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Antoine Compagnon /// Interpretación(es)

Antoine Compagnon (Bruselas, 1950) / Foto: Olivier Roller

Antoine Compagnon (Bruselas, 1950) / Foto: Olivier Roller

«El contrarrevolucionario es, en principio, un emigrado, en Coblenza o en Londres, que pronto se encontrará exiliado en su propia casa. El contrarrevolucionario hace ostentación de su desapego real o espiritual. Y todo antimoderno seguirá siendo un exiliado interior o un cosmopolita reticente a identificarse con el sentimiento nacional. Huye continuamente de un mundo hostil, como «Chateaubriand, el inventor del No estoy bien en ninguna parte», según Paul Morand, quien encuentra la misma tendencia en todos sus precursores: «El gusto por el adorno, en Stendhal. «Esa grave enfermedad: el horror del domicilio«, de Baudelaire. / Vagabundear, para librarse de los objetos. / Los dos nihilismos; el nihilismo izquierdista, el nihilismo reaccionario». El último poema de Las flores del mal en 1861, El Viaje, enuncia el credo antimoderno. Frente al tradicionalista que tiene raíces, el antimoderno no tiene casa, ni mesa, ni cama. A Joseph de Maistre le gustaba recordar las costumbres del conde Strogonov, gran chambelán del zar: «No tenía dormitorio en su enorme residencia, ni siquiera cama fija. Se acostaba a la manera de los antiguos rusos, sobre un diván o sobre una pequeña cama de campaña, que hacía colocar en cualquier lugar, según su capricho». Barthes se reconocerá fascinado por esta frase que descubre en la antología de De Maistre que hizo Cioran y que le recuerda al viejo príncipe Bolkonski de Guerra y paz. Basta con ella para perdonárselo todo a De Maistre.

»Si la contrarrevolución entra en conflicto con la Revolución -segunda característica- es en los términos (modernos) de su adversario; la contrarrevolución replica a la Revolución con una dialéctica que las vincula irremediablemente (como De Maistre o Chateuabriand y Voltaire y Rousseau): de este modo el antimoderno es moderno (casi) desde su origen, parentesco que no se le pasó por alto a Sainte-Beuve: «No hay que juzgar al gran De Maistre por el rasero de un filósofo imparcial. Siempre está en pie de guerra, como Voltaire; como si quisiera tomar asalto a Voltaire a punta de espada». Faguet terminaba diciendo a propósito de De Maistre: «Se trata del espíritu del siglo XVIII contra las ideas del siglo XVIII».

»En su calidad de negador del discurso revolucionario, el contrarrevolucionario recurre a la misma retórica política moderna: en la propaganda, Rivarol habla como Voltaire. La contrarrevolución empieza con la intención de reestablecer la tradición de la monarquía absoluta, pero pronto se convierte en la representación de la minoría política frente a la mayoría, y se enzarza en la lucha constitucional. La contrarrevolución oscila entre el rechazo puro y simple y el compromiso que la sitúa fatalmente en el terreno del adversario.

Antoine Compagnon en 2014 / Fuente: Le Figaro

Antoine Compagnon en 2014 / Fuente: Le Figaro

»Tercera característica: habría que distinguir entre contrarrevolución y antirrevolución. La antirrevolución designa el conjunto de fuerzas que resisten a la Revolución, mientras que la contrarrevolución supone una teoría sobre la Revolución. Por consiguiente, de acuerdo con la distinción entre la antirrevolución y la contrarrevolución, nos interesan menos los antimodernos (el conjunto de fuerzas que se oponen a lo moderno), que aquellos a los que convendría más bien llamar contra-modernos puesto que su reacción está fundamentada en un pensamiento moderno. Sin embargo, contra-modernos no es un buen término. Por eso continuaremos hablando de antimodernos, sin olvidarnos de esta puntualización: los antimodernos no son los adversarios de lo moderno, sino los pensadores de lo moderno, sus teóricos.

»Teóricos de la Revolución, acostumbrados a sus razonamientos, los contrarrevolucionarios -o la mayoría de ellos, o lo más interesantes- son hijos de la Ilustración, y a menudo incluso de antiguos revolucionarios. Chateaubriand había visitado Ermenonville antes de 1789 y participado en la primera revolución nobiliaria, en Bretaña, en la primavera de 1789; en su Ensayo sobre las revoluciones (1797), admitía que la Revolución tenía muchas cosas buenas, reconocía lo que le debía a la Ilustración, y eximía a Rousseau de cualquier responsabilidad por sus veleidades terroristas. Bajo la Restauración, para los carlistas pasaba por un jacobino, y por un ultra para los liberales; incluso bajo la monarquía de Julio su oposición fue a la vez, paradójicamente, legitimista y liberal: «se dejó deslumbrar muy a menudo por las ilusiones de su época», lamentará Barbey d’Aurevilly. Burke, un whig, tomó partido por los colonos americanos contra la Corona. De Maistre, antiguo francmasón, siguió siendo hasta el final un enemigo del despotismo. E incluso Bonald, alcalde de Millau en 1789, vivió las primicias de la Revolución en la piel de un liberal. Baudelaire, en febrero de 1848, pedía que se fusilara al general Aupick, su suegro, mientras que Paulhan, convertidoen conservador, recordaba que había empezado su carrera como terrorista. El auténtico contrarrevolucionario ha conocido la embriaguez de la Revolución.

«Maurras, que no era un antimoderno aunque hubiera comenzado su vida como crítico literario, debutó en la carrera política denunciando la ambigüedad de Chateaubriand en 1898: «Prever ciertas calamidades, preverlas en público, con ese tono sarcástico, amargo y desenvuelto, equivale a propiciarlas… Este ídolo de los modernos conservadores representa para nosotros sobre todo el genio de las Revoluciones». Maurras insiste en una nota sobre el hecho de que «Chateaubriand permaneció siempre fiel a las ideas de la Revolución», que «lo que él quería, eran las ideas de la Revolución sin los hombres y las cosas de la Revolución», que fue «toda su vida un liberal, o, lo que es lo mismo, un anarquista». Nadie resume mejor que el futuro jefe de la Action Française la ambivalencia de Chateaubriand respecto a la Revolución y a la Ilustración, ambivalencia que basta para hacer de él un modelo de antimoderno.»

 

Antoine Compagnon, Los antimodernos, Barcelona, Acantilado, 2007, pp. 31-35.

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Longino (siglo I d.C.)

«Ahora no quiero pasar por alto, amigo mío, una observación que trataré brevemente. Por una ley natural, las figuras apoyan lo sublime que, a su vez, las fomenta de manera maravillosa. Explicaré dónde y cómo. El empleo hábil de figuras se ve habitualmente como sospechoso, y da la impresión de trampa, artificio y engaño, en especial al dirigirse a un juez que tiene potestad sobre nosotros, así como a tiranos, a reyes y a altos mandos en posición de superioridad. Porque se irritan si ven tratados como niños sin uso de razón a los que se engaña con los ínfimos medios de las figuras de la oratoria, y toman el engaño como ofensa personal, lo cual les enfurece, y aunque disimulen la ira, se resistirán a las palabras persuasivas. Por eso, la mejor figura es aquélla que pasa inadvertida como tal figura. Y, para ello, lo sublime y la pasión son una defensa y estupendo apoyo contra la desconfianza suscitada por las figuras. La destreza empleada queda oculta y se sustrae a toda sospecha desde el momento en que se vincula con lo bello y lo sublime.

Oráculo de Delfos / Fuente: Atenas.net

Oráculo de Delfos / Fuente: Atenas.net

»Un ejemplo concluyente sería el pasaje mencionado «Juro por los que estuvieron en Maratón» [Demóstenes, Sobre la corona]. ¿Cómo disimula el orador la figura? Está claro que mediante su mismo brillo. Así como lo borroso se esfuma a la luz del sol, los artificios retóricos desaparecen de la vista cuando la grandeza los rodea de esplendor.

»No es muy distinto lo que sucede en pintura. Aunque la luz y la sombra estén pintadas en el mismo plano, lo primero que salta a la vista es la luz, que no sólo destaca del fondo, sino que parece estar más cerca. Lo mismo ocurre con lo sublime y la pasión en los discursos, están más cerca de nuestra alma por una suerte de afinidad natural y por su esplendor, pues siempre reclaman más atención que las figuras y dejan velado en la sombra su artificio.»

 

Longino, De lo sublime, Barcelona, Acantilado, 2014, pp. 46-47.

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Walter Benjamin /// Interpretación(es)

Walter Benjamin (1892-1940) / Fuente: Alétheia http://aletheiamuip.com/escritores/walter-benjamin/

Walter Benjamin (1892-1940) / Fuente: Alétheia

«En lo que corresponde a conocer una obra de arte o una forma artística no resulta fecundo tomar en consideración al receptor. No sólo porque al referirnos a un público determinado o a sus representantes nos vamos apartando del camino, sino porque el concepto de receptor «ideal» es perjudicial directamente para la teoría del arte, que no debe jamás presuponer sino la esencia y la existencia propias del ser humano en cuanto tal. Y es que el arte mismo presupone la esencia corporal y espiritual que le corresponde al ser humano, mientras que ninguna de sus obras presupone sin duda su atención. Pues ningún poema existe en razón del lector, ni ningún cuadro por el espectador, ninguna sinfonía por su oyente.

»¿Existe la traducción por los lectores que no entienden el original? Esto parece explicar lo suficiente la diferencia de rango que se da en el que es el ámbito del arte entre original y traducción. Pero, además, parece ser la única razón que pueda darse para decir «lo mismo» nuevamente. ¿Qué nos «dice» un poema? ¿Qué es lo que el poema comunica? Muy poco a quien lo entiende. Porque lo esencial en un poema no es la comunicación ni su mensaje. En consecuencia, una traducción que lo que se propone es transmitir, no podrá transmitirnos otra cosa que es esa misma comunicación, es decir, algo inesencial. Esto es siempre un signo distintivo propio de las malas traducciones. Pues, lo que aparte de la comunicación viene contenido en un poema (y hasta los malos traductores admitirán que eso es lo esencial), ¿no es en general considerado lo incomprensible, lo misterioso, lo «poético», con lo que, en consecuencia, el traductor no puede reproducirlo en modo alguno más que escribiendo poesía? De aquí se deriva justamente lo que es un segundo indicador propio de las malas traducciones, ése que podemos definir como la imprecisa transmisión de un contenido inesencial. Tal es y será la situación mientras la traducción quiera ponerse al servicio del lector. Pues si la traducción debiera estar destinada al lector, también debería estarlo por su parte lo que es el mismo original. Y si éste no existe por el lector, tal como dijimos, ¿cómo podrá entenderse la traducción desde esa relación?

»La traducción sin duda es una forma. Para entenderla así, hay que volver al original, cuya traducibilidad siempre contiene la propia ley de la traducción. Y es que la cuestión de la traducibilidad de una obra tiene un doble sentido. En efecto, puede significar: ¿encontrará la obra a su traductor competente entre sus lectores? Pero, más propiamente, puede además significar: ¿consiente la obra, por su esencia, traducción, y por tanto la exige (en conformidad con el significado de esta forma)? A la primera pregunta sólo se la puede responder de modo problemático; en cambio, a la segunda, apodícticamente. Sólo un pensamiento superficial negará el sentido autónomo que posee la última pregunta, declarando que ambas significan lo mismo. Pero frente a él hay que indicar que algunos conceptos de relación obtienen su sentido (o incluso su mejor sentido) cuando no han sido puestos de antemano en relación tan sólo con el hombre. Así, podría hablarse de una vida o de un instante inolvidable aunque todos los hombres lo hubieran olvidado por completo. Si su esencia exige el no ser olvidada, ese predicado no contiene nada que sea falso, sino simplemente una exigencia que no satisfacen los seres humanos, con la alusión a un ámbito distinto en que se satisface esa exigencia: la alusión a la rememoración de lo divino. De la misma manera, la traducibilidad de las configuraciones del lenguaje se habría de tomar en consideración aunque éstas fueran del todo intraducibles para los seres humanos. Y si aplicamos un concepto estricto de lo que es en sí traducción, ¿no lo serán hasta cierto punto? Desde este punto de vista hemos de plantearnos la pregunta de si hay que exigir la traducción de ciertas configuraciones del lenguaje. Pues hemos de seguir este principio: si la traducción es una forma, la traducibilidad en cuanto tal ha de ser esencial en ciertas obras.

* * *

Diseño: Charlotte Cheetham (manystuff.org) http://www.manystuff.org/?p=14451

Diseño: Charlotte Cheetham / manystuff.org

»Hasta qué punto podrá una traducción responder a la esencia de esta forma lo determina objetivamente la traducibilidad del original. Cuanto menos valor y dignidad tenga la lengua del original, cuanto más sea comunicación, tanto peor será la traducción, hasta que el predominio del sentido, lejos de ser la palanca para una traducción llena de forma, llegue a arruinarla por completo. Cuanto más elevada es una obra más traducible es, hasta en el roce más ligero que afecta a su sentido. Más, por supuesto que esto sólo vale si se refiere a los originales. Por el contrario, las mismas traducciones son en todo caso intraducibles, no debido al peso del sentido, sino a la excesiva ligereza con que la que lo llevan adherido. A este respecto y cualquier otro esencial, los textos que Friedrich Hölderlin tradujo (y en especial los de las dos tragedias de Sófocles) pueden ser la mejor confirmación. En ellos, la armonía de las lenguas se hace tan profunda que la lengua sólo toca el sentido como el viento toca un arpa eólica. Las traducciones de Hölderlin sin duda son estrictos modelos de su forma; lo son incluso frente a las mejores traducciones hechas de esos textos, como lo muestra la comparación con la traducción hecha por Borchardt de la tercera Oda pítica de Píndaro. Justamente por eso se da en ellas, mucho más que en otras traducciones, el enorme peligro originario que le acecha a toda traducción: que las puertas de la lengua así ensanchada se cierren, y que obliguen al traductor a callarse. Las traducciones de Sófocles por ello constituyen la última de las obras de Hölderlin. En ellas se precipita su sentido de un abismo a otro, hasta que amenaza con perderse en las simas insondables del lenguaje. Mas sin duda hay un freno. Y el texto único que lo proporciona es el texto sagrado, en el cual el sentido ya no es la línea divisoria que se da entre el torrente del lenguaje y el torrente de la revelación. Cuando el texto pertenece de inmediato, sin ningún sentido mediador, en su completa literalidad, al que es el lenguaje verdadero, a saber, la verdad o la doctrina, es perfectamente traducible. Y ya no por sí mismo, sino sólo por mor de las lenguas. Por ello, frente a él, la traducción necesita confianza ilimitada para que literalidad y libertad se reúnan en ella sin tensión en forma de versión interlineal, al igual que se unen en el lenguaje y la revelación, ya sin tensiones, en el texto sagrado. Pues todos los grandes textos entre líneas han de contener en algún grado (y los textos sagrados en el máximo) su traducción virtual. La versión interlineal que corresponde con el texto sagrado es así el modelo o el ideal de toda traducción en cuanto tal.»

Bertolt Brecht y Walter Benjamin (Dinamarca, 1934) / Brecht-Archiv Berlin http://www.adk.de/de/archiv/archivbestand/literatur/index.htm?we_objectID=259&hg=literatur

Bertolt Brecht y Walter Benjamin (Dinamarca, 1934) / Brecht-Archiv Berlin

 

Walter Benjamin, Baudelaire, Madrid, Abada, 2014, pp. 515-516; 527-528.

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Friedrich Nietzsche /// Interpretación(es)

Friedrich Nietzsche (1844-1900)

Friedrich Nietzsche (1844-1900)

«Si no hubiéramos aprobado las artes, si no hubiésemos inventado esa especie de culto del error, no soportaríamos ver lo que ahora nos muestra la ciencia: la universalidad de lo no verdadero, de la mentira, y que la locura y el error son condiciones del mundo intelectual y sensible. La lealtad tendría como consecuencia el hastío y el suicidio. Pero a nuestra lealtad se opone un contrapeso que ayuda a evitar tales consecuencias: es el arte, en tanto que buena voluntad de la ilusión. No siempre impedimos a nuestra visión de completar, de inventar un fin: luego ya no es la imperfección, esa eterna imperfección, lo que llevamos por el río del devenir, sino una diosa en nuestra idea, y estamos ingenuamente orgullosos de llevarla. En tanto que fenómeno no estético, la existencia es soportable, y el arte nos proporciona los ojos, las manos, y sobre todo la buena conciencia necesarios para poder hacer de ella este fenómeno por medio de nuestros propios recursos.» (La gaya ciencia, p. 107)

«Única vida posible: en el arte. Si no, uno se aparta de la vida. Las ciencias tienden a la destrucción total de la ilusión; el quietismo vendría como consecuencia, si no existiese el arte.» (El origen de la tragedia, p. 18)

«El arte, que es habitualmente el gran estimulante de la vida, una embriaguez de la vida, una voluntad de vivir…» (La voluntad de poder, libro IV, p. 460)

Nietzsche y el martillo / Fuente: Página sobre filosofía

Nietzsche y el martillo / Fuente: Página sobre filosofía

«La ciencia sólo puede ser disciplinada por el arte. No se trata de juicios de valor relativos al saber y a la multiplicidad de los conocimientos. ¡Tarea inmensa y dignidad del arte que la realizará! ¡Tendrá que renovarlo todo y él sólo dar a luz de nuevo la vida! Lo que puede el arte, nos lo dicen los griegos; sin ellos, nuestra creencia sería fantástica…

»Quizás el arte tenga incluso la facultad de crearse una religión, de dar a luz un mito. Como en Grecia.

»La Historia y las ciencias naturales han sido útiles para vencer la Edad Media; el saber contra la creencia. Nosotros ponemos el arte frente al saber. ¡Vuelta a la vida! ¡Puesta en marcha del instinto del conocimiento! ¡Reforzamiento de los instintos morales y estéticos!» (El nacimiento de la filosofía en la época de la tragedia griega, pp. 191-192)

«¿Cómo nace el arte? Como un remedio para el conocimiento. La vida sólo es posible gracias a las ilusiones del arte.» (El origen de la tragedia, p. 20)

Nietzsche en sus últimos días / Fuente: Rafael Narbona http://rafaelnarbona.es/?p=24

Nietzsche en sus últimos días / Fuente: Rafael Narbona

«Diario del nihilista. – Terror de haber descubierto la falsedad de todas las cosas. El vacío; nada de pensamiento; las fuertes pasiones giran sólo alrededor de objetos sin valor; ser el espectador de estos absurdos movimientos a favor y en contra; soberbio, sardónico, juzgándose fríamente. Las emociones más fuertes aparecen como seductoras y engañosas, como si nos quisiesen hacer creer en sus objetos, como si quisiesen seducirnos. La fuerza más enérgica ya no sabe para qué sirve. Todo está ahí, pero ya no hay fines. Ateísmo, o ausencia de ideal.

»Fase de la negación apasionada en palabra y obra; así se aligera la necesidad acumulada de afirmación, de adoración… Fase del desprecio incluso de la negación… incluso de la duda… incluso de la ironía… incluso del desprecio…

»Catástrofe: ¿el engaño no sería una cosa divina? ¿No consistiría, el valor de toda cosa, en ser falsa?… ¿No debería creerse en Dios, no porque sea verdadero, sino porque es falso? El desespero ¿no sería simplemente la consecuencia de una fe en la divinidad de la verdad? ¿Quién sabe si precisamente la mentira, y la falsificación, la introducción artificial de un sentido, no serían un valor, un sentido, un fin?…» (La voluntad de poder, libro III, p. 107)

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Friedrich Nietzsche, En torno a la voluntad de poder, Barcelona, Península, 1973, pp. 225-227.

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Maurice Blanchot /// Interpretación(es)

«El intelectual está tanto más cerca de la acción en general y del poder cuanto menos se mezcle en la acción y menos poder político ejerza. Pero esto no quiere decir que se desinterese. En la retaguardia de la política no se aparte ni se retira, sino que trata de mantener esa distancia y ese impulso de la retirada para aprovecharse de esa proximidad que le aleja con el fin de instalarse en ella (precaria instalación), como un centinela que no estuviera allí más que para vigilar, mantenerse despierto, escuchar con una atención activa que expresa menos la preocupación por sí mismo que la preocupación por los otros.

»¿El intelectual no sería entonces más que un simple ciudadano? Eso sería ya mucho. Un ciudadano que no se contenta con votar de acuerdo con sus necesidades y sus ideas, sino que, habiendo votado, se interesa por el resultado de ese acto único y, guardando siempre las distancias con la acción necesaria, reflexiona sobre el sentido de esta acción, y unas veces habla y otras se calla. El intelectual no es, por tanto, un especialista de la inteligencia: ¿especialista de la no-especialidad? La inteligencia, esa habilidad del espíritu que consiste en aparentar que se sabe más de lo que se sabe, no hace al intelectual. El intelectual conoce sus límites, acepta pertenecer al reino animal del espíritu, pero es incrédulo, duda, asiente cuando hace falta, no aclama. Por eso no es el hombre de compromiso, según la terminología poco feliz que solía rechazar, y con razón, André Breton. Lo que no quiere decir que él no tome partido; al contrario, habiendo decidido de acuerdo con el pensamiento que le parece tener la mayor importancia, habiendo sopesado los pros y los contras, se convierte en un obstinado infatigable, pues no hay mayor valor que el valor del pensamiento.

»Y, sin embargo, ¿qué ha pasado con el intelectual? Se dice que ha pasado de moda, porque continúa preocupándose por lo universal, en una época en que la totalidad como sistema, poniendo al descubierto sus desastres y sus crímenes, hace sospechoso a todo aquel que, sin pretender pensar en lugar de los demás, defiende su derecho a no replegarse sobre sí mismo, pues lo lejano le importa tanto como lo próximo y lo próximo le importa más de lo que se importa a sí mismo. Seguramente, la palabra «intelectual» y el uso que se hace de esa palabra no es un uso que esté establecido de una forma definitiva. La etimología no la favorece. Intelligere nos indica la dependencia respecto de legere y del profijo in, y legere a su vez nos remite a logos, que, antes de significar lenguaje (palabra, signo), alude a la reunión en una sola cosa de aquello que está disperso en tanto en cuanto debe permanecer disperso. Dispersión y reunión, en esto consistiría el soplo del espíritu, el doble movimiento que no puede unificarse, pero que la inteligencia tiende a estabilizar para evitar el vértigo de una incesante profundización. Se suele citar a Paul Valéry: «La tarea de los intelectuales consiste en mezclar los signos, los nombres o los símbolos de todas las cosas sin el contrapeso de los hechos reales.» Frase en la que llama la atención la oposición aparentemente natural entre los signos y los hechos. El intelectual sería una especie de matemático que trabaja con símbolos y los combina con una cierta coherencia sin ninguna relación con la realidad. El intelectual habla de la Verdad (de aquello que a él le parece ser verdadero), habla de la Justicia, habla del Derecho, habla hasta de la Ley, e incluso del Ideal. Pero acto seguido debemos rectificar y precisar. El intelectual no es un puro teórico, está entre la teoría y la práctica. Hace públicas declaraciones, discute y se agita cuando, en algunos casos concretos, le parece que la justicia está siendo puesta en entredicho o amenazada por instancias superiores.

»[…] Como se sabe, los intelectuales se reconocieron como tales en aquellos años en que la defensa de un judío inocente, cuyas torturas anunciaban las de los campos racistas del siglo XX, no se limitaba al interés de una causa justa, sino que era su Causa: era lo que justificaba que escribieran, que conocieran, y que pensaran. Lo extraordinario de su intervención es que fuera colectiva, cuando su reivindicación lo que apoyaba era la singularidad, de manera que entonces surgió un universalismo individualista que todavía conserva, con otros nombres, toda su fuerza de atracción.»

 

Maurice Blanchot, Los intelectuales en cuestión. Esbozo de una reflexión, Madrid, Tecnos, 2003 (2001), pp. 56-60 y 63.

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Giovanni Papini /// Interpretación(es)

Fuente: Fondazione Primo Conti (Florencia)

Fuente: Fondazione Primo Conti (Florencia)

«Mucho más potente que el oro es, en mi opinión, la inteligencia. ¿De qué manera el hebreo pisoteado y escupido podía vengarse de sus enemigos? Rebajando, envileciendo, desenmascarando disolviendo los ideales del Goïm. Destruyendo todos los valores sobre los cuales dice vivir la Cristiandad. Y de hecho, si mira usted bien, la inteligencia hebrea, de un siglo a esta parte, no ha hecho otra cosa que socavar y ensuciar vuestras más queridas creencias, las columnas que sostenían el edificio de vuestro pensamiento. Desde el momento en que los hebreos han podido vivir libremente, todo vuestro andamiaje espiritual amenaza caerse.

»El Romanticismo alemán había creado el Idealismo y rehabilitado el Catolicismo; viene un pequeño hebreo de Düsseldorf, Heine, y, con su inteligencia viva y maligna, se burla de los románticos, de los idealistas y de los católicos.

»Los hombres han creído siempre que política, moral, religión, arte, son manifestaciones superiores del espíritu y que nada tienen que ver con el dinero y con el vientre; llega un hebreo de Treviri, Marx, y demuestra que todos aquellos conceptos ideales vienen del barro y del estiércol de la baja economía.

»Todos piensan que los hombres inteligentes son seres divinos y los delincuentes monstruos; llega un hebreo de Verona, Lombrosi, y nos hace creer que los genios son medio locos epilépticos y que los delincuentes no son otra cosa que nuestros antepasados supervivientes, es decir, nuestros primos carnales.

A finales del XIX, la Europa de Tolstói, De Ibsen, de Nietzsche, de Verlaine vivía la ilusión de protagonizar una de las grandes épocas de la humanidad; aparece un hebreo de Budapest, Max Nordau, y se divierte explicando que vuestros famosos poetas son unos degenerados y que vuestra civilización está fundada sobre la mentira.

Cada uno de nosotros está convencido de ser, en su conjunto, un hombre normal y moral; se presenta un hebreo de Freiberg en Moravia, Sigmund Freud, y descubre que en el más virtuoso y distinguido caballero se halla escondido un invertido, un incestuoso, un asesino en potencia.

Los intelectuales, filósofos y demás, han considerado siempre que la inteligencia es el único medio para llegar a la verdad, la mayor gloria del hombre; surge un hebreo en París, Bergson, y con sus análisis sutiles y geniales abate la supremacía de la inteligencia, derroca el edificio milenario del platonismo y deduce que el pensamiento conceptual es incapaz de captar la realidad.

Las religiones son consideradas por casi todos como una admirable colaboración entre Dios y el espíritu más alto del hombre; y he aquí que un hebreo de Saint Germain de Laye, Salomón Reinach, se las ingenia para demostrar que son simplemente un resto de los viejos tabús salvajes, sistemas de prohibiciones con superestructuras ideológicas variables.

Nos imaginábamos que vivíamos tranquilos en un sólido universo ordenado sobre los fundamentos de un tiempo y de un espacio separados y absolutos; aparece un hebreo de Ulm, Einstein, y establece que el tiempo y el espacio son una sola cosa, que el espacio absoluto no existe, ni tampoco el tiempo, que todo está fundado sobre una perpetua relatividad y que el edificio de la vieja física, orgullo de la ciencia moderna, queda destruido.

El racionalismo científico estaba seguro de haber conquistado el pensamiento y haber encontrado la llave de la realidad; se presenta un hebreo de Lublin, Meyerson, y liquida también  esta ilusión: las leyes racionales no se adaptan nunca completamente a la realidad, hay siempre un residuo irreductible y rebelde que desafía al pretendido triunfo de la razón razonadora.»

 

Giovanni Papini, Gog, Madrid, Rey Lear, 2010 (1931), pp. 98-100.

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Paul Valéry /// Interpretación(es)

Paul Valéry en la década de los 30 / Fuente:

Paul Valéry en la década de los 30 / Fuente: La Jornada

«El paisaje fue de entrada la campiña al fondo, delante de la cual pasaban cosas. Creo que fue a los holandeses a los primeros a quienes les interesó esa campiña, bien en sí misma o bien por las estupendas vacas que en ella aparecían.

»Entre los italianos y entre nosotros, adquiere la importancia de un decorado. Poussin y Claude [Lorraine] lo ordenan y le dan una composición espléndida. El paisaje canta: es a la naturaleza lo que la ópera a la vida cotidiana. Se recurre a un árbol, al bosquecillo, a las aguas, a los montes y a determinadas edificaciones con libertad completamente ornamental o teatral. Se llevan a cabo, no obstante, estudios muy precisos y todos ellos comparables a los que se llevarán a cabo pasado un siglo. Se alcanza el límite de la fantasía.

»La trayectoria del paisaje imaginario concluye con los papeles pintados y las tapicerías de Jouy. La verdad entra en acción.

»Aparecen paisajistas de mucha envergadura que, al principio, se preocupan por la composición de sus  obras; escogen, eliminan, ajustan; pero, poco a poco, entablan un cuerpo a cuerpo con la naturaleza tal cual.

»Cada vez pintan menos en el estudio; cada vez más en el campo. Luchan contra la solidez, contra la propia fluidez de las cosas; los hay que la emprenden con la luz, quieren captar la hora, el instante, poner en el lugar de las formas finitas una envoltura de reflejos, de elementos del espectro sutilmente dosificados.

»Otros, en cambio, hacen albañilería con lo que ven.

»Así se fue desplazando progresivamente el interés por el paisaje. De ser el accesorio de una acción, y más o menos al servicio de ésta, pasó a ser lugar de maravillas, sede de ensoñación, placer de la vista distraída… Luego, se lleva la palma la impresión; la materia o la luz imperan.

Paul Valéry retratado por Laure Albin-Guillot (ca.1935) / La Petite Mélancolie

Paul Valéry retratado por Laure Albin-Guillot (ca.1935) / Fuente: La Petite Mélancolie

»Observamos entonces que en pocos años invaden los dominios de la pintura las imágenes de un mundo sin hombres. El mar, el bosque y el campo desiertos les resultan satisfactorios a la mayoría de las miradas. De esto se derivan muchas consecuencias notables.

»Como los árboles y los terrenos no son mucho menos familiares que los animales, crece la arbitrariedad en el arte y se convierten en habituales las simplificaciones, incluso las más burdas. Nos escandalizaría que pintasen una pierna o un brazo como pintan una rama. Nos cuesta mucho diferenciar entre lo posible y lo imposible en lo relativo a las formas minerales o vegetales. El paisaje, pues, da muchas facilidades. Todo el mundo se puso a pintar.

»Otro reflejo: la figura humana, tema dilecto antaño -hasta tal punto que la anatomía entró, desde tiempos de Leonardo, en las condiciones que había que exigirle a un artista-, quedó asimilada a cualquier otro objeto: por el resplandor o el grano de la piel se desdeña la modulación de las formas; desaparece por completo la expresión de las caras, se ausenta del todo la intención. Y el retrato decae.

»Por último, el desarrollo del paisaje parece coincidir, desde luego, con una merma marcadísima de la parte intelectual del arte.

»Al pintor no le queda ya gran cosa sobre la que razonar. Y no es que no nos topemos con muchos que especulan acerca de la estética y la técnica de su oficio, pero creo que muy pocos calculan la realización de una obra determinada. Nada los obliga a ello, puesto que todo acaba por reducirse a paisaje o bodegón, que, a su vez, se han quedado ambos en un entretenimiento de interés local. Pasaron los tiempos en que un artista no pensaba que estaba perdiendo el tiempo cuando meditaba, por ejemplo, acerca de los gestos o las posturas propias de las mujeres, los ancianos, los niños, cuando escribía esas observaciones antes de clavárselas en la mente. No digo que no sea posible prescindir de ello. Digo que el arte grande no prescinde de inutilidades de ese tipo, y digo que existe un arte grande. Es posible que vuelva más adelante a hablar de esto.

»Todo cuanto acabo de exponer en el ámbito de la pintura halla una semejanza pasmosa en el ámbito de las letras: la descripción invadió la literatura al mismo tiempo que el paisaje invadía la pintura; en la misma dirección y con las mismas consecuencias.

»En ambos casos, se debió ese éxito a la intervención de grandes artistas y condujo de forma idéntica a cierta capitis diminutio.

»Una descripción la componen frases que, en general, pueden ser intercambiables: puedo describir esta habitación con una secuencia de frases cuyo orden es más o menos indiferente. La mirada vagabundea a su aire. Nada más natural, nada más auténtico que ese vagabundeo, porque… la autenticidad es el azar

Paul Valéry / Fuente:

Fuente: Prodavinci

»Pero, si esa libertad, y el hábito de facilidad que implica, acaba por dominar en las obras, va disuadiendo poco a poco a los escritores de recurrir a sus facultades abstractas, de la misma forma que anonada en el lector la necesidad de una atención mínima, para inclinarlo a que sólo lo atraigan los efectos instantáneos, la retórica del impacto.

»Esta forma de crear, legítima en principio y a la que debemos tantas cosas hermosas, conduce, lo mismo que el abuso del paisaje, a la merma de la parte intelectual del arte.

»Llegados aquí, más de uno exclamará que poco importa. En lo que a mí se refiere, creo que importa bastante que la obra de arte la realice un hombre completo.

Pero ¿cómo puede ser que se le diera antaño tanta importancia a lo que en nuestros días se considera desdeñable con tanta naturalidad? Un aficionado, en entendido de tiempos de Julio II o de Luis XIV se quedaría muy sorprendido al enterarse de que casi todo lo que se consideraba esencial en la pintura ahora no sólo se descuida, sino que es radicalmente ajeno a las preocupaciones del pintor y a las exigencias del público. E, incluso, cuánto más refinado es ese público, más avanzado está, es decir, más alejado se halla de los antiguos ideales que he mencionado. Pero de lo que nos estamos alejando así es del hombre total. El hombre completo se está muriendo

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Paul Valéry, Degas Danza Dibujo, Barcelona, Nortesur, 2012 (1936), pp. 103-107.

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Edmund Burke /// Interpretación(es)

«Así sucede en las calamidades reales. En las miserias imitadas, la única diferencia es el placer resultante de los defectos de la imitación; pues nunca es tan perfecto, como para poder percibir que es una imitación, y de acuerdo con este principio nos complace de algún modo. Efectivamente, en algunos casos, sacamos tanto o más placer de esa fuente que de la cosa misma. Pero, entonces supongo que nos equivocaremos mucho si atribuimos una parte considerable de nuestra satisfacción en la tragedia a la idea de que la tragedia es un engaño y de que no representa la realidad. Cuanto más se acerca a la realidad, y cuanto más se aleja de la idea de ficción, más perfecto es su poder.

»Pero, sea cual sea su poder, éste nunca nos acerca a lo que representa. Escójase un día para representar la tragedia más sublime y conmovedora que conozcamos; nombremos los actores más favoritos; no ahorremos nada para los escenarios y decorados, y concentremos los mayores esfuerzos de la poesía, pintura y música; y cuando se haya reunido a los espectadores, justo en el momento en que sus mentes se encuentren predispuestas a la expectación, anunciémosles que un delincuente estatal de altos vuelos va a ser ejecutado en la plaza de al lado; en un momento, el vacío del teatro demostraría la comparativa debilidad de las artes imitativas, y proclamaría el triunfo de la compasión real. Creo que esta noción de que la realidad nos causa simple dolor, y la representación, un deleite, procede del hecho de que no distinguimos suficientemente lo que no haríamos bajo ningún pretexto y lo que no anhelaríamos ver si se hiciera en una ocasión. Nos complace ver cosas, que, lejos de hacer, desearíamos ardientemente ver corregidas.

Edmund Burke retratado por James Barry, 1774 (National Gallery, Irlanda)

Edmund Burke retratado por James Barry (det.), 1774 / National Gallery of Ireland

»No creo que haya hombre tan extrañamente maligno, que desee ver destruida esta noble capital, orgullo de Inglaterra y de Europa, por una configuración o un terromoto, aunque estuviera muy alejado del peligro. Pero, supongamos que haya ocurrido tan fatal accidente, ¿cuántas personas acudirían de todas partes para contemplar las ruinas, y cuántas de entre ellas habrían estado satisfechas con no haber visto nunca Londres en su majestuosidad? Nuestra inmunidad en lo concerniente a miserias ficticias o reales no es causa de goce para nosotros; lo digo por propia experiencia. Sospecho que este error se debe a una especie de sofisma con el que frecuentemente nos engañamos; éste nace de nuestra falta de distinción entre lo que efectivamente es una condición necesaria para hacer o padecer cualquier cosa en general, y lo que es la causa de algún acto particular. Si un hombre me mata con una espada es preciso para ello que ambos estuviéramos vivos antes del suceso; y, sin embargo, sería absurdo decir que el hecho de que ambos fuéramos criaturas vivientes fue la causa de su crimen y de mi muerte. De modo que, verdaderamente, es necesario que mi vida no esté ante ningún peligro inminente, antes de que pueda gozar del sufrimiento de los demás, sea real o imaginario, o de cualquier causa. Pero, entonces, es un sofisma argumentar a partir de aquí, que esta inmunidad es la causa de mi deleite, tanto en éstas como en otras ocasiones. Nadie puede distinguir semejante causa de satisfacción en su propia mente, creo; aunque no suframos un dolor intenso o no nos hallemos expuestos a un peligro inminente, podemos sentir por los demás, en la medida en que sufrimos; y, a menudo, mucho más cuando la aflicción nos ablanda; vemos con lástima pesares, que incluso aceptaríamos en lugar de los nuestros.»

 

«De los efectos de la tragedia», cit. Edmund Burke, De lo sublime y de lo bello, Madrid, Alianza, 2010 (1757), pp. 75-77.

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Primo Levi /// Interpretación(es)

Primo Levi (Turín, 1919 - 1987) / Foto: Topham Picturepoint

Primo Levi (Turín, 1919 – 1987) / Topham Picturepoint

«La estrategia, por lo que parece, es siempre la misma. El año pasado alguien descubrió a un profesorzuelo incauto, muy ambicioso y un poco extravagante, y le encomendó una noble misión: demostrar que las cámaras de gas de Auschwitz nunca existieron o, mejor, que sí, que las había, pero que sólo servían para matar piojos; que toda la imponente documentación sobre el genocidio nazi, papeles y objetos, memorias y museos, es obra de falsificadores; que, por consiguiente, todos los testimonios acusatorios son mentiras. La argumentación del profesorzuelo era singular: se ha afirmado que había cámaras de gas en Oranienburg y en Dachau; no las había, luego no las hubo en ninguna parte, y la masacre es una invención de los judíos.

Leemos hoy que un jubilado de Hamburgo, de setenta y seis años de edad, al que alguien, evidentemente, ha alentado, se ha tomado la molestia de iniciar un proceso contra los editores del diario de Anna Frank, poniendo en duda su autenticidad, porque algunos fragmentos del célebre cuaderno hallado en el alojamiento clandestino resulta que fueron escritos con un bolígrafo y, por tanto, añadidos después, porque el bolígrafo no existía en 1944. La estrategia, como decía, es la misma: encontrar una grieta, meter un espeque y sopalancar; nunca se sabe, incluso podría derrumbarse el edificio, aunque sea muy firme. Ahora bien, es perfectamente posible que se hicieran algunos añadidos al diario: se trata de una práctica editorial corriente, aunque filológicamente no sea correcta. Quien los realiza tiene en mente, por ejemplo, esclarecer un nexo, colmar una laguna, precisar el trasfondo histórico de un episodio. En verdad es censurable que los añadidos no se indiquen, como mínimo porque ello abre las puertas a operaciones como la del jubilado de Hamburgo.

Es una operación que causa asco. El diario de Anna Frank ha conmovido al mundo entero porque demuestra en sí mismo su propia autenticidad. No existe falsificador capaz de crear a partir de la nada un libro como éste; debería ser a un tiempo historiador de las costumbres, atentísimo a los menores detalles de la vida cotidiana en un lugar y una época poco conocidos; psicólogo experto en la reconstrucción de estados de ánimo en el límite de lo imaginable; y un poeta con el ánimo candoroso y voluble de una muchacha de catorce años.

Para sostener que estas páginas han sido fabricadas, se precisan un gran cerrilidad y mucha mal fe, pero incluso si los expertos de la Corte de Apelación de Hamburgo hubiesen declarado que el diario era falso de arriba abajo, la verdad histórica no cambiaría. Anna no regresaría con vida, ni volverían a salir con ella los millones de inocentes que el nazismo quiso matar. Quizá no es un azar que este miserable asunto, que nos trae a la memoria la imagen de la paja y la viga del evangelio, se haya suscitado solamente después de la muerte del padre de Anna (también ex-preso), con quien me crucé en Auschwitz pocos minutos después de la liberación: estaba buscando a sus dos hijas desaparecidas.

Leer hoy acerca de esta empresa supone un doble motivo de alarma, después de que alguien no haya vacilado en extinguir otras vidas inconscientes e inocentes en Bolonia primero y después en Mónaco y París. La medida es otra, al menos de momento, pero el estilo y los objetivos son siempre los mismos, como idéntica es la ideología monstruosa que el mundo no ha sabido ni querido erradicar.»

Este artículo fue publicado en el diario La Stampa el 7 de octubre de 1980 con el título: ‘Con Anna Frank ha hablado la historia’. Cito por la edición de Primo Levi: Vivir para contar. Escribir tras Auschwitz, Madrid, Diario Público, 2011 (tomado de la edición de Alpha Decay, 2009), pp. 95-97.