historia precisa de nuestro tiempo no puede ser escrita sino después de establecer un inventario minucioso de los incidentes que constituyen el diario del arte contemporáneo. Creo también, sin embargo, que si nos esforzamos por dar un paso atrás, como lo hacemos con el pasado, el movimiento general de las ideas, llegaremos a simplificar considerablemente las cosas.

»Estoy convencido de que no se puede colocar al mismo nivel de modas al ballet ruso o al arte negro y al cubismo. Me parece que este último medio siglo quedará caracterizado como la época cubista. El fauvismo es el único movimiento al que se puede, plásticamente, considerar paralelamente, pero no se representa una búsqueda del mismo alcance. No hace sino prolongar el arrebato de Van Gogh y no modifica el sentido dado por él al color. Exalta, pero no modifica su naturaleza. Por el contrario, el cubismo es un punto de partida que explica directa o indirectamente multitud de tentativas, aparentemente tan diferentes como las telas de Braque, Picasso, Delaunay o Juan Gris hacia 1910 y las obras de esos mismos maestros hacia 1930. Es la única medida común entre Léger y Matisse. Es el único movimiento que ha pasado sucesivamente por una fase de especulación teórico-literaria y por una fase libre de experimentación plástica -y en ocasiones casi opuesta a la teoría-. Como el impresionismo, el cubismo desborda al término que lo quiere designar. La única cosa cierta es que, a mi juicio, el cúmulo de esuerzos individuales representados por la Escuela de París entre 1905 y 1950, desemboca siempre en el planteamiento de un cierto número de interrogantes, de los que los teóricos del cubismo fueron los primeros en tomar clara conciencia. No se trata, además, de pretender reducir el aporte positivo de esta generación a la cristalización de una doctrina; por el contrario, se trata de probar que el cubismo es algo que sobrepasa en mucho las especulaciones teóricas con las cuales se satisfacieron los primeros grupos de investigadores, y que existe en realidad un lazo entre todos los esfuerzos de una generación que pasa y que no habrá dejado finalmente detrás de sí una obra menos positiva que la de las precedentes, sobre todo en el ámbito de la representación del espacio.

»No es mi inteción hacer aquí la historia del cubismo, que es la de las diferentes corrientes de la pintura desde 1905. Pero me parece que podríamos estar fácilmente de acuerdo en admitir algunos caracteres generales. Mientras que los hombres de la generación precedente parten de una formación todavía clásica, los Picasso, los Delaunay, los Braque y los Léger parten de la experiencia de los maestros de la generación precedente, exactamente como los artistas de 1460-1480 parten de Masaccio, de Masolino y de Uccello, y ya no de Giotto. En segundo lugar, muchos artistas de fines del siglo XIX atacaron al Renacimiento sobre el plano espacial, pero casi únicamente desde el punto de vista de la forma; algunos solamente abordaron el problema del color; fueron los cubistas quienes finalmente plantearon el problema de la iluminación.

»[…] Espero mostrar en algún otro momento cómo, en la hora actual, este esfuerzo no sólo se realiza no ya con vistas a una destrucción que, habiendo afectado en distintos momentos a la forma, el color, la luz, la iluminación, el contenido y la expresión, es ya casi total, sino con vistas a la edificación de un nuevo estilo del cual, en mi opinión, son ya perceptibles algunos rasgos generales.»

 

Pierre Francastel, Sociología del arte, Madrid, Alianza-Emecé, 1975, pp. 194-202.

Zygmunt Bauman /// Interpretación(es)

Zygmunt Bauman en 2011 / Fuente: European Culture Congress

«La abrumadora velocidad de los eventos, de las actividades que nunca superan en duración el promedio de la atención pública, la fuente más abundante de rédito mercantil hoy en día, armoniza perfectamente con una tendencia muy difundida en el mundo de la modernidad líquida. En estos días, los productos de la cultura se crean con «proyectos» en mente, proyectos con un tiempo de vida predeterminado y, en la mayoría de los casos, lo más breve posible. Tal como ha señalado Naomi Klein, las firmas que prefieren obtener réditos adhiriendo sus etiquetas a productos hechos en lugar de aceptar la responsabilidad por su producción con todos los riesgos que ello entraña, pueden someter cualquier cosa a este procedimiento: no solo «la arena, sino también el trigo, la carne de vaca, los ladrillos, los metales, el cemento, las sustancias químicas, el cereal molido y una interminable serie de artículos que solían considerarse inmunes a esas fuerzas»; en otras palabras, bienes de los que se consideraba (erróneamente, tal como resultó) que podían probar su valor y utilidad gracias a sus propias cualidades y virtudes, de fácil demostración. La ausencia de obras de arte en esta lista debe atribuirse a un raro caso de omisión por parte de Naomi Klein…

»A lo largo de siglos, la cultura existió en una incómoda simbiosis con toda suerte de acaudalados mecenas y empresarios, hacia quienes experimentaba sentimientos contradictorios y bajo cuyo caprichoso arbitrio se sentía restringida y hasta sofocada, aunque por otra parte a menudo aplacaba su furia contra ellos con pedidos o exigencias de ayuda y retornaba de más de una audencia con renovado vigor y flamantes ambiciones. ¿Se beneficiará o perderá la cultura con este «cambio de gerencia»? ¿Saldrá ilesa después del relevo de guardia en la atalaya? ¿Sobrevivirá a esta alteración? ¿Disfrutarán sus obras artísticas de algo más que la oportunidad de vivir fugazmente y ganar quince minutos de fama? Cuando los nuevos administradores adopten el estilo de gerencia que hoy se ha puesto de moda, ¿no limitarán sus actividades de custodia al «vaciamiento», acaparando los activos que tienen a su cargo? ¿No reemplazará el «cementerio de eventos culturales» a la «montaña que crece hacia el cielo», por usar la metáfora más apropiada para el estado en que se halla la cultura? Necesitamos esperar un poco más para encontrar la respuesta a estas preguntas, pero de ningún modo debemos postergar su enérgica búsqueda. Tampoco podemos pasar por alto la pregunta por la forma que adquirirá finalmente la cultura como resultado de nuestras acciones o falta de acción.

»El patrocinio estatal de la cultura nacional no se ha salvado del destino que sufrieron muchas otras funciones del Estado que hoy están «desreguladas» y «privatizadas»; tal como ocurrió con ellas y por el bien del mercado, el Estado se deshizo voluntariamente de cada vez más funciones que ya no podía sostener en su debilitado control. Pero hay dos funciones que resulta imposible desregular, privatizar y ceder sin ocasionar un «daño colateral» socialmente catastrófico. Una es la función de defender a los mercados de sí mismos, de las consecuencias que trae aparejada su notoria incapacidad para la autolimitación y el autocontrol, y su igualmente notoria tendencia a minimizar todos los valores resistentes a la valuación y la negociación, quitándolos de su lista de acciones planeadas y eliminando su costo de los cálculos de rentabilidad. La otra es la función de reparar el daño social y cultural que deja la estela de expansión del mercado a causa de esa incapacidad y esa tendencia. Jack Lang sabía lo que hacía…

Bauman en 2012 / Foto: Leonardo Cendamo (AFP)

»Anna Zeidler-Janiszewska, sagaz investigadora del destino que le ha tocado a la cultura artística en la Europa postbélica, ha resumido estas consideraciones y ha sacado de ellasconsecuencias prácticas mucho mejor de lo que podría hacerlo yo:

Si diferenciamos la cultura artística (como «realidad mental») de la práctica de participar en ella (participación creativa y receptiva; hoy más bien participación creativa-receptiva o receptiva-creativa), así como las instituciones que posibilitan esa participación, la política cultural del Estado debe ocuparse de las instituciones de participación (que incluyen los medios «públicos»), y su interés primordial debe consistir en nivelar las oportunidades de participación […] El foco de la política cultural es la calidad de la participación, así como la igualdad de oportunidades para hacerlo; en otras palabras, los «receptores» más que la forma o el contenido, o bien las relaciones entre los «administradores» y el «público de las artes».

»De nuestras anteriores consideraciones se deduce que las creaciones culturales y las opciones culturales, así como el uso que hacen de ellas sus «receptores», están ligados en una estrecha interacción, hoy más que en cualquier otro momento del pasado; y que, dada la cambiante locación de las artes en la totalidad de la vida contemporánea, todo indica que esa interacción se volverá aún más estrecha en el futuro. En efecto, las obras de arte contemporáneas suelen ser indeterminadas, subdefinidas, incompletas, aún en busca de significado y hasta ahora inseguras de su potencial, y sujetas a permanecer así hasta el momento de su encuentro con el «público» (más exactamente, el «público» que invocan y/o provocan, confiriéndole existencia), un encuentro activo desde ambos lados; el verdadero significado de las artes (y en consecuencia, su potencial de ilustrar y de promover cambios) se concibe y madura en el marco de ese encuentro. Las mejores entre las artes contemporáneas (en verdad, las más seminales y las más eficaces en la representación de su rol cultural) están en definitiva ya embarcadas en un proceso interminable de reinterpretación de la experiencia compartida, y ofrecen invitaciones permanentes al diálogo; o bien, en realidad, a un polílogo en perpetua expansión.

Bauman en 2010 / Foto: Reuters

»Así como la verdadera función del Estado capitalista en la administración de la «sociedad de productores» consistía en asegurar un encuentro continuo y fructífero entre el capital y el trabajo, en tanto que la verdadera función del Estado que preside la «sociedad de consumo» consiste en asegurar encuentros frecuentes y exitosos entre los productos de consumo y los consumidores, el «Estado cultural», un Estado dedicado a la promoción de las artes, debe enfocarse en asegurar y atender el encuentro continuo entre los artistas y su «público». Es en el marco de estos encuentros donde se conciben, engendran, estimulan y realizan las artes de nuestros tiempos. Y es en pos de estos encuentros que es preciso alentar y apoyar las iniciativas artísticas locales «de base»: al igual que tantas otras funciones del Estado contemporáneo, el patrocinio de la creatividad cultural espera con urgencia ser «subsidiarizado».»

 

Zygmunt Bauman, La cultura en el mundo de la modernidad líquida, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2013 (2011), pp. 98-101.

Sergio Givone /// Interpretación(es)

Sergio Givone (Buronzo, 1944) / Fuente: Lettera43.it

Sergio Givone (Buronzo, 1944) / Fuente: Lettera43.it

«Más productivo parece el modo de plantearse el problema de la verdad de la obra de arte en el clima cultural levemente antifundacionalista de la Escuela de Costanza y, en particular, de su máximo exponente, Hans Robert Jauss. Tanto Jauss como Heidegger o Gadamer buscan el declive del valor de verdad de la experiencia estética en el romanticismo, que, haciendo culminar un proceso que, por otra parte, se estaba incubando desde hacía tiempo en la cultura estética europea, privilegia el arte como poiesis, es decir, como producción genial que se sustrae a todo tipo de vínculo con la historia y la tradición. A esta visión del arte corresponde, como hemos visto, una desvalorización de la fruición estética que, basándose en la subjetivización del gusto característica de las estéticas de los siglos XIX y XX, convierte cualquier plausible pretensión de validez en un juicio puramente subjetivo. La subjetivización del juicio está acompañada en las estéticas de impostación hegeliana que implícita o explícitamente continúan viendo en la obra la manifestación sensible de la idea, de una desvalorización no sólo gnoseológica, sino también ética del placer estético: disfrutar de una obra significa, tanto para Hegel como para Adorno, no detenerse en sus aspectos sensibles y que más se pueden consumar desde un punto de vista hedonista, privado por sí mismo de validez; de tal forma que el valor de la verdad de la obra en la época de la muerte del arte hay que buscarlo en la negatividad, en el retraerse de la obra ante la fruición sensible, es decir, en último término, en su negación como arte para dejar que se vislumbre la idea o la utopía que no puede realizarse en lo real.

»Se trata, por tanto, de sustraer lo estético al estatuto de negatividad al que le ha destinado la idea del arte como conocimiento sensible o como mímesis de lo muerto. El primer paso en esta dirección está permitido por la rehabilitación de la categoría de aisthesis como fruición estética. El goce estético no representa sólo un momento caduco o subjetivo, sino que constituye en último término la justificación más obligatoria de la estética, la explicitación de la promesse de bonheur que va unida a la obra: «El placer estético se distingue del mero placer sensual -como se ha atestiguado unánimemente por toda teoría estética desde Kant acerca del placer desinteresado- en virtud de la «distancia entre el yo y el objeto», o distancia estética. A diferencia de la actitud teorética, que presupone distancia, en el placer estético tiene lugar la liberación del sujeto receptor de las cadenas de la praxis cotidiana, a través de lo imaginario. En el proceso originario de la experiencia estética, lo imaginario no constituye todavía un objeto, sino -como ha mostrado Sartre- un acto de representación de la conciencia imaginativa debe negar la objetividad dad para poder producir, según los símbolos estéticos pertenezcan a un texto verbal, visual o musical, una forma integrada por palabras, imágenes o sonidos. El placer estético, en el que la conciencia imaginativa se desvincula de las costumbres y de los intereses, permite al hombre, prisionero en su actividad cotidiana, liberarse para otras experiencias». (*)

»[…] Recuperando en parte la concepción gadameriana de la actualidad de lo bello, Jauss señala indirectamente el carácter de negatividad implícito en el discurso de Derrida sobre la escritura (aunque, en rigor, esta negatividad es inmanente a toda tematización de la diferencia ontológica, y en alguna medida se puede ya vislumbrar en la dialéctica entre mundo y tierra del Origen de la obra de arte de Heidegger); el arte como huella de la diferencia ontológica estaría en relación con el silencio de la obra en la teoría estética de Adorno: el interés de la obra no es tanto la comunicación, cuanto negarse a comunicar (interés que es, en Derrida, el del lenguaje en general).

Sergio Givone en 2010 / Fuente: Tuttoscorre.org

Sergio Givone en 2010 / Fuente: Tuttoscorre.org

»Paul de Man (1919-1983) y Harol Bloom -y, con ellos, todos los teóricos de la literatura reunidos bajo el nombre de Yale Critics en el marco de un gran interés por la reflexión de Derrida en la cultura contemporánea- desarrollan las implicaciones antifundacionalistas conectadas a un discurso hermenéutico-deconstructivo, y las aplican temáticamente a los estudios literarios. Lo que desaparece es, ante todo, la noción de metalenguaje crítico, es decir, la noción de un lenguaje transparente capaz de comprender la literatura y lo estético-expresivo en general, mejor de lo que se pueden comprender ellos mismos: la «deconstrucción» de un texto literario no es tanto el resultado de una actividad metódico-crítica, cuanto el desarrollo de las características ambiguas y autorreflexivas del mensaje estético en cuanto tal: «La escritura poética es el tipo de deconstrucción más avanzada y refinada; puede diferir de la escritura crítica en la economía de sus articulaciones, pero no en el género de ellas» (**). La tarea de la crítica -una vez que ha desaparecido la fe en el papel heurístico de un metalenguaje metodológicamente utilizado- es entonces situarse en una actitud de escucha del lenguaje poético (que posee un peculiar y, a decir verdad, aurático valor de verdad). «La crítica retórica, la fenomenológica, la estructuralista, reducen todo a imágenes, a ideas, a elementos dados, a fonemas. La crítica moral y otros tipos de crítica filosófica o psicológica reducen todo a conceptos contrapuestos. Nosotros reducimos una poesía […] a otra poesía» (***).

»Es característico de esta crítica la disminución de la diferencia entre literatura y crítica literaria, de tal modo que la crítica, una vez que ha abandonado la idea de metalenguaje, es asimilada a la literatura, y la pérdida del prestigio científico se compensa con el aumento del valor creativo. Este discurso comporta más redicalmente una asimilación entre literatura y filosofía, que, por un lado, se remite a la revalorización del valor de verdad de la obra de arte llevado a cabo por la hermenéutica y, por otro, se aleja de ella de un modo casi antitético. Si la perspectiva hermenéutica, alegando un peculiar poder veritativo del arte, disminuye las diferencias entre literatura y filosofía, aquí asistimos a una completa homologación; pero, y esto es el rasgo más sobresaliente, no es tanto que el arte sea verdadero en sentido filosófico, cuanto que la filosofía es asimilada a la literatura, que, ciertamente, posee una verdad, pero de forma aurática y retórica. El modo de verdad de la filosofía asimilada a la literatura recuerda el topos de la inspiración divina de los poetas. La reivindicación del valor de verdad del arte y la disminución de la diferencia entre literatura, crítica y filosofía pueden, por tanto, convivir sin contradicciones con una perspectiva epistemológica de tipo fundacionalista, por la que no pueden plantearse con seriedad pretensiones de verdad ni en el campo literario, ni en el científico, ni en el filosófico.»

 

Sergio Givone, Historia de la estética, Madrid, Tecnos, 2009, pp. 208-212.

 

– H. R. Jauss, Apologia dell’esperienza estetica, Turín, Einaudi, 1985, pp. 10-11. (*)

– P. de Man, Allegories of Reading, New Haven, Yale University Press, 1979, p. 17. (**)

– H. Bloom, L’angoscia dell’influenza, Milán, Feltrinelli, 1983, p. 98. (***)

Tzvetan Todorov /// Interpretación(es)

Tzvetan Todorov (Sofía, 1939) / Fuente: Hoyesarte.com

Tzvetan Todorov (Sofía, 1939) / Fuente: Hoyesarte.com

«La pintura holandesa de lo cotidiano, tal como la hemos entrevisto aquí, se inserta en un momento concreto de la historia, mediados del siglo XVII, entre Hals y Ochtervelt. Desde finales de siglo, el secreto que inspiraba tantos cuadros se perdió y los pintores se limitaron a transmitir una técnica y varios temas. No volvió a saltar la chispa. No cabe duda de que el arte realista continuó hasta el siglo XIX, incluso el XX, pero ya no encontramos ese amor al mundo, esa alegría de vivr y esa glorificación de lo real, características de los maestros anteriores. La pintura realista, como toda pintura figurativa, sigue afirmando la belleza de lo que muestra, pero a menudo se trata de una belleza del abatimiento, de la desesperación y de la angustia. Son flores del mal. Citando a Fromentin, ya no habrá «ternura por lo verdadero» ni «cordialidad por lo real».

»Después -siguiendo con nuestra visita al museo, pese al cansancio-, en la segunda mitad del siglo XIX, tiene lugar un acontecimiento que agudiza todavía más la ruptura entre los pintores coetáneos y los holandeses (aun cuando en aquella época se aprecie cada vez más a estos últimos). La nueva revolución ya no tiene que ver con el género, ni con el modo de interpretar, ni tampoco con el estilo, sino con el estatus de la imagen. En pocas palabras: aunque la pintura sigue siendo figurativa, deja de ser una representación y se convierte en una mera representación, una presencia. Manet y Degas, los impresionistas y los postimpresionistas siguen siendo figurativos, siguen pintando a personas, objetos y lugares. No se limitan a yuxtaponer colores y trazos, como harán después los pintores abstractos, pero rechazan el estatuto representativo de sus imágenes. El espectador ya no cae en la tentación de preguntarse por la psicología de los personajes, por sus actos pasados o futuros. Por más que Degas tome prestados elementos estilísticos deTer Borch, ninguna de sus bailarinas nos incita a imaginar su biografía. El mundo que la pintura representa ha perdido su valor. Todo lo que tiene ver con él se considera ahora anecdótico y se rechaza en nombre de la pureza del arte. La imagen no deja de ser una figura, pero se le ha amputado una dimensión, la que nos permitía instalarnos en el mundo representado. En lo sucesivo debe verse la imagen como tal, como pura presencia que no incita a avanzar hacia otro lugar.

»De repente todas las antiguas disparidades dejan de ser pertinentes. No sólo no importa saber si se trata de una pintura histórica o cotidiana (en definitiva, de interrogarse respecto del título del cuadro), sino que también desaparecen las diferencias entre paisaje, escena humana, naturaleza muerta y retrato. Ya sólo hay imágenes, cuadros y pintura. Entendemos ahora por qué nos dio la impresión de que Vermeer se salía un poco de su tiempo, y por qué también doscientos años después los artistas y los escritores vieron en él a uno de los suyos. Gracias a su genio personal llevó la pintura que había aprendido, la pintura de género, a tal grado de perfección que nos resulta imposible adentrarnos en el mundo representado, más allá de la imagen. Nos quedamos estupefactos ante la belleza de los tejidos, los muebles y los gestos. En Vermeer la representación queda neutralizada por la fuerza de la presentación, y eso es lo que lo convierte en «moderno».

»Esta duración limitada de la pintura holandesa de lo cotidiano, lejos de restarle valor, sugiere que algo excepcional sucedió en determinada época y que debemos intentar entenderlo. En la historia de la creación humana -arte, literatura o pensamiento- hay momentos afortunados en los que la humanidad se enriquece con una nueva visión de sí misma, y que, en consecuencia, constituyen su identidad. Este tipo de momentos se reconocen desde fuera porque en ellos hasta los pintores de mediano talento hacen obras maestras. El Renacimiento italiano y el impresionismo francés son dos ejemplos, y la pintura holandesa del siglo XVII es otro. En esta época tiene lugar una adecuación perfecta entre el contexto histórico-geográfico y lo que se realiza, entre significado y forma, y los pintores se benefician de ella sin saberlo (y perderán de manera igualmente misteriosa). No se trata de meras fórmulas técnicas, de recetas qeu bastaría con aprender. En esos momentos está en juego algo más esencial, que tiene que ver incluso con la interpretación del mundo y de la vida. Es una cuestión no de virtuosismo artístico, sino de sabiduría humana, aun cuando ésta sólo se exprese a través de las formas artísticas. Por ello no basta con admirar la belleza de los cuadros, sino que debemos intentar descifrar el mensaje que nos lanzan, o cuando menos rozar su secreto. Esos momentos afortunados son siempre importantes para la humanidad.

Tzvetan Todorov / Foto: Marti Fradera

Tzvetan Todorov en 2014 / Foto: Marti Fradera

»En la Estética de Hegel encontramos ese intento de descifrarlo. En esta obra cita la pintura holandesa como ejemplo de arte romántico, es decir, el de los tiempos modernos, tanto como las obras de Shakespeare. Hegel menciona a Van Ostade, Steen, Teniers y Ter Borch. La palabra clave es subjetividad: mientras que el arte clásico encontraba la belleza en los objetos, en el arte romántico es el artista el que decide qué será o no será bello. «La interioridad romántica puede manifestarse en todas las circunstancias posibles e imaginables, acomodarse a cualquier estado y situación […] ya que lo que busca no es un contenido objetivo y valioso en sí, sino su propio reflejo, sea cual sea el espejo que lo devuelve». En consecuencia, el pintor puede elevar al rango de belleza elementos que pertenecen a la vida cotidiana o a las más bajas esferas de la existencia. Es «la orientación querida y deliberada hacia lo accidental, hacia la existencia inmediata, prosaica y desprovista de belleza propia», «el ennoblecimiento de las cosas vulgares y bajas por medio del arte». El mérito de estos artistas consistiría precisamente en hacer bello lo que no lo es: «Es el triunfo del arte sobre la vertiente caduca y perecedera de la vida y de la naturaleza», y por lo tanto también el triunfo de la subjetividad del artista sobre la objetividad del mundo.

»Aprovechando la ventaja del asno vivo sobre el león muerto, es decir, de conocer el arte de los siglos XIX y XX, podemos quizá modificar la interpretación de Hegel. Desde el momento en que escribía, la subjetividad de los pintores en la elección de lo bello ha alcanzado tal nivel que nos resulta difícil no considerar sus palabras una generalización arbitraria, ya que la pintura de Steen y de Ter Borch nos parece un monumento a la objetividad. Para ser más exactos, Hegel tiene sin duda razón cuando afirma que escribir cartas o comer ostras no son actividades dignas y bellas en sí mismas, pero va demasiado lejos al añadir que su embellecimiento depende sólo del capricho subjetio del pintor. Entre la solidez objetiva y la arbitrariedad subjetiva hay un punto intermedio: el acuerdo intersubjetivo. No todo es bello en sí (realidad no equivale a perfección), pero tampoco todo depende de la libre elección del artista, que simplemente puede mostrarnos que la belleza reside en el gesto más humilde, y en algunos casos convencernos.

»Cuando Steen y Ter Borch, De Hooch y Vermeer, Rembrandt y Hals nos ayudan a descubrir la belleza de las cosas, en las cosas, no actúan como alquimistas que pueden convertir el barro en oro. Se han dado cuenta de que esa mujer que cruza un patio y esa madre que pela manzanas pueden ser tan bellas como las diosas del Olimpo, y nos invitan a que compartamos esa convicción. Nos enseñan a ver mejor el mundo, no a entusiasmarnos con dulces ilusiones. No inventan la belleza, sino que la descubren y nos permiten descubrirla también a nosotros. En la actualidad, amenazados como estamos por nuevas formas de degradación de la vida cotidiana, al contemplar esos cuadros estamos tentados de encontrar en ellos el sentido y la belleza de nuestros gestos más básicos.

»Nuestra tradición europea (y quizá no sólo ella) está profundamente marcada por una visión maniquea del mundo, que lo interpreta mediante una oposición radical en la que uno de los términos es glorificado y el otro denigrado: bien y mal, espíritu y carne, acciones elevadas o bajas. Incluso el cristianismo, que combatió esta herejía, se dejó contaminar por ella. La pintura holandesa muestra uno de los raros momentos de nuestra historia en los que la visión maniquea se resquebraja, no necesariamente en la conciencia de los individuos que pintaban los cuadros, sino en los cuadros en sí. La belleza no está más allá o por encima de las cosas vulgares, sino en su interior, y basta con observarlas para sacarla de ellas y mostrarla a todo el mundo. Durante un tiempo los pintores holandeses estuvieron tocados por una gracia -en ningún caso divina o mística- que les permitió superar la maldición que pesaba sobre la materia, alegrarse de la mera existencia de las cosas, hacer que lo ideal y lo real se reinterpretasen, y por lo tanto encontrar el sentido de la vida en la propia vida. No sustituyeron una parte de la existencia, tradicionalmente considerada bella, por otra que ocupara su lugar, sino que descubrieron que la belleza podía impregnar la totalidad de la existencia.

Tzvetan Todorov en 2011 / Foto: Amaya Aznar

Tzvetan Todorov en 2011 / Foto: Amaya Aznar

»La vida cotidiana, como todo el mundo sabe, no es necesariamente feliz. Incluso muy a menudo es agobiante: repetir gestos que se han convertido en mecánicos, hundirse en preocupaciones que se nos imponen sin posibilidad de levantar cabeza y agotar nuestras fuerzas con el simple objetivo de sobrevivir, tanto nosotros como nuestros seres queridos. Por este motivo nos tientan tan a menudo el sueño, la evasión y el éxtasis heroico o místico, soluciones que sin embargo resultan ser totalmente artificiales. Lo que habría que hacer no es abandonar la vida cotidiana (al desprecio, a los demás), sino transformarla desde dentro para que renaciera iluminada de sentido y belleza. Pero ¿cómo? Nuestra sociedad supo actuar contra una de las causas de la angustia que podemos experimentar en lo cotidiano, el cansancio físico, y sustituyó la fuerza humana por máquinas. El hombre agotado físicamente no está en condiciones de gozar de la calidad de cada instante. Pero no supo, o no quiso, modificar nuestro sistema de valores para que pudiéramos apreciar la belleza de todo gesto, ya fuera dirigido a los objetos o a las personas que nos rodean. Valoramos por encima de todo la eficacia, hasta el punto de que convertimos en medios, si no en instrumentos, tanto a los que nos rodean como a nosotros mismos. Parece como si nos apresuráramos a gestionar cuanto antes nuestros asuntos, y mientras tanto hubiéramos suspendido nuestra vida. Pero esa provisionalidad se alarga y acaba sustituyendo el objetivo, que siempre queda postergado. Quizá algún día aprendamos a ralentizar no nuestros gestos -en ese caso deberíamos renunciar a una parte demasiado importante de nosotros mismos-, sino la impresión que nos dejan en la conciencia, y así concedernos tiempo de vivirlos y saborearlos. De este modo la vida cotidiana dejaría de oponerse a las obras de arte, a las obras del espíritu, y pasaría a tener toda ella un sentido tan bello y rico como una obra.

»Podemos descubrir en un niño momentos de alegría qeu sin embargo no tienen motivo. Es la alegría en estado puro, la plenitud que se experimenta en una mirada, en un gesto anodino. El adulto no es capaz de vivirla, salvo en momentos excepcionales de los que durante mucho tiempo siente nostalgia: momentos afortunados, momentos de gracia en los que vivía del todo su propia presencia. Quizá por eso precisamente la pintura holandesa, que nada tiene de infantil ni de idílica, nos resulta valiosa: nos confirma que esos momentos existen y nos indica un camino que, aun habiendo dejado atrás el limbo de la infancia, podríamos seguir.»

 

«El significado de la pintura holandesa», capítulo extraído de Tzvetan Todorov, Elogio de lo cotidiano, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2013, pp. 96-102.

Sir Herbert Read /// Interpretación(es)

Herbert Read retratado por Rollie McKenna / Fuente: National Portrait Gallery

Herbert Read, por Rollie McKenna / Fuente: National Portrait Gallery

«[…] Si esto fuera claramente reconocido, no se discutiría la jerarquía que al arte le corresponde en la sociedad. También en esto los griegos eran más sabios que nosotros, y su creencia, que siempre nos parece tan paradójica, de que la belleza es bondad moral, es realmente una sencilla verdad. El único pecado es la fealdad, y si creemos esto con todo nuestro ser, todas las actividades del espíritu humano pueden dejarse a su propio cuidado. Por eso yo creo que el arte es mucho más significativo que la economía o la filosofía. Es la medida directa de la visión espiritual del hombre. Cuando esta visión se generaliza, se transforma en religión, y la vitalidad del arte a través de la más grande parte de la historia está íntimamente ligada con alguna forma de religión. Pero gradualmente, como ya lo he señalado, en los dos o tres últimos siglos ese lazo se ha ido aflojando y no parece haber ninguna perspectiva inmediata de que se establezca un nuevo contacto.

»Nadie negará la interrelación profunda del artista con la comunidad. El artista depende de la comunidad -toma su tono, su tiempo, su intensidad, de la sociedad de la cual es miembro-. Pero el carácter individual de la obra del artista depende de algo más: depende de una resuelta voluntad de hacer que es el reflejo de la personalidad del artista, y no hay arte significativo sin esta acción de voluntad creadora. Esto parece que nos envuelve en una contradicción. Si el arte no es enteramente el producto de las circunstancias que nos rodean, y es la expresión de una voluntad personal ¿cómo podemos explicar la similitud sorprendente de obras de arte pertenecientes a diversos períodos de la historia?

Herbert Read y el escultor Robert Clothier en 1956 / Fuente: UBC Campus Sculptures

Herbert Read y el escultor Robert Clothier en 1956 / Fuente: UBC Campus Sculptures

»La paradoja sólo puede explicarse metafísicamente. Los valores del arte extremos exceden lo individual y su época y circunstancias. Expresan una ideal proporción o armonía que el artista capta sólo en virtud de sus dotes intuitivas. Para expresar su intuición usará el artista la materia que las circunstancias y el tiempo ponen en sus manos: en una época arañará los muros de su cueva, en otra construirá o decorará un templo o una catedral, en otra pintará sobre tela para un círculo limitado de connoisseurs. El verdadero artista es indiferente al material o a las condiciones que se le imponen. Acepta cualquier condición, siempre que exprese su voluntad de hacer. Luego, en las amplias mutaciones de la historia sus esfuerzos son agrandados o disminuidos, aprobados o desechados, por fuerzas que no podemos predecir, y que tienen muy poco que hacer con los valores de los cuales son el exponente. Es su credo que esos valores están, no obstante, entre los atributos eternos de la humanidad.»

 

Herbert Read, El significado del arte, Buenos Aires, Losada, 2007 (1931), pp. 203-204.