Avatar de Desconocido

Las ventanas /// Charles Baudelaire

baudelaire-1844-emile-deroy

Emile Deroy, Retrato de Charles Baudelaire (1844), Musée des châteaux de Versailles et de Trianon, París.

El que desde afuera mira por una ventana abierta, nunca ve tantas cosas como el que mira una ventana cerrada. No hay objeto más profundo, más misterioso, más fecundo, más tenebroso, más deslumbrador, que una ventana iluminada por una vela. Lo que se puede ver al sol, siempre es menos interesante que lo que pasa detrás de un vidrio. En aquel agujero negro o luminoso vive la vida, sueña la vida, padece la vida.

Mas allá de las olas de los tejados, veo una mujer, madura y arrugada ya, pobre, inclinada siempre sobre algo, sin salir nunca. Con su rostro, con su vestido, con su gesto, con casi nada, he reconstruido la historia de aquella mujer, o, mejor, su leyenda, y a veces me la cuento a mí mismo llorando.

Si hubiera sido un pobre viejo, yo hubiese reconstruido la suya con la misma facilidad.

Y me acuesto, orgulloso de haber vivido y padecido en seres distintos de mí.

Acaso me digáis: «¿Estás seguro de que tal leyenda sea la verdadera?». ¿Qué importa lo que pueda ser la realidad colocada fuera de mí si me ayudó a vivir, a sentir que soy y lo que soy?

Ch. Baudelaire, Pequeños poemas en prosa. Los paraísos artificiales, Madrid, Cátedra, 2005.

Avatar de Desconocido

El tres de septiembre /// Giovanni Papini

El tres de septiembre salí de casa. Frente a ella se asomaban campos, viñedos, árboles, tierras secas y manchones de hierba. Las vides cargadas de racimos violáceos se apoyaban en los álamos inclinándose voluptuosamente, igual que las mujeres con el pecho henchido de juventud cuando se apoyan en el hombre fuerte que aman. El cielo estaba poblado de viento que hacía reír a las hojas con lentas sacudidas, de monstruos grises e informes que se arrastraban lentamente sobre el azul, de montañas blancas que se desmoronaban, de perfume a tierra mojada y a maíz amontonado en la era.

Me dirigí hacia el pequeño río que amo, a pesar del lento discurrir de sus aguas fangosas, atravesando el zumbido de las avispas negras y amarillas en vuelo. Caminando por la orilla con la brisa en la cara y pisando las mariposas blancas inmóviles sobre la tierra, sumidas en el sopor del parto, alcancé el vado. La barca me esperaba y en un instante me encontré en la otra orilla.

¿Por qué prefiero la otra orilla? ¿Quizás porque hay más árboles y la hierba es más alta? Nada de esto. Amo los lugares desnudos, donde el sol puede deambular todo el día como un vagabundo. Quizás amo la otra orilla porque es la otra, porque no es aquella a la que tengo que regresar todas las noches para dormir y soñar diez horas seguidas.

También el tres de septiembre me senté sobre la hierba en la otra orilla del río y cuando un pescador se me acercó, ató su red y se dispuso a engañar una vez más a los ágiles peces de acero, pensé que podía comenzar mi tarea. Me levanté para acercarme a aquel hombre. No tenía nada en mi mano. Llevaba un libro en el bolsillo pero no me apetecía nada leer. El pescador no me miró. Era un joven bajo, con el rostro quemado y una boca enorme. No parecía inteligente pero no tenía derecho a pedirle también que lo fuera.

Cuando estuve junto a él me senté de nuevo. Él también se sentó y echó la red al agua. Comenzaba la espera ansiosa y somnolienta del hombre que se dispone a matar. Todo estaba tranquilo: sólo las desagradables moscas temerosas del temporal revoloteaban alrededor de nosotros sin descanso.

¿Para qué seguir esperando? Sin volverme hacia el pescador le dirigí la pregunta sencilla e inesperada que tantas veces después tuve que repetir:

—¿Por qué hace esto?

El joven se volvió y me miró con la expresión que yo había imaginado antes de hablarle. Me dirigió una mirada de estupor y compasión y no respondió. Naturalmente, tuve que repetir la pregunta. Lo último que necesitaba en aquel momento era silencio.

Entonces el joven sonrió con su boca ancha y respondió:

—Para coger peces.

—¿Y por qué quiere coger peces?

—Para venderlos.

—¿Y qué hace con el dinero que gana vendiéndolos?

—Compro el pan, el vino, el aceite, la ropa, los zapatos y todo lo demás.

—¿Y por qué compra todas esas cosas?

El joven se quedó entonces un poco atónito. Empezaba a divertirse pero encontraba difícil la última pregunta. Una ve más tuve que repetirla mirándolo fijamente. Se volvió como escuchando el silencio. Tal vez empezaba a temerme pero respondió en voz baja:

—Para vivir.

—¿Pero por qué quiere vivir? —repliqué sin piedad.

La sorpresa, el miedo y la alegría del pescador crecieron entonces desmesuradamente. Él creía saber quién era yo, pero a pesar de que me consideraba poco peligroso, no sabía muy bien cómo iba a acabar aquello. Yo no tenía ningún motivo para interrumpir el coloquio. Era necesario que todo se cumpliese como había sido planeado. Por eso repetí con obstinación la pregunta y miré seriamente al acusado.

El joven trató de sonreír con desprecio y dijo:

—Vivo porque he nacido.

—¿Pero cuáles son ahora tus objetivos en la vida?

—¿Qué objetivos? ¿Qué entiende por objetivos?

—Quiero decir: ¿qué es para usted lo más importante en la vida?

—Ya entiendo. Mi objetivo es éste: pescar.

Me quedé en silencio y pasados unos minutos me levanté. Era inútil continuar la conversación. Habíamos vuelto al inicio. La ingenuidad de aquel simple había cerrado la cadena.

Me alejé irritado y caminé por la orilla pisoteando las flores raquíticas y lánguidas hierbas. A través del follaje llegaban gritos rabiosos de niños. En un determinado punto el seto espeso quedaba interrumpido por una cancela de madera. La empujé y entré en el campo adentrándome cabizbajo por un sendero mullido. Había divisado a la izquierda a un campesino que cavaba y me dirigí resuelto hacia él. Me había visto con recelo bajo el ala sucia de su sombrero de paja. Se acercaba la vendimia y todos se habían levantado en armas contra los ladrones de uvas. El silencio de la tarde se oía interrumpido bruscamente por disparos secos lanzados contra los desconocidos. Pero yo no buscaba uvas: quería algo más amargo y embriagador.

Cuando llegué junto a él, lo miré. A sus pies, la tierra húmeda y arenosa había sido removida con calma y se preparaba para otros regalos. Pero no me fijé en esto porque la tierra abierta me conmovía como un dolor. Tenía que hacer por segunda vez mi pregunta:

—¿Por qué hace esto?

El campesino me miró con sus ojos negros todavía más recelosos y respondió:

—Para que nazca el grano.

—¿Y por qué quiere que nazca el grano?

—Para hacer el pan.

—¿Y por qué necesita el pan?

—Para ir tirando.

—¿Pero por qué quiere vivir?

Ante esta pregunta el hombre bajó la cabeza y retomó pacientemente su trabajo. El pie desnudo se apoyó de nuevo sobre el hierro quebrando la tierra, que se volvió más oscura y fresca de repente. Repetí varias veces la pregunta pero sólo conseguí miradas atravesadas por respuesta.

El viento ensordecedor seguía riendo alrededor de mi cabeza. Me quité el sombrero, miré el cielo y tendí el oído hacia el sonido lamentoso de la sirena de una fábrica. Tuve que retomar el sendero y salir del campo.

¡Qué bella me pareció el agua! Caminé un poco más por la orilla buscando con los ojos al tercer acusado. Los sauces, alineados en cuatro filas, me acompañaban lentamente y trataban de repetirme lo que decía el viento. Había un prado cerca y en el prado una niña vestida de rojo estaba inclinada recogiendo las últimas flores del verano.

Mi único deseo era encontrar a un ser, grande o pequeño, que supiese hablar. ¿Qué me importaba lo demás? Era una niña pequeña, rubia y tal vez torpe. Me bastaba que no fuese muda y que no huyese. La llamé desde lejos como se llama a los perros. La niña levantó la cara de las flores, me miró sonriente y dio unos pasos hacia mí. En cuanto estuve a su lado le hice también a ella la inevitable pregunta:

—¿Por qué haces esto?

La niña no se hizo de rogar y respondió enseguida:

—Para hacerle un ramo a la Virgen.

—¿Y por qué quieres hacerle un ramo a la Virgen?

—Para que se acuerde de mí.

—¿Pero por qué quieres que se acuerde de ti?

—Para que, cuando me muera, me reserve un sitio cerca de ella en el paraíso.

Era suficiente lo que me había dicho. Sólo tenía que traducir por mi cuenta las sencillas respuestas de la niña y conseguiría la respuesta a mi pregunta. ¿Por qué actuaba así la niña vestida de rojo? Para alcanzar el paraíso. Vivía, por tanto, preparándose para la muerte. Esta sí era una respuesta, ¿pero es la única? No estaba seguro, pero era una respuesta que no habían sabido darme aquellos dos hombres agachados haciendo su labor.

Los olvidé en cuanto hube destrozado con mi paso apresurado los tréboles y la acedera del prado. Me sentí menos triste caminando por la orilla y hasta incluso empecé a cantar. La niña me seguía, sujetando con las dos manos el babi rebosante de flores amarillas y violetas. Pero cuando me volví para saludarla y recibir el viento en plena cara vi que no sólo ella me seguía. A lo lejos, medio escondidos entre los sauces, venían hablando entre ellos los dos primeros acusados: el pescador y el campesino.

¿Cómo se habían encontrado? ¿Por qué me habían seguido? No lo supe pero me di cuenta de que yo había sido capaz de atraerlos y ponerlos en marcha. Estaba seguro, aunque me encontraba lejos, de que hablaban de mí y pensaban en mí. ¿Quizás a causa de la niña? No había por qué tenerles miedo. Me detuve y los esperé cantando en voz baja. La niña siguió por su camino y me adelantó; los dos hombres me alcanzaron. Sus rostros se habían endurecido: la enorme boca del joven reía con sarcasmo y los ojos negros del viejo centelleaban bajo el sombrero.

En cuanto estuvieron cerca se me echaron encima, maltratándome con palabras ofensivas y manos implacables. Ellos eran dos, enfurecidos y robustos, y yo sólo uno, tranquilo y débil. Con pocas sacudidas se apoderaron de mi cuerpo, blasfemaron y gritaron, eufóricos al desahogar lo que hasta entonces habían reprimido. Con pasos rápidos descendieron la orilla herbosa hasta el pedregal. Tuve tiempo de distinguir las crías de rana grises que saltaban entre las piedras húmedas de las pequeñas pozas. Los dos hombres me columpiaron un poco como si fuese un cadáver y me lanzaron al agua, riendo como borrachos.

Mientras mi cuerpo se sumergía en el fondo cenagoso del río pude escuchar el golpe seco y lejano de un disparo de fusil. El cauce estaba bajo: las lluvias de septiembre no habían logrado todavía lavar los racimos de uva y henchir los ríos. Pude levantarme y tomar de nuevo el camino del vado con los huesos doloridos y el traje empapado de fango.

Los dos primeros acusados huían corriendo, la niña se había alejado y el viento soplaba aún más fuerte, irritado ante la pereza de las nubes grises y blancas. Para mí nada había terminado, nada había cambiado para el mundo.

—Mañana —dije sonriendo— es cuatro de septiembre.

 

Cit. Giovanni Papini, Palabras y sangre (trad. Paloma Alonso Alberti)

Madrid, Rey Lear, 2010 (1912), pp. 19-24.

Avatar de Desconocido

La creación /// Dino Buzzati

El Todopoderoso había construido ya el universo, disponiendo con fantasiosa irregularidad las estrellas, las galaxias, los planetas, las estrellas fugaces, y estaba contemplando con cierta complacencia el espectáculo, cuando uno de sus innumerables proyectistas, el encargado de llevar a cabo la  gran idea se acercó a él con gran premura.

Se trataba del espíritu Odnom, uno de los más inteligentes y vivaces de la nouvelle vague de los ángeles (pero no vayan a pensar que tenía alas y llevaba túnica blanca; pues -estas son sólo un invento de los pintores antiguos, que las consideraban muy prácticas desde el punto de vista decorativo).

—¿Deseas algo?—le preguntó el Creador, con benevolencia.

—Sí, Señor—respondió el espíritu arquitecto—. Antes de que des por finalizada esta admirable obra tuya y le des la bendición, quisiera mostrarte un pequeño proyecto en el que hemos trabajado un grupo de jóvenes. Un asunto de segunda categoría, un trabajillo de nada en comparación con todo el resto, una minucia, pero a nosotros nos parece interesante. —Y de una carpeta que llevaba consigo sacó un folio en el que aparecía dibujada una especie de esfera.

—Déjame ver—dijo el Todopoderoso, que, aunque por supuesto estaba ya al tanto de todo, fingía no saber nada del proyecto y simulaba interés con el fin de que sus mejores arquitectos se sintieran satisfechos. El dibujo era muy detallado y llevaba anotadas todas las medidas pertinentes.

—¿Qué es esto?—dijo el Gran Hacedor continuando con su diplomático fingimiento—. Parece un planeta más de los miles y miles que ya hemos construido. ¿Es realmente necesario hacer otro, y además de un tamaño tan modesto?

—En efecto, se trata de un pequeño planeta—confirmó el ángel arquitecto—, pero, a diferencia de los otros miles ya existentes, éste presenta unas características muy especiales.

Le explicó cómo habían pensado hacerlo girar alrededor de una estrella a una distancia tal que pudiera recibir su calor, pero no demasiado; enumeró los materiales presupuestados, sus cantidades respectivas y su precio de coste. ¿Y todo, para qué? Según las premisas, en aquel minúsculo globo se produciría un fenómeno sumamente curioso e interesante: la vida.


Sobra decir que el Creador no necesitaba más explicaciones. Era mucho más astuto que todos los ángeles arquitectos, ángeles capataces y ángeles albañiles juntos. Sonrió. La idea de aquella bolita suspendida en la inmensidad del espacio con tantos seres naciendo, creciendo, fructificando, multiplicándose y muriendo en ella le parecía bastante ocurrente. Y seguro que lo era, porque si bien el proyecto lo habían elaborado el espíritu Odnom y sus socios, al fin y al cabo también provenía de Él, origen primero de todas las cosas.

En vista de la buena acogida, el ángel arquitecto se armó de valor y lanzó un agudo silbido, al que acudieron, rapidísimos, miles, ¡qué digo miles!, cientos de miles, e incluso tal vez millones de otros espíritus.

Al ver aquello, el Creador al principio se asustó: mientras se tratara de un único peticionario, no había problema, pero si cada uno de los espíritus debía someterle un proyecto particular con las explicaciones correspondientes, aquello se prolongaría durante siglos. Debido  a su extraordinaria bondad, se dispuso, no obstante, a soportar la prueba. Los pelmazos son una plaga eterna. Se limitó, pues, a soltar un largo suspiro.

Odnom le tranquilizó. Toda aquella gente sólo eran dibujantes. El comité ejecutivo del nuevo planeta les había encargado proyectar las innumerables especies de seres vivos, vegetales y animales, necesarias para conseguir un buen resultado. Odnom y compañía no habían perdido el tiempo. No era un vago proyecto general, sino que lo habían previsto todo, hasta los más mínimos detalles. Tampoco había que descartar que, con el fruto de tanta diligencia, en su fuero interno pensaran poner al Sumo Regidor frente al hecho consumado.

Lo que parecía que iba a ser un extenuante peregrinaje de postulantes se convirtió, pues, para el Creador, en una agradable y brillante velada. No sólo se complació en examinar, si no todos, al menos la mayoría de los dibujos de plantas y animales, sino que participó de buena gana en las discusiones que surgían a menudo entre los artífices.

Lógicamente, cada diseñador estaba ansioso por ver aprobado y quizá ensalzado su propio trabajo. La disparidad de temperamentos era sintomática. Como en cualquier otra parte del universo, estaba el inmenso grupo de los humildes que habían trabajado duro para crear la base, llamémosla así, de la naturaleza viviente; proyectistas, por lo general, de imaginación limitada pero técnica escrupulosa, que había dibujado uno a uno los microorganismos, los musgos, los líquenes, los insectos comunes y corrientes, los seres, en suma, menos espectaculares. Y luego estaban los genios, los jactanciosos, deseosos de brillar e impresionar, razón por la cual habían concebido las más extrañas, complicadas, fantásticas y a veces disparatadas criaturas. De hecho, algunas de ellas tuvieron que ser rechazadas, como fue el caso de ciertos dragones con más de diez cabezas.

Los dibujos estaban hechos sobre un papel de lujo, a color y a tamaño natural, lo que situaba en condiciones de evidente inferioridad a los proyectistas de los organismos más pequeños. Los autores de bacterias, virus y similares pasaban casi inadvertidos, a pesar de su innegable mérito. Presentaban unos trocitos de papel del tamaño de un sello de correos con unos signos microscópicos que el ojo humano nunca hubiera podido percibir (pero el suyo sí). Estaba, entre otros, el inventor de los tardígrados, que se paseaba con un minúsculo cuaderno de bocetos del tamaño de los ojos de un insecto, pretendiendo que los demás apreciaran la gracia de esos futuros animalillos, cuyo perfil era vagamente parecido al de los oseznos, pero nadie le hacía caso. Por suerte, el Todopoderoso, al que no se le escapaba nada, le hizo un guiño que fue equiparable a un entusiasta apretón de manos, lo que le animó enormemente.

Hubo un fuerte altercado entre el proyectista del camello y el autor del proyecto del dromedario, pues cada uno de ellos pretendía haber sido el primero en tener la idea de la joroba, como si se tratara de un genial hallazgo. Tanto el camello como el dromedario dejaron a los presentes más bien fríos; en general, fueron considerados de pésimo gusto. Fuera como fuese, pasaron el examen, aunque por los pelos.

La propuesta de los dinosaurios provocó una auténtica andanada de objeciones. Una aguerrida cuadrilla de espíritus ambiciosos realizó un desfile, llevando en unos enormes caballetes los gigantescos dibujos de aquellas poderosas criaturas. La exhibición, indiscutiblemente, produjo cierta sensación. Aún así, los formidables animales eran muy exagerados. Pese a su gran estatura y corpulencia, no era probable que duraran mucho tiempo. Para no amargar a los excelentes artistas, que habían puesto en ello todo su empeño, el Rey de la creación concedió, sin embargo, el exequátur.

Una sonora carcajada general acogió el dibujo del elefante. La longitud de su nariz parecía realmente excesiva, incluso grotesca. El inventor objetó que no se trataba de una nariz sino de un órgano muy especial, para el que proponía el nombre de trompa. El vocablo gustó, hubo algunos aplausos aislados y el Todopoderoso sonrió. También el elefante pasó el examen.

La ballena, en cambio, tuvo un éxito inmediato e irresistible. Seis espíritus voladores sostenían el desmesurado tablero con el retrato del monstruo. A todos les resultó muy simpática y recibió una cálida ovación.


Pero ¿cómo recordar todos los episodios del interminable desfile? Entre los momentos cumbres de la velada podemos citar el de algunas grandes mariposas de vivos colores, la serpiente boa, la secuoya, el arqueopteris, el pavo real, el perro, la rosa y la pulga, personajes estos últimos a los que, de forma unánime, se les vaticinó un largo y brillante porvenir.

Mientras tanto, entre la multitud de espíritus que, ávidos de alabanzas, rodeaban al Todopoderoso, había uno que se le acercaba una y otra vez con un rollo de papel debajo del brazo; pelma, muy pelma. Es verdad que tenía una cara muy inteligente, pero era tan petulante… Abriéndose paso a codazos, había tratado de situarse en primera fila y de llamar la atención del Señor al menos en veinte ocasiones. Su altivez resultaba molesta a sus colegas, que le menospreciaban y le empujaban hacia atrás.

Pero él no se daba por vencido así como así. Erre que erre, consiguió finalmente llegar a los pies del Creador y, antes de que sus compañeros pudieran impedírselo, desplegó el rollo de papel, ofreciendo a la divina mirada el fruto de su ingenio. Eran los dibujos de un animal con un aspecto francamente desagradable, repelente, que sin embargo impresionaba por lo diferente que era de todo lo que se había visto hasta entonces. Por una parte estaba presentado el macho y, por otra, la hembra. COmo muchos otros animales, tenía cuatro extremidades, pero, a juzgar por los dibujos, sólo utilizaba dos para caminar. Algunos mechones de pelo aquí y allá, sobre todo en la cabeza, como una crin; los dos miembros superiores le colgaban a los lados de una forma ridícula. Su cara se asemejaba a la de los simios, que habían pasado con éxito el examen. Su figura no era ágil, armónica y compacta como la de los pájaros, los peces o los coleópteros, sino desgarbada, torpe y en cierto modo inacabada, como si el diseñador se hubiera desanimado y cansado en el momento más inoportuno.

El Todopoderoso echó una ojeada a los dibujos.

—No se puede decir que sea bonito—observó, suavizando con un tono amable la dureza de la sentencia—, pero quizá tenga alguna utilidad especial.

—Sí, Señor—confirmó el pelmazo—. Se trata, modestia aparte, de una invención formidable. Éste es el hombre y ésta, la mujer. Independientemente del aspecto físico, que es discutible, lo admito, he tratado de hacerlos, de alguna manera, perdona mi osadía, a tu imagen y semejanza, oh, Excelso. Será el único ser dotado de razón en toda la creación, el único que podrá darse cuenta de tu existencia, el único que te sabrá adorar. En tu honor erigirá templos grandiosos y librará guerras sangrientas.

—¡Ay, ay, ay! ¿Quieres decir que será un intelectual?—dijo el Todopoderoso—. Hazme caso, hijo mío. Mantente alejado de los intelectuales. Por fortuna, hasta ahora el universo está libre de ellos. Y quiera el cielo que continúe así hasta el fin de los tiempos. No niego, muchacho, que tu invención es ingeniosa. Pero ¿sabes decirme cuál sería el posible resultado? Quizá ese ser esté dotado de cualidades excepcionales, pero, a juzgar por su aspecto, me da la impresión de que sería fuente de una enorme cantidad de problemas. En una palabra, me complace tu arrojo. Es más, me encantaría concederte una medalla. Pero no me parece prudente aceptar tu proyecto. En cuanto se le diera un poco de cuerda, este tipo sería capaz, antes o después, de provocar una gran desgracia. No, no, olvidémoslo.

Y le despidió con un gesto paternal.

El inventor del hombre se fue con la cara muy larga, en medio de las sonrisitas de sus colegas. Quien tan alto apunta… Entonces se acercó al proyectista de los tetraónidos.


 

Fue una jornada memorable y feliz, como todos los grandes momentos llenos de esperanza, de espera de las cosas bellas que seguramente llegarán pero todavía no existen; como todos los momentos inaugurales. La Tierra estaba a punto de nacer con sus maravillas buenas y crueles, sus dichas y afanes, el amor y la muerte. La escolopendra, la encina, la tenia, el águila, el icneumón, la gacela, el rododendro. ¡El león!

El inoportuno seguía yendo y viniendo incansable con su carpeta. Y miraba una y otra vez hacia arriba, buscando en los ojos del Maestro un atisbo de arrepentimiento. Otros, sin embargo, eran los temas preferidos de éste: halcones y paramecios, armadillos y tumbergias, estafilococos, ciclópidos e iguanodontes.

Hasta que llegó un momento en el que la Tierra estuvo llena de criaturas adorables y odiosas, dulces y salvajes, horrendas, insignificantes y bellísimas. Un murmullo de fermentos, pálpitos, gemidos, aullidos y cantos estaba a punto de nacer en los bosques y los mares. Anochecía. Una vez obtenido el visto bueno supremo, los dibujantes, satisfechos, se habían ido cada uno por su lado. Cansado, el Altísimo se quedó solo en la inmensidad, que comenzaba a poblarse de estrellas.

Ya estaba a punto de quedarse plácidamente dormido cuando sintió que alguien le tiraba con suavidad del manto. Abrió los ojos, miró hacia abajo y vio que el inoportuno volvía a la carga: había sacado de nuevo su dibujo y le miraba implorante. ¡El hombre! Qué idea tan descabellada, qué peligroso capricho. Pero en el fondo, qué juego tan fascinante, qué terrible tentación. Después de todo, quizá valiera la pena. Además, en época de creación, era legítimo ser optimista.

—Trae acá—dijo el Todopoderoso, asiendo el fatal proyecto. Y estampó su firma.

Cit. Dino Buzzati, El colombre, Barcelona, Acantilado, 2009, pp. 15-22.

Colombre_montaje

Dino Buzzati, «El colombre», ilustración (acrílico sobre tela), 1969.

Avatar de Desconocido

Rafael Sanzio /// Alexandre Dumas

Uffizi

Galleria degli Uffizi (Florencia) / Fuente: Hotel Alba Palace

«Si recorréis Italia y pasáis por la hermosa Florencia, si visitáis la espléndida Galería de los Oficios [Uffizi], entrad en la sala de pintores, y allí, sobre el retrato de Perugino, debajo del de Miguel Ángel, buscad una cabeza de suaves contornos, de largos cabellos negros, grandes ojos llenos de melancolía, tez pálida, cuello delgado y gracioso como el tallo de un lirio; después, cuando lo hayáis reconocido siguiendo nuestras indicaciones, postraos de rodillas, quienquiera que vos seáis, siempre que seáis artista; estáis ante el pintor de nombre de ángel y angélico talento, ante el divino Rafael; pues el azar se ha divertido a veces en armonizar los nombres con sus individuos, y la naturaleza se ha complacido a veces en identificar el genio del alma con los rasgos del rostro.

»Ved a ese viejo que desciende solitario y sombrío las gradas de San Pedro, sin un amigo que lo sostenga, sin un discípulo que lo acompañe: es el ejecutor de las venganzas celestes, el arcángel Miguel. Ved a ese joven que sube al Vaticano, rodeado de un séquito de cardenales y de un ejército de discípulos: es el ángel de la misericordia infinita, Rafael. Si se encontraran, escuchadles:

—¡Acompañado como un rey! —dice Miguel Ángel.

—¡Solo como el verdugo! —responde Rafael.

»Ya que hemos referido la vida de luchas y agitaciones que sufrió el autor del Juicio Final, referiremos la vida de felicidades y triunfos por la cual se ha dejado llevar el autor de la Transfiguración.

»El viernes santo del año de gracia de 1483, en la misma hora en que Cristo había dado un último suspiro, nació un niño, hijo de Giovanni Sanzio, recibiendo el nombre de Rafael. Este Giovanni Sanzio era de una vieja familia, de la familia de los Santi. Algunos sabios ociosos se han divertido en dar prueba de esta interesante verdad, como si tuviera importancia el saber de quién desciende Giovanni Sanzio, cuando se sabe que Rafael descendía de él.

»No se sabe nada de la infancia de Rafael; se ignora qué educación recibió. Las cartas del pintor de Urbino, que han llegado hasta nosotros, están escritas casi todas en dialecto materno. Por otra parte, Giovanni Sanzio no había tenido la intención, como Leonardo Buonarroti [padre de Miguel Ángel], de hacer de su hijo un podestà, sino que había decidido desde el principio que el joven Rafael sería pintor. Por ello, en lugar de ponerle unos libros bajo el brazo, le puso un pincel en la mano. Siendo muy niño aún, el joven Rafael copiaba por tanto los cuadros de su padre, que era un pobre maestro; en sus ratos perdidos estudiaba la naturaleza, que es una rica y gran maestra.

perugino

Perugino, Cristo entregando las llaves a San Pedro, 1480-1482, Capilla Sixtina, Vaticano. / Fuente: Web Gallery of Art

»Había alcanzado la edad de catorce años cuando un buen día su padre se dio cuenta de que ya no tenía nada que enseñarle. En esa época, el maestro con reputación era Pietro di Cristoforo Vanucci, llamado el Perugino. Juan partió con su hijo para Perugia, y, a sus instancias, tuvo la felicidad de verle entrar en el taller de aquel a quien se consideraba con razón el primer maestro de su tiempo.

»[…] Jamás inspiración alguna había sido tan certera. Si había un maestro que conviniera a Rafael, era el Perugino; si había un discípulo que conviniera al Perugino, era Rafael. Nombre de ángel y casto talento, todo ello crecía a la sombra de esta bella escuela de Umbría, cuyo centro es la tumba de San Francisco de Asís. Fue allí donde el joven discípulo estudió esas dulces cabezas de la Virgen, cuyo óvalo perfeccionó, pero cuya idealidad jamás superó, y esas majestuosas cabezas de anciano que se han conservado como modelos de expresión. En cuanto al grado a que había llegado el arte en esa época, si se quiere tener una idea de él, se puede echar una ojeada a las escuelas contemporáneas que fundara Leonardo da Vinci en Milán, Giovanni Bellini en Venecia, [Francesco] Francia en Bolonia, y Domenico Ghirlandaio en Florencia.

»Al cabo de dos o tres años de estudios con el Perugino, si no había sobrepasado al maestro, al menos había alcanzado tal perfección en su propia manera que era difícil distinguir, en un cuadro realizado conjuntamente por ambos, cuáles eran las partes ejecutadas por el Perugino y cuáles por Rafael. Ahora bien, ¿qué edad tenía el joven Sanzio cuando su genio ya se fundía así con el talento de su maestro? ¡Diecisiete o dieciocho años apenas!


 

»Era 1503 cuando Leonardo da Vinci y Miguel Ángel hacían los famosos cartones [para el Palazzo della Signoria de Florencia]. Por ello Rafael, careciendo de protectores, demasiado joven para recurrir a la intriga, casi desconocido aún o conocido solamente como discípulo del Perugino o como segundo del Pinturicchio, no dejó huella alguna de su paso [por Florencia]. Sin embargo, había visto lo suficiente para desear volver; le había parecido digno de sí este campo de lucha. Sentía prisa por escribir su nombre en medio de los nombres célebres que hacían de Florencia, en esta época, la reina de las artes. Retornó, pues, a su patria, permaneciendo casi un año, y luego volvió siendo portador de una carta de la duquesa de Urbino para ese buen gonfaloniero perpetuo, Pietro Soderini, que Maquiavelo, su secretario, inmortalizó mediante un epigrama. La carta estaba concebida en estos términos:

Magnífico y muy alto señor, al tiempo que muy respetable padre:

Quien os entregará esta carta es Rafael, pintor de Urbino, el cual, teniendo buenas disposiciones en su arte, ha decidido pasar algún tiempo en Florencia con el fin de estudiar; y como su padre, muy excelente persona, me está muy vinculado, y su hijo es un cortés y gentil muchacho, a quien estimo de todo corazón, y a quien me gustaría ver triunfar, lo recomiendo a vuestra señoría tan cálidamente como pueda, rogándole que en mi nombre le preste toda ocasión ayuda y favor, asegurando a vuestra señoría que estimaré como a mí prestados todos los servicios con que le favorezca, y que se los agradeceré en el alma a vuestra señoría, a la cual yo mismo me recomiendo.

Joanna Feltria da Ruvere

Ducissa sorae, et urbis praefectissima.

Urbini, prima octobris 1504

»¡Afortunado Rafael, quien penetra en el mundo bajo los auspicios de una mujer!


 

»[…] La fortuna de Rafael era inmensa. Ya en 1514, es decir, seis años antes [de su muerte], escribía a su tía, que, además de los bienes personales que tenía en Roma, que ascendían a unos tres mil ducados de oro, gozaba de cincuenta escudos anuales de oro en calidad de arquitecto de la corte de Roma, más una pensión de trescientos ducados que le pasaba Su Santidad. Todo esto sin contar los precios casi insensatos a que vendió en vida sus cuadros, que solo reyes y príncipes podían comprar. Con todo esto, siendo siempre bueno y humilde, siguió siendo el pobre Sanzio, hijo de un pobre pintor de Urbino; y escribía a su tío, a quien consideraba su segundo padre:

Si bien, como veis, soy rico y os honro a vos y a todos nuestros parientes, así como a nuestra patria, en medio de esta riqueza inesperada os llevo siempre en mi corazón, y cuando os oigo nombrar, me parece oír el nombre de mi padre.

Transfiguration_Raphael

Rafael, Transfiguración, 1518-1520, Museos Vaticanos, Vaticano.

»Hecho el testamento, Rafael murió a la edad de treinta y siete años, el siete de abril de 1520 [viernes santo], legando su alma a Dios y su nombre a la posteridad. Es imposible hacerse una idea del efecto que produjo en Roma esta muerte prematura […] Perdiéndole, todos creyeron perder un amigo, y cuando cerró los ojos —dice un contemporáneo— la Pintura se creyó ciega (E quando gli occhi chiuse, ella quasi cieca rimase).

»Según costumbre de la época, Rafael fue expuesto debajo del cuadro de la Transfiguración, en algunas partes inacabado. Roma entera acudió a saludar muerto al semidiós a quien tantas veces había adorado vivo. Cuando se anunció esta muerte a León X, el Papa permaneció abatido y como paralizado de estupor; después meneó la cabeza, como para decir que perdía el más bello diamante de su tiara, y abundantes lágrimas corrieron por su mejillas.

»Conforme a los deseos de Rafael, su cuerpo fue llevado al Panteón y depositado en la capilla que había dotado. El Papa hizo grabar [a Pietro Bembo] sobre su tumba este doble epitafio [en cuyo último fragmento podemos leer]:

ILLE HIC EST RAPHAEL, TIMVIT QVO SOSPITE VINCI

RERVM MAGNA PARENS, ET MORIENTE MORI.

[He aquí Rafael, por quien la Naturaleza, madre de todas las cosas,

temió ser vencida y morir con su muerte.

Alexandre Dumas, Tres maestros: Miguel Ángel, Tiziano, Rafael, Madrid, Gadir, 2013, pp. 179-227.

Avatar de Desconocido

Miguel Ángel Buonarroti /// Georg Simmel

Georg_Simmel

Georg Simmel fotografiado por Julius Cornelius Schaarwächter (ca.1901) / Fuente: Public Seminar

«Por su número, el tono y muchas expresiones aisladas, sus poemas no dejan lugar a dudas de que su vida estuvo continuamente agitada por el eros, y en concreto por su forma más pasional. Con cierta frecuencia su poesía pretende unir simbólicamente esta vida amorosa a su arte. Y la singularidad se encuentra en el hecho de que su obra no refleja ningún rasgo del eros, ni por el contenido ni por el sentimiento. En los demás artistas, todos ellos dotados de una sensibilidad erótica, este tono vibra inconfundiblemente en sus figuras, así en Giorgione como en Rubens, en Tiziano como en Rodin. Nada se asemeja a Miguel Ángel. Aquello que sus figuras parecen decir y vivir, como la atmósfera estilística desde donde emerge el estado de ánimo del creador, no contiene el acento de cualquier otro afecto individual. Las figuras se hallan sujetas a la presión de un destino general en el que todos los elementos, individualizables por su contenido, se disuelven. Se avecina sobre ellas, y les sacude, la vida en su totalidad, la vida como destino, que parece estar por encima de todos nosotros; que todo lo que nos rodea, y sólo en el transcurso del tiempo, se divide en experiencias vividas, en afectos, en el seguir un sendero o en fugarse de él. Dada esta configuración particular, para la que se apela generalmente al dato objetivo del destino, el hombre de Miguel Ángel se aleja y se revela en oscilaciones que le son propias, separadas ya de cualquier fenomenología. Pero no se trata de la disolución abstracta de la plástica del hombre clásico que, prescindiendo de consejos (principalmente textos griegos), se sitúa más allá del destino. Las figuras ideales griegas —antes de la época helenística— pueden parecer «vivas», pero en la vida, en tanto vida, no se encuentra su destino, como sí sucede en las figuras de la bóveda de la Sixtina o en las Tumbas Mediceas. En este sentido, también en los poemas de amor de Miguel Ángel brilla una luz que atenúa y que consigue disminuir la extrañeza, en lucha con el carácter de su obra.

michelangelo_simmel_-_abscondita»[…] Por eso, aunque su poesía más tarde hable de la perdición eterna que le espera, no tiembla de miedo por las penas infernales, sino que únicamente experimenta la angustia interior digna de pertenecer al mismo infierno. Ésta es solamente la expresión de la insuficiencia de su ser y su comportamiento, de los que es consciente, y se distingue definitivamente del comportamiento plañidero de los débiles. El infierno no es un destino que amenaza desde el exterior, sino el desarrollo lógico y procesual de la condición humana. La simple trascendencia, el cielo y el infierno, desplazados al destino terrenal, como se ha dicho de Fra Angelico, a Miguel Ángel le resulta del todo extraño. También aquí se revela su espíritu renacentista: a la existencia terrena y personal le viene dada una exigencia absoluta de realizar valores objetivos en una vida subjetiva, pero, sin embargo, de este mismo modo, a la existencia se le resta la subjetividad casual del egocentrismo. […] De hecho, todo depende del Yo y únicamente del Yo, pero no por sus sensaciones de alegría o dolor —las cuales, por así decir, no se preocupan del ser universal—, sino por el sentido objetivo de su existencia. Lo incompleto, lo fragmentario, la infidelidad al ideal en su vida terrenal, formada y delimitada por su libertad, consuma el tormento de Miguel Ángel; y la idea dogmático-religiosa del castigo infernal sólo es la proyección que viene determinada por la historia y el tiempo. Debido a los tormentos de los que se cree presa, esperados en el más allá, se vuelve sensible al hecho de que él mismo, en base a las condiciones de su tiempo y su personalidad, aspira a añadir un ideal trascendente, absoluto, solo con los medios y en el transcurso de una existencia mundana, y esto le escalofriaba porque el abismo entre ésta y el ideal era intransitable.»

 

Georg Simmel, Michelangelo, Milán, Abscondita, 2003, pp. 56-60.

Avatar de Desconocido

C. P. Cavafis (1836-1933)

«Con palabras, con aspecto y con maneras

una armadura habré de fabricarme;

así haré frente a los malvados,

sin miedo ni debilidad.

 

Querrán hacerme daño. Mas ninguno

de cuantos se me acerquen va a saber

dónde encontrar mi herida, los sitios vulnerables

bajo tal revestimiento de engañifas.

 

Así habló jactancioso, Emiliano Monaes.

¿Llegaría, alguna vez, a construirse esa armadura?

Sea como fuere, no debió de llevarla mucho tiempo.

Moriría en Sicilia, con veintisiete años.»

 

Emiliano Monaes, alejandrino, 628-655 d.C. (1918)

cavafis

Cavafis, Poesía completa (trad. Juan Manuel Macías), Valencia, Pre-Textos, 2015, p. 123.

Avatar de Desconocido

Los dos reyes y los dos laberintos /// Jorge Luis Borges (1949)

Foto: Horacio Villalobos / Fuente: Letralia

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto mejor y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: «¡Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso».

Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con Aquel que no muere.

Cit. Jorge Luis Borges, El Aleph, Madrid, Alianza, 2005, pp.157-158.

Avatar de Desconocido

Una posible carta de Francis Bacon a Gilles Deleuze

Francis Bacon, Tríptico. Estudios sobre el cuerpo humano, 1970. / Fuente: Sketching a Present

Francis Bacon, Tríptico. Estudios sobre el cuerpo humano, 1970. / Fuente: Sketching a Present

Esta tarde me he topado en Facebook con un texto sumamente interesante que he considerado necesario dar a conocer con el debido permiso de la persona que lo ha transcrito, el filósofo José Luis Pardo. Se trata de una presunta correspondencia entre el artista Francis Bacon y el también filósofo Gilles Deleuze. En ella se habla de pintura y filosofía y de algunas anotaciones que Bacon hace a raíz de la lectura del libro Francis Bacon. Lógica de la sensación (1981), escrito por el propio Deleuze. Anotaciones de tal naturaleza que cualquier apunte mío sería en vano, pues la plausible voz de Bacon es lo suficientemente elocuente. Aquí les dejo, por tanto, el texto sin añadiduras. No querría dejar pasar la oportunidad de agradecer al maestro Pardo el haberme permitido difundirlo en Arsenal de Letras. Según ha publicado él mismo en su muro:

«Se recoge a continuación una carta que ha llegado anónimamente a las manos de quien la transcribe, presuntamente escrita por Francis Bacon a Gilles Deleuze, pero cuya autenticidad no está ni siquiera mínimamente comprobada.»

Estimado Sr. Deleuze:

He tenido oportunidad de leer el libro que usted escribió sobre mi pintura, y me siento muy halagado. No obstante, he de confesarle que mi formación intelectual es muy deficiente, y que hay muchas cosas que no he entendido. He leído después otros escritos suyos, con los cuales tengo las mismas dificultades, pero creo que he captado lo esencial. Le diré también que creo que es lo mejor que se ha escrito sobre mi obra. Dicho esto, tengo que manifestar mis prejuicios. El suyo no es un libro de pintura, sino un libro de filosofía. Las cosas que ustedes los filósofos dicen sobre la pintura suelen ser muy interesantes para los filósofos pero poco para los pintores. Por otra parte, creo que hacen ustedes muy bien en aprovechar la pintura para su filosofía, y a decir verdad lo hacen muchísimo mejor que esos pintores que intentan aprovechar alguna filosofía para su pintura (lo cual, desde luego, no es mi caso), algo que siempre suele ser desastroso y aburrido. Porque, a menudo, ustedes los filósofos entran a una exposición y se preguntan cosas tales como «¿qué es el arte?», cosas que los pintores no nos preguntamos jamás, pero que sin duda desde el punto de vista de la filosofía son muy importantes. En general, yo no recomiendo a los pintores que lean lo que los filósofos escriben sobre pintura (especialmente sobre la suya), porque suele suceder que se les sube a la cabeza. Y los pintores que se toman demasiado en serio lo que algún filósofo escribe sobre ellos me parecen o muy estúpidos o muy ingenuos. Ahora que he leído su escrito sobre mi pintura -cuando ya no puede hacerme ningún daño- (y que he leído otras cosas de usted), le diré algo: tengo la impresión de que su libro sobre mí trata tanto sobre mí como sobre usted. De hecho, le escribo esta carta para intentar demostrarle que todo lo que usted dice de mí como pintor se aplica igualmente a usted como pensador. En ese sentido, creo que el valor de su libro no radica tanto en lo que pueda esclarecer de mi modo de pintar, como en que encuentra una analogía, una conexión o una simpatía entre usted y yo, cada uno jugando en su campo y sin querer interferir en el del otro. Esta conexión, por supuesto, tiene también sus limitaciones, y quiero asimismo hablarle de eso.

Para empezar, yo diría que usted y yo tenemos en común una cierta rareza. Es probable que alguien quisiera llamar a esto heterodoxia, pero aquí los términos son complicados. Lo que podríamos llamar la ortodoxia en pintura es algo que se ha constituído históricamente desde el alto Renacimiento hasta -digámoslo así- el final de la Segunda Guerra Mundial. Esta es la época de vigencia del canon de las bellas artes (es relativamente similar para la música, pero en literatura, por ejemplo, la formación del canon es mucho más reciente). Antes de la época de las vanguardias hubo heterodoxos, como en todos los ramos, pero sin duda las vanguardias fueron y son heterodoxas en modo extremo. La mayor parte de los pintores de vanguardia, sobre todo con el paso del tiempo, han llegado a especializarse en algo que yo podría llamar anti-pintura. Esto -las cosas, por ejemplo, que hacían Duchamp o Tristan Tzara- fue muy saludable para los dogmas de la pintura ortodoxa, que habían empezado a entrar en una época de sopor muy notable. Pero los pintores de vanguardia tienen la pro-piedad de ser anti-canónicos. Quiero decir que no constituyen un nuevo canon en la pintura (como, por ejemplo, el neoclasicismo frente al barroco), simplemente deshacen el canon pero no hacen canon. Su carácter «revolucionario» solamente es comprensible si se observa en el contexto del canon de las bellas artes plásticas, la anti-pintura sólo tiene sentido por relación con la pintura y la heterodoxia sólo con relación a la ortodoxia. Yo, como los viejos Padres de la Iglesia, creo que es bueno que haya herejías, porque contribuyen a revitalizar el dogma, a despabilarlo. El dogma, una vez enfrentado a las heterodoxias, resulta fortalecido, renovado, reformado. Me gustó leer que, según usted, en mi pintura está implícita toda una historia de la pintura (se habrá fijado en que he dicho «una» historia, no «la» historia), porque yo creo que es así. Siempre me consideré un pintor en el sentido tradicional de la palabra. He sido un pintor más o menos canónico -dentro de mis habilidades, que no son gran cosa-, sólo que de un canon renovado por las revoluciones de los vanguardistas o, si quiere usted decirlo así, un pintor reformista, un pintor que propone reformas en el canon a la vista de las acciones revolucionarias. Pero yo nunca me he considerado vanguardista, nunca he pretendido ser anti-pintor (si lo he sido, fue a mi pesar). Los artistas (porque ni siquiera ellos mismos se llaman pintores) de vanguardia no hacen obras que impliquen la historia de la pintura más que negativamente: se consideran fuera de la historia de la pintura, se consideran posteriores a ella y ajenos a su jurisdicción. Pero en el siglo XX ha sucedido un fenómeno extraño. Aunque la pintura vanguardista no ha llegado a constituir un nuevo canon (sigue siendo percibida como anti-canónica allí donde vaya: las instalaciones, el body-art o el land-art no son algo a lo que nos hayamos acostumbrado como, según se dice, se acostumbraron los espectadores europeos a mirar cuadros impresionistas que en principio les habían parecido horrendos, de la misma manera que no nos hemos acostumbrado a la música atonal un siglo después de Stockhausen), sin embargo, a fuerza de dominar las instituciones y el mercado, ha intentado presentarse como una nueva ortodoxia. Esto, a mi modo de ver, es, en el mejor de los casos, ridículo, y, en el peor, catastrófico. La heterodoxia de Duchamp está llena de sentido, incluso de buen sentido, con toda su perversidad. Pero ese sentido se traiciona precisamente cuando se quiere hacer una Academia de las Bellas Artes Duchampianas. Para Duchamp eran importantes Monet y Rafael. Pero quienes consideran a Duchamp como el clásico a partir del cual aprenden el oficio, ya no tienen nada que ver con Rafael, con Monet ni con Rembrandt. La diferencia entre lo ortodoxo y lo heterodoxo no es solamente, como decía Humpty Dumpty, cuestión de poder, y pretender erigir una ortodoxia de la heterodoxia es algo tan descabellado -y agotador- como la «revolución permanente», el orgasmo ininterrumpido o el éxtasis continuo: las revoluciones, las insurrecciones, son, por su propia naturaleza, excepcionales. Si todo es excepcional, entonces nada lo es. Esto creo que, en muy buena medida, pasa en estos días entre nosotros. Y por eso yo he resultado un pintor heterodoxo, simplemente por ser demasiado ortodoxo (aunque un ortodoxo no ingenuo, un ortodoxo reformista que revitaliza el dogma incorporando los hallazgos de los revolucionarios), por pretender seguir siendo pintor cuando la anti-pintura se había convertido en la nueva ortodoxia, cuando lo que procedía era asegurar (en nombre de la vanguardia, del progreso, de la tecnología) la muerte de la pintura. No digo que esto sea bueno o malo, ni siquiera que yo esté en lo cierto o equivocado.

Digo que a usted le ha pasado, a mi modo de ver, una cosa parecida como filósofo. La constitución del canon de la filosofía comienza con Sócrates, y es más larga y variada. Tomás de Aquino no pertenece al mismo canon que Aristóteles, pero es canónico justamente porque se remite a Aristóteles. Descartes es un tipo de filósofo diferente de los dos anteriores, pero aún es un filósofo porque, como luego hará Kant al renovar una vez más el canon, se remite a Platón, a Aristóteles, a Leibniz. Pero tengo la impresión de que después de Hegel se produce un acontecimiento diferente. Aparecen algunos anti-filósofos o filósofos de vanguardia que tematizan la muerte de la filosofía, que no se ven a sí mismos como filósofos sino como gentes que van a pensar después del final de la historia de la filosofía, revolucionarios que se proponen terminar con la anquilosada filosofía y sustituirla por algo diferente. Del mismo modo que entre los pintores vanguardistas existía hasta hace no mucho un proceso persecutorio (se acusaban unos a otros, o mediante sus críticos aliados, de no ser lo suficiente¬mente vanguardistas, lo suficientemente revolucionarios, se descubrían restos figurativos en unos, restos representativos o narrativos en otros, restos artesanales, o burgueses, etc., etc.), también ustedes los filósofos han sufrido algo parecido.

Durante décadas, los antifilósofos marxistas (que ya no deseaban interpretar el mundo) se han acusado mutuamente de ser demasiado filosóficos, demasiado hegelianos, demasiado platónicos. Después, los antifilósofos positivistas (que proponían la sustitución de la filosofía por la ciencia) se criticaban unos a otros porque se encontraban residuos metafísicos, residuos mentalistas, residuos racionalistas, etc. En el caso de los anti-filósofos nietzscheanos (que ya no admitían ninguna verdad ni ningún ídolo), a los que usted ha estado más ligado, después de que Nietzsche declarase muerta la metafísica, vino Heidegger a sugerir que Nietzsche era, en realidad, un metafísico inconsciente. Y esto duró hasta que su amigo Derrida se propuso mostrar que el propio Heidegger era, sin quererlo, un metafísico en muchas de sus aserciones. Hoy día, la ronda termina con Richard Rorty -ese Hume de nuestros días que recorre el mundo despertando a los deconstructivistas de su sueño dogmático-, que también nos ha enseñado que incluso Derrida es demasiado metafísico. Todo esto ha sido enormemente positivo, pero Nietzsche tiene sentido contra Platón, Marx contra Hegel y Wittgenstein contra Descartes, y es saludable su heterodoxia para que los dogmáticos despierten de sus sueños platónicos, hegelianos y cartesianos. Ahora bien, querer convertir a Marx, Nietzsche y Wittgenstein en un nuevo canon filo¬sófico (que podría prescindir de Platón) es una barbaridad, pretender sustituir la polémica entre Platón y Aristóteles, o entre Hegel y Schelling, o entre Spinoza y Descartes, por las discusio¬nes ultra-academicistas de Derrida con Lacoue-Labarthe es un desvarío.

Me parece, por tanto, que en el siglo XX ha habido una corriente anti-filosófica, tan importante en su lucha contra el ca¬non soporífero y reaccionario, como estéril en cuanto se ha institucionalizado. Las Universidades Marxistas (las de la antigua Unión Soviética) hacían curiosamente comenzar la filosofía con Marx (es decir, con la muerte de la filosofía), y no creo que de esa pre¬tensión de canonizar lo anticanónico haya salido nada digno de mención. También los positivistas fundaron departamentos de filosofía positivista, según los cuales la filosofía comenzaba con Wittgenstein y el círculo de Viena, no habiendo tenido hasta entonces más que ilustres precedentes, y esta situación fue bastante infructuosa al menos hasta su mestizaje con los pragmatistas norteamericanos y, después, hasta el desembarco de los frankfurtianos. Sus amigos los nietzscheanos (especialmente Derrida, Foucault y Lyotard) también han llegado a ser dominantes en algunas Universidades norteamericanas, dando lugar a la herejía institucionalizada de lo política¬mente correcto o, de otro modo, sustituyendo la filosofía por los (así llamados) estudios culturales, como los marxistas querían sustituirla por una ciencia llama¬da materialismo histórico y los positivistas por el análisis lógico. Tampoco sé que de esto haya surgido nada bueno, sino algunas acémilas que se empeñan en probar que toda mi pintura se deriva de mi condición de homosexual sadomasoquista irlandés (porque ignoran que eso no es más que un rumor que hice circular por consejo de mi marchante).

Creo, por ejemplo, que es usted más un filósofo (en el sentido tradicional de la palabra) que un anti-filósofo de vanguardia, porque en su filosofía está implícita toda una visión de la histo¬ria de la filosofía. En su sistema de usted, los nombres de Platón, Duns Scoto, Spinoza, Descartes, Husserl o Leibniz desempeñan un papel similar al que cumplen en mi pintura los relieves egipcios, Miguel Angel, Velázquez o Monet. Más que desarrollar una ortodoxia nietzscheana, creo que usted se propuso una reforma de la filosofía que permitiese tomar en cuenta el impacto que supuso Nietzsche, y mostrar que, más que romper con la filosofía y decretar el final de su historia, se trataba de seguir una tradición, aquella en la que estuvieron Parménides, los estoicos, Scoto, Spinoza, etc. Por todo esto yo diría que, mientras que sus colegas Foucault, Derrida y Lyotard querían, al menos en algún tiempo, ser otra cosa que filósofos (arqueólogos, gramatólogos, deconstructivistas, microfísicos, posmodernólogos), y contribuye¬ron (quizá a su pesar, esto no lo sé) a construir una ortodoxia de la heterodoxia (la ortodoxia de la discontinuidad, de la différance o del diferendo), usted, al menos hasta -o desde- un cierto momento, quería simplemente ser filósofo, lo que le convertía en alguien bastante heterodoxo. Y, para colmo, usted se suicidó, como Sócrates, cuando estaba condenado a muerte por un tribunal (médico).

Hay otra analogía, y es que usted y yo somos retratistas. Sus amigos Foucault, Derrida y Lyotard son más bien paisajistas, usted es, como yo, retratista. Me gustó mucho leer su teoría del retrato, porque coincide con la mía. Dice usted que hacer un retrato es como hacerle al retratado un hijo como resultado de una violación: la criatura, aunque monstruosa, debe parecerse a sus dos padres. Pero dice usted, también, que en el caso de Nietzsche le pasó a usted lo contrario: fue Nietzsche quien le sedujo a usted, y quien le hizo a usted concebir esa criatura monstruosa que es su mono¬grafía sobre el pensador alemán. Esto es exactamente lo que yo hacía cuando hacía retratos. Me dejaba poseer por la sensación, por el impacto que los retratados provocaban en mi sistema nervio¬so, y de ahí salían esas criaturas monstruosas que son mis retratos. Lo único es que usted siempre tuvo la prudencia de retratar a personas muertas (incluso esperó a que murieran sus amigos Chatêlet y Foucault para retratarlos). Yo, que pintaba personas vivas, siempre tuve algo de mala conciencia con respecto a este asunto. Siempre supe que las personas a quienes retrataba se veían (o pensaban que los demás les verían) mucho más sórdidos, siniestros y horribles de lo que en realidad eran. Y, desde luego, si mis retratos se mirasen como intentos de reflejar el aspecto de esas personas, serían muy crueles deformaciones de ellas, muy despiadados. En fin, supongo que cuando usted retrataba a Leibniz, o a Spinoza, o a Hume, muchos le dirían: No, no son tan feos como tú les pintas. Pero yo no quería pintar su aspecto, quería, como usted ha escrito, pintar la sensación. No pintaba a esas personas, ni mi percepción de ellas, ni las emociones que despertaban en mí, ni lo que sentía hacia ellas o lo que suponía que ellas sentían hacia mí, ni trataba de retratar su interior o el mío, pintaba algo que estaba a medio camino entre los retratados y yo. Si hubiera que establecer una tabla de correspondencias, yo diría que la figura humana (que yo en realidad no copiaba nunca de los cuerpos de los retratados, sino que aprendía de fotografías o manuales de anatomía) corresponde en el cuadro a mi sistema nervioso (que en ese momento no era mío, era simplemente el sistema nervioso, un campo de fuerzas cualquiera). Para pintar la deformación que la sensación impone al sistema nervioso es preciso pintar algo que resulte deformado (que, en mi caso, son esas torsiones o mutilaciones horribles de los cuerpos y los rostros, esos gestos desencajados): necesito rostros y cuerpos porque no se puede (al me¬nos yo no puedo) pintar directamente la sensación, la deformación, sino como deformación de algo, aunque para mí lo principal sea la deformación y no lo deformado. Creo que podríamos decir que, a diferencia de otros pintores (quizá), para mí lo principal no es el rostro o el cuerpo y lo secundario el gesto o la postura, yo quiero pintar únicamente gestos y posturas, los cuerpos y rostros son meros soportes para lograr esa finalidad (por eso soy un poco despiadado deformándolos y desarticulándolos, despellejándolos y descoyuntándolos). Cuando alguien hace un gesto o un movimiento que me produce una sensación, no veo un rostro haciendo un gesto o un cuerpo haciendo una postura, veo un gesto que se sirve de un rostro para expresarse, veo una postura que se materializa en un cuerpo. No encuentro que mis cuadros sean, como a veces se ha di¬cho, obscenos y abyectos. Al contrario, lo que me parecería obsceno sería pintar un rostro sin gesto, un cuerpo sin postura, un sistema nervioso sin deformación. Cuando pinto un cuerpo o un rostro, no intento reflejar la decadencia o la decrepitud, que es otra estupidez que a menudo se ha dicho sobre mis figuras, intento fabricar un cuerpo al servicio de la sensación, al servicio de la deformación, y por tanto, nada está jusificado en ese cuerpo a menos que sufra esa deformación o permita verla. No quiero pintar un cuerpo deformado por una sensación, quiero pintar el cuerpo de la sensación. Algo que no es en sí mismo visible, y de lo cual, por tanto, no hay modelos visuales. Yo no pinto a las personas más abyectas de lo que son (esta es una impresión que tienen aquellos cuya mirada está envenenada por lo narrativo y ensuciada por los sentimientos personales). Lo que sí es cierto es que este tipo de pintura tiene un riesgo: el sensacionalismo, el exhibicionismo. Siempre se está a un paso de eso, y probablemente en más de una ocasión yo no he sabido contenerme lo suficiente como para no dar ese paso (si usted me lo permite, yo creo que usted también sucumbió a este peligro cuando empezó a decir que lo que usted hacía no era filosofía sino esquizoanálisis, y cuando sugirió -es verdad que esta enfermedad le duró poco tiempo- una manera de «realizar» su filosofía en una clase de revolución llamada «revolución molecular»: esto le llevó a usted a las primeras páginas de los diarios y a los primeros puestos de las listas de ventas, pero fue un formidable equívoco tras el cual usted, prudentemente, decidió pasar de nuevo a la clandestinidad).

En fin, sus retratos son algo similar. Usted no quiere hacer un retrato del filósofo Leibniz que pudiera considerarse como un capítulo de un libro de historia de la filosofía. Usted parte de eso que llama el cerebro, el plano cerebral del pensamiento, e intenta señalar el impacto que en ese plano produce el acontecimiento que denominamos «Leibniz» o, con sus propias palabras, no tanto Leibniz sino «el efecto Leibniz». No hay que hacer un retra¬to de Leibniz para una galería de personajes históricos relevantes porque Leibniz sea (como se dice) «muy importante» (según la opinión autorizada de los expertos), sino que hay que mostrar en vivo la importancia de Leibniz, hay que poner de manifiesto los efectos que sobre el cerebro o sobre el pensamiento tiene esa sustancia llamada «Leibniz». Creo que, cuando usted hacía retratos filosóficos, se dejaba poseer por los conceptos del filósofo re¬tratado, como quien experimenta con drogas, como quien prueba sobre sí mismo una substancia química para registrar sus efectos. Si yo pinto la sensación, usted retrata la concepción. El modo en que se hacen los conceptos de Leibniz: no hace usted una relación de los conceptos de Leibniz, sino que da una receta (práctica) de cómo pueden hacerse. Esto tiene que ver, también, con su teoría acerca de las relaciones entre la obra y la vida. Cuando todos esos papanatas que hoy escriben sobre mí creen encontrar en mi vida (privada) las experiencias-clave que explicarían mi obra, no se dan cuenta de que las únicas experiencias-clave de mi vida son mis obras, de que la única vida que he conseguido salvar de la quema (o de la demolición, como dice esa cita de Fitzgerald que a usted tanto le gusta) es la de esas sensaciones que he conseguido con¬servar en mis cuadros. Por lo mismo, lo único que a usted le interesa de la biografía de Leibniz, de la de Spinoza o de la de Nietzsche, no es la «novela» de su vida, sino la parte de vida que han conseguido convertir en conceptos, en conceptos vivos, llenos de vida. Lo demás (la vida privada de los filósofos, de los pintores y de cualquier otra persona) no es más que una suma de miserias. También me ha gustado leer lo que usted dice de los psicoanalistas: uno sueña que «pegan a un niño», y en seguida viene el psicoanlista a retirar de la imagen toda la fuerza que procede de la indefinición del «pegan» y del artículo indeterminado, para restregarte por el rostro que en realidad es tu padre que te pega a ti. Esto me sucedió a mi en mis entrevistas con David Sylvester: él me insistía tanto en que si yo pintaba un cuadro sobre el Papa eso debería tener que ver con mi padre…

Usted dice: el pintor no pinta un cuerpo con sus órganos, pinta una superficie sensible deformada por una sensación, poblada de unos órganos efímeros que no son los brazos, las piernas o las manos de los que se ocupan los tratados de anatomofisiología, sino órganos inéditos y efímeros que no duran más que lo que dura una sensación. Y, lo que es más importante, intenta (y, en el mejor de los casos, consigue) suscitar en el espectador esos órganos fantasmagóricos: ponerle al espectador ojos en el vientre, en las manos, en la nuca. Yo digo: lo que usted pinta cuando retrata a un filósofo no es un sistema dado con sus conceptos ya hechos, sino un plano de pensamiento desértico atacado por un movimiento de generación de conceptos, poblado de unas singularidades, de unas diferencias que no son las tesis o las opiniones de tal o cual autor, que pueden encontrarse en los manuales de historia de la filosofía, sino pensamientos inéditos y efímeros que no duran más que mientras se hacen, que no están vivos sino en la medida en que permanecen siempre a punto de venirse abajo (así es como Kant describía la intensidad de la sensación, según a usted le gusta recordar, por su aproximación a cero) o siempre están en estado na¬ciente. Acabo de leer un artículo que usted publicó unos días antes de su muerte, que se titula «una vida», y en el cual, curiosamente, pone usted dos ejemplos de lo que entiende por «una vida»: un moribundo y un recién nacido. Por eso insiste usted a menudo en que la filosofía no es algo que esté ya hecho (y resguardado por los manuales de historia), algo que simplemente se trata de aprender. La filosofía, dice usted, hay que hacerla, los conceptos hay que hacerlos, hay que hacer que el pensamiento padezca la violen-cia del «efecto Leibniz» para que Leibniz le haga efecto al pensamiento. Y así es como los pensamientos tienen efectos: cambiando el pensamiento de quien los hace. Si sus retratos de Hume o de Spinoza, como mis retratos, parecen a menudo tan poco familiares, es justamente porque están poseídos por esa violencia. Uno no tiene, cuando lee su libro sobre Hume, la impresión de estar leyendo un libro sobre el David Hume -digámoslo así- divulgado y conocido, como supongo que alguien que conociese a Isabel Rawsthorne tampoco la reconocería a través de mis retratos de ella, porque usted no intenta reproducir a David Hume sino producir en el lector «el efecto Hume», como yo intento, si me permite decirlo así, producir «el efecto Rawsthorne».

He aquí por qué me gusta su visión del arte, que es por lo mismo que me gusta su visión de la filosofía. Porque usted elimina la interpretación (o, si no la elimina del todo, al menos restringe su territorio). Déjeme que insista un poco en esto, porque creo que en ello reside su principal heterodoxia (y quizá también la mía, pero ahora quiero hablar de lo que usted dice de mi pintura como si yo nunca hubiese visto un cuadro del tal Francis Bacon). Si me permite usted decirlo así, creo que el terreno de quienes han estudiado el problema de la percepción desde el punto de vista de la filosofía se reduce a dos posiciones. Yo miro a esta mesa y veo en ella un vaso. Hay un tipo de filósofo que diría: mi percepción del vaso debe ser descompuesta, analizada en una serie de átomos de sensación (que deben tener su correspondencia en el sistema nervioso) cuya suma constituye la imagen mental que llamo «vaso». Esto significaría que la visión se reduce a un proceso de lectura codificado cuyas unidades mínimas pueden aislarse y localizarse, y cuya combinación explicaría la totalidad de nuestras percepciones. Ver sería, en efecto, leer un texto cuyos grafemas serían esos átomos de sensación elementales, ver sería conocer las reglas gramaticales de combinación de esos elementos y saber descodificar el texto.

Esta es una posición muy curiosa, porque, como es fácil darse cuenta, equivale a decir que la percepción está compuesta de elementos imperceptibles. Los átomos de sensación carecen de perceptibilidad, del mismo modo que los fonemas de una lengua carecen de significado. Y así como el significado se obtiene por combinación de elementos insignificantes, la percepción se produce por combinación de elementos imperceptibles. En ambos casos se encierra aquí un misterio inexplicable: cómo, a partir de lo imperceptible, puede nacer la percepción, cómo puede originarse el significado a partir de lo no significativo. Como usted sabrá mejor que yo, cuando a Descartes (uno de los partidarios de esta posición) le preguntaban qué aspecto (visual) tendrían estos átomos de sensación, él respondía que para saber eso haría falta que tuviéramos otros ojos en el interior del cerebro, además de los que tenemos en la cara. Como no los tenemos, no podemos ver lo que nos hace ver, pero podemos imaginarlo. Descartes imaginaba estos átomos como figuras geométricas abstractas cuya combinación y composición (reducible a un cálculo matemático) sería la sintaxis del texto que la mente descodifica como imágenes visuales. Como el misterio -¿por qué la combinación de tales átomos insignificantes o imperceptibles da lugar a tal significado o a tal percepción?- es inexplicable, la única manera de resolverlo es mantener que se trata de correspondencias garantizadas por las reglas de un Código. Descartes decía que este código había sido establecido por Dios -él hablaba de «instituciones de la naturaleza»- y, por tanto, se trataría de la sintaxis del Libro de la Naturaleza.

Esta es una posición que siempre me ha parecido fascinante: no podemos ver aquello gracias a lo cual vemos. En esta posición, el cuerpo aparece como algo irreductible: las percepciones de la mente, las imágenes mentales, como la del vaso, son los efectos de mecanismos corporales imperceptibles; si no tuviéramos un cuerpo, un sistema nervioso en donde se alojan esos átomos imperceptibles de la percepción, no tendríamos en absoluto percepciones ni imágenes mentales. Es curiosísimo: lo físicamente real no es el vaso (que no es más que una imagen mental, que no tiene más realidad que su realidad psíquica o psicológica), sino los átomos de sensación. Es decir, la realidad física es imperceptible de forma inmediata y directa, sólo la conocemos traducida en términos psíquicos de imágenes mentales gracias a ese código prestablecido. Sin embargo, eso imperceptible puede ser reconstruido gracias a la pro¬moción de modelos mecánicos susceptibles de cálculo matemático (que es, por otra parte, lo que hacen los físicos, que incluso construyen aparatos para «percibir» eso que es imperceptible: los átomos o las ondas, las partículas microfísicas de las cuales estaría «en realidad» compuesto el vaso). Resulta muy extraño pensar que este vaso que estoy viendo en realidad no existe fuera de mí (sino sólo en mi mente), que lo que en realidad existe fuera de mí es un conjunto de ondas, o de partículas, que no puedo ver, pero que puedo perfectamente calcular matemáticamente, e incluso puedo producir modelos informáticos -o, como ahora se dice, virtuales- que simulen el modo en que, a partir de esas partículas elementales matemáticamente armadas, y mediante un sistema de codificación gráfica, se pueden obtener objetos visibles, perceptibles (creo que hay un parentesco entre la abstracción geométrica y la fascinación por la máquina, el maquinismo o el futurismo). Es cierto que estos objetos perceptibles artificiales -los objetos infográficos o virtuales- no son nunca percibidos como algo tan «natural» como el vaso, pero la razón de ello fue ya defendida por Descartes y Leibniz: no sabemos -y probablemente nunca llegaremos a saber- cuál es exactamente el código en el que Dios escribió el Libro de la Naturaleza, nos limitamos a imaginar uno cuyos resultados sean lo suficientemente aproximados a la realidad, en el bien entendido de que el grado de aproximación siempre será mejorable, de que la digitalización siempre será susceptible de una más alta definición, puesto que la definición total exigiría un dispositivo cibernético que nadie está en condiciones de construir.

No necesito decirle que este tipo de filosofía de la percepción corresponde a una línea de la pintura occidental, la que culmina en la abstracción geométrica y que usted llama vía ascética u óptica. Quería simplemente mostrar que esto no pasa solamente en la pintura, como usted dice, sino también en la filosofía. Y que algo tendrá que ver todo esto, por ejemplo, con su admirado Spinoza, que quería tratar de las pasiones como un tratado de geometría se ocupa de líneas y superficies. Creo que hay muchos pintores que han sentido esta tentación: encontrar la infraestructura matemática de la visión, construir simulacros científicamente fundados del modo en que llegamos a ver lo que vemos tal y como lo vemos. Si la abstracción geométrica es una culminación de todo esto, es porque esas figuras abstractas son modelos de esos átomos imperceptibles de los cuales estaría compuesta la percepción. Es como si alguien descompusiera o analizara una imagen perceptiva en sus elementos imperceptibles y los pintara. Hacer visible lo invisible, que decía Klee y usted repite incesantemente. No dar cuenta de lo visible, sino darse cuenta de cómo llegamos a ver lo que vemos. Por eso se ha repetido, también hasta la saciedad, que los cuadros abstractos no tienen significado. No lo tienen en el mismo sentido en que no lo tienen los fonemas o los grafemas. Con ellos se hace el significado, pero ellos son insignificantes. Aquello con lo que se construye el significado visual no puede tener significado visual. Es una fonología, como mucho una sintaxis, pero nunca una semántica. Creo que tiene toda la razón Lévi-Strauss cuando dice que se trata de elementos de la segunda articulación sin elementos de la primera. De la misma manera que, si se descompone una palabra en sus fonemas, se tiene la impresión de que se está destruyendo su significado y disolviéndolo en lo insignificante, la descomposición de la visión figurativa en esa suerte de imposible visión abstracta disuelve el significado per-ceptivo construyendo modelos -geométricos, abstractos- de lo imperceptible. Cuando un pintor nos hace ver, no algo visible, sino aquello que compone nuestra visión, realmente no nos da nada a ver, no nos ofrece nada perceptible; al descomponer la visión en sus elementos invisibles, en realidad descompone nuestra visión, nos ciega. Es, como usted di¬ce, algo puramente óptico, pero no visual.

¿No ha habido algo semejante en filosofía? Recuerdo que Bertrand Russell estaba presentando a principios del siglo XX (justa¬mente cuando el cubismo estaba en su apogeo) una doctrina llamada «atomismo lógico» que soñaba con descomponer el significado -esta vez el significado lingüístico- en sus elementos lógicos componen¬tes, a partir de cuya combinación surgiría el sentido. La búsqueda de lo que Russell llamaba «el lenguaje lógico perfecto» me parece comparable a esa búsqueda de las formas ópticas perfectas que caracteriza la abstracción geométrica. También los lingüístas buscaban «estructuras profundas» (evidentemente, formales) a partir de las cuales derivar ese fenómeno de superficie que es el sentido. Y también el marxismo buscaba en la infraestructura económica la gestación de los significados superestructurales o ideológicos. Por no hablar del estructuralismo (que usted conoce bien). Todos ellos se dieron cuenta, sin embargo, de que eran capaces de des-componer pero no de recomponer, de que podían construir una sintaxis o una fonología pero no una semántica. De que el significado (por muy superficial que sea) añadía algo a las proposiciones, a las frases, a la infraestructura económica o a la estructura cultural, algo que no venía de las profundidades.

De ahí la otra posición, la segunda de las dos que antes enu¬meré. Yo miro a esta mesa y veo en ella un vaso. Y hay otro tipo de filó¬sofo que diría: mi visión del vaso no se puede analizar sin des¬truirla. Porque, en efecto, si la analizo, ya no hay vaso en abso¬luto. Yo veo el vaso como vaso. Desde luego que mi visión es una interpretación (si se quiere, incluso, una interpretación de datos sensoriales), pero la interpretación es absolutamente primera. La hipótesis de unos «átomos de sensación» a los que yo añadiría después mi interpretación es profundamente contraria a la experiencia. Los «datos de la sensación» o «átomos imperceptibles» son -justamente- una abstracción a partir del hecho concreto e irreductible de mi visión del vaso como vaso. Nunca, decía Heidegger, oigo un ruido, siempre es el ruido de un coche, de una silla que se arrastra, de una explosión o de unos pasos en la noche.

Toda sensación está inmersa en una percepción que la interpreta, la sensación no es más que una abstracción a partir de lo real y concreto, que es la percepción. No hay duda de que ver es leer -pues esto mismo que yo interpreto como vaso otro podría interpretarlo como florero, como cubilete o como cenicero-, pero eso mismo prueba que el sentido no viene de las profundidades de una estructura mecánicamente articulada y simulable o matemáticamente calculable por combinatoria de elementos, si yo interpreto el vaso como vaso no es a causa de los átomos de sensación de los cuales estaría hecha mi percepción (porque en ese caso, si tal es el Código en el cual Dios ha escrito el Libro de la Naturaleza, todo el mundo tendría que interpretar el vaso como vaso, lo cual no sucede), sino porque la interpretación me precede, es ella quien posibilita mi percepción del vaso como vaso, no estoy inmerso en un mundo de cuerpos mecánicos y de impulsos nerviosos, sino en un mundo simbólico-cultural de significados trabados unos con otros, mi percepción no es hija de mi cuerpo sino del Espíritu, el sentido no viene de las profundidades sino de las alturas. La percepción no está compuesta de nada, nace ya toda hecha, armada de una pieza. El significado no se deriva de las leyes mecánico-matemáticas de composición del significante. No se puede analizar, porque es sintético por naturaleza. Aquí volvemos a encontrarnos con un misterio inexplicable. ¿Por qué interpretamos el vaso como vaso y no como palillero? Lo único que se puede responder es que todo depende del contexto. Pero, si el sentido de las palabras y de las cosas depende del contexto, ¿de qué depende el contexto? Pues el caso es que el contexto sólo puede describirse mediante palabras, de tal modo que el contexto a su vez depende de las palabras: hay palabras (iniciales, inaugurales, auténticas, originarias) que hacen contexto, que crean mundos (son las de los poetas). Y hay palabras (secundarias, derivadas, inauténticas, falseadas) que se limitan a habitar (es decir, a significar) en esos mundos. No es el Libro de la Naturaleza, sino el de la Cultura, el que contiene las claves del sentido.

Aquí, el cuerpo es sometido a una suerte de eliminación (es decir, sólo existe en la medida en que sea un cuerpo interpreta¬do); puesto que la percepción (en cuanto interpretación) no se compone de sensaciones, la sensación misma queda eliminada y con¬vertida en una abstracción (eso inauténtico y derivado que se sigue de la interpretación y que sólo tiene sentido gracias a ella). Antes de la interpretación no puede haber nada o, justamente, sólo la nada, el caos, lo informe, contra lo cual se enfrenta el poeta que dice la palabra inicial. Diríamos que también en este caso la realidad física es imperceptible de forma inmediata, sólo podemos percibirla, verla, interpretada, lo que sucede es que es la interpretación lo que aquí se convierte en directo e inmediato. Si re¬tiramos la interpretación, sólo queda el caos, no podemos ver na¬da. De aquí, en pintura, el informalismo. Si sometemos un objeto a dos contextos -es decir, a dos mundos, es decir, a dos interpretaciones- diferentes, en realidad, dado que el significado procede del con¬texto, tendremos dos objetos completamente distintos. De aquí, en el arte, el urinario de Duchamp y todo el arte conceptual. También esta es una posición curiosa: viene a decir que no hay hechos, sino únicamente interpretaciones de los hechos y materia amorfa (siendo la materia amorfa también otra abstracción, pues finalmente es imposible sustraerse a alguna interpretación -pensemos en el test de Roscharch-, por lo cual se habla con razón de un informalismo abstracto). Resulta extraño pensar que no orinamos sobre urinarios, sino sobre interpretaciones. Al poner de manifiesto la interpretación (o bien el hecho de que sólo lo amorfo escapa de la interpretación), se recurre a otro modo de hacer visible lo invisible o de hacer ver lo que nos hace ver. Creo que también esto tiene sus correlatos filosóficos: lo dionisíaco como tendencia a la disolución y la desintegración caótica, por una parte, lo fenomenológico, lo hermenéutico, más apolíneo y constructivo, con su a priori de la interpretación y el prejuicio, por otra. Hay, sin duda, en la historia de la pintura, una línea dionisíaca, gótica, bárbara como usted dice, y uno tiene la impresión de que el dripping de Pollock es el definitivo desbordamiento de esa carne excedente que ya amenazaba con destruir la forma del cuerpo en las figuras de Miguel Angel, la vida inorgánica que ha¬bita dentro de lo orgánico. Aquí no se pretende tanto dar cuenta de cómo llega a hacerse nuestra visión cuanto deshacerla, disolverla, en una suerte de pulsión de muerte. Al contrario, la ten¬dencia fenomenológica o hermenéutica tiene más que ver con el principio del placer, la travesura, la compulsión a la reinterpretación, a encontrarle un sentido (hasta la paranoia de la sobreinterpretación). Si en la otra posición se trataba siempre de significantes sin significado, aquí se trata más bien de significados sin significante (pues en realidad el objeto es nada, lo es todo el concepto, la interpretacion, la función, el contexto). Es una semántica sin fonología ni sintaxis. Puesto que las percepciones (en cuanto interpretaciones) son indescomponibles (su descomposición equivale a su disolución dionisíaca en el caótico abismo), son también mutuamente irreductibles e inconmensurables. Esta es la famosa irreductibilidad entre contextos diversos con la que tanto disfrutan sus amigos Foucault, Derrida y Lyotard. Naturalmente, al no tener base alguna (al haber renunciado a la estructura profunda, al significante) para preferir una interpreta¬ción mejor que otra, el conflicto de las interpretaciones se con-vierte inmediatamente en una cuestión de poder. Y esto hace que, paradójicamente, los filósofos de la diferencia hayan terminado dando lugar a la guerra de las identidades.

Ahora bien, creo que usted descubrió otra línea en la historia de la filosofía, y por eso me atribuye a mí un lugar intermedio entre lo óptico y lo manual, entre lo ascético y lo bárbaro. Usted no es un positivista ni un fenomenólogo y, a pesar de su cariño por Nietzsche, creo que tampoco es del todo dionisíaco. Usted ha escrito una Lógica del Sentido y una Lógica de la Sensación, pero no una Sintaxis Lógica ni una Fenomenología de la percepción. A usted la percepción no le interesa. O, digámoslo de este modo, si usted mira hacia esta mesa y percibe un vaso, entonces no hay nada interesante. Lo interesante empieza, para usted, cuando siente algo que no puede ver, que no puede percibir. Hay algo extraño en ese vaso. Pero, si desciendo hacia las profundidades descomponiendo mi percepción del vaso, la extrañeza desaparece (allí todo es extraño, y por tanto nada lo es). Si asciendo hacia las alturas en busca de la intepretación en la cual se apoya mi percepción, también la extrañeza desaparece, porque allí todo me es familiar. Lo extraño está en mi visión del vaso, pero no puedo verlo cuando lo percibo o cuando lo interpreto, se sustrae a mi mirada. Es un elemento decididamente no-figurativo, pero no es abstracto, ni geométrico, ni mecánico. No es una interpretación, no es el ruido de un coche, de una silla que se arrastra, de una explosión o de unos pasos en la noche. No tiene forma ni se explica por el contexto. Es una sensación, una intensidad. Podríamos decir que es amorfo, pero si convierto el vaso simplemente en una mancha de materia, como si lo disolviera mediante un ácido, ya no siento nada (yo, como pintor, tengo que hacer verdaderos esfuerzos para que los cuerpos de mis figuras no se escapen por sus bocas, por las puntas de sus dedos, por sus vientres, por sus narices). La sensacion es una deformación: no es una interpretación porque no la siento como vaso ni como ninguna otra cosa; tampoco es un impulso nervioso o una partícula física o sintáctica, porque no pertenece a mi mirada. Sólo puedo sentirla como una deformación de la figura o como una deformación del ojo, que no es un elemento componente de un cuadro figurativo o narrativo, pero tampoco algo que pudiera interpretarse en función del contexto, porque se trata de algo completamente liberado de todo contexto. Lo que yo haría entonces sería pintar el vaso -un vaso cualquiera, porque ni siquiera sería este vaso, sino un simple vaso común y corriente-, pero haciéndole sufrir una deformación que hiciese visible esa extrañeza invisible que siento en mi visión -haciendo subir a la superficie del sentido (de lo sentido) el elemento informal y amorfo que late en mi percepción pero que no puede reducirse a ella-. Digamos que esto me emparenta con la primera filosofía de la percepción que antes he resumido, en el sentido de que pienso que hay algo irreductible a la percepción, a la mirada, a la interpretación, pero al mismo tiempo me separa de ella, porque para mí ese algo irreductible -a saber, la sensación- no es algo abstracto, ni mucho menos geométrico, no es figurativo pero tampoco abstracto ni informal. Es algo para cuya expresión necesito la figura. Digamos que la figura es el conjunto mínimo de condiciones restrictivas que permite ver algo que no es figura. Con todo, la sensación no es ficticia, ni imaginaria. Es perfectamente real y concreta, aunque su realidad sea de otro tipo que la de la mirada. Por muy fantásticas que puedan parecer las escenas de mis cuadros, lo que yo pinto existe realmente, aunque sea en un nivel distinto al de la figuración, al de la narración y la representación. Lo que la gente suele hacer en este punto es decir: bueno, la pintura canónica y tradicional siempre ha sido narrativa, figurativa, representativa, si Bacon quiere hacer otra cosa, entonces es que Bacon es un anti-pintor de vanguardia que trabaja tras la muerte histórica de la pintura. Y lo que me gusta de su libro es que usted -y en esto reside su heterodoxia y, si usted está en lo cierto, también la mía-, usted dice: no, la pintura nunca ha sido representativa, ni figurativa, ni narrativa, la pintura siempre ha querido pintar la sensación, y precisamente por eso Bacon es un pintor y no un anti-pintor.

Bueno, ya sé que en este punto usted y yo no estamos del todo de acuerdo. Yo pensaba, antes de leer su libro, que la pintura sí que había querido ser, en otro tiempo, narrativa o figurativa, al menos en parte, y que hoy día ya no lo intentaba porque esas funciones habían sido asumidas por la fotografía y, luego, por los demás medios visuales. Pero me pareció formidable leer en su libro la idea de que la fotografía nunca ha querido representar la realidad sino más bien sustituirla, reinar sobre el ojo y no someter¬se a él. Lo que ocurre es que los pintores lo han intentado de dos maneras: por una parte, han querido escapar del control de la narración y la figuración (y, en definitiva, del control del lenguaje) ateniéndose a una visualidad pura, a algo puramente óptico, intraducible en términos lingüísticos; o bien, por otra parte, se han sumergido de tal modo en lo narrativo y figurativo que han reducido la interpretación de una obra de arte al modelo de lectura de un texto (con lo cual la producción de sentido se reduce a la variación del contexto), y sólo han dejado, como posibilidad de escapar a la interpretación, el puro informalismo caótico y matérico. Entre esos dos extremos, según usted, hay otra posibilidad: no un ojo sin manos, un código puramente óptico, no una mano sin ojos, una materia que no admite figura ni historia, sino un ojo que toca, la invención de un nuevo órgano de visión que permite ver la sensación, que permite ver allí donde no hay mirada.

Esto es lo de menos. En cualquier caso, lo que me interesa es que a usted le ha pasado lo mismo. Al leer sus libros, sobre todo sabiendo que usted es compañero de generación de Lyotard, Foucault y Derrida, la gente se decía: bueno, estos son anti-filósofos que sostienen que, desde Parménides para acá, todo el mundo ha querido someter el pensamiento a la identidad, a la semejanza, a la analogía, mientras que estos franceses liquidan la historia de la filosofía para pensar ahora otra cosa que ya no cabe en ella, la diferencia, la pura diferencia. Pero usted no decía eso. Usted decía que los filósofos (al menos algunos) siempre han querido pensar la diferencia, que esto no es una ocurrencia de los anti-filòsofos de vanguardia. Por eso su diferencia no se puede reducir a una identidad. Usted no es el filósofo de las diferencias (es decir, de otras identidades presuntamente distintas de las dominantes), sino el filósofo de la diferencia, es decir, de la no-identidad, el filósofo de los que no tienen identidad. Esta es la razón por la cual, por mucho que se empeñen, nadie podrá hacer una biografía de usted ni de mí (hemos perdido enteramente nuestra vida en nuestras obras). La sensación, como el concepto, no tiene historia. No por¬que sea algo eterno, salvado del paso del tiempo, sino únicamente por su extremada pobreza. Sus libros, como mis cuadros, no son instrumentos de la memoria, sino testimonios de lo irremediable-mente perdido para la historia. No cuentan historias, sólo sirven para pensar (poniéndole a los conceptos ojos y manos) o para sentir (poniéndole a la gente ojos y manos en donde no los tenía), cosas ambas que nada tienen de profundidad ni de altura, que son simplemente superficiales.
Atentamente,
[firmado ilegible]

Avatar de Desconocido

Feliz Año Nuevo

El maestro Alcofribas, Gran Copero de Pantagruel, soberano regio de todos los Dipsodas, quiere desearos un año lleno de ironía y mala baba con predicciones tan novedosas que existen desde que el mundo es mundo. FELIZ AÑO 1532.

«Sobre el número de la suerte de este año, no me pronuncio. No encuentro rastro de él, a pesar de los muchos cálculos realizados. Vamos allá. Pasemos página.»

«Considerando que infinitos abusos son perpetrados a causa de un montón de pronósticos chapuceros de Lovaina [poned aquí Bruselas, Congreso de los Diputados o Gobierno de España], hechos a la sombra de un vaso de vino [pagado con tarjeta black], les he calculado presentemente uno, el más seguro y verdadero que jamás se ha visto, como la experiencia demostrará. Porque, sin ninguna duda, dado que David, el Rey Profeta, dijo a Dios: «Destruirás a todos aquellos que dicen mentiras» (Salmo 5), no es pecado menor mentir conscientemente y abusar del pobre mundo ansioso de saber cosas nuevas.»

«Queriendo, pues, satisfacer la curiosidad de todos los buenos compañeros, he revuelto todos los archivos de los cielos, calculado las cuadraturas de la Luna, destapado todo lo que nunca pensaron los Astrófilos, Zodiacómanos, Hipernefelistas, Peinanubes, Anemofilaces, Uranópatas, Papamoscasy Ombróforos, y conferenciado sobre todo esto con Empédocles y su esfera celeste, quien se recomienda a vuestra gracia.»

«Sobre un punto en particular les advierto: si no me creen todo, me hacen una faena, por la cual, aquí o allí, serían muy gravemente castigados.»

«Digan lo que digan esos locos astrólogos de Lovaina, de Núremberg, de Tubinga, Lyon o Zaragoza, no vayan a creer que este año hay otro Gobernador del mundo universal que no sea Dios […] Como dijo Avicena: que las causas segundas no tienen influencia ni acción alguna, si la causa primera no influye. ¿No dice la verdad el compadrito?»

«Este año habrá tantos eclipses de Sol y Luna que tengo miedo (y no sin razón) de que nuestros bolsillos pasarán hambre y nuestros sentidos se perturbarán. Saturno será retrógrado, Venus directa, Mercurio insconstante. Y un montón de otros planetas no girarán a vuestro gusto.»

«Luego, por este año, los cangrejos caminarán de lado, los cordeleros trenzarán sus cuerdas hacia atrás, las banquetas subirán a las bancas, los espetones sobre los morrillos y los bonetes sobre los sombreros; los huevos colgarán a montones por falta de sacos para llevarlos; las pulgas, en su gran mayoría, serán negras; el tocino huirá de los guisantes en Cuaresma; el vientre irá por delante; el culo se sentará el primero; no se encontrarán habas en los roscones de los reyes; no saldrá ningún as en la tirada de cartas; el dado no dirá lo deseado por mucho que se lo halague, y no vendrá con frecuencia la suerte que se pide; las bestias volverán a hablar, como en el principio de los tiempos, y en diversos lugares.»

«Este año los ciegos verán bien poco, los sordos escucharán bastante mal, los mudos no hablarán mucho, los ricos estarán un poco mejor que los pobres, y la gente de buena salud mejor que los enfermos […] Y reinará casi universalmente una enfermedad horrible y temible, maligna, perversa, espantosa y extraordinaria, la cual asombrará al mundo, y con la cual no sabrán qué hacer, y muy a menudo compondrán ensoñaciones, silogizando sobre la piedra filosofal y las orejas de Midas. Tiemblo de miedo cuando pienso en ello: porque les digo que será epidémica, y Averroes (Colliget VII) la llama: falta de dinero

«Encuentro, por los cálculos de Albumasar, en el libro De la gran conjuración, y otros, que este año será muy fértil, con abundancia de todos los bienes para aquellos que los tengan.»

«Italia, Romanía, Nápoles, Sicilia, se quedarán donde estaban el año pasado. Dormirán bien profundamente hasta el final de la Cuaresma, y soñarán, algunas veces, hasta medio día.»

«Alemania, los Suizos, Sajonia, Estrasburgo, Amberes, etc., medrarán si no quiebran; los chamarileros les deben temer, y este año no fundarán muchos aniversarios.»

«España, Castilla, Portugal, Aragón, estarán sujetos a repentinas alteraciones federales o secesiones y temerán mucho morir, tanto los jóvenes como los viejos; y sin embargo se mantendrán abrigados, y con frecuencia contarán sus escudos, si los tienen.»

«Inglaterra, Escocia, los Prusianos, serán malos pantagruelistas. Tanto les sentará bien el vino como la cerveza, siempre que esté buena y sea golosa. En todas las mesas su esperanza estará en el contraataque en las cartas. San Treignant de Escocia, patrono de los cornudos, seguirá haciendo milagros. Pero por las velas que se le pondrán, no verá nada claro si Aries ascenciendo no tropieza con su propia trampa, y no es, con su propio cuerno, corneado.»

«Moscovitas, Indios, Persas y Trogloditas, a menudo tendrán diarrea, porque no se dejarán cepillar por los papistas Romanistas, de acuerdo al baile de Sagitario ascendiendo.»

«Bohemios, Judíos, Egipcios no rebajarán este año las expectativas de su larga espera del mesías, Venus les amenaza agriamente con abscesos de garganta; pero condescenderán con el deseo del rey de los Mariposones.»

«Caracoles de convento, Sarabaítas, Pesadillas ambulantes, Caníbales, serán muy molestados por las moscas bovinas y pocos tocarán címbalos y marionetas, si el aceite de guaiac no es solicitado contra la sífilis.»

«Austria, Hungría, Turquía, por mi fe, mis buenos muchachitos, no sé cómo les irá, y bien poco me importa, vista la brava entrada del Sol en Capricornio: y si saben algo más, no digan una palabra, sino que esperen la venida del cojuelo.»

«En todo este año no habrá más que una Luna, además no será en absoluto nueva sino la misma; sobre esto estáis muy afligidos, vosotros que no creéis en Dios, que perseguís a Su santa y divina palabra, y a todos los que la respetan.»

«En verano no sé qué viento soplará; pero sé bien que debe hacer calor y reinar el viento marino. Sin embargo, si sucediera de otro modo, no por ello habrá que renegar de Dios. Porque es más sabio que nosotros y sabe mucho mejor que nosotros mismos lo que nos es necesario, les aseguro por mi honor, diga lo que diga Haly Abenrangel y sus secuaces. Estará bien mantenerse alegre y beber fresco, aunque algunos hayan dicho que no hay cosa más contraria a la sed. Lo creo. Pero también creo que los contrarios se anulan.»

«En otoño se vendimiará, o antes o después, me da exactamente igual, siempre que tengamos buen vino peleón suficiente.»

«En invierno, según mi pequeño entendimiento, no serán sabios aquellos que vendan sus pellizas y pieles para comprar madera para la chimenea […] Si llueve, no se pongan melacólicos, tanto menos polvo encontrarán en el camino. Manténganse abrigados. Teman los catarros. Beban del mejor, esperando que el otro se enmiende, y en adelante no caguen más en la cama. Oh, oh, pollos, ¿hacéis vuestros nidos así de altos?»

François Rabelais, Predicciones pantagruélicas, Madrid, Libros de la resistencia, 2012 (1532), pp. 19-49.

Avatar de Desconocido

Jacob Burckhardt /// Interpretación(es)

Jacob Christopher Burckhardt (1892) / Fuente: Encyclopaedia Britannica / Courtesy of the Universitats-Bibliothek Basel

Jacob Christopher Burckhardt (1892) / Courtesy of the Universitats-Bibliothek Basel / Fuente: Encyclopaedia Britannica

«Afortunadamente, el conocimiento de la esencia espiritual del hombre no se inició sobre la base de una psicología teórica -pues para esto ya bastaba con Aristóteles-, sino que tuvo por instrumento la aptitud para la observación y las dotes para la descripción. El indefectible lastre teórico se reduce a la doctrina de los cuatro temperamentos en su combinación -entonces en boga- con el dogma de la influencia de los planetas. Estos elementos inertes se muestran como irreductibles desde tiempo inmemorial, al juzgar al hombre como individuo, sin perjudicar por otra parte al gran progreso general. Ciertamente produce un efecto extraño observar cómo se manejaban estas cosas en una época que ya había sido capaz de captar íntegra y totalmente al hombre, tanto en su más interna esencia como en sus exterioridades características, no sólo por medio de una descripción exacta, sino por obra de un arte y una poesía imperecederos. Nos produce casi una impresión de comicidad el que un observador -por lo demás muy hábil- atribuya a Clemente VII un temperamento melancólico, aunque subordine su juicio al de los médicos que ven en el papa, más bien, un temperamento sanguinocolérico. Sucede también esto cuando se nos dice que el propio Gastón de Foix, el vencedor de Rávena, a quien Giorgione pintó y Bambaja esculpió, y de quien hablan todos los historiadores, tenía un temperamento saturnino. Y, evidentemente, los que tales cosas nos dicen pretenden comunicarnos algo muy determinado y preciso; lo que nos parece extravagante y anticuado son las categorías de que para expresarlo se sirven.

»En el reino de la libre descripción espiritual, los grandes poetas del siglo XV son los primeros en salirnos al encuentro.

»Si tratamos de reunir las perlas de la poesía cortesana y caballeresca de Occidente de los dos siglos anteriores, podremos recoger una suma maravillosas adivinaciones y pinturas aisladas de los movimientos del alma, que a primera vista disputarán el premio a los italianos. Prescindiendo de toda la lírica, con sólo tomar a Gottfried von Strassburg, encontramos en Tristán e Isolda un cuadro de pasión de rasgos imperecederos. Pero estas perlas flotan dispersas en un mar de convenciones y artificios y el contenido queda aún muy lejos de una total objetivación de la intimidad humana y de su riqueza espiritual.

»Pero es que Italia, con sus trovadores, tuvo también su participación en la poesía cortesana y caballeresca del siglo XIII. En lo esencial, ellos fueron los creadores de la canzone, que trataban con tanto artificio y virtuosismo como el minnesänger nórdico su lied. Incluso las ideas y el contenido tienen idéntico carácter convencional y cortesano, aunque el autor sea un erudito y pertenezca a la clase burguesa.

»No obstante, hallamos ya dos recursos literarios que señalan un porvenir propio a la poesía italiana y cuya importancia no puede desconocerse, aunque se trate únicamente de una cuestión de forma.

»El propio Brunetto Latini (el maestro de Dante), que en las canciones adopta la manera habitual de los trovadores, es el autor de los primeros versi sciolti conocidos, endecasílabos sin rima, en cuyo carácter, en apariencia amorfo, se revela de pronto una viva y auténtica pasión. El poeta prescinde conscientemente de los medios exteriores, en gracia al vigor del contenido, del mismo modo como en la pintura se observa, algunos decenios después, en los frescos, y, más adelante, hasta en las tablas, al prescindir de lo cromático para limitarse a una simple entonación clara u obscura. En aquella época que por modo tal se atenía al artificio en la poesía, suponen estos versos de Brunetto la iniciación de una orientación nueva.

Sello conmemorativo de Albert Krüger (1897) / Fuente: Conrad R. Graeber

Sello conmemorativo de Albert Krüger (1897) / Fuente: Conrad R. Graeber

»Al mismo tiempo, y ya desde la primera mitad del siglo XIII, uno de los múltiples tipos de estrofa medida rigurosamente que produjo por entonces el Occidente, el soneto. Durante cien años se muestra todavía vacilante en el que Petrarca impuso la estructura imperecedera que adquirió vigencia de norma. En esta forma se encarnó, desde el principio, todo contenido lírico y contemplativo, y de toda índole después, de modo que, a su lado, los madrigales, las sextinas y hasta las canciones quedan reducidos a formas secundarias. Más adelante los mismos italianos -unas veces chanceando y otras con franco mal humor- malhablaron de ese patrón obligado, de este lecho de Procusto de ideas y sentimientos. Otros, empero, se sintieron encantados con esta forma -y para muchos mantiene aún su prestigio- y no faltaron los que se sirvieron del soneto para expresar sus reminiscencias y sus ociosas divagaciones sin ningún propósito serio ni necesidad. Por eso abundan tanto los sonetos malos o insignificantes y son tan escasos los buenos.

»No obstante, el soneto, a nuestro parecer, supone un beneficio enorme para la poesía italiana. La claridad y la belleza de su estructura, la necesidad de alcanzar mayor vibración y acento en la segunda mitad, graciosa y enérgicamente articulada, y la facilidad con que se aprende de memoria, son cualidades que forzosamente habían de resultar gratas y útiles a los grandes maestros. No se concibe, en efecto, juzgando seriamente, que lo hubiesen conservado éstos hasta nuestro siglo si no hubieran estado convencidos de su alto valor. Ciertamente estos grandes maestros habrían podido manifestar la misma fuerza de su genio en otras formas cualesquiera, las más distintas; pero, al elevar el soneto a forma lírica cardinal, otros muchos ingenios, de más limitada capacidad, aunque no carentes de ciertas dotes, que en otras formas líricas hubieran resultado difusos, se vieron obligados a condensar sus impresiones y emociones en el apretado haz del soneto. Éste llegó a convertirse en un condensador universal de ideas y sentimientos como no conoce nada parecido la poesía de ningún otro pueblo moderno.»

 

Jacob Burckhardt, La cultura del Renacimiento en Italia, Barcelona, Iberia, 1979 (1860), pp. 227-230.