El 14 de julio de 1942 Pasolini publica en la Librería Anticuaria Mario Landi de Bolonia la colección Poesie a Casarsa. Ochenta años después, en el año en que se celebra el centenario del nacimiento del poeta, esta obra ha sido traducida al español por primera vez y publicada por la editora Somos Libros. Hablamos de ello con Mario Colleoni, autor de la traducción:
– En primer lugar, ¿cuál ha sido su experiencia al acercarse así a la obra poética pasoliniana?
Abordar un libro como Poesie a Casarsa parecía algo aparentemente sencillo, pero al final resultó ser, como sucede con casi toda la obra de Pasolini, un regalo envenenado. Ha sido un desafío porque detrás de las palabras hay un sentido lírico muy profundo de las imágenes. Yo ya tenía el convencimiento, pero traducir este libro ha sido la prueba más rotunda de que lo más complejo que hay en esta vida asume siempre una forma conmovedoramente sencilla.
– En segundo lugar, ¿por qué cree que el primer libro de poemas de Pasolini ha sido olvidado por los traductores españoles hasta ahora?
Por una razón muy sencilla: el mercado lo ha usado como moneda de cambio, ha explotado los episodios más escandalosos de su vida, ha exprimido su enfrentamiento con el PCI, con el Vaticano, las sospechas sexuales, los procesos judiciales, el morbo de su asesinato, etc. Pero nadie lo ha llamado por su nombre, es decir, nadie ha querido (o necesitado) dar a conocer quién era y, por tanto, ni ha sido escuchado, ni leído ni estudiado. Que Poesie a Casarsa no haya sido traducido en España hasta ahora, ochenta años después, es sólo el reflejo de cómo nuestro mundo puede convertir un verdadero ejemplo en un mero souvenir.
– La obra es inmediatamente localizada y reseñada por Gianfranco Contini, que consagra al Pasolini poeta, destacando en particularmente el uso del dialecto, un friulano que inventa su propia koinè poética, nacida de la necesidad de escribir una lengua que hasta entonces sólo era hablada. ¿Cómo aborda un español la traducción de una lengua como el friulano de Poesías en Casarsa?
Desde el respeto, la admiración y el amor hacia una persona en la que había una idea del mundo más humana y más compasiva de lo que ha sido nunca. Para mí Pasolini es un ejemplo, aunque también una condena. Hay que tener precaución en el modo en el que uno lo aborda, porque si te acercas mucho puede arruinarte la vida. A mí, personalmente, esta forma de enfrentarme a él me ha costado un precio, pero por ello he aprendido algo importantísimo: por las heridas uno comprende el valor de las cosas. Abordarlo desde el dialecto, que yo desconocía, me ha hecho comprender su visión del mundo, y me ha ayudado a comprenderme a mí mismo y a las personas que amo.
– Pasolini afirmó que el fascismo no toleraba el dialecto. De hecho, en Primo piano, donde fue entrevistado por Carlo di Carlo (1968), Pasolini dice que Poesie a Casarsa representa un primer signo de oposición al poder fascista y el consiguiente intento de valorizar el dialecto, en una sociedad que se opone al uso de las lenguas bárbaras como propias de las masas rurales y en la que la izquierda también prefiere el uso de la lengua italiana. ¿Piensa usted que esta actitud de Pasolini tiene conexión con otras obras suyas, por ejemplo con los ensayos o el cine?
Con los ensayos no tanto, o no directamente, porque estaba constreñido a servirse del italiano para hacer entender al resto de la sociedad la pertinencia (y las razones) de conservar el dialecto, pero con el cine había una relación directa (y en parte también poética) en la que no dejó de insistir. Il Decameron (1970), por poner un ejemplo, se rueda completamente en dialecto napolitano.
– En 1954 Pasolini retoma esta obra y añade otras secciones tan relevantes como El Testament Coràn (1947-52). Hablamos de la colección La nuova gioventù donde se destacan dos momentos de la poética friulana del autor. ¿Ha encontrado muchas diferencias entre los componentes de los años cuarenta y los de los años cincuenta?
Sí, hay diferencias sustanciales en ciertas imágenes, y algunas las hago notar en la edición para que el lector sea consciente de ellas, pero los cambios son esencialmente de carácter prosódico, él mismo lo dice, y se ve con claridad sobre todo en el uso de los acentos, las diptongaciones y, en general, en la puntuación de todo el libro.
– La nuova gioventù, última colección de los poemas friulanos de Pasolini, sale en Einaudi el 17 de mayo de 1975. El volumen, que tiene en la portada una foto juvenil de Pasolini, está compuesto por tres secciones. La segunda recoge treinta y siete textos que reescriben en negativo la poesía friulana de la juventud, incluso con coloridas remodelaciones orientadas al sentido de la pérdida y el duelo. ¿Qué importancia tienen estos poemas para entender al Pasolini de los años setenta y director de Salò?
Si La nuova gioventù es un libro fundamental para comprender la deriva existencial del poeta en sus últimos años, Poesie a Casarsa es la clave de bóveda sin la cual no puede comprenderse ni su vida ni su obra. Esa imagen de Casarsa será la que el poeta proyectará en el subproletariado romano, en las heroínas de sus películas; incluso en en los conflictos de todos los relatos subyace esa categoría estética que se dio en llamar «cinema di poesia», que también proviene de esa visión idealizada (pero real) de Casarsa. Es decir, hablamos de un libro —Poesie a Casarsa— que asentó por primera vez la voz de un muchacho que con veinte años quería nacer a la palabra, a la poesía, construir una mitología, inmortalizar la verdad de la vida en el campo, y que después extenderá a toda su obra. Por eso es sumamente importante.
– Muchos han afirmado que la obra de Pasolini tiene algo de intraducible, de típicamente italiano que en la operación de la traducción pierde parte de su esencia y de su fuerza. ¿Qué opina?
Toda traducción es una violación de lo virginal, de lo desnudo, de lo original. Sin embargo, para esta edición he procurado que el yo del traductor no apareciese; me he fustigado para que la vanidad no hiciera acto de presencia, y de esto he sido consciente cuando he vuelto a leer diversas traducciones de otros libros. Yo también soy un oxímoron en tantos aspectos de la vida, y ser consciente de esta embarazosa exhibición de la que hacen gala tantos traductores, que no pierden la oportunidad de dejar su impronta narcisista, me ha servido tal vez para ser más consciente de que, siendo la traducción una violación inevitable, mi yo debía y tenía que doblegarse a la voz del poeta, costase lo que costase. Esta era mi única forma de rendir culto a un poeta al que amo: respetar su voz y mostrársela al público. Por otra parte, cada vez que un traductor habla de musicalidad, el Niño Jesús llora desconsolado en el regazo de su madre.
– ¿Cuál sería el consejo que le daría a la persona que por primera vez se enfrenta a Poesías en Casarsa?
Es tan difícil que parece utópico, pero le diría que procurase extirpar de su imaginación los estereotipos que se han vertido sobre el poeta, todos esos tópicos que la prensa, los medios e indocumentados de todo pelaje han extendido a lo largo de cincuenta largos años, y que se enfrentase a Poesie a Casarsa como el que escucha con atención a un muchacho que, amando el mundo, decidió regalarnos sus llagas y sus promesas.
Entrevista en italiano en Città Pasolini
Hay que advertir que lo que hoy se presenta por primera vez en España como
No obstante, Pasolini sabía escoger sus escenarios con precisión. De cada cuadro escénico toma sólo unos pocos detalles, y cuando teje una historia, se encarga de dilatar los que le interesan y de omitir los que considera superfluos. Es ahí cuando Pasolini se aleja del periodismo y se convierte a la literatura, cuando inventa una narración para conducir al lector a un lugar determinado y de una determinada manera. Lo consigue, es cierto, aunque a veces de forma almidonada, angulosa, sin apenas dinamismo, de forma pétrea y ruda, como si sosteniendo una gubia con la izquierda y un martillo con la derecha, estuviera tallando un bloque de piedra con sus manos. Su prosa no puede equipararse en ningún sentido a esa aguja afilada que fue su poesía, en la que sí consiguió, a medio camino entre lo lírico y la noticia, entre lo civil y lo sagrado, un portentoso equilibrio que aún hoy hace tambalear los cimientos de cualquier ideología. No hay que ir muy lejos para encontrar un buen ejemplo en el libro. El cuento que abre el volumen, “Muchacho y Trastevere”, no sólo es una escena costumbrista en la que se narra una postal amable y simpática de la Roma de posguerra a través de un muchacho aparentemente inocente, sino un pretexto para hablar de la malicia, la picardía y el atrevimiento de burlar lo impuesto a los que un malandrín que vende castañas al final del Ponte Garibaldi, empujado por la necesidad, está sujeto casi por nacimiento. Ese tierno vitellone probablemente fuera un compendio de rasgos comunes que Pasolini pudo detectar en muchos jóvenes del Trastevere y no un personaje individualizado con nombre y apellidos. Pasolini lo utiliza para contar una historia en la que subyace otra realidad más inminente, más crucial, más trascendente. Sin entrar en el lastrado debate aristotélico sobre verdad o verosimilitud, Pasolini tergiversa una historia y, de ese modo, logra hacérnosla real, y lo hace como él quiere: escupiendo en la cara de una burguesía de la que él no formaba parte todavía. Dicho con las mismas palabras con las que Goffredo Fofi se refiría a Federico Fellini, Pasolini «no mentía aunque mintiera». Lo vemos con frecuencia a lo largo de todo el libro, desde “La bebida” a “Castañas y crisantemos”, desde “El (re)quesón” al último “La otra cara de Roma”. En su conjunto, el volumen está compuesto por dos grandes grupos diferenciados: “Cuentos romanos” y “Crónicas romanas”. El primero corresponde al Pasolini que literaturiza la vida; el segundo, al Pasolini convertido en un reportero-sociólogo, más próximo al periodista que se limita a registrar un hecho que al escritor que compone una historia para narrarla. Sin embargo, detrás de ambos estilos se esconde la misma persona, y en el libro se palpa con facilidad, pues Pasolini nunca deja de traspasar sus propias limitaciones, su propia disciplina, su estilo propio, aun sabiendo que en ocasiones no debe o no es aconsejable hacerlo para no desorientar al lector. No le importa, cuenta con ello. Sabe muy bien que eso es lo que le distingue del resto de escritores y del común de los periodistas: que siendo uno no es el otro, y que nunca siendo el otro llegará a ser el uno. En esta peculiar ambigüedad descansa una de las más elevadas virtudes de su obra.
Fue tal la inocencia consabida, la cantidad de cuestiones inofensivas que se trataron, el afán por prolongar y extender el mito del artista (neutralizándolo en exceso; matándolo, en realidad), la ausencia total por comprender algo mínimamente valioso, algo mínimamente vigente de la obra de Pasolini, que creo que Pasolini, de haber asistido, se hubiera reído de los tres hasta acabar llorando. No así de los editores de Altamarea, que conste en acta, porque ellos son personas valientes capaces de publicar libros (no diré necesarios, pero sí importantísimos) como éste, pero que en este caso, me cuesta decirlo, erraron con la puesta en escena. No es mi intención aquí hacer amigos ni rozar la espalda de nadie que pueda procurarme beneficios, soy ajeno a ese negocio, así que van a permitirme que diga lo que verdaderamente pienso. Tengo la impresión de que, en este país, no se sabe muy bien cómo, cada cual se preocupa sólo de llegar a algún sitio, largar cuatro patochadas comunes, darse un baño de notoriedad y salir por la puerta de la misma forma en la que ha entrado. Es lamentable, es ridículo y es asombroso que nadie llame a las cosas por su nombre y que, además, se haga mercado con ello. Por resumir un poco la diatriba, Luisgé Martín se limitó a recordar aquellos días (le faltó decir gloriosos) en que consiguió traer a Ninetto Davoli a Madrid, ¡Ninetto Davoli!, ese risueño bufón que aún hoy representa la vergüenza de la amistad y del amor que un día un hombre lleno de coraje le regaló y a los que él, por vileza, por necedad o por ignorancia, o por la suma de todas, no ha sabido corresponder jamás, callando y callando, viviendo del valor y de la prestigiosa imagen de los demás. Después de rememorar tamaña hazaña, el que fuera director del Festival Eñe en 2018, se quedó mudo. Por otro lado, Lorenzo Bartoli, por el que siento una cierta admiración como profesor de literatura (sería injusto que yo despachara su carrera profesional por la presentación de un libro), no hizo más que dar cuatro pinceladas sobre Roma y leer unos versos de Il pianto della scavatrice, el momento más hermoso de toda la tarde. Y Carlos Gumpert, que no firma precisamente el mejor de sus trabajos aunque el libro no se vea mermado por ello, acotó su intervención (muy inteligente, por otra parte) enumerando los males que sufren los traductores en el mundo, plañendo por las esquinas de la comodidad. En definitiva, se hizo gala de un ombliguismo tan llamativo como la ausencia del autor del libro, que no era ninguno de los tres. Ninguno de los tres pudo hablar con propiedad de la obra de Pasolini porque ninguno de ellos proviene de donde vino el artista. Se apropiaron de su vida como si supieran de qué estaban hablando, al mismo tiempo que prologuista y traductor celebraban su longeva amistad, de cuando recogían a los críos en el Liceo (italiano). De los males de la burguesía hablamos otro día, pero aun así me sigo preguntando: ¿dónde queda el Pasolini vivo, el que todavía late en la realidad que vivimos, el Pasolini que arde en las manos y en la boca cuando uno repasa una y otra vez sus textos, sus poemas, su vida? ¿Dónde? Todo parece indicar que en un lugar invisible donde todos siguen sacando tajada de algo que no les pertenece. He aquí el origen de la farsa, pero no en un sentido noble y teatral, sino en la alambicada y sibilina perversión de los más grandes valores culturales; valores que se han llevado la vida de muchas personas valientes; valores que no son sólo hermosura y declamación melodramática para un auditorio; valores que ya no parecen existir ni en personas aparentemente autorizadas. Todo me parece una vacía pantomima llena de sonrisas enlatadas y confeti de papel, mientras al otro lado de la puerta la verdad se muere y, con ella, nosotros mismos.
