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Ángel González García /// Interpretación(es)

«Acabo de hablar de La maison d’un artiste de Edmond de Goncourt como probable precedente de La casa della vita de Praz, pero Dios me libre de confundir ambos libros, ni mucho menos a sus autores. Praz fue un reputado historiador, mientras que los Goncourt se las daban de artistas, aunque sus libros sobre el arte y la sociedad franceses del siglo XVIII me parezcan a mí muy superiores al que Praz escribió sobre el Gusto neoclásico, que fue donde arregló su «bibelotmanía», habiendo preferido los Goncourt orientarla hacia una época en la que los atractivos de la vida mundana no habían hecha muy necesaria esa manía, que los Goncourt consideraban un modo de aliviar «la tristeza de los días actuales» e incluso de llenar su «vacío». Quiero decir que los Goncourt sentían una genuina nostalgia del Antiguo Régimen que empezaba por el recuerdo de sus abuelos, mientras que Praz, que ningún recuerdo propio podía conservar de una época tan alejada, sólo la sentía de las cosas que habían quedado en ella y hacia las que ella sin embargo no había desarrollado la manía de apropiación y acumulación que nos devora a los modernos. Los Goncourt, pues, sentían nostalgia de lo que habían perdido, y Praz en cambio de lo que no había tenido, lo que no deja de ser una nostalgia falsificada, un poco como aquella burguesía termidoriana que precisamente había maquinado ese dichoso gusto neoclásico, que no consistía tanto en una espontánea inclinación a lo clásico como en su bien calculada simulación, un pastiche arqueológicamente plausible, todo un logro de la nueva ciencia de la Historia, un revival, como se iba a denominar a la reconstrucción de cualquier estilo del pasado; el neoclasicismo por ejemplo, que no habría sido más que el primero de una serie de historicismos, donde, obviamente, su historicidad prevalecía sobre otras cualidades, y sobre todo las de orden estilístico, que son paradójicamente las que se decía querer rescatar y reconstruir. De manera que en el neogótico no era el estilo gótico lo que más importa, sino el hecho de tratarse de algo que se había dado en circunstancias históricas muy concretas y en íntima e indisociable relación con toda clase de imágenes y relatos contemporáneos, que a menudo trascendían la experiencia inmediata de esa forma de hacer arte para perderse en divagaciones y ensoñaciones de índole muy distinta, lo que nos lleva a preguntarnos si los que a principios del siglo XIX proclamaban su pasión por las abadías y catedrales góticas no estarían disimulando otra mucho más fuerte por las novelas de Walter Scott.

Ángel González García en 2011 (Foto: Graciela del Río)

Ángel González García en 2011 (Foto:  Graciela del Río)

»La idea -modernísisma y algo tonta- de que el arte del pasado es fundamentalmente un instrumento de conocimiento de ese pasado en general, o por decirlo de un modo complementario: que el arte es esencialmente obra de su tiempo, como si eso no fuera una verdad de Perogrullo, me parece a mí la misma idea que se deduce de los historicismos artísticos y ha hecho además de la Historia del Arte una disciplina al servicio de la Historia, auxiliar y acomodaticia, sin que, contrariamente a lo que ahora se cree a pie juntillas, el reconocimiento del «contexto histórico» de una obra de arte la haga mucho más inteligible y en modo alguno más placentera. Lo diré francamente: el gusto neoclásico, la especialidad de Praz, no sólo como historiador sino también como bibeloteur, era antes que nada gusto por la Historia, y por lo tanto una afección, y a menudo incluso una manía, de quienes se veían a sí mismos como sujetos o agentes de la Historia Universal, testigos y protagonistas de grandes acontecimientos históricos. Que en su condición de tales simpatizaran con sus iguales de la Historia Antigua no era lo más importante, y de hecho pronto se vería que dicha simpatía podía extenderse a cualquier otro período, incluyendo uno tan oscuro y dudoso como el que se invocaba en las canciones de gesta del falso Ossian. La identificación de Napoleón con sus héroes no debilitaba su fuerte conciencia de estar «haciendo historia» desde que se despertaba hasta que se acostaba. El destino de toda esa literatura heroica, y en concreto sus usos políticos, pone de manifiesto que durante el siglo XIX se vio por doquier como una forma de Historia más que de Poesía, y de ahí el éxito entre los románticos alemanes de que la Poesía no sea otra cosa que la Historia»

 

Ángel González García, Roma en cuatro pasos seguido de Algunos avisos urgentes sobre decoración de interiores y coleccionismo, Madrid, Ediciones Asimétricas, 2011, pp. 77-81.

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Rüdiger Safranski /// Interpretación(es)

Rüdiger Safransky en la Universidad de Barcelona

Rüdiger Safransky en la Universidad de Barcelona (2011)

«El Romanticismo es una época resplandeciente del espíritu alemán; sus rayos llegaron con fuerza a otras culturas nacionales. Ha pasado ya el Romanticismo como época, pero nos ha quedado lo romántico como actitud del espíritu. Cuando hay desazón por lo real y acostumbrado y se buscan salidas, cambios y posibilidades de superación, casi siempre entra en juego lo romántico. Lo romántico es fantástico, inventivo, metafísico, imaginario, tentador, exaltado, abismal. No está obligado al consenso, no necesita ser útil a la comunidad, y ni siquiera ser útil a la vida. Puede estar enamorado de la muerte. Lo romántico busca la intensidad hasta llegar al sufrimiento y la tragedia. Con todos esos rasgos lo romántico no es particularmente apropiado para la política. Cuando desemboca en ella, habría de tener un suplemento de realismo. La política, en efecto, debería fundarse en el principio de evitar los dolores, el sufrimiento y la crueldad. Lo romántico ama los extremos; en cambio, una política racional ama más bien el compromiso. Nosotros necesitamos ambas cosas: la aventura del Romanticismo y la sobriedad de una política adelgazada. Si no entendemos la razón de la política y las pasiones del Romanticismo como dos esferas, y no sabemos separarlas en cuanto tales, si en lugar de ello deseamos la unidad sin quiebra y no tenemos la habilidad de vivir por lo menos en dos mundos, entonces surge el peligro de que en lo político busquemos una aventura, que sería mejor hallar en la cultura, o bien de que exijamos a la cultura la misma utilidad social que a la política. Pero no es deseable ni una política aventurera, ni una cultura políticamente correcta. Fue Friedrich Schlegel quien resaltó la necesidad de la separación de las esferas. Afirmó que es necesario empezar «con la autonomía de lo bello» y mantenerlo separado de «lo verdadero y lo moral. Así se llegó entonces, en la época del Romanticismo, al grandioso desencadenamiento de lo romántico.

»La tensión entre lo romántico y lo político se halla inmersa en la tensión más amplia entre lo que puede representarse y lo que puede vivirse. El intento de conducir esta tensión a una unidad sin contradicciones puede llevar al empobrecimiento o a la desertización de la vida. Ésta se empobrece cuando no somos capaces de representarnos nada más allá de lo que creemos que es posible traducir a una realidad vivida. Y la vida se desertiza cuando queremos vivir algo a cualquier precio, incluso al precio de la destrucción y de la propia destrucción, simplemente por el hecho de habérnosla representado. En un caso la vida se empobrece porque se renuncia a lo representable en aras de la amada paz; y en el otro caso se rompe bajo la violencia con que se quiere realizar lo representable sin ningún tipo de reducción. En ninguno de los dos casos somos capaces de soportar la contradicción entre lo que se puede representar y lo que se puede vivir, y, por tanto, en ambos se aspira a una vida de una sola pieza. Pero una vida así es solamente un sueño romántico.

»Aunque lo romántico forma parte de una cultura viva, una política romántica es peligrosa. Para el Romanticismo, que es una continuación de la religión con medios estéticos, rige lo mismo que para la religión: ha de resistir a la tentación de recurrir al poder político. «La imaginación al poder» no era precisamente una buena idea.

»Por otra parte, no podemos perder el Romanticismo, pues la razón política y el sentido de la realidad no son suficientes para vivir. El Romanticismo es la plusvalía, el excedente de hermosa extrañeza frente al mundo, el excedente de significación. El Romanticismo despierta nuestra curiosidad para lo completamente diferente. Su imaginación desencadenada nos otorga los espacios de juego que necesitamos, siempre y cuando compartamos la observación de Rilke:

no estamos muy seguros, no nos sentimos en casa

en el mundo interpretado

R. Safranski, Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán, Barcelona, Tusquets, 2012, pp. 352-353.

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Dante sí, pero no.

Siempre se requiere de un tacto especial cuando se habla de Dante Alighieri (1265-1321). La literatura ha derramado ríos de tinta sobre esta personalidad patrística de las letras universales, tanta que se necesitarían una docena de vidas para abordar toda la documentación que tenemos al respecto. El caso que nos ocupa hoy es harto singular dado que, sin ser exhaustiva ni pretenciosa, dato que revela la modestia del texto, se enfrenta a un tema como el de la simbología del microcosmos de Dante. Olvidémonos por un instante, eso sí, de las connotaciones que el adjetivo dantesco ha venido arrastrando a lo largo de la historia, bien por su mal uso, bien por su errónea significación. Los que amamos la figura del Sommo Poeta sabemos que las voces malintencionadas se encargaron de hacer de Dante un personaje siniestro al servicio de la escatología, pero no es así. O al menos no del todo. Pero volvamos a lo nuestro y dejemos que las campanas suenen.

El ya clásico ensayo de René Guénon sobre El esoterismo de Dante ve de nuevo la luz en la reimpresión con la que la que el Grupo Planeta (que no la editorial Paidós) nos obsequia en esta ocasión. A decir verdad, eso es lo que han pensado ellos. El ensayo, publicado original y póstumamente en 1957 por Gallimard y poco después traducido al italiano por Atanòr, encuentra su voz castellana bajo la traducción de Agustín López Tobajas y María Tabuyo. Hay que decir que la relevancia de este trabajo de investigación fue notoria en su tiempo. Allí donde sólo había oscuridad y tiniebla pietista, nos mostró una nueva lectura sobre distintos puntos de vista desconocidos en la obra de Dante y que hoy día están superados gracias a dicha labor. Pero es tanta la insistencia de los estudiosos en Dante y la pasión que su obra suscita desde tantas perspectivas que, sin temor a equivocarnos, podemos decir que ya se ha dicho todo de él y de su obra, y ahora verán por qué. Evidentemente los especialistas, tan puristas ellos, acogerán esta opinión como una superchería. Habrá quien salga disparado de su asiento cuando lea esta descortesía a la obra de Dante, pero tranquilos. No hay necesidad de escandalizarse. Ahora más que nunca, es hora de ser honestos. Alégrense de que esto también empiece en Dante. Me refiero a la honestidad.

Como decimos, el trabajo de Guénon fue algo así como revolucionario. Corrían los años cincuenta y en Europa no se respiraba más que totalitarismo y ese tufillo nacionalista que buscaba falso refugio en la espiritualidad de sus autores estrella. Dante no es que fuera clásico, más bien se convirtió en una bandera. Tal vez en Francia, eso sí, la intencionalidad al abordar la figura del poeta florentino tenía otro carácter, lo que podría justificar de algún modo su espontaneidad. Ahora bien, no podemos obviar la cantidad de maniobras culturales que las naciones han perpetrado en nombre (o a costa) de sus hijos predilectos. Se me ocurren casos como los de Cervantes en España, Shakespeare en Inglaterra, Montaigne en Francia, y cómo no, Dante en Italia. Todos ellos tuvieron la suerte y la desgracia de padecer eso que hemos dado en llamar entusiasmo. Y no es que el entusiasmo como motor de acción reportara resultados negativos, es que el patriotismo lo cubrió todo de chapuza y desmemoria. Asimismo todo ello promovió una serie de procesos de investigación realmente sugerentes, era la gran oportunidad, se experimentaba sobre un terreno desconocido pero nuestros pies acomodados no fueron capaces de reconocer el barro entre lo que parecía esponja. Por ende la cultura, llegados a este punto la más vulnerable en tiempos de emergencia (la actual es un calco), fue la primera en caer sumisa del servilismo político y, despojada para entonces del corazón de sus entrañas, terminó convirtiéndose en un pensamiento sin razón de ser.

El libro de Guénon en este sentido fue un prodigio, puesto que supo lidiar con el ostracismo climático de la cultura de su tiempo y, por otro lado también, porque tuvo el coraje y la valentía de hablar del lado conspirador y retorcido del Dante más hermético. Por ambas cosas merecería la pena releer este clásico de la dantología, revisar el capítulo de la numerología, las teorías másonicas en torno de Dante, la inclusión de las distintas tradiciones en la obra del Altissimo poeta, etcétera,… pero insistimos en el hecho de que hay que tener un tacto especial cuando tratamos con una figura de tamaña riqueza intelectual. No se puede permitir pasar por alto un estado de la cuestión en cualquier publicación de este tipo.

Dicho de otro modo: se echa en falta una reedición y no una reimpresión. Es como si nadie pudiese hablar de Dante en el siglo XXI o, lo que es peor, que nadie quisiera hacerlo. De acuerdo que Dante no sea el tipo de conversación que uno tiene cuando toma café por las mañanas, pero que no haya nadie dispuesto a abordarlo no me lo trago. ¿Entienden ahora lo que decía sobre lo ya dicho sobre él y su obra? Con esta publicación, no me entiendan mal, está muy bien, el texto es el que era hace cerca de sesenta años y se ha limado la tipografía. Gracias a ello el texto se ha hecho más legible, bien, pero Dante es Dante, no se han de escatimar las palabras. Se me antojan una docena de nombres, tantas como el número de vidas que antes mencionaba, que podrían decir algo sobre este texto clásico de la ensayística dantiana.

Que una editorial del peso y el talante de Paidós (y/o del Grupo Planeta), poseedora de un catálogo envidia de cualquier casa, sea capaz de tamaña insensibilidad, es algo que me golpea en lo más profundo de mi ser como amante de la cultura. Desgraciadamente no tengo muchos más argumentos favorables que el hecho de ver reproducido el fresco de Domenico di Michelino sobre la cubierta del libro. García Márquez fue quien dijo aquello de: “Cuando cumplí los cuarenta años, aprendí a decir no cuando es no”. En este sentido tengo que tomar prestadas las palabras de Gabo y ponerlas en práctica de manera prematura, porque si de verdad deseamos una sociedad coherente y respetuosa con esos valores comunitarios que tan de boca en boca circulan, si anhelamos un futuro digno para nuestros hijos donde crecer rodeados de una ciudadanía fundada en la verdad y la lucha contra la opresión y la pantomima, si soñamos con todas estas cosas hermosas, entonces tal vez deberíamos alegrarnos porque esto también empieza en Dante. Me refiero a la honradez intelectual.

 

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Publicado en la revista Culturamas (13 noviembre 2013). Puedes leerlo aquí.

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Torres y rascacielos /// CaixaForum Madrid (2012)

Desde el 10 de octubre podemos visitar esta nueva muestra paralela que ofrece el CaixaForum en la que se aborda una de las grandes obsesiones del hombre a lo largo de la historia de la humanidad, auspiciada en cada época por diferentes intereses y también, dependiendo de las latitudes, motivada por diversas intenciones. De Babel a Dubai es el sugerente título escogido para este inédito recorrido, y somete a examen la antiquísima fijación del hombre por las alturas partiendo de la perspectiva bíblica para desembocar en su más pura función estético-tectónica. Entre un punto y otro del paradigma, la voluntad humana por construir en altura ha ido sufriendo un proceso de transformación cuyo análisis nos ofrece, en sentido último, el significado que tuvieron en su origen. De ese modo, podríamos resumirlo así: el mito bíblico da paso a la funcionalidad, y ésta al refinamiento estético en su búsqueda por el imposible.

El afán de construir cada vez más alto ha perdurado como un desafío insatisfecho. En el caso de las agujas de las catedrales góticas o los minaretes orientales suponía un reto contra la altura dedicado a las grandes divinidades, además de recordar con su belleza la adhesión a una fe común y compartida. En otras palabras, fue la expresión de la fuerza de una fe unánimemente compartida. En el Renacimiento paulatinamente se seculariza, lo que apuntala la rivalidad latente entre la esfera religiosa y el poder económico y mercantil del mundo laico. Se trataba por tanto de proyectar magnificencia y capacidad de seducción.

Por otra parte, desde el resurgimiento de esta corriente por construir en altura, encauzada y retomada en Estados Unidos con ejemplos emblemáticos, ingenieros, arquitectos y empresas de todo tipo compiten ahora –desde finales del siglo XIX– por la construcción de los rascacielos más altos, de tal modo que en la década de 1930 la escena norteamericana ofrece los modelos arquitectónicos más llamativos del mundo. Son estos modelos precisamente los que forjan una nueva mitología de carácter urbano. Asimismo, en las décadas que van de 1960 a 1980 se asiste, también en Estados Unidos, a una renovación de las formas y las estructuras de estos rascacielos. La Europa del siglo XIX, a pesar de sus elocuentes ensayos y realizaciones, adoptó el modelo muy tímidamente.

A partir de los años ochenta del siglo pasado, se produce una nueva ruptura y los rascacielos se popularizan a escala internacional. EEUU ya no es estrictamente el único referente y pierde a su vez la supremacía en la carrera por la altura. Un dato: en 2012, por ejemplo, dos terceras partes de los rascacielos más altos del planeta están situados en el Extremo y Medio Oriente. En lo que respecta a la vocación de esta nueva generación de edificios, concentra todos los usos: oficinas, residencias privadas, ocio y hostelería. El gigantismo y el lujo desplegados confieren a las torres de Asia, y en particular de los Emiratos Árabes, una sólida identidad. Más que un nombre que refleje un récord de altura, estos rascacielos encarnan hoy un destino privilegiado, un territorio fuera de la corriente, la representación cautiva de un lugar idílico, cercano a una Babel renacida y cuya construcción, hoy, no hubiera interrumpido ningún dios. como nos dicen sus comisarios, Robert Dulau y Pascal Mory, “son muchos los interrogantes que hay todavía en el aire y de los que, en la actualidad, no podemos prever ni las ramificaciones ni la solución última”.

Por lo demás, la exposición nos parece una oportunidad formidable para repasar una de las grandes obsesiones de la naturaleza humana haciendo un recorrido transversal a lo largo de la historia y la historia del arte, desde el mito a la funcionalidad, desde el paradigma a la evidencia, desde el enigma a la realidad. La muestra gusta de ser contemplada, amén de un seductor y complejo aparato de maquetación y una puesta en escena –por usar un lenguaje cinematográfico– del todo envidiable. También, para los que quieran mantener en la memoria de sus anaqueles tal acontecimiento, además de servir como elemento de reflexión, recomendamos encarecidamente el catálogo editado para la ocasión, todo un ejercicio de recreación editorial a precio estándar que mitigará con mucho la confusión que la legendaria Torre de Babel significó para el hombre y la historia de la cultura.

Torres y rascacielos. De Babel a Dubai

10 oct 2012 – 5 ene 2013, CaixaForum Madrid. Entrada gratuita

Artículo publicado en la revista Culturamas (05.XI.2012)

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El último Rafael /// Museo del Prado (2012)

A poco más de una semana de que se trasladara al Louvre, la exposición del Museo del Prado El último Rafael presenta la necesidad de una revisión. Este tiempo nos ha permitido valorar la muestra en toda su complejidad, uniendo las actividades paralelas y complementarias que se han organizado al hilo de la misma.

El primer punto a tener en cuenta es por tanto el título y el arco cronológico tratado. El último período del pintor se presenta así como una suerte de sucesión escalonada de su producción tardía con los añadidos de sus más nombrados discípulos, sobresaliendo como es lógico el rol del joven Giulio Romano dentro del obrador del maestro. A este efecto, quizás no se le ha dado el cauce más acertado a la exposición y es aquí donde manifiesta su primera carencia. Si no disponemos para esta etapa de obras firmadas y las conjeturas se suceden caprichosamente entre un anodino y habitual “y taller”, la cuestión deriva en que prácticamente toda la producción dudosa de Rafael (la no firmada o no contrastada documentalmente con contratos o testimonios directos-indirectos) puede unirse al elenco de obras de la exposición sin que ello presente problema alguno. Esto supone un error. Los comisarios, Paul Joannides y Tom Henry, nos advirtieron de este contratiempo, pero no nos parece suficiente.

 

Nos queda la sensación de que existen demasiadas suposiciones y pocas certezas. La distribución y organización del recorrido estaban bien planteadas, pero discutible, desde el formato grande al tamaño medio y saltando entre géneros para terminar con un espacio dedicado a Giulio Romano y la retratística. Sin embargo, seguía faltándonos algo más. Y es que la trayectoria grandilocuente de este ser único que fue Rafael, parangonable como ha querido la crítica especializada con Mozart por su precocidad y espíritu presto y siempre feliz, se ha visto imposible de tratar de manera monofocal. Dicho de otro modo, nos parece insuficiente abordar su trayectoria única y exclusivamente desde su perspectiva pictórica. Rafael gozó de la concesión de diversos cargos de máxima responsabilidad, entre ellos la decoración de las Estancias de Julio II, pero también se encargó de la fábrica de San Pedro, o como la condición de veedor de las ruinas romanas, cargos por otra parte muchísimo más ambiciosos e importantes. Es por ello que la muestra debía haber intentado dar una panorámica, si bien no a través de la obra expuesta (cosa obvia por otra parte), sí a través de un discurso en la publicación del catálogo para ofrecer al gran público una visión mucho más ilustrada de esta figura tan especial por tantos motivos dentro de la historia del arte occidental.

Asimismo, la exposición ha tenido un nivel de visitantes verdaderamente encomiable, pasando de los 250.000. Y, a pesar de esta incidencia, aparentemente contradictoria pero no tanto, había cuadros que paradójicamente nos resultaron sucios, como el poderoso San Miguel o la armónica Sagrada Familia de Francisco I. Durante unos meses el Prado se convirtió en reclamo directo de primera mano para cualquiera, empujando al visitante y al que no lo es a acercarse a contemplar esas obras tan maravillosas como paradigmáticas. No nos hartaríamos nunca de ver esa pintura de humo del Retrato de Baldassare Castiglione, cuya esencia ni el propio Rubens, en el primer tercio del XVII, supo captar; o el inefable y sensual Bindo Altoviti con su elocuencia y bello gesto. Ahora el Louvre acoge el próximo itinerario de obras y sus números, resulta probable, volverán a batir récords. Nuestra pinacoteca en cambio, panteón de los grandes maestros, se ha engalanado con sus mejores sedas para ofrecer un recorrido sesgado y atractivo, pero carente de la perspectiva debida. Sin embargo, tengámoslo en cuenta, a tenor de lo que hayamos dicho en esta ocasión: vertebrar una exposición de un personaje de tal envergadura siempre presupone la máxima dificultad. Esta vez nos ha quedado claro. Es casi imposible.

 

 

Artículo publicado en la revista Culturamas: «La atracción de Rafael» (02.X.2012)

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Gargantúa y Pantagruel /// François Rabelais (Acantilado)

Hace ya más de un año que Gargantúa y Pantagruel fue reeditada por Acantilado, obra clave del humanismo francés y del propio autor, François Rabelais (Poitou, 1494-París, 1553), pero estaba claro que todavía hoy, transcurridos los siglos de solera que ya la encumbran y este cerca de año y medio desde la reaparición, nosotros íbamos a seguir necesitando un tiempo de asimilación, lectura y relectura de esta obra cumbre de la literatura occidental para elaborar un pequeño conjunto de dignas sensaciones. Al menos que estuviesen a la altura, salvando todas las distancias salvables, claro está, con ese titán, polígrafo y erudito universal.

Guy Demerson, mayor especialista mundial en la obra del humanista francés, ha sido el encargado de elaborar un ambicioso prefacio, delicia sin precedentes. La enjundia que embargó el afán de Rabelais, creador no casualmente de Pantagruel, ese diablillo llamado a castigar a los borrachos infligiéndoles la sed del Diablo, parece haber sido la misma llama dionisíaca que ha guiado el camino tanto de este profesor como de Gabriel Hormaechea (encargado de la traducción y notas) a la hora de abordar tan magna obra. Pero, nos decimos a nosotros mismos: ¿en qué punto la llama dionisíaca y el Humanismo se estrechan la mano? Primera contradicción. Pero sólo aparente, pues a ella la siguen más circunstancias parejas. De antemano, la obra no parece expresar esa armonía, ese idealismo ni esa dignidad humanistas, pero dentro se esconde un profundo mensaje de orden y razón. Cuando sus personajes cultivaron la subversión del lenguaje, los razonamientos absurdos, los juegos de palabras ridículos o los borborigmos animales, el humanismo magnificaba ese privilegio del hombre que es el lenguaje. Asimismo, detestaba las supersticiones que emergían o subsistían en la cultura popular y, sin embargo, las conocía al dedillo. Esta plétora de –y subrayamos– aparentes contradicciones llevaría a Rabelais a elaborar esta, tan grandiosa como extensísima, novela cómica que narra las aventuras del gigante Gargantúa, personaje asociado de manera burda con el ciclo de novelas artúricas, y su hijo Pantagruel, del cual Rabelais se arrogó su particular, malicioso y fantasioso natalicio. El autor fue presentando el conjunto de libros de manera distinta a como hoy están dispuestos; primero dio a conocer Pantagruel, después Gargantúa; y lo hizo bajo el pseudónimo de Alcofribas Nasier hasta que en 1546 publicó el Libro Tercero, firmando un prólogo en el que ofrecía a su bebedor (su lector) un nuevo contrato de lectura, esto es, una nueva intención en los episodios narrados, sin necesidad de renunciar a la estridente pero sagaz crítica de las costumbres populares y a todo un sinfín de ácidas barrabasadas.

Al margen de la biografía del autor, que ya sería interesante sólo por el contexto –fue conspicuo médico, competente jurista, además de representante de los personajes más influyentes de la diplomacia francesa del momento y filólogo autodidacta que llegó a dominar el latín y el griego, por los que fue considerado erudito gracias a sus ensayos en dichas lenguas–, la obra consiguió abrazar la categoría de mito y fue capaz de generar una marca-nombre-firma para Rabelais. Era leído tanto en público como en privado, y ya en vida se extraían locuciones de sus obras y se pronunciaban como auténticos proverbios. Citado entre otros por Michelet, mistificado por Víctor Hugo o certeramente recordado por Paul Valéry, en definitiva, tanto obra como autor fueron ensalzados a la altura de mito nacional. Y el caso es que, desde la aparición de Pantagruel, se sucedieron al menos ocho reediciones entre 1533 y 1534, pero también inspiró versiones e incluso falsificaciones, aspecto este que el autor fue incapaz de prever.

Con la intención de no deshilachar los magníficos requiebros de esta trepidante historia soez y encantadoramente cómica, desvergonzada hasta el aturdimiento y fomento de inevitables carcajadas, les invito a su concienzuda lectura a la par que deseo felicitar expresamente a la editorial por esta labor formidable de estudio y recuperación. Hacía mucho tiempo que las prensas hispanoparlantes no acometían un trabajo de tal envergadura. Porque nunca está de más leer a uno de esos hombres que, y cito a Valéry, “saben vivir allí donde les conducen las palabras”.

 

François Rabelais, Gargantúa y Pantagruel (Los cinco libros)
Barcelona, Acantilado, 2011, 1520 pp., 49 euros.

 

Publicado en el blog La Tormenta en un Vaso y en la revista Culturamas: «La aparente contradicción de un humanista» (26.IX.2012)

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Conversaciones con Sartre /// John Gerassi (Sexto Piso)

 

Ocurre a veces que nos sentimos sorprendidos por muchas cosas, en ocasiones por asuntos políticos, o por acontecimientos de la actualidad o por sucesos cotidianos intrascendentes que consiguen embellecer, debilitar o salpimentar nuestro entorno. Sea como fuere, resulta evidente que necesitamos nutrirnos de ese cierto desequilibrio para contrastar y adquirir criterio. El libro de John Gerassi, “Talking with Sartre”, aparecido en 2009, se pone al servicio y la lectura de ámbito hispanoparlante con la traducción que, de la mano de Palmira Feixas y la Editorial Sexto Piso, se ha llevado a cabo con el título de “Conversaciones con Sartre”. Este libro es una de esas sorpresas, uno de esos desequilibrios imprevisibles, terribles, necesarios.

Hijo de Fernando Gerassi (1899-1974), pintor español comprometido con la causa republicana en tiempos de guerra y amigo íntimo de Jean-Paul Sartre (1905-1980), John Gerassi recoge y recopila en este volumen las conversaciones que tuvo el placer de mantener con el gran pensador durante los años sesenta del pasado siglo. En el prólogo, según nos confiesa el propio Gerassi, tratar con Sartre le supuso multitud de incontinencias. Rozó la exasperación, en ocasiones incluso hasta la ira, pero también, en la reconciliación –o el olvido sin más–, saboreó el privilegio de compartir con uno de los personajes más influyentes de todo el siglo XX sus palabras, sus risas a borbotones, la ironía e incluso el poco cariño del que hacía gala. Por estos encuentros de respiración fluida y gramática de salón desfilaron cuestiones fundamentales para comprender no sólo la obra y el pensamiento de Sartre, sino también la vida de John Gerassi, no menos interesante dado el curioso paralelismo que ha existido a veces entre ellos. De esta casualidad nace un diálogo empático pero no exento de agudeza, ingenio, elocuencia y alguna que otra pregunta malintencionada. El resultante es una exposición honesta y sincera que no rehúye de desatinos y en la que no se duda, si es necesario, al acometer con ferocidad cualquier pregunta.

La dialéctica es cuidada y muy respetuosa, aunque por momentos parezca que se estén debatiendo en duelo. No deja de parecernos una maravilla cómo Sartre desarrolla ciertos aspectos filosóficos sobre la candela bombardeante de Gerassi. Uno representa al burgués pensante, el otro al hombre de acción y activista político. Ambos están comprometidos, pero en diferentes causas. “Ante todo, pinto; luego está mi familia. No me importa que Stépha o Tito [su esposa e hijo, John, quien por aquel entonces tenía ese apodo] mueran de hambre; ante todo, pinto”, recordaba Sartre las palabras que en una ocasión le dijera Fernando Gerassi. De ahí quizás la complicidad que ambos tenían, Fernando en su pintura, Sartre en su literatura. Sartre aprovecha para volver a relatarnos de primera mano sus impresiones infantiles, sus recuerdos de infancia, con una nitidez y una claridad estupendas. También para evocar la figura de su abuelo paterno, Charles Schweitzer, rememora ese peculiar trato humano que le marcó para el resto de su vida, a pesar de que después se rebelara contra él y le perdiera el respeto que antaño le profesó. Son muchas las cuestiones, pero hay una especialmente conmovedora: su continua y polisémica referencia a los libros, la vida, la soledad y la muerte como un bloque monolítico indisoluble e inseparable. Disertando sobre Charles y cómo llegó a entender la muerte, hurgando en la raíz de dicho temor, la conversación muta en una especie de enumeración de conocidos suicidas e intentos de suicidio para desembocar en el significado que el término vida adquiere en la vida y obra de Sartre. “Los suicidas son gente que juzga a la vida, que piensa que ésta tiene un valor, un mensaje o un propósito […]. La vida es un hecho. No tiene ningún valor en sí misma. Ni siquiera es cuestión de aceptarla o de no aceptarla. Es, y punto. Aquellos que no son su propio proyecto parecen incapaces de comprenderlo”. Es magistral –siempre lo fue– por su claridad argumental y por su mordacidad en el uso del lenguaje. Se suceden prácticamente todos los interrogantes del ser humano, incluso hasta ese peculiar y siempre paradigmático concepto, compartido con Heidegger y no tanto con Kierkegaard, de fe laica. Desbordante en este sentido.

 

En definitiva, sorprendente porque jamás imaginamos hasta este momento que Sartre reía con tanta frecuencia. Imprevisible porque no se espera de él ningún asomo de cariño o afecto, siempre agazapado entre esas gafas de alta graduación. Terrible por comprobar que la vida la determinan esos pequeños detalles imperceptibles de los que no somos conscientes cuando los padecemos, sino sólo con perspectiva, mediante errores. Y necesario por paliar la fealdad de nuestra actualidad medio siglo después de su desaparición. Enhorabuena a Sexto Piso porque ellos lo han vuelto a hacer. Sorprender y embellecernos los días.

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 John Gerassi, Conversaciones con Sartre
México-Madrid, Sexto Piso, 2012, 508 pp., 27 euros.

Artículo publicado en la revista Culturamas: «Necesidad de diálogos» (27.IX.2012)

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Robert Motherwell y los poetas /// Fund. Juan March (2012)

Entre las muchas interpretaciones que el arte ha tenido a lo largo de la historia, descansan a menudo las ideas contrapuestas de evasión y compromiso. Evasión como sinónimo de respiro o compromiso como persistencia, estas dos facetas han encarnado las posturas históricas sobre las que más veces ha oscilado la valoración misma de la historia del arte. Se suceden en el tiempo y se repiten cíclicamente en función del contexto socio-político en el que se nacen, se desarrollan y mueren.

Es raro encontrar el acicate que remueva de nuevo esos parámetros agazapados y cubiertos por la historia. Horacio, la pintura, la poesía, el impacto y fuerza de la palabra sobre la materia, el alimento pictórico para la letra, etcétera. La Fundación Juan March explora sesgadamente este paradigma en el entretiempo veraniego que asola Madrid con Motherwell y los poetas (Octavio Paz y Rafael Alberti), una muestra que escarba en la interrelación de estas dos reinas de la cultura. El eje plástico parte de Robert Motherwell (1915-1991), figura decisiva del expresionismo abstracto norteamericano, el cual sintió siempre una gran atracción por la cultura europea, especialmente por España, con la que se solidarizó condenando la tragedia que supuso nuestra Guerra Civil. Lo que implicó a su vez, en la década de los setenta, y sobre todo en el marco de la diáspora intelectual a América, entrar en contacto con algunos de sus más comprometidos intelectuales.

La muestra, de formato reducido, está constituida por fondos propios de la institución, tanto del archivo histórico como de su biblioteca, así como por algunos préstamos de colecciones particulares. Pretende mostrar asimismo la relación que Motherwell mantuvo con los literatos Rafael Alberti y Octavio Paz. Baste recordar la primera retrospectiva que en España le dedicó esta misma casa en 1980; de ahí los fructíferos contactos que el artista forjaría con la institución y sus colaboradores. Está dividida deliciosamente en tres apartados que abarcan diversos aspectos de esta interrelación. “Robert Motherwell: tres poemas de Octavio Paz” presenta las litografías que el artista norteamericano realizó entre 1981 y 1982, y que acompañaban a tres maravillosos poemas de Octavio Paz publicados en 1976: Nocturno de San Ildefonso, Vuelta y el último, Piel/Sonido del mundo, inspirado en el conocimiento directo de la obra del pintor y escrito cinco años antes. La segunda sección, “El Negro Motherwell: Rafael Alberti”, se abre y se cierra en torno de un ejemplar de Negro Motherwell –cedido por Vicente Rico, médico personal del escritor en Madrid–, un libro realizado conjuntamente con la letra del poeta y la ilustración del artista; una joya magnífica que huele a ternura y a desgarro, a dolor y a belleza. Le acompañan a este ejemplar varias fotografías del acto de inauguración de la primigenia exposición del año 80 y una instalación audiovisual que penetra en los ojos del visitante a través de la voz del mismo Alberti, recogiendo en apenas tres minutos el poema que el gaditano pronunció el 18 de abril en la Fundación. El tercer y último apartado es “Octavio Paz y el libro creador”, donde se recogen libros de Octavio Paz procedentes de la biblioteca de Julio Cortázar, donados por su viuda en 1993. Desde libros-caja a los famosos discos visuales, podemos comprobar la estrecha relación que mantuvieron los dos escritores a través de las dedicatorias que el poeta mexicano hizo a su colega argentino en los ingeniosos experimentos a medio camino entre el texto y las imágenes que componían su obra.

Como bien nos decía Manuel Fontán del Junco, la exposición pretende cumplir con una nueva serie de propuestas breves articuladas en torno casi a la idea de muestra de gabinete, con la que ofrecer nuevas lecturas de gran intensidad artística. Esta última resulta encomiable por lo que tiene de maridaje entre especialidades, por remover el cultivo filosófico de las categorías de pintura y poesía, por hurgar de nuevo en trámites aparentemente resueltos, por llevar al visitante que lo desee hasta la estupefacción más maravillosa y productiva. Es de esas exposiciones que, sin pretensiones exacerbadas, consigue arrebatar del veedor una sensación preciosa, lírica, como de ilustración miniada. Y además de ello, está el pretexto de rememorar la obra de Robert Motherwell, quien, en su intervención en la fundación en 1980, después de recoger el turno de un Rafael Alberti tembloroso al recitar su propio poema en presencia del inspirador, decía: “La poesía es imposible para mí. Quizás sea por esto que soy pintor”. Vengan ustedes a comprobar por qué.

Motherwell y los poetas (Octavio Paz y Rafael Alberti)
Calle Castelló, 77 – Madrid
Hasta el 1 de septiembre de 2012
 
 
Artículo publicado en la revista Culturamas: «Robert Motherwell y la literatura de Octavio Paz y Rafael Alberti» (01.VIII.2012)
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Søren Kierkegaard

https://i0.wp.com/www.culturamas.es/wp-content/uploads/2012/07/9788498793154k.jpgQué cosa tan oscura es el tiempo presente que no logramos dejar de estremecernos al hablar de él o sobre él. Qué difícil se nos presenta el hoy para ver el mañana y qué arduo es movilizarse en pro de la justicia de los pueblos y de las naciones que han de ser sustentados a golpe de decreto y despacho. El caso es que a veces sucede que mirar hacia el pasado puede hacernos reflexionar justamente, ya no sobre el futuro, que es cosa peliaguda en todo momento, sino sobre el presente, es decir, sobre el tiempo a vivir y no sobre el tiempo por vivir.

Del caso que nos ocupa podríamos decir que se encuentra a cierta distancia tanto en el tiempo como en el espacio. Søren Kierkegaard (1813-1855), danés de nacimiento pero hijo del mundo y padre del existencialismo filosófico, nos sirve para detenernos un instante en la convulsión imperante de nuestros días a través de la distancia; una distancia que aparentemente consideraríamos descontextualizada. Pero nada más lejos de la verdad. Tomando la serie que comenzara John Stuart Mill con El espíritu de la época (1831), seguido por Alexis de Tocqueville con el revolucionario escrito La democracia en América (1835), pasando por Thomas Carlyle con Pasado y presente (1843) o Jeremias Gotthelf con su El espíritu de Berna y el espíritu de los tiempos (1852) y terminando con Oswald Spengler en 1921, Kierkegaard recoge el testigo de elaborar una pieza de crítica cultural como es “La época presente”, un libelo escrito hacia 1846 y editado ahora por la editorial Trotta con traducción de uno de los mayores especialistas en la obra del filósofo danés, Manfred Svensson.
El escrito de Kierkegaard, a pesar de estar en sintonía con la estela de Carlyle, no le debe nada, pues lo ignoraba por completo. Quien por su parte no ignoraba a Carlyle era Johan Ludwig Heiberg, que había escrito “Sobre la importancia de la filosofía en la época presente”, del cual el propio Søren tenía un ejemplar. Todo tiene su explicación, pues a través del pretexto de elaborar una reseña literaria es como nace este pequeño fragmento maravilloso. La madre de Heiberg, Thomasine Gyllembourg, también escritora, había escrito varias novelas que habían ejercido en Kierkegaard una gran fascinación. Entre ellas está Una historia cotidiana o Dos épocas. Ésta última sería el objeto de la reseña que llevara a cabo el filósofo con el título de Una recensión literaria, y de aquí se extraería el fragmento que analizamos a continuación.
Resultó finalmente que la recensión llegó a ser tan extensa o más como la propia obra de Gyllembourg, lo que nos ofrece una ligera idea de la enjundia que Kierkegaard le ponía a todo lo que llevaba a cabo. Se diferenciaban tres partes; la primera era una especie de revisión de los contenidos novelísticos, la segunda una interpretación estética de la novela y sus detalles, y la tercera daba cauce a unas pretendidas conclusiones a partir de una consideración sobre la obra. Es aquí donde Søren liberó su pluma de ataduras formalistas y emprendió la genuina labor crítica usando como vehículo la sociedad presente de su tiempo.
Pero lo que hace de Kierkegaard majestuoso y memorable no es la conciencia crítica sobre la cultura de su tiempo, reflejada por otra parte en los ejemplos citados, sino la desvinculación socio-política en su análisis de la filosofía: vio en los males sociales una afección que comenzaba en el ser humano. Asimismo los manuales de filosofía han querido señalar por encima de cualquier aspecto que la figura de Kierkegaard era el eslabón perdido de una lectura marxista, el encumbrado autor que desplegó una de las más ambiciosas críticas a Hegel, persona esencial para comprender la futura separación entre Iglesia y Estado en Dinamarca, etcétera. Sin embargo, si tuviésemos que definir las categorías que hacen único a este pensador dentro de la historia de la filosofía, serían bien distintas: individuo, salto, elección o angustia, son de hecho valores que inciden de manera categórica en su naturaleza individualista e irracional.
Entre los pasajes que podemos leer, sobresale uno de magnífico planteamiento: el mundo actual es plenamente revolucionario, pero hay una ausencia de pasión. O mejor dicho, existe una sobrereflexión en la manera de encauzar la vida que convierte al ser humano en un suicidado por prudencia, no por acto. Algo así como un conductismo feroz que devora la capacidad de decisión y movimiento y que embota los sentidos que derivan del instinto y la espontaneidad. La paradoja es formidable, porque plantea desde su enunciación la muerte del no muerto, o dicho de otra manera acaso más sencilla: muere por no haber sido capaz de morir con libertad. También analiza otros interesantes aspectos como son, por ejemplo, los sentimientos colectivos que se generan por defecto al adoptar esta actitud. Uno de ellos sería el de la admiración, fiel reflejo de la sociedad en la que se vive y que se materializa en los actos del hombre racional. A ello les siguen temas de carácter ético y estético, también sucintamente la teología, otra de las cuestiones fundamentales en la vida y obra del filósofo. De hecho, si La época presente tiene algún interés añadido más en la obra de Kierkegaard, es el de servir de gozne hacia su última etapa, la teológica, la más sustanciosa, mordiente e incisiva de toda su carrera hasta su muerte en 1855.
Y ya para terminar, si bien no podríamos tomarnos al pie de la letra todas sus proposiciones, porque las suyas son las de su época y su lugar, nunca las nuestras, las de la maltrecha Europa actual, hay varios pasajes que pueden hacernos comprender por qué Søren Kierkegaard fue uno de los mayores pensadores que la filosofía ha dado al mundo, capaces de conmover hasta la perplejidad con fragmentos tan actuales como este:
Pero una época desapasionada no posee ningún activo: todo se convierte en transacciones con papel moneda. Algunas frases y observaciones circulan entre la gente, en parte verdaderas y razonables, pero sin vitalidad. Pero no queda ningún héroe, ningún amante, ningún pensador, ningún caballero de la fe, nadie magnánimo, ningún desesperado que valide estas cosas por haberlas vivido en forma primitiva. Y tal como en una transacción entre hombre y hombre el susurro del papel moneda nos hace extrañar el sonido de las monedas: de ese modo se puede extrañar en la época presente un poco de primitivismo.”

Søren Kierkegaard, La época presente, Madrid, Trotta, 2012, 95 pp.

‘Nos falta la emoción’, publicado en la revista Culturamas (26.VII.2012)

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William Blake en el Paseo del Prado

William Blake (1757-1827). Visiones en el arte británico

CaixaForum Madrid, hasta el 21 de octubre de 2012

Por Mario S. Arsenal

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Probablemente estemos hablando de la propuesta más interesante que el seco y caluroso período estival madrileño pueda ofrecernos, pero sin duda también la más excitante. Hay matices, quizás menos de los que debiera; sin embargo, los habituales dada la envergadura del tema. Mientras a unos pocos metros se debaten por la supremacía museística un terrenal y empático Edward Hopper, cantor de la quietud y la soledad contemporáneas, y un siempre divino y delicioso Rafael en el templo histórico del arte español por excelencia, el CaixaForum, ese edificio inquietante y multicapilar, expone la obra de un –nunca mejor dicho– fantástico William Blake. Pero, primer matiz: su nombre y el adjetivo han de ir en mayúsculas.

 
Decía su comisaria, Alison Smith, conservadora de Arte Británico hasta 1900 de la Tate Britain de Londres, que la figura de William Blake supone uno de los baluartes de la cultura británica. Nosotros nos preguntamos en qué sentido, pues Blake fue un convencido antimonárquico que luchó contra todo lo institucional desde sus primeros pasos como pocas veces se ha visto en la historia. Asimismo fue defensor a ultranza de la causa norteamericana, para la cual fue un admirado portavoz y en la que sintió acaso los ecos de las primeras voces proféticas como así lo testimonia su America: a Prophecy, aparecido en 1793 en plena vorágine política.
 
Conclusiones propagandísticas a un lado, la figura de William Blake, seamos sinceros y sobre todo honestos, jamás ha calado dentro de ningún sistema, ni nacional ni cultural. Pero la respuesta es sencilla, casi pueril. Él tuvo su propio sistema. Segundo matiz. Y la cosa es harta sabida por todos: un hombre que enarbolaba la bandera de la sensualidad y que a la vez deseaba llegar al origen del fundamento religioso a la manera de mentes lúcidas como Tomás Moro o el propio Erasmo, era algo esencialmente intolerable por los guardianes vigías de la moral establecida de su tiempo y no sólo. Detestaba naturalmente a los científicos por epitomizar la razón y llegó a pagar el precio más alto por someter su persona a sus ideas. “Un loco”, decían las voces asistentes a la única exposición del pintor, celebrada en el barrio londinense de su Soho natal en 1809. “¡Qué locura!”, bramaban algunos. Y David Wilkie, el joven contrincante de un todavía desconocido William Turner, apostillaba: “Verdaderamente no entiendo en absoluto su método de pintar; sus diseños son grandiosos, el efecto y el colorido naturales, pero su ejecución es lo más abominable que nunca he visto y algunas partes de sus cuadros no pueden descifrarse de ninguna manera, y aunque sus cuadros no son grandes, tiene uno que ponerse al otro extremo de la habitación para que resulten agradables a la vista”. Como puede comprobarse en tres exiguas pinceladas, con Blake operó esa trillada fórmula del tiempo, la misma que arrebata el presente a los hombres de genio para colocar en sus espaldas la posteridad preclara e incontestable. Aunque bien es verdad, la dicha de Blake no se alojó en su espalda –equiparable por otra parte a la de Platón, sin ninguna duda–, sino en sus palabras. Por eso la muestra madrileña escarba en el reducto figurativo de este híbrido poeta que todo lo quiso abrazar y que a todas partes llegó; una muestra que, dejando a un lado la excelencia de la obra gráfica y pictórica de Blake, deja varios sinsabores. Y de nuevo hemos de matizar.

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Es evidente que en esta muestra se ha convenido representar su periplo artístico en toda su amplitud y complejidad, quizás de manera demasiado general, pero –y esto es cierto– a veces con mucho acierto, como es el caso de los mini-grabados que hiciera para las Églogas de Virgilio que mencionar como delicias casi supondría un eufemismo, y que posiblemente no volvamos a ver muchas más veces en España. Luego por otra parte se esconden las lagunas que cabría esperar en la exposición de un artista de esta talla, a pesar de ser un grito a voces que la obra de Blake es mayoritariamente de fácil acceso, siempre en instituciones públicas y con escasas piezas en manos de particulares. Se echan en falta, amén de la edición del correspondiente catálogo de la muestra (con mucho, la mayor carencia), la serie de grabados que ilustraban la Odisea homérica, o, como cosa anecdótica pero de una potencia extrema, la serie del Dragón Rojo, el inefable Nabucodonosor o el archiconocido Anciano de los días, identificado según la mitología blakeana con Urizen. También falta alguna ilustración extraída de Cantos de Inocencia o Cantos de Experiencia, o del sublime Matrimonio entre el Cielo y el Infierno, obras éstas en las que se podría haber comprobado de primera mano la huella de ese artista total que fue William Blake, en las que caligrafía, imagen y símbolo son convocadas en absoluta armonía. Ahora bien, después de las ausencias queda corroborar que hay pasajes verdaderamente encomiables. La primera etapa, de aprendizaje y aproximación a los rudimentos de la forma, siempre la más peliaguda, puede resumirse en la magistral acuarela Oberón, Titania y Puck con hadas danzando, de hacia 1786. Entretanto, la estrecha colaboración con uno de sus protectores, John Linnell, dio a luz algunas de las obras más paradigmáticas de Blake, como las ilustraciones para la Divina Comedia de Dante o el Libro de Job, obras que sirvieron de puente para conectar su impronta con la de generaciones posteriores. Aparecen representadas también las obras en las que Blake ensayó nuevas técnicas en el arte del grabado y su coqueteo con el temple, con resultados no tan preciosos quizás, pero cargados de una simbología extraordinaria que bien merecerían un espacio propio dentro de la historia del arte.
 
En su vida confluyeron distintos terrenos que fueron por sistema indivisibles. La literatura nunca fue independiente del grabado, porque para él la vida y el arte eran una misma cosa. Y eso es probablemente de lo que adolece esta muestra. Es muy difícil analizar esa cuestión de manera pormenorizada, pero sería justo tenerlo en cuenta. Puede decirse que desde 1818 hasta 1822 la labor poética de Blake sufre un receso, reduciéndose prácticamente a Laocoonte, un libro de aforismos probablemente escrito en 1820, y El Fantasma de Abel, sin olvidarnos de Las Puertas del Paraíso. Son esos últimos años en los que da a conocer, por ejemplo, el programa de 102 acuarelas para ilustrar la celebérrima obra de Dante, de las cuales termina sólo siete (todas representadas en la muestra). Sin embargo la cosa no queda ahí, pues han venido obras de los afamados y mal conocidos prerrafaelitas intentando conectar su labor con la del propio maestro, a la vez que se ha querido reflejar su presencia en el no tan estrecho grupo de Los Antiguos. Salvando una pequeña obra de Rossetti y el Sísifo en temple de Burne-Jones, la selección no ha sido acertada a nuestro parecer, a excepción de los vibrantes y deslumbrantes cuadros, antecedentes del Simbolismo, de Watts. Otra cosa son las citas ineludibles al arte de Miguel Ángel y de corte helenístico siempre presentes en su obra, punto clave para poder aproximarnos al artista de manera certera. Y es que en Blake –y probablemente esto sea la justificación de las palabras de Alison Smith mencionadas al principio – se reconcentra el pasado artístico de la historia que es reinterpretado magistralmente, siendo a su vez el repositorio de toda una genealogía de héroes quiméricos que han nutrido los imaginarios simbolista y surrealista, y las corrientes expresionistas de las primeras vanguardias del siglo XX, hasta llegar a la reapropiación iconográfica de la miscelánea fantástica que existe entre las megaproducciones de Hollywood y otros productos masivos de la cultura mediática contemporánea.
 
Con todo, habiendo hecho casi todas las matizaciones, les invitamos personalmente a que contemplen esta magnífica exposición las veces que sean pertinentes. Y a poder ser con conocimiento expreso de la mitología blakeana, con un libro en la mano si es preciso; así posiblemente extraigan de ella un arco iris de nuevas sensaciones con las que, como dijo el visionario poeta, quién sabe si podrán “Ver el mundo en un grano de arena / Y el cielo en una flor silvestre, / Tener el infinito en la palma de la mano / Y la eternidad en una hora.

Artículo publicado en la revista Culturamas (13.VII.2012)