Ángel González García /// Interpretación(es)

«Acabo de hablar de La maison d’un artiste de Edmond de Goncourt como probable precedente de La casa della vita de Praz, pero Dios me libre de confundir ambos libros, ni mucho menos a sus autores. Praz fue un reputado historiador, mientras que los Goncourt se las daban de artistas, aunque sus libros sobre el arte y la sociedad franceses del siglo XVIII me parezcan a mí muy superiores al que Praz escribió sobre el Gusto neoclásico, que fue donde arregló su «bibelotmanía», habiendo preferido los Goncourt orientarla hacia una época en la que los atractivos de la vida mundana no habían hecha muy necesaria esa manía, que los Goncourt consideraban un modo de aliviar «la tristeza de los días actuales» e incluso de llenar su «vacío». Quiero decir que los Goncourt sentían una genuina nostalgia del Antiguo Régimen que empezaba por el recuerdo de sus abuelos, mientras que Praz, que ningún recuerdo propio podía conservar de una época tan alejada, sólo la sentía de las cosas que habían quedado en ella y hacia las que ella sin embargo no había desarrollado la manía de apropiación y acumulación que nos devora a los modernos. Los Goncourt, pues, sentían nostalgia de lo que habían perdido, y Praz en cambio de lo que no había tenido, lo que no deja de ser una nostalgia falsificada, un poco como aquella burguesía termidoriana que precisamente había maquinado ese dichoso gusto neoclásico, que no consistía tanto en una espontánea inclinación a lo clásico como en su bien calculada simulación, un pastiche arqueológicamente plausible, todo un logro de la nueva ciencia de la Historia, un revival, como se iba a denominar a la reconstrucción de cualquier estilo del pasado; el neoclasicismo por ejemplo, que no habría sido más que el primero de una serie de historicismos, donde, obviamente, su historicidad prevalecía sobre otras cualidades, y sobre todo las de orden estilístico, que son paradójicamente las que se decía querer rescatar y reconstruir. De manera que en el neogótico no era el estilo gótico lo que más importa, sino el hecho de tratarse de algo que se había dado en circunstancias históricas muy concretas y en íntima e indisociable relación con toda clase de imágenes y relatos contemporáneos, que a menudo trascendían la experiencia inmediata de esa forma de hacer arte para perderse en divagaciones y ensoñaciones de índole muy distinta, lo que nos lleva a preguntarnos si los que a principios del siglo XIX proclamaban su pasión por las abadías y catedrales góticas no estarían disimulando otra mucho más fuerte por las novelas de Walter Scott.

Ángel González García en 2011 (Foto: Graciela del Río)

Ángel González García en 2011 (Foto:  Graciela del Río)

»La idea -modernísisma y algo tonta- de que el arte del pasado es fundamentalmente un instrumento de conocimiento de ese pasado en general, o por decirlo de un modo complementario: que el arte es esencialmente obra de su tiempo, como si eso no fuera una verdad de Perogrullo, me parece a mí la misma idea que se deduce de los historicismos artísticos y ha hecho además de la Historia del Arte una disciplina al servicio de la Historia, auxiliar y acomodaticia, sin que, contrariamente a lo que ahora se cree a pie juntillas, el reconocimiento del «contexto histórico» de una obra de arte la haga mucho más inteligible y en modo alguno más placentera. Lo diré francamente: el gusto neoclásico, la especialidad de Praz, no sólo como historiador sino también como bibeloteur, era antes que nada gusto por la Historia, y por lo tanto una afección, y a menudo incluso una manía, de quienes se veían a sí mismos como sujetos o agentes de la Historia Universal, testigos y protagonistas de grandes acontecimientos históricos. Que en su condición de tales simpatizaran con sus iguales de la Historia Antigua no era lo más importante, y de hecho pronto se vería que dicha simpatía podía extenderse a cualquier otro período, incluyendo uno tan oscuro y dudoso como el que se invocaba en las canciones de gesta del falso Ossian. La identificación de Napoleón con sus héroes no debilitaba su fuerte conciencia de estar «haciendo historia» desde que se despertaba hasta que se acostaba. El destino de toda esa literatura heroica, y en concreto sus usos políticos, pone de manifiesto que durante el siglo XIX se vio por doquier como una forma de Historia más que de Poesía, y de ahí el éxito entre los románticos alemanes de que la Poesía no sea otra cosa que la Historia»

 

Ángel González García, Roma en cuatro pasos seguido de Algunos avisos urgentes sobre decoración de interiores y coleccionismo, Madrid, Ediciones Asimétricas, 2011, pp. 77-81.

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