Heinrich Heine /// Interpretación(es)

Heinrich Heine (c. 1827) / Getty Images / Fuente: Encyclopaedia Britannica

Heinrich Heine (c. 1827) / Getty Images / Fuente: Encyclopaedia Britannica

«Heinrich, Harry, Henri, todos esos nombres suenan cuando se deslizan por labios hermosos. Lo que mejor suena, claro está, es Signior Enrico. Así me llamaba en las claras noches azules de verano, bordadas con grandes estrellas de plata, de aquel país noble y desdichado que es la patria de la belleza y que dio a luz a Rafael Sanzio de Urbino, Gioacchino Rossini y la principessa Christina Belgiojoso [1808-1871].

»Como mi estado físico me roba toda esperanza de poder volver a vivir en sociedad y ésta, en realidad, ya no existe para mí, me he quitado las ataduras de esa vanidad que apresa a todo el que quiere moverse entre los hombres, en el denominado mundo. De ahí que ahora pueda hablar de forma imparcial de la desgracia que estuvo unida a mi nombre Harry, y que me amargó y me envenenó los años más hermosos de la primavera de la vida. Se debió a la siguiente circunstancia particular: en mi ciudad residía un hombre al que llamaban Michel el basurero, porque todas las mañanas recorría las calles de la ciudad con un carro del que tiraba un asno, deteniéndose a la puerta de todas las casas para cargar en él la basura que las muchachas habían reunido en delicados montones, y transportarla al basurero de las afueras de la ciudad. El hombre tenía el mismo aspecto que su oficio, y el asno, que, a su vez, tenía el mismo aspecto de su amo, se detenía ante las casas o se echaba al trote según la modulación con la que el Michel le gritaba la palabra harrüh. ¿Era ése su nombre o tan sólo una seña? No lo sé, pero sí que es cierto que por la similitud de esa palabra con mi nombre Harry tuve que soportar un sinfín de humillaciones de compañeros de escuela y vecinos. Para enojarme, lo pronunciaban exactamente como Michel el basurero llamaba a su asno y, si no me enfadaba por ello, los bribones ponían a veces cara de inocentes y me pedían que les enseñara cómo se pronunciaban mi nombre y el del asno; pero era imposible enseñarles: decían que Michel solía arrastrar siempre mucho la primera sílaba, mientras que la segunda la cortaba siempre muy rápido; otras veces sucedía lo contrario, con lo que su grito volvía a sonar exactamente igual que mi nombre, y en tanto que los chicos confundían de la manera más absurda todos los términos y a mí con el asno y luego a éste conmigo, se liaba un divertido coq-à l’âne [despropósito, barullo], con el que todos los demás se reían, pero que a mí me hacía llorar.

Retrato de Heine, por Gottlieb Gassen (1828) /

Retrato de Heine, por Gottlieb Gassen (1828) / Heinrich Heine Institut (Düsseldorf)

»Cuando me quejaba a mi madre, ella decía que yo sólo tenía que tratar de aprender mucho y ser prudente, y que entonces nunca me confundirían con un asno. Pero mi homonimia con aquel mezquino orejudo siguió siendo mi pesadilla. Los chicos grandes pasaban ante mí y me saludaban: «Harrüh». Los pequeños me gritaban el mismo saludo, pero a alguna distancia. En la escuela el tema se explotaba con refinada crueldad; bastaba con que se hablara de un asno, todos me miraban de reojo, yo siempre me sonrojaba y resulta increíble cómo en todas partes los niños de escuela son capaces de inventar y de dar relevancia a las alusiones más mordaces. Por ejemplo, uno preguntaba a otro cómo se diferenciaba la cebra del asno de Barlaam, el hijo de Beor [en realidad se refiere al profeta Balaam, cfr. Números 22-24]. La respuesta era que la una hablaba cebreo, y el otro hebreo. Luego venía la pregunta: pero ¿cómo se diferencia el asno de Michel el basurero de su tocayo? Y la impertinente respuesta era: no sabemos la diferencia. Entonces yo les quería dar, pero me tranquilizaban y mi amigo Dietrich [Monten (1799-1843), pintor de historia], que sabía pintar cuadritos de santos extraordinariamente hermosos, y que después llegó a ser también un famoso pintor, trató de consolarme en una de esas ocasiones prometiéndome un cuadro. Me pintó un san Miguel… pero el malvado se burló de mí descaradamente. El arcángel tenía los rasgos de Michel el basurero, su rocín era exactamente igual que el asno de éste y, en lugar de un dragón, la lanza atravesaba el trasero de un gato muerto. Incluso el dulce y afeminado Franz [von Zuccalmaglio (1800-1873), a quien Heine dedicó un poema], el de los rizos de oro, a quien yo quería tanto, me traicionó en una ocasión: me abrazó, apoyó delicadamente su mejilla en la mía, permaneció durante un rato muy sentimental junto a mi pecho y, de repente, me gritó al oído un ameno «¡harrüh!», sin dejar de modular al marcharse la desdeñosa palabra, de manera que continuó resonando por el claustro del monasterio.»

signatura Heine

Heinrich Heine, Confesiones y memorias, Madrid, Alba, 2006, pp.153-156.

Rüdiger Safranski /// Interpretación(es)

Rüdiger Safransky en la Universidad de Barcelona

Rüdiger Safransky en la Universidad de Barcelona (2011)

«El Romanticismo es una época resplandeciente del espíritu alemán; sus rayos llegaron con fuerza a otras culturas nacionales. Ha pasado ya el Romanticismo como época, pero nos ha quedado lo romántico como actitud del espíritu. Cuando hay desazón por lo real y acostumbrado y se buscan salidas, cambios y posibilidades de superación, casi siempre entra en juego lo romántico. Lo romántico es fantástico, inventivo, metafísico, imaginario, tentador, exaltado, abismal. No está obligado al consenso, no necesita ser útil a la comunidad, y ni siquiera ser útil a la vida. Puede estar enamorado de la muerte. Lo romántico busca la intensidad hasta llegar al sufrimiento y la tragedia. Con todos esos rasgos lo romántico no es particularmente apropiado para la política. Cuando desemboca en ella, habría de tener un suplemento de realismo. La política, en efecto, debería fundarse en el principio de evitar los dolores, el sufrimiento y la crueldad. Lo romántico ama los extremos; en cambio, una política racional ama más bien el compromiso. Nosotros necesitamos ambas cosas: la aventura del Romanticismo y la sobriedad de una política adelgazada. Si no entendemos la razón de la política y las pasiones del Romanticismo como dos esferas, y no sabemos separarlas en cuanto tales, si en lugar de ello deseamos la unidad sin quiebra y no tenemos la habilidad de vivir por lo menos en dos mundos, entonces surge el peligro de que en lo político busquemos una aventura, que sería mejor hallar en la cultura, o bien de que exijamos a la cultura la misma utilidad social que a la política. Pero no es deseable ni una política aventurera, ni una cultura políticamente correcta. Fue Friedrich Schlegel quien resaltó la necesidad de la separación de las esferas. Afirmó que es necesario empezar «con la autonomía de lo bello» y mantenerlo separado de «lo verdadero y lo moral. Así se llegó entonces, en la época del Romanticismo, al grandioso desencadenamiento de lo romántico.

»La tensión entre lo romántico y lo político se halla inmersa en la tensión más amplia entre lo que puede representarse y lo que puede vivirse. El intento de conducir esta tensión a una unidad sin contradicciones puede llevar al empobrecimiento o a la desertización de la vida. Ésta se empobrece cuando no somos capaces de representarnos nada más allá de lo que creemos que es posible traducir a una realidad vivida. Y la vida se desertiza cuando queremos vivir algo a cualquier precio, incluso al precio de la destrucción y de la propia destrucción, simplemente por el hecho de habérnosla representado. En un caso la vida se empobrece porque se renuncia a lo representable en aras de la amada paz; y en el otro caso se rompe bajo la violencia con que se quiere realizar lo representable sin ningún tipo de reducción. En ninguno de los dos casos somos capaces de soportar la contradicción entre lo que se puede representar y lo que se puede vivir, y, por tanto, en ambos se aspira a una vida de una sola pieza. Pero una vida así es solamente un sueño romántico.

»Aunque lo romántico forma parte de una cultura viva, una política romántica es peligrosa. Para el Romanticismo, que es una continuación de la religión con medios estéticos, rige lo mismo que para la religión: ha de resistir a la tentación de recurrir al poder político. «La imaginación al poder» no era precisamente una buena idea.

»Por otra parte, no podemos perder el Romanticismo, pues la razón política y el sentido de la realidad no son suficientes para vivir. El Romanticismo es la plusvalía, el excedente de hermosa extrañeza frente al mundo, el excedente de significación. El Romanticismo despierta nuestra curiosidad para lo completamente diferente. Su imaginación desencadenada nos otorga los espacios de juego que necesitamos, siempre y cuando compartamos la observación de Rilke:

no estamos muy seguros, no nos sentimos en casa

en el mundo interpretado

R. Safranski, Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán, Barcelona, Tusquets, 2012, pp. 352-353.

René Girard /// Interpretación(es)

René Girard en su biblioteca

René Girard en su biblioteca

«El vanidoso romántico quiere persuadirse de que su deseo está inscrito en la naturaleza de las cosas o, lo que es lo mismo, en la emanación de una subjetividad serena, la creación de ex nihilo un Yo casi divino. Desear a partir del objeto equivale a desear a partir de sí mismo: desear a partir de Otro. El prejuicio objetivo coincide con el prejuicio subjetivo y de este doble prejuicio se arraiga en la imagen que todos nosotros hacemos de nuestros propios deseos. Subjetivismos y objetivismos, romanticismos y realismos, individualismos y cientifismos, idealismos y positivismos se oponen en apariencia, pero secretamente coinciden en disimular la presencia del mediador. Todos estos dogmas son la traducción estética o filosófica de visiones del mundo propias de la meditación interna. Todos ellos proceden, más o menos directamente, de esa mentira que es el deseo espontáneo. Todos ellos defienden una misma ilusión de autonomía a la que el hombre moderno está apasionadamente vinculado.»

René Girard, Mentira romántica y verdad novelesca, Barcelona, Anagrama, 1985 (1961).