El lago /// Leon Battista Alberti (1437)

Matteo de' Pasti - Quid Tum (1446-1454, Biblioteca Nacional de Francia, París)

Matteo de’ Pasti, Quid Tum, ca.1446-1454, Biblioteca Nacional de Francia, París.

En un pequeño lago, que no era frecuentado de forma habitual por ningún animal dañino, vivían juntos, con una alegría que no puede describirse fácilmente, muchísimos pececillos y muchas ranas, animales de costumbres distintas; y tanto las ranas como los pececillos habían, de hecho, heredado de sus antepasados la costumbre de poner todo en común en aquel lugar.

Cada día se desarrollaba allí este tipo de espectáculo: los bancos de pececillos se reagrupaban danzando, las ranas cantaban melodías saltando. Tal era en sustancia su forma de vivir que no había nada que añadir a los juegos, a la alegría, al contento. Suma era ante todo la libertad, grandísima la paz, ausentes las discordias internas, ausentes las difidencias entre los ciudadanos, ausentes las envidias y las contiendas con los vecinos y los forasteros; increíble el acuerdo de los animales y de las voluntades en las cosas públicas y privadas. En tal situación, ya sea porque este es el común destino de las cosas humanas (en cuanto las criaturas mortales no pueden tener nada de perenne y de estable), ya sea por la innata falta de medida de muchos, que no pueden aceptar con equilibrio la fortuna propicia, ocurrió que algunos pececillos ansiosos de fama y de parecer promotores de importantes iniciativas públicas, promulgaron esta ley: «Las ranas habiten la playa y las partes superiores del lago; los pececillos tengan las partes inferiores».

Esta ley gustó a todos, excepto a los ancianos más sabios; pero ellos no se pronunciaron con suficiente energía contras los promotores de la ley para desaprobarla. Más aún, estos últimos fueron públicamente alabados porque a la multitud le parecía que ellos habían encontrado un óptimo sistema de vida. Se consideraba que, gracias a esta disposición, la región había sido muy bien dividida, desde el momento en que esta ley impedía a las ranas ensuciar las aguas profundas removiendo el limo y obligaba a los pececillos a permanecer en sus cavernas. Habiendo por tanto obedecido la ley durante algunos días con grandísimo escrúpulo y habiéndose quedado de buena gana cada uno en su sitio, ocurrió lo que ocurrió.

Ninguna disposición, por muy sagrada que sea, por muy egregia, se introduce en la administración del Estado sin que esta sea borrada por nuevas leyes y, casi con desprecio, ignorada por la masa insolente y ansiosa de novedades. La multitud de pececillos, según las antiguas libres costumbres, emergía no raramente en superficie y también las ranas se introducían en las zonas de los pececillos. La ley empezó a ser rechazada cada día más. Estaban descontentos con esta situación aquellos que habían sido los promotores de la ley; y se sentían indignados por el hecho de que su autoridad, no menos que las normas públicas, se viera desatendida y vaciada de importancia.

Por ello, con discursos en público y en privado trataron de convencer a las masas de que era muy bello someterse a cualquier sacrificio para hacer respetar la ley. Lograron sobre todo convencer a los pececillos, que estaban en éxtasis frente a su elocuencia y aplaudían con gran calor, para que, cuando los oradores mandaban un pregonero, con el lanzamiento de una pequeña piedra al lago, no le obstaculizaran el regreso a su sede. Los pececillos respetaban el edicto sin ninguna falta; pero las ranas cantarinas y petulantes, por naturaleza insolentes, o porque consideraban mucho más placentera la antigua libertad y el modo accionado de vivir, o porque desdeñaban la antipática prosopopeya de los oradores, no solo no respetaban el edicto, sino que, cuando se lanzaba una piedra, se dirigían de inmediato a la parte baja del lago y, acudiendo desde todas partes, perturbaban las asambleas con gran alboroto e impedían que se escuchara la voz del orador.

Los oradores proclamaban que la república era traicionada y se cometía un grave delito, sosteniendo que aquella resistencia a las leyes provocaría la ruina del Estado. Las ranas afirmaban que eran unos locos al no entender que a causa de esta ley se habían introducido algunos tiranos, mientras ellas habían comprendido que era vergonzoso obedecer a su tonto edicto: ellas no odiaban todavía la libertad hasta el punto de no considerar bello salvaguardar sin posteriores reglas la antigua independencia de los padres en vez de someterse a una servidumbre legal. ¿Qué añadir? Mientras por un lado unos están dispuestos, por el otro las ranas se niegan a obedecer la ley. Con la fuerza de sus palabras, los oradores estimulan con continuos discursos a la voluble multitud de pececillos para que consideren ahora un delito y una ofensa gravísima para el rigor de la ley aquello que antes era consentido como alegría y juego. Por un lado y por otro se oían por tanto varias y graves quejas y durísimos litigios. Y la cuestión había llegado, a causa de las pasiones partidistas, a las armas y a la confrontación directa. Los pececillos en este punto, ya que  comprendían que era inferiores en fuerza, decidieron (acontecimiento digno de ser recordado en las letras) recurrir al engaño.

No lejos de este lago anidaba una grandísima serpiente en una cuenca pantanosa, a donde los pececillos tenían la costumbre de pasar por galerías subterráneas. Los heraldos de los pececillos fueron a llamar al ofidio y participaron en la legación de los mismos impulsores y defensores de la ley. La serpiente, impactada por su elocuencia, decidió no llevar a cabo ningún gesto antes de dirigirse con los mismos mensajeros a inspeccionar el lugar y los habitantes. Especialmente contentos con su llegada, los pececillos se felicitaban entre ellos. Consideraban que se domaría para siempre la soberbia de las ranas, que ya veían derrotadas por miedo al tirano. Las ranas, apenas se percataron con evidentes indicios del fraude de los pececillos y su malvado engaño, decidieron darles el mismo trato llamando a la nutria, animal enormemente hostil con los peces.

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Leon Battista Alberti, Autorretrato, ca.1435, National Gallery, Washington.

Los ancianos consideraban que era de ciudadanos locos preferir rivalizar en el odio en vez de en el amor y en el deber y que no era justo, precisamente porque detestaban la crueldad, cometer actos que les harían parecer muy malvados. Si aún razonaban, no debían introducir, no sólo como vengador, sino también como árbitro de las peleas y de los conflictos domésticos, a un extraño al cual incluso los reticentes tenían que obedecer. Y disputaban sobre la manera más fácil de mantener lejos de sus vidas a criaturas de tal soberbia y codicia, si por casualidad (y lo habrían hecho) hubieran empezado a hacerse molestas. Añadían que grande sería el daño y de seguro digno de reproche, si las privadas ofensas de los malvados ciudadanos pusieran en peligro la patria y si sufrieran ofensas tales como para tener que llorar también ellos en las desgracias de los conciudadanos y de la propia vergüenza.

Suplicaban, en fin, que se abstuvieran del odio; y de hecho preanunciaban que, a causa de las desgracias nacidas del odio, se produciría la ruina de la patria y la catástrofe total. Prevaleció sin embargo la opinión de los más astutos y de aquellos que estaban convencidos de que era mejor vengar las ofensas en cualquier caso. Por ello, sin tener consideración por los ancianos, por medio de embajadores hicieron venir desde tierras lejanas a la nutria. La alimaña, por su naturaleza feroz y casi agotada por el hambre, apenas se percató de haber llegado a un país muy rico, dio gracias a los dioses por haberla colmado de forma inesperada con tantos dones, fue a ver a la serpiente y con ella dividió el poder y estableció esta ley: «Gobierne la serpiente sobre las ranas, la nutria sobre los pececillos».

Una vez sancionada la ley, los crueles soberanos de malditas fauces arreciaron con intolerable arrogancia y odiosa violencia sobre los individuos de cada uno de los grupos. Ciudadanos honestos y valientes, por motivos desconocidos eran degollados. Nadie tenía un bien que pudiera considerar suyo a la larga. Estaban, en fin, afligidos por tantos males que se veían obligados a llorar tanto sus desgracias como las de los conciudadanos rivales. Sumergidos en tanta desgracia no les aliviaba la esperanza de una mejor fortuna; y los tiranos se hacían cada día más déspotas y crueles.

Los infelices no sabían a quién dirigirse, excepto a aquellos ancianos que destacaban ante sus ojos por sabiduría y prudencia. Y ya cada cual estaba dispuesto a soportar cualquier cosa de los demás, con tal de no asistir a la espantosa aniquilación de los mejores ciudadanos y de las familias más ilustres. Pero los ancianos a los que no se había escuchado cuando se les consultó en tiempos de prosperidad (incluso los ancianos insensatos, en el desconcierto general, estaban rodeados de una multitud de gente que suplicaba, incluidos los dignos y los intrépidos) susurraban dudosos que ellos habían vivido bastante para la vida y para la gloria y que no podían proporcionar ayuda en las adversidades, después de haber sido ignorados en la buena suerte. Por lo que volvieron a enviar a la multitud a aquellos astutos, por obra de los cuales se habían desatendido sus óptimos consejos.

Al final, requeridos por los hijos y por las esposas, y solicitados con grandes ruegos de ayuda y de perdón, los ancianos se convencieron de colaborar con la patria en peligro y en dificultades, si aquella masa indómita les escuchaba y obedecía a sus palabras.

La multitud juró que respetaría siempre a estos padres como divinidades, ya que comprendía que ellos tenían sabiduría y capacidad de prever el curso de los acontecimientos futuros; por ello, les seguirían siempre con devoción y respeto y jamás violarían sus mandamientos.

Los ancianos quedaron satisfechos; preocupados entonces por la presente situación, pretendieron en primer lugar volver a tener el favor y la benevolencia que una vez tuvieron. Era éste el único modo de poder recuperar y conservar la salvación y la integridad de la patria. La concordia de los ciudadanos era el medio más adecuado para alejar y derrocar cualquier tiranía. Discutieron largo tiempo sobre esta proposición y les exhortaron a estrechar pactos de amistad. Y todos, desde el momento en que la amargura de la fortuna les había hecho humildes y apacibles, obedecieron. Por lo tanto, cesado el odio, ya que el asunto no se podía de ninguna manera resolver con la violencia, trataron de alejar de sus vidas a tan crueles tiranos con la inteligencia y la razón. Algunos superiores de los pececillos, que eran muy hábiles en elocuencia, aprovecharon la ocasión en la que la nutria tenía un ánimo más conciliador y le dirigieron este discurso:

—Damos gracias a los dioses y sobre todo a ti, justísimo príncipe, y obligadamente nos congratulamos con tu virtud y con nuestra fortuna, ya que en nuestro Estado hemos logrado que se contuviera la antigua insolencia de la plebe y la ilimitada libertad de crear desórdenes gracias a ti, que has puesto el freno.

»De hecho, nosotros creíamos que aquella arrogancia, de la cual, por exceso de libertad, se vanagloriaba la plebe de los pececillos, se iba a hacer justamente odiosa a los dioses; y nadie era tan insensato como para no ver que su inconstante naturaleza, fácilmente propensa al placer, traería perjuicios a la patria. Tú, oh, santo príncipe, has evitado la desgracia que estaba a punto de caer sobre esta gente. Y has pensado que no formaban parte del Estado esos ciudadanos que pasaban todo el día entre bromas y frivolidades; y santamente has introducido parsimonia, castigando a los pródigos y a los soberbios, y la modestia, sancionando a los más viles.

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Efigie de L.B. Alberti, Piazzale degli Uffizi, Florencia.

»Por este motivo, al haber tú dado a la república la integridad y el ejemplo, nunca, por las obligaciones de gratitud hacia ti y por nuestro bien, dejaremos de rogar a los dioses, para que tu poder sobre nosotros permanezca tan duradero y sólido como sea posible, pues tus leyes nos han hecho más civilizados. Y, de hecho, si bien todos expresan la convicción de que tú eres el mejor de los príncipes posibles y que la salvación de los súbditos está toda en tus manos, ocurre a veces que nos permitimos pensar en el bienestar de los pececillos. Consideramos que esto puede aportar alabanza y beneficio. Si la serpiente, consciente de tu poder (que tengáis el bien y la fortuna), se dejara superar en justicia y humanidad por ti, cosa que no quiere, por poder, prestigio y fuerza, desde luego, a nuestro juicio, no podría añadirse nada a la felicidad de esta provincia. De hecho, si es feliz aquel Estado regido por leyes óptimas y estables y por apacibles constituciones, mucho más feliz es aquel en el que la humanidad, la suavidad y la benignidad de los gobernantes están templadas por una cierta severidad.

»Cuando se dan, oh, óptimo príncipe, situaciones diversas y, si te conocemos bien, contrarias a tu voluntad; cuando las óptimas leyes son violadas por aquellos que tienen que tutelar el derecho; cuando el que en primer lugar debería practicar la piedad es menos devoto de lo lícito; oh rey nuestro, re rogamos que escuches con clemencia las palabras que, aunque muy a nuestro pesar, te dirigimos. No es justo que un rey solícito y atento, que todas las gentes alaban con admiración como único, ignore un solo detalle de cuanto ocurre a sus súbditos. Luego hemos considerado obligado hacerlo, desde el momento en que nosotros mismos nos hemos puesto en tus manos.

»Estos son nuestros problemas: ocurre que en tu reino (que los dioses colmen de bien) las normas fijadas por la suerte o por las leyes (diría bajo tu paz, con tu suave paciencia), oh príncipe benigno, por la ajena, por decirlo así, desconsiderada libertad, son transgredidas injustamente y, si no nos engañamos, ampliamente. Y no querríamos (los dioses son testigos) hacer, admitiendo que pudiéramos, a nadie impopular o, en definitiva, entre tantas desgracias, pasar en silencio por la inicua suerte común son llorar y sin que nos sea posible elevar una protesta hacia ti, templadísimo príncipe. Sabemos que deben aceptarse con paciencia, como se dice, las iniciativas de los príncipes hacia los ínfimos y débiles súbditos y con la aceptación dejar claro que hemos aprendido a obedecer a los superiores. Pero, aunque deseosos de obedecer sin reservas, nos vemos obligados a lamentarnos, al no comprender los motivos de nuestro destino, cuando esa serpiente trata de atraparnos cuando huimos, porque comprende que tu reino no vacila de ningún modo. ¡Oh desgracia! No puedo contener las lágrimas: desde que la serpiente tomó el poder no hay un solo día sin crueldad.

»Cosa indigna, contraria a las ordenanzas de los antepasados y a las leyes del santo poder: las ranas son atormentadas por su príncipe, oprimidas, masacradas. No tienen ningún valor para un príncipe airado las oraciones y las lágrimas de los afligidos; a las infelices ranas no se las deja ningún refugio donde encontrar un poco de tregua en la matanza, ¡ni en el suyo, ni en otro país! Esa soberbia, inexorable, ardiente de ira y de furor las persigue, con un rostro, oh buenos dioses, terrible; desordena, perturba todas las cosas públicas y privadas; por doquier el príncipe lleva a cabo atroces crímenes; llegan a los oídos frecuentes y repugnantes los gemidos de los ciudadanos más reconocidos y de los moribundos. Y esto no sin nuestra ruina.

»De hecho, si algún seguidor de tu partido y de ti declara que estos hechos son contrarios a la ley, inmediatamente es castigado por esa energúmena que jura perseguir con el mismo odio también a ti, oh príncipe nuestro, si en algo le molestas. Aterrados por este espectáculo nosotros, ya sea por un sentido de humanidad, sea también calculando nuestros perjuicios, como es justo, estamos convencidos de estar en peligro y junto a las ranas, nuestras infelicísimas conciudadanas, huimos a la vista de esa loca.

»¿Y qué ayuda y consuelo podemos llevarles? ¿Tenemos algún recurso? En tantos males nos alivia solo que los dioses nos han dado un refugio en el que colocar nuestra salvación: sea por necesidad, sea por tu benignidad osamos recurrir a ti, príncipe piadoso; y en nombre de la antigua costumbre por la que estamos unidos a las ranas en una patria común, te pedimos que salves, como puedas, a esas inocentes de tantas desgracias y te ocupes oportunamente de nuestros males, si bien nosotros somos felices si tú estás bien, y no dudamos en confiarte no solo la fortuna y el bien de sus súbditos, sino también el resto.

»Pero incluso dejando a un lado nuestros males, que desde luego ni pequeños ni escasos recibimos de la serpiente cada día, pensamos que no se debe descuidar este detalle: el mal se ha ampliado y difundido más de lo que se pueda, con paciencia y sin tu daño, soportar. De hecho, sin contar el resto que en tu sagacidad verás y examinarás bien, ¿cuántos daños piensas, oh príncipe, que se derivarán por la crueldad de uno solo?

»En efecto, nadie está seguro ante la loca violencia de ella; por tanto, abandonados los bienes domésticos y toda la familia, nos vemos obligados por su crueldad y por su locura a huir y escondernos a cada momento en los desiertos y estériles ríos; y tenemos que abandonar de repente incluso el cuidado de nuestra prole.

»En consecuencia, ya que las partes de tu reino son menores de cuanto es justo y son menos tranquilas y pacíficas de lo que tú desearías en tu justicia y piedad, estas se hacen cada día menos florecientes y pobladas de lo que a ti, óptimo príncipe, te corresponde.

»Nadie duda ya que si con tu sabiduría (cosa que esperamos) no pones freno a esta desgracia, la situación llegará en breve a un punto tal que, demolidas las familias y en definitiva puestos en peligro los patrimonios, la sociedad estará totalmente trastornada y destruida. El pueblo debe vivir en la quietud y en la paz en una ciudad alegre y famosa por el gran número de habitantes. Y si tú confías en quien da consejos justos, no aceptarás ciertamente con resignación que tu autoridad, tu dignidad, la fortuna de tu poder sean disminuidos por la insolencia ajena. Y si recuerdas en tu sabiduría a aquellos reyes, los cuales no castigaron, aun pudiendo, la arrogancia, la impiedad, el arbitrio, o no los han alejado de sus súbditos, han sido juzgados por las personas honestas como miedosos y débiles; porque sabemos que careces de estos dos defectos no negarás que es tu tarea, como creemos, evitar que se juzgue no honorable tu modo de gobernar.

»Todos te admiran, oh, rey nuestro, porque eres pío y justo y amante de la paz, de la tranquilidad y de la calma y te tributan grandes honores; no hay ninguna cualidad que sirva para formar a un perfecto gobernante que no te se reconocida, a excepción de un solo detalle que no se corresponde con tus admirables cualidades: consentir que la serpiente loca y despiadada, que no escucha los ruegos y las lágrimas y no respeta el derecho ni a los dioses, que siga arreciando para tu mal, en contraste con tu virtud y tu sabiduría en el gobernar.

»Quizá algunos, confiando en tu fuerza y en tu magnanimidad, piden pruebas más comprometidas que las que nosotros, tímidos y aterrados, osamos suplicar; ellos alegan estos motivos y muchos otros sacrosantos y honestos te ruegan que no permitas que ella, que te desprecia a ti y a los comunes vínculos, mientras sea tan violenta, sea llamada con el mismo santo nombre, copartícipe del sagrado poder. Pero nosotros no rechazamos tenerla como rey, si tú así lo decides; y estamos dispuestos a respetarla como afín a los dioses casi como hacemos contigo, si su poder se hace apacible y legítimo. Si bien, ¿quién podría pensar que las razones de este príncipe tienen honesto fundamento y que él es digno de las prerrogativas del mando, si es arrogante con los suyos, soberbio con los extraños, injusto, despiadado y cruel? Ya que hemos decidido hablar por un compromiso moral y no para discutir de la vida y del comportamiento de cualquiera, retomamos la discusión desde su punto inicial.

»En ti, oh, sabio príncipe, está puesta toda la esperanza de las beneméritas ranas y la nuestra; podemos refugiarnos solo en ti. No nos abandones, te suplicamos de nuevo, tú te ocuparás de nuestra salvación, de nuestro honor y de tu fama».

Matteo de' Pasti - Quid Tum (ca.1450, British Museum)

Matteo de’ Pasti, Quid Tum, ca.1450, British Museum, Londres.

Con esta oración los pececillos, no sin la intervención de los dioses que siempre han tenido especial aversión por la crueldad y el rigor de los príncipes, llevaron a cabo el plan orquestado por las ranas. De hecho suscitaron en la nutria tanto odio contra la serpiente que aquella, mientras los pececillos seguían perorando la causa, tenía ya el ánimo listo para la venganza.

Al mismo tiempo las ranas sobornaron a unos delatores, para denunciar a la serpiente la jactancia de muchas ranas opulentas, que rechazaban su poder y llevaban en las moradas de los pececillos una vida descarada, sin respetar mínimamente la majestad del poder y las leyes de la patria. Por esto, según el parecer de todos, se tenía que deplorar la maldad de las ranas, pero también la de los pececillos y esto debía castigarse de todos modos. De hecho, al ofrecer hospitalidad, ellos violaban las leyes y provocaban claramente un daño al Estado, ya que, al acogerles, ofrecen a los reos la posibilidad de transgredir. ¿Quién ignora que estos actos son muy graves y ofensivos hacia un príncipe tal, el más justo y respetuoso de la ley? Y se debe alabar a quien interviene con severidad de manera que los transgresores se arrepientan de tu intemperancia. Si no se ahogan la licencia de los arrogantes y la soberbia de los insolentes, si en definitiva las inclinaciones de los ciudadanos rebeldes ante cualquier disciplina, sus desmedidas pasiones, sus ardientes apetitos, no se frenan con la severidad y el miedo, ocurrirá sin duda que, al declinar la fuerza del poder, todo el Estado se desmoronará.

Hay que ocuparse por tanto no sólo de la salvación, sino de la dignidad, de la fama, de la grandeza del Estado; y es justo además que, por su deber para con sus conciudadanos, un príncipe se preocupe de que los malvados no osen transgredir y que los demás imiten a aquel que ha quedado impune. Un príncipe debe ser constante y fuerte en la vigilancia; y debe por ello evitar la permisividad, para no parecer un custodio vago, desganado, y poco celoso de sus cosas. La diligencia de un príncipe se aprecia como nunca, por lo que él se enorgullece y se esfuerza para que sus súbditos, equivocándose menos, se hagan cada vez más dignos de aprobación. Y esto puede muy bien ocurrir si él se comporta de manera que los reos se arrepientan de sus crímenes y los inocentes se complazcan con las alabanzas y los premios de la virtud.

No se debe tolerar la irresponsable supremacía de la masa; este estado de cosas ha inducido a los ociosos a creer que el poder está en la ostentación, en la jactancia, en las vestiduras llamativas y en el vagar por la ciudad, en el no temer las leyes, en el despreciar las órdenes de los príncipes. Como consecuencia de ello han sido arrinconadas las artes de la laboriosidad y las otras actividades públicas y privadas y se han sacrificado sólo al fasto, por lo que día tras día, a causa del ocio y de la soberbia, el poder se ha hecho frágil e inconsistente.

No debe admitirse por tanto que los súbditos levanten tanto la cabeza hasta gritar por todos lados y que sean aplastados por una injusta servidumbre o juren que no faltarán los vengadores de la libertad, si se presentara la ocasión. Osan saludar a la nutria como al único rey amigo del pueblo y maldecir a la serpiente sin vergüenza alguna. Si tiene bien claras sus responsabilidades, si no olvida sus virtudes y reflexiona atentamente sobre lo que se le dice, ciertamente tendrá que aceptar que en este asunto tiene el obligado papel del sancionador. Y debe actuar con severidad ejemplar ora hacia uno, ora hacia otro, para acostumbrar a la multitud presa del miedo a la obediencia de las leyes y al temor del príncipe. Las ranas que están en la orilla esperando la orden del príncipe, siempre serán consideradas conformes a su voluntad; aquellas que por el contrario, fugitivas y obstinadas, prefieren por un ambicioso proyecto vivir en otra región que no sea la propia, aquellas que hayan abandonado a los hijos y a los castigados por no obedecer al príncipe, aquellas que acarrean gravísimo daño al Estado, deben ser sancionadas con cualquier clase de castigo.

Después de tales insinuaciones, la serpiente, por naturaleza propensa a la ira, encendida de irrefrenable furia, prorrumpió en una cólera tan grande que con un espantoso juramento gritó, llamando como testigos a los dioses del cielo y del infierno, que todos eran culpables y que se vengaría severamente del poder abatido. Y llegó incluso a realizar imprevistas incursiones en todos los recovecos de aquel lago, sondeando, desbaratando, ensuciando todo a su paso. Entretanto había llegado al lago el otro rey, la nutria, que por el precedente discurso se mostraba muy agitada. Al percatarse del gran desorden y viendo que la masa de los pececillos estaba preocupada (habían acordado de hecho fingir un gran miedo), presa de una ira sin límites se lanzó al lago y con todas sus fuerzas asaltó a la serpiente. Esta, dado que el lago le parecía desfavorable para el combate, salió fuera de él y reptó hasta un lugar seco. La otra la persiguió mordiéndole: en los campos cercanos se desarrolló la batalla entre aquellos reyes.

Los pececillos y las ranas esperan aterrorizados el resultado de la refriega, haciendo votos de silencio. Aquellas combaten con espantosa energía; y este fue el final de la contienda, que, parece, fue decidido por los dioses eliminar a los dos cruelísimos tiranos. La nutria aferró a la serpiente por la garganta; en respuesta la serpiente, con muchas mordeduras venenosas, laceró la garganta de la nutria y murió estrangulando entre sus espiras a la otra que moría.

Primero las ranas, alborotando en el espectáculo, gritaron: «Viva el rey»; los pececillos aprendieron a interpretar como juego aquella especie de duelo que había enfrentado a los reyes en el lago; durante todo el resto de su existencia recuperaron la antigua y del todo libre conducta de vida. Y, en lo que les resulta posible, conservan hasta hoy esta costumbre sin violarla nunca; y cantan en sus versos que la libertad sin demasiadas reglas es, según el uso heredado de los padres, más útil que una camuflada servidumbre.

Me siento feliz si con esta fábula he proporcionado placer al lector; sin duda, si no me equivoco, he presentado muchos elementos útiles para gobernar el Estado.

Cit. Cuentos del Renacimiento italianotrad. Elena Martínez, Gadir, 2012, pp. 79-100.

Palais de Justice /// José Ángel Valente

Filtración de lo gris en el gris. Estratos, cúmulos, estalactitas. Grandes capas de mierda sobre grandes capas de mierda, y así de generación en generación. París. Cuánto tiempo te hemos amado bajo los puentes donde ninguno habíamos estado. Cae la luz en el gris, variación de lo gris en el gris. París no ha existido probablemente nunca. En todo caso no existe en la actualidad. ¿Qué actualidad? Sería inútil precisarlo. Tampoco la actualidad es cosa que tenga natural existencia. Aquí no existe nada ni nadie más que el sumergido rumor de la mierda de los siglos surcada por ejércitos de ratas. Hay lugares donde la mierda se arremolina a poco de la caída de la tarde. St. Michel, Montparnasse. La Sena, conspicua madre, perpetua y transitoria, se lleva infatigablemente la ciudad a lomos y a nosotros con ella. ¿Qué extraño amor ha convocado aquí de antiguo a los mortales? Bajo los puentes nos hemos encontrado, nos hemos reconocido, hemos partido otra vez. No, no es éste el lugar. Fatiga. Ahora se siente la fatiga. He dormido cuarenta y ocho horas bajo la persistencia de la fiebre. Quizá desde la infancia no había vuelto a tener tanta fiebre ni tan hondo sopor. Volví a sentir el cuerpo como entonces, con una casi grata sensación de deslizamiento. Después ya iba, sin poder evitarlo, por las calles de una primavera hosca, fría, gris. Ningún encuentro era realmente posible ni necesario. Fatiga. Fatiga irremediable del otro. El otro aparece, desaparece, hace señales, vuelve a aparecer. El otro se disuelve a sí mismo en lo gris. Es una trampa. Reaparecerá, porque reaparece siempre, en el momento justo del homicidio. El otro siente en definitiva la angustia de su indeterminación. El asesinato sería, pues, un deber moral. Nous ne sommes pas si pleins de mal comme d’inanité. Fiebre. Deslizamiento sin fin al que ya no tiene acceso la voluntad. Podría arrastrarnos el río, la río, la Sena maternal, como arrastra a los ahogados del otoño sin que ya los alcancen las largas pértigas de los salvadores tardíos. Fiebre. Combates tú con sucesivas imágenes de ti mismo. Cada una de ellas desea en definitiva fijarte, hacerte decir: soy yo. Pero sólo podrías hacerlo por pura convención. La identidad no es más que una mera convención, el acto innecesario de decir en falso ante cualquiera de las imágenes de sí: soy yo. Una convención en la que creen encontrar existencia infinidad de seres que no son. Disolverse en la fiebre, en la no imagen, en el magma de imágenes que se devoran porque ninguna es. Torbellino de imágenes en perpetua cohabitación. La fiebre dejaba lacio el cuerpo como después de un prolongado orgasmo. Volver a la superficie: ¿para qué? Y, sin embargo, ahora caminabas por las calles de esta ciudad conspicua a la que en nada perteneces. Lugar de reiterada ausencia. Falta aflictivamente la luz, no hay luz. Esta ciudad es el recuerdo de cosas escritas que ya eran un recuerdo de otras cosas escritas cuando fueron escritas a su vez. Je fais ce que je peux, dijo el agonizante distinguido de la rue de Varenne, poco antes de expirar. Coronado de mierda. La mierda de la historia y de la muerte. La mierda subterránea de esta ciudad oscura y no existente. París, cuánto te hemos amado. Si de algún modo hubieras existido, habrías hecho menos posible nuestro amor. Ahora no dirás que no hemos acudido a la cita, que no hemos sido pasto de tu voracidad. Gare de Lyon, en el buffet antiguo. El cuadro de Billotte sobre la escalera que desciende a las vías representa el puente de Alejandro III y los Palacios de la Exposición de 1900 que recuerdan a San Marcos de Venecia. Déjame, pues, deshojar aquí una rosa de estaño para pagar el precio de la ausencia. No tengo don de lágrimas, pensé. El viajero vertió los posos del café en el platillo blanco. Los signos eran evidentes. No volvería a dar a los dioses, se dijo, una nueva oportunidad.

 

Cit. José Ángel Valente, Palais de Justice (prólogo de Andrés Sánchez Robayna), Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014, pp. 15-17.

Tzvetan Todorov, un humanista /// André Comte-Spontville (2018)

France - "Ce Soir ou Jamais" - TV Set

Tzvetan Todorov

¿Cómo hablar de un amigo tan cercano, al que tanto quería? Quizá contando, con la mayor objetividad posible, lo que percibí subjetivamente de él. Tzvetan no solo era el amigo más fascinante. Era —me di cuenta muy pronto— el hombre más maravilloso con el que me he relacionado nunca: el más culto (y no solo porque hablara cinco lenguas), el más sencillo, el más atento, el más dulce, el más encantador, el más cariñoso (especialmente con sus hijos) y también uno de los más inteligentes, de los más sinceros y de los más lúcidos. Así que sus cualidades eran muchas, y poco frecuentes en los círculos intelectuales. ¿Están también sus textos? A menudo sí, en concreto las más cerebrales. Pero no todas, o no siempre, o no tanto como nos gustaría, especialmente cuando se trata de las cualidades más íntimas o afectivas. ¿Cómo es posible? Un artista quizá lo habría logrado, pero Tzvetan nunca se consideró artista. Por lo demás, no escribía para que lo conocieran, ni para que lo quisieran. Era el menos narcisista de los escritores. Por mucho que admirara a Montaigne y a Rousseau, le habría resultado inconcebible «describirse», como el primero, o escribir sus Confesiones, como el segundo —en definitiva, convertirse en el objeto de sus libros—. Le interesaban demasiado los demás, o no se interesaba lo suficiente por sí mismo. Además aprendió el francés bastante tarde. Lo hablaba a la perfección (con un ligero acento, pero sin errores), aunque admitía que con su lengua de adopción no tenía la misma intimidad absoluta que con el búlgaro, su lengua materna, y sobre todo con el ruso, que aprendió muy pronto en la escuela y que seguiría siendo para él la lengua de la poesía, que tanto amaba. El francés es para él un instrumento que pone al servicio de su pensamiento; la claridad y la precisión le bastan. Sabe que, en la manera de escribir y de pensar, está más cerca de Raymond Aron (al que admira y que me descubrió) que de Camus (al que aprecia). Más inteligencia que emoción, más hechos que afectos, más conocimiento que arte. En definitiva, demasiada claridad, como estos dos autores, para que los pedantes acepten valorarlo en profundidad. Imposible que Todorov caiga en la trampa de tantos ensayistas franceses que quieren deslumbrar en lugar de iluminar, ser originales en lugar de decir la verdad y ser justos, y para conseguirlo multiplican las paradojas y los juegos de palabras, que explican, observaba sonriendo, que les cueste tanto superar la prueba de la traducción. Él, por el contrario, es uno de los autores en lengua francesa más traducidos en todo el mundo, y no por casualidad. Es uno de los más cultos (y en casi todas las ciencias humanas), uno de los más claros y uno de los más esclarecedores.

Comte Sponville

André Comte-Spontville

Resulta extraño, y se debe solo a su muerte, que yo prologue hoy a un autor tan reconocido y de bastante más edad que yo (trece años mayor). Lo contrario habría sido más normal. Cuando yo era estudiante, Todorov ya era famoso como teórico de la literatura, y estaba más de moda que ne la actualidad. Era un referente «tendencia», aunque entonces no lo llamábamos así, lo que quizá explica que en aquel momento no me apeteciera profundizar en él. No lo conocería hasta mucho después (en 1990, creo, porque preparábamos juntos un número de Lettre Internationale, que nos había encomendado su director, Antonin Liehm). Entretanto, los objetivos de investigación, incluso la metodología, del a veces llamado «Todorov II» se habían desplazado significativamente respecto del «Todorov I». Le interesan cada vez menos las estructuras y los signos, y cada vez más los individuos y el sentido. Se relaciona cada vez menos con los círculos vanguardistas (había estado muy cerca de Barthes, de Derrida, de, Tel Quel…), y recurre cada vez más a documentos de archivos y a los grandes autores del pasado. Pagó el precio mediático. Sus destacados trabajos como historiador de las ideas —y por lo tanto también como humanista más que como antropólogo, como moralista más que como semiólogo— le granjearon más éxito (más lectores en todo el mundo) y menos prestigio (en París y entre los esnobs) que dos décadas antes. Buena señal. Su juventud en Bulgaria, es decir, en un país totalitario, lo había vacunado contra la ideología, la mentira, las falsas apariencias, lo políticamente correcto (que pretende conjugar moral y política, como en los países totalitarios, pero esta vez bajo el dominio de la moral) y contra todo discurso alejado de la realidad o que mostrara, como escribía al principio de Nosotros y los otros, una «evidente disparidad» entre «el vivir y el decir», disparidad que había observado al otro lado del telón de acero y que le sorprendió volver a ver, aunque en otras formas, en tantos intelectuales parisinos de la década de 1960… Poca cosa para él. Era demasiado íntegro para aceptar este tipo de impostura, y demasiado culto para permitir que la moda o el éxito lo afectaran. Eligió a sus maestros: en un principio Bajtín y los formalistas rusos, Benveniste y Jakobson, después, y cada vez más, Montaigne y Rousseau, Montesquieu y Benjamin Constant, Paul Bénichou y Raymond Aron, Primo Levi y Vasili Grossman, Romain Gary y Germaine Tillion. Es decir, intelectuales básicamente liberales y algunos personajes discretos, amantes de la justicia y la misericordia.

También eligió claramente su bando: el de la democracia liberal y el humanismo universalista. Lo que no le impedía, como veremos en este libro, denunciar con dureza las nefastas consecuencias de la «ideología neoliberal», que quiere someterlo todo a la economía, ni lo llevaba a hacerse ilusiones sobre la humanidad. No se trata de «creer en el hombre», ni de «hacerle un panegírico». ¿Quién puede pasar por alto que somos capaces de lo peor? Pero en cualquier caso es una posibilidad entre otras, lo que confirma que podemos «actuar libremente, hacer también el bien». El humanismo de Todorov es «crítico» (en este sentido es como el equivalente en el ámbito ético del «racionalismo crítico» de Karl Popper en el ámbito del conocimiento) y a la vez «temperado». Es más una moral que una religión del hombre. Lo explica, por ejemplo, en Memoria del mal, tentación del bien. Señala que el humanismo crítico se distingue por dos características:

«La primera es el reconocimiento del horror del que son capaces los seres humanos. El humanismo, aquí, no consiste en absoluto en un culto al hombre, en general o en particular, en una fe en su noble naturaleza; no, el punto de partida son, aquí, los campos de Auschwitz y de Kolyma, la mayor prueba que se nos haya dado en este siglo del mal que el hombre puede hacer al hombre. La segunda característica es la afirmación de la posibilidad del bien. No del triunfo universal del bien, de la instauración del paraíso en la tierra, sino de un bien que lleva considerar que el hombre, en su identidad concreta e individual, es el fin último de su acción, a valorarlo y a quererlo».

Todorov2Esto nos lleva directamente a este volumen que me han pedido que prologue. Reúne «textos circunstanciales», por así decir, sobre temas muy distintos (escritores y artistas a los que Tzvetan admiraba, páginas de historia y de geopolítica, reflexiones sobre la moral o sobre ciencias humanas…) y abarca unos treinta años. Este libro es especialmente valioso porque muestra tanto la diversidad de intereses de su autor como el carácter unitario de su orientación. La profunda armonía resultante responde sin duda al pensamiento de Todorov, cuya coherencia constataremos, pero también los que para él son sus dos principales adversarios: el maniqueísmo, que quiere creer que todo el bien está en un bando y todo el mal en el otro, y el nihilismo o «relativismo radical», que pretende que no hay bien ni mal, que todo vale y todo es inútil. Lo que Tzvetan había vivido en Bulgaria en los primeros veinticuatro años de su vida le pareció cada vez más una refutación suficiente tanto del uno como del otro. Los nihilistas se equivocan, porque el mal existe, y el totalitarismo ofrece un ejemplo indiscutible (en Todorov hay una especie de moral negativa, un poco en el sentido en que hablamos de teología negativa: el bien siempre es incierto o discutible; el mal, no). Y los maniqueos también se equivocan, porque actúan como los ideólogos totalitarios: («Somos el Partido del Bien», «Quien no está con nosotros está contra nosotros», etc.) y se creen exentos de todo mal. Contra ello, nuestro humanista crítico, maestro del matiz, defiende la «moderación» de Montesquieu, la lucidez de Rousseau (de quien cita la Carta sobre la virtud: «El bien y el mal brotan de la misma fuente») y quizá sobre todo la indulgencia desilusionada —aunque no desalentada ni desalentadora— de Romain Gary. Por ejemplo, estas líneas de La Signature humaine:

«La bestia inmunda no está fuera de nosotros, en un lugar lejano, sino dentro de nosotros. Concluida la Segunda Guerra Mundial, Romain Gary, que había luchado contra Alemania como aviador, llegó a esta conclusión: «Lo que hay de criminal en el alemán es el hombre». Tiempo después añadía: «Se dice que lo que el nazismo tiene de horrible es su lado inhumano. Sí. Pero es preciso rendirse ante la evidencia de que ese lado inhumano forma parte del humano. Mientras no admitamos que la inhumanidad es algo humano, seguiremos en la mentira piadosa» […] Por eso nunca conseguiremos librar a los seres humanos del mal. Nuestra única esperanza no es erradicarlo definitivamente, sino intentar entenderlo, limitarlo y domesticarlo, admitiendo que también está presente en nosotros».

Romain Gary

Romain Gary

«Banalidad del mal», como decía Hannah Arendt; «fragilidad del bien», añade Todorov (es el título de un libro suyo dedicado a la «salvación de los judíos búlgaros»). Retoma el tema en varios artículos aquí reunidos. No hay ni monstruos ni superhombres. Solo hay seres humanos, todos imperfectos, todos falibles, pero no por ello iguales (son iguales «en derechos y dignidad», pero no en hechos y en valor). La experiencia de los campos de concentración lo confirma. La moral, lejos de desaparecer, como creyeron algunos, o mejor, aunque a veces desaparece, no se pone de manifiesto, pese a que subsiste o resiste, solo que de forma más espectacular, ya sea como «virtudes heroicas» (poder, valor, principios…), o con mayor frecuencia como virtudes cotidianas (dignidad, preocupación por los demás, compasión, bondad…). Hobbes se equivoca. No es cierto que el hombre sea un lobo para el hombre, o no es más que una posibilidad, en absoluto una necesidad. La «fragilidad del bien» no impide lo que Todorov llama su «banalidad». En el mundo hay «muchos más actos de bondad de los que admite la «moral tradicional», que ha tendido a valorar lo excepcional, cuando de lo que se trata es de nuestra vida cotidiana». Nueva impugnación del nihilismo, aunque esta vez positiva.

Hannah Arendt

Hannah Arendt

Según Todorov, estas virtudes cotidianas son más frecuentes en las mujeres que en los hombres, y estaban mucho más desarrolladas en Tzvetan que en la mayoría de sus homólogos masculinos. Digamos que supo desarrollar hasta un punto poco frecuente su parte femenina —sin ser en absoluto afeminado—, y esto explicaba en cierta medida su su sorprendente poder de seducción, que respondía a su delicadeza, su sutileza y su sensibilidad, a las que se añadía su no dejarse engañar por las ideas —que sin embargo conocía mejor que nadie— y preferir siempre a las personas singulares y concretas, frágiles y cambiantes. Podríamos resumir estas observaciones diciendo que Tzvetan era lo contrario de un gañán o un machista, es evidente, pero seguramente sería un error considerar que se trata solo de un rasgo de su carácter. Todorov, al que le gustaba tanto Romain Gary, por lo demás un hombre rodeado de mujeres y un luchador heroico, compartía con él lo que yo llamaría un feminismo normativo, es decir, no solo la exigencia de igualdad entre hombres y mujeres, que debería ser obvia, sino también la idea de que los valores son en cierto sentido «sexuados», como la humanidad, y que en esta bipolaridad la feminidad desempeña el papel más positivo. Lo leeréis en un artículo de este libro, pero no me resisto al placer de citar por extenso, para enlazar sus pensamientos, los comentarios que el ensayista hace del novelista:

«En la raíz de muchos males, Gary ve una masculinidad pervertida, lo que llamamos machismo, «las ganas de ir de duro, de auténtico, de tatuado». Lo ve en el comportamiento irascible de los conductores, en los elogios del heroísmo, en los conflictos entre jefes de Estado, en la mitología estadounidense del triunfador, del vencedor, creada por Jack London, Fitzgerald y Hemingway, en el culto al éxito, en la fascinación por el poder y en el elogio de Don Juan: «Cojones, sólo cojones». La reacción de Gary: «Me desentiendo cada vez más de todos los valores llamados masculinos». O en otro estilo: «La mierda en la que todos nadamos es una mierda masculina».

»Por eso no sorprende que el valor que reivindica sea la feminidad, en lo que tiene de vulnerable y al mismo tiempo de compasivo. Espera «desarrollar esa parte de feminidad que todo hombre posee, si es capaz de amar» y constata: «Lo primero que se nos pasa por la cabeza cuando hablamos de civilización es cierta dulzura, cierta ternura maternal». O también: «Todos los valores de la civilización son valores femeninos […] El hombre —es decir, la civilización— empieza en las relaciones del niño con su madre»».

Todorov1De ahí cierta proximidad de nuestros dos ateos o agnósticos con el espíritu de los Evangelios (Gary, citado por Todorov: «Por primera vez en la historia de Occidente, una luz de feminidad iluminaba el mundo»), y a veces una gran severidad con la mentalidad de su tiempo. A Tzvetan le horrorizaba la violencia, la vulgaridad y la agresividad. Se notaba tanto en su comportamiento cotidiano como en sus textos (no le interesaba la polémica), y tampoco era ajeno a sus posicionamientos políticos. Era todo lo contrario de un belicista y de un «neoconservador». Apasionado defensor de la democracia liberal y de los derechos humanos, era muy hostil a toda voluntad de exportarlos por la fuerza. No le gustan ni el presunto «derecho de injerencia» ni las guerras supuestamente «humanitarias». Lo explica también en varios artículos de este libro. Pero esto, que tiene que ver con la geopolítica, también forma parte de su concepción de la moral.

A nuestro humanista «desarraigado», como él decía, no le atraen nada el nacionalismo, la guerra, las cruzadas y la buena conciencia. Desconfía de los Estados, de las multitudes, de los grupos e incluso de las abstracciones. Explica que la moral, aunque de contenido universal, «solo puede vivirse en primera persona» (lo que la diferencia del moralismo), y solo en beneficio de individuos que también son singulares (lo que la diferencia de la ideología). «Estar dispuesto a pagar con tu vida para que venzan tus ideas no es en sí mismo una virtud moral». Muchos fanáticos son capaces de hacerlo, fanáticos que «asesinan para que no se asesine más». En el fondo, Todorov solo cree en los individuos, que solo existen en función de las relaciones que establecen entre ellos, sin las cuales no serían nada (toda subjetividad es intersubjetividad; el humanismo es un individualismo relacional, y por lo tanto lo contrario del solipsismo). Se toma la moral en serio, tanto «frente a lo extremo» como en las circunstancias más corrientes de la vida «personal y subjetiva», porque siempre consta de «dos elementos: yo, a quien pido, y otro, al que doy», por lo que «la forma más breve de enunciarla» sería: «Solo exigirse a uno mismo, y solo ofrecer a los demás». Esto no es razón para renunciar a la propia felicidad. Tzvetan, que nada tenía de asceta, cree más en los «placeres» de la bondad (cuyo mejor ejemplo era para él su madre) que en la austeridad del «deber» (oposición que toma prestada de Rousseau). Sencillamente, la felicidad no siempre es posible; la bondad o la compasión, sí. Nadie está obligado a ser un héroe, ni está autorizado a hacer lo peor, ni está eximido de hacer al menos un poco de bien cuando le es posible.

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Merece la pena mencionar los magníficos libros que Todorov dedicó a la pintura: Elogio del individuo (sobre pintura flamenca del Renacimiento), Elogio de lo cotidiano (sobre los pintores holandeses del siglo XVIII), La pintura de la Ilustración (sobre Watteau, Goya y otros pintores)… Estos tres títulos dicen algo esencial sobre el hombre que era, dotado para la vida y la amistad, y también sobre su pensamiento: primacía del individuo y de la vida cotidiana, pero abiertos —por autonomía de la razón— a lo universal. Encontraremos ecos de ello en algunas de las páginas siguientes, así como de su amor a la música y, por supuesto, a la literatura. Observaremos que los contemporáneos están muy presentes. Tzvetan, a menudo reticente frente a algunas aberraciones del arte llamado «contemporáneo» (en especial de las artes plásticas), no se encerraba en la nostalgia. Por el contrario, estaba muy abierto a los artistas de su tiempo (algunos de sus mejores amigos eran pintores o escultores) cuando encontraba en ellos cosas que admirar, sobre las que reflexionar («la pintura piensa», escribió) y con las que emocionarse. De ahí varios de los textos reunidos en este libro, ejercicios de admiración tan generosos como estimulantes. Todorov, lector incansable, experto melómano y apasionado de la pintura, desconfiaba tanto del arte presuntamente «vanguardista» («que da resueltamente la espalda a las tradiciones y quiere ir en paralelo con la revolución política») como del «presentismo», que olvida el pasado, y del «pasadismo», que sacrifica el presente y el futuro. Era su manera de ser moderno, y era la correcta.

Cub_Leer-y-vivir_rus_dilve«Discípulo de la Ilustración», como él mismo decía, pero consciente de sus sombras, y por lo tanto de sus límites y de sus posibles derivas, Todorov lanza sobre nuestra época, que nos ayuda a entender, una mirada penetrante y amplia, crítica y tonificante, informada y tranquila. Se muestra «responsable» en lugar de pacifista, y equilibrado en lugar de maniqueo. Al menos en estas cualidades sus libros se parecen a él, y encontraremos estas cualidades en el presente volumen. Tzvetan, a diferencia de muchos otros autores más famosos que él, no era ni un presuntuoso ni un charlatán. Era un suave intransigente, un intelectual lúcido (desgraciadamente, la expresión no es un pleonasmo), un erudito humilde, un investigador enciclopedista y pedagogo (un «contrabandista», decía él), un humanista sin ilusiones y un ciudadano del mundo, moderado y exigente. Por eso es tan importante leerlo: nos hace más inteligentes, más humildes y más críticos, más conscientes de la complejidad del mundo y de nuestra condición trágica.

Leerlo no consolará a los que lo quisieron de haberlo perdido, pero nos ayudará a todos a vivir un poco mejor, o un poco menos mal, y es todo lo que podemos pedirle a un libro.

 

Tzvetan Todorov, Leer y vivir, trad. Noemí Sobregués, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2018, pp. 13-21.

«Simplificar la escritura desapareciendo» /// Ingmar Bergman (1968)

«Involucrado. En contacto permanente con estas tres personas que yo me imagino y que se mueven por mi conciencia. No me dejan, me visitan sin cesar en esta soledad. Para librarme de ellos más que nada he escrito unas escenas posibles, el drama que es posible que interpretemos juntos. Yo no soy escritor. Soy ignorante de las leyes en las que se basa un drama. He escrito para llenar mi soledad con algo vivo. Soy consciente de que esto no será un relato de Elis y Eva Vergerus ni de Anna Froman. Resultará un relato de mí mismo. Ellos visten mi ropa, piensas mis pensamientos, viven mi vida, sueñan mis sueños. Todo el tiempo vuelven hacia mí esos rostros impenetrables, esos ojos extraños, esos cuerpos inaccesibles. Sólo aquí y ahora consigo el contacto con ellos. Aquí y ahora en esta soledad y este silencio. De nada sirve. Tal vez pueda aplacar una añoranza o apagar una sed o liberarme de un sueño. Aspiro a simplificar la escritura desapareciendo. En lo sucesivo, me llamaré lisa y llanamente Andreas. No sé por qué he elegido el mismo nombre que el marido muerto de Anna; pero al final ha resultado así. A partir de ahora yo soy Yo, sin nombre, inexistente, siempre presente, ingente, sublime, todopoderoso. Esas cuatro criaturas: Andreas, Anna, Elis, Eva, se mueven en mi escenario mínimo que es este lugar aislado. Esta isla que en mis sueños se llama Tánatos.»

 

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Ingmar Bergman, por Irving Penn (1964) / The Red List

 

Cit. Ingmar Bergman, Cuaderno de trabajo (1955-1974), trad. Carmen Montes, Madrid, Nórdica, 2018, pp. 278-279. El fragmento corresponde a la fecha del 16 de julio, dos días después de su cumpleaños, hace hoy exactamente 50 años.

Por el hombre /// Acacia Uceta (1967)

Voy a cantar al hombre,
al hombre sólo.
Tapaos los oídos con cera los cobardes,
volved la espalda los indiferentes:
no callaré por eso.
No podría callar aunque me echaseis
un puñado de rosas a los ojos.
Imposible es hallar cumbre o crepúsculo
que arrasar no quisiera
por levantar del polvo a un desvalido.
Apagaría todos los luceros
por devolver a un ciego la mirada,
a un triste la esperanza,
o simplemente
por llevar un minuto de alegría
al ser más humillado de la tierra.
Sólo el hombre me importa,
sólo el hombre:
su vacío infinito,
su valentía y su temor trenzados,
su alma interrogante
azotada de siempre por la duda,
atada a una cadena de preguntas
sin posible respuesta;
su postura intermedia
entre la Nada y Dios
y su impotencia
para negar el pecho a la tristeza.
Tan sólo por el hombre,
por nosotros, hermanos, los pensantes,
los desvelados y los oprimidos,
seguiré golpeando y golpeando
en la hermética puerta clausurada;
seguiré suplicando
desde todas las voces ignoradas,
desde todos los nombres conocidos,
por los que han de venir y los que fueron,
por los niños enfermos,
por los soldados muertos,
por los muertos en el comienzo mismo de la vida,
por los triunfantes y los ajusticiados
de todas las prisiones de la tierra,
por el hombre de siempre
con su destino oscuro
abierto a los confines
lo mismo que una cruz irrevocable,
por su infancia marchita,
ensuciada por todos
sin compasión alguna a su pureza;
por su alocada juventud vencida
a golpes de renuncia y de fracaso,
por su vejez de plomo
vertiendo como alero
su mínimo caudal en el vacío…
Por esta sucesión interminable
de pasos vacilantes monte arriba,
por esta des de altura
de la que siempre fuimos rechazados,
por esta sumisión agradecida
hasta el límite mismo de la muerte,
yo vuelvo a alzar mi ruego
y vuelvo a alzar mi canto
en millones de voces repetido.
Y hablo otra vez del hombre,
de nosotros, hermanos,
en un plural abierto
sin frontera de tiempo ni de raza.
Y ahora que el ademán es aún pujante
sobre esta tierra dura que me aguarda
y bajo estas estrellas que me ignoran,
me descubro la herida,
la herida mía y nuestra,
tan vieja y tan dolida como el mundo,
a ver si la ve Dios, a ver si existe
una gota de gracia que la cure.

 

Frente a un muro de cal abrasadora, 1967.

Cit. Acacia Uceta, Poesía completa, Ediciones Vitruvio, 2014.

Baudelaire, ese murciélago /// César Vallejo (1927)

montparnasse-baudelaireEl monumento a Baudelaire es una de las piedras sepulcrales más hermosas de París, una auténtica piedra de catedral. El escultor tomó un bloque lapídeo, lo abrió en dos extremidades y modeló un compás. Tal es la osamenta del monumento. Un compás. Un avión, una de cuyas extremidades se arrastra por el suelo, a causa de su mucho tamaño, como en el albatros simbólico. La otra mitad se alza perpendicularmente a la anterior y presenta, en su parte superior, un gran murciélago de alas extendidas. Sobre este bicho, vivo y flotante, hay una gárgola, cuyo mentón saliente, vigilante y agresivo, reposa y no reposa entre las manos.

Otro escultor habría cincelado el heráldico gato del aeda, tan manoseado por los críticos. El de esta piedra hurgó más hondamente y eligió el murciélago, ese binomio zoológico —entre mamífero y pájaro—, esa imagen ética —entre luzbel y ángel—, que tan bien encarna el espíritu de Baudelaire. Porque el autor de Las flores del mal no fue el diabolismo, en el sentido católico de este vocablo, sino un diabolismo laico y simplemente humano, un natural coeficiente de rebelión e inocencia. Se rebelan solamente los niños y los ángeles. La malicia no se rebela nunca. Un viejo puede únicamente despecharse y amargurarse. Tal Voltaire. La rebelión es fruto del espíritu inocente. Y el gato lleva la malicia en todas sus patas. En cambio, el murciélago —ese ratón alado de las bóvedas, esa híbrida pieza de plafones— tiene el instinto de la altura y, al mismo tiempo, el de la sombra. Es natural del reino tenebroso y, a la vez, habitante de las cúpulas. Por su doble naturaleza de vuelo y tiniebla, posee la sabiduría en la sombra y, como en los heroísmos, practica la caída para arriba.

 

César Vallejo, Ser poeta hasta el punto de dejar de serlo. Pensamientos, apuntes, esbozos, Valencia, Pre-Textos, 2018, pp. 9-10.

El sueño /// Manuel Astur (2014)

Manuel Astur (Guillermo Gutiérrez)

Manuel Astur / ®Guillermo Gutiérrez

La gente de campo sabe muchas cosas. Se las enseñaron sus padres, quienes a su vez las aprendieron de los suyos, que también fueron aleccionados por sus progenitores, y así hasta perderse en las raíces del tiempo. No parecen grandes enseñanzas, no para el siglo XXI. Pero sí son necesarias, imprescindibles. Al menos en su mundo, que es, desde siempre, el de la humanidad.

Resulta muy sencillo deducir en qué estación estamos, casi todo el mundo puede hacerlo. Basta con fijarse, por ejemplo, en la frondosidad de las copas de los árboles, en el color de la hierba o si entre dicha hierba hay flores. Hasta un niño puede hacer una composición sobre ello y dar unos datos e indicaciones acertadas. Sin embargo, la cosa se complica a la hora de situar los puntos cardinales sin brújula o calcular la hora sin disponer de reloj. Hay que ser un poco más observador para descubrir que el sol avanza en el cielo de este a oeste —teniendo en cuenta que en verano e invierno se desplaza un poco hacia el norte y en primavera y otoño un poco hacia el sur— y utilizarlo como la manecilla de un gran reloj. Y si es de noche, saber que la Estrella Polar está al norte o que, cuando la luna tiene forma de C, sus puntas señalan hacia el este. Esto resulta, más o menos, fácil. Pero ¿qué pasa cuando está nublado y no podemos ver el sol, la luna o las estrellas? Hay que ser mucho más sensible y observador. Así, por ejemplo, la gente de campo sabe que la hierba se inclina, se acuesta, cuando está cercano el oscurecer y se levanta poco antes del amanecer. O que determinadas flores comienzan a abrirse por la mañana y se cierran cuando el día toca a su fin, mientras que otras hacen lo contrario y durante la madrugada es cuando derraman sus más delicadas fragancias. Así también con los pájaros —no ya el gallo, que, en contra de lo que se suele decir, es poco de fiar y no resulta extraño escucharlo cantar a horas absurdas—, cuya presencia y trino dependen de la estación y de la hora. Del mismo modo, un buen campesino tiene claros los puntos cardinales en todo momento sin mirar al cielo, con sólo fijarse en detalles como que el musgo, huyendo del sol, suele crecer en la cara norte de las piedras y troncos, el lado norte de las montañas es el más frío y húmedo, y donde más tiempo dura la nieve, o que los anillos de crecimiento de los troncos son ligeramente más estrechos por el lado que reciben menor cantidad de sol. Hay que saber leer el paisaje para leer el presente; saber estar en el mundo.

Del mismo modo, el cosmopolita —a estas alturas, me incluyo entre ellos—, que ha olvidado todo esto porque no lo necesita, se analiza a sí mismo día y noche para descubrir su lugar en la sociedad que es su mundo, porque él mismo y su disfraz son el reflejo del entorno. Así pues, observa y descubre otras cosas que al campesino poco interesan. Por ejemplo, reconoce su tristeza en que le cuesta levantarse más de lo normal para ir a trabajar, cualquier pequeña actividad le resulta ardua o no le apetece ver a ninguno de sus muchos amigos; deduce que está alegre porque tiene una gran vida social y ríe mucho y quiere y es querido por los demás; o concluye que algo va mal, ya que no asciende en el trabajo, su teléfono no suena o jamás le proponen planes. Esto es fácil, hasta un adolescente lo sabe. Pero ¿qué pasa cuando conoces tu sitio en la sociedad, cuando tu teléfono suena y te proponen planes y asciendes en tu trabajo y quieres y eres querido y ninguna actividad te resulta ardua, pero, aun así, sientes que está nublado, que hay algo que va mal dentro de ti y no puedes encontrar el norte? ¿Cuando tu brújula está estropeada y sólo apunta a tu triste ego? ¿Cómo orientarte en tales casos? ¿Cómo encontrar el camino? ¿Qué hacer cuando te sientes perdido sin tener razones para ello?

 

Manuel Astur, Quince días para acabar con el mundoBarcelona, Principal de los Libros, 2014, pp. 11-13.

Elegía Segunda /// Rainer M. Rilke (1912)

TODO ÁNGEL es terrible. Y no obstante, ¡ay de mí!,

yo os canto, casi letales pájaros del alma,

sabiendo lo que sois. ¿Qué fue del tiempo de Tobías,

cuando uno de los más resplandecientes se apareció ante el humilde umbral,

un poco disfrazado para el viaje y sin ser tan temible?

(Como un joven que contempla a otro, lo miraba con curiosidad.)

Si ahora el peligroso arcángel, desde detrás de las estrellas

con sólo dar un paso descendiese hasta aquí,

de un vuelco nuestro propio corazón nos mataría. ¿Quiénes sois?

*

Tempranas perfecciones, vosotros, los mimados de la creación,

crestas elevadas, arreboladas cimas aurorales

de todo lo creado, polen de la divinidad en flor,

articulaciones de luz, pasadizos, escalas, tronos,

espacios de esencia, escudos de felicidad, tumultos

de un sentimiento tormentosamente arrebatado, y de pronto,

solitarios, espejos: que la propia belleza que irradian

la recogen de nuevo en propio rostro.

*

Porque sentir para nosotros es, ¡ay!, desvanecerse,

exhalamos nuestro ser; de ascua en ascua

despedimos cada vez un aroma más tenue. Tal vez alguien nos diga:

Sí, has entrado en mi sangre, la primavera y este cuarto

se han llenado de ti.. ¡de qué nos serviría!, no puede retenernos,

desaparecemos en él y en torno a él. Y a ésos que son bellos,

¡ay!, ¿quién los retendrá? Sin cesar la apariencia

se disipa su rostro. Como el rocío de la hierba matutina

lo nuestro asciende de nosotros, como el calor de un plato

ardiente. ¡Oh, la sonrisa!, ¿adónde? ¡Oh, mirada a lo alto!:

nueva, huidiza y cálida ola del corazón;

¡ay de mí!: somos, no obstante, eso. ¿El universo en que nos disolvemos

sabe a nosotros? ¿Recogen los ángeles

sólo lo suyo realmente, lo que emana de ellos

o hay también en ellos, como por descuido, un poco

de nuestro ser? ¿Estamos solamente mezclados con sus rasgos

como esa vaguedad que hay en el rostro

de una mujer encinta? Ellos no lo notan en el torbellino

de su vuelta a sí mismos. (¡Cómo iban a notarlo!)

*

Los amantes podrían, si lo comprendiesen,

decirse maravillas en el aire nocturno. Pues parece

que todo nos esconde. Mira, los árboles son, las casas

que habitamos existen todavía. Sólo nosotros pasamos

por delante de todo como un aire que cambia.

Y todo coincide en silenciarnos, en parte por vergüenza,

en parte, quizá, por una esperanza inexpresable.

*

A vosotros, amantes que uno a otro os bastáis,

yo os pregunto por nosotros. Os tocáis. ¿Tenéis pruebas?

Ved, a mí me ocurre que mis manos se percatan

la una de la otra, o que mi rostro fatigado

se refugie en ellas. Esto me da la sensación,

un poco, de mí mismo. ¿Quién, sin embargo, se atrevería por ello a ser?

Pero vosotros que os crecéis en el éxtasis del otro

hasta que él, abrumado, os suplica:

¡no más!; vosotros, los que bajo vuestras manos

os hacéis tan abundantes como los años de vendimia;

vosotros que a veces desaparecéis sólo

porque el otro prevalece: a vosotros os pregunto por nosotros. Ya sé

que os tocáis tan dichosos porque la caricia persiste,

porque el lugar que, tiernos, cubrís no se desvanece;

porque debajo de él experimentáis un poco la pura duración.

Por eso os prometéis con el abrazo casi la eternidad. Y sin embargo,

cuando habéis superado el terror de las primeras miradas

y el anhelo junto a la ventana, y ese primer paseo,

una vez, juntos por el jardín, decidme, amantes:

¿seguís siéndolo aún? Cuando os lleváis el uno al otro

a la boca para beber: sorbo a sorbo:

¡ay, qué extrañamente se evade de su acción el que bebe!

*

¿No os asombró nunca en las estelas áticas la discreción

de los gestos humanos? ¿No se posan allí amor y despedida

tan suavemente sobre los hombros, como si estuvieran

hechos de otra materia que en nosotros? Acordaos de las manos,

cómo descansan sin apretar a pesar de la fuerza que mantienen los torsos.

Dueños de sí, supieron expresarlo: esto somos nosotros,

esto es nuestro, así es como nos tocamos; con más fuerza

nos oprimen los dioses. Pero esto es cosa de los dioses.

*

Si nosotros pudiéramos encontrar también algo humano puro, contenido,

una estrecha franja de tierra fecunda que nos perteneciese,

entre la piedra y la corriente. Pues nuestro propio corazón nos sigue

sobrepasando siempre, como a ellos. Y ya no podemos

contemplarlo en imágenes

que lo calmen, ni en los cuerpos divinos

que, al ser más grandes, lo moderan.

 

7.

Rainer Maria Rilke, Elegías de Duino, Madrid, Hiperión, 2015, pp. 25-31.

El establo /// Giovanni Papini (1921)

Jesús nació en un establo.

Un establo, un auténtico establo, no es el portal simpático y agradable que los pintores cristianos dispusieron para el hijo de David, avergonzados casi de que su Dios hubiese yacido en la miseria y la porquería. No es tampoco el pesebre en escayola que la fantasía confiteril de los imagineros ha ideado en los tiempos modernos; el establo limpio y bonito, de lindos colores, con el pesebre aseadito y repulido, el borriquillo en éxtasis y el buey contrito, los ángeles encima del tejado con el festón que ondea al viento, las figuritas de los reyes con sus mantos y las de los pastores con sus capuchas, de hinojos a uno y otro lado del cobertizo. Todo eso puede ser un sueño para novicios, un lujo para párrocos, un juguete para niños pequeños, la «hostería profetizada» de Alessandro Manzoni, pero no es en verdad el establo en el que nació Jesús.

Un establo, un auténtico establo, es una casa de las bestias, es la cárcel de las bestias que trabajan para el hombre. El viejo y pobre establo de los países antiguos, de los países pobres, del país de Jesús, no es el pórtico de columnas y capiteles, ni la caballeriza científica de los ricos de hoy en día, ni el belén elegante de la Nochebuena. El establo no es otra cosa que cuatro paredes toscas, un empedrado mugriento y un techo de vigas y de lajas. El verdadero establo es lóbrego, sucio, maloliente; lo único limpio es él es el pesebre, donde el amo dispone el heno y los piensos.

Los graderíos de primavera, frescos en los amaneceres serenos, ondulantes al viento, soleados, húmedos, olorosos, fueron segados; cortadas con la hoz de las hierbas verdes, las finas hojas altas; amputadas junto con las bellas flores abiertas: blancas, encarnadas, amarillas, azules. Todo se mustió, se secó, tomó el color pálido y único del heno. Los bueyes jóvenes acarrearon hasta la casa los muertos despojos de mayo y junio.

Ahora aquellas hierbas y aquellas flores, aquellas hierbas desecadas, aquellas flores que siguen siendo aromáticas, están allí, dentro del pesebre, para saciar el hambre de los esclavos del hombre. Los animales abocan despacio con sus abultados labios negros, más tarde vuelve a la luz el prado florido, sobre el forraje que les sirve de cama, transformado en estiércol húmedo.

Ese es el verdadero establo en que Jesús fue parido. El primer aposento del único puro entre todos los nacidos de mujer fue el lugar más asqueroso del mundo. El Hijo del Hombre, que había de ser devorado por las bestias que se llaman hombres, tuvo como primera cuna el pesebre en que los animales desmenuzan las flores milagrosas de la primavera.

No nació Jesús de casualidad en un establo. ¿No es acaso el mundo un establo inmenso en el que los hombres engullen y estercolan? ¿No transforman acaso, por arte de una alquimia infernal, las cosas más bellas, más puras y divinas en excrementos? Y a continuación se tumban a sus anchas sobre los montones de estiércol y dicen que están «gozando la vida».

Una noche, sobre esa pocilga pasajera que es la tierra, en la que ni con todos los embellecimientos y perfumes se logra ocultar el fiemo, apareció Jesús, parido por una Virgen sin mancha, armado sólo de su inocencia.

Los primeros en adorarlo fueron los animales, y no los hombres.

Buscaba Él entre los hombres a los simples, y entre los simples a los niños; más simples aún que los niños, más mansos, lo acogieron los animales domésticos. Es asno y el buey, aunque humildes, aunque siervos de otros seres más débiles y feroces que ellos, habían visto a las muchedumbres postradas de hinojos ante ellos. El pueblo de Jesús, el pueblo santo —al que Jehová había libertado de la servidumbre de Egipto—, el pueblo al que el pastor había dejado solo en el desierto para subir a conversar con el Eterno, había obligado a Aarón a que le fabricase un buey de oro para adorarlo.

El asno estaba consagrado, en Grecia, a Ares, a Dionisos y a Apolo Hiperbóreo. La burra de Balaam había salvado con sus palabras al profeta, demostrando ser más sabia que el sabio; Ocos, rey de Persia, colocó un asno en el templo de Fta e hizo que lo adorasen.

Pocos años antes de que Cristo naciese, Octaviano, que había de ser su señor, se cruzó cuando iba a reunirse con su flota, la víspera de la batalla de Azzio, con un burrero que marchaba con su burro. La bestia se llamaba Nicón el Victorioso, y el emperador hizo levantar en el templo un asno de bronce como recordatorio de la victoria.

Reyes y pueblos habíanse inclinado hasta entonces con reverencia ante los bueyes y los asnos. Eran los reyes de la tierra, eran los pueblos que sentían predilección por la materia. Pero Jesús no nacía para reinar sobre la tierra, ni para amar la materia. Con Él se acabarán la adoración a la bestia, a la flaqueza de Aarón y la superstición de Augusto. Las bestias de Jerusalén lo matarán, pero las de Belén le dan por ahora calor con su resuello. Cuando llegue Jesús para la última Pascua a la ciudad de la muerte, lo hará cabalgando en un asno. Pero Él es mayor profeta que Balaam, ha venido a salvar a todos los hombres y no sólo a los hebreos, y no se apartará de su camino, aunque todos los mulos de Jerusalén lo acometan con sus rebuznos.

 

Giovanni Papini, Historia de Cristo, en Obras completas, tomo IV, Madrid, Aguilar, 1968, pp. 29-31.

La cabellera /// Charles Baudelaire (1857)

¡Oh, crin que baja en rizos hasta el busto, hechicera!

¡Perfume de indolencia que impregnas ese pelo!

¡Éxtasis! Porque llenen mi oscura madriguera

los recuerdos que duermen en esa cabellera,

¡la agitaré en el aire lo mismo que un pañuelo!

 

El Asia displicente y el África abrasada,

todo un mundo lejano que casi se consume

habita tus honduras, floresta perfumada;

si hay almas que se elevan en música acordada,

nada mi alma en las ondas, ¡amor!, de tu perfume.

 

¡Irá allá, donde, fértiles, árbol y ser pensante

extienden al sol flavo los brazos y las ramas!

¡Oh trenzas, sed marea que me empuja adelante!

Tú guardas, mar de ébano, un sueño deslumbrante

de velas, de remeros, de mástiles y llamas:

 

un puerto estrepitoso donde mi alma al fin pueda

aspirar el perfume, el sonido, el color;

donde naves que cruzan sobre el oro y la seda

recogen en sus vastas manos esa moneda

de un gran cielo en que tiembla el eterno calor.

 

Hundiré mi cabeza, de embriagueces ya presa,

en ese negro mar do el otro está encerrado;

y mi sutil espíritu que el vaivén roza y besa

hallará la fecunda molicie que embelesa,

¡balanceo infinito del ocio embalsamado!

 

Crin azul, pabellón de sombras extendidas,

el combo azul del cielo de tus abismos me dan;

en el borde afelpado de tus crenchas torcidas

me embriago ardientemente de esencias confundidas

de aceite de palmera, de almizcle y de alquitrán.

 

Mucho tiempo… ¡por siempre! mi mano en tu melena

sembrará los rubíes, las perlas, el zafiro

para que a mi deseo nunca embargue la pena:

¿no eres tú mi oasis y la crátera plena

donde a sorbos el vino de la memoria aspiro?

 

Cit. Charles Baudelaire, Las flores del mal (trad. Manuel J. Santayana), Madrid, Vaso Roto, 2014, pp. 110-113.

 

[Ô toison, moutonnant jusque sur l’encolure! / Ô boucles! Ô parfum chargé de nonchaloir! / Extase! Pour peupler ce soir l’alçôve obscure / Des souvenirs dormant dans cette chevelure, / Je la veux agiter dans l’air comme un mouchoir! / La langoureuse Asie et la brûlante Afrique, / Tout un monde lointain, absent, presque défunt, / Vit dans tes profondeurs, forêt aromatique! / Comme d’autres esprits voguent sur la musique, / Le mien, ô mon amour! nage sur ton parfum. / J’irai là-bas où l’arbre et l’homme, pleins de sève, / Se pâment longuement sous l’ardeur des climats; / Fortes tresses, soyez la houle qui m’enlève! / Tu contiens, mer d’ébène, un éblouissant rêve / De voiles, de rameurs, des flammes et de mâts: / Un port retentissant où mon âme peut boire / À grands flots le parfum, le son et la coleur; / Où les vaisseaux, glissant dans l’or et dans la moire, / Ouvrent leurs vastes bras pour embrasser la gloire / D’un ciel pur où frémit l’éternelle chaleur. / Je plongerai ma tête amoureuse d’ivresse / Dans ce noir océan où l’autre est enfermé; / Et mon esprit subtil que le roulis caresse / Saura vous retrouver, ô féconde paresse, / Infinis bercements du loisir embaumé! / Cheveux bleus, pavillon de ténèbres tendues, / Vous me rendez l’azur du ciel immense et rond; / Sur les bords duvetés de vos mèches tordues / Je m’enivre ardemment des senteurs confondues / De l’huile de coco, du musc et du goudron. / Longtemps! toujours! ma main dans tan crinière lourde / Sèmera le rubis, la perle et le saphir, / Afin qu’à mon désir tu ne sois jamais sourde! / N’es-tu pas l’oasis où je rêve, et la gourde / Où je hume à longs trait le vin du souvenir?]