Ernst Fischer /// Interpretación(es)

Ernst Fischer (1899-1972) / Foto: ÖNB-Wien ©

«Nietzsche, que comprendió la decadencia mejor que nadie, consideraba que el nihilismo era uno de sus rasgos esenciales. Anunció «el apogeo del nihilismo»: «Toda nuestra cultura europea se orienta, desde hace tiempo, en medio de una torturada tensión que aumenta década tras década, hacia algo muy parecido a la catástrofe: incansablemente, violentamente, precipitadamente […]». Y así describió la época a que hemos sido «lanzados» (esta idea de ser lanzados en nuestra propia época había de convertirse en uno de los temas del existencialismo):

[…] una época de gran decadencia y desintegración internas […]. El nihilismo radical -dijo- significa la convicción de que la existencia es absolutamente insoportable […]. El nihilismo es un estado patológico intermedio (la generalización colosal, la conclusión de que nada tiene sentido es puramente patológica), tanto si se debe a que las fuerzas productivas no son todavía lo bastante fuertes como si se debe a que la decadencia es todavía vacilante y no ha encontrado sus medios auxiliares […] El nihilismo no es la causa, sino, únicamente, la lógica de la decadencia.

Foto: VGA

Fischer con apenas 20 años / Fuente: Das Rote Wien

»El nihilismo se ve, pues, como resultado, como expresión de la decadencia. Pero Nietzsche, incapaz de comprender la dialéctica social, no pudo ver la conexión de esto con el capitalismo ya superado. El nihilismo, ya anunciado por Flaubert, es una actitud auténtica para muchos artistas y escritores del mundo burgués contemporáneo. Pero no hay que olvidar que ayuda a muchos intelectuales que se sienten incómodos e inquietos a reconciliarse con situaciones y condiciones inicuas, es decir, que su verdadera naturaleza no es, a menudo, más que una forma de oportunismo dramatizado. El escritor nihilista nos dice: «El mundo capitalista burgués es perverso. Lo digo sin compasión y llevo mi opinión a sus consecuencias más extremas. No hay límite a su barbarie. Y quien crea que en este mundo   hay algo por lo cual valga la pena vivir, algo digno de la humanidad, es un loco o un estafador. Todos los seres humanos son estúpidos y perversos, tanto los oprimidos como los opresores, tanto los que luchan por la libertad como los tirnaos. Y para decir todo esto se necesita valor». El lector me permitirá que continúe con unas palabras de Gottfried Benn:

Pienso que quizás es mucho más radical, mucho más revolucionario, mucho más exigente para el hombre fuerte, duro y dispuesto, decir a la humanidad: Sois lo que sois y nunca seréis otra cosa; así vivís, habéis vivido y viviréis siempre. Si tenéis dinero, tenéis salud; si tenéis poder, no tenéis necesidad de mentir ni venderos; si sois poderosos, tenéis razón. Así es la historia. Ecce historia!… Quien sea incapaz de soportar esta idea es un gusano más entre los que moran en la arena y en la humedad. Quien pretenda, mirándose en los ojos de sus hijos, que todavía queda una esperanza, está cubriendo los relámpagos con la mano pero sin poder librarse de la noche que separa las naciones de sus ciudades […]. Todas estas catástrofes son hijas del destino y de la libertad: son flores inútiles, llamas sin poder; y tras ellas, está lo impenetrable, con su limitado No.

Ernst Fischer en 1952 / Foto: USIS-ÖNB ©

»Todo esto parece más radical que cualquier Manifiesto comunista, pero la clase dominante sólo se opone ocasionalmente a este «radicalismo». Más aún: en épocas de revolución, el nihilismo resulta virtualmente indispensable para la clase dominante; más útil, en realidad, que las apologías directas del mundo burgués. Las apologías dirctas se ven con desconfianza. En cambio, el tono radical de la acusación nihilista parece tener ecos «revolucionarios» y puede, por ello, canalizar la revuelta hacia vías carentes de objetivo y crear una desesperación pasiva. Sólo cuando la clase dominante se siente excepcionalmente segura y, sobre todo, cuando está preparando una guerra, deja de soportar el nihilismo anticapitalista; en estos momentos exige una apología directa y referencias a los valores «eternos». El radicalismo nihilista corre entonces el peligro de ser acusado de «arte degenerado».»El artista nihilista no acostumbra a tener conciencia de que, en realidad, se está entregando al mundo capitalista burgués, de que al condenarlo y negarlo todo absuelve este mundo como un marco adecuado para la perversidad universal. Para muchos de estos artistas, subjetivamente sinceros, no es fácil comprender las cosas que todavía no han germinado plenamente y trasladarlas al arte. Esto se explica por varias razones, entre ellas las siguientes: en primer lugar, la clase obrera no ha permanecido totalmente limpia de influencias imperialistas en el mundo capitalista: en segundo lugar, la superación del capitalismo, no sólo como sistema económico y social sino también como actitud espiritual, es un proceso largo y penoso y el nuevo mundo no surge gloriosamente perfecto sino marcado y desfigurado por el pasado. Para distinguir los estertores agónicos del viejo mundo de los dolores del parto del nuevo, el edificio ruinoso del edificio sin acabar, se necesita un alto grado de conciencia social. También se necesita un elevado grado de conciencia social para describir el nuevo mundo en su totalidad, sin ignorar o, peor aún, idealizando, sus rasgos repulsivos. Es mucho más fácil ver únicamente lo horrible y lo inhumano, la superficie devastada de la época y condenarla que penetrar en la esencia misma de la realidad futura, sobre todo si tenemos en cuenta que la decadencia tiene más color, resulta más llamativa, es más fascinante que la laboriosa construcción de un nuevo mundo. Y, finalmente, no hay que olvidar que el nihilismo no comporta ninguna obligación.»

 

Ernst Fischer, La necesidad del arte, Barcelona, Península, 2001 (1959), pp. 133-137.

Antoine Compagnon /// Interpretación(es)

Antoine Compagnon (Bruselas, 1950) / Foto: Olivier Roller

Antoine Compagnon (Bruselas, 1950) / Foto: Olivier Roller

«El contrarrevolucionario es, en principio, un emigrado, en Coblenza o en Londres, que pronto se encontrará exiliado en su propia casa. El contrarrevolucionario hace ostentación de su desapego real o espiritual. Y todo antimoderno seguirá siendo un exiliado interior o un cosmopolita reticente a identificarse con el sentimiento nacional. Huye continuamente de un mundo hostil, como «Chateaubriand, el inventor del No estoy bien en ninguna parte», según Paul Morand, quien encuentra la misma tendencia en todos sus precursores: «El gusto por el adorno, en Stendhal. «Esa grave enfermedad: el horror del domicilio«, de Baudelaire. / Vagabundear, para librarse de los objetos. / Los dos nihilismos; el nihilismo izquierdista, el nihilismo reaccionario». El último poema de Las flores del mal en 1861, El Viaje, enuncia el credo antimoderno. Frente al tradicionalista que tiene raíces, el antimoderno no tiene casa, ni mesa, ni cama. A Joseph de Maistre le gustaba recordar las costumbres del conde Strogonov, gran chambelán del zar: «No tenía dormitorio en su enorme residencia, ni siquiera cama fija. Se acostaba a la manera de los antiguos rusos, sobre un diván o sobre una pequeña cama de campaña, que hacía colocar en cualquier lugar, según su capricho». Barthes se reconocerá fascinado por esta frase que descubre en la antología de De Maistre que hizo Cioran y que le recuerda al viejo príncipe Bolkonski de Guerra y paz. Basta con ella para perdonárselo todo a De Maistre.

»Si la contrarrevolución entra en conflicto con la Revolución -segunda característica- es en los términos (modernos) de su adversario; la contrarrevolución replica a la Revolución con una dialéctica que las vincula irremediablemente (como De Maistre o Chateuabriand y Voltaire y Rousseau): de este modo el antimoderno es moderno (casi) desde su origen, parentesco que no se le pasó por alto a Sainte-Beuve: «No hay que juzgar al gran De Maistre por el rasero de un filósofo imparcial. Siempre está en pie de guerra, como Voltaire; como si quisiera tomar asalto a Voltaire a punta de espada». Faguet terminaba diciendo a propósito de De Maistre: «Se trata del espíritu del siglo XVIII contra las ideas del siglo XVIII».

»En su calidad de negador del discurso revolucionario, el contrarrevolucionario recurre a la misma retórica política moderna: en la propaganda, Rivarol habla como Voltaire. La contrarrevolución empieza con la intención de reestablecer la tradición de la monarquía absoluta, pero pronto se convierte en la representación de la minoría política frente a la mayoría, y se enzarza en la lucha constitucional. La contrarrevolución oscila entre el rechazo puro y simple y el compromiso que la sitúa fatalmente en el terreno del adversario.

Antoine Compagnon en 2014 / Fuente: Le Figaro

Antoine Compagnon en 2014 / Fuente: Le Figaro

»Tercera característica: habría que distinguir entre contrarrevolución y antirrevolución. La antirrevolución designa el conjunto de fuerzas que resisten a la Revolución, mientras que la contrarrevolución supone una teoría sobre la Revolución. Por consiguiente, de acuerdo con la distinción entre la antirrevolución y la contrarrevolución, nos interesan menos los antimodernos (el conjunto de fuerzas que se oponen a lo moderno), que aquellos a los que convendría más bien llamar contra-modernos puesto que su reacción está fundamentada en un pensamiento moderno. Sin embargo, contra-modernos no es un buen término. Por eso continuaremos hablando de antimodernos, sin olvidarnos de esta puntualización: los antimodernos no son los adversarios de lo moderno, sino los pensadores de lo moderno, sus teóricos.

»Teóricos de la Revolución, acostumbrados a sus razonamientos, los contrarrevolucionarios -o la mayoría de ellos, o lo más interesantes- son hijos de la Ilustración, y a menudo incluso de antiguos revolucionarios. Chateaubriand había visitado Ermenonville antes de 1789 y participado en la primera revolución nobiliaria, en Bretaña, en la primavera de 1789; en su Ensayo sobre las revoluciones (1797), admitía que la Revolución tenía muchas cosas buenas, reconocía lo que le debía a la Ilustración, y eximía a Rousseau de cualquier responsabilidad por sus veleidades terroristas. Bajo la Restauración, para los carlistas pasaba por un jacobino, y por un ultra para los liberales; incluso bajo la monarquía de Julio su oposición fue a la vez, paradójicamente, legitimista y liberal: «se dejó deslumbrar muy a menudo por las ilusiones de su época», lamentará Barbey d’Aurevilly. Burke, un whig, tomó partido por los colonos americanos contra la Corona. De Maistre, antiguo francmasón, siguió siendo hasta el final un enemigo del despotismo. E incluso Bonald, alcalde de Millau en 1789, vivió las primicias de la Revolución en la piel de un liberal. Baudelaire, en febrero de 1848, pedía que se fusilara al general Aupick, su suegro, mientras que Paulhan, convertidoen conservador, recordaba que había empezado su carrera como terrorista. El auténtico contrarrevolucionario ha conocido la embriaguez de la Revolución.

«Maurras, que no era un antimoderno aunque hubiera comenzado su vida como crítico literario, debutó en la carrera política denunciando la ambigüedad de Chateaubriand en 1898: «Prever ciertas calamidades, preverlas en público, con ese tono sarcástico, amargo y desenvuelto, equivale a propiciarlas… Este ídolo de los modernos conservadores representa para nosotros sobre todo el genio de las Revoluciones». Maurras insiste en una nota sobre el hecho de que «Chateaubriand permaneció siempre fiel a las ideas de la Revolución», que «lo que él quería, eran las ideas de la Revolución sin los hombres y las cosas de la Revolución», que fue «toda su vida un liberal, o, lo que es lo mismo, un anarquista». Nadie resume mejor que el futuro jefe de la Action Française la ambivalencia de Chateaubriand respecto a la Revolución y a la Ilustración, ambivalencia que basta para hacer de él un modelo de antimoderno.»

 

Antoine Compagnon, Los antimodernos, Barcelona, Acantilado, 2007, pp. 31-35.