Perder el juicio en la cuna de la civilización /// Mario Colleoni

Mientras las circunstancias nos vencen, el turismo nos vence y el odio nos vence, el racismo se propaga. Ellos están ganando y nosotros, perdiendo. Día tras día nos llegan noticias sensacionales de un mundo que parece hecho al revés. Las encajamos con una naturalidad pasmosa. Toleramos el escándalo de una forma tan cotidiana que lo blanqueamos con una templanza que asusta. Lo relativo a la política nos parece una trivialidad. Las malversaciones sociales, una costumbre. Los atropellos fiscales, algo diario. Y las injusticias, casi necesarias. Noticias sensacionales que parecen el opio del pueblo, el alimento de nuestras frustraciones. Noticias que creemos inofensivas y que, sin embargo, devoran nuestro tiempo, el que invertimos para informarnos, para saber cómo están las cosas fuera de nuestro estupendo ombligo ideológico, para conocer las inquietudes que hay en el mundo, de qué se habla y de qué no, para estar al corriente de las fechorías y los avances, de los hallazgos, de los inventos y de las revelaciones, y también, si hay suerte, para que algún buen titular nos alegre el día. Lo último que nos llega sobre la prohibición de sentarse en los monumentos de Roma es la gota que colma el vaso de la decencia humana.

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Es una lástima pensar en todos los escalones, escalinatas y escaleras de Roma. Las hay de acceso, de tránsito y de comunicación. Por ejemplo, la que va desde Via Cavour, atraviesa la Torre dei Margani (endémicamente conocida como Borgia) y llega hasta San Pietro in Vincoli, siempre fresca y oxigenada. La de Via Magnanapoli, repleta de vida, que comunica el Foro Trajano con una de las principales arterias de llegada a la ciudad. U otra antes de llegar a esa famosa columna, en el ramal izquierdo, casi encajonada, que sirve de entrada a la iglesia Santi Domenico e Sisto, dibujando una doble tenaza preciosa, teatral y escenográfica, puramente barroca. Está la que se sumerge en la tierra desde Via Nazionale y nos guía, como un obsequio, hasta la basílica de San Vitale. La que sube desde Via Piacenza y se abre en dos brazos hasta entrar en los jardines de Carlo Alberto. La escueta y confortable del Palazzo Cimarra, compuesta por apenas cuatro o cinco peldaños. La discreta y hermosa de Sant’Andrea al Quirinale, diseñada por Bernini como una galleta perfecta. Están las que hay en una esquina de Piazza Venezia, en un extremo de la avenida que conduce hasta el anfiteatro Flavio. O las infinitas del otro lado del Campidoglio, que nos suben hasta Santa Maria in Aracoeli, cuya leyenda dice que fue recorrida por la mismísima Santa Elena, madre de Constantino. Y también las del Gesù, la obra maestra de Giacomo della Porta, o las de San Marcello al Corso, refugio pacífico de mendigos, o las de la plaza de Santa Maria del Popolo, centro simbólico de tantas cosas. Escaleras las hay a cientos en Roma. Las hay grandes y minúsculas, majestuosas y discretas, penosas y memorables, pero todas son funcionales. ¿De verdad está prohibido sentarse hoy en todas estas y en las dos mil más que faltan por enumerar?

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Escalinata de Santa Maria in Aracoeli y rampa del Campidoglio

El ayuntamiento ha colocado a ocho agentes en la escalinata de Piazza di Spagna y los ha equipado con un silbato, signo inequívoco de que las maniobras más siniestras pueden ser ejecutadas con los gestos más ridículos. Con ese temible silbato el consistorio romano les ha sido asignado un cometido de crucial importancia: disuadir a todo el que tenga la ocurrencia de ver una escalera y sentarse en ella. Espero que nadie tenga la mala suerte de llegar a los pies de Santa Trinità dei Monti siendo presa de un brote de insuficiencia respiratoria, o de un infarto cardíaco, porque como de ello dependa su vida, yo iría persignándome para esperar la intercensión de San Francisco de Paula.

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Palazzo Senatorio, Roma / Miguel Ángel, 1540’s

Es inevitable hacerse preguntas. ¿Querían conservar su patrimonio y no han encontrado una mejor fórmula que vetar el disfrute humano del monumento? ¿Qué es de los justos, los limpios y los respetuosos, nadie va a darles vela en este entierro? ¿Por qué se vende la idea de que el turismo es el único causante de esta tropelía? ¿Acaso era más sencillo prohibir en vez de diseñar una batería de multas y sanciones (legislar, que para eso sirven los políticos) para todo aquel que se comporte incívicamente, turista o no?

Yo no me considero un turista y no fomento el turismo; soy escéptico si tengo que hablar de los beneficios que reporta esa actividad; pero si damos por supuesto que existe una voluntad real de que el mundo sea cada vez más habitable para un mayor número de personas, entonces tendremos que empezar por la verdad aunque la verdad no nos guste. El vandalismo, los destrozos, la suciedad y la tremenda porquería que ha tenido que soportar Piazza di Spagna a lo largo de los años debe ser incuantificable. Pero ¿somos tan ingenuos como para creer que los turistas son los únicos culpables? Escudándose en el parapeto argumental de que un extranjero es capaz de cualquier cosa, un romano puede hacer lo mismo que un turista, y me atrevería a decir que incluso con mayor libertad. Tal vez la equivalencia por cada romano sea de ciento cincuenta extranjeros, pero la carencia ética es idéntica en ambos casos. Por unos y por otros, todos somos hoy unos vándalos. Por ellos y por la horda de ciudadanos (aunque esto no sólo sucede en Roma o Italia, sino en todas las ciudades de la Europa meridional) que contribuyen con su silencio pasivo, con su actitud pasmosamente distante de permitir, tolerar y no avergonzar a nadie que comete un acto irrespetuoso en o sobre un monumento. Hablo de gente que se siente muy orgullosa de haber nacido en una ciudad multituristificada (como por ejemplo Roma, Madrid, Venecia, Sevilla, Florencia, Barcelona, Nápoles o Valencia) que generalmente no hace nada para combatir la falta de civismo. Hablo de un sentido de pertenencia que no se lleva en la sangre, ni en el lugar de nacimiento, ni en el DNI, sino en el cerebro, en el corazón, cultivado con ideas, principios y valores.

Como nadie frene esta oleada de sinrazón, primero serán las escaleras, después serán los poyetes, y la cosa terminará con una denuncia por que una persona le ha dado por apoyarse en una esquina de su casa. Me encantará ver cómo la civilización acaba con nosotros antes de que admitamos que esto se nos fue de las manos hace ya mucho tiempo.

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Gwyneth Paltrow y Matt Damon / El talento de Mr. Ripley (Anthony Minghella, 1999)

Luego hay toda una pléyade de marcianos, seres venidos de otros lugares, habitantes de otras dimensiones, que ven positivo e incluso beneficioso que nadie pueda sentarse en las escaleras de los monumentos. Son seres fuera del mundo. Como Gianni Battistoni, heredero de la sastrería Battistoni (famosa porque en El talento de Mr. Ripley Jude Law le decía a Matt Damon que cuando fueran a Roma le llevaría a una tienda fantástica para comprarle una chaqueta estupenda) y hoy presidente de la Associazione Via Condotti, una especie de organización sindical compuesta por todas las tiendas de lujo que hay en Via Condotti, que opina, al borde del frenopático, que la medida del ayuntamiento de Roma es «un pequeño rescate de la civilización», para terminar diciendo que «la escalinata ha sido devuelta a la ciudad». No sé qué noción de patrimonio cultural tendrá este señor, pero desde luego muy humano no debe ser para decir que «en unas escaleras uno no se sienta». Nadie le ha visto tampoco sacar butacas de su tienda para evitar el «vandalismo».

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Jude Law y Matt Damon en el Caffè Dinelli / El talento de Mr. Ripley (Anthony Minghella, 1999)

Que nos estamos volviendo locos es una realidad. ¿Para qué vamos a incentivar el buen comportamiento cuando podemos acabar de raíz con un problema negando todas sus posibilidades humanas? Nos están equiparando a los malos, incluso cuando hablan de comer y beber en las escaleras. Quieren convertir las ciudades en lugares asfixiantes donde uno, casi por definición, no pueda ser justo o respetuoso. Es injusto, tanto para un turista como para quien no lo es. Explíquenselo a un muchacho de ingresos discretos que, sin poder permitirse una comida como la que debe permitirse todos los días Gianni Battistoni, opta por prepararse un humilde sándwich para comer mientras visita la ciudad. ¿Ese muchacho no puede ser cívico, limpio y respetuoso? Según esta orden, no. Esta medida da a entender (que alguien me explique urgentemente si dice lo contrario) que todos somos sucios, irrepetuosos y vandálicos, que todos somos turistas. Ese muchacho no podría hacer algo tan humano como sentarse en unas escaleras, comerse su pobre sándwich, tirar los desperdicios en una papelera y proseguir su paseo. ¿Hasta dónde ha llegado nuestra locura para prohibir la naturaleza humana de lo urbano? Mientras, el odio prosigue su camino triunfal.

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Este sería el estado ideal de Piazza di Spagna para marcianos como Battistoni: VACÍA

Que le hubieran dicho a Miguel Ángel en la década de 1540, cuando diseñó la plaza, la rampa de acceso y la escalinata del Senatorio, que ningún funcionario del Ayuntamiento de Roma podría sentarse hoy en las escaleras del Campidoglio. Que se lo hubiera dicho en 1726 a Francesco De Sanctis, que dibujó ese doble rizo icónico de mármol a los pies del obelisco Salustiano, que ningún romano podría descansar en 2019 en su Piazza di Spagna. O, ya que hablamos de atrevimientos, que le hubieran dicho a los mismísimos Ictino y Calícrates que algo tan esencial como la escalinata de un templo, dos mil quinientos años después de construir el Partenón de Atenas, sería una prohibición para los ciudadanos que habitaran el mundo. Es de una demencia que clama al cielo. ¿Están contentos los ciudadanos romanos que pagan sus impuestos? Ellos son los que deben luchar para que esto no sea una realidad.

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Partenón / Atenas, siglo IV A.C.

A este paso, lo único que nos va a quedar de la Roma-Ciudad Eterna, va a ser la eterna estupidez a la que está rindiendo pleitesía una ciudad que se revela incapaz de heredar los más nobles principios universales que la vieron nacer. Triste espectáculo, y ridículo.

Tzvetan Todorov, un humanista /// André Comte-Spontville (2018)

France - "Ce Soir ou Jamais" - TV Set

Tzvetan Todorov

¿Cómo hablar de un amigo tan cercano, al que tanto quería? Quizá contando, con la mayor objetividad posible, lo que percibí subjetivamente de él. Tzvetan no solo era el amigo más fascinante. Era —me di cuenta muy pronto— el hombre más maravilloso con el que me he relacionado nunca: el más culto (y no solo porque hablara cinco lenguas), el más sencillo, el más atento, el más dulce, el más encantador, el más cariñoso (especialmente con sus hijos) y también uno de los más inteligentes, de los más sinceros y de los más lúcidos. Así que sus cualidades eran muchas, y poco frecuentes en los círculos intelectuales. ¿Están también sus textos? A menudo sí, en concreto las más cerebrales. Pero no todas, o no siempre, o no tanto como nos gustaría, especialmente cuando se trata de las cualidades más íntimas o afectivas. ¿Cómo es posible? Un artista quizá lo habría logrado, pero Tzvetan nunca se consideró artista. Por lo demás, no escribía para que lo conocieran, ni para que lo quisieran. Era el menos narcisista de los escritores. Por mucho que admirara a Montaigne y a Rousseau, le habría resultado inconcebible «describirse», como el primero, o escribir sus Confesiones, como el segundo —en definitiva, convertirse en el objeto de sus libros—. Le interesaban demasiado los demás, o no se interesaba lo suficiente por sí mismo. Además aprendió el francés bastante tarde. Lo hablaba a la perfección (con un ligero acento, pero sin errores), aunque admitía que con su lengua de adopción no tenía la misma intimidad absoluta que con el búlgaro, su lengua materna, y sobre todo con el ruso, que aprendió muy pronto en la escuela y que seguiría siendo para él la lengua de la poesía, que tanto amaba. El francés es para él un instrumento que pone al servicio de su pensamiento; la claridad y la precisión le bastan. Sabe que, en la manera de escribir y de pensar, está más cerca de Raymond Aron (al que admira y que me descubrió) que de Camus (al que aprecia). Más inteligencia que emoción, más hechos que afectos, más conocimiento que arte. En definitiva, demasiada claridad, como estos dos autores, para que los pedantes acepten valorarlo en profundidad. Imposible que Todorov caiga en la trampa de tantos ensayistas franceses que quieren deslumbrar en lugar de iluminar, ser originales en lugar de decir la verdad y ser justos, y para conseguirlo multiplican las paradojas y los juegos de palabras, que explican, observaba sonriendo, que les cueste tanto superar la prueba de la traducción. Él, por el contrario, es uno de los autores en lengua francesa más traducidos en todo el mundo, y no por casualidad. Es uno de los más cultos (y en casi todas las ciencias humanas), uno de los más claros y uno de los más esclarecedores.

Comte Sponville

André Comte-Spontville

Resulta extraño, y se debe solo a su muerte, que yo prologue hoy a un autor tan reconocido y de bastante más edad que yo (trece años mayor). Lo contrario habría sido más normal. Cuando yo era estudiante, Todorov ya era famoso como teórico de la literatura, y estaba más de moda que ne la actualidad. Era un referente «tendencia», aunque entonces no lo llamábamos así, lo que quizá explica que en aquel momento no me apeteciera profundizar en él. No lo conocería hasta mucho después (en 1990, creo, porque preparábamos juntos un número de Lettre Internationale, que nos había encomendado su director, Antonin Liehm). Entretanto, los objetivos de investigación, incluso la metodología, del a veces llamado «Todorov II» se habían desplazado significativamente respecto del «Todorov I». Le interesan cada vez menos las estructuras y los signos, y cada vez más los individuos y el sentido. Se relaciona cada vez menos con los círculos vanguardistas (había estado muy cerca de Barthes, de Derrida, de, Tel Quel…), y recurre cada vez más a documentos de archivos y a los grandes autores del pasado. Pagó el precio mediático. Sus destacados trabajos como historiador de las ideas —y por lo tanto también como humanista más que como antropólogo, como moralista más que como semiólogo— le granjearon más éxito (más lectores en todo el mundo) y menos prestigio (en París y entre los esnobs) que dos décadas antes. Buena señal. Su juventud en Bulgaria, es decir, en un país totalitario, lo había vacunado contra la ideología, la mentira, las falsas apariencias, lo políticamente correcto (que pretende conjugar moral y política, como en los países totalitarios, pero esta vez bajo el dominio de la moral) y contra todo discurso alejado de la realidad o que mostrara, como escribía al principio de Nosotros y los otros, una «evidente disparidad» entre «el vivir y el decir», disparidad que había observado al otro lado del telón de acero y que le sorprendió volver a ver, aunque en otras formas, en tantos intelectuales parisinos de la década de 1960… Poca cosa para él. Era demasiado íntegro para aceptar este tipo de impostura, y demasiado culto para permitir que la moda o el éxito lo afectaran. Eligió a sus maestros: en un principio Bajtín y los formalistas rusos, Benveniste y Jakobson, después, y cada vez más, Montaigne y Rousseau, Montesquieu y Benjamin Constant, Paul Bénichou y Raymond Aron, Primo Levi y Vasili Grossman, Romain Gary y Germaine Tillion. Es decir, intelectuales básicamente liberales y algunos personajes discretos, amantes de la justicia y la misericordia.

También eligió claramente su bando: el de la democracia liberal y el humanismo universalista. Lo que no le impedía, como veremos en este libro, denunciar con dureza las nefastas consecuencias de la «ideología neoliberal», que quiere someterlo todo a la economía, ni lo llevaba a hacerse ilusiones sobre la humanidad. No se trata de «creer en el hombre», ni de «hacerle un panegírico». ¿Quién puede pasar por alto que somos capaces de lo peor? Pero en cualquier caso es una posibilidad entre otras, lo que confirma que podemos «actuar libremente, hacer también el bien». El humanismo de Todorov es «crítico» (en este sentido es como el equivalente en el ámbito ético del «racionalismo crítico» de Karl Popper en el ámbito del conocimiento) y a la vez «temperado». Es más una moral que una religión del hombre. Lo explica, por ejemplo, en Memoria del mal, tentación del bien. Señala que el humanismo crítico se distingue por dos características:

«La primera es el reconocimiento del horror del que son capaces los seres humanos. El humanismo, aquí, no consiste en absoluto en un culto al hombre, en general o en particular, en una fe en su noble naturaleza; no, el punto de partida son, aquí, los campos de Auschwitz y de Kolyma, la mayor prueba que se nos haya dado en este siglo del mal que el hombre puede hacer al hombre. La segunda característica es la afirmación de la posibilidad del bien. No del triunfo universal del bien, de la instauración del paraíso en la tierra, sino de un bien que lleva considerar que el hombre, en su identidad concreta e individual, es el fin último de su acción, a valorarlo y a quererlo».

Todorov2Esto nos lleva directamente a este volumen que me han pedido que prologue. Reúne «textos circunstanciales», por así decir, sobre temas muy distintos (escritores y artistas a los que Tzvetan admiraba, páginas de historia y de geopolítica, reflexiones sobre la moral o sobre ciencias humanas…) y abarca unos treinta años. Este libro es especialmente valioso porque muestra tanto la diversidad de intereses de su autor como el carácter unitario de su orientación. La profunda armonía resultante responde sin duda al pensamiento de Todorov, cuya coherencia constataremos, pero también los que para él son sus dos principales adversarios: el maniqueísmo, que quiere creer que todo el bien está en un bando y todo el mal en el otro, y el nihilismo o «relativismo radical», que pretende que no hay bien ni mal, que todo vale y todo es inútil. Lo que Tzvetan había vivido en Bulgaria en los primeros veinticuatro años de su vida le pareció cada vez más una refutación suficiente tanto del uno como del otro. Los nihilistas se equivocan, porque el mal existe, y el totalitarismo ofrece un ejemplo indiscutible (en Todorov hay una especie de moral negativa, un poco en el sentido en que hablamos de teología negativa: el bien siempre es incierto o discutible; el mal, no). Y los maniqueos también se equivocan, porque actúan como los ideólogos totalitarios: («Somos el Partido del Bien», «Quien no está con nosotros está contra nosotros», etc.) y se creen exentos de todo mal. Contra ello, nuestro humanista crítico, maestro del matiz, defiende la «moderación» de Montesquieu, la lucidez de Rousseau (de quien cita la Carta sobre la virtud: «El bien y el mal brotan de la misma fuente») y quizá sobre todo la indulgencia desilusionada —aunque no desalentada ni desalentadora— de Romain Gary. Por ejemplo, estas líneas de La Signature humaine:

«La bestia inmunda no está fuera de nosotros, en un lugar lejano, sino dentro de nosotros. Concluida la Segunda Guerra Mundial, Romain Gary, que había luchado contra Alemania como aviador, llegó a esta conclusión: «Lo que hay de criminal en el alemán es el hombre». Tiempo después añadía: «Se dice que lo que el nazismo tiene de horrible es su lado inhumano. Sí. Pero es preciso rendirse ante la evidencia de que ese lado inhumano forma parte del humano. Mientras no admitamos que la inhumanidad es algo humano, seguiremos en la mentira piadosa» […] Por eso nunca conseguiremos librar a los seres humanos del mal. Nuestra única esperanza no es erradicarlo definitivamente, sino intentar entenderlo, limitarlo y domesticarlo, admitiendo que también está presente en nosotros».

Romain Gary

Romain Gary

«Banalidad del mal», como decía Hannah Arendt; «fragilidad del bien», añade Todorov (es el título de un libro suyo dedicado a la «salvación de los judíos búlgaros»). Retoma el tema en varios artículos aquí reunidos. No hay ni monstruos ni superhombres. Solo hay seres humanos, todos imperfectos, todos falibles, pero no por ello iguales (son iguales «en derechos y dignidad», pero no en hechos y en valor). La experiencia de los campos de concentración lo confirma. La moral, lejos de desaparecer, como creyeron algunos, o mejor, aunque a veces desaparece, no se pone de manifiesto, pese a que subsiste o resiste, solo que de forma más espectacular, ya sea como «virtudes heroicas» (poder, valor, principios…), o con mayor frecuencia como virtudes cotidianas (dignidad, preocupación por los demás, compasión, bondad…). Hobbes se equivoca. No es cierto que el hombre sea un lobo para el hombre, o no es más que una posibilidad, en absoluto una necesidad. La «fragilidad del bien» no impide lo que Todorov llama su «banalidad». En el mundo hay «muchos más actos de bondad de los que admite la «moral tradicional», que ha tendido a valorar lo excepcional, cuando de lo que se trata es de nuestra vida cotidiana». Nueva impugnación del nihilismo, aunque esta vez positiva.

Hannah Arendt

Hannah Arendt

Según Todorov, estas virtudes cotidianas son más frecuentes en las mujeres que en los hombres, y estaban mucho más desarrolladas en Tzvetan que en la mayoría de sus homólogos masculinos. Digamos que supo desarrollar hasta un punto poco frecuente su parte femenina —sin ser en absoluto afeminado—, y esto explicaba en cierta medida su su sorprendente poder de seducción, que respondía a su delicadeza, su sutileza y su sensibilidad, a las que se añadía su no dejarse engañar por las ideas —que sin embargo conocía mejor que nadie— y preferir siempre a las personas singulares y concretas, frágiles y cambiantes. Podríamos resumir estas observaciones diciendo que Tzvetan era lo contrario de un gañán o un machista, es evidente, pero seguramente sería un error considerar que se trata solo de un rasgo de su carácter. Todorov, al que le gustaba tanto Romain Gary, por lo demás un hombre rodeado de mujeres y un luchador heroico, compartía con él lo que yo llamaría un feminismo normativo, es decir, no solo la exigencia de igualdad entre hombres y mujeres, que debería ser obvia, sino también la idea de que los valores son en cierto sentido «sexuados», como la humanidad, y que en esta bipolaridad la feminidad desempeña el papel más positivo. Lo leeréis en un artículo de este libro, pero no me resisto al placer de citar por extenso, para enlazar sus pensamientos, los comentarios que el ensayista hace del novelista:

«En la raíz de muchos males, Gary ve una masculinidad pervertida, lo que llamamos machismo, «las ganas de ir de duro, de auténtico, de tatuado». Lo ve en el comportamiento irascible de los conductores, en los elogios del heroísmo, en los conflictos entre jefes de Estado, en la mitología estadounidense del triunfador, del vencedor, creada por Jack London, Fitzgerald y Hemingway, en el culto al éxito, en la fascinación por el poder y en el elogio de Don Juan: «Cojones, sólo cojones». La reacción de Gary: «Me desentiendo cada vez más de todos los valores llamados masculinos». O en otro estilo: «La mierda en la que todos nadamos es una mierda masculina».

»Por eso no sorprende que el valor que reivindica sea la feminidad, en lo que tiene de vulnerable y al mismo tiempo de compasivo. Espera «desarrollar esa parte de feminidad que todo hombre posee, si es capaz de amar» y constata: «Lo primero que se nos pasa por la cabeza cuando hablamos de civilización es cierta dulzura, cierta ternura maternal». O también: «Todos los valores de la civilización son valores femeninos […] El hombre —es decir, la civilización— empieza en las relaciones del niño con su madre»».

Todorov1De ahí cierta proximidad de nuestros dos ateos o agnósticos con el espíritu de los Evangelios (Gary, citado por Todorov: «Por primera vez en la historia de Occidente, una luz de feminidad iluminaba el mundo»), y a veces una gran severidad con la mentalidad de su tiempo. A Tzvetan le horrorizaba la violencia, la vulgaridad y la agresividad. Se notaba tanto en su comportamiento cotidiano como en sus textos (no le interesaba la polémica), y tampoco era ajeno a sus posicionamientos políticos. Era todo lo contrario de un belicista y de un «neoconservador». Apasionado defensor de la democracia liberal y de los derechos humanos, era muy hostil a toda voluntad de exportarlos por la fuerza. No le gustan ni el presunto «derecho de injerencia» ni las guerras supuestamente «humanitarias». Lo explica también en varios artículos de este libro. Pero esto, que tiene que ver con la geopolítica, también forma parte de su concepción de la moral.

A nuestro humanista «desarraigado», como él decía, no le atraen nada el nacionalismo, la guerra, las cruzadas y la buena conciencia. Desconfía de los Estados, de las multitudes, de los grupos e incluso de las abstracciones. Explica que la moral, aunque de contenido universal, «solo puede vivirse en primera persona» (lo que la diferencia del moralismo), y solo en beneficio de individuos que también son singulares (lo que la diferencia de la ideología). «Estar dispuesto a pagar con tu vida para que venzan tus ideas no es en sí mismo una virtud moral». Muchos fanáticos son capaces de hacerlo, fanáticos que «asesinan para que no se asesine más». En el fondo, Todorov solo cree en los individuos, que solo existen en función de las relaciones que establecen entre ellos, sin las cuales no serían nada (toda subjetividad es intersubjetividad; el humanismo es un individualismo relacional, y por lo tanto lo contrario del solipsismo). Se toma la moral en serio, tanto «frente a lo extremo» como en las circunstancias más corrientes de la vida «personal y subjetiva», porque siempre consta de «dos elementos: yo, a quien pido, y otro, al que doy», por lo que «la forma más breve de enunciarla» sería: «Solo exigirse a uno mismo, y solo ofrecer a los demás». Esto no es razón para renunciar a la propia felicidad. Tzvetan, que nada tenía de asceta, cree más en los «placeres» de la bondad (cuyo mejor ejemplo era para él su madre) que en la austeridad del «deber» (oposición que toma prestada de Rousseau). Sencillamente, la felicidad no siempre es posible; la bondad o la compasión, sí. Nadie está obligado a ser un héroe, ni está autorizado a hacer lo peor, ni está eximido de hacer al menos un poco de bien cuando le es posible.

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Merece la pena mencionar los magníficos libros que Todorov dedicó a la pintura: Elogio del individuo (sobre pintura flamenca del Renacimiento), Elogio de lo cotidiano (sobre los pintores holandeses del siglo XVIII), La pintura de la Ilustración (sobre Watteau, Goya y otros pintores)… Estos tres títulos dicen algo esencial sobre el hombre que era, dotado para la vida y la amistad, y también sobre su pensamiento: primacía del individuo y de la vida cotidiana, pero abiertos —por autonomía de la razón— a lo universal. Encontraremos ecos de ello en algunas de las páginas siguientes, así como de su amor a la música y, por supuesto, a la literatura. Observaremos que los contemporáneos están muy presentes. Tzvetan, a menudo reticente frente a algunas aberraciones del arte llamado «contemporáneo» (en especial de las artes plásticas), no se encerraba en la nostalgia. Por el contrario, estaba muy abierto a los artistas de su tiempo (algunos de sus mejores amigos eran pintores o escultores) cuando encontraba en ellos cosas que admirar, sobre las que reflexionar («la pintura piensa», escribió) y con las que emocionarse. De ahí varios de los textos reunidos en este libro, ejercicios de admiración tan generosos como estimulantes. Todorov, lector incansable, experto melómano y apasionado de la pintura, desconfiaba tanto del arte presuntamente «vanguardista» («que da resueltamente la espalda a las tradiciones y quiere ir en paralelo con la revolución política») como del «presentismo», que olvida el pasado, y del «pasadismo», que sacrifica el presente y el futuro. Era su manera de ser moderno, y era la correcta.

Cub_Leer-y-vivir_rus_dilve«Discípulo de la Ilustración», como él mismo decía, pero consciente de sus sombras, y por lo tanto de sus límites y de sus posibles derivas, Todorov lanza sobre nuestra época, que nos ayuda a entender, una mirada penetrante y amplia, crítica y tonificante, informada y tranquila. Se muestra «responsable» en lugar de pacifista, y equilibrado en lugar de maniqueo. Al menos en estas cualidades sus libros se parecen a él, y encontraremos estas cualidades en el presente volumen. Tzvetan, a diferencia de muchos otros autores más famosos que él, no era ni un presuntuoso ni un charlatán. Era un suave intransigente, un intelectual lúcido (desgraciadamente, la expresión no es un pleonasmo), un erudito humilde, un investigador enciclopedista y pedagogo (un «contrabandista», decía él), un humanista sin ilusiones y un ciudadano del mundo, moderado y exigente. Por eso es tan importante leerlo: nos hace más inteligentes, más humildes y más críticos, más conscientes de la complejidad del mundo y de nuestra condición trágica.

Leerlo no consolará a los que lo quisieron de haberlo perdido, pero nos ayudará a todos a vivir un poco mejor, o un poco menos mal, y es todo lo que podemos pedirle a un libro.

 

Tzvetan Todorov, Leer y vivir, trad. Noemí Sobregués, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2018, pp. 13-21.

James Atkinson /// Interpretación(es)

Martín Lutero, por Lucas Cranach el Viejo, 1529 / Galleria degli Uffizi (Florencia)

Lucas Cranach el Viejo, Retrato de Martín Lutero, ca.1529, Galleria degli Uffizi (Florencia)

«La influencia del Renacimiento sobre la Reforma alemana necesita una cuidadosa valoración. Explicar a Lutero en términos del Renacimiento sería una grave distorsión en su figura. En cierto sentido él era firmemente opuesto al materialismo terrenal que el Renacimiento fomentaba, así como a su religión no teológica. Pero debe recordarse que Lutero nació en un ambiente afectado por este movimiento, que era más antiguo y universal que la Reforma. Zwinglio era esencialmente un hombre renacentista, como lo era Erasmo. Calvino estaba fuertemente moldeado por su erudición, igual que Melanchton. Los textos de Lutero fueron publicados y leídos en aquellas ciudades alemanas muy influidas por las teorías del Renacimiento, Augsburgo, Núremberg, Estrasburgo y Basilea. Al mismo tiempo, Lutero reaccionó contra la teología humanista de su tiempo, en favor de una recia teología hebraica y bíblica. Se benefició dealgunos aspectos del movimiento humanista, utilizando con gran provecho, por ejemplo, sus instrumentos lingüísticos, pero permaneció apartado de la poderosa corriente, encerrado en un monasterio, en un rincón de Sajonia, y cuando salió al mundo a enseñar, se presentó simplemente como un monje sujeto al voto de obediencia. Ciertamente, el movimiento tuvo una influencia extraordinaria en el desarrollo de las ciencias naturales y de los estudios literarios e históricos, pero tuvo singularmente poco efecto sobre los intereses de Lutero. Existía una sensualidad alrededor del Renacimiento , una fuerza palpitante creada por y para el hombre según sus propios intereses. Como movimiento creía más en el hombre que en Dios. En los más religiosos, en Erasmo, por ejemplo, o en los Florentinos, no había más que una «religión de Jesús», una nueva ética, una nueva ley, pero no un evangelio. Desde luego, redescubrió la grandeza y dignidad natural del hombre, cuerpo y alma; denigró y ridiculizó el escolasticismo, rompiendo sus cadenas; dio al hombre un nuevo sentido de liberación. Pero golpeó fatalmente el sentimiento de dependencia del hombre hacia Dios, el sentido sobrenatural en la interpretación de la vida, la realidad espiritual de la muerte seguida de un juicio. Mirando retrospectivamente, como podemos hacer ahora, a los cuatrocientos años de iniciado el proceso, nos damos cuenta de que cada avance subsiguiente en el pensamiento humano ha quitado a Dios de ese campo de investigación como una hipótesis innecesaria. Copérnico y Newton le quitaron del cosmos, Darwin de la vida, Marx de la historia, Freud del último reducto de la mente y del alma. Lutero no podía prever todo esto, pero hacia 1524, antes de cumplir los cuarenta años, estaba enzarzado con el buen Erasmo en una lucha a muerte por el Evangelio. Es interesante ver las influencias visibles del Renacimiento en esas encantadoras ciudades del sur de Alemania, cuando uno camina de nuevo por sus calles, y pensar en el esplendor renacentista de las cortes de los eclesiásticos y príncipes alemanes del tiempo de Lutero, y luego considerar la pura presión bíblica que Lutero ejerció sobre la sociedad. Parecía alejarse del Renacimiento como un viejo caballo que volviese sus cuartos traseros al viento inclemente, respirando, sin embargo, el mismo viento contra el que se había vuelto.»

 

James Atkinson, Lutero y el nacimiento del protestantismo, Madrid, Alianza, 1971, pp. 26-27.

Pierre Francastel /// Interpretación(es)

«Es de una necesidad total que el arte de una época esté de acuerdo con la sociedad, con sus condiciones generales, económicas e intelectuales, positivas; pero lo que realiza, en cualquier ámbito que sea, una generación o un grupo de generaciones cualesquiera, no representa jamás la suma de posibilidades incluidas en una situación social dada. Tomemos el ejemplo del Renacimiento [italiano]. Allí también hay, en un momento dado, un descubrimiento súbito de posibilidades técnicas e imaginativas. Pero hacen falta muchos siglospara que los hombres den la vuelta al nuevo universo. Desde Brunelleschi y Uccello se han dicho muchas cosas que hacen imposible toda vuelta atrás; pero el arte de Rafael no está incluido tal cual en los inicios. El nuevo universo no es un mundo exterior dado, sino que está formado por obras creadas sucesivamente. Otro tanto sucede en nuestros días. Es la nuestra una época de transformación total del universo. En el ámbito plástico, los maestros de la Escuela de París son los grandes precursores, los Uccello y los Piero del futuro. Fueron ellos quienes mostraron que se imponía una representación nueva del espacio, que era posible y que podía realizarse siguiendo ciertas fórmulas, que ellos mismos esbozaron. No por ello es menos cierto que, inclusive en Van Gogh y en Gauguin, inclusive en Cézanne, si se considera el conjunto de su obra, quedan porciones enteras en las que domina la concepción antigua del espacio, lo mismo que no existe ruptura absoluta en el Quattrocento, en la obra de los Masaccio y los Masolino, entre el espacio plástico de Giotto y las búsquedas nuevas. Decir que la sociedad sale en un momento dado del antiguo espacio para penetrar en otro, es inexacto, salvo que se elimine al mismo tiempo toda idea de ruptura, excepto la del deslizamiento insensible.

»No hay generación de destructores y luego una de constructores. Las cosas son menos simples. Hay hombres que, tras formarse en la escuela de la tradición, invierten algunas reglas fundamentales del pasado y plantean algunas proposiciones nuevas como la del valor plástico del color puro o la de las dimensiones del espacio representativo. Y los hay que, conocedores de las primeras búsquedas, se esfuerzan por materializar las posibilidades sistemáticas recientemente liberadas, pero que advierten necesariamente, en ese momento, que el mundo actual no es un universo totalmente construido en el cual uno puede introducirse mediante ciertas claves. En consecuencia, no es cuestión de considerar que en una primera época el antiguo espacio plástico sea destruido y que, en la segunda, el nuevo espacio sirva de marco estático a la nueva creación  plástica. En un Gozzoli se ve muy bien lo que pertenece al pasado y lo que pertenece al presente. Lo mismo ocurre en un Cézanne y en un Gauguin. Sin embargo, en este caso, como no conocemos todavía el futuro, nos resulta difícil predecir cuáles de las múltiples posibilidades teóricas están destinadas a servir de soporte a las especulaciones futuras, en función de las cuales, no lo olvidemos, se clasificarán más tarde las búsquedas de nuestros contemporáneos y de los hombres de la generación precedente. Un modo de vida completamente nuevo es tan inconcebible como un espacio plástico enteramente inédito. El hombre no se adapta sino por etapas. En consecuencia, es necesario concebir a nuestra época, así como al Quattrocento, como hondamente atravesada por grandes ímpetus y enormes desalientos, descubrimientos fulgurantes y penosas realidades.

»Lo que me parece seguro es que, con los impresionistas primero, luego con la generación siguiente, la de los hombres de 1880-1890, el problema de la representación plástica de las cosas en el espacio fue completamente replanteado, en la misma medida en que cambiaron las concepciones generales de la vida. Hacia 1900, la parte crítica de esta obra está terminada. A partir de ese momento los artistas no parten ya del espacio clásico para destruirlo. Un Gauguin, un Van Gogh, parten del impresionismo; un Braque y un Matisse, de Van Gogh y de Gaguin. Se apoyan sobre las experiencias ya positivas de sus mayores. Al mismo tiempo, no se trata de que ellos manejen libremente las leyes fundamentales de un espacio plástico nuevo. Continúan la búsqueda. Y si se quiere acabar de comprender el sentido general de la aventura plástica en que está comprometido el mundo contemporáneo, es indispensable echar una mirada sobre sus trabajos. Después de 1900 queda mucho por destruir y mucho por determinar. El espacio del Renacimiento no ha desaparecido y el nuevo espacio moderno no ha nacido. Por lo tanto es necesario examinar todavía sobre qué bases continúa la obra a la vez destructiva y positiva de los artistas vivos.

»Los historiadores del arte contemporáneo se han esforzado, en general, por describir, en la medida de sus posibilidades, las fases sucesivas por las que ha atravesado la moda estética de este último medio siglo. Lejos de mí la idea de censurarlos por ello. Estoy persuadido de que una historia precisa de nuestro tiempo no puede ser escrita sino después de establecer un inventario minucioso de los incidentes que constituyen el diario del arte contemporáneo. Creo también, sin embargo, que si nos esforzamos por dar un paso atrás, como lo hacemos con el pasado, el movimiento general de las ideas, llegaremos a simplificar considerablemente las cosas.

»Estoy convencido de que no se puede colocar al mismo nivel de modas al ballet ruso o al arte negro y al cubismo. Me parece que este último medio siglo quedará caracterizado como la época cubista. El fauvismo es el único movimiento al que se puede, plásticamente, considerar paralelamente, pero no se representa una búsqueda del mismo alcance. No hace sino prolongar el arrebato de Van Gogh y no modifica el sentido dado por él al color. Exalta, pero no modifica su naturaleza. Por el contrario, el cubismo es un punto de partida que explica directa o indirectamente multitud de tentativas, aparentemente tan diferentes como las telas de Braque, Picasso, Delaunay o Juan Gris hacia 1910 y las obras de esos mismos maestros hacia 1930. Es la única medida común entre Léger y Matisse. Es el único movimiento que ha pasado sucesivamente por una fase de especulación teórico-literaria y por una fase libre de experimentación plástica -y en ocasiones casi opuesta a la teoría-. Como el impresionismo, el cubismo desborda al término que lo quiere designar. La única cosa cierta es que, a mi juicio, el cúmulo de esuerzos individuales representados por la Escuela de París entre 1905 y 1950, desemboca siempre en el planteamiento de un cierto número de interrogantes, de los que los teóricos del cubismo fueron los primeros en tomar clara conciencia. No se trata, además, de pretender reducir el aporte positivo de esta generación a la cristalización de una doctrina; por el contrario, se trata de probar que el cubismo es algo que sobrepasa en mucho las especulaciones teóricas con las cuales se satisfacieron los primeros grupos de investigadores, y que existe en realidad un lazo entre todos los esfuerzos de una generación que pasa y que no habrá dejado finalmente detrás de sí una obra menos positiva que la de las precedentes, sobre todo en el ámbito de la representación del espacio.

»No es mi inteción hacer aquí la historia del cubismo, que es la de las diferentes corrientes de la pintura desde 1905. Pero me parece que podríamos estar fácilmente de acuerdo en admitir algunos caracteres generales. Mientras que los hombres de la generación precedente parten de una formación todavía clásica, los Picasso, los Delaunay, los Braque y los Léger parten de la experiencia de los maestros de la generación precedente, exactamente como los artistas de 1460-1480 parten de Masaccio, de Masolino y de Uccello, y ya no de Giotto. En segundo lugar, muchos artistas de fines del siglo XIX atacaron al Renacimiento sobre el plano espacial, pero casi únicamente desde el punto de vista de la forma; algunos solamente abordaron el problema del color; fueron los cubistas quienes finalmente plantearon el problema de la iluminación.

»[…] Espero mostrar en algún otro momento cómo, en la hora actual, este esfuerzo no sólo se realiza no ya con vistas a una destrucción que, habiendo afectado en distintos momentos a la forma, el color, la luz, la iluminación, el contenido y la expresión, es ya casi total, sino con vistas a la edificación de un nuevo estilo del cual, en mi opinión, son ya perceptibles algunos rasgos generales.»

 

Pierre Francastel, Sociología del arte, Madrid, Alianza-Emecé, 1975, pp. 194-202.