«Poesías en Casarsa» (2022) /// CITTÀ PASOLINI

El 14 de julio de 1942 Pasolini publica en la Librería Anticuaria Mario Landi de Bolonia la colección Poesie a Casarsa. Ochenta años después, en el año en que se celebra el centenario del nacimiento del poeta, esta obra ha sido traducida al español por primera vez y publicada por la editora Somos Libros. Hablamos de ello con Mario Colleoni, autor de la traducción:

– En primer lugar, ¿cuál ha sido su experiencia al acercarse así a la obra poética pasoliniana?

Abordar un libro como Poesie a Casarsa parecía algo aparentemente sencillo, pero al final resultó ser, como sucede con casi toda la obra de Pasolini, un regalo envenenado. Ha sido un desafío porque detrás de las palabras hay un sentido lírico muy profundo de las imágenes. Yo ya tenía el convencimiento, pero traducir este libro ha sido la prueba más rotunda de que lo más complejo que hay en esta vida asume siempre una forma conmovedoramente sencilla.

– En segundo lugar, ¿por qué cree que el primer libro de poemas de Pasolini ha sido olvidado por los traductores españoles hasta ahora?

Por una razón muy sencilla: el mercado lo ha usado como moneda de cambio, ha explotado los episodios más escandalosos de su vida, ha exprimido su enfrentamiento con el PCI, con el Vaticano, las sospechas sexuales, los procesos judiciales, el morbo de su asesinato, etc. Pero nadie lo ha llamado por su nombre, es decir, nadie ha querido (o necesitado) dar a conocer quién era y, por tanto, ni ha sido escuchado, ni leído ni estudiado. Que Poesie a Casarsa no haya sido traducido en España hasta ahora, ochenta años después, es sólo el reflejo de cómo nuestro mundo puede convertir un verdadero ejemplo en un mero souvenir.

– La obra es inmediatamente localizada y reseñada por Gianfranco Contini, que consagra al Pasolini poeta, destacando en particularmente el uso del dialecto, un friulano que inventa su propia koinè poética, nacida de la necesidad de escribir una lengua que hasta entonces sólo era hablada. ¿Cómo aborda un español la traducción de una lengua como el friulano de Poesías en Casarsa?

Desde el respeto, la admiración y el amor hacia una persona en la que había una idea del mundo más humana y más compasiva de lo que ha sido nunca. Para mí Pasolini es un ejemplo, aunque también una condena. Hay que tener precaución en el modo en el que uno lo aborda, porque si te acercas mucho puede arruinarte la vida. A mí, personalmente, esta forma de enfrentarme a él me ha costado un precio, pero por ello he aprendido algo importantísimo: por las heridas uno comprende el valor de las cosas. Abordarlo desde el dialecto, que yo desconocía, me ha hecho comprender su visión del mundo, y me ha ayudado a comprenderme a mí mismo y a las personas que amo.

– Pasolini afirmó que el fascismo no toleraba el dialecto. De hecho, en Primo piano, donde fue entrevistado por Carlo di Carlo (1968), Pasolini dice que Poesie a Casarsa representa un primer signo de oposición al poder fascista y el consiguiente intento de valorizar el dialecto, en una sociedad que se opone al uso de las lenguas bárbaras como propias de las masas rurales y en la que la izquierda también prefiere el uso de la lengua italiana. ¿Piensa usted que esta actitud de Pasolini tiene conexión con otras obras suyas, por ejemplo con los ensayos o el cine?

Con los ensayos no tanto, o no directamente, porque estaba constreñido a servirse del italiano para hacer entender al resto de la sociedad la pertinencia (y las razones) de conservar el dialecto, pero con el cine había una relación directa (y en parte también poética) en la que no dejó de insistir. Il Decameron (1970), por poner un ejemplo, se rueda completamente en dialecto napolitano.

– En 1954 Pasolini retoma esta obra y añade otras secciones tan relevantes como El Testament Coràn (1947-52). Hablamos de la colección La nuova gioventù donde se destacan dos momentos de la poética friulana del autor. ¿Ha encontrado muchas diferencias entre los componentes de los años cuarenta y los de los años cincuenta?

Sí, hay diferencias sustanciales en ciertas imágenes, y algunas las hago notar en la edición para que el lector sea consciente de ellas, pero los cambios son esencialmente de carácter prosódico, él mismo lo dice, y se ve con claridad sobre todo en el uso de los acentos, las diptongaciones y, en general, en la puntuación de todo el libro.

La nuova gioventù, última colección de los poemas friulanos de Pasolini, sale en Einaudi el 17 de mayo de 1975. El volumen, que tiene en la portada una foto juvenil de Pasolini, está compuesto por tres secciones. La segunda recoge treinta y siete textos que reescriben en negativo la poesía friulana de la juventud, incluso con coloridas remodelaciones orientadas al sentido de la pérdida y el duelo. ¿Qué importancia tienen estos poemas para entender al Pasolini de los años setenta y director de Salò?

Si La nuova gioventù es un libro fundamental para comprender la deriva existencial del poeta en sus últimos años, Poesie a Casarsa es la clave de bóveda sin la cual no puede comprenderse ni su vida ni su obra. Esa imagen de Casarsa será la que el poeta proyectará en el subproletariado romano, en las heroínas de sus películas; incluso en en los conflictos de todos los relatos subyace esa categoría estética que se dio en llamar «cinema di poesia», que también proviene de esa visión idealizada (pero real) de Casarsa. Es decir, hablamos de un libro —Poesie a Casarsa— que asentó por primera vez la voz de un muchacho que con veinte años quería nacer a la palabra, a la poesía, construir una mitología, inmortalizar la verdad de la vida en el campo, y que después extenderá a toda su obra. Por eso es sumamente importante.

– Muchos han afirmado que la obra de Pasolini tiene algo de intraducible, de típicamente italiano que en la operación de la traducción pierde parte de su esencia y de su fuerza. ¿Qué opina?

Toda traducción es una violación de lo virginal, de lo desnudo, de lo original. Sin embargo, para esta edición he procurado que el yo del traductor no apareciese; me he fustigado para que la vanidad no hiciera acto de presencia, y de esto he sido consciente cuando he vuelto a leer diversas traducciones de otros libros. Yo también soy un oxímoron en tantos aspectos de la vida, y ser consciente de esta embarazosa exhibición de la que hacen gala tantos traductores, que no pierden la oportunidad de dejar su impronta narcisista, me ha servido tal vez para ser más consciente de que, siendo la traducción una violación inevitable, mi yo debía y tenía que doblegarse a la voz del poeta, costase lo que costase. Esta era mi única forma de rendir culto a un poeta al que amo: respetar su voz y mostrársela al público. Por otra parte, cada vez que un traductor habla de musicalidad, el Niño Jesús llora desconsolado en el regazo de su madre.

– ¿Cuál sería el consejo que le daría a la persona que por primera vez se enfrenta a Poesías en Casarsa?

Es tan difícil que parece utópico, pero le diría que procurase extirpar de su imaginación los estereotipos que se han vertido sobre el poeta, todos esos tópicos que la prensa, los medios e indocumentados de todo pelaje han extendido a lo largo de cincuenta largos años, y que se enfrentase a Poesie a Casarsa como el que escucha con atención a un muchacho que, amando el mundo, decidió regalarnos sus llagas y sus promesas.

Entrevista en italiano en Città Pasolini

Dios no habita en la ciudad de nadie /// Mario Colleoni (Revista Ajoblanco)

Un intelectual de la talla de George Steiner llegó a decir un día, tomándolo prestado de Dostoievski, que la crítica literaria no era más que el fruto de una carencia afectiva, el signo de una precaria falta de amor que los críticos sufren en su relación con el mundo. Tengo que rehacer este párrafo porque ese sabio nonagenario ya no está entre nosotros. Regentaba una atalaya en Cambridge y la crítica de la literatura le dio probablemente las mayores alegrías de la vida, pero como yo no soy tal y tampoco quiero contradecir a los apóstoles, esto, que presumía de ser una reseña, en cierto modo lo será, pero también me ofrece la oportunidad de sacudirme, de una vez por todas, esa zozobra costrosa de la corrección política que, desde tiempo inmemorial, tanto daño lleva haciendo a los libros y a la cultura. Que este texto sirva como un homenaje sincero a la enseñanza y el ejemplo que un día nos regaló ese gran humanista.

41cNQdYc5LL._BO1,204,203,200_Hay que advertir que lo que hoy se presenta por primera vez en España como La ciudad de Dios (Altamarea, 2019) corresponde a un libro que Pier Paolo Pasolini nunca llegó a publicar en vida y al que Walter Siti, el eminente editor que diseñó su opera omnia para Mondadori, intituló Storie della città di Dio (Einaudi, 1995). Se trata de una compilación de artículos, generalmente periodísticos, apuntes de rodaje o primeros bocetos narrativos, en los que, siempre a trompicones, huyendo del Véneto por un ambiente asfixiante y teñida su vida con la deshonra de una acusación pública por corrupción de menores, actos obscenos y alteración de las costumbres, Pasolini fue publicando aquí y allá tras su llegada a Roma en 1950. Son textos de pura supervivencia, de hambre, de penuria, marcados por la carencia y ensombrecidos por el apremio de la ambición literaria o la persuasión desesperada por el renombre artístico. El pájaro negro de la angustia sobrevuela en ellos a fuerza de tener que vivir por la fuerza, movido únicamente por la voluntad que se sobrepone a las dificultades, que no eran pocas para un forastero recién llegado del Friuli. Traslucen a la perfección, incluso en su forma literaria a veces cuestionable, el compromiso que Pier Paolo tenía hacia el mundo. Son, en este sentido, un espejo fiel de su mirada y de su aproximación hacia el espectáculo de la vida romana en aquella década caracterizada por las transformaciones sociales y el giro modernizador de una realidad hasta entonces desconocida.

pasoliniNo obstante, Pasolini sabía escoger sus escenarios con precisión. De cada cuadro escénico toma sólo unos pocos detalles, y cuando teje una historia, se encarga de dilatar los que le interesan y de omitir los que considera superfluos. Es ahí cuando Pasolini se aleja del periodismo y se convierte a la literatura, cuando inventa una narración para conducir al lector a un lugar determinado y de una determinada manera. Lo consigue, es cierto, aunque a veces de forma almidonada, angulosa, sin apenas dinamismo, de forma pétrea y ruda, como si sosteniendo una gubia con la izquierda y un martillo con la derecha, estuviera tallando un bloque de piedra con sus manos. Su prosa no puede equipararse en ningún sentido a esa aguja afilada que fue su poesía, en la que sí consiguió, a medio camino entre lo lírico y la noticia, entre lo civil y lo sagrado, un portentoso equilibrio que aún hoy hace tambalear los cimientos de cualquier ideología. No hay que ir muy lejos para encontrar un buen ejemplo en el libro. El cuento que abre el volumen, “Muchacho y Trastevere”, no sólo es una escena costumbrista en la que se narra una postal amable y simpática de la Roma de posguerra a través de un muchacho aparentemente inocente, sino un pretexto para hablar de la malicia, la picardía y el atrevimiento de burlar lo impuesto a los que un malandrín que vende castañas al final del Ponte Garibaldi, empujado por la necesidad, está sujeto casi por nacimiento. Ese tierno vitellone probablemente fuera un compendio de rasgos comunes que Pasolini pudo detectar en muchos jóvenes del Trastevere y no un personaje individualizado con nombre y apellidos. Pasolini lo utiliza para contar una historia en la que subyace otra realidad más inminente, más crucial, más trascendente. Sin entrar en el lastrado debate aristotélico sobre verdad o verosimilitud, Pasolini tergiversa una historia y, de ese modo, logra hacérnosla real, y lo hace como él quiere: escupiendo en la cara de una burguesía de la que él no formaba parte todavía. Dicho con las mismas palabras con las que Goffredo Fofi se refiría a Federico Fellini, Pasolini «no mentía aunque mintiera». Lo vemos con frecuencia a lo largo de todo el libro, desde “La bebida” a “Castañas y crisantemos”, desde “El (re)quesón” al último “La otra cara de Roma”. En su conjunto, el volumen está compuesto por dos grandes grupos diferenciados: “Cuentos romanos” y “Crónicas romanas”. El primero corresponde al Pasolini que literaturiza la vida; el segundo, al Pasolini convertido en un reportero-sociólogo, más próximo al periodista que se limita a registrar un hecho que al escritor que compone una historia para narrarla. Sin embargo, detrás de ambos estilos se esconde la misma persona, y en el libro se palpa con facilidad, pues Pasolini nunca deja de traspasar sus propias limitaciones, su propia disciplina, su estilo propio, aun sabiendo que en ocasiones no debe o no es aconsejable hacerlo para no desorientar al lector. No le importa, cuenta con ello. Sabe muy bien que eso es lo que le distingue del resto de escritores y del común de los periodistas: que siendo uno no es el otro, y que nunca siendo el otro llegará a ser el uno. En esta peculiar ambigüedad descansa una de las más elevadas virtudes de su obra.

En cambio, más allá del autor con ínfulas literarias o del sociólogo con ánimo de corresponsal, se esconde otro Pasolini mucho más sugestivo, el que a mí más me interesa, que es el que rehúye del arte y de toda forma retórica (y que sin embargo acaba llegando al arte casi sin pretenderlo), el que quiere asir la vida siendo él la vida misma, el que se encarama al quicio de un abismo únicamente con un pie en el suelo y sin manos. Ese Pasolini no es ya un artista, sino un malabarista del alma que, en su ingenua credulidad, ha fantaseado en algún momento con cambiar el mundo. Todo lo que tienen de especial estos textos se lo debemos a esa enigmática capacidad que tenía para hilvanar como nadie el hilo inflamable de la poesía y el bidón de dinamita líquida que es la realidad que subyace en las profundidades del alma humana. A la postre, este libro nos habla de algo sencillo y crucial: que el apetito —hambre física, hambre espiritual, hambre tanática, hambre erótica, hambre vital— es la primera puerta en el camino hacia la verdad. Aunque hoy, cuando resulta extraño que algo se haga sin perseguir la pueril aprobación de los demás (o esa absurda autocomplacencia de carácter onanístico y virtual), algo así nos quede tan lejos.

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Queda la parte fenoménica de la zozobra intelectual. A comienzos de diciembre del año pasado el libro fue presentado en Madrid, en esa librería magnífica llamada Sin Tarima. Al acto acudieron los editores de Altamarea; Lorenzo Bartoli, profesor de filología italiana de la Universidad Autónoma de Madrid y prologuista del libro; Carlos Gumpert, el traductor; y Luisgé Martín, aunque éste aún no se sabe muy bien en virtud de qué circunstancia. Yo venía paseando desde Cascorro y, aunque esto sea intrascendente, sufrí un grosero brote de tristeza al comprobar cómo la zona que conecta los barrios de La Latina y Lavapiés había sido despojada de muchos de los atributos que (no tan antaño) le eran propios. Quizás mi mirada esté monopolizada por un pesimismo terco que se niega a ceder ante la complacencia de una comodidad banal (eso que tanto vende hoy y con lo que tantísimos bonitos locales se abren día a día) o quizás esté enfermo, es posible, pero por un momento observé a mi alrededor y vi que todo cuanto yo recordaba de niño había desaparecido. El golpe más difícil de encajar fue ver desalojado el legendario local de Unión Bolsera Madrileña con un cartel que decía: «SE ALQUILA». Al lado, cientos de anuncios de la inmobiliaria Remax y una placa que indicaba el lugar donde había vivido uno de los protagonistas en la salvaguarda del patrimonio artístico del Museo del Prado durante el estallido de la Guerra Civil, Timoteo Pérez Rubio, un hombre de aguerridas convicciones culturales, de espíritu intachable y de una valía que ya me son extrañas. Esta congoja inesperada, este mazazo de realidad, fue el preludio mismo de la presentación del libro, y casi salí peor de la librería de lo que entré.

1*EPwMZfz95JUle5F5eyKeVwFue tal la inocencia consabida, la cantidad de cuestiones inofensivas que se trataron, el afán por prolongar y extender el mito del artista (neutralizándolo en exceso; matándolo, en realidad), la ausencia total por comprender algo mínimamente valioso, algo mínimamente vigente de la obra de Pasolini, que creo que Pasolini, de haber asistido, se hubiera reído de los tres hasta acabar llorando. No así de los editores de Altamarea, que conste en acta, porque ellos son personas valientes capaces de publicar libros (no diré necesarios, pero sí importantísimos) como éste, pero que en este caso, me cuesta decirlo, erraron con la puesta en escena. No es mi intención aquí hacer amigos ni rozar la espalda de nadie que pueda procurarme beneficios, soy ajeno a ese negocio, así que van a permitirme que diga lo que verdaderamente pienso. Tengo la impresión de que, en este país, no se sabe muy bien cómo, cada cual se preocupa sólo de llegar a algún sitio, largar cuatro patochadas comunes, darse un baño de notoriedad y salir por la puerta de la misma forma en la que ha entrado. Es lamentable, es ridículo y es asombroso que nadie llame a las cosas por su nombre y que, además, se haga mercado con ello. Por resumir un poco la diatriba, Luisgé Martín se limitó a recordar aquellos días (le faltó decir gloriosos) en que consiguió traer a Ninetto Davoli a Madrid, ¡Ninetto Davoli!, ese risueño bufón que aún hoy representa la vergüenza de la amistad y del amor que un día un hombre lleno de coraje le regaló y a los que él, por vileza, por necedad o por ignorancia, o por la suma de todas, no ha sabido corresponder jamás, callando y callando, viviendo del valor y de la prestigiosa imagen de los demás. Después de rememorar tamaña hazaña, el que fuera director del Festival Eñe en 2018, se quedó mudo. Por otro lado, Lorenzo Bartoli, por el que siento una cierta admiración como profesor de literatura (sería injusto que yo despachara su carrera profesional por la presentación de un libro), no hizo más que dar cuatro pinceladas sobre Roma y leer unos versos de Il pianto della scavatrice, el momento más hermoso de toda la tarde. Y Carlos Gumpert, que no firma precisamente el mejor de sus trabajos aunque el libro no se vea mermado por ello, acotó su intervención (muy inteligente, por otra parte) enumerando los males que sufren los traductores en el mundo, plañendo por las esquinas de la comodidad. En definitiva, se hizo gala de un ombliguismo tan llamativo como la ausencia del autor del libro, que no era ninguno de los tres. Ninguno de los tres pudo hablar con propiedad de la obra de Pasolini porque ninguno de ellos proviene de donde vino el artista. Se apropiaron de su vida como si supieran de qué estaban hablando, al mismo tiempo que prologuista y traductor celebraban su longeva amistad, de cuando recogían a los críos en el Liceo (italiano). De los males de la burguesía hablamos otro día, pero aun así me sigo preguntando: ¿dónde queda el Pasolini vivo, el que todavía late en la realidad que vivimos, el Pasolini que arde en las manos y en la boca cuando uno repasa una y otra vez sus textos, sus poemas, su vida? ¿Dónde? Todo parece indicar que en un lugar invisible donde todos siguen sacando tajada de algo que no les pertenece. He aquí el origen de la farsa, pero no en un sentido noble y teatral, sino en la alambicada y sibilina perversión de los más grandes valores culturales; valores que se han llevado la vida de muchas personas valientes; valores que no son sólo hermosura y declamación melodramática para un auditorio; valores que ya no parecen existir ni en personas aparentemente autorizadas. Todo me parece una vacía pantomima llena de sonrisas enlatadas y confeti de papel, mientras al otro lado de la puerta la verdad se muere y, con ella, nosotros mismos.

Scène

‘Porcile’ (Pasolini, 1969)

Regreso por la calle Atocha cabizbajo, sumido en un líquido mórbido a medio camino entre la rabia, la impotencia y el suicidio. Con ganas de gritarle al mundo y, a la vez, exhausto porque sé que es inútil. Es la derrota, desnuda y rotunda, sin circunloquios. Después pienso en ese sórdido mecanismo al que hoy damos el nombre de cultura y me pregunto si el problema no estará en la otra acera, en los que escuchan, en los que reciben, en los que compran esta idea monumentalmente falsa, en nosotros, que parece que nos hemos sacudido de golpe y porrazo la responsabilidad que contrajimos como seres humanos al nacer. Debemos seguir leyendo libros, de eso no cabe duda, y también desatendiendo la voz de los filisteos, hoy más que nunca. Y entonces compruebo, como si de un puñetazo se tratara, que la vigencia de este libro, y del autor mismo, puede condensarse en el final de “Ocaso de una posguerra”, cuando Pasolini escribe: «No se trata de que los hombres sean definitivamente malvados o idiotas: simplemente están sordos». Háblenme ahora, si pueden, de esa ciudad donde Dios reside, porque yo no la siento palpitar por ningún sitio.

Texto publicado parcialmente en la Revista Ajoblanco con el título: «Dos historias de supervivencia y psicodelia para el confinamiento» (7 de mayo de 2020).

El alba meridional /// Pier Paolo Pasolini (1963)

«Caminaba por los alrededores del hotel —era de tarde—

y aparecieron cuatro o cinco muchachos,

con piel de tigre de los prados, sin

una peña, un hoyo, un poco de vegetación

donde refugiarse de eventuales disparos: pues

Israel estaba allí, en la misma piel de tigre,

sembrada de casas de cemento e inútiles

muros, como en cualquier periferia.

Me uní a ellos, en aquel punto absurdo,

lejos de la calle, del hotel,

del confín. Fue una de tantas amistades,

una de esas que durando una tarde

te torturan después durante el resto de tu vida. Ellos,

los desheredados y, más aún, hijos

(que de desheredados tienen el conocimiento

del mal —el hurto, la rapiña, la mentira—

y, de hijos, el ingenuo idealismo

de sentirse consagrados al mundo),

ellos, mostraron enseguida la vieja luz de amor

—como gratitud— en el fondo de sus ojos.

Y, hablando, hablando, hasta que

cayó la noche (y uno ya me abrazaba,

diciendo, ora que me odiaba, ora que no,

me amaba, me amaba) lo supe todo de ellos,

cada mínima cosa. Eran dioses

o hijos de dioses que misteriosamente disparaban

a causa de un odio que les había expulsado de los montes de Creta,

como esposos sedientos de sangre sobre los Kibutz invasores

en el otro lado de Jerusalén…

Estos zarrapatrosos que ahora duermen al aire libre

en el fondo de un prado de la periferia.

Con sus hermanos mayores, soldados

armados de un viejo fusil y dos mostachos

de mercenarios resignados a viejas muertes.

Estos son los Jordanos, terror de Israel,

estos que frente a mí lloran

el antiguo dolor de los prófugos. Uno de ellos,

destinado al odio, ya casi burgués (al moralismo

chantajista, al nacionalismo que blanquea con furor

neurótico), me canta el viejo estribillo

aprendido de su radio, de sus reyes.

Otro, harapiento, escucha y asiente,

mientras, como un cachorro, se aprieta contra mí,

sin mostrar otra cosa, en el prado de las afueras,

en el desierto jordano, en el mundo,

que un mísero sentimiento de amor.»

 

Pier-paolo-pasolini-Dino Pedriali 1975

Pier Paolo Pasolini (Dino Pedriali, 1975)

 

Pier Paolo Pasolini, La religión de mi tiempo, Madrid, Nórdica, 2015, pp. 218-221.

 

[Camminavo nei dintorni dell’albergo —era sera— / e quattro o cinque ragazzetti comparvero, / nella pelle di tigre dei prati, senza / una rupe, un buco, un po’ di vegetazione / dove riparasi da eventuali spari: ché / Israele era lì, sulla stessa pelle di tigre, / cosparsa di case di cemento e vani / muretti, come in ogni periferia. / Li raggiunsi, in quell’assurdo punto, / lontano dalla strada, dall’albergo, / dal confine. Fue un’ennesima amicizia, / una di quelle che durando una sera, / straziano poi tutta la vita. Essi, / i diseredati, e, per di più, figli / (che, dei diseredati hanno il sapere / del male —il furto, la rapina, la menzogna— / e, dei figli, l’ingenua idealità / del sentirsi consacrare al mondo), / essi, ebbero subito la vecchia luce d’amore / —come gratitudine— nel fondo degli occhi. / E, parlando, parlando, finché / scese la notte (e già uno mi abbracciava, / dicendo ora che mi odiava, ora che no, / mi amava, mi amava), seppi, di loro, ogni cosa, / ogni semplice cosa. Questi erano gli dei / o figli di dei, che misteriosamente sparavano, / per un odio che li avrebbe spinti giù dai monti di Creta, / come sposi assetati di sangue, sui Kibutz invasori / sull’altra metà di Gerusalemme… / Questi straccioni, che vanno a dormire, ora, / all’aperto, in fondo a un prato di periferia. / Coi loro fratelli maggiori, soldati / armati di un vecchio fucile e di due baffi / di mercenari rassegnati a vecchie morti. / Questi sono i Giordani terrore di Israele, / questi che davanti a me piangono / l’antico dolore dei profughi. Uno di essi, / deputato all’odio, già quasi borghese (al moralismo / ricattatore, al nazionalismo che sbianca di furore / neurotico) mi canta il vecchio ritornello / imparato dalla sua radio, dai suoi re— / un altro, nei suoi stracci, ascolta assentendo, / mentre, come un cucciolo, si stringe a me, / non provando altro, nel prato di confine, / nel deserto giordano, nel mondo, / che un misero sentimento di amore.]