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«Muerte de Narciso» /// José Lezama Lima (1937)

Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo

envolviendo los labios que pasaban

entre labios y vuelos desligados.

La mano o el labio o el pájaro nevaban.

Era el círculo en nieve que se abría.

Mano era sin sangre la seda que borraba

la perfección que muere de rodillas

y en su celo se esconde y se divierte.

Vertical desde el mármol no miraba

la frente que se abría en loto húmedo.

En chillido sin fin se abría la floresta

al airado redoble en flecha y muerte.

¿No se apresura tal vez su fría mirada

sobre la garza real y el frío tan débil

del poniente, grito que ayuda la fuga

del dormir, llama fría y lengua alfilereada?

Rostro absoluto, firmeza mentida del espejo.

El espejo se olvida del sonido y de la noche

y su puerta al cambiante pontífice entreabre.

Máscara y río, grifo de los sueños.

Frío muerto y cabellera desterrada al aire

que la crea, del aire que le miente son

de vida arrastrada a la nube y a la abierta

boca negada en sangre que se mueve.

Ascendiendo en el pecho sólo blanda,

olvidada por un aliento que olvida y desentraña.

Olvidado papel, fresco agujero al corazón

saltante se apresura y la sonrisa al caracol.

La mano que por el aire líneas impulsaba,

seca, sonrisas caminando por la nieve.

Ahora llevaba el oído al caracol, el caracol

enterrando firme oído en la seda del estanque.

Granizados toronjiles y ríos de velamen congelados,

aguardan la señal de una mustia hoja de oro,

alzada en espiral, sobre el otoño de aguas tan hirvientes.

Dócil rubí queda suspirando en su fuga ya ascendiendo.

Ya el otoño recorre las islas no cuidadas, guarnecidas

islas y aislada paloma muda entre dos hojas enterradas.

El río en la suma de sus ojos anunciaba

lo que pesa la luna en sus espaldas y el aliento que en halo

convertía.

Antorchas como peces, flaco garzón trabaja noche y cielo,

arco y castillo y sierpes encendidos, carámbano y lebrel.

Pluma morada, no mojada, pez mirándome, sepulcro.

Ecuestres faisanes ya no advierten mano sin eco, pulso

desdoblado:

los dedos en inmóvil calendario y el hastío en su trono

cejijunto.

Lenta se forma ola en la marmórea cavidad que mira

por espaldas que nunca me preguntan, en veneno

que nunca se pervierte y en su escudo ni potros ni faisanes.

Como se derrama la ausencia en la flecha que aísla

y como la fresa respira hilando su cristal,

así el otoño en que su labio muere, así el granizo

en blando espejo destroza la mirada que le ciñe,

que le miente la pluma por los labios, laberinto y halago

le recorre junto a la fuente que humedece el sueño.

La ausencia, el espejo ya en el cabello que en la playa

extiende y al aislado cabello pregunta y se divierte.

Fronda leve vierte la ascensión que asume.

¿No es la curva corintia traición de confitados mirabeles,

que el espejo reúne o navega, ciego desterrado?

¿Ya se siente temblar el pájaro en mano terrenal?

Ya sólo cae el pájaro, la mano que la cárcel mueve,

los dioses hundidos entre la piedra, el carbunclo y la

doncella.

Si la ausencia pregunta con la nieve desmayada,

forma en la pluma, no círculos que la pulpa abandona

sumergida.

Triste recorre —curva ceñida en ceniciento airón—

el espacio que manos desalojan, timbre ausente

y avivado azafrán, tiernos redobles sus extremos.

Convocados se agitan los durmientes, fruncen las olas

batiendo en torno de ajedrez dormido, su insepulta tiara.

Su insepulta madera blanda el frío pico del hirviente cisne.

Reluce muelle: falsos diamantes; pluma cambiante: terso

atlas.

Verdes chillidos: juegan las olas, blanda muerte el relámpago

en sus venas.

Ahogadas cintas mudo el labio las ofrece.

Orientales castillos cuelan agua de luna.

Los más dormidos son los que más se apresuran,

se entierran, pluma en el grito, silbo enmascarado, entre

frentes y garfios.

Estirado mármol como un río que recurvado o aprisiona

los labios destrozados, pero los ciegos no oscilan.

Espirales de heroicos tenores caen en el pecho de una

paloma

y allí se agitan hasta relucir como flechas en su abrigo de

noche.

Una flecha destaca, una espalda se ausenta.

Relámpago es violeta si alfiler en la nieve y terco rostro.

Tierra húmeda ascendiendo hasta el rostro, flecha cerrada.

Polvos de luna y húmeda tierra, el perfil desgajado en la nube

que es espejo.

Frescas las valvas de la noche y límite airado de las conchas

en su cárcel sin sed se destacan los brazos,

no preguntan mortales en estrías de abejas y en secretos

confusos despiertan recordando curvos brazos y engaste de la

frente.

Desde ayer las preguntas se divierten o se cierran

al impulso de frutos polvorosos o de islas donde acampan

los tesoros que la rabia esparce, adula o reconviene.

Los donceles trabajan en las nueces y el surtidor de frente a

su sonido

en la llama fabrica sus raíces y su mansión de gritos

soterrados.

Si se aleja, recta abeja, el espejo destroza el río mudo.

Si se hunde, media sirena al fuego, las hilachas que surcan el

invierno

tejen blanco cuerpo en preguntas de estatua polvorienta.

Cuerpo del sonido el enjambre que mudos pinos claman,

despertando el oleaje en lisas llamaradas y vuelos sosegados,

guiados por la paloma que sin ojos chilla,

que sin clavel la frente espejo es de ondas, no recuerdos.

Van reuniendo en ojos, hilando en el clavel no siempre

ardido

el abismo de nieve alquitarada o gimiendo en el cielo

apuntalado.

Los corceles si nieve o si cobre guiados por miradas la súplica

destilan o más firmes recurran a la mudez primera ya sin

cielo.

La nieve que en los sistros no penetra, arguye

en hojas, recta destroza vidrio en el oído,

nidos blancos, en su centro ya encienden tibios los corales,

huidos los donceles en sus ciervos de hastío, en sus bosques

rosados.

Convierten si coral y doncel rizo las voces, nieve los caminos,

donde el cuerpo sonoro se mece con los pinos, delgado

cabecea.

Mas esforzado pino, ya columna de humo tan aguado

que canario es su aguja y surtidor en viento desrizado.

Narciso, Narciso. Las astas del ciervo asesinado

son peces, son llamas, son flautas, son dedos mordisqueados.

Narciso, Narciso. Los cabellos guiando florentinos reptan

perfiles,

labios sus rutas, llamas tristes las olas mordiendo sus

caderas.

Pez del frío verde el aire en el espejo sin estrías, racimo de

palomas

ocultas en la garganta muerta: hija de la flecha y de los cisnes.

Garza divaga, concha en la ola, nube en el desgaire,

espuma colgaba de los ojos, gota marmórea y dulce plinto no

ofreciendo.

Chillidos frutados en la nieve, el secreto en geranio

convertido.

La blancura seda es ascendiendo en labio derramada,

abre un olvido en las islas, espada y pestañas vienen

a entregar el sueño, a rendir espejo en litoral de tierra y roca

impura.

Húmedos labios no en la concha que busca recto hilo,

esclavos del perfil y del velamen secos el aire muerden

al tornasol que cambia su sonido en rubio tornasol de cal

salada,

busca en lo rubio espejo de la muerte, concha del sonido.

Si atraviesa el espejo hierven las aguas que agitan el oído.

Si se siente en su borde o en su frente el centurión pulsa en

su costado.

Si declama penetran en la mirada y se fruncen las letras en el

sueño.

Ola de aire envuelve secreto albino, piel arponeada,

que coloreado espejo sombra es del recuerdo y minuto del

silencio.

Ya traspasa blancura recto sinfín en llamas secas y hojas

lloviznadas.

Chorro de abejas increadas muerden la estela, pídenle el

costado.

Así el espejo averiguó callado, así Narciso en pleamar fugó

sin alas.

—————

José Lezama Lima, Poesía completa, edición de César López,

Madrid, Sexto Piso, 2016, pp. 11-18.

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Un dios llamado Zorba /// Nikos Kazantzakis (1946)

En muchas ocasiones sentí el deseo de escribir sobre la vida y las andanzas de Alexis Zorba, un viejo operario al que quise mucho.

Los viajes y los sueños han sido los mayores benefactores de mi vida; los seres humanos, vivos y muertos, me han ayudado poco en mi lucha. Sin embargo, si quisiera elegir entre las personas que han dejado las huellas más hondas en mi alma, tal vez destacaría a tres o cuatro: Homero, Bergson, Nietzsche y Zorba.

El primero fue para mí el ojo sereno y fulgurante —como el disco del sol— que todo lo ilumina con un brillo redentor; Bergson me alivió de las insondables angustias filosóficas que atormentaron mi primera juventud; Nietzsche me enriqueció con otras angustias y me enseñó a transmutar la desdicha, la amargura y la incertidumbre en orgullo; y Zorba me enseñó a amar la vida y a no temer la muerte.

Si hoy tuviera que elegir en el mundo entero un guía espiritual, un gurú como lo llaman los indios, un anciano como lo llaman los monjes del Monte Athos, seguro que elegiría a Zorba.

Porque él tenía lo que un escritorzuelo necesita para salvarse: la mirada primigenia que, de un flechazo, atrapa su preso al vuelo; el instinto creativo, cada mañana renovado, de mirarlo siempre todo como si fuese la primera vez, devolviendo la virginidad a los elementos eternos —viento, mar, fuego, mujer, pan— de nuestra vida cotidiana. Poseía la firmeza en la mano, la frescura del corazón, la audacia de burlarse de su propia alma, como si dentro de sí tuviera una fuerza superior a ella. Y, finalmente, su risa salvaje y cristalina brotaba de un pozo profundo, más hondo que las entrañas del hombre; estallaba en los momentos cruciales y era capaz de derribar, y derribaba, todas las barreras —moral, religión, patria— que ha erigido el hombre desdichado y miedoso, para transitar si muchos daños por su mísera vida.

Cuando comparo el sustento que durante tantos años me dieron los libros y los maestros para saciar un alma famélica y qué mente leonina me ofreció Zorba por alimento, en apenas unos meses, me cuesta reprimir la rabia y la tristeza. Una casualidad echó a perder mi vida; me encontré con este «anciano» ya muy tarde y ya era irrelevante lo que en mí aún podía ser salvado. El gran viraje, el cambio total de horizonte, «la transmutación por el fuego» y la «renovación» no se dieron. Ya era demasiado tarde. Y así Zorba, en vez de ser para mí un modelo de vida elevado y formativo, decayó y acabó siendo —¡ay!— un argumento literario para emborronar un montón de hojas de papel.

Este triste privilegio, el de transformar la vida en arte, resulta desastroso para muchas almas carnívoras. Porque así, al encontrar escape, la pasión vehemente huye del pecho y el alma se alivia, ya no se consume, no siente la necesidad de luchar cuerpo a cuerpo, participando directamente en la vida y en la acción, sino que se complace al ver cómo su ímpetu se desvanece, formando volutas de humo en el aire.

Y no sólo se complace sino que se siente orgullosa; piensa que está llevando a cabo una obra sublime, que transforma el instante efímero e irremplazable —el único que en el tiempo infinito tiene carne y sangre— en presunta eternidad. Y así fue como Zorba, todo él carne y huesos, en mis manos se redujo a tinta y papel. Sin quererlo, y es más, queriendo lo contrario, el mito de Zorba había comenzado a cristalizar dentro de mí desde hacía tiempo.

En mi interior se puso en marcha la transmutación alquímica; al principio era un estridor musical, una voluptuosidad febril y un malestar, como si hubiera entrado en el flujo de mi sangre un cuerpo extraño y el organismo luchara para domarlo y anularlo, asimilándolo. Y alrededor de ese núcleo comenzaron a correr las palabras, a rodearlo y a nutrirlo como a un embrión. Se afinaban los recuerdos borrosos, emergían las alegrías y las amarguras reprimidas, ascendía la vida hacia un aire más ligero, y Zorba se transformaba en una fábula.

Todavía no sabía qué forma dar a esa fábula de Zorba: romance, canción, intrincado cuento fantástico de Las mil y una noches, o transcribir de modo árido y seco las charlas que mantuve con él en la costa de Creta donde vivimos, excavando convencidos de que encontraríamos lignito. Ambos sabíamos bien que esta meta práctica no era más que una coartada a los ojos del mundo; no veíamos la hora en que se pusiera el sol y terminaran su faena los obreros para acomodarnos los dos en la arena, comer nuestra apetitosa comida campesina, beber el vino brusco de Creta y ponernos a conversar.

La mayor parte de las veces, yo callaba: ¿qué le puede decir un «intelectual» a un titán? Lo escuchaba hablarme de su pueblo en el monte Olimpo, de las nieves, los lobos, los komitadjis [guerrilleros nacionalistas búlgaros que luchaban por la unión de Bulgaria, Serbia y Grecia al final del Imperio otomano], Santa Sofía, del lignito, la gratuidad, las mujeres, Dios, la patria, la muerte…, y de pronto, cuando no podía más y las palabras ya no le alcanzaban, se levantaba de un salto y, sobre los panzudos guijarros de la playa, comenzaba a bailar.

Entrado en años, con el torso erguido, delgaducho, con la cabeza echada ligeramente hacia atrás, los ojos pequeños como los de un pájaro, bailaba y gritaba y batía en el mar las grandes plantas de sus pies, salpicándose el rostro.

Si hubiese hecho caso a su voz —no a su voz, a su grito— mi vida habría valido la pena; habría vivido con sangre y carne y huesos lo que ahora medito como alucinado, llevándolo con tinta al papel.

Pero no me atreví. Veía a Zorba bailar, relinchando en mitad de la noche y vociferándome que me sacara también de encima el cómodo caparazón de la sensatez y la rutina, y que me embarcara con él en sus grandes viajes, pero yo permanecí inmóvil, tiritando.

Muchas veces me he avergonzado de mi vida, porque me he dado cuenta de que mi alma no osaba acometer lo que la suprema locura —la esencia de la vida— me pedía que hiciera; pero nunca me avergoncé de mi alma tanto como frente a Zorba.

Zorba, interpretado por Anthony Quinn, en la película de M. Cacoyannis (1964) / Museo Kazantzakis, Heraklión

Una mañana, al amanecer, nos separamos; yo tomé de nuevo rumbo al extranjero, incurablemente atacado por el mal fáustico de aprender; él emprendió camino al norte y acabó en Serbia, en una montaña cerca de Skopie, donde excavó un rico filón de granulada, enredó a varios ricachones, compró herramientas, reclutó obreros y de nuevo comenzó a abrir túneles en la tierra. Hizo saltar rocas, construyó caminos, abrió canalizaciones de agua, se edificó una casa, se casó —viejo todavía recio— con una bella viuda alegre, Liuba, y tuvo un hijo con ella.

Un día, en Berlín, recibí un telegrama: «Di con bellísima piedra verde, ven cuanto antes. Zorba».

Era la época de la gran hambruna en Alemania. El marco se había devaluado tanto que para hacer un pequeño pago transportabas los millones en un hatillo; y cuando ibas a un restorán y comías, tenías que desanudar tu pañuelo, repleto de billetes, y vaciarlo sobre la mesa para pagar; y llegaron días en los que se necesitaban diez billones para una estampilla.

Hambre, frío, chaquetas raídas, zapatos agujereados, las rojas mejillas alemanas ahora estaban amarillas. Con el viento de otoño, las personas se caían en la calle, como hojas. A los pequeños les daban un trocito de goma para que lo masticaran, se entretuvieran, no lloraran. La policía patrullaba los puentes del río, para evitar que por la noche se arrojaran las madres con sus pequeños, para ahogarse, para salvarse.

Invierno, nevaba. En el cuarto de al lado, un profesor alemán, sinólogo, para calentarse cogía el largo pincel y, al modo complicado del Lejano Oriente, intentaba copiar alguna vieja canción china o alguna sentencia de Confucio. La punta del pincel, el codo levantado en el aire y el corazón del sabio debían dibujar un triángulo.

—Al cabo de pocos minutos —me decía satisfecho— el sudor mana de mis axilas y así me caliento.

En esos crudos días recibí el telegrama de Zorba. Al principio me enfadé. Millones de seres humanos están humillados, postrados, a falta de un trozo de pan para reconfortar su alma y sus huesos, ¡y te llega un telegrama pidiéndote que emprendas un viaje de mil millas para ver una bella piedra verde! ¡Al diablo con la belleza, dije, que no tiene corazón ni le importa el dolor humano!

Pero de pronto me estremecí; el enfado había amainado y sentí con horror que ese grito inhumano de Zorba respondía a otro grito inhumano dentro de mí. Salvaje, un ave rapaz desplegaba sus alas en mi interior para ir.

Pero no fui; de nuevo no me atreví. No cogí el tren, no seguí el grito divino y bestial que salía de mi interior, no acometí ninguna acción audazmente descabellada. Seguí a voz parca, fría, humana de la sensatez. Y tomé la pluma y escribí a Zorba, explicándole…

Y él me respondió:

«Eres, y me disculparás, patrón, un chupatintas. Podrías haber visto tú también, infeliz, por una vez en tu vida, una bella piedra verde y no has querido. Te lo juro por Dios, alguna vez cuando he estado sin trabajo pensaba, y para mis adentros me decía: «¿Hay o no hay infierno?». Pero ayer, al recibir tu carta, me dije: «¡Seguro que debe haber Infierno para algunos chupatintas!»»

Yiorgis Zorbas, el auténtico Zorba en el que se inspiró Kazantzakis para el personaje de su novela, en una foto de 1918 / Museo Kazantzakis, Heraklión

Los recuerdos se pusieron en movimiento, empujándose unos a otros, con prisa. Llegó el momento de poner orden. De empezar con la vida y las andanzas de Zorba desde el principio. Hasta los sucesos más insignificantes relacionados con él resplandecen en este instante en mi mente: claros, ágiles y preciosos, como peces multicolores en un diáfano mar de verano. Nada suyo ha muerto dentro de mí, lo que Zorba tocó, parece haberse vuelto inmortal, y sin embargo, cierto desasosiego repentino me perturba en estos días: hace dos años que no recibo carta de él, ha de tener ya setenta y tantos años, puede que esté en peligro. Seguro que está en peligro. No puedo explicar de otro modo la súbita necesidad que se apoderó de mí de recopilar todo lo que tiene que ver con él, de recordar todo lo que me dijo y lo que hicimos, y de inmovilizarlo en el papel, para que no se desvanezca. Como si quisiera conjurar la muerte, su muerte. No es un libro lo que escribo, me temo, sino unas exequias.

Tiene, ahora lo veo, todas las características de las exequias. La bandeja engalanada de kólivas [masa de trigo que se ofrece n los funerales] copiosamente espolvoreadas de azúcar y, con canela y almendras, el nombre escrito encima: Alexis Zorba. Veo el nombre y, de golpe, el mar azul añil de Creta se agita y se zarandea en mi mente. Palabras, risas, danzas, borracheras, inquietudes, reposadas conversaciones al atardecer, los redondísimos ojos que, tiernos y desdeñosos, se clavaban sobre mí, como si a cada instante me dieran la bienvenida, como si a cada instante me dijeran adiós, para siempre.

Y al igual que cuando vemos la bandeja fúnebre decorada profusamente, otros recuerdos se arraciman como ristras de murciélagos en la gruta del corazón, así, sin yo quererlo, desde el primer momento se confundió con la sombra de Zorba otra sombra querida, y detrás de ella, inesperadamente, otra más: la de una mujer venida a menos, muy pintarrajeada, muy besuqueada, a la que Zorba y yo habíamos conocido en una playa de Creta, en el mar de Libia…

Sin duda el corazón de un hombre en una fosa cerrada, llena de sangre y, cuando se abre, corren a beber y a revivir las inconsolables sombras sedientas que sin cesar se amontonan a nuestro alrededor y entenebrecen el aire. Corren a beber la sangre de nuestro corazón, porque saben que otra resurrección no existe. Y delante de todas corre hoy Zorba con sus grandes zancadas y aparta a las otras sombras, porque sabe que las exequias, hoy, son para él.

Kazantzakis traduciendo al griego con un diccionario de francés (1931) / Museo Benaki, Atenas

Démosle pues nuestra sangre para que reviva. Hagamos cuanto podamos para que viva un poco más ese extraordinario comilón, borrachín, buscavidas, mujeriego y trotamundos. El alma más grande, el cuerpo más dotado, el grito más libre que yo haya conocido en mi vida.

Cit. Zorba el griego (Vida y andanzas de Alexis Zorba), trad. Selma Ancira, Barcelona, Acantilado, 2015, pp. 7-13.

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«Poesías en Casarsa» (2022) /// CITTÀ PASOLINI

El 14 de julio de 1942 Pasolini publica en la Librería Anticuaria Mario Landi de Bolonia la colección Poesie a Casarsa. Ochenta años después, en el año en que se celebra el centenario del nacimiento del poeta, esta obra ha sido traducida al español por primera vez y publicada por la editora Somos Libros. Hablamos de ello con Mario Colleoni, autor de la traducción:

– En primer lugar, ¿cuál ha sido su experiencia al acercarse así a la obra poética pasoliniana?

Abordar un libro como Poesie a Casarsa parecía algo aparentemente sencillo, pero al final resultó ser, como sucede con casi toda la obra de Pasolini, un regalo envenenado. Ha sido un desafío porque detrás de las palabras hay un sentido lírico muy profundo de las imágenes. Yo ya tenía el convencimiento, pero traducir este libro ha sido la prueba más rotunda de que lo más complejo que hay en esta vida asume siempre una forma conmovedoramente sencilla.

– En segundo lugar, ¿por qué cree que el primer libro de poemas de Pasolini ha sido olvidado por los traductores españoles hasta ahora?

Por una razón muy sencilla: el mercado lo ha usado como moneda de cambio, ha explotado los episodios más escandalosos de su vida, ha exprimido su enfrentamiento con el PCI, con el Vaticano, las sospechas sexuales, los procesos judiciales, el morbo de su asesinato, etc. Pero nadie lo ha llamado por su nombre, es decir, nadie ha querido (o necesitado) dar a conocer quién era y, por tanto, ni ha sido escuchado, ni leído ni estudiado. Que Poesie a Casarsa no haya sido traducido en España hasta ahora, ochenta años después, es sólo el reflejo de cómo nuestro mundo puede convertir un verdadero ejemplo en un mero souvenir.

– La obra es inmediatamente localizada y reseñada por Gianfranco Contini, que consagra al Pasolini poeta, destacando en particularmente el uso del dialecto, un friulano que inventa su propia koinè poética, nacida de la necesidad de escribir una lengua que hasta entonces sólo era hablada. ¿Cómo aborda un español la traducción de una lengua como el friulano de Poesías en Casarsa?

Desde el respeto, la admiración y el amor hacia una persona en la que había una idea del mundo más humana y más compasiva de lo que ha sido nunca. Para mí Pasolini es un ejemplo, aunque también una condena. Hay que tener precaución en el modo en el que uno lo aborda, porque si te acercas mucho puede arruinarte la vida. A mí, personalmente, esta forma de enfrentarme a él me ha costado un precio, pero por ello he aprendido algo importantísimo: por las heridas uno comprende el valor de las cosas. Abordarlo desde el dialecto, que yo desconocía, me ha hecho comprender su visión del mundo, y me ha ayudado a comprenderme a mí mismo y a las personas que amo.

– Pasolini afirmó que el fascismo no toleraba el dialecto. De hecho, en Primo piano, donde fue entrevistado por Carlo di Carlo (1968), Pasolini dice que Poesie a Casarsa representa un primer signo de oposición al poder fascista y el consiguiente intento de valorizar el dialecto, en una sociedad que se opone al uso de las lenguas bárbaras como propias de las masas rurales y en la que la izquierda también prefiere el uso de la lengua italiana. ¿Piensa usted que esta actitud de Pasolini tiene conexión con otras obras suyas, por ejemplo con los ensayos o el cine?

Con los ensayos no tanto, o no directamente, porque estaba constreñido a servirse del italiano para hacer entender al resto de la sociedad la pertinencia (y las razones) de conservar el dialecto, pero con el cine había una relación directa (y en parte también poética) en la que no dejó de insistir. Il Decameron (1970), por poner un ejemplo, se rueda completamente en dialecto napolitano.

– En 1954 Pasolini retoma esta obra y añade otras secciones tan relevantes como El Testament Coràn (1947-52). Hablamos de la colección La nuova gioventù donde se destacan dos momentos de la poética friulana del autor. ¿Ha encontrado muchas diferencias entre los componentes de los años cuarenta y los de los años cincuenta?

Sí, hay diferencias sustanciales en ciertas imágenes, y algunas las hago notar en la edición para que el lector sea consciente de ellas, pero los cambios son esencialmente de carácter prosódico, él mismo lo dice, y se ve con claridad sobre todo en el uso de los acentos, las diptongaciones y, en general, en la puntuación de todo el libro.

La nuova gioventù, última colección de los poemas friulanos de Pasolini, sale en Einaudi el 17 de mayo de 1975. El volumen, que tiene en la portada una foto juvenil de Pasolini, está compuesto por tres secciones. La segunda recoge treinta y siete textos que reescriben en negativo la poesía friulana de la juventud, incluso con coloridas remodelaciones orientadas al sentido de la pérdida y el duelo. ¿Qué importancia tienen estos poemas para entender al Pasolini de los años setenta y director de Salò?

Si La nuova gioventù es un libro fundamental para comprender la deriva existencial del poeta en sus últimos años, Poesie a Casarsa es la clave de bóveda sin la cual no puede comprenderse ni su vida ni su obra. Esa imagen de Casarsa será la que el poeta proyectará en el subproletariado romano, en las heroínas de sus películas; incluso en en los conflictos de todos los relatos subyace esa categoría estética que se dio en llamar «cinema di poesia», que también proviene de esa visión idealizada (pero real) de Casarsa. Es decir, hablamos de un libro —Poesie a Casarsa— que asentó por primera vez la voz de un muchacho que con veinte años quería nacer a la palabra, a la poesía, construir una mitología, inmortalizar la verdad de la vida en el campo, y que después extenderá a toda su obra. Por eso es sumamente importante.

– Muchos han afirmado que la obra de Pasolini tiene algo de intraducible, de típicamente italiano que en la operación de la traducción pierde parte de su esencia y de su fuerza. ¿Qué opina?

Toda traducción es una violación de lo virginal, de lo desnudo, de lo original. Sin embargo, para esta edición he procurado que el yo del traductor no apareciese; me he fustigado para que la vanidad no hiciera acto de presencia, y de esto he sido consciente cuando he vuelto a leer diversas traducciones de otros libros. Yo también soy un oxímoron en tantos aspectos de la vida, y ser consciente de esta embarazosa exhibición de la que hacen gala tantos traductores, que no pierden la oportunidad de dejar su impronta narcisista, me ha servido tal vez para ser más consciente de que, siendo la traducción una violación inevitable, mi yo debía y tenía que doblegarse a la voz del poeta, costase lo que costase. Esta era mi única forma de rendir culto a un poeta al que amo: respetar su voz y mostrársela al público. Por otra parte, cada vez que un traductor habla de musicalidad, el Niño Jesús llora desconsolado en el regazo de su madre.

– ¿Cuál sería el consejo que le daría a la persona que por primera vez se enfrenta a Poesías en Casarsa?

Es tan difícil que parece utópico, pero le diría que procurase extirpar de su imaginación los estereotipos que se han vertido sobre el poeta, todos esos tópicos que la prensa, los medios e indocumentados de todo pelaje han extendido a lo largo de cincuenta largos años, y que se enfrentase a Poesie a Casarsa como el que escucha con atención a un muchacho que, amando el mundo, decidió regalarnos sus llagas y sus promesas.

Entrevista en italiano en Città Pasolini

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Por el hombre /// Acacia Uceta (1967)

Voy a cantar al hombre,
al hombre sólo.
Tapaos los oídos con cera los cobardes,
volved la espalda los indiferentes:
no callaré por eso.
No podría callar aunque me echaseis
un puñado de rosas a los ojos.
Imposible es hallar cumbre o crepúsculo
que arrasar no quisiera
por levantar del polvo a un desvalido.
Apagaría todos los luceros
por devolver a un ciego la mirada,
a un triste la esperanza,
o simplemente
por llevar un minuto de alegría
al ser más humillado de la tierra.
Sólo el hombre me importa,
sólo el hombre:
su vacío infinito,
su valentía y su temor trenzados,
su alma interrogante
azotada de siempre por la duda,
atada a una cadena de preguntas
sin posible respuesta;
su postura intermedia
entre la Nada y Dios
y su impotencia
para negar el pecho a la tristeza.
Tan sólo por el hombre,
por nosotros, hermanos, los pensantes,
los desvelados y los oprimidos,
seguiré golpeando y golpeando
en la hermética puerta clausurada;
seguiré suplicando
desde todas las voces ignoradas,
desde todos los nombres conocidos,
por los que han de venir y los que fueron,
por los niños enfermos,
por los soldados muertos,
por los muertos en el comienzo mismo de la vida,
por los triunfantes y los ajusticiados
de todas las prisiones de la tierra,
por el hombre de siempre
con su destino oscuro
abierto a los confines
lo mismo que una cruz irrevocable,
por su infancia marchita,
ensuciada por todos
sin compasión alguna a su pureza;
por su alocada juventud vencida
a golpes de renuncia y de fracaso,
por su vejez de plomo
vertiendo como alero
su mínimo caudal en el vacío…
Por esta sucesión interminable
de pasos vacilantes monte arriba,
por esta des de altura
de la que siempre fuimos rechazados,
por esta sumisión agradecida
hasta el límite mismo de la muerte,
yo vuelvo a alzar mi ruego
y vuelvo a alzar mi canto
en millones de voces repetido.
Y hablo otra vez del hombre,
de nosotros, hermanos,
en un plural abierto
sin frontera de tiempo ni de raza.
Y ahora que el ademán es aún pujante
sobre esta tierra dura que me aguarda
y bajo estas estrellas que me ignoran,
me descubro la herida,
la herida mía y nuestra,
tan vieja y tan dolida como el mundo,
a ver si la ve Dios, a ver si existe
una gota de gracia que la cure.

 

Frente a un muro de cal abrasadora, 1967.

Cit. Acacia Uceta, Poesía completa, Ediciones Vitruvio, 2014.

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Elegía Segunda /// Rainer M. Rilke (1912)

TODO ÁNGEL es terrible. Y no obstante, ¡ay de mí!,

yo os canto, casi letales pájaros del alma,

sabiendo lo que sois. ¿Qué fue del tiempo de Tobías,

cuando uno de los más resplandecientes se apareció ante el humilde umbral,

un poco disfrazado para el viaje y sin ser tan temible?

(Como un joven que contempla a otro, lo miraba con curiosidad.)

Si ahora el peligroso arcángel, desde detrás de las estrellas

con sólo dar un paso descendiese hasta aquí,

de un vuelco nuestro propio corazón nos mataría. ¿Quiénes sois?

*

Tempranas perfecciones, vosotros, los mimados de la creación,

crestas elevadas, arreboladas cimas aurorales

de todo lo creado, polen de la divinidad en flor,

articulaciones de luz, pasadizos, escalas, tronos,

espacios de esencia, escudos de felicidad, tumultos

de un sentimiento tormentosamente arrebatado, y de pronto,

solitarios, espejos: que la propia belleza que irradian

la recogen de nuevo en propio rostro.

*

Porque sentir para nosotros es, ¡ay!, desvanecerse,

exhalamos nuestro ser; de ascua en ascua

despedimos cada vez un aroma más tenue. Tal vez alguien nos diga:

Sí, has entrado en mi sangre, la primavera y este cuarto

se han llenado de ti.. ¡de qué nos serviría!, no puede retenernos,

desaparecemos en él y en torno a él. Y a ésos que son bellos,

¡ay!, ¿quién los retendrá? Sin cesar la apariencia

se disipa su rostro. Como el rocío de la hierba matutina

lo nuestro asciende de nosotros, como el calor de un plato

ardiente. ¡Oh, la sonrisa!, ¿adónde? ¡Oh, mirada a lo alto!:

nueva, huidiza y cálida ola del corazón;

¡ay de mí!: somos, no obstante, eso. ¿El universo en que nos disolvemos

sabe a nosotros? ¿Recogen los ángeles

sólo lo suyo realmente, lo que emana de ellos

o hay también en ellos, como por descuido, un poco

de nuestro ser? ¿Estamos solamente mezclados con sus rasgos

como esa vaguedad que hay en el rostro

de una mujer encinta? Ellos no lo notan en el torbellino

de su vuelta a sí mismos. (¡Cómo iban a notarlo!)

*

Los amantes podrían, si lo comprendiesen,

decirse maravillas en el aire nocturno. Pues parece

que todo nos esconde. Mira, los árboles son, las casas

que habitamos existen todavía. Sólo nosotros pasamos

por delante de todo como un aire que cambia.

Y todo coincide en silenciarnos, en parte por vergüenza,

en parte, quizá, por una esperanza inexpresable.

*

A vosotros, amantes que uno a otro os bastáis,

yo os pregunto por nosotros. Os tocáis. ¿Tenéis pruebas?

Ved, a mí me ocurre que mis manos se percatan

la una de la otra, o que mi rostro fatigado

se refugie en ellas. Esto me da la sensación,

un poco, de mí mismo. ¿Quién, sin embargo, se atrevería por ello a ser?

Pero vosotros que os crecéis en el éxtasis del otro

hasta que él, abrumado, os suplica:

¡no más!; vosotros, los que bajo vuestras manos

os hacéis tan abundantes como los años de vendimia;

vosotros que a veces desaparecéis sólo

porque el otro prevalece: a vosotros os pregunto por nosotros. Ya sé

que os tocáis tan dichosos porque la caricia persiste,

porque el lugar que, tiernos, cubrís no se desvanece;

porque debajo de él experimentáis un poco la pura duración.

Por eso os prometéis con el abrazo casi la eternidad. Y sin embargo,

cuando habéis superado el terror de las primeras miradas

y el anhelo junto a la ventana, y ese primer paseo,

una vez, juntos por el jardín, decidme, amantes:

¿seguís siéndolo aún? Cuando os lleváis el uno al otro

a la boca para beber: sorbo a sorbo:

¡ay, qué extrañamente se evade de su acción el que bebe!

*

¿No os asombró nunca en las estelas áticas la discreción

de los gestos humanos? ¿No se posan allí amor y despedida

tan suavemente sobre los hombros, como si estuvieran

hechos de otra materia que en nosotros? Acordaos de las manos,

cómo descansan sin apretar a pesar de la fuerza que mantienen los torsos.

Dueños de sí, supieron expresarlo: esto somos nosotros,

esto es nuestro, así es como nos tocamos; con más fuerza

nos oprimen los dioses. Pero esto es cosa de los dioses.

*

Si nosotros pudiéramos encontrar también algo humano puro, contenido,

una estrecha franja de tierra fecunda que nos perteneciese,

entre la piedra y la corriente. Pues nuestro propio corazón nos sigue

sobrepasando siempre, como a ellos. Y ya no podemos

contemplarlo en imágenes

que lo calmen, ni en los cuerpos divinos

que, al ser más grandes, lo moderan.

 

7.

Rainer Maria Rilke, Elegías de Duino, Madrid, Hiperión, 2015, pp. 25-31.

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La cabellera /// Charles Baudelaire (1857)

¡Oh, crin que baja en rizos hasta el busto, hechicera!

¡Perfume de indolencia que impregnas ese pelo!

¡Éxtasis! Porque llenen mi oscura madriguera

los recuerdos que duermen en esa cabellera,

¡la agitaré en el aire lo mismo que un pañuelo!

 

El Asia displicente y el África abrasada,

todo un mundo lejano que casi se consume

habita tus honduras, floresta perfumada;

si hay almas que se elevan en música acordada,

nada mi alma en las ondas, ¡amor!, de tu perfume.

 

¡Irá allá, donde, fértiles, árbol y ser pensante

extienden al sol flavo los brazos y las ramas!

¡Oh trenzas, sed marea que me empuja adelante!

Tú guardas, mar de ébano, un sueño deslumbrante

de velas, de remeros, de mástiles y llamas:

 

un puerto estrepitoso donde mi alma al fin pueda

aspirar el perfume, el sonido, el color;

donde naves que cruzan sobre el oro y la seda

recogen en sus vastas manos esa moneda

de un gran cielo en que tiembla el eterno calor.

 

Hundiré mi cabeza, de embriagueces ya presa,

en ese negro mar do el otro está encerrado;

y mi sutil espíritu que el vaivén roza y besa

hallará la fecunda molicie que embelesa,

¡balanceo infinito del ocio embalsamado!

 

Crin azul, pabellón de sombras extendidas,

el combo azul del cielo de tus abismos me dan;

en el borde afelpado de tus crenchas torcidas

me embriago ardientemente de esencias confundidas

de aceite de palmera, de almizcle y de alquitrán.

 

Mucho tiempo… ¡por siempre! mi mano en tu melena

sembrará los rubíes, las perlas, el zafiro

para que a mi deseo nunca embargue la pena:

¿no eres tú mi oasis y la crátera plena

donde a sorbos el vino de la memoria aspiro?

 

Cit. Charles Baudelaire, Las flores del mal (trad. Manuel J. Santayana), Madrid, Vaso Roto, 2014, pp. 110-113.

 

[Ô toison, moutonnant jusque sur l’encolure! / Ô boucles! Ô parfum chargé de nonchaloir! / Extase! Pour peupler ce soir l’alçôve obscure / Des souvenirs dormant dans cette chevelure, / Je la veux agiter dans l’air comme un mouchoir! / La langoureuse Asie et la brûlante Afrique, / Tout un monde lointain, absent, presque défunt, / Vit dans tes profondeurs, forêt aromatique! / Comme d’autres esprits voguent sur la musique, / Le mien, ô mon amour! nage sur ton parfum. / J’irai là-bas où l’arbre et l’homme, pleins de sève, / Se pâment longuement sous l’ardeur des climats; / Fortes tresses, soyez la houle qui m’enlève! / Tu contiens, mer d’ébène, un éblouissant rêve / De voiles, de rameurs, des flammes et de mâts: / Un port retentissant où mon âme peut boire / À grands flots le parfum, le son et la coleur; / Où les vaisseaux, glissant dans l’or et dans la moire, / Ouvrent leurs vastes bras pour embrasser la gloire / D’un ciel pur où frémit l’éternelle chaleur. / Je plongerai ma tête amoureuse d’ivresse / Dans ce noir océan où l’autre est enfermé; / Et mon esprit subtil que le roulis caresse / Saura vous retrouver, ô féconde paresse, / Infinis bercements du loisir embaumé! / Cheveux bleus, pavillon de ténèbres tendues, / Vous me rendez l’azur du ciel immense et rond; / Sur les bords duvetés de vos mèches tordues / Je m’enivre ardemment des senteurs confondues / De l’huile de coco, du musc et du goudron. / Longtemps! toujours! ma main dans tan crinière lourde / Sèmera le rubis, la perle et le saphir, / Afin qu’à mon désir tu ne sois jamais sourde! / N’es-tu pas l’oasis où je rêve, et la gourde / Où je hume à longs trait le vin du souvenir?]

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El alba meridional /// Pier Paolo Pasolini (1963)

«Caminaba por los alrededores del hotel —era de tarde—

y aparecieron cuatro o cinco muchachos,

con piel de tigre de los prados, sin

una peña, un hoyo, un poco de vegetación

donde refugiarse de eventuales disparos: pues

Israel estaba allí, en la misma piel de tigre,

sembrada de casas de cemento e inútiles

muros, como en cualquier periferia.

Me uní a ellos, en aquel punto absurdo,

lejos de la calle, del hotel,

del confín. Fue una de tantas amistades,

una de esas que durando una tarde

te torturan después durante el resto de tu vida. Ellos,

los desheredados y, más aún, hijos

(que de desheredados tienen el conocimiento

del mal —el hurto, la rapiña, la mentira—

y, de hijos, el ingenuo idealismo

de sentirse consagrados al mundo),

ellos, mostraron enseguida la vieja luz de amor

—como gratitud— en el fondo de sus ojos.

Y, hablando, hablando, hasta que

cayó la noche (y uno ya me abrazaba,

diciendo, ora que me odiaba, ora que no,

me amaba, me amaba) lo supe todo de ellos,

cada mínima cosa. Eran dioses

o hijos de dioses que misteriosamente disparaban

a causa de un odio que les había expulsado de los montes de Creta,

como esposos sedientos de sangre sobre los Kibutz invasores

en el otro lado de Jerusalén…

Estos zarrapatrosos que ahora duermen al aire libre

en el fondo de un prado de la periferia.

Con sus hermanos mayores, soldados

armados de un viejo fusil y dos mostachos

de mercenarios resignados a viejas muertes.

Estos son los Jordanos, terror de Israel,

estos que frente a mí lloran

el antiguo dolor de los prófugos. Uno de ellos,

destinado al odio, ya casi burgués (al moralismo

chantajista, al nacionalismo que blanquea con furor

neurótico), me canta el viejo estribillo

aprendido de su radio, de sus reyes.

Otro, harapiento, escucha y asiente,

mientras, como un cachorro, se aprieta contra mí,

sin mostrar otra cosa, en el prado de las afueras,

en el desierto jordano, en el mundo,

que un mísero sentimiento de amor.»

 

Pier-paolo-pasolini-Dino Pedriali 1975

Pier Paolo Pasolini (Dino Pedriali, 1975)

 

Pier Paolo Pasolini, La religión de mi tiempo, Madrid, Nórdica, 2015, pp. 218-221.

 

[Camminavo nei dintorni dell’albergo —era sera— / e quattro o cinque ragazzetti comparvero, / nella pelle di tigre dei prati, senza / una rupe, un buco, un po’ di vegetazione / dove riparasi da eventuali spari: ché / Israele era lì, sulla stessa pelle di tigre, / cosparsa di case di cemento e vani / muretti, come in ogni periferia. / Li raggiunsi, in quell’assurdo punto, / lontano dalla strada, dall’albergo, / dal confine. Fue un’ennesima amicizia, / una di quelle che durando una sera, / straziano poi tutta la vita. Essi, / i diseredati, e, per di più, figli / (che, dei diseredati hanno il sapere / del male —il furto, la rapina, la menzogna— / e, dei figli, l’ingenua idealità / del sentirsi consacrare al mondo), / essi, ebbero subito la vecchia luce d’amore / —come gratitudine— nel fondo degli occhi. / E, parlando, parlando, finché / scese la notte (e già uno mi abbracciava, / dicendo ora che mi odiava, ora che no, / mi amava, mi amava), seppi, di loro, ogni cosa, / ogni semplice cosa. Questi erano gli dei / o figli di dei, che misteriosamente sparavano, / per un odio che li avrebbe spinti giù dai monti di Creta, / come sposi assetati di sangue, sui Kibutz invasori / sull’altra metà di Gerusalemme… / Questi straccioni, che vanno a dormire, ora, / all’aperto, in fondo a un prato di periferia. / Coi loro fratelli maggiori, soldati / armati di un vecchio fucile e di due baffi / di mercenari rassegnati a vecchie morti. / Questi sono i Giordani terrore di Israele, / questi che davanti a me piangono / l’antico dolore dei profughi. Uno di essi, / deputato all’odio, già quasi borghese (al moralismo / ricattatore, al nazionalismo che sbianca di furore / neurotico) mi canta il vecchio ritornello / imparato dalla sua radio, dai suoi re— / un altro, nei suoi stracci, ascolta assentendo, / mentre, come un cucciolo, si stringe a me, / non provando altro, nel prato di confine, / nel deserto giordano, nel mondo, / che un misero sentimento di amore.]

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«Saber y amar son una misma cosa» /// Sobre Rainer Maria Rilke

Rilke-1906

Rilke en una fotografía de 1906 / Fondation Rilke

«El 5 de marzo de 1898, Rilke pronunció en Praga una conferencia sobre «La poesía lírica moderna». No todas las ideas que sostuvo en esta charla eran suyas, ya que estaba entonces muy influido por sus primeros maestros. Y Lou Salomé le había guiado, en este tiempo, hacia la lectura de Dante. Probablemente ella pensaba que ningún maestro podía conducirle mejor hacia la originalidad y hacia la educación de su propia personalidad, puesto que esta distinción espiritual —más que un estilo o unas ideas— es lo que nos seduce en el poeta florentino. Sólo a un alma muy grande se le pudo ocurrir la idea de comunicar «a los príncipes de la tierra» («ai Principi della Terra») que su amada había muerto, convirtiendo así el dolor de su corazón en un tema universal.

El joven Rilke sorprendió al auditorio cuando declaró que la poesía moderna había comenzado en 1292 con la Vita nuova de Dante. Se había dado cuenta de que, en la obra juvenil del poeta florentino, estaba ya contenido el germen de la Divina comedia: los personajes, la figura de Virgilio, la amada (pálida, color di perla), los astros, los símbolos ocultos y los ángeles.

Nadie pensaba entonces que la poesía lírica podía ser un descubrimiento del Duecento. En 1898, año de la muerte de Mallarmé, los últimos discípulos del simbolismo defendían todavía la escritura esotérica y oscura, librando enconadas batallas contra los jóvenes que predicaban la claridad y la sencillez. Pero el conferenciante siguió insistiendo en sus ideas antimodernas, proclamando que el arte «no debía hablar otro lenguaje que el de la belleza» y que el artista debía alejarse de su propio tiempo para «descubrir cuánta eternidad hay en nosotros». O sea, en palabras de Dante: «Se tu segui tua stella, / non puoi fallire a glorioso porto» (Si sigues a tu estrella, / por fuerza has de arribar a glorioso puerto).

Los grandes artistas del Renacimiento se inspiraban en el espíritu de los clásicos, pero no imitaban sus maneras. Y, por eso, no cayeron en la simple imitación de Grecia que nos propondrían los maestros de la Ilustración, sino que hallaron la belleza y la vida en sí mismos. Ya Rilke comenzaba a descubrir al poeta lírico que llevaba en su corazón, despegado del naturalismo de su tiempo e interesado por el sentimiento místico y el mundo interior. Pero vayamos poco a poco, que todavía le acechaban algunas tormentas.

Ante todo debía solventar el conflicto que mantenía con su madre, y que era para él fuente de muchas angustias. También Dante nos enseñó —antes de Freud— que hay sentimientos morbosos que nos producen vergogna y nos enfrentan incluso con nuestros padres. Así, algunos héroes desventurados de la tragedia griega preferían hablar de sus antepasados más lejanos, de sus hazañas o de su patria, antes de citar el nombre deshonroso de su padre o de su madre. El propio Dante no hizo nunca referencia a su padre, que volvió a casarse después de enviudar. Y, de igual forma, Rilke será injusto y duro con su madre, a la que «acusa» del fracaso del hogar familiar y de las angustias de su adolescencia.

La voz amonestadora de Phia Entz le llama en estos días al orden, y le advierte que —si no se matricula en la universidad— perderá la subvención que le pasan sus primas. No comprende que su hijo sea tan irresponsable: se descare a pedir dinero a sus padres, mendigue favores en todas partes y, sin embargo —andando tan apurado de recursos—, no cuide el pequeño legado de su tío.

Con buen sentido, Lou le recomienda que vaya a ver a su madre a su retiro italiano, en Arco, y que discuta con ella estas cosas. Son decisiones importantes de la vida que no deben escamotearse el uno al otro, tomando como pretexto las fórmulas de respeto y de apariencia de la educación burguesa. Tienen que hablar claramente, sin miedo a los desacuerdos, porque no se trata de mantener una relación hipócrita entre madre e hijo, que es lo que acabarán haciendo durante toda la vida.

Lou tenía experiencia en este terreno, porque había vivido también serios problemas con su madre. Había sostenido con ella enérgicas disputas, cuando era una joven rebelde. La viuda Von Salomé era prudente y ordenada, al estilo de las antiguas amas de casa, mientras que su hija había heredado el carácter enérgico de su padre.

Rilke-enfant1884

Rilke de niño (1884) / Fondation Rilke

Lou era consciente de que esas escaramuzas de los hijos con las madres tienen más trascendencia de la que parece. Para las mujeres es más fácil aceptar la figura paterna, porque, en su instinto hormonal, no suele haber —salvo excepciones— enfrentamientos de competencia con el macho. La figura del padre no es un obstáculo para que una mujer llegue a culminar el proceso formativo de su personalidad. Los instintos maternales de la mujer (la intuición, la piedad, la ternura con los hijos) —cuando no están alterados por malas experiencias o por un indoctrinamiento en sentido contrario— no contienen violencia contra el sexo masculino. Por eso ellas pueden desarrollarse sin complejos, afirmando sus dotes naturales, aceptando y comprendiendo desde la libertad las enseñanzas o consejos paternos.

Por el contrario, en los hombres, la aceptación de la madre suele realizarse en conflicto con la agresividad masculina. Y, por eso, el proceso de maduración de los muchachos es más lento. Tienen que aceptar la ternura, la piedad, la intuición emotiva y tantas otras cualidades que parecen enfrentadas con el desarrollo de la testosterona: hormona de la lucha que llevaba a los primitivos cazadores y guerreros a rematar al animal caído.

Lou escribirá, en los años maduros de su vida, páginas interesantes sobre este proceso de aceptación de los «dos géneros», en el que los hombres partimos en desventaja. Y, sin embargo, es un camino de iniciación fundamental, porque en lo «femenino» habita también Mnemosyne —la diosa de la memoria— que es tan importante para el arte y, sobre todo, para la poesía.

En «La princesa blanca», poema dramático escrito en estos años, Rilke compara el terror de la muerte con «la angustia que existe en los animales, y la ansiedad de las mujeres cuando dan vueltas desorientadas»… ¡Idea terrible! Si de nuestra madre procede la seguridad, ¿puede existir algo más cruel que verla a ella desorientada y perdida en la locura o en la falta de la memoria? Si la madre es quien nos guía en la oscuridad —como la luna en la noche—, ¿puede haber angustia más grande que verla extraviada y perdida? Si nuestra madre se pierde, ¿quién nos guiará en las sombras?

Rilke se sentía, ahora, muy distante de su madre. No le perdonaba las maniobras que había hecho para convertirlo en una muñeca. Al menos así lo interpretaba él, entre tantos otros sentimientos —malsanos y morbosos— que le enfrentaban a Phia. «Me destruyó piedra a piedra», confesará a un amigo.

Su conflicto interior llegó a ser tan grande que Lou Salomé le propondrá, un día, recurrir al psicoanálisis. Pero él rechazará ese método de curación, pensando que la frontera entre la razón lógica y la inspiración nunca está tan clara en los artistas. «Sería horrible vomitar así la infancia, a trozos, sin digerir», le dijo a Lou Salomé, cuando comprendió que su destino no era «despojarse de sus complejos», sino convertir esos oscuros recuerdos en sabiduría y poesía.

La animadversión de Rilke contra el psicoanálisis no sólo cabe atribuirla a su sensibilidad de poeta, sino también a un dato que no debemos dejar oculto. Sospechaba que era Pineles —el amigo de Lou— quien proponía esos tratamientos.

El profesor Andreas, por su parte, seguía pensando que Rilke debía someterse a la disciplina del estudio universitario. Y ahora, en el curso de 1898, el poeta tenía el proyecto de matricularse en la Universidad de Berlín, decisión que era también importante para mantener la beca que le pagaban sus primas. Sin embargo, Lou le convenció de que, antes de iniciar esta nueva etapa universitaria, no aplazase más la visita a su madre.

Phia se encontraba en los Alpes italianos, donde pasaba sus vacaciones. Y el viaje en tren hasta Arco era largo, pero podía ser una buena oportunidad para que Rilke conociese otros lugares de Italia, llegando hasta Florencia. No en vano este año 1898 había comenzado para nuestro poeta bajo los auspicios de Dante y de la Vita nuova.

Lou era consciente de que el joven Rilke acabaría perdiéndose en el estéril discurso de la poesía abstracta y racionalista, si no recibía la formación «sensual y formal» en la que debe iniciarse todo artista, y muy especialmente si es alemán. La pedagogía alemana —espiritualizada por la Reforma— carecía de los fundamentos sensoriales de la cultura mediterránea. Faltaba, en la honda formación espiritual de los modernos artistas alemanes, un intermezzo de sensualidad que los iniciase en las formas del clasicismo. O sea: el camino de Durero, de Mozart y de Goethe.

7.

A Lou le preocupaba el mundo obsesivo del joven Rainer. A veces, cuando le veía atormentado y mohíno, extraviado en sus teorías trascendentales, y abandonado a los reproches de su conciencia, temía que ese diablo le enfermase y devorase lo mejor de su alma: su encanto ingenuo y natural. Ese instinto le llevaba, a veces, hacia las obras más morbosas del expresionismo, donde la sangre y el crepúsculo, la ansiedad y los gritos quiebran la belleza natural de la vida. Ella conocía bien a Ibsen —le había dedicado un ensayo—, y había tratado a Strindberg, que era amigo del profesor Andreas. Y no quería que Rilke siguiese ese camino nebuloso.

Lou Salomé hizo todo lo posible por alejar al poeta de los modelos «malditos» de su tiempo. Y, cuando Rilke —ya en sus años adultos— se muestra contrario al «gélido raciocinio de Ibsen», y le acusa de «no tener un corazón a la altura de su inteligencia genial», nos parece estar oyendo las opiniones y los consejos de Lou. Ella fue quien envió a su joven discípulo a Italia, consciente de que sólo el Renacimiento podía salvarle. Justamente esa batalla para vencer la locura en «medida y forma» dará vida a la poesía de Rilke, cuando alcance su madurez.

Por diferentes motivos Lou también quería distanciarse un poco de su discípulo. Su hermano Zhenia estaba gravemente enfermo en San Petersburgo, y ella quería visitarle, temiendo que fuese la última oportunidad. Adoraba a este muchacho que había sido el héroe de su juventud, ya que era divertido y muy guapo. Y ella recordaba sus locas aventuras en las fiestas de San Petersburgo. En una ocasión se había disfrazado de lou, con una peluca rubia, interpretando el papel tan maquiavélicamente que muchos jóvenes bailaron con «ella» y se dejaron seducir por sus mentiras.

Antes de que Rilke iniciara su viaje a Italia, Lou le pidió que le escribiese un diario, dibujándole el milagro de los días más largos al sur. Ella era muy sensible a estas transformaciones alquímicas de la luz. Y había hecho un viaje de Nápoles a San Petersburgo, siguiendo los cambios desde la primavera temprana hasta la primavera tardía: «el viaje de las tres primaveras», lo llamábamos en mi juventud.

Era marzo y, en Berlín, los pájaros volaban con un alboroto atareado que anunciaba la primavera. Paseando por el bosque de Schmargendorf, Lou y Rainer soñaban en los campos de la Toscana donde las tiernas hojitas debían de estar brotando en los viñedos. En algún jardín despuntarían ya las rosas.

Lou le pidió que esperara en Florencia, y le prometió que iría a buscarle a su regreso de Rusia, cuando estuviese más avanzada la primavera. Conocía bien Italia y amaba esta tierra bendita donde todo tiene nombre y forma. Sus años de juventud habían transcurrido en Roma y Sorrento, donde entonces vivía con su maestra Malwida von Meysenburg. Y ésta le había explicado cómo Italia ejerció un poder salvador y mágico en la vida de Goethe, devolviéndole su alma de poeta y sus sueños de juventud. Por eso, en su casa de Weimar, el gran poeta alemán se había hecho grabar un saludo en latín: «Salve». ¿Una forma de espantar al diablo?

Ella era muy aficionada a los aforismos y a los lemas de vida. Tenía sobre su cama un calendario con máximas bíblicas. Le gustaba especialmente una frase de san Pablo, en la Primera Epístola a los Tesalonicenses: «Os rogamos, hermanos, que procuréis permanecer tranquilos y ocupados en vuestras tareas, trabajando con vuestras manos como os hemos mandado». Pero Nietzsche le pidió que sustituyese esta máxima por una sentencia —genial y decididamente antiburguesa— de Goethe: «Apartaos del término medio para vivir resueltamente en la totalidad, lo pleno, lo bello». El medio mediocriza, diría André Gide…

Lou salome 1880

Lou Andreas-Salomé en San Petersburgo (ca.1880) / Fuente: El Mundo

Hacía ya veinte años que Lou Salomé —siendo casi una niña— había vivido las mismas dudas, combates y angustias. Y a Rilke le gustaba oírla, cuando rememoraba sus recuerdos. Le preguntaba cómo había conocido a Nietzsche y a Paul Rée. Y ella evocaba una primavera en Roma.

Lou tenía una memoria prodigiosa, y podía repetir palabras que, durante años, guardaba en su corazón. Por eso recordaba aforismos, poemas y canciones de Nietzsche, que apenas había comprendido cuando los oyó por primera vez. Recordaba a este sabio iluminado y pasional que hablaba continuamente de Dios «con una profunda emoción, porque él procedía de la religión, y se encaminaba a la profesión religiosa», según sus palabras-

Era casi una niña cuando había conocido a Nietzsche. Había leído mucho, ya que fue siempre muy estudiosa, y sus maestros —entre ellos el gran Richard Avenarius— la habían iniciado en la filosofía. Era capaz de enfrentarse al pensamiento de Spinoza, pero no tenía la poderosa formación de Nietzsche en Filología Clásica, y le costaba, a veces, navegar en los pensamientos teológicos de este hijo de pastor luterano.

Nietzsche manejaba magistral y seductoramente los símbolos y conceptos del cristianismo, dándole la vuelta a las interpretaciones más dogmáticas de la religión, igual que san Pablo había hecho con la Ley de su pueblo judío. Pero, en su forma de ser y de expresarse, había algo que fascinaba a Lou. Sobre todo cuando sus palabras poéticas —comenzaba a ser más poeta que filósofo— la transportaban a un mundo oceánico y subconsciente, en el que ella «reconocía» voces de su propia infancia. Nietzsche no había llegado aún a la iluminación sublime de su Zarathustra, pero ya esbozaba los cantos y meditaciones de este libro, y se dejaba llevar por su ritmo dionisíaco hacia los misterios de las fuentes y los arcanos de la Reina de la Noche.

Es de noche. La hora en que brota de mi interior mi deseo, como una fuente. Hablar es lo que anhelo. Es de noche, y a esta hora hablan con más fuerza todas las fuentes. Y también mi alma es una fuente saltarina. Es de noche: la hora en que despiertan las canciones de los amantes, y mi alma es también la canción de un amante.

Había  algo extraño en la mirada de aquel genio, que presagiaba grandes tormentas. Pero Lou Salomé le gustaban entonces los retos, los equívocos y los escándalos. Y, por eso, accedió a mantener una confusa relación de camaradería con Paul Rée y Friedrich Nietzsche, provocando los celos y las traiciones de los dos amigos.

Lou tenía una perspicacia especial para conocer a las personas. Y —a pesar de sus pocos años— se daba cuenta de que en Nietzsche había un mago. Hablaba de los dioses griegos y de las antiguas ceremonias iniciáticas con tanta pasión y conocimiento como ella nunca había oído. Cuando se dejaba transportar por estas visiones vertiginosas, su voz sonaba como una melodía atonal, infinita y embriagante.

My beautiful picture

Memorial de Nietzsche en la Engadina / Wikipedia

El filósofo se presentaría en su Zarathustra bajo la figura de un profeta oriental, dotándolo incluso de algunos desagradables y confundidores rasgos misóginos, más propios de su invención que de la tradición de estos legendarios sacerdotes astrales (hasta el nombre de Zarathustra significa: «el que ofrece sacrificios a las estrellas»). Y, en toda la obra, subyace el sentido mistérico de Dioniso, el hijo adoptivo de la Reina de la Noche: dios de la savia y de la humedad, educado por las mujeres en el culto de la Diosa Madre.

Nietzsche acabará firmando sus últimas cartas —ya en el delirio de la locura— con el nombre de Dioniso. Y Lou Salomé, que tenía un instinto especial para interpretar los símbolos del lenguaje psicológico, sabrá librarse de su seducción. Por eso no quieso seguirle a la «Montaña de la Locura», en esa peregrinación al bosque que las ménades llamaban Oreibasía (huída a la montaña).

Lou Salomé pertenecía al mundo de las Reinas de la Noche, y supo mantenerse a salvo del delirio dionisíaco de Nietzsche. «Era precisamente eso —escribirá en sus memorias— lo que jamás me habría permitido convertirme en discípula y en seguidora suya».

Acabarán separándose, después de muchos rencores y malentendidos. Desde el primer día, mientras simulaba mantener un juego de tres, ella había ya elegido a Paul Rée, provocando unos celos terribles y enfermizos en Nietzsche.

La bruja de Elisabeth Nietzsche, hermana del filósofo, será la única que —como mujer— se dará cuenta de esa habilidad social que tenía Lou Salomé para meter a dos o tres hombres en un mismo laberinto, taparles los ojos y dejarse perseguir por ellos, aparentando que era «una joven virgen». Repetirá muchas veces este enredo tan «femenino» que es un compendio de todos los juegos infantiles, porque reúne la competición agonística de los pretendientes, el azar de la elección aplazada, la intriga de las máscaras y el vértigo de la confusión.

A pesar de todo, Lou consideró siempre a Nietzsche «el hombre más inteligente que he conocido», y le guardó agradecimiento por haberla hecho comprender que no es el intelecto lo que rige la vida de los seres humanos, sino que somos víctimas de ocultas pulsiones que anidan en nuestro subconsciente. Podemos jugar al laberinto, pero sabemos siempre a quién queremos entregarnos. Lou perfeccionaría más tarde esta misma enseñanza en la escuela de su maestro Sigmund Freud.

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Estudio de Nietzsche en Sils Maria / Nietzsche Haus

Lou convivió con Paul Rée hasta que contrajo matrimonio con el profesor Andreas. Y entonces fue Paul quien se vio perdido en el juego del laberinto. De repente, en el otoño de 1886, ella decidió casarse con el sabio orientalista, y comenzó a hablar de una forma extraña, como su le hubiesen dado un bebedizo de amor: «Tengo prisa por casarme, quiero poder entregarle cuanto antes todo mi ser, ser todo para él y aprovechar al máximo la hermosa vida que viviremos juntos».

Firme y lúcida en todos los actos de su vida, Lou decidió que el pastor que debía casarlos fuese precisamente Hendrik Gillot, aquel maestro de juventud que le había enseñado, en la primera fiebre de la adolescencia, que «saber y amar» son una misma cosa. Paul Rée, atormentado por los celos, se marchó de su lado con un gesto dramático. Cuando ella le dijo que iba a casarse con el viejo profesor, salió desesperado de su casa, dejando en la puerta un retrato de Lou que siempre había llevado consigo. Lo había envuelto en un papel que decía: «Por caridad, no me busques». No quería interpretar por más tiempo el papel de «dama de compañía de su Excelencia, la rusa», pues así le llamaban sin piedad algunos de los conocidos de la pareja.

Paul Rée se convirtió en un sencillo médico rural en la Engadina, en Suiza, muy cerca del lugar donde Nietzsche escribió Así hablaba Zarathustra. A veces el misterio reúne a los hijos de Dioniso en la montaña. Era muy querido por los habitantes de Celerina —el pueblo donde vivía—, porque atendía a los pobres sin cobrarles nada.

Ahora, en este mismo año en que Lou había encontrado a Rilke, estos personajes — todavía en vida— parecían sombras lejanas en la oscuridad de la noche, cuando cantan las fuentes y se oyen los gritos misteriosos de las ménades en la montaña.

Nietzsche moriría poco tiempo más tarde. Y Paul Rée se despeñó en los montes de la Engadina, en octubre de 1901. Muchos pensaron que se había suicidado. Fue su último juego de vértigo. Lou arrastró, durante toda su vida, esa mala conciencia.

En abril de 1898, Rilke preparó sus maletas para viajar a Italia. Había decidido visitar a su madre en Arco y seguir, luego, hasta Florencia. Se daba cuenta de que aún debía aprender muchas cosas: pero, a la vez, le inquietaba este encuentro con los maestros del Renacimiento. Era nacer a otro mundo, a otra luz, a otra vida.»

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Fuente: Ritmos 21

Cit. Mauricio Wiesenthal, Rainer Maria Rilke (El vidente y lo oculto), Barcelona, Acantilado, 2015, pp. 174-184.

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Empédocles /// Friedrich Hölderlin

Buscas, buscas la vida, surge y reluce un fuego

desde honduras telúricas, hacia ti; y tú te arrojas,

con ansia estremecida,

allá abajo, a las llamas, en el Etna.

 

Así disolvió en vino sus perlas la orgullosa

reina, sin importarle; ¡ojalá nunca hubieras

ofrendado, oh poeta, tu riqueza

en el hirviente cáliz!

 

Pero eres para mí sagrado, cual la fuerza

de la Tierra absorbiéndote, ¡oh víctima atrevida!

Si no me retuviera el amor, seguiría

al héroe, hasta el abismo.

 

[Das Leben suchst du, suchst, und es quillt und glänzt/Ein göttlich Feuer tief aus der Erde dir,/Und du un schauderndem Verlangen/Wirfst dich hinab, in des Aetna Flammen./So schmelzt’ im Weine Perlen der Übermut/Der Königin; und mochte sie doch! hättst du/Nur deinen Reichtum nicht, o Dichter,/Hin in den gäreden Kelch geopfert!/Doch heilig bist du mir, wie der Erde Macht,/Die dich hinwegnahm, kühner Getöteter!/Und folgen möcht ich in die Tiefe,/Hielte die Liebe mich nicht, dem Helden.]

 

Cit. Friedrich Hölderlin, Antología poética (trad. Federico Bermúdez-Cañete), Madrid, Cátedra, 2006, p. 127.

Holderlin 1970

Sello con la efigie de Hölderlin (Alemania, ca.1970) / Fuente: Deposit Photos