
Georg Simmel fotografiado por Julius Cornelius Schaarwächter (ca.1901) / Fuente: Public Seminar
«Por su número, el tono y muchas expresiones aisladas, sus poemas no dejan lugar a dudas de que su vida estuvo continuamente agitada por el eros, y en concreto por su forma más pasional. Con cierta frecuencia su poesía pretende unir simbólicamente esta vida amorosa a su arte. Y la singularidad se encuentra en el hecho de que su obra no refleja ningún rasgo del eros, ni por el contenido ni por el sentimiento. En los demás artistas, todos ellos dotados de una sensibilidad erótica, este tono vibra inconfundiblemente en sus figuras, así en Giorgione como en Rubens, en Tiziano como en Rodin. Nada se asemeja a Miguel Ángel. Aquello que sus figuras parecen decir y vivir, como la atmósfera estilística desde donde emerge el estado de ánimo del creador, no contiene el acento de cualquier otro afecto individual. Las figuras se hallan sujetas a la presión de un destino general en el que todos los elementos, individualizables por su contenido, se disuelven. Se avecina sobre ellas, y les sacude, la vida en su totalidad, la vida como destino, que parece estar por encima de todos nosotros; que todo lo que nos rodea, y sólo en el transcurso del tiempo, se divide en experiencias vividas, en afectos, en el seguir un sendero o en fugarse de él. Dada esta configuración particular, para la que se apela generalmente al dato objetivo del destino, el hombre de Miguel Ángel se aleja y se revela en oscilaciones que le son propias, separadas ya de cualquier fenomenología. Pero no se trata de la disolución abstracta de la plástica del hombre clásico que, prescindiendo de consejos (principalmente textos griegos), se sitúa más allá del destino. Las figuras ideales griegas —antes de la época helenística— pueden parecer «vivas», pero en la vida, en tanto vida, no se encuentra su destino, como sí sucede en las figuras de la bóveda de la Sixtina o en las Tumbas Mediceas. En este sentido, también en los poemas de amor de Miguel Ángel brilla una luz que atenúa y que consigue disminuir la extrañeza, en lucha con el carácter de su obra.
»[…] Por eso, aunque su poesía más tarde hable de la perdición eterna que le espera, no tiembla de miedo por las penas infernales, sino que únicamente experimenta la angustia interior digna de pertenecer al mismo infierno. Ésta es solamente la expresión de la insuficiencia de su ser y su comportamiento, de los que es consciente, y se distingue definitivamente del comportamiento plañidero de los débiles. El infierno no es un destino que amenaza desde el exterior, sino el desarrollo lógico y procesual de la condición humana. La simple trascendencia, el cielo y el infierno, desplazados al destino terrenal, como se ha dicho de Fra Angelico, a Miguel Ángel le resulta del todo extraño. También aquí se revela su espíritu renacentista: a la existencia terrena y personal le viene dada una exigencia absoluta de realizar valores objetivos en una vida subjetiva, pero, sin embargo, de este mismo modo, a la existencia se le resta la subjetividad casual del egocentrismo. […] De hecho, todo depende del Yo y únicamente del Yo, pero no por sus sensaciones de alegría o dolor —las cuales, por así decir, no se preocupan del ser universal—, sino por el sentido objetivo de su existencia. Lo incompleto, lo fragmentario, la infidelidad al ideal en su vida terrenal, formada y delimitada por su libertad, consuma el tormento de Miguel Ángel; y la idea dogmático-religiosa del castigo infernal sólo es la proyección que viene determinada por la historia y el tiempo. Debido a los tormentos de los que se cree presa, esperados en el más allá, se vuelve sensible al hecho de que él mismo, en base a las condiciones de su tiempo y su personalidad, aspira a añadir un ideal trascendente, absoluto, solo con los medios y en el transcurso de una existencia mundana, y esto le escalofriaba porque el abismo entre ésta y el ideal era intransitable.»
Georg Simmel, Michelangelo, Milán, Abscondita, 2003, pp. 56-60.