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El arte contemporáneo o la teatralidad de los usos lingüísticos

Con la irrupción periódica de las ferias de arte contemporáneo, pueden sacarse muchas cosas en claro, amén de lo que para algunos pueda ser un gozo estético de grandes cotas. El arte está más presente de lo que creímos. Prácticamente no existe referencia sociocultural que no se preste al detalle artístico o a la anécdota rebuscada, o incluso a la citación de turno descontextualizada y que marca la evidencia de nuestro egoísmo discursivo. Y cada vez más, nuestros usos y costumbres idiomáticos van derivando en una extraña y ecléctica mezcolanza de matices que se pierden en la bruma de lo incomprensible. No es la primera vez que se instrumentaliza el arte; para ser francos -la palabra más polémica que ha sonado esta vez en ARCO, por cierto-, el arte siempre ha operado como vehículo de propósitos de índole dispar.
Pero antes detengámonos en otras cuestiones para saber dónde dirigirnos. Desligándonos aparentemente del argumento figurativo del arte, el teatro refleja muy bien la analogía universal a la que toda la vida estuvo vinculado Charles Baudelaire, aquella con la que batalló incansable e impenitente, sobre la que levantó memoria eterna en sus escritos como ningún otro hombre de su tiempo. Pues bien, el teatro refleja la clara dicotomía de lo que desde sus orígenes y evolución supuso uno de los problemas más señalados: los personajes. Los personajes se desenvolvían en torno a dos grandes polos diferenciados. Por un lado estaban los llamados personajes individuo y por otro los personajes tipo. Irremediablemente están en esta órbita tanto la totalidad del teatro del Siglo de Oro como el de, especialmente, Carlo Goldoni. Sobre todo para éste último, tal distinción suponía una especie de traición, de desplante, de infidelidad e injusticia sobre los pobres personajes tipo. Y el caso es que gracias a este osado planteamiento, se abrió la puerta de la empatía hacia tipos que finalmente resultaron ser hasta elogiables. Virtuosos de la modestia, galanes de la probidad.
Existían múltiples variantes del «gracioso», un tipo tan liviano en apariencia que estuvo considerado como un simple peón de ajedrez; después fueron descubiertos los distintos movimientos que ese peón singularísimo podía emprender además de la línea recta, símbolo sin duda del buen pensar y el acatamiento de la moral impuesta. Al «gracioso» se le fue concediendo -a lo largo del tiempo- una mayor complejidad psicológica cediéndole parte de un terreno que tradicionalmente le estaba vedado. Sin embargo, luego estaban los otros, que eran los primeros, los individuo. Éstos son los de verdadero cariz heroico, los genuinos por antonomasia, los personajes que se recordarían por los siglos de los siglos, los que aguantarían el avate de los tiempos y soportarían la impiedad de la opinión pública, salvando incluso cualquier tipo de estigma político o social basándose en una justificación per se, universal, intemporal, absoluta. Allí estaba el valeroso caballero Don Quijote, el noble Othelo, el temperamental Hamlet, el osado Fausto, el trágico Werther…, hombres de renombre cantados por los versos más encomiables que la Humanidad vio nacer. Sólo podía haber un Moro, o un sólo Príncipe de Dinamarca, pero sí existían en contrapartida varios escuderos, varios Sancho Panza.
Volviendo al tema principal del que hablábamos, la analogía es clara y completa, rotunda. Basta pasearse por los artículos de arte especializados para comprobar cómo el uso lingüístico imperante es el de reducir en la multiplicidad -un gran oxímoron- al hombre de genio, a saber, la simplificación más radical de lo sublime. Parece como si ya no importara tanto lo que hace de Bacon un majestuoso Bacon -«¡Mira, un Bacon de quince millones de euros!», se escuchaba entre los asistentes a ARCO-, como si le arrebatáramos a la esencia su unidad y la comprimiésemos en pura cifra, valor numérico en función de su reproducción. Por el contrario, nos referimos a los Chema Madoz, a las Esther Ferrer, a los Daniel Canogar, a las Ana Mendieta y un largo etcétera. Han perdido su principio cualitativo en pro de su faceta cuantitativa, se han multiplicado de repente en una suerte de desiquilibrio acelerado que incorpora nuestros hábitos y costumbres en una rueda, no de la fortuna, sino del caos y la precipitación. Despojamos al universal de su garra para incorporar un número, quizás el mismo de la cartela de su precio venta público: PVP.
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El hombre apolítico

La política. Qué cosa tan extraña. Seguro que si preguntáramos su etimología, sólo unos pocos entre unos muchos sabrían la respuesta. La política. Qué cosa tan oscura. La televisión, esa gran amiga suya, no deja de regalarnos sórdidas noticias de los señores que la detentan: éstos se hacen llamar «políticos». Creo que no he conocido en mi vida un juego tan inquietante ni tan arriesgado. La política. Así es.

Curiosamente hoy, paseando con un amigo, el tema ha salido espontáneamente y nos ha dado por discutir tan peliagudas cuestiones. Todo marchaba bien, él se explicaba, yo me explicaba…, hasta que ha aparecido una palabra disonante: «apolítico». Éste término ha provocado cierta conmoción en mi interlocutor y seguidamente un desasosiego desolador. «No puedes ser apolítico -me decía insistente- porque quieras o no la política forma parte de tu vida». Cautamente improvisé un silencio de redonda, de los de cuatro tiempos, de los grandes.

Cuando volví en mí, ya estaba entre la espada y la pared. Tuve que alzar mi voz de manera firme para explicarle en qué consistía tal disonancia. Ser apolítico -le decía serenamente- no consiste en el pasotismo político, ser apolítico constituye una importante red de valores que el hombre respetuoso guarda de la política misma: ser apolítico es ser algo que no quieres ser. Parece que mi amigo prestó atención a mis palabras, pero no mucha a juzgar por su prestancia en cambiar de conversación. ¿Dónde estábamos?

Paradójicamente hoy (realmente ayer) nos encontramos en «jornada de reflexión», una tipología diurna que rara vez existe y en extrañas ocasiones se materializa. Algo así como un santo día laico dedicado al pensamiento. ¿Hemos reparado en ésta última frase? Deberíamos leerla de nuevo y advertir desde nuestra carencia que formamos parte de una ficción de monstruosas proporciones. En primer lugar, no debería dejarnos indiferentes eso de santo día laico, pero tampoco el pensamiento. ¿Por qué y con qué motivo?, me interrogo en mi fuero interno. Francamente no sé responder con exactitud. Todo es muy extraño. La política. Ya saben. Sí, la política. Esa cosa tan extraña de la que hablaba al principio. ¿Reflexión? ¿Reflexionar sobre qué? ¿Sobre el bipartidismo que una vez más peleará por el bocado más grande, o mejor, por el cuchillo que corta la tarta? ¿Reflexionar sobre un concepto noble que ya no existe? ¿Deberemos hacer finalmente un ejercicio de fe para no creer en la corrupción de los partidos? ¿O tendremos que vendarnos los ojos para saber a quién votamos? Yo, como bien le dije a este amigo, no sé lo que quiero, sé lo que no quiero. Quizás yo tampoco conozco la etimología de palabras tan nobles. Quizás no quiero vestirme con trajes ajenos. Quizás, como Heráclito, creo en la sabiduría a través de los contrarios. Quizás no quiera ser «político», sino apolítico. Pero sólo, y como el filósofo efesio, quizás no sepa de lo que hablo.